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Dieciocho

Y pasando adelante entramos por unas montañas muy arboladas que allí están y en estas montañas sólo hay un camino por el que dos veces vimos pasar filas de esclavos llevando oro y trayendo bultos y ánforas a la cabeza.

Y luego pasaban otras gentes que iban y venían libremente. Mas nosotros no osábamos salir a este camino por miedo a que luego me conocieran, pues pensábamos que el Monomotapa habría dado pregón sobre mi color y manquedad. Y así íbamos haciendo muy penosas y cortas jornadas por entre las asperezas de los cerros y las florestas y las brañas y las espinas, siempre escondidos como malhechores. Y esto hicimos durante dos meses hasta que pudimos salir de los montes. Y en estos dos meses encendimos fuego pocas veces por miedo a ser vistos y por mengua de asperones y cosa seca en que prenderlo. Y a veces habíamos de beber agua en pozas inmundas que en el barro hacíamos, donde crían los mosquitos y ciertas chinches muy fieras. Y las sanguijuelas nos aquejaban por las gargantas. Mas con todo esto seguimos adelante ya conformados y sin desesperación de la mala vida. Y luego fuimos aquejados de grandes calenturas y hubimos de posar un día en una cueva por donde acaban las montañas porque yo perdía el seso y andaba dormido día y noche y no podía comer ni caminar cuidando que allí moría. Y en todo esto el Negro Manuel muy solícitamente me atendía y velaba porque bebiera agua por mejorar mis humores y curarme. Y estando en estas fiebres cada día me acudía el pensamiento de Gela y me la figuraba en aquel regato del río donde tan felices solíamos ser. Y yo me veía joven y alegre mirándome en el espejo del agua mientras ella me peinaba como solía. Y yo tenía pelo y barba de tostada color entera y todos mis dientes y estaba ágil y duro como caballo hobero. Y me veía retozando en la yerba y juntando mis piernas a las de Gela y rodando trabados, ella mojada y brillante como el ébano nuevo, encima de mí o debajo, y aquel gran ardimiento con que me acogía dentro de ella cuando hacíamos lo que humana natura demanda y aquellos fuegos amorosos en que mutuamente nos quemábamos y aquella flojedad y dulzura en que luego, cansados y sudorosos, nos acurrucábamos el uno contra el otro, como cachorrillos en canasto, mientras en el cielo grande el sol se iba pasando como hoguera, con su rodar pausado y poderoso, dando ascuas detrás de las montañas y nos iba avisando que ya la noche era llegada y empezaban a apuntarse estrellas por encima del monte y zumbaban los primeros mosquitos echándonos de allí. Y todo esto se me representaba en mi quebranto tan a lo vivo como si otra vez me acaeciera. Y yo olvidaba la calentura por el frescor del agua y me lamía los secos labios, hinchados y reventados de la fiebre, creyendo que iba a encontrar en ellos la mojadura salada de la piel de Gela. Y cuando, después de esto, recordaba y volvía a mi seso, luego pensaba que aquel soñar de Gela me iba dando ánimos para seguir viviendo y no morirme allí mismo como toda mi gente había muerto. Mas luego pensaba que el venírseme Gela tan a las mientes era la afección de hombre con mujer que los poetas llaman amor y me dividía el corazón cavilar que no fuera amor sino vana ilusión de comalido que delira o que si fuera amor y cuán desagradecido y riguroso había sido al dejarla con aquella destemplanza con que la abandoné. Mas estando en mi entero juicio daba en pensar en mi señora doña Josefina por apartar pensamiento de Gela y me avergonzaba de pensar cómo iba a presentarme delante de ella desdentado y calvo y manco. Mas luego me quería consolar pensando que todo ello lo había sufrido en servicio del Rey, luchando como bueno, y que bastante servicio era para alcanzar prenda de mi dama.

Y a otros ratos, cuando me sentía más reanimar, hablaba mucho con el Negro Manuel de cómo, en llegando a tierra de moros, habríamos de buscar algún mercader que tuviera comercio y trato con los de Granada. Y él nos buscaría alfaqueque rico, sabiendo que nuestro retorno era muy cumplidero para el servicio del Rey de Castilla, y nos daría cédula por los dineros que hubiésemos menester mientras tornábamos con sosiego y comodidad. Y así pasaríamos adelante en bajel cóncavo o en lenta caravana, sin más cuidado que llevar bien el cuerno del unicornio y los huesos de fray Jordi.

Y que, en llegando a Castilla, alcanzaríamos merced y quien nos socorriera y podríamos ir ya a caballo al encuentro del Rey nuestro señor. Y que sería muy divertido ver cabalgar al Negro Manuel, el cual no lo había hecho nunca antes ni había visto caballo en su vida. Mas yo no consentiría que fuese a pie como criado ni que nadie lo hiciera de menos en la corte por ser negro. Antes bien en llegando ante el Rey diría bien alto, que lo sintieran el Canciller y los cortesanos perfumados de algalía que con el Rey están, que este negro que aquí veis es el más devoto cristiano y el más dedicado súbdito del Rey nuestro señor porque por servirlo ha dejado su tierra y gente y se ha venido a vivir con nosotros y ha pasado peligros y menguas y miserias sin cuento, sin esperanza de alcanzar merced alguna, y ha puesto su vida muchas veces en la barra por mejor servir a quien no conocía mas que de oídas y ha bebido muy amargos brebajes y gustado muy amargas viandas y ahora lo declaro mi igual y compañero y pido merced al Rey que lo case con una criada suya y le conceda por hacienda lo que pensara concederme a mí pues si el Rey le debe el unicornio yo le debo la vida.

Y en estos sueños y en estas conversaciones y trazas fuimos pasando delante y ya entrábamos por mejores tierras, por las que anduvimos otros dos meses. Y ya veíamos otros negros distintos a los de Cimagüe, menos retintos, y no nos tapábamos tanto y así íbamos por mejores caminos, siempre a donde sale el sol.

Y un día que hacían grandes y sofocantes calores llegamos a un cerro alto muy pelado de árboles desde el que vimos el mar azul. Y yo hube tan grande alegría que se me llenaron los ojos de lágrimas y empecé a derramar espeso llanto porque en viendo la mar me parecía que ya habíamos salido de las miserias y penalidades pasadas y que pronto estaríamos entre cristianos. Y cuantos desastres y desventuras nos habían acaecido de los que tan quebrantados y menguados estábamos, dábalos por bien empleados al lado de la gran dicha de volver a ver la mar y de imaginar que al otro lado de aquellas mismas aguas nos aguardaba Castilla. Y el Negro Manuel, al verme llorar tan copiosamente, dio él también en llorar y viendo yo su buen talante, luego me abracé a él renovando en mi corazón mis votos de mucho recompensarlo. Y es de notar que no hay cosa que más una a los hombres que los infortunios y los peligros. Y en consolándonos mutuamente pasamos adelante e iba el Negro Manuel el primero cortando la yerba con la espadilla donde era menester por más desahogadamente abrirme vereda en aquella espesura de cañas y cardos. Y caminaba yo detrás tan flojo y gastado que pensaba caerme a cada paso. Y en llegando al llano me pareció que el mar brillaba más que espejo y estaba muy tranquilo y era suave la costa como aquella por la que el Guadalquivir salía. Y yo no sabía dónde podíamos estar, mas imaginaba que por lo mucho andado al naciente del Sol no podía ser aquella la mar oceana sino la opuesta que está al otro lado del mundo. Y con ello estaba tan contento de haber alcanzado el mar que dejé las cavilaciones para más adelante y, arreciando el paso cuanto pude, llegamos a la playa que era de arenas muy finas y estaba llena de conchas y cáscaras de almejas chicas y grandes. Y allí nos vino la oscuridad de la noche y dormimos en un hoyo que abrimos en la arena con más sabor y regalo que en gentil cama bien emparamentada. Y a otro día buscamos lo que la marea había dejado y hallamos algunos peces muertos tanto chicos como grandes que comimos crudos por mengua de con qué hacer fuego. Y de aquellos peces, que eran podridos y hedían mucho, luego nos vino fiebre de la que estuvimos muy quejosos y con grandes dolores de barriga y cámaras por dos o tres días.

Mas el Negro Manuel, con su dolor y flaqueza, se volvía cada día a donde los árboles y tornaba con frutas y tallos frescos y yerbas que él sabía con qué comer y curarnos. Y así luego que nos hubimos repuesto algo, determiné que seguiríamos la mar caminando a la parte del Septentrión, por donde me parecía que había de ser más corto el camino a Castilla. Y por nada del mundo me quise apartar ya de la mar de donde el corazón me decía que me habría de venir todo el socorro del mundo si Dios Nuestro Señor y Salvador era loado de enviarnos alguno no mirando mis muchos pecados y deservicios. Y en siguiendo la playa, que era tan larga o más que el arenal de los moros, fuimos pasando días y ya sólo nos deteníamos a comer de los peces que nos parecían menos dañinos.

Y en todos estos días a nadie nos encontramos sino que algunas veces nos pareció que veíamos gente entre los árboles y el Negro Manuel hacía señas y daba voces mas nadie respondía.

Habría pasado un mes o algo más desde que llegamos al mar cuando un día por la tarde vimos luces lejanas en el camino que llevábamos y brillaban las dichas luces a las vueltas del aire así como suelen lucir las muy distantes fogatas. Mas aquel día íbamos muy cansados y no hicimos por alcanzarlas sino que haciendo nuestro hoyo en la arena luego nos echamos a dormir. Y yo no podía traer el sueño y me levanté a pasear por la playa y miré para las luces y ya no estaban.

Mas no quise creer que fueran ilusión puesto que las habíamos visto entrambos a dos, el Negro Manuel y yo. Y a otro día de mañana pasamos delante andando con más ánimo por llegar a donde las luces parescían y cuando paramos a comer entró el Negro Manuel por frutos y brotes en los árboles y tornó al punto diciendo que había topado con veredas que no parecían de animales sino antes bien de personas. Y luego vimos ciertos rastros de gente lo que nos certificó que las luces que viéramos la noche antes eran de candelas. Y con esto arreciamos el caminar y antes que la oscuridad de la noche fuera venida entramos en un sitio que llaman Sofala, que es pueblo de muy numerosa población. Y así como entramos vimos gran muchedumbre de casas de madera y cañas, más firmemente construidas que suelen ser las de los negros, en lo que me pareció notar que era un pueblo fijo y no de los que andan moviéndose cada pocos años, como suelen ser los otros. Y los negros que lo habitaban salieron a vernos con gran gentío y eran de piel menos retinta que los del interior, mas de labios soplones y chatas narices igual que los otros. Y hablaban una parla que el Negro Manuel no entendió, mas luego vinieron algunos que sí hablaban la del Negro Manuel. Y estuvieron gran pieza conversando y el Negro Manuel les dio noticia de quiénes éramos y lo que llevábamos pasado y los negros dijeron cómo algunas veces habían llegado allí gentes de piel clara, si bien no tan clara como la mía, navegando en grandes naos desde la parte del Septentrión. Y allí compraban oro y nuez de cola y otras mercaderías, por lo que conocí que serían moros y tuve gran alegría de pensar que si estábamos cerca de moros, o entre ellos, muy pronto podríamos retornar a Castilla. Mas luego me entristeció saber que las naos se demoraban dos o tres años en llegar de cada viaje con lo que, no viendo otra cosa más cumplidera sino resignarnos a esperarlos, luego me dejé llevar a un corralillo donde muchas espuertas había y allí nos dijeron que pasaríamos la noche. Y a otro día de mañana vinieron tres negros y nos despertaron y nos dieron de comer unas gachas y luego nos llevaron a una plaza grande que en medio del pueblo estaba y allí había una casa grande de adobe con adornos de azulete y cal. La cual casa pensamos que sería la posada del alcalde. Y salió el que mandaba, que era viejo y vestía camisa de lino y un gorro de palma. Y estuvo gran pieza preguntándonos lo que los negros nos habían preguntado la noche antes. Y el Negro Manuel le contestaba a todo por medio de uno de aquellos que hablaban su parla. Y luego que el mandamás quedó satisfecho de muchas cosas y sabedor de todas, se dio la vuelta y se entró en la casa sin decir palabra. Y el negro que había hecho de alfaqueque del trato nos dijo que aquél era el jefe Amaro y que nos daba licencia para quedarnos en el pueblo y vivir de lo que pudiéramos siempre que no robáramos a nadie.

Y allí viví por espacio de año y medio. En los primeros días acudían los negros a verme, por la curiosidad de mi color blanca, y traían a sus hijos chicos que me vieran y a veces nos daban gachas y se reían mucho de vérnoslas comer, tan simples son estas gentes. Luego pasó la novedad y se fueron acostumbrando a mí y ya no me hicieron caso. Y nos pusimos a vivir en unas tapias que fuera del pueblo estaban donde el Negro Manuel levantó un cobijo de ramas y cañas y dos camastros, lo que a falta de posada mejor aderezada fue buen albergue de nuestras flaquezas. Y allí había determinado yo aguardar a la venida de las naos del moro para embarcarnos en ellas si hallaba a un cómitre caritativo que nos quisiera llevar con promesa de pago en la arribada.

Y aquel puerto de Sofala era donde salía el oro de las minas de tierra adentro. Y había muchos pescadores que pescaban para llevar sus salazones a donde estaban las minas y el pescado y la carne se pagaban bien. El Negro Manuel entraba cada día a los árboles y ponía trampas y volvía con carne y brotes y frutos suficientes para vivir nosotros. Y si algo nos sobraba, a otro día iba yo a la plaza y lo cambiaba por harina o tocino u otra cosa necesaria y con esto íbamos viviendo.

Y por excusar que se perdiera el saco de los huesos, hice un hoyo cerca de donde vivíamos y lo enterré allí.

Los primeros meses de nuestra vida en Sofala no fueron malos y fuimos cobrando fuerzas y ánimos y echamos paciencia para aguardar que vinieran las naos. Y yo daba en pensar cómo habría de ser mi vida cuando tornara a Castilla y cómo habría de recibirme el Rey nuestro señor y querría que me sentara a su lado en aquella ventana del alcázar que da al río de Segovia y me haría contarle muy por lo menudo todas las penas y trabajos que por su servicio habíamos padecido en la tierra de los negros. Y luego mandaría decir misas por los muertos en la iglesia Mayor y le haría grandes mercedes al monasterio de fray Jordi y a nosotros nos colmaría de regalos con aquella su liberalidad y franqueza. Y se apiadaría de mi brazo manco y me daría plato y techo de por vida o, mejor aún, me nombraría su cronista, de lo que quedaría yo muy servido y satisfecho. Y estas consideraciones me las hacía cada noche mirando las estrellas, tan grandes que parecía que las podríamos tocar con la mano. Y luego me daba en pensar cómo iría muy honrado a Marraqués y buscaría la casa de Aldo Manucio y mi señora doña Josefina daría un grito al verme y soltaría su costura y bastidor y correría a abrazarme. Y pensaba que ha tantos años que me tendría por muerto y no habría dejado en este tiempo de llorarme y pensar en mí y de guardarme lutos como viuda. Y luego repararía en mi brazo de menos y lloraría muy tiernas lágrimas y me acariciaría la triste cabeza menguada y las ojeras hondas y moradas de los ojos y las cicatrices blancas del cuerpo. Y luego se pasaba al llanto silencioso que en todas mis ausencias había estado remansando en las represas del corazón. Y yo lloraría con ella juntando nuestras lágrimas y nuestros labios y muy tiernamente yaceríamos los dos como hombre con mujer y Aldo Manucio daría orden que nadie nos molestase y que se nos aderezase comida bien guisada para cuando fuésemos servidos salir del aposento. Y muy honrados y repuestos tornaríamos a Castilla donde ya me veía pasando la calle Maestra camino del palacio del Condestable mi señor a caballo. Y en el cerebro llevaba a mi dueña, muy estirado sobre la silla, estrechamente ceñido, yerto como palo, las piernas muy extendidas, tronchando los pies en los estribos, mirándomelos a cada rato si iban de alta gala, la bota y el zapato muy engrasado, el muñón en el costado tal como si mano hubiera, con gran birrete italiano y sombrero como diadema, abarcando toda la calle con mi caballo trotón.

Y en todas estas ensoñaciones no dejaba de pensar que el Negro Manuel iba conmigo, más como amigo que como criado, y por él me figuraba que hasta contestaba con altanería a un cortesano que quería despreciarlo. Y el Rey nuestro señor, sabedor del suceso, me lo aplaudía y alababa pues bien sabía él cuánto dejaba hecho este negro en su real servicio aún antes de ser súbdito suyo que ya, en pisando Castilla, lo era y de los honrados.

Mas no pudieron aparejarse deste modo las cosas. Un día el Negro Manuel tardó en regresar y yo me alarmé y salí al pueblo a preguntar por él y no lo encontré. Y no hallándolo en parte alguna llamé a dos o tres negros que habían con él amistado y salimos luego a buscarlo donde los árboles y vino la noche y no lo hallamos. Y a otro día salimos con el alba y nos repartimos por los senderillos que los árboles hacen y al cabo dimos con él y estaba muerto y tenía toda la garganta rajada y le habían quitado las pobres ropas que llevaba y estaba tan en sus cueros como vino al mundo.

Y ya lo habían empezado las hormigas grandes que por allí se crían y las otras aves y alimañas. De lo que hube tan gran pesar como cuando murió mi padre y quedé como alelado de verme tan solo y tan desamparado, que nunca pensara que el Negro Manuel fuese tan gran amigo y amparo para mi soledad. Y luego cavamos un hoyo hondo y le dimos tierra y yo puse en somo una cruz con dos palos y le recé responso el mejor que supe porque había vivido y muerto como cristiano y aún de los mejores. Y no se pudo averiguar quién lo había muerto ni por qué razón. Y estas muertes no eran extrañas en aquel pueblo, mas nadie curaba de ellas porque en el país de los negros la vida del hombre no es tan preciada como entre nosotros.