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Partimos tan secretamente de Segovia, cuando aún dormían los gallos, que persona en el mundo supo dónde íbamos. Y, en saliendo al pago que dicen del Quejigal, tomamos el camino de Toledo y, en descansadas jornadas, pernoctando en ventas y posadas, fuimos acercándonos a tierras de las Andalucías. Manolito de Valladolid, en puesto de mayordomo real, no se apartaba de mi estribera, mal jinete, siempre quejándose de la incomodidad del camino, del polvo, de las moscas y de la inclemencia del sol, para cuya defensa iba tocado de gorro morisco de seda carmesí, con pañuelo de lo mismo velándole la cara, y fingía no oír las chanzas y coplas de la chusma ballesteril. Fastidiado iba yo de su amistad tan asidua y empalagosa, y de no saber qué hacer para quitármelo de encima, que cuanto de peor talante contestaba sus muchas preguntas e inquisiciones, más afición parecía tomarme él y más chistes y bromas de mi persona imaginaba yo en la comitiva zumbona. Hubiera preferido gastar el camino en conversación y amigable coloquio con fray Jordi, que me parecía un pozo de ciencia y me había aficionado yo, en dos o tres paliques que con él tuve, a sus muchos y variados saberes, pero el buen fraile prefería ir cerca de la zaga, con los lacayos y las mujeres, lejos del mucho blasfemar y entonar lascivos cantos de la tropa, y aún dos o tres veces se nos quedó retrasado y hubimos de esperarlo porque, cuando descubría alguna yerba o alguna piedra nueva, no cuidando del asunto común, se bajaba a recogerla, y así iba haciendo sus cosechillas de yerbas y hojas y raíces que luego guardaba en ciertas taleguillas de lino, y cuando hacíamos parada larga, para yantar o para que descansaran las bestias, él ponía su agosto a secar encima de las peñas, mirando a Oriente, donde mejor hiciera el sol, y alababa la virtud de Dios en aquellas plantas. Y era maravilla ver cómo tales saberes y labores lo tenían entretenido, que ni se quejaba de las incomodidades del viaje, siendo él, por su mucha grosura y poca costumbre de cabalgar, el que me pareció en un principio que peor había de sufrir el camino. En cuanto a la dama Josefina de Horcajadas poco he de decir. A cada descanso íbanseme los ojos a ella sin poder remediarlo, que me parecía adivinar que había de ser de reposada presencia y bellas facciones y que habría de tener los pechicos redondos y pequeños y los muslos gordezuelos y torneados, pero nunca me atreví a acercarme a más de quince pasos della porque, habiendo de dar ejemplo a los ballesteros, me pareció que sería de mucha torpeza y poco recato que me viesen requebrándola o haciéndome el cortesano entre sus dueñas. Así que me mantuve a prudente distancia, aunque me pareció que algunas veces ella me miraba y, cuando tal sentía, procuraba enderezarme sobre "Alonsillo", y sacar pecho, y dar órdenes a los ballesteros y mozos que más cerca anduvieran, con la voz recia y capitana, y vinieran o no a cuento, cosas todas que, por ser joven, bien creo que se me podrían excusar.
A la altura de Toledo sólo paramos un día y fue lo justo para no entrar en tan famosa ciudad, sino que posamos con gran prevención y secreto en uno de los huertos que están cabe el Tajo que allí hay, lugar deleitoso de altos árboles y yerba fresca y mullida, y en tal lugar nos solazamos hasta que nos vinieron tres o cuatro mulas con pan y bastimentos y un escribano real por nombre Paliques que nos acompañaría al moro y al negro, cuyas parlas entendía, pues era licenciado por la afamada escuela de traductores y aun uno de los más ilustres platicantes della, según todos decían, no embargante su mediana mocedad. Y éste era hombre menudo y lampiño y delgado de cuerpo y de piel un algo oscura y tenía los labios henchidos del mucho ejercicio en la pronunciación de parlas extranjeras y nunca se descubría la cabeza, que llevaba recatada por un gorrillo verde con sus vueltas de gasa, debajo del cual lo que había era, como desde el principio sospechamos, una calva escandalosa, amelonada, monda y lironda. Era Paliques de poco y articulado hablar y yo no le quise dar mayor confianza porque ya me dejaba recomendado mi señor el Condestable que un oficial de mando debe tener poca trabazón con sus mandados y esta poca bien administrada. Y con esto pasamos adelante y a los pocos días nos metimos por los campos de La Mancha, buena tierra de hidalgos y de barberos, e iba siendo ya el tiempo de la siega, pues estaban los panes crecidos y acostados y se veían cuadrillas de segadores que bajaban por los caminos en busca de sus amos y asientos, y en los descansos se juntaban a nosotros algunos y cantaban y parlaban con los ballesteros y con los mozos de mulas, y por sus hablillas vine a entender que la ballestería estaba en que íbamos a tierra de moros donde la señora Josefina de Horcajadas había de casar con un conde mahometano que prometiera, a cambio tomar las aguas bautismales y volverse a la fe de Cristo y hacerle guerra, con nuestro señor don Enrique, a sus antiguos hermanos. Y que, por este motivo, la señora iba muy recelada, que era virgen y convenía que lo siguiera siendo por lo menos hasta meterla en el tálamo del tornadizo moro enamorado. Y decían sobre esto que, por este motivo, ella iba sufridora como penitente pues habíase enamorado del capitán de aquella tropilla que era don Juan de Olid, un joven famoso tanto por su apostura como por los hechos de armas que dejaba acabados en la linde del moro y que corrían de boca en romances y cantares de ciego. Sobresaltéme yo al oírme puesto en tales hablillas y no sabía si tomarlo todo a exageraciones de la ballestería, que está ociosa y se emborracha y da en pensar e imaginar lo que no es ni puede ser y luego lo cree y lo cuenta sin curar de invenciones, mas, por otra parte, el cuento me halagaba y por la otra me ponía una como leve angustia en el pecho pues, si bien es cierto que yo nunca fuera famoso adalid de la frontera como ellos me predicaban, también era verdad que nunca volví la espalda al moro cuando asistía a mi señor el Condestable en las reñidas escaramuzas y batallas peleadas en que con él anduve, y nunca herí en moro muerto por enturbiar la espada como hacen otros. Reflexionaba yo que, siendo lo de mi afamada milicia manifiesta desmesura, también lo habría de ser el dar a doña Josefina por mi enamorada, pero, aún así, no me curaba dello con las buenas razones de la prudencia, siendo joven y de natural fogoso, y miraba a la dama más que era prudente y me parecía, según andaban los días con sus aparejadas ocasiones, que también ella me miraba a mí, y, a veces yendo en la cabalgada, yo delante de los otros, abriendo camino sobre el esforzado "Alonsillo", volvía la cabeza so pretexto de ordenar algo, mas, en mi corazón, por sólo verla a ella, y me parecía que mis ojos se cruzaban con los de la dama, allá a lo lejos, donde ella andaba, detrás de la caballería en tropel, rodeada de sus dueñas, a prudente distancia de la ballestería por excusar oídos de las indelicadezas de tal chusma y por no tragarse los espesos polvos que iban levantando.
Así fuimos cumpliendo el camino como buenos hasta que llegamos al Muladal, que es el lugar donde suben los tajos del río Magaña camino de las navas pasando a las Andalucías.
Y allá tomamos descanso al lado del frío arroyo de muy claras aguas como cristal y mandé a dos partidas de ballesteros a ballestear carne y a poco tornaron los unos con un guarro jabalí, que por allí son muy abundosos y fieros, y los otros con hasta media docena de conejos y mucha hierba de hinojo. Con lo que hubimos mucho placer y pensé que nos detendríamos allí hasta el otro día, por dar algún descanso a las bestias, y mandé repartir el último vino que en los pellejos quedaba, no fuera a avinagrarse al pasar los cerros altos, que el vino es mal viajero, y de este modo chicos y grandes hubieron mucho solaz y se fueron aficionando a mí cuando vieron que miraba por ellos y los trataba bien. Todos menos Manolito de Valladolid que desde hacía unos días andaba cabizbajo y no se acicalaba tanto ni se echaba aguas de olor, como antes solía, ni venía a darme conversación, y se venía huidizo y melancólico como verdadero enamorado. Mas yo no hice por darle consuelo, pues antes lo quería de esta guisa que no de la otra, con que me parecía que me hacía perder el respeto y gravedad que me eran debidos delante de la ballestería. Así que lo dejé estar y él andaba visitando aquellas riberas en soledad y ora se sentaba aquí, ora allí, ora tañía gentilmente la flauta, con muy suaves y tristes músicas, ora cantaba los concertados versos de Villasandino o los del enamorado Macías o los de otros desastrados amadores, de los que traía gran provisión en las cámaras de la memoria. Y otras veces, cesado el cantar, tiraba piedras al agua y hasta alguna vez me pareció que derramaba furtivas lágrimas mirando a la corriente en su ser fugitivo como vida. Pero otras veces se consolaba algo y acompañaba a fray Jordi en sus andanzas en busca de yerbas y plantas de virtud y fue mucha suerte que tuviéramos al fraile tan a la mano cuando lo del guarro jabalí, porque hizo una tal escobilla y haz de yerbas con que untar y enlodar el asado por dentro y por fuera que no es cosa de poderse creer, mas todo el que lo cató estuvo de acuerdo en que aquél era el más deleitoso y mejor aderezado faisán que había probado en su vida. A lo que el fraile se reía con aquella su risa caudalosa que le ponía a temblar la papada y la humanidad toda de su panza oronda y le arrasaba los ojos de lágrimas.
En cuanto al parla toledano, éste había hecho amistad con un sargento de los armados, por nombre Andrés de Premió, natural de las Asturias de Uvieu, y se hacía instruir de él en el habla enrevesada que por allá se usa, y al cabo de unas pocas jornadas de cabalgar juntos, ya era Paliques capaz de mantener una conversación con el otro en aquella fabla como si los dos fueran naturales de la misma parte, lo que no dejó de maravillarnos a los que tal mudanza vimos. Y aquel Andrés de Premió era de agraciados rasgos y de fértil ingenio y apacible conversación y no muy alto de cuerpo pero fornido y bien hecho, como cumple a soldado, y traía en medio de la cabeza una mancha calva que, de haber estado más recatada a la parte del remolino, hubiera cómodamente pasado por clerical tonsura, de lo que él no se holgaba nada y de lo que sus peones hacían chistes cuando no eran dél oídos. Y este Andrés de Premió era en todas sus cosas discreto y concertado menos en el decir que descendía del linaje del Cid Campeador. Y yo me fui aficionando a su compañía si bien, llegada la hora del yantar, convenía más dejarlo solo porque, en abriendo el zurrón y talega de las viandas, más parecía que había destapado sepultura de muerto de nueve días o que traía nido de abubillas, según apestaba y hendía una porción de queso podrido que allí guardaba y que, a decir de él, estimaba más por golosina que todos los panes candeales y pasteles adobados de la mesa de la abadesa de Valdediós. De donde dimos en pensar que la tal abadesa debía de estar bien comida y muy regalada de viandas y confites allá donde tuviese el convento, que en esto nadie pasó nunca a saber más.
Y algunos días hice tomar algunas liebres y echarles cascabeles y después por este camino, porque las mujeres hubiesen placer, hacíalas soltar y corríanlas por el campo.
Con estas personas y conocimientos continuamos nuestras jornadas, habiendo muchos deportes y placeres, y así pasamos La Mancha donde, con la abundancia de vino, iba contenta la ballestería como a fiesta. Y así llegamos al antedicho lugar que llaman Muladar que es donde la sierra Morena empieza.
A otro día de mañana levantamos el campo y nos internamos por las espesuras de los montes siguiendo los senderos del paso y puerto que llaman de la Losa, camino el más estrecho y fragoso del mundo. Y en esto íbamos guiados por uno de los ballesteros al que decían Luis del Carrión, el cual había servido un tiempo a los freires calatravos que aquella provincia habitan y decía que conocía las trochas como la palma de su mano. La cual de buena gana hubiérasela hecho cortar allí mismo por encima del puño, que nos extravió dos veces en medio de la calor del día, y ya nos veíamos comidos de buitres en aquellas espesuras cuando, a lo lejos, columbramos las ruinas del castillo del Ferral, que estaba aportillado y sin techos, pero que nos vino muy al pelo para pasar la noche y descansar de los pasados trabajos. Acampamos, pues, entre aquellos estragados muros a la caída de la tarde, antes que el sol se fuera, y salieron los ballesteros a rastrear carne y a poco volvieron con unos cuartos de venado, los más grandes y hermosos que en mi vida viera, y uno de ellos tornóse con más gente a traer el resto de la pieza antes que acudieran lobos y buitres a darse el festín, y fue muy a propósito pues, para cuando llegaron a donde la dejaran, ya andaban las aves haciéndole los vuelos coronados y reverencias que suelen a su yantar carroñero antes de caerse a él. Tomaron, pues, la carne, limpia de cabeza y tripas, y aquella noche hicimos grueso banquete, que cada cual se hartó de aquel excelente asado, y aún sobró, adobado muy gentilmente por las virtuosas hierbas y maceraciones que fray Jordi de Monserrate había preparado en el mientras tanto. Sólo que el peonaje anduvo quejoso de que no tuviéramos vino con que mojarlo.
Los muchos cansancios del día y sus fatigas y la cena abundante dieron pronto sueño al personal, con lo que retrayéndose todos a dormir, menos los acostumbrados velas, a los que mucho encomendé que no dieran cabezadas y fueran a acudir lobos al venteo de la carne sobrante. Tampoco yo podía dormir, que las ruinas de castillos me ponen melancólico, de modo que, después de estarme buen rato contemplando las estrellas sin poder conciliar el sueño, levantéme y salí de la manta y me fui dando un paseo hasta un bosquecillo de encinas que allí cerca se descubría. Y en llegando al bosquecillo sentí un crujido de rama seca detrás de mí, como pisada de algún pie, y en volviéndome presto vi que un bulto oscuro se llegaba a mí y casi se me echaba encima, y a falta de mejor arma requerí la daga que traía, filosa, terciada en el cinto. Y es el caso que creía habérmelas con alguno de los malfechores que pueblan aquella sierra, que bien sabía yo que está infestada de ellos, pues allí se retrae todo el que ha cometido delito contra el Rey nuestro señor y es buscado por sus justicias, sólo que estos malfechores nunca son tantos que puedan ofender a una tropa tan fuerte como era la nuestra, si bien en esta ocasión podían haberse quedado al acecho y venir ahora por mí muy a su salvo. Todo esto pensé yo en mucho menos que tardo en contarlo y ya me veía robado y muerto y hecho tasajos en el cogollo de mi juventud, como se dice, cuando vine a notar que quien me había seguido no era sino una de las doncellas de mi señora doña Josefina de Horcajadas y la conocí por la cofia plisada con que juntaba sus blondos cabellos para que no se le derramaran por la nuca. Ella vio brillar la luna en mi empuñada daga y se retrajo temerosa. "Soy yo, señor capitán -dijo ahogando un grito-, Inesilla, la doncella de doña Josefina". Con esto acabé de tranquilizarme y enfundé el hierro un tanto corrido de que la moza me hubiese visto tan en apuros. Estábamos uno delante del otro, a dos pasos, y sin saber qué decir ni qué hacer y entonces se fue una nube que medio tapaba la luna y salió la luna llena a alumbrar con su candil la noche y la tímida Inesilla se subió el borde del manto para que le tapara el rostro y sólo me dejó ver sus ojos trigueños cercados por la sedosa empalizada de sus pestañas, garfios al corazón, y en un parpadeo que me parecía que espantaba una lágrima escapada, me ganó el alma y la voluntad y yo alargué una mano y ella me alargó la suya y en la espesura chistó una lechuza que me pareció de voz más melodiosa que el ruiseñor de los jardines, y el aire venía espeso y cálido y cargado de olores del monte: el espliego, el romero, el tomillo y las mil pintadas flores que dan a la noche su olor, con que fuímonos acercando atraído cada uno por la mano del otro, hasta que la luna se escondió otra vez y la muchacha desembarazó sus labios, que los tenía cálidos y gordezuelos, y los acercó a los míos y fuímonos llegando al suelo y ella alzó sus faldas e hicimos lo que un hombre con una mujer suele hacer, que hecho en la paz del monte, sobre la mullida hierba, en la noche calurosa que anuncia el verano, es más placentero que en cama doselada vestida de sábanas de Amberes.
Volvía a chistar la invisible lechuza y titilaban las estrellas como si le guiñaran a los enamorados. ¡Noche hermosa!