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En el nombre de Dios Todopoderoso, yo, Juan de Olid, empiezo este libro el día de Navidad de 1498, y porque de toda obra son comienzo y fundamento Dios y la Fe Católica, como dice la primera Decretal de las Clementinas, que comienza "Fidei Catholicae" fundamento, así yo comencé mi libro en nombre de Dios y en sus manos, que han de juzgarnos estrechamente, deposito cuanto en él se dice y cuenta y a Dios y a Santa María pongo por testigos de la verdad que aquí se contiene y encierra, cuanto más que las maravillas aquí expuestas vistas fueron de estos mis ojos, oídas de estos mis oídos, sentidas de este mi corazón, y si en algo mintiera o me apartase de la verdad, páguelo luego con el estipendio de la eterna condenación de mi alma.
Comienzo quieren las cosas y orden y concierto en su ejecución, y porque no quiero apartarme del hilo de cuanto he de contar, diré que en el año del Señor de 1471, siendo yo devoto criado y escudero del Condestable de Castilla, el muy ilustre señor don Miguel Lucas de Iranzo, recibió mi señor recado del muy alto y excelente príncipe y muy poderoso Rey y señor, don Enrique el Cuarto de Castilla, de que con el necesario sigilo, fuese servido enviarle un hombre que fuera de su mayor confianza y ducho en el ejercicio de las armas y de ingenio despierto y que fuera fiel y sufrido y que supiera callar cuando fuera menester y hablar en su momento, y que esto que hablase fuera concertado a cada ocasión y regido por la discreción más extremada, y que no fuera sucio, ni borracho, ni pariente de moros ni de judíos, ni casado. Y como mi señor don Miguel Lucas de Iranzo no halló que hubiera en su casa ningún cristiano que tales prendas reuniera fuera de mí, con harto dolor de su corazón me dejó luego partir a ponerme al servicio del Rey nuestro señor y me despidió regalándome, con aquella su liberalidad famosa, un caballo que respondía por "Alonsillo", que mejor no lo tuviera Carlomagno, negro hito, tresalbo y calzado, con un lucero chico en la frente, y diome también sobrados dineros y mi señora la marquesa mandó al mayordomo que me diera una mediana talega de higos secos y nueces y algunas confituras y otra munición de boca con que entretener el camino y mi señor el Condestable me vino a decir adiós con muy buenos consejos sobre dónde había de pernoctar y qué recados había de dar por el camino y a quién. Con estos sustentos y con un mediano hatillo de ropa y una manta salíme ya al camino y fui a ver al Rey nuestro señor que entonces posaba en un monasterio de la parte de Extremadura que llaman Guadalupe, al que era muy aficionado. Y en llegando a Guadalupe los frailes me dijeron que ya era el Rey partido y que había tomado el camino de Oropesa, y en llegando a Oropesa el alcaide me dijo que ya era partido y había tomado el camino de Segovia y en llegando a Segovia ya lo encontré, por lo que loé mucho a Dios y a todos los santos que con Él moran en el cielo, que para entonces el mucho cabalgar me había criado un callo en las asentaderas y "Alonsillo" andaba más cabizbajo que cuando salió de cuadras el primer día.
Hay en Segovia una fuente estrecha con muchos arcos que sólo sirve para que por encima della discurra un muy gracioso caño de agua. No es tan larga como la que da refresco a Sevilla viniendo de Carmona pero es más airosa, porque la cuesta que ha de remediar es mayor y está toda ella labrada de piedras canteadas a maravilla, que no dejarán pasar entre dos una espina de pescado. Vila y admiréla y no me detuve largo y la pasé luego por miedo a que el Rey nuestro señor fuera ido de la ciudad cuando yo llegara al alcázar donde posaba. Lleguéme, pues, al alcázar, que es fábrica grande a maravilla y una de las más bizarras posadas que verse pueden a este lado de la Cristiandad, y en llegando a la parte de la puente que lo guarda, me salieron dos sayones con muy herradas lanzas a cortarme el paso y yo les dije: "Soy Juan de Olid, criado del Condestable de Castilla, que vengo a ver al Rey nuestro señor, por él llamado. Hacedlo saber a quien corresponda". Se entraron ellos de mal talante entre parlas, y yo quedé muy tieso encima del caballo, la mano libre puesta en la juncal cintura por si en alguna de aquellas muchas ventanas del alcázar se asomaba alguna damisela, con lo que echarían de ver con cuanta arrogancia y viril apostura comparecía el joven Juan de Olid a ver al Rey. Pero ninguna se asomó, ni doncella ni dueña, sino un secretario barbipelado que apareció al cabo por donde los guardas se habían metido y a la cabeza traía enjoyado sombrero italiano y a las piernas calzas de distinto color y muy ajustadas, a la moda genovesa, marcando sus partes varoniles en la entrepierna, mayormente trapos embusteros a lo que yo recelé, y adobado con un tufillo de agua de azahar y ungüentos de olor que espantaría a las más reticentes moscas.
Pues aquel doncel que digo se vino a donde yo estaba, seguido de los dos sayones, que me pareció que lo miraban con un punto de entre sorna y asco, y, en llegándose a mí, me puso una mano en el muslo, lo que yo pasé por alto pareciéndome que sería familiaridad cortesana, y parpadeando mucho de los sus ojos, que tenía alcoholados, lo cual me escamó algo más, me dijo con modulada voz: "¿Sois vos el criado del buen Iranzo que esperábamos?" Y antes de que yo abriera la boca para decir sí, prosiguió: "Descabalgad, apuesto amigo, y seguidme. Estos aguerridos mílites se harán cargo de vuestra cabalgadura y le darán paja y cebada. Permitidme que os muestre vuestro aposento, gentil heraldo".
Aunque yo me percaté de qué pie cojeaba el mancebo, no me pareció discreto llegar a la Corte pecando de desconfiado, para que me tomaran por un patán de la frontera, así es que, disimulando recelos, dejé a "Alonsillo" y a mi impedimenta y talega en manos de los sayones y me fui detrás del rastro de perfume que el elegante iba dejando atrás como el cometa deja su cola de fuego y sus malos presagios. Y antes de pasar por las altas puertas del alcázar busqué en el cielo por ver si veía ave negra que me diera agüero cierto, mas lo único que vieron mis ojos fueron blancas palomas que pausadamente remaban por la mañana azul.
Pasamos adelante por el portal enlosado que daba entrada al alcázar y doblamos a la mano siniestra y dimos en un mediano patio de armas donde crecían rosales y dompedros, y el emperejilado se volvió hacia mí con ademán de tomar mi mano, lo que yo excusé haciendo que no lo notaba, y me dijo que su gracia era Manuel de Valladolid, pero los amigos lo llamaban Manolito, por lo cual me daba licencia para que así lo llamase pues nada más verme se había aficionado mucho a mi persona y ya me contaba entre sus íntimos. Pasé por alto también esta familiaridad y no quise poner distancias tan a poco de conocernos por no parecer rústico o desconsiderado, pues mi señor el Condestable me había encarecido mucho que, en llegando a la Corte, obrara con gran comedimiento y mesura y antes de tomar decisión alguna me lo pensara dos veces. Así que dejé pasar la mucha franqueza y hasta consentí que el Manolito de Valladolid me tomara del brazo un par de veces por los oscuros corredores y cámaras por donde ahora me conducía camino de mi aposento. Subimos una angosta escalera de gastos peldaños, atravesamos un zaguán maloliente de cuyos renegridos muros colgaban paños de precio, a mi parecer franceses, y, finalmente, Manolito empujó una puerta y con un gesto cortesano me indicó que pasara delante de él. Pasé y halléme en una cámara donde había tres catres altos cubiertos de colchas bordadas de mucho precio y, arrimados al muro, un par de arcones forrados de esos que llaman valencianos, y Manolito me dijo: "Éste será, caro amigo, tu aposento y morada en los días que aquí estés. La ventana da a la hoz del río y al cielo donde, en yéndose la pajarería que ahora lo alegra, saldrán las altas estrellas a velar, conmigo tu sueño". No sabiendo qué decir, por hacer algo, me asomé a la ventana y vi, en efecto, el hondón del río que iba pobre de aguas y medio perdido entre los recios cañaverales.
De seguro que, en haciéndose de noche, habría más mosquitos que estrellas. Al otro lado del barranco, pasada la contraescarpa del castillo, se levantaba un cerrete coronado de pinos de buena sombra y olor. Era una buena cámara pero tenía el escape difícil si Manolito venía a visitarme nocturno y yo temía que ésas fueran, como las coplas del vulgo dicen, las costumbres cortesanas. Miré para la puerta si tenía cerrojo y vi que lo tenía de hierro, muy bueno, lo cual notado sosegó mi ánimo, pero Manolito, pensando que miraba por mi seguridad, me dijo: "No tengas cuidado, que en el alcázar de Segovia estarás entre amigos y yo mismo duermo en este aposento y no dejaré que te ocurra nada malo", con lo que, queriendo sosegarme, me intranquilizó más que estaba.
Quería el protocolo de la Corte y la decencia y buena crianza que el mensajero compareciera delante del Rey bañado y peinado, de manera que Manolito salió a dar las órdenes necesarias y a poco entraron por la puerta cuatro o cinco criadas trayendo un barreño grande de madera y algunos calderos de agua caliente. Pusieron el barreño al lado de la ventana, vaciaron el agua, que desprendía nubes de vapor, fuéronse y sólo quedaron la más vieja de ellas, que era mujer fornida y de buen alzado, y el susodicho Manolito de Valladolid. Aunque me daba un poco de reparo, más por Manolito que por la mujer, me desnudé luego y me quedé en mis cueros y me metí en el baño por excusar compromisos, que a Manolito se le iban los ojos por mis partes. Y él, en un arrebato de generosidad, abrió uno de los arcones que allí estaban y extrajo dél un frasco de aceite de olor del que me vació medio en el baño. Y el aceite olía lo mismo que su dueño, lo que me preocupó, porque no quería que en mi primera comparecencia ante el Rey nuestro señor pudiera su majestad persuadirse de que también yo era del bando de su paje. Pero, por no parecer rústico, lo pasé también sin decir nada y me dejé enjabonar por la criada, la cual, con un estropajo grande y muy áspero, me atacó la espalda dejándome como un "ecce homo" y así hizo con mis otras partes donde había criado grande cochambre del mucho camino y cabalgada, con que quedó el agua negra a maravilla. Salí del baño y volvieron las criaditas de antes trayendo grandes paños calientes con los que me secaron y frazaron y entre todas levantaron la cuba y vaciaron el agua por la ventana ayuso y hubo gran grita de voces y muy gruesas palabras allá abajo, que todo el diluvio le cayera encima a un sargento de la guardia del Rey que andaba buscando alcaparras al pie del muro con su taleguilla.
Entró en la cámara nuevamente Manolito, tan aficionado a mi persona y tan atento, y me entregó una túnica azul con reflejos de oro, obra morisca de mucho arte, encomendándomela mucho porque era suya y la que usaba en las grandes fiestas y en Pascua y en el día de la Candelaria. Y me hizo saber que antes nunca jamás se la prestara a nadie. Quedé yo tan obligado de tanta gentileza como dudoso de cómo la cobraría. Metíme la túnica, que ofendía mucho las narices de la algalía y aguas de olor, y vi que me llegaba por debajo de las rodillas, lo cual es discreta proporción y largura.
Y calcéme calzas del mismo color y unos zapatos de tafilete crudo que apretaban un algo más de la cuenta y todo ello lo dejé pasar sin decir palabra, siendo tan en contra de mis usos y costumbres, por no parecer rústico y desconsiderado.
De esta guisa adobado me dejé conducir a presencia del Rey nuestro señor. El cual posaba en la sala que llaman del Solio, donde hay una hermosa vidriera de Santiago degollando moros y es esta sala grande a maravilla y muy ancha y techada de pintados artesones moriscos y forrada de historiados paños franceses y brocateles y terciopelos granates de mucho primor y precio. Estaba el Rey nuestro señor sentado en sillón de cuero delante de una ventana baja, a contraluz, y al lado suyo había dos cortesanos que lo servían. Y uno de ellos, calvo y gordo, era su secretario de cartas latinas. Fuime al Rey nuestro señor, hinqué la rodilla en tierra tal como el Condestable me tenía ensayado, advertido y recomendado, y le besé la mano que la tenía muy fría y muy blanca y quedéme en aquella postura hasta que él me mandó levantar con su voz un punto aflautada. Entonces di un par de pasos atrás, quizá diera tres o cuatro más de lo que pedía la buena crianza, queriendo pecar por lo mucho antes que por lo poco y por quitar y excusar de las reales narices la ofensa del mucho perfume y olor que impregnaba mi persona. Sólo que me pareció notar que el Rey nuestro señor también estaba metido en nube de aromados olores, lo que achaqué a un uso de la Corte y en mi corazón disculpé un algo a Manolito de Valladolid que a lo mejor no era tan amujerado como mostraba ser, sino solamente cortesano al uso, y en mi corazón me reproché de rusticidad por el precipitado juicio que hiciera de su persona.
Leyó el secretario de cartas en voz alta la que yo acababa de entregarle de mi señor el Condestable, la cual contenía mayormente diversas noticias de la vida en la frontera del moro y a cómo estaba la medida de cebada y el celemín de harina y la libra de carnero, apuntamientos todos que aquí no hacen al caso, y otros negocios entre el Condestable y el Rey. Y, al final, la carta hablaba de mí, me recomendaba mucho y decía que yo era hombre fidelísimo, de toda confianza y verdadero, y experto mílite y esforzado y sufridor de trabajos más que nadie, y discreto y no sé cuántas cosas más, todas en mi loor y encomio, que escuchándolas decir en presencia de la alta persona del Rey nuestro señor, me subieron la sangre al rostro y me puse colorado. Y el Rey, en notándolo, se rascó la nariz y se sonrió por lo bajo mirando por la ventana por donde yo, en pos de sus ojos, otra vez veía el cielo azul cruzado de blancas palomas. Y luego que el secretario hubo acabado su lectura el Rey me preguntó: "¿Te gusta viajar?", y yo, que nunca me había parado a pensarlo, le contesté: "Sí, mi señor". Y él me dijo: "Pues vas a viajar mucho", y luego levantó la mano que yo corrí a besársela hincando otra vez la rodilla en tierra y en esto se acabó la real audiencia y el secretario me hizo seña que saliera y dejé la sala entre reverencias y andando para atrás y el secretario salió conmigo. Muchas veces me han preguntado luego diversas gentes cómo era el Rey y si se parecía a su retrato que traemos en las monedas y yo a todos he dado pelos y señales y he dado a entender que tuve con él más familiaridad y trato del que en verdad tuve y que me hizo acercar un escabel y sentarme a su lado y me preguntó luego por las cosas de la frontera y por mí y si venía el año bueno de caza y si ya berreaban los venados y se veía hozar el puerco entre las encinas por la parte de Andújar, donde él tenía a mucho sabor cazar, pero ahora tengo que declarar, puesto que he jurado ajustarme a la verdad, que no hablé con el Rey más de lo que queda dicho y que tan breve fue mi comparecencia que no sabría decir si tan alto señor era joven o viejo. Alto sí sé que era y muy membrudo, aunque, a lo que me pareció, de carnes blandas y poco trabajadas, como las del que lleva vida regalada y de no mucho ejercicio. Y del rostro no era feo, mas tampoco guapo, que tenía grande la quijada de abajo y esta tacha le descomponía un tanto el semblante.
Quedé, pues, como digo, en manos del secretario de cartas latinas que me llevó a una su cámara que allí cerca estaba, a la que dicen la de las Piñas por unas que tiene labradas y pintadas con mucho primor en el techo, y allí había un catrecillo sin armar y dos mesas grandes muy llenas de papeles y tinteros y unos anaqueles con libros y más papeles y en el muro frontero un paño bordado. Abrió la ventana, que entraran luz y moscas, se fue a donde estaba la pared del paño y me lo señaló y me dijo: "¿Conoces qué animal es éste?" Y lo que se veía en el bordado era una doncella de luengos cabellos rubios y labios bermejos que estaba ricamente vestida de brocados y sedas muy finos y sentada en medio de un verde prado de pintadas flores. Y a un lado de la doncella había un grande león, no en actitud fiera sino como si le rindiera pleitesía a la niña, y era cosa maravillosa de ver cómo la belleza da mansedumbre a las fieras, y al otro lado de la doncella había un caballo blanco, en todo caballo con las equinas proporciones que a su clase corresponden si no fuera porque, de en medio de la frente, donde "Alonsillo" tenía un lucero, a éste le salía un larguísimo cuerno, todo derecho como huso e igualmente blanco.
Y el animal que el señor secretario me estaba señalando era aquel caballo.
Y el secretario volvió a preguntarme: "¿Conoces qué animal es éste?" Y yo, no queriendo parecer rústico, no sabía qué responderle porque en mi vida había visto un caballo tan guarnecido de cuerno, y aunque pensaba que era alguna adivinanza o chascarrillo, le respondí honradamente: "Paréceme, señor, que es un caballo si no fuera por ese como cuerno que tiene en medio de la frente". Y él se me quedó mirando gravemente y movió un poco la cabeza como si pesara las palabras que iba a decirme y luego me dijo: "Caballo es, amigo mío, pero de una clase de caballos como nunca se ha visto por nuestros reinos ni creo que nunca se vea en tierra de cristianos. Su nombre es el unicornio por ese cuerno que le ves en la frente en el que reside su maravillosa virtud. Estos caballos unicornios pacen en los pastizales de África, más allá de la tierra de los moros, donde nunca llegaron cristianos fuera de los mercaderes del Preste Juan si es que tal hubo. El Rey nuestro señor quiere que tú y otros vayáis allá y le traigáis uno de estos cuernos". "Un cuerno", dije yo en mi asombro, y el secretario me preguntó: "¿Es una pregunta o una opinión?" Y yo le contesté: "Es una pregunta". "Bien -dijo él-, pues sí: es un cuerno. El Rey lo necesita para que sus boticarios saquen de él ciertos polvos de virtud que son muy salutíferos y necesarios para el buen servicio del Rey nuestro señor. Pero de esto importa mucho que no sepa nadie ni una palabra ni qué embajada lleváis, sino que iréis bajo capa de otro negocio que se os explicará".
Así fue cómo me vi embarcado en la busca del unicornio.