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En Esto Pasaron Quince Días y venida la fiesta de San Andrés ya estaba yo repuesto de mis flaquezas y los hombres impacientes murmuradores y de mal talante porque no había qué comer y la carne que se ballesteaba era poca, que en aquel yerbazal sólo se veían unicornios y elefantes y algunos leones y no eran estas fieras buenas para ir en pos de ellas queriendo flecharlas. Y ciervos y cabras había pocos y muy recelosos que, en venteando hombre, luego huían más que del león. Y cuando yo pude tener seso y volví a mi juicio, hicimos junta y consejo y determinamos que, cobrado ya el unicornio, el servicio del Rey nuestro señor requería que prontamente tornásemos a Castilla. Mas dábamos por seguro que desandar aquel camino traído, que tanto nos había costado andar, no era cosa ligeramente hacedera y que si más de la mitad de los hombres habían perecido en sus muchos desastres y desventuras, era de creer que la otra mitad, más quebrantada y menos abastada, pereciera luego en el retorno, con lo que el señor Rey quedaría deservido y nada se habría logrado. Por el contrario, si la Tierra era redonda como fray Jordi y otros sabíamos, siguiendo adelante hacia el Mediodía no podía quedar mucho camino, tanto dejábamos detrás ya, sin que saliéramos a reinos cristianos, quizá el reino del Preste Juan, que dicen que es de negros o mulatos, los cuales están en la Fe de Cristo, y de allí muy bien nos podrían socorrer los reyes y duques y, en entendiéndonos más fácilmente con gentes de nuestra religión, nos pondrían luego en el camino de Castilla con guías ciertos y hasta podríamos ir posando en los conventos y monasterios y gozando de estrenas y mercedes y limosnas de las buenas gentes que supieran los fechos que atrás dejábamos cumplidos. Y este acuerdo nos pareció bueno, con lo que se lo participamos a la ballestería y a unos les pareció bien y a otros no, mas con todo pasamos adelante. Y al principio algunos hombres venían muy reciamente murmurando que no entendían aquello de que la Tierra fuese redonda y que el camino de Castilla había de ser más corto desandado lo andado, pero luego, entendiendo que eran gente ignorante y teniendo muy probado que fray Jordi era muy perito en las cosas de la tierra así en yerbas como en lapidarios y astros y alquimia y encantos, luego se fueron convenciendo y venían más conformes. Y así pasamos adelante y vadeamos dos ríos chicos que se nos atravesaron y la llanura no se acababa pero, a los siete días de camino, empezó a mejorar la caza y vimos delante algunas montañas altas como sierra que nos alegraron. Y es que, cuando se camina por aquellos yerbazales llanos, cada día se ve lo mismo desde que se muestra el alba hasta que viene la oscuridad de la noche y el ánimo decae mucho porque parece que no se avanza y que uno se cansa sin moverse del sitio. Mas cuando hay montaña a la vista, cada día se ven crecer y algo va cambiando el campo y con esto se esfuerzan los hombres en seguir adelante sin mirar las fatigas del camino. Y antes de llegar a las montañas, que parecían altas a maravilla, encontramos otros negros que en un pueblo chico muy miserablemente vivían, sin cerca ni guardas, de todo asalto descuidados. Y era ese pueblo de no más de treinta casas que eran chozas y tenían las paredes de palos finos y el techo de cañas, como colmenas. Y en llegando nosotros corrieron a esconderse con gran miedo pero luego mandé yo dos negros de los nuestros delante ofreciendo la paz con las manos abiertas y llevando un obsequio de carne asada para regalo y los negros se estuvieron hablando con la gente del pueblo y luego tornaron con un plato de madera con harina de mijo que les habían dado. Y sentada la paz de este modo ya nos adelantamos más francamente, con las guardas puestas y las ballestas armadas, por prevenir celadas, y el mandamás del pueblo salió a recibirnos y venía liándose en un paño muy colorido. Y los otros que con él estaban venían casi en cueros. Y el paño me asombró mucho, que era del tejido que gastan los moros y no de cuero ni trenzados bastos como son los que comúnmente los negros llevan y, en acercándose más, vimos que era tejido moro, con unos pájaros como águilas bordados en toda la orla adelante y muchos otros colores de los que se hacen con alheña y azafrán y tinturas.
Y todos hubimos gran alegría de ver esta seña de que otra vez llegábamos a tierra de moros con lo que de aquí en adelante habríamos de salir de la cruda tierra de los negros y nos acercaríamos a la de los cristianos. Y luego hicimos muchas reverencias con los del pueblo y pasamos adelante con ellos en medio de grandes algazaras y voceríos de niños a una choza grande.
Y allí venían negras y mancebos y viejos a vernos las barbas y a pasarnos la mano por los brazos, según tantas veces lo teníamos visto ya, por la novedad de nuestras carnes tan blancas. Y el mandamás negro no hablaba parla que entendiéramos pero nosotros mucho le preguntamos de dónde venía aquel paño que llevaba vestido y él reía y señalaba a la parte de Oriente y decía muchas palabras que no sabíamos qué dirían, mas se nos fue quedando de entre ellas una que repetía más que las otras y que parecía el nombre del sitio de donde venía el paño y éste era Cimagüe. Y luego dio órdenes a los que con él estaban y prestamente partieron y tornaron con ciertos collares de cuentas y con unos cuchillos de hierro con adornos de pasta en los mangos que de mano en mano catamos y todos tuvimos por labores ciertas de moros. Y con esto quedamos muy contentos y confirmados en que ya estábamos en el camino cierto de nuestro retorno a Castilla. Y la oscuridad de la noche venida dormimos allí con aquellos negros y a la mañana siguiente partimos. Antes de salir venían ellos de sus casas con muy graves semblantes y tomaban de las manos a los negros que con nosotros iban y parecía que los querían estorbar que fueran con nosotros. En lo que vimos que temerían que si seguían a tierra de moros luego los harían cautivos por esclavos como los moros hacen. Mas con esto los negros no entendieron y todos seguimos adelante.
Y los diez días siguientes caminamos por un valle ancho que se abre entre las montañas, siguiendo un río mediano donde bajaban muchos venados y cabras y perros a beber agua y no nos faltaba caza de ellos. Y de vez en cuando nuestros pisteros topaban con sendas que parecían pisadas de gente y con sitios donde había habido acampadas por las piedras quemadas que las candelas dejaban y todas estas señales ciertas nos esforzaban a seguir más diligentemente el camino.
En esto llegó la fiesta del Espíritu Santo y acordamos descansar unos días en un pradillo muy alegre que encontramos y dar algo de asueto a dos ballesteros y algunos negros que venían muy aquejados de calenturas. Y los negros luego cortaron cañas e hicieron chamizos y camas con aquella industria que ellos tienen. Con lo que después de tantas desventuras pude bien dormir en gentil cama y bien emparamentada que ellos me aderezaron.
Y la carne no nos faltaba y ya estábamos conformados sino yo que a la manquedad todavía no me acostumbraba y aún me perdía en mis soledades y pasaba gran pieza mirando la costra negra donde las carnes se me iban cerrando y tapándome el hueso sobre la herida. Y yo lo contemplaba de mis ojos como si aquello no fuera cosa mía y conmiserándome de mí tornaba a imaginar las escenas que tenía ensayadas de presentarme ante el Rey mi señor y ante el Condestable y ante doña Josefina llevando mi nueva manquedad más como un trofeo de mi honor y servicio al Rey y fidelidad y esfuerzo que como mengua de mi persona. Mas estos pensamientos no espantaban mi pesadumbre y tristeza, antes bien los acrecentaban.
Y después que estuvimos acampados tres días, al cuarto, de mañana, salí con siete ballesteros y Andrés de Premió a ballestear carne en un abrevadero media legua de allí, donde un negro había visto que acudían a beber muchas cabras y venados. Y cuando al acecho estábamos vimos que mucho humo blanco se levantaba de la parte del campamento y luego tornamos apriesa y en llegando cerca salieron a nosotros gritando cuatro negros de los nuestros, muy demudados y nos dijeron cómo muchos enemigos armados habían entrado al campamento y lo habían desbaratado y le habían puesto fuego y habían matado a algunos de los nuestros. Y ellos habían visto todo porque estaban lejos por leña y luego habían huido a darnos aviso.
Y con esto pasamos adelante, abiertos por el campo como en guerra y armadas las ballestas. Y de esta guisa muy despacio nos fuimos acercando a donde nuestros techos ardían y lo encontramos todo muy disipado y destruido de la gran muerte y cautiverio y robo y en medio de todo tres negros muertos y dos ballesteros y fray Jordi. Mas en llegándose el Negro Manuel a fray Jordi dio grita de que era vivo. Y todos nos fuimos a él y tenía una muy grande herida que le abría el vientre y estaba su color blanco como cercano a la muerte. Y había dado y daba mucha sangre a golpes según respiraba en lo que conocimos que luego moriría. Y de esto y de nuestra desgracia todos comenzamos a llorar muy fuertemente. Mas fray Jordi, en sintiéndonos, abrió los ojos y nos conoció y muy débilmente de su mano me hizo seña que me acercara a él, y yo acudí a tenerle la cabeza y entonces me dijo con voz queda y desfallecida que el cuerno del unicornio quedaba enterrado dentro del chamizo grande ardido, donde luego lo buscamos y lo hallamos, y que me quería pedir una señalada merced antes de morir. Y fuertemente llorando prometí que haría lo que él quisiera y me pidió que en llegando a Castilla amparara al Negro Manuel y lo dejara libre y le diera oficio de que vivir honradamente. Lo que yo otorgué y juré que haría por Dios y por Nuestra Señora.
Y sobre esto me pidió que luego que él muriera lo habíamos de cocer para que la carne se despegara de los huesos y llevaríamos los huesos a enterrar en la tierra cristiana donde hubiera frailes de su orden. Lo cual luego juré yo por la eterna salvación de mi alma, que si Dios me daba vida así se haría. Y con esto confortado nos pidió que rezáramos y así lo hicimos y él tomó las manos del Negro Manuel que más fuertemente que los demás lloraba, y, teniéndolas estrechamente apretadas entre las suyas, cerró los ojos y luego las aflojó, en lo que conocimos que había muerto. Y en acordándome de su muerte aún hoy me consuela pensar que aquel hombre santo halló amistad y finó confortado en los brazos de su amigo. Porque, según el dicho de Sysero romano, agua, fuego, ni dinero no es al hombre tan necesario como amigo fiel, leal y verdadero.
Y después desto mandé poner velas y guardas el arroyo abajo por si venían más negros enemigos contra nosotros y a los demás los dejé que cavaran un hoyo grande para los muertos. Y mientras esto hacían, otros juntaron mucha leña y quemamos el cuerpo de fray Jordi por mengua de avíos donde cocerlo. Y luego que estuvo muy quemado, tomamos los huesos largos y los de la cabeza y los pusimos en un saco.
Y habiendo enterrado sus otros restos con los muertos, luego pusimos en somo de la fosa una cruz de palo y pasamos adelante por no demorar allí más y andábamos muy alertados viendo que estábamos en tierras de grandes enemigos y daños. E íbamos cavilando lo que cumplía hacer y luego fuimos de un acuerdo de que la tierra de los moros debía estar muy cerca, viendo que había cazadores de esclavos, que no otros habían de ser los que pusieron fuego a nuestro campamento y mataron a los blancos y se llevaron a los negros, y en esto acordamos despedir luego a los retintos que con nosotros aún venían por excusarlos de desgracias y cautiverios siendo gentes que nos habían muy bien servido y que habían dejado sus casas y gente por venir con nosotros sin paga ni estipendio cierto. Y así di orden de descansar y les dije a los negros lo que tenía determinado y cómo habiendo cazadores de esclavos por allí y siendo nosotros pocos para los defender luego podrían cautivarlos a todos y venderlos a los moros. Y los negros parecían no entender hasta que el Negro Manuel se los explicó más menudamente. Y con esto me vinieron muy tristemente a besar la mano y dieron vuelta y marcharon por el camino que habíamos traído. Y el Negro Manuel se fue con ellos, el último de todos.
Mas, cuando hubo andado gran pieza, luego mudó de pensamiento y se tornó para con nosotros y dijo que nos dejaría y que había de ir conmigo a donde yo fuera llevando los huesos de fray Jordi y que desde aquel momento se daba a mí como esclavo por no ser esclavo de ningún otro. Y viendo su mucha fidelidad y la firmeza de su amistad y cómo honraba la memoria de fray Jordi, luego lo abracé y le dije que podía venir con nosotros no como criado ni esclavo sino como igual.
Y ya prestamente se vino la oscuridad de la noche y la pasamos sin cobijo, en un hoyo hondo que una palmera había dejado en la tierra al descuajarla el viento. Y dormí a ratos solamente y así hicieron todos porque cada cual se preguntaba en el silencio de su corazón qué nuevos quebrantos traería aparejados el nuevo día y los días venideros.
Mostrándose el alba, salimos del hoyo y comimos de lo poco que teníamos de la víspera y luego partimos, por seguir nuestro camino, arroyo abajo como si lo conociéramos, sabiendo tan sólo que los arroyos van a los ríos y los ríos a la mar. Y así anduvimos tres días sin topar ni ver a nadie, cazando un poco y andando leguas. Y al cuarto día de mañana vimos venir detrás de nosotros a uno de nuestros negros que se habían despedido. Y en llegando a donde estábamos se abrazó llorando a mis piernas y yo le dije que se levantara y hablara. Y él, entre gemidos, contó cómo los habían tomado los negros del Rey Monomotapa y los habían hecho esclavos, pero él había conseguido escapar. Y que había sabido, por parlas con los negros guardianes, que aquel Monomotapa era el gran señor de las minas y cada año necesitaba muchos esclavos para trabajar en los pozos. Y que este Rey sacaba oro y cobre y marfil que vendía a los moros y a gentes extrañas de muy lejos llegadas en casas de madera que flotaban sobre las aguas. Y había sabido que para llegar a donde la tierra acaba y hay sólo agua había que caminar más de cien jornadas. Y toda aquella tierra era del Rey Monomotapa.
Y luego que esto dijo comió algo y no quiso quedar más con nosotros pues temía que sus guardas vinieran en su seguimiento y así prosiguió adelante en su camino en busca de los otros negros que a sus tierras regresaban.
Con esto quedamos muy espantados de ver que si topábamos con tanta copia de gente armada como él decía que se juntaba, no escaparíamos fácilmente de la muerte. Y determinamos no seguir por el valle sino antes bien meternos por caminos más ásperos y difíciles por los montes fragosos donde no fuéramos vistos y donde más a salvo pudiéramos llegar al mar. Y desde que nos metimos por los cerros pasaron otros quince días antes de topar con persona y cada día caminábamos hacia donde sale el sol y nos deteníamos poco y a la noche dormíamos donde nos tomaba, mal aposentados pero contentos de estar vivos cuando tantos que quedaban atrás habían muerto.
Y acaeció que un día estábamos descansando en la hora de más calor cuando oímos una gran grita de negros y nos asomamos a ver qué pasaba y vimos a tres guardas negros con gorros de palma en las cabezas que iban en pos de otro que velozmente huía monte arriba. Y el que escapaba iba tan en cueros como su madre lo echó al mundo y los otros llevaban taparrabos y aunque tenían venablos en la mano y llegaban cerca dél no le tiraban porque querían cobrarlo vivo, en lo que entendimos que sería esclavo huido. Y como más negros no se veían venir por allí, fuimos de un acuerdo de socorrer al que escapaba con lo que armamos las ballestas y nos acercamos a los guardas por entre las matas y peñas, con gran recaudo y celada, y, cuando estuvieron a tiro, les mandamos a cada uno su virote de lo que murieron luego. Y el que huía, viendo que le hacíamos merced, dejó de correr y se vino a nosotros temeroso y luego se tiró al suelo de rodillas y se echaba puñados de tierra y hojas en somo de la cabeza, que es señal de sometimiento y humildad entre los negros. Y luego yo le dije al Negro Manuel que lo alzara y el otro, que nunca gente cristiana viera, abría mucho los ojos como si estuviera soñando, a la blancura de nuestros rostros y a las barbas luengas que traíamos que, aunque blanqueaban ya, todavía eran algo bermejas. Y luego el Negro Manuel le dio parla de quiénes éramos y él le dijo en su media lengua, que aún toda no entendíamos, que había escapado de una mina de oro que se llamaba Samori y que se había venido a las montañas cuidando juntarse con algunos negros huidos de los que en las espesuras vivían y se hacían bandidos. Y que los dichos bandidos tenían por jefe a uno que había sido esclavo y que se llamaba Tumbo. Y el dicho Tumbo le hacía muy cruda guerra a las gentes del Rey Monomotapa, matándoles los guardas y robándoles las viandas y el oro. En esto le dimos a comer al negro y él volvió a donde dejaba los muertos y les tomó ciertas ropas y un par de venablos y se fue sin volver la cara, dando muestras de mucho desagradecimiento y mala crianza. Y nosotros no nos demoramos más que lo justo para arrancarles los virotes a los cuerpos yacientes de los muertos y luego seguimos a buen paso por excusar encuentros con gente más fuerte si luego los mandaban a buscar a los que habíamos matado.
Y después de aquel suceso anduvimos otros pocos días sin llegar a parte alguna hasta que cierta atardecida vimos sobre nosotros, bajando del monte, de más alto de donde estábamos, a tan gran copia de negros armados que parecía que salieran como escorpiones y arañas de debajo de las peñas. Y sin decirnos palabra ya nos tuvimos por gente muerta. Mas luego vimos que el que venía delante de ellos y parecía su mandamás levantaba los brazos haciéndonos señal de paz. Y los otros no traían los venablos terciados como a batalla y no se retraían de nuestras ballestas sino que caminaban muy francamente en derechura a donde estábamos, sin recelo ni prevención. Y después vimos cómo delante de ellos venía aquel negro que salváramos los días pasados y él se reía y movía mucho los brazos por qué lo conociéramos y daba voces que era él. Y con esto notamos que aquéllos serían los bandidos que decía que iba buscando y ya sin reparos nos llegamos a ellos y el que venía delante se tocó el pecho y saludó y dijo que era Tumbo, a lo que yo respondí diciendo mi nombre y ya quedamos amistados. Y luego bajamos con ellos al llano y anduvimos dos leguas un barranco arriba, camino el más estrecho y fragoso del mundo hasta que vino lo oscuro y se hizo de noche y dormimos sin encender fuego. Y a otro día de mañana Tumbo dijo que él nos ayudaría a llegar al mar y viendo que no había malicia en él y que conocía aquella tierra, luego nos dejamos guiar por él.
Y a otro día mediado llegamos a una montaña apartada y cubierta de espesa arboleda y tomamos el camino pedregoso de una torrentera y de vez en cuando veíamos negros armados que eran los guardas y velas, en lo que conocimos que estábamos llegando a donde Tumbo tenía su posada y pueblo. Y casi en lo alto de la montaña topamos con algunas chocillas y cuevas debajo de los árboles de las que salían mujeres con las tetas al aire, como las negras suelen ir, y daban muchos gritos y saltaban y hacían alegrías de ver volver a sus negros sanos y rientes. Y luego se vieron viniendo detrás de nosotros y con ellas gran copia de niños chicos y grandes, todos en sus cueros, con mucha curiosidad y algarabía y éstos se llegaban a mesarnos los cuerpos y las barbas por la novedad.
Pero Tumbo se volvió luego y dio un bufido y los espantó a todos, más por alardear y enseñarnos su mucho mundo que por excusarnos de la molestia que nos hicieran. Con lo cual seguimos subiendo hasta una cueva grande que se abría en somo de las peñas, dentro de la cual había otras chozas y corrales de palos. Y allí se criaba aprisco de cabras y había muchas talegas de harina encima de unas tablas que al verlas nos dieron conformidad a nuestros corazones porque hacía más de un mes que no catábamos harina. Y luego salieron mujeres y estuvieron guisando muy bien de comer y fuimos muy bien servidos así de carnes y conservas como de otras muchas frutas verdes y secas, cuantas según el tiempo se pudieron haber. Y nos aderezaron buena posada en una choza de aquellas. Y en un aparte vino a mí Andrés de Premió, que a mi lado se sentaba, y dijo: "Paréceme que debiéramos darle alguna ballesta al retinto éste, porque no hace más que mirarlas y pienso que acabará por pedírnoslas". Lo que yo tuve por de muy buen juicio y acuerdo porque dándoselas de nuestro grado lo obligaríamos más a hacernos merced.
Con lo que tomando dos ballestas regulares se las tendí a Tumbo y él las recibió como niño con nido de tres huevos y casi se le saltaban las lágrimas del gozo que le daban y se llevaba muchas veces las manos al pecho para mostrar gratitud por la merced y tornaba a reír mostrando sus dientes muy pulidos y grandes, como de caballo. Y con esto era de despierto ingenio y no lerdo, de allí a tres días ya estaba hecho regular ballestero. Y después de aquello no nos quedaban más que nueve ballestas buenas que eran más que bastante para los seis cristianos que podían servirlas.
El pupilaje de Tumbo nos llegó a la Navidad, que allí es en tiempo de muy recias calores y que pasamos muy tristemente acordándonos cada día de los trabajos y fatigas pasados y de los hombres que habíamos ido dejando atrás y muy señaladamente de fray Jordi que otras veces por este día nos hiciera misa y sermón y nos diera de comulgar. Y nosotros siempre muy devotamente habíamos celebrado el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Y los días que vinieron después fueron de grandes lluvias y se levantaron espesas nieblas y pudimos salir poco de la cueva y allí estuvimos reponiéndonos bien del tasajo de cabra que comíamos y de las tortas de harina que las mujeres venían a hacernos y fuimos soltando la parla con Tumbo y con los otros negros, de todo lo cual vinimos a saber que en las tierras de allá enfrente hasta el mar vivía la gente de Monomotapa. Y el dicho nombre quiere decir en la lengua de los negros "el amo de las minas de oro". Y este Rey no era siempre el mismo porque en estando siete años, luego lo mataban y ponían a otro y esto era porque el Rey tenía que ser siempre vigoroso y joven pues de lo contrario creían que el oro de las minas vendría a menos y habría mengua de cobre y de marfil y de todas las otras mercaderías que vendían a los moros. Y pensaban que la prosperidad del reino dependía mucho de la de su Rey y señor. Y a esto y a otras cosas nos maravillábamos mucho y fingíamos que eran de gran razón mas luego, en nuestras hablas y juntas secretas, sacábamos en limpio que los cuatro pueblos grandes que por allí vivían tenían el acuerdo de que cada uno labraba las minas y todo lo demás de la tierra por siete años. Y al cabo del plazo mataban al Rey para poner otro de pueblo distinto. Y de esta manera habían acordado sucederse en la prosperidad de la tierra y en paz y armonía y mientras cada pueblo procuraba sacar el provecho de las minas para tener, llegado el momento de dejárselas al siguiente Rey, de qué comer y vivir el tiempo de la estrechez. Y los otros tres pueblos de muy buen grado cuidaban el sosiego del reino y que no faltaran los esclavos. Y perseguían a los que escapaban y les daban muy crueles tormentos al que tomaban hurtando o huyendo. Y afligían con pechos, parias y gabelas a otros pueblos más menudos que vivían detrás de las montañas. Y todo esto mucho nos maravillaba porque nunca en todos nuestros años de vagar por la tierra de los negros habíamos oído decir que un Rey fuese tan poderoso y tan concertado en sus asuntos. Mas todo lo achacamos a que lo habría aprendido de los moros y con esto crecíamos más la esperanza de que la tierra de los moros fuera lindera con la de Monomotapa.
Pasaron las lluvias grandes y vinieron los grandes calores y algunas veces salimos con los negros a correr el monte y a cazar y a traer harina que comprábamos a otros negros en un camino a dos leguas de allí, pagando con polvo de oro. Y fuimos notando que aquella tierra está muy sobrada de oro y que comúnmente los trueques se hacen con él y tiene menos valor que en Castilla porque por lo que aquí se comprarían treinta sacos de trigo candeal allí se compra uno y de una harina mala como de cebadas broncas y raíces que no se quiere parecer a la de trigo. Mas los negros no lo echan en falta porque nunca vieron trigo verdadero, que por su tierra no lo hay, ni saben qué cosa sea.
En todo este tiempo secreteaba yo muchas veces con Andrés de Premió sobre la conveniencia de proseguir el camino porque el servicio del Rey nuestro señor requería que no nos demorásemos más de lo necesario y ya que estábamos repuestos de las pasadas flaquezas, bien podríamos pedir un guía a Tumbo y partir de allí. Y Andrés y los ballesteros andaban algo renuentes por no salir a la aventura y a las fatigas dejando la vida regalada que allí llevaban, donde no les faltaban ya las negras con que yacer ni un pedazo de carne que comer cada día.
Mas, con todo, me despedí de Tumbo y le dimos otra ballesta para pagarles sus muchas gentilezas y él nos dio dos pisteros que nos guiarían hasta donde la mar estaba.
Y después de partir de allí, anduvimos tres días por ciertos caminos y a la cuarta noche Andrés de Premió vino a despertarme muy quedamente, poniéndome la mano en la boca, y me dijo cómo los guías eran idos llevándose las ballestas y que pensaba que aún no se habían partido mucho de allí y que fácilmente los alcanzaríamos. Y luego despertamos a los otros ballesteros y al Negro Manuel y salimos a perseguir a los fugados y en tal procura anduvimos casi dos horas hasta que ya quería amanecer el alba. Y tuvimos suerte en que había gran luna y uno de los ballesteros era aquel Ramón Peñica que era muy hábil en seguir rastros porque había tenido oficio de pistero cuando servía al Condestable. Y de pronto, en volviendo un quiebro que el camino hacía, vimos a los dos negros que subían muy a su salvo despaciosamente caminando por el reproche del cerro, con las ballestas al hombro. Y dimos en perseguirlos corriendo sin decir palabra porque no fuéramos sentidos, mas ellos nos sintieron y volvieron la cabeza y al vernos llegar se echaron a correr por escapar y aunque iban impedidos con las ballestas, como entrambos eran jóvenes y vigorosos, corrían más que nosotros y luego se nos fueron perdiendo menos uno al que el Negro Manuel dio alcance y tiró por el suelo luchando. Y luego nos llegamos a él y lo prendimos y lo sujetamos fuertemente atándole las manos con unas correas. Y éste llevaba tres ballestas que pudimos cobrar y todas las otras se perdieron aquel día. Y luego le pregunté que me dijera si el robo y traición había sido por pensamiento dellos y él negó y dijo que traían ese encargo de Tumbo y que ahora él no podría volver sin las ballestas porque los otros bandidos lo matarían de muy mala muerte por lo que nos pedía que hiciéramos merced en matarlo. A lo que nosotros no sabíamos si sería nueva astucia del negro por salir con vida. Y algunos pensaban que era mejor degollarlo allí mismo. Mas yo pensé, con Andrés de Premió, que rebanándole el pescuezo no teníamos ganancia alguna, mas llevándolo con nosotros podría guiarnos al mar. Y él se conformó mucho con esto y prometió no escapar. Con lo que volvimos a andar el camino perdido por donde sale el sol, muy menguados así de ballestas como de ánimo. Y así pasamos otros pocos días y un par de veces vimos gentes que pensamos serían de Monomotapa y estábamos escondidos y quietos sin osar respirar hasta que eran pasados. Y en este tiempo sólo comíamos una vez al día de la poca y mala carne que cobrábamos. Y así excusábamos de encender fuego más veces. Y mascábamos malamente algunas yerbas y frutos y raíces que ya sabíamos distinguir. Y con las privaciones y quebrantos otra vez íbamos enflaqueciendo y perdiendo de nuestras carnes. Y en estos días anduve aquejado de un mal del que se me movieron los dientes que me quedaban, que eran pocos y podridos y enfermos, con lo que a los pocos días los acabé de perder.
Otro día de mañana íbamos bajando un barranco seco por el que difícilmente se pasaba cuando el guía negro dijo que quería subir al repecho por ver si estaba despejado el campo al otro lado. Y nosotros, que ya habíamos ido cobrándole alguna confianza, lo dejamos ir. Mas, en llegando al somo de la loma, luego emprendió veloz carrera por escapar de nosotros por la otra cuesta donde no era visto.
Y esto advertido dije a Ramón Peñica y al Negro Manuel que fueran a matarlo. Y ellos subieron con sus ballestas armados por donde se había perdido y en llegando arriba le mandaron virotes ferrados de los que, aunque ya iba lejos, murió. Y con esto nos quedamos otra vez sin guía porque así lo dispuso Dios Nuestro Señor que bien sabía que no lo necesitaríamos para lo que había de venir.
Y esto fue que a otro día de mañana dieron sobre nosotros, con grande grita y retumbar de hierros sobre los escudos, una recia batalla de más de cien negros que habían estado acechando nuestro paso por cierto rio mediano. Y, en viéndolos llegar, luego nos pusimos en defensa concertadamente y los ballesteros armaron a toda prisa sus ballestas y les tiraron a los que más emplumados y vociferantes venían, como tenían enseñado de otras veces, y éstos murieron, mas detrás de ellos venían gran muchedumbre y fiera que no cejaba y aún dio tiempo a hacer otras dos cargas de virotes antes de que en llegando los enemigos a tiro de sus venablos lanzaran muy derechamente sus agudos hierros y mataran a los míos.
Y de éstos cayó a mi lado, mirándome desacompasadamente, aquel Ramón Peñica que tan bueno era, con más de diez venablos que le entraban por el pecho y le salían por las espaldas, chorreando sangre como un San Sebastián. Y a Andrés de Premió no le pude ver más la cara, que habiendo recibido algunos hierros cuando aún estaba en medio del río, la corriente se lo llevaba, hundida la cabeza, y con él al de Villalfañe y su trompeta y a otros dos, con los que el agua bajaba tinta y bermeja de la mucha sangre que manaban. Y con esto yo, que tenía el cuchillo en la mano, me vi rodeado de negros con muy fieras caras pintadas de albayalde y embrazados en las adargas blancas y dejando ver muchas lanzas cortas y venablos y mazas de hierro. Y sintiendo que ya no cabía servir al Rey nuestro señor más que muriendo dignamente y como hombre bueno, quise irme contra ellos para acabar allí, mas alguno avisado me dio un planazo en la mano y me desarmó y otros me cautivaron y prendieron y fuertemente me ataron. Y luego tomaron los despojos de los muertos y me llevaron con el Negro Manuel, que también lo habían apresado, al real de los negros, y corrían delante haciendo grandes fiestas y danzas de la alegría que nuestro prendimiento les daba. Con lo que nos fuimos barruntando que tenían habla de nosotros y que habían salido a buscarnos.