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Después que salimos del último río, apartáronse las naos de la costa y algunos días no parecía sino que andábamos por medio de la mar océana. Y mecíanse mucho las tablas y no se divisaba cosa alguna sino agua por todas partes, puestos los oteadores de la cofa en gran prevención. Y así anduvimos bastantes días como si Bartolomeo Díaz recelara de algo. Y a veces juntábanse dos y hasta tres carabelas muy juntas y hacían sus acuerdos y secreteos los pilotos dellas y especialmente aquel Joao Alfonso de Aveiro en cuya pericia el almirante tanto fiaba. Y al cabo de dos semanas tornamos otra vez a divisar la costa y paramos en dos o tres lugares en los que ya no me consintieron que bajara aunque ya noté por otras señas ciertas que eran de tierras de moros. Y en algunas conversaciones oí decir que dentro de tantos y cuantos días pararíamos enfrente de Safí con lo que di en pensar una traza cumplidera para escapar de los portugueses. Y ésta sería que, en estando lo más cerca de la costa que la nao echara anclas, acecharía a la noche, cuando ya los velas cabecean con el mecimiento de la marola, y me descolgaría por un cabo de cuerda en la parte de atrás de la nao, donde el almirante tenía sus ventanas, que en llegando la tarde y muerta la luz del sol él siempre cerraba. Y por aquel lado bajaría más a salvo poniendo pie en ciertas maderas hasta las puertas del timón. Y llevaría el saco de los huesos atado a la cintura. Y en este cumplimiento me había procurado un cabo de cuerda gruesa y otro más fino. Y luego que en la mar estuviera me iría nadando como pudiera, con mi brazo de menos, que yo era gran nadador, y ya estaría cerca de la costa. Y sin ser notado me llegaría a la playa y en llegando a tierra me metería entre los árboles y allá aguardaría como en celada hasta que la flotilla fuera ida y entonces saldría de mi escondite e iría a presentarme a aquel criado del cónsul genovés que allí tenía su asiento y que me conocía de la otra vez. Y él me haría llegar sano y salvo a Marraqués donde me reuniría con mi señora doña Josefina y desde allí Aldo Manucio se ocuparía de que llegásemos felizmente a Castilla.
Y en habiendo determinado lo dicho, cada día disimulaba mi pensamiento y no osaba repasar la traza por pulir sus minucias y accidentes hasta que estaba solo o me fingía dormido, pues hasta temía que de sólo pensar en presencia de alguno, luego se me pudiera adivinar el pensamiento, tanto más cuanto los portugueses sabían que aquél era el puerto donde la expedición de nuestro Rey y señor don Enrique el Cuarto tocara tierra la vez primera, según yo varias veces les había referido al almirante y a sus pilotos cuando tanto me preguntaban los primeros días que con ellos estuve.
Mas las cosas se aparejaron de modo muy distinto a como yo esperaba y ello fue en mi provecho si bien se mira y como después se verá. Y fue que en llegando a donde el puerto de Safí estaba, echaron ancla las naos y bajaron esquifes con ballesteros y entre ellos iban algunos pilotos y Bartolomeo Díaz. Y yo quedaba mirando la disposición y hechura del puerto y de la costa toda. Y estábamos tan cerca de la tierra que muy bien se podría salvar aquella distancia a nado. Y en mirando aves pasar, todos los agüeros los veía buenos, con lo que quedaba yo muy determinado a escapar aquella misma noche en cuanto los primeros velas estuviesen dormidos. Mas antes de que cayera la tarde volvieron los esquifes y subió a bordo el almirante y se retiró a platicar en su cámara con dos o tres oficiales y luego hizo colación la marinería, y yo con ellos, y un contramaestre me vino a decir que en adelante había de dormir en el cuarto de las velas, donde estaban las sogas, y así que hube entrado en él me atrancaron la puerta por de fuera. Y yo pasé aquella noche maravillado de cómo habrían podido tenerme barrunto de que me pensaba escapar si a nadie había comunicado mis trazas. Y me preguntaba si habría hablado en sueños o si era cosa de hechicería y adivinanza.
Y todos los días que allí estuvimos, que fueron tres, dormí de noche encerrado. Mas al segundo tuve noticias ciertas y vi que de nada me hubiera servido ponerme en peligros de morir ahogado por mi deseo de escapar. Y fue que aquel Sebastián de Silva con el que tanto amistara bajó a tierra y entró en pláticas con un veneciano de los que en las casas del consulado estaban. Y le preguntó por aquella castellana doña Josefina que diecisiete años atrás había llegado a Marraqués con la gente del Rey de Castilla y por las otras personas que con ella iban. Y supo por él que estas gentes habían cruzado el desierto de arena y habían muerto todos luego en el país de los negros y que la señora, cuatro años pasados desde la partida y muerte de los hombres, casó con un moro rico de Marraqués y tuvo dél cuatro hijos y una hija y al tener la hija murió de sobreparto, lo que fue muy llorado por todos por el mucho afecto que le tenían. Y que de las dos mujeres que con ella quedaban y eran sus criadas, la una murió de allí a poco, sirviendo a otro mercader veneciano de nombre Sebastiano Matticcini y la otra casó con un moro que la llevó a otra ciudad, a Mequenés o a Fes, y no se volvió a saber della. Y que un cierto Manuel de Valladolid, que tampoco se determinara a cruzar el arenal y que fuera el contador y mayordomo del Rey en aquella desventurada tropa, amistara mucho con un moro notable de la ciudad del que se hizo tan amigo que no quiso tornar más a Castilla. Y esto sería también por miedo a que la justicia del Rey le demandara ciertas culpas y abominaciones. Y acabó tornándose moro y renegando de la verdadera Fe. Y lo ahijó su amigo y cuando este murió heredó dél muy buena hacienda. Y que era tan devoto y celoso observador de la ley del falso profeta Mahoma que gozaba de muy buena reputación entre los moros y el Miramamolín lo entraba en su Consejo y no daba paso sin consultarle, y lo colmaba de mercedes y honores.
Cuando supe la muerte de mi señora doña Josefina sentí que mi vida no valía ya nada y se me fueron los pulsos y quedé sentado como estaba en mi mazo de cuerdas, fuera de seso, sin saber qué decir. Y mi amigo, que sabía algo del mal que me aquejaba, me puso la mano en el hombro y me anduvo consolando con aquellas palabras acordadas y dulces como música que tiene la fabla de los portugueses. Mas yo no tenía consuelo de aquello y solamente miraba al mar por no ser de otros notado y silenciosamente me estuve llorando muy amargas y calientes lágrimas que la brisa salada del Poniente secaba nada más nacer y me las iba doliendo por las mejillas. Y ya no pensé en escapar de la nao ni de cautiverio alguno sino que determiné dejar mi alma y mi cuerpo en las manos de Dios Nuestro Señor para que fuera servido tomarlas cuanto antes porque más no quería vivir ni seguir penando. Y aún no me consolaba cuando tornamos anclas y seguimos levantando espumas por los caminos tristes de la mar.
Mas según los días fueron pasando iguales como rueda, cada uno con sus afanes, fui yo saliendo de mi postración y tristura en lo que mucho me ayudaron las gentilezas y piedad que conmigo gastaban Sebastián de Silva y los otros que por su mediación fueron luego sabiendo la causa y raíz de mis desventuras. Y con mucha razón me tenía por el ser más desdichado del mundo y hasta los que hasta entonces me despreciaban a veces y me mandaban "manco trae esto" o "manco lleva esto allá", las más de las veces por mortificarme, mudaron ahora y procuraban me favorecer y tenían piedad de mí. Y con esto, como el alma humana antes quiere vivir de esperanza que finar de desesperación, fue cerrando la llaga que doña Josefina había en mí abierto y me fui conformando y me fue doliendo menos aquella honda herida nunca del todo cerrada que siempre me acompañará hasta el momento de mi muerte. Y fui dando entrada a otros pensamientos de más consuelo y así pensaba otra vez en que habría de llevar el unicornio al Rey y que él me recibiría con mucha pompa y nobleza en aquella sala grande de su alcázar y que me colmaría de honores y que yo sofrenaría las lágrimas cuando estuviera rodilla en tierra delante dél escuchando cuantas alabanzas de mí dijera a sus cortesanos. Y cómo luego me daría licencia y me regalaría un caballo suyo y una bolsa de doblas y yo acudiría a presentarme delante de mi señor el Condestable y que el dicho Condestable me recibiría derramando muy tiernas lágrimas y abiertos los brazos como a hijo que vuelve de cautiverio y que me regalaría una huertecilla en los pagos del Guadalbullón para compensarme por mis quebrantos y servicios, mas yo le diría que antes quisiera el premio de volver a servir al Rey en las escaramuzas contra moros y él miraría por mi brazo manco sin decir palabra y yo le mostraría que aún puedo hacer molinetes de estoque certeramente con la mano que me queda y que el brazo manco es capaz, con cierto artificio de correas que tengo muy pensado, de gobernar adarga como si lo asistiese mano. Con lo cual quedaría mi señor el Condestable muy admirado y me daría venia para acompañarlo otra vez contra el moro como en los tiempos de antes. Y aunque mi salud quebrantada y mi ser sin dientes y el dolor y el desconcierto de todas mis coyunturas y el molimiento de mis huesos y mis barbas blancas ya eran más aviso de ancianidad achacosa que de lozana juventud, yo quería persuadirme de que las cosas volverían a ser como antes y de que en tornando a Castilla todo se hallaría como el día que fuimos partidos della. Y en estos consuelos fui pasando adelante y ya no hice por huir a parte alguna de las del reino de los moros que íbamos topando, aunque aún me encerraban las noches por quitarme el pensamiento y ocasión de la huida.
Con esto pasamos adelante y después de una semana salimos a mar abierto y allá nos llegó la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo que celebraron los hombres con gran alegría y algazara y música y coplas y bailes, en lo que ya conocí que faltaba poco para llegar a Portugal, como así fue, pues a veintiuno de enero, con grandes fríos y la mar muy subida y borrascosa, dimos vista a sus costas por el lugar que llaman el cabo de San Vicente y hubo gran alborozo entre los marineros y ballesteros y todos cantaron el "Te Deum Laudamus". Y luego Sebastián de Silva me vino a abrazar y llorando fuertemente me señalaba que aquéllas eran las piedras y los árboles de Portugal y hacía casi cuatro años que no había visto a su gente y familia. Y en los días siguientes ya no perdimos de vista las costas que eran a menudo muchas playas peladas y luego manchas de verdor y tan sólo una vez tocamos tierra que fue para descargar ciertas cosas en un castillo que en la costa estaba y que desde allí le mandaran al Rey recado y carta de Bartolomé Díaz avisándole de nuestra llegada. Y luego, en pasando adelante, llegamos a un puerto grande y bueno y muy resguardado que llaman Setúbal. Y allí entramos a fondear y muchas barcas enramadas salieron a nosotros con músicas y banderas y guirnaldas de verde como en romería, a dar bien venida, que no parecía sino que el mundo estaba pendiente de la vuelta del almirante, tal es la afición que estos portugueses tienen de las cosas de la mar. Y los marineros y ballesteros fueron muy celebrados y la gente acudía con vino y viandas que liberalmente repartían con los que en las naos venían y de las que a mí me cupo parte generosa como a uno más. Y de allí a dos días me mandó llamar Bartolomeo Díaz y me puso una mano en el hombro y muy encarecidamente me dijo: "Amigo mío, Juan de Olid, ésta es la hora en que has de partir para donde está el Rey, que Dios guarde, y no hay cosa alguna que yo por ti pueda hacer salvo que lo dejo informado por carta de cuanto en tu favor se podría decir. Ahora quedas en las manos de Dios y en las del Rey nuestro señor". Y de estas palabras tuve yo gran pavor, que pensé que el almirante sospechaba que el Rey me mandaría matar por quitar el peligro de que pudiese dar aviso en Castilla de cuanto en el país de los negros dejaba visto. Mas luego no ocurrió así y pienso que siendo estos portugueses gente de mucho corazón, quizá el pesar de no poder favorecerme más hizo que el almirante dijera aquellas palabras tristes que yo tomé por agüero cierto de muerte. Luego un criado suyo me vino a traer un pellote y manto que el almirante me mandaba y unas calzas de hilo y unos zapatos, con lo que quedé muy vestido y calzado y muy agradecido. Y vinieron dos guardas que hasta entonces no los viera y eran de los de la ciudad y me llevaron de la nao y como quisieran saber lo que llevaba en el saco donde los huesos y el unicornio iban, luego el capitán de los ballesteros dijo lo que era y que el almirante dejaba mandado que nadie fuera osado de tomar de mí aquellos huesos.
Y pasando adelante me dieron prisión aquella noche en un castillo fuerte que allí cerca está sobre unas peñas altas y cuya cuesta es de muy fatigosa y empinada subida. Y a otro día de mañana me dieron pan moreno y tasajo de tocino y luego me pusieron en un caballo rucio siciliano de calmoso andar con lo que, escoltado por los guardas que me tomaran la víspera, partimos por el camino de Lisboa y luego salimos al campo y me fueron hablando y me trataron con franqueza y confianza no como a cautivo y me preguntaban quién era y cuál había sido mi vida con los negros pues mucho los espantaba que yo fuera a ver al Rey.
Y fui sabiendo que Lisboa, donde la corte de los lusos para, estaba a sólo una jornada de camino, de lo que no sabía si alegrarme. Y por el camino real que llevábamos varias veces nos cruzamos con gentes que con curiosidad me miraban como si fuese condenado que llevan al verdugo, mas aunque yo lo tenía a mal agüero, esto fue por la escolta de guardias en cuya compañía iba.
Después que vino la oscuridad de la noche llegamos a un castillo que está enfrente del mar. Y al otro lado se veían, muy lejos, mecidas luces de barcos y otras que se estaban quietas, por lo que advertí que allá enfrente habría una ciudad grande o campamento.
Y me encerraron en una mazmorra y me trajeron tasajo de tocino y pan moreno y media jarra de vino y una manta, con lo que quedé muy confortado como en posada bien aderezada y me dormí pronto aunque luego me desveló el dolor de los huesos que traía desconcertados de la falta de costumbre de cabalgar. Y a otro día de mañana me vinieron a despertar los mismos guardas de la víspera y me sacaron a la plaza del castillo y las luces que viera la noche antes eran de la ciudad y puerto de Lisboa y aquel mar de muy apacibles aguas que della nos separaba es el que los lusos llaman río de la Paja. Y luego me llevaron a una galeota mediana que estaba esperando con los pintados remos en alto y en ella me cruzaron a otro embarcadero que enfrente había. Y volaban gaviotas por el aire azul y yo las veía pasar tan libres y gritadoras desde mis grillos y prisiones y a ratos daba en pensar que si en aquellos recios recaudos me tenían era porque ya no volvería a ser libre si es que salía de aquélla con vida. Y luego desembarcamos en Lisboa y me llevaron a un castillo que se asoma al río y allí vino a verme el alcaide y quiso saber lo que traía en el saco y cuando vio que eran huesos de hombre me lo devolvió con cara de asco. Y luego los guardas le dijeron que el almirante dejaba mandado que no se me quitara aquello.
A la tarde vino el barbero y me entró en una terracilla donde daba el sol y se estaba bien y allí se estuvo rapándome las barbas y el pelo de la cabeza, que tenía muy trabado y luengo. Y me vi en un espejillo que traía y me vi tan viejo y desdentado y arrugado y envejecido que casi me consoló pensar que podía perder la vida ya que todas aquellas cosas de honro y cabalgadas junto a mi señor el Condestable que yo soñara en la nao no le estaban bien ni cuadraban a aquel viejo achacoso que yo era. Y así me fui tragando los pesares y me fui conformando con mi destino.
Las cosas que digo pasadas en aquel castillo me detuvieron hasta que fue hora de comer en que volvieron a dar un plato de cierto pescado sabroso que allí guisan con yerbas y vinagre. Y me dieron otra vez vino y pan y vinieron nuevos guardas a saber mi historia y yo se la contaba y luego ellos socorrieron mi pobreza con ciertas limosnas. Y a la tarde me llevaron los primeros guardas por una calle ancha donde están las tiendas de los mercaderes y los obradores de los artesanos y luego fuimos subiendo por unas cuestas a un monte alto en somo del cual está el alcázar del Rey de Portugal. Y en llegando allí me estaban esperando ciertos cortesanos y secretarios y algunas mujeres se asomaron a verme en las ventanas. Y luego un hombre tomó de mí el saco de los huesos y me llevaron por ciertas salas a un corredor ancho con ventanas emplomadas donde el Rey estaba arrimado a un brasero de bronce, mirando al mar. Y el Rey era un hombre chico y ya viejo, de blancos cabellos y barbas y, aunque el cortesano que me llevó a él me había advertido que no me acercara a más de cuatro pasos dél, yo lo olvidé luego y como el Rey se volvió a mirarme fui a hincar la rodilla a sus pies, como en Castilla usamos, y luego le besé la mano y él me mandó alzarme y entonces me aparté los pasos que me dijera el cortesano y el Rey se sentó en una silla de tijera que junto a la chimenea estaba y me preguntó mi nombre y cuántos años tenía y cuando dije que cuarenta y uno, los cortesanos que con el Rey estaban se miraron muy espantados en lo que noté que les parecía ser más viejo. Y luego el Rey mandó ponerme una silla y me dijo que pormenorizadamente le refiriera cuanto me había acaecido desde que salí de Castilla hasta que Bartolomé Díaz me encontrara, lo que yo hice en la lengua de los portugueses por ser de todos bien entendido, que ya sabía hablar en ella. Y allí me estuvieron escuchando el Rey y su Canciller y sus secretarios y muchos cortesanos que luego fueron entrando con sillas y cojines hasta que se fue la luz de las ventanas y se hizo la noche. Y vinieron criados con candelabros y lámparas a cuya luz yo proseguí mi relato. Y de vez en cuando despabilaban los braseros con ascuas que subían de las cocinas. Y luego llegó la hora de cenar y el Rey se retiró a hacer colación y los guardas me llevaron a donde ellos posaban y me dieron de comer de lo suyo. Y con esto me volvieron a donde el Rey y de allí a poco tornó él y me dio licencia para que prosiguiera mi relación donde antes la había dejado hasta que, ya bien entrada la noche, lo acabé todo.
Y con esto el Rey me despidió y me mandó dar una manta y unas calzas de más abrigo que las que llevaba y con esto se retiró y se fueron todos con él. Y los guardas me llevaron al aposento donde ellos paraban y allí dormí aquella noche en un medio camastro de los que ellos tienen.
A otro día de mañana me llevaron a una cámara grande donde había dos mesas y unos estantes de madera con mapas y papeles y uno de los secretarios del Rey, que yo tenía visto del día de antes, me dijo que el Consejo real había determinado darme a escoger entre quedarme a vivir ya toda la vida en Portugal o, si esto no quería, tornarme luego a Sofala de donde Bartolomé Díaz me sacara, porque de allí a dos meses volvería la flotilla de Portugal a visitar aquellas costas. Y yo, que por nada del mundo quería volver a tales infortunios, le dije que antes preferiría quedarme en la tierra de Portugal entre cristianos aunque fuera en una mazmorra. Y él se sonrió como para sí y me dijo: "No será tan malo, Juan de Olid, que, si los asuntos del Rey nuestro señor se aparejan como creemos, a lo mejor dentro de dos o tres años quedarás libre de tornar a Castilla. Y esto que digo depende de un negocio que el Rey ha pedido al Papa de Roma, así que no es cosa que esté en nuestra mano remediar ni prometer".
Con las vueltas del tiempo he venido a saber que aquel negocio era la partición de la bola del mundo en dos mitades, una para el Rey de Castilla y otra para el de Portugal. Mas, en aquel entonces, quedé tan a oscuras que gasté muchos días y noches cavilando cómo podía depender mi poca libertad de un negocio tan alto en el que el Papa de Roma estaba.
Aquel mismo día por la tarde me sacaron de donde la guardia y me devolvieron el saco de los huesos. Y yo lo abrí y vi que los huesos y el unicornio seguían allí y es la cosa que los que dentro dél miraban, como estaba oscuro, no notaban más que los huesos y la calavera de un hombre, con lo que luego tomaban aprensión y no querían indagar más.
En una galeota me volvieron a cruzar el río de la Paja y aquella noche me dieron cama y posada en el mismo castillo de la víspera. Y al otro día, desandando los familiares caminos, en el fuerte de Setúbal. Y por la plática de los guardas que me llevaban, que eran nuevos, supe que el Canciller había dispuesto que había de vivir en el castillo de Sagres que es el más asomado a la mar que tienen los reinos de Portugal. Y éste está puesto en somo de una peña pelada donde hay una fuerte guarnición y presidio. Y en alcanzar aquel lugar estuvimos una semana y luego dejáronme en poder del alcaide y se despidieron de mí los guardas y se tornaron.
Y el dicho alcaide ya sabía por cartas quién era yo y cómo había de tenerme en prisión, no porque hubiese hecho mal alguno sino porque así convenía al servicio del Rey. Y me recibió bien y apiadado de mí y me dio un calabozo alto donde entraba el sol por una ventana y mandó que me pusieran cama de paja nueva para que no me afligiera tanto la humedad y el salitre del mar. Y cada día me daban de comer la misma ración de los guardas y soldados que allí están. Y me dejaban salir dos o tres horas a la azotea ancha donde están los cañones y no me prohibían hablar con los velas que allí hacen sus turnos, de los que, con la curiosidad de mi vida pasada, fui haciendo algunos amigos.
De esta manera pasé cuatro o cinco meses y al final me iban tomando confianza y ni siquiera me cerraban la puerta del calabozo y a veces me mandaban hacer recados por dentro del castillo. Y el dicho castillo es el más grande que imaginarse pueda, pues ocupa toda una península que se asoma en altas peñas y cuestas sobre la brava mar, y por este lado no precisa de muralla ni defensa alguna. Y la única barrera barreada está por el lado de tierra que es muy estrecho y por aquí está la muralla fuerte y bien guardada. Así que yo tenía licencia para andar libremente por dentro y no podía escapar si no fuera tirándome al mar, de lo que sin duda moriría por ser allí muy bravo y abierto y de altas olas batido.
Con esto me fui ganando la confianza de los oficiales y del alcaide y algunas veces me dejaron salir del castillo para ir al pueblo, donde vivían las mujeres de los soldados y artilleros y peones y otras de la mancebía. Y el dicho pueblo tiene unas casillas muy míseras de las cuales las primeras están a dos tiros de ballesta de las puertas del castillo. Y allí me mandaban a veces los guardas a comprar vino, que en el castillo no lo había por las ordenanzas, o a traer comida caliente de la taberna. Y de esta manera me ganaba algunos dineros o algún regalo de cosas de comer o de vino y, siendo los guardas gentes simples, yo también me hacía más simple de lo que soy por engendrarles confianza y amistad. Y ellos, por matar sus horas de vigilancia, que son muy tediosas, me hacían venir a sus puestos para que les contara cosas del país de los negros. Y lo que más a gusto oían era lo referente a como se ayuntan las negras y a qué partes de mujer tienen y a si las dichas partes son más duras y calientes que las de las blancas y al gusto con que se ofrecen a los blancos. Y hacían muchas chanzas sobre esto y uno de nombre Barrionuevo, cabo de ellos, me decía que el día menos pensado iban a botar una galeota y me iban a nombrar almirante de los guardas de Segres para que los llevara a donde las negras estaban. Y que íbamos a alcanzar fama en la labor de empreñar y repoblar a todas las negras del África. Y con todo esto me trataban bien y me daban confianzas y yo me hacía criado de todos y me llamaban "el manco de los güesos" por los que en el saco traía, mas no por burla de mi desgracia sino por su simplicidad de soldados. Y nadie sabía allí mi nombre sino que yo era "el manco de los güesos".