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Diecinueve

Con esto me quedé solo y sin amparo y volví a enflaquecer y a padecer salud y yo mismo hube de salir cada día a los árboles a buscar mi sustento lo que, estando manco, no se me avenía bien con el armar las trampas ni el subir a los árboles a varear el fruto.

Y cada día iba menguando y desesperando más y fui viniendo en tanto decaimiento que no es cosa de poderse creer. Y quizá hubiera muerto si no me socorrieran algunas veces los amigos del Negro Manuel que me traían gachas de mijo y otros bastimentos cuando me venían a ver. Y yo, que ya iba hablando un poco su parla, les contaba cosas de Castilla que les parecían maravillosas y mucho los espantaban. Y les hablaba de los caballos y de cómo era el Rey Enrique y de las ciudades muradas y las iglesias y puentes y molinos.

Un día hubo gran grita en la ciudad y mucha conmoción por la raya del mar.

Y era que a la parte del Mediodía habían asomado grandes naos como nunca por allí se vieran. Y en asomándome yo a un repecho que en somo del cerro estaba, desde el que se veía bien el mar, noté muy lejos un blancor que, como me fallaba la vista, no alcancé a distinguir si serían velas o aquella niebla baja de la que sale del mar por aquellas calurosas provincias. Mas luego, andando la mañana, se empezaron a dibujar velas y el corazón me batía fuertemente en el pecho que me pareció que eran velas cristianas porque, en una más grande que delante venía iba un dibujo que asemejaba una cruz bermeja grande en toda la cuadrada magnitud de la vela, lo que los pregonaba de cristianos y gente de bien. Y con esto ya me vi salvado y caí de rodillas dando gracias a Santa María y a San Lucas y a todos los Santos y corrí luego a donde los huesos de fray Jordi de Monserrate y el unicornio quedaban enterrados y desenterré el saco con gran priesa y ansiedad, quebrándome las uñas y rezando como fuera de seso. Y no sabía cómo agradecer a Dios Nuestro Señor la gran merced de rescatarme de aquellos trabajos mandando gente cristiana a donde yo pensaba ya en morir. Y luego que hube tomado los huesos bajé a la playa y ya estaban tan cerca las naos que se distinguían los hombres asomados a las altas bordas y en los castillos de proa. Y las dichas naos eran hasta cuatro de las que llaman carabelas, la delantera un poco más grande que las otras. Y venían derechamente a donde estábamos. Y la gran multitud de negros que había bajado a la arena con mucha grita y mover de brazos, fue poniéndose medrosa según las naos se acercaban, tan grandes eran y poderosas, en lo que noté yo que las de los moros que hasta entonces vieran aquellas gentes serían más chicas y de menos trapo. Con lo que los negros se fueron apartando de la raya del mar y algunos más medrosos huyeron a esconderse donde los árboles. Y yo quedé solo allí donde rompían las olas, con mi saquillo de huesos al hombro, y quise levantar el otro brazo por hacer señas a la marina, que siempre se me olvidaba que no lo tenía, y se movió la manga vacía y el nudo que en su remate llevaba me golpeó el rostro. Y sin pensarlo bien me avergoncé de presentarme delante de la gente cristiana con un brazo de menos, mas era tanta la alegría que pronto se me pasó el sonrojo y volví a correr por la playa y a gritar y a dar grandes voces, que los que me oyeron pensarían que había perdido el seso y me había vuelto loco. Y las naos se fueron llegando con aquel su pausado andar y luego echaron anclas a cuatro tiros de ballesta de donde la arena estaba y botaron al agua esquifes y bajaron a ellos muchos ballesteros armados y algunos espingarderos con sus truenos. Y éstos vinieron a remo hasta la playa donde yo estaba. Y en llegando me dieron voces que quién era y yo entré por el agua a ellos y me abracé llorando a los primeros que se bajaban besándoles las cruces y medallas que al pescuezo traían. Y ellos eran ballesteros membrudos y morenos que me parecieron castellanos mas luego resultó que eran portugueses. Y el que venía al mando dellos era un piloto de nombre Joao Alfonso de Aveiros. Y se estuvo gran pieza hablando conmigo en la arena y preguntándome cómo había llegado allí. Y parecía muy sorprendido y contrariado de haber encontrado en tal lugar a un castellano. Y porfiaba mucho con sus preguntas, como si recelase que yo mentía en aquello que decía. Mas luego llegó el negro Amaro, aquel que era mandamás de Sofala y Joao Alfonso fue a hablarle mediando yo en las parlas. Y le regaló unos collares de abalorios que traía y un espejo chico y otras quincallas, lo que el otro tuvo a gran merced y allá hicieron el uno con el otro sus asientos y bien por dos horas estuvieron altercando. Y los negros de Amaro trajeron salazón para los ballesteros y no se maravillaban más de la pajiza color de los cristianos porque ya estaban hechos a verme a mí y pronto habían entendido que eran de mi misma nación. Y el dicho piloto mandó luego a los ballesteros que me llevasen a la nao de Bartolomeo Díaz. Y ellos me llevaron en el esquife chico remando muy briosamente, que empezaban a venir olas crecidas que mucho estorbaban el andar.

Y así nos llegamos al costado de una carabela que tenía por nombre la "Santísima Trinidade". Y nos echaron escalas los de arriba y me ayudaron a subir. Y en la dicha carabela iban los marineros descalzos y casi en sus cueros y sólo habría diez o doce ballesteros que tuvieran camisas y zapatos y entre ellos estaba un hombre, de más edad y de barba recortada y decentemente vestido con un pellote ligero, que daba muestras de ser el almirante de aquella flotilla.

Y lo era y supe que se llamaba Bartolomeo Díaz y en dándole uno de los que me traían el parte de quién era yo y cómo me habían encontrado, viviendo entre aquellos negros del pueblo de Sofala, el almirante torció el gesto como si no le gustara lo que oía. Y luego se quedó reflexionando y dio órdenes de que los otros tornaran a tierra que yo quedaría allí embarcado.

Y en llegándose a mí me habló en castellano y me hizo pasar a su cámara que estaba a la parte de popa, debajo del castillo. Y era una cámara muy ancha como sala y tenía dos ventanas emplomadas encima del mar. Y allí me ofreció asiento y me estuvo preguntando muy menudamente cómo había llegado tan lejos y qué mandatos traía y de quién eran los huesos que en mi saco llevaba, que ya varias veces me lo habían abierto Joao Alfonso y los otros ballesteros y cuando veían lo que dentro iba me lo devolvían luego con un gesto de asco, siendo gente de natural supersticioso. Y nunca notaron que entre los huesos largos y la calavera de fray Jordi iba el unicornio y yo en todo el viaje me cuidé mucho de decírselo porque no quería que la causa de tantas muertes y trabajos acabara en la botica del Rey de Portugal. Y así me estuvo preguntando Bartolomeo Díaz por muchas cosas y por mi patria hasta que la oscuridad de la noche venida tornaron los esquifes que habían ido a tierra con ciertas mercaderías y fardajes del trueque y se encendieron los fanales y a su luz hubieron colación de galleta seca y tasajo y tocino. Y a mí me dieron ración como a los otros marineros, sentado entre ellos que muy curiosamente me miraban. Y Bartolomeo Díaz había dado orden que no se me hablara, así que ellos andaban en sus parlas portuguesas, que yo empezaba a entender a medias, sin hacerme caso alguno. Y noté que muchos de ellos estaban señalados de látigo en las espaldas y gastaban luengas barbas y crecidos cabellos y daban señales de estar muy maltratados de la vida. Y más adelante vine a saber que no eran sino penados de las prisiones del Rey que se enrolaban a navegar para redimir penas con los viajes más allá de la tierra conocida, donde nadie quería ir de grado pensando que hallarían la muerte.

Y luego que hube hecho colación vino un ballestero a llevarme a la cámara del almirante. Y allí estaba el dicho almirante deliberando en consejo con Joao Alfonso y otros dos, que me parecieron pilotos o cómitres de las otras carabelas. Y parecían preocupados de haberme encontrado, de lo que yo saqué en limpio que aquellas vedas portuguesas de navegar más abajo del país de los moros, que había sabido cuando tomamos la nao a Safí, debían seguir adelante después de tantos años pasados. Y uno de los pilotos dijo en su parla, sin pensar que yo lo entendería, si no sería mejor degollarme y tirarme al mar. Mas Bartolomeo lo miró severamente y dijo que eso no se haría con un cristiano que tanto había pasado por servir a su Rey y que lo que cumplía hacer era llevarme al Rey de Portugal para que él dispusiera lo que había de ser de mí. Y que mientras tanto se me trataría bien y se me daría una ración de marinero ordinario. Y los otros estuvieron de acuerdo y el que había hablado de degollarme quedó muy corrido y se excusó que él sólo quería mantener el secreto de las navegaciones del Rey de Portugal. Y de unas cosas y otras iba yo atando cabos y me iba certificando de que aquella flotilla andaba explorando muy secretamente costas nunca antes frecuentadas por cristianos, en busca del país del oro y las especias, en lo que tenían gran competencia con Castilla. Mas iban los lusos más adelantados que los castellanos y de eso les venía el temor de encontrar a un castellano tan lejos. Y luego me dejaron dormir en un camaranchón lleno de cuerdas y hopos de cáñamo y velas plegadas, donde me hice cama la mejor aparejada que en muchos años había tenido y, acunado por el suave vaivén del mar, me quedé dormido tan a sabor y profundamente que no me despertara un trueno de espingarda que al oído me dieran.

A otro día de mañana desperté tarde, cuando estaba el sol alto, y la nao se bamboleaba gentil y suavemente empujada por la brisa del mar que volviéndose a tierra henchía las velas.

Salí del camaranchón y vi que llevábamos rumbo al Mediodía y que las otras naos iban delante muy marineras abriendo espumas. Y los hombres estaban cada cual a su oficio y cantaban, y el almirante, desde el andamio del castillo de popa, los miraba hacer. Y todos parecían contentos porque iban de tornada a Portugal. Y el dicho almirante cuando me vio salir a la cubierta me hizo seña que fuese a él y yo le fui a besar la mano y él me contó en parla castellana cómo había determinado llevarme a Portugal para que el Rey dispusiera lo que había que hacer conmigo. Y que, mientras tanto, podía moverme libremente por la nao sólo que me quedaba prohibido preguntar cualquier cosa que tuviera que ver con aquella marinería y navegación que estaba viendo. Y de lo demás y de mis cosas tenía licencia para hablar.

Y luego fue discurriendo sobre otras cosas y cuando halló que yo sabía leer y escribir y que había sido criado y cronista del Condestable de Castilla, se alegró mucho y me fue tomando más respeto y me miraba con otro asombro en los ojos, como si por vez primera me estuviese viendo y fuera ilusión cuanto de mí catara hasta aquel momento viéndome en tan menguadas trazas. Y mandó venir a un Joao Tavares, que era su criado, y le dijo que me pelara luego las barbas y me rapara. Y en pelándomelas el otro ya cobré más facha de cristiano y me mostraron un espejo para que viera qué aspecto tenía y yo volví a ser a mis ojos el que salió de Castilla y hube mucha emoción de verme. Y Bartolomeo Díaz me puso la mano en el hombro y se estuvo mirando largamente al mar que detrás íbamos dejando. Y las gaviotas de lo alto se alborotaban con sus roncas voces. Y luego el almirante mandó que me trajeran vino y aquel Joao Tavares me dio una jarrilla de madera de la que bebí con mucho deleite soplándole los mosquitos y el almirante se sonreía y me preguntó cuánto hacía que no lo cataba. "No lo puedo saber, mi señor -le dije yo-, que cuando la última vez lo bebí fue el año de gracia del Señor mil cuatrocientos setenta y uno en que salí de Castilla y por mis cuentas habrán pasado quince años desde entonces". A lo que el almirante rió de buena gana y me dijo: "No han pasado quince, hombre, sino diecisiete. Ahora estamos en mil cuatrocientos ochenta y ocho y cerca ya de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo y del cambio de fecha". Y luego platicamos de escribanías y poesía y el almirante era muy aficionado a los versos y me hizo recitar algunos que yo sabía de memoria y hubo mucho placer en ello.

Y aún en los días que siguieron me hizo leer algunos de ciertos librillos muy preciosamente manuscritos que en su cámara llevaba y me hizo mucha merced y franquezas. Y viendo cómo me trataba él, igualmente me favorecían los otros. Y sobre esto he de decir que, por lo que tengo visto, la portuguesa es buena gente y piadosa y abierta de corazón. Y en el tiempo en que estuve en su compañía y cautiverio nunca tuve queja de ninguno, sino que todos se apiadaban de mí y me hacían merced.

Por las hablas de la gente y por lo que fui viendo quiso la misericordia de Dios nuestro Señor que el día de antes de llegar la flotilla a Sofala, donde me hallaron, había determinado el almirante no seguir más a Septentrión y tomar la vuelta del Mediodía. Mas cuando estaban maniobrando para retornar, un vigía que en lo alto de la cofa estaba dio grita de que veía parpadear luces a lo lejos en la barra del horizonte. Con lo que el almirante determinó seguir un día más por saber qué eran aquellas luces.

Mas luego que me recogieron y tomaron nota de lo que hallaron en Sofala, dieron vuelta y bajaron hacia el Mediodía. Y los pilotos iban registrando las costas y no apartándose nunca de ellas y asentando en sus papeles los montes y cerros y arboledas y cabos y ensenadas y peñas y otros accidentes que por ella se descubrían.

Y así iban levantando sus cartas de marear muy menudamente en servicio de su Rey. Y a los veinte días de navegación arribamos a un río que llamaron el Ocho. Y era una desembocadura grande que vertía gran copia de barro en el mar. Y allí arrimamos los barcos y echamos ancla y se botaron esquifes con barriles por hacer la aguada. Y aunque yo no bajé a tierra, el "Santísima Trinidade" estaba tan cerca de la playa que bien pude ver cómo los ballesteros levantaban un mojón grande y alto amontonando muchas piedras y mampuestos que de dentro de la tierra traían. Y en ello pusieron grande esfuerzo mientras otros subían y bajaban toneles haciendo la aguada y abastando las naos. Y aun otros se entraban por aquellas espesuras de los árboles y ballesteaban carne y tornaban con cabras y sabandijas y asábanlas en la playa con gran deleite y acuerdo de los que en las naos quedaban.

Y de allí a dos días nos partimos muy bien abastecidos de viandas y agua dulce y dejando atrás un mojón o pedrao como en lengua lusa lo llaman, de más de cuatro estados de alto en el que un cantero puso una lápida con el escudo del Rey de Portugal y la fecha. Y esto valía por tomar posesión para su Rey de todas las tierras y afluentes que aquel río bañara, en lo que me pareció notable demasía de los lusos. Mas sobre esto nada dije, tan grande era la merced que de ellos recibía, que era como si me sacasen de la muerte cierta y nueva vida me dieran. Mas en otras cosas advertílos igualmente aparatosos como en lo de usar hinchados y luengos nombres, como si en todos hubiera alcurnia y nobleza, y en lo de llamar a la menor de las carabelas "O Terror dos Mares".

Y era dicha carabela tan menguada y tantas aguas hacía que muy por menudo hacían plática de barrenarla y perderla porque retrasaba a las otras, mas el almirante no se determinaba a perderla.

Pasando adelante la víspera de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo cruzamos por la parte de Poniente por mar muy abierto que el almirante había llamado cabo de las Tormentas por una muy mala que sufrieron cuando la ida, mas hubo suerte a la tornada y lo cruzamos sin daño ni esfuerzo. Y después de navegar dos días más pegados a la costa que de costumbre, luego nos separamos un poco más y tomamos la derrota de Septentrión. Y así llegó la Navidad y ya me dejaron bajar a la playa donde se hizo misa solemne y se rezó un rosario y juntamente cantamos un "Te Deum Laudamus". Y luego comimos carne y repartieron un cubilete de vino por cabeza en muy buena hermandad. Y yo dormí aquella noche con otros en la playa y no pude pegar ojo pensando en mi presente dicha y en que muy pronto vería a mi señora doña Josefina, la cual me creería ya muerto. Y en pasando adelante de allí a pocos días fuimos a dar en otra desembocadura de río grande y nuevamente bajaron hombres a hacer la aguada y a ballestear carne y a levantar un pedrao como el que dejábamos en el otro río. Y a éste llamaban río Siete, de donde deduje que quedaban otros seis por recorrer antes de llegar a Portugal. Y con esto fui cavilando sobre las jornadas y las leguas que faltarían para rendir viaje, que eran más de lo que primero había pensado. Y luego vine a saber que los portugueses no dan nombre a los ríos en sus cartas y papeles sino solamente números porque el nombre ha de acordarlo el Rey de Portugal que muy estrechamente sigue los negocios de las exploraciones y descubrimientos.

Y en esto y otras muchas cosas me pareció que eran gentes muy concertadas y veladoras de sus haciendas.

Y con esto proseguimos nuestro camino y navegación otros dos meses demorándonos en aquella costa por reconocerla y levantando las cartas de marear, que en la ida no lo habían hecho los pilotos por ser ésta la costumbre portuguesa de pasar ligeramente hasta el final del viaje y regresar luego más despacio y por menudo. Y algunas veces se bajaban a hacer aguadas o a reconocer promontorios y bajos y un par de veces regresaron con presa de negros que luego traían a la "Santísima Trinidad" a que yo hablara con ellos, mas aunque ensayaba muy voluntariosamente todas las fablas y palabras de diversos negros que conocía, ninguna de ellas era entendida por los que me traían. Y de ello íbamos sacando en consecuencia haber más copia de hablas distintas entre los negros que entre los blancos que pueblan los reinos de la Cristiandad.

Y luego que eran examinados aquellos negros, los devolvían a la playa y los liberaban sin más daño que el miedo que pasaban sino un par de veces que tomando negras estuvieron los hombres solazándose con ellas el tiempo que nos demoramos en la aguada y las otras cosas, mas luego las despidieron con regalos y ellas, aunque preñadas ciertas, parecían contentas.

Y en estos navegajes ya me fui acostumbrando a ir en naos y cuando se alzaba la mar bravamente lo soportaba bien y no tenía que pasarme el día en vomitorios como al principio. Y amistaba con algunos hombres tanto ballesteros como de marinería y hablaba con ellos en su lengua, empedrando palabras de la mía, que las dos se parecen bastante por ser naturales de lugares tan vecinos. Y así fuimos pasando por otros tres ríos más juntos que los que dejo dichos y éstos se llamaban Cinco y Cuatro y Tres, de donde yo fui acrecentando mis esperanzas viendo cuán presto estaría en mi tierra. Y cada día hacía propósito de buscar a mi señora doña Josefina en viéndome libre y de no separarme de ella jamás.

Y me complacía, cuando estaba solo o antes de dormir, en imaginar cómo sería nuestro encuentro si a la luz del sol o debajo de las muchas estrellas del África y los dulces besos que habíamos de darnos y las largas pláticas que tendríamos en aquel jardín de micer Aldo Manucio sobre lo que había sido su vida y la mía en aquellos luengos años de nuestra soledad y apartamiento. Y hasta tenía pensadas las palabras justas con que la habría de dar cuenta y embajada de mis desventuras y trabajos en el país de los negros callando tan sólo lo pasado con Gela, por excusar celos que, hasta las mujeres de mejor talante, luego que saben de otra, los sufren y padecen y a la más alegre dellas no le verás cara buena en diez o doce días.

Y con esto me iba animando mucho y se me hacía más llevadera la fatiga de la navegación. Y en este tiempo llegó el de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y para esas fechas desembarcamos en una playa larga de muy fina arena y nos confesamos unos con otros, según la costumbre del mar, y oímos misa muy devotamente y tomamos comunión delante del almirante y luego hicimos fuegos y al otro día esparcimos ceniza por las cabezas e hicimos cruda penitencia con que quedamos todos muy edificados.

Los actos ya dichos pasados, partimos de allí y siguieron las naves más pegadas a la tierra y más a menudo se iban y venían esquifes, aunque no había mengua de agua dulce. Y esto entendí ser porque iban a ver puestos donde en otros viajes habían dejado gente, lo que me aseguró estar acercándonos ya a la tierra de los moros en cuya derrota íbamos, si bien todo esto que digo era pensamiento mío pues nadie me daba parla de tales asuntos ni yo osaba pedirla. Y en esto eran muy observantes los marineros y la ballestería, que las más menudas faltas castigábanse allí con muy rigurosas y fieras tandas de palos de que todos quedaban muy escarmentados y edificados. Y aún hubo más el día en que dos hombres en liza se dieron de puñaladas y este ruido acaeció en la nao que decían de "San Joao", a lo que el almirante mandó juntarse en la costa los capitanes todos y algunos pilotos y las gentes de más respeto.

Y allí hicieron juicio como en los asuntos de guerra se suele hacer y se vio cuál de los hombres era el culpable que más ligeramente hiriera al otro y luego lo hizo enforcar y colgar de un árbol. Y a la tarde bajaron el cuerpo y le dieron sepultura muy cristianamente con responso rezado.

Y pasando adelante, el día de San Juan Bautista dimos vista al río que decían Dos. Y el dicho río era el de los Negros por otro nombre llamado y era ancho a maravilla y su desembocadura se abría en muchos distintos caños y pasamos enfrente de hasta cuatro de ellos muy turbios de los muchos lodos que bajaban al mar. Y en llegando al más ancho de los dichos caños, que traía el agua verde, las naos enfilaron por él penosamente subiendo y echaron ancla en un resguardo donde las aguas se amansaban. Y a la parte de enfrente había un castillo muy fuerte y dilatado de los que contra la mar se hacen, o albacara baja, con los muros muy blancos de piedra y al pie de este castillo algunos esquifes y otras barcas chicas que luego vinieron a nosotros. Y los que en ellas venían eran unos negros al remo y algunos portugueses al timón y pasajeros. En lo que noté que aquél debía ser el pueblo donde, por hablillas que yo había tenido, muy menudamente se comerciaba cambiando a los negros baratijas y sal por oro y marfil. Allí estuvimos dos semanas y hubo mucho ir y venir de esquifes y balsas llevando y trayendo carga hasta que las carabelas estuvieron muy bien abastadas y llenas y en acabando la aguada levaron anclas y partimos. Y en este tiempo no me bajaron a tierra sino que me tuvieron en la nao, aunque yo podía moverme libremente por ella y salir a cubierta cuantas veces quisiera. Y luego que tornamos a la mar íbamos siguiendo la costa como antes, pero esta vez rumbo a Poniente y, en una parla que tuve con un ballestero con el que había amistado y que se llamaba Sebastián de Silva, me contó cómo aquel pueblo que dejábamos atrás del castillo era de un castellano muy rico que había renegado de la fe cristiana tornándose moro y se hacía llamar Mojamé Lardón y que tenía una señal de mucha memoria y ésta era un jabeque tallado que le cogía desde la boca hasta la oreja por toda la cara y que él cuidaba llevarlo siempre tapado del velo blanco que usan los moros principales. Por lo que conocí ser el mismo Pedro Martínez de Palencia, aquel alborotador, facedor de deservicios al que llamábamos "el Rajado", que viniera con nuestra ballestería y luego desertara con otros por irse en busca del país del oro. Y pregunté por las otras señas de su cuerpo y la talla y los andares y la voz y en todo me contestó Sebastián con señales que le venían bien aquel Pedro Martínez, de lo que mucho me espanté de tener noticias suyas al tanto tiempo de creerlo muerto. Y ahora vivía como un poderoso duque de los negros y era su posada la más grande de aquel pueblo y se había hecho alfaqueque de los tratos entre los portugueses y los mandamases negros del río arriba. Y toda mercadería pasaba por sus manos y tenía con él una copia de hombres armados más que hueste real, con tres capitanes blancos que por las señas conocí ser algunos de los otros ballesteros que con él se fueron. Y tenía en su casa cuatro mujeres negras y moras y más de veinte barraganas. Y era de todos respetado por río arriba a causa de los grandes castigos y escarmientos que hacía en cuantos osaban chalanear sin su aviso.

Y siguiendo adelante en nuestra navegación fueron menguando las espesas arboledas y las playas se hacían más largas y vacías y la mar más bonancible y tranquila. Y luego de ir casi un mes a la parte de Poniente, la costa se enderezaba otra vez al Septentrión y apenas pasaban seis o siete días sin hacer parada para cargar fardajes y barricas de algún puesto de la tierra. Y venían a traerlo negros muy altos y nervudos y muy bien servidos de sus partes viriles, sobre lo que los ballesteros y marinería hacían muchas burlas y chanzas con su punto de envidia. Y los fardos que traían luego se almacenaban en lo hondo de los barcos y dábamos velas de nuevo.

Y así nos llegó la Virgen de Agosto que celebramos muy devotamente y por dos veces nos cruzamos con otras naos portuguesas que bajaban a donde nosotros subíamos y hacían señales con banderas y cambiaban noticias y una vez pararon para pasar a la "Santísima Trinidade" unas barricas de salazón y otras cosas. Y unos días antes de San Miguel, viernes, llegamos al río Uno que era el último grande antes de Portugal. Y allí desembarcamos, mas ya en éste había un pedrao más antiguo y lo que hicimos fue cargar ciertas cosas y dejar algunos hombres que venían aquejados de calenturas desde que estuviéramos en el río de los Negros, donde habíamos padecido mucho de mosquitos y tábanos que son muy dañosos por aquellas partes. Y estos hombres luego tuvieron muchos vómitos y uno de ellos se consumió y murió.