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Y moviendo de allí a otro día muy fuertemente custodiados vinimos a dar en un real más grande que en un prado estaba, donde había casas de madera y más negros juntos de los que había visto en muchos años. Y el que nos llevaba luego nos entregó a otro negro alto y nervudo que parecía de más autoridad y éste le preguntó al Negro Manuel muchas cosas no cuidando que yo pudiera entenderlo mas yo lo entendía cabalmente. Y así fui sabiendo que el Rey Monomotapa había tenido noticia de cómo extraños hombres blancos que no eran moros ni de los otros que entraban por mar, habían pasado a sus estados. Y había mandado a muchas gentes armadas a muchos puertos y lugares en nuestra busca. Y que el mandato era que en tomándonos nos presentáramos delante dél porque había llegado a sus oídos el gran poder de los hombres blancos y que con ellos iba el Herrero Blanco que era hombre de virtud. Y por esta parla luego entendimos que los que tales cosas dijeran serían los negros que con nosotros venían y que fueran tomados cautivos meses atrás. Y en dejándonos solos, encerrados en una casa de madera sin ventanas, con muchos guardias a la puerta, hablé con el Negro Manuel y acordamos que yo haría que no entendía nada de aquellas parlas de negros y que él me hablaría en la lengua de Castilla, que ya muy bien había aprendido, cuanto los negros dijeran y quisieran saber y de este modo no lo mandarían a las minas ni nos separarían.
Y así nos tuvieron encerrados sin dejarnos salir de aquella oscuridad por tres o cuatro días. Y cada noche nos traían un cántaro de agua y algunas gachas y algo de carne que yo ya no podía comer por mengua de dientes y porque habían tomado de mí el cuchillo con que comúnmente me servía. Y a los cuatro días nos sacaron de allí con muy fuerte guarda y partimos sin saber qué camino ni adónde. Y además de los dichos guardas venían con nosotros dos sartas de esclavos cargados de espuertas que en somo de las cabezas portaban. Mas andando el camino uno de los guardas, que era muy reidor y lenguaraz, se fue aficionando a ir con nosotros y le contaba al Negro Manuel que aquellos esclavos llevaban oro. Y en un descanso de los que hacíamos nos lo enseñó. Y el oro tenía forma de dos barras grandes soldadas por un travesaño más chico. Y cada una de ellas habría de pesar tres o cuatro libras, y así las sacaban del horno que estaba al lado de la mina y cada esclavo llevaba ocho barras en somo de la cabeza. Y los esclavos habrían de ser quince o veinte, sujetos por los pescuezos con sogas y con grilletes de palo a las manos. Y los guardas que iban detrás y delante serían más de cien y algunos de ellos llevaban nuestras ballestas y el saco donde el unicornio iba con los huesos de fray Jordi. Y el guarda que hablaba con el Negro Manuel le dijo que Monomotapa nos quería con todo lo que tuviésemos aunque fuera una boñiga de venado, lo que nosotros pensamos que sería por la gran virtud que los negros creían que las cosas de los blancos habrían de tener. Y es de explicar aquí que muchos negros de aquella tierra groseramente creen que la virtud de las personas y su valor y su sabiduría se quedan impregnadas en las cosas que las dichas personas usan y con ellas pasan luego al que las cosas hereda. Y en esto son muy aficionados a las reliquias de gente grande y todos portan amuletos y vendas de virtud heredados de sus abuelos.
Y con esto pasamos adelante y de allí a diez o doce días llegamos a un valle grande con un río mediano. Y antes de llegar al valle habíamos cruzado por sitios donde había muchas chozas y salían negros y negras a vernos. Y en aquel valle había un pueblo grande y estaba todo lleno de chozas bien construidas con barro y árboles y techadas de paja. Y estas chozas estaban a los lados del río y muchas de ellas dentro dél, porque las aguas bajaban muy mansas. Y las dichas chozas se tenían en somo de algunos palos y era cosa maravillosa de ver la industria y concierto de su hechura.
Y por debajo de las casas podían pasar ciertas barcas muy angostas y largas y veloces que los negros usan, con las que cruzan el río de parte a parte y pescan. Y en las partes más altas de este dicho valle había muchas terrazas como bancales que seguían la forma del cerro. Y en estas terrazas se veía a los negros labrando la tierra muy aplicadamente como antes nunca viera en lo que conocí, como en otras cosas más menudas, que estas gentes eran más concertadas e industriosas que las que habíamos dejado atrás en otros lugares. Y pasando adelante, a la tarde, llegamos a donde había un alcázar grande de piedra levantado. Y el dicho alcázar no tenía almenas ni torres ni ventanas, sino un muro redondo que cerraba una gran plaza de armas. Y el dicho muro sería como cinco estados de alto y estaba hecho de losas chicas de piedra de grano que de lejos asemejaban ladrillos mas en acercándose se veía que no era sino piedra de grano ayuntada sin mortero ni argamasa alguna, como aquella puente del agua que viera en Segovia cuando me llamó el Rey nuestro señor.
Y este alcázar grande se llamaba, en la lengua de los negros, Cimagüe y era la posada del Rey Monomotapa. Y en llegando a él entramos por un reborde que los muros hacían, donde no había puerta sino que de arriba abajo por muy estrecho pasillo se terminaban los muros remetiéndose en redondo. Y yo miré por las quicialeras y las trancas que sostendrían la puerta y ni puerta había ni con qué barrerla, cosa que me maravilló mucho. Y en esto vi lo poderoso y confiado que habría de ser el Monomotapa de tener alcázar tan seguro que no había menester de puertas. Y en pasando por el hueco ya nos tomaron guardas nuevos y los que nos habían llevado dejaron allí las espuertas de oro y luego se fueron. Y los que salieron llevaban ciertos lienzos de muchos bordados tapándoles las vergüenzas y eran nervudos y fuertes, como de guardia real. Y luego entraron las espuertas del oro y nos metieron y dentro había una gran plaza y a un lado de la dicha plaza se levantaba una fuerte torre redonda, más ancha por abajo que por arriba, como horno de cocer yeso o de hacer tejas.
Y en somo de la dicha torre había un palenque de madera donde estaban dos negros con un tambor grande. Y en viéndonos entrar lo parchearon muy vivamente dos o tres veces, como mandando aviso. Y luego había muchas casas arrimadas al muro grande todo en derredor, unas redondas y otras más cuadradas y con ventanas chicas y techos de tablas. Y estas casas estaban hechas de la misma piedra de grano del muro y de ellas salieron muchas mujeres negras y algunos niños y pocos hombres, todos vestidos de tocas y paños muy coloreados de los que los moros hacen. Mas no eran moros sino negros de diversas tinturas. Y vinieron a nosotros con muchas risas a palparme las carnes y la barba, como siempre hacían. Mas con todo pasamos adelante hasta una casa grande que junto a la torre estaba. Y en la puerta de la dicha casa había dos poyos de piedra y encima tenían dos leonas hechas de marfil y adornadas con tachuelas de cobre por simularles como manchas, según algunas leonas las tienen por todo el cuerpo. Y tales bultos eran obra de mucho arte y maravilla, que no sabía yo cómo habrían llegado allí. Mas ya sospechaba que este Rey de los negros tenía grandes tratos con los moros y que de aquí era de donde los moros sacaban el oro con que comerciaban con los reinos cristianos y con los genoveses y que todos aquellos paños y algunas espadas buenas que se veían y las dichas leonas de marfil serían obra de moros así como el alcázar en que estábamos. Y estando en estos pensamientos salió a la puerta un hombre ricamente vestido de paño colorado y dijo algo a los guardas que nos traían y luego nos pasaron a la casa. Y entramos en una cámara muy grande como sala, donde no había mueble ni cosa alguna sino sólo los desnudos muros pintados de blanco y de azul. Y la mitad de la sala estaba tapada con un paño grande como cortina de lino blanca que bajaba del techo al suelo. Y en la pared frontera había ciertos hierros y cadenas metidos en el muro donde los guardas nos ataron por el pescuezo. Y delante de nosotros dejaron todas las espuertas de oro que traían y las ballestas y el saco de los huesos y el cuchillo que me quitaran y el del Negro Manuel. Y de cuanto nos toparon encima no faltaba nada que todo estaba allí. Y luego, en sonando palmas, se fueron todos y quedamos solos. Y no había más luz que la poca que entraba por la puerta y la de una lucerna de sebo con tres cabos que en una alacenilla de la pared ardía.
Y así estuvimos gran pieza de tiempo hasta que se apartó un cabo de la cortina y salió de detrás de ella el Rey Monomotapa. Y éste era un negro joven de como veinte años o algo menos. Y venía vestido con una camisa blanca que le llegaba hasta las rodillas. Y tenía una gran panza que levantaba la camisa por delante como a preñada. Y en los pies calzaba pantuflas muy ricas de seda, moriscas. Y al pescuezo llevaba muchas sartas de abalorios de colores y algunos potes de amuletos y virtud. Y en somo de la cabeza un gorro largo de seda, también morisco, que le bajaba algo por las orejas, como yelmo militar. Y delante del rostro llevaba una barba de oro larga que le llegaba a la mitad del pecho. Mas en los carrillos, que desnudos traía, se le echaba de ver que era lampiño de su naturaleza, como muchos negros son. Y luego supe que aquella barba era entre los negros señal de realeza, como el cetro y la corona lo son en nuestros reyes cristianos. Y era una barba que semejaba estar peinada y trenzada muy menudamente y con mucho primor y atada con cintas de oro y en llegando al remate de abajo era más gorda, como si llevara un moño.
Y Monomotapa se vino a nosotros sin acercarse a más de un paso y me estuvo mirando con mucha atención todas mis desnudeces por detrás y por delante sin decir palabra, tocándome con una vara que en la mano traía cuando quería que me moviera, como a raro animal, y se demoró en el muñón del brazo y luego me miró a los ojos como si me preguntara cómo había cobrado aquella manquedad. Y luego fue al Negro Manuel y le preguntó si era yo el gran Herrero Blanco y él dijo que sí y le hizo que dijera cómo nos había encontrado y lo que habíamos hecho en los años que con nosotros estaba. A todo lo cual respondió el Negro Manuel mas no dijo nada del unicornio, como ya se lo había recomendado yo, sino que aquellos hombres blancos venían de una tierra muy lejana porque habían oído hablar de Monomotapa y de su reino y querían comerciar con él por traerle más ventajosos y mejores tratos que los que de los moros recibían. A lo que el Monomotapa rió y no supe yo si reía de alegría de oír tal cosa o porque se burlaba de nosotros y sabía que todo era embuste y maraña nuestra. Y lo que más asombro me puso fue que, en escuchándose la risa del Rey, luego rieron igualmente todos los que fuera de la casa aguardaban. Y luego, siguiendo la plática y parlamento, el Rey vino a toser un poco y lo escucharon afuera y tosieron todos. Y así averiguamos que es de ley en aquella corte que el cortesano ha de hacer lo que el Rey haga y reír con él y toser cuando tosa, y escupir cuando escupa y soltar aire cuando aire suelte. Y hasta ocurre que en habiendo un Rey cojo, todos los cortesanos han de cojear en su presencia. Y aquel día hablamos poco más y luego se fue el Rey al otro lado de la cortina y dio palmas y entraron cortesanos y guardias armados que nos soltaron y nos llevaron a una casa chica que junto a las puertas a la parte de dentro estaba. Y allí nos pusieron cadenas y grillos de hierro a la pared y nos dejaron estar todo aquel día.
Y a otro día de mañana, en habiendo luz, entraron guardias que nos llevaron nuevamente a la sala de Monomotapa. Y ya el oro de la víspera no estaba allí donde lo dejaran pero todas nuestras cosas sí, en un banco de madera arrimadas a la pared. Y nos dejaron solos, atados por el pescuezo al muro como la víspera, y volvió a salir Monomotapa y estuvo una pieza preguntándome por los negocios del Rey de Castilla por intermedio del Negro Manuel. Y quería saber cuántos reinos tienen los cristianos y cómo son los pueblos y el campo y cómo la gente y cómo los reyes y qué comidas comen y en qué casas moran y qué minas tienen y todos los otros extremos que preguntar quería. Y yo en todo le exageraba la abundancia de las mercaderías que en los reinos cristianos se crían, así de paños como de joyas y curtidos y espadas y ballestas y raros instrumentos. Y le elogiaba mucho que los cristianos eran gente de paz y de fiar más que los moros, con lo que procuraba persuadirlo para que quisiera mandarnos de vuelta en embajada. Mas a los cuatro o cinco días de repetidas aquellas inquisiciones y parlamentos y de que el Monomotapa saliera siempre a nosotros con la cara descubierta mientras que los otros cortesanos suyos no le podían ver el rostro, ya nos percatamos de que no tenía pensamiento de dejarnos salir vivos de allí. Y es el caso que estos reyes han de morir, como dejo dicho, cada siete años y, en llegando a ese término, luego, se envenenan para dejar que reine otro de distinto pueblo y con ellos han de perecer sus validos y mujeres y sus criados, que son los que han podido verles el rostro en el tiempo que son reyes. Y si alguno otro les acierta a ver el rostro por azar o descuido, luego ha de morir igualmente. Lo que nos certificó que si nos dejaba catarle la cara era porque su pensamiento era matarnos luego.
Y sobre esto tuvimos algunas hablas en los días venideros y muchas trazas sobre la manera y modo en que podríamos escapar del cautiverio y si era hacedero. Y cada día venían cortesanos a vernos con mucha curiosidad y algunos nos traían tortas y cosas de comer y traían a sus hijos chicos a verme y a mesarme la barba como si fuera mono o raro animal. Y yo todo lo sufría con humildad y resignación mientras cavilaba qué hacer por mejorar nuestro estado. Y otro día hubo mucha conmoción de tambores con tal estruendo que no parecía sino que el mundo se venía abajo. Y vinieron los guardas seguidos de gran copia de gente y nos sacaron del alcázar y nos llevaron a un yerbazal que allí cerca estaba. Y detrás de nosotros venía el séquito del Rey con asaz gente de armas. Y Monomotapa iba sentado en una silla de madera dibujada con muchas tachuelas de cobre y, delante de todos, dos criados llevaban en unas angarillas una de las leonas de marfil. Y detrás del cortejo otros dos llevaban la otra leona. Y siempre que el Monomotapa se movía del alcázar iban las leonas así precediéndolo como siguiéndolo por avisar a la gente. Y la gente luego que veía las leonas y aun mucho antes, con solo oír los tambores, luego se echaba al suelo fuera del camino y se ponían boca abajo y se tapaban el rostro con las dos manos muy fuertemente para no ver al Monomotapa. Y sólo se levantaban cuando ya hacía mucho que la postrimera leona había pasado. Y aquel día nos llevaron a donde un prado se hacía y en un árbol grande del dicho prado habían atado a un venado. Y luego se llegó un guarda y puso una ballesta en mi mano. Y Monomotapa le dijo al Negro Manuel que me dijera que le tirase al venado. Y como luego se vio que con un brazo manco no podía armarla, el Negro Manuel la armó y puso dardo ferrado y me la tendió dispuesta. Mas aun así tuve que decirle que se pusiera delante de mí. Y yo apoyé el mocho de la ballesta sobre su hombro, por no errar blanco, y apunté al venado detrás de los ijares y el virote lo traspasó y se clavó en el árbol. Y el venado murió luego echando cohombros de sangre por la boca, que el pasador le rompiera los bofes. Lo que dejó muy espantados a los cortesanos y a cuantos se llegaban a verlo. Y luego Monomotapa hizo llevar a un esclavo y que lo ataran al árbol y un hombre de su guardia, que había estado aprendiendo a armar la ballesta y a tirar con ella, tomó el palo y le mandó al cautivo un pasador desde menos distancia pero al bajar la palanca la movió mucho y el pasador se perdió en el yerbazal de atrás. Y a esto el Rey soltó una gran carcajada y todos cuantos allí estaban soltaron la misma carcajada y se dieron palmadas en los muslos como el Rey hiciera. Y otro guardia del Rey se adelantó con la ballesta armada y esta vez el virote le entró por los pechos al hombre que estaba atado, encima del corazón. Y el hombre empezó a aullar como perro pisado de buey y estuvo lamentándose y manando sangre hasta que otros dos virotes le acertaron más derechamente y murió de ellos. Y con esto Monomotapa se quedó muy pensativo y se rascó la cabeza detrás de la oreja derecha y todos sus cortesanos y los guardias se rascaron la cabeza en el mismo sitio.
Y después desto tornamos al alcázar con la misma ceremonia y tambores con que habíamos salido dél. Y luego seguían llamándonos cada día a la sala del Rey y al cruzar el patio veíamos que los guardas de las leonas de marfil tenían las ballestas y estaban muy ufanos de la virtud de aquellas armas.
Mas noté que las llevaban siempre armadas con lo que de allí a pocos días se les aflojarían los hierros y quedarían inservibles, mas me cuidé mucho de no decir palabra sobre esto y pasaba delante de ellos haciéndole un guiño al Negro Manuel y él, que era de ingenio muy agudo y sutil, bien me entendía y se reía por lo bajo.
Y un día estábamos atados a la argolla de la sala del Monomotapa y no vino él sino algunas de las negras que eran sus mujeres y que habían de morir con él llegado su tiempo. Y eran casi niñas y estuvieron gran pieza mirándome como a animal y tocándome por todo el cuerpo y también por mis partes y vergüenzas. Y se reían con risitas muy finas, mas no hablaban palabra. Y una de ellas me dio a comer una tortita de miel que traía en la mano. Y con la otra mano me recogía las migajas debajo de la barba y me las metía en la boca, como niña que da de comer a un perro chico.
Y todos estos días había pasado el Negro Manuel echando muchas horas en rascar con un canto el engarce de la cadena que lo sujetaba al muro en aquella casilla que era nuestra mazmorra y posada. Y un día me avisó de que ya la cadena se vendría abajo con dos o tres tirones fuertes. Y yo dispuse que era mejor correr la suerte que nos esperara cuanto antes y no dilatar más la huida. Así que aquella noche habíamos de escapar aprovechando que no había luna y si nos descubrían no podrían concertarse para buscarnos hasta la mañana. Y la oscuridad de la noche venida ya todo el mundo se había aquietado y hecho el silencio. Y el Negro Manuel tiró de la cadena fuertemente y la arrancó y salió de la casa, que puerta no tenía, y con la misma cadena luego ahogó al guardia que allí cerca estaba. Y le tomó un cuchillo y un venablo gordo con los que tornó y me soltó la argolla del pescuezo y se soltó la suya. Y en esto pasó tanto tiempo que pensamos que mientras tanto podrían encontrar al guarda muerto y dar aviso que escapábamos. Mas no sucedió así porque todos los otros guardas estaban fuera del castillo velando las puertas. Y saliendo de la mazmorra fuimos derechamente a la sala del Monomotapa donde estaba el saco de los huesos y el unicornio. Y como el Rey los tuviera por cosa de virtud los había puesto en una alacena. Y en llegándonos allá encontramos a dos guardas dormidos en el suelo delante de la cortina. Y el Negro Manuel los degolló luego sin ruido. Y sin querer ver lo que detrás de la cortina había, luego tomamos el saco con los huesos y salimos al patio de armas. Y en llegando a donde la puerta grande del alcázar estaba vimos que de la parte de fuera había dos fogatas y en torno a ellas estaban hasta veinte guardas.
Y entre ellos aquellos que tenían las ballestas. Y viendo que por allí no podríamos salir, luego nos tornamos y fuimos dando vuelta por donde las casas estaban arrimadas al muro y por allí pudimos trepar hasta el tejado de una que era más baja y de ella a otra como por escalera, hasta que subimos a lo alto de la muralla. Y desde allí, dando vuelta por donde más oscuro estaba, por no ser vistos ni notados, el Negro Manuel me descolgó con una cuerda que me puso por debajo de los sobacos. Y cuando hube dado con mis pies en el suelo luego descolgó el saco, que yo recibí abajo, y finalmente se bajó él. Y en llegando a tierra luego partimos con mucho sigilo por las chozas que allí están hacia la parte donde sabíamos que nace el sol y muy ligeramente salimos del pueblo. Y anduvimos por un camino toda la noche queriendo que nunca el alba llegara.
Y cuando el día quería clarear nos apartamos del camino y nos metimos en una espesura de árboles por donde continuamos a buen paso sin curar de descansar ni de buscar qué comer. Y así nos vino el otro día la noche mas tampoco dormimos sino que saliendo a un camino que iba en la fila de las montañas por donde el sol salía, luego lo seguimos muy ligeramente andando y cuando ya empezaba a amanecer nos apartamos a los árboles para dormir y alcanzar algo de que comer. Y yo estaba desfallecido y aquejado de mis viejas calenturas que casi no me podía valer, mas el Negro Manuel salió luego en busca de bastimentos y tornó con ciertos brotes verdes y raíces y una culebra chica que comimos cruda por prevención de encender fuego que delatara por dónde andábamos si habían salido a buscarnos. Y con esto nos dormimos hasta que fue otra vez de noche, sin curar de los tábanos y mosquitos y otras sabandijas de los charcos que nos andaban por el rostro y las manos mientras queríamos dormir.
Y de allí en muchos días anduvimos de noche por los caminos que iban a la parte del sol y de día nos metíamos por alguna arboleda y dormíamos y comíamos de lo que íbamos cazando. Y cuando topábamos con pueblos o con sitios donde gente hubiera, luego nos apartábamos y vivíamos como lobos en febrero, con las bocas abiertas, y una o dos veces bajamos a los campos y robamos qué comer mas yo no quería tomar esto por costumbre porque no fuese notado nuestro paso. Y el Monomotapa había gran enojo de que habiéndole catado el rostro luego escapásemos dél. Y envió muchos guardas armados a buscarnos y a veces los divisábamos desde los árboles y una vez los vimos pararse a comer y cuando se fueron acudimos a donde habían estado por si podíamos aprovechar alguna sobra, porque padecíamos muchas estrecheces y mengua de alimento.