38097.fb2
A otro día de mañana trepamos las tiendas y levantamos el campo y nos desayunamos con la carne de la víspera, que carne asada, si está bien adobada, es manjar tan apetitoso y consolador frío como caliente. Con lo que, tomando los pasos y trochas que dicen del Rey, que son todos altos, por lugares sanos, donde los arroyos parten aguas, fuímonos acercando al nombrado lugar de la Mesa del Rey donde hace trescientos años se peleó una famosa batalla. Está en los escritos que el santo apóstol Santiago bajó de los cielos donde mora a lidiar contra el moro y hubo de la parte sarracena casi un millón de muertos, pues que toda la muchedumbre de los infieles se era juntada allí venida de lejanas tierras, y de la parte cristiana tan sólo dieciocho y éstos porque fiando más en sus fuerzas que en las de Aquel que todo lo puede, no se habían puesto en gracia de Dios. Eran aquéllos mejores tiempos pues en estos de ahora tengo yo visto y comprobado que uno se pone en gracia de Dios y comulga devotamente y enciende seis blandones de cera en la iglesia Mayor y hace sus limosnas antes de salir al moro y aún así puede errar la jornada y recibir herida de muerte y morir della, si bien yendo derechamente al cielo, lo cual es gran consuelo. Pasamos pues por donde la tal batalla se diera, sobrecogidos hasta los más duros de ver que el campo blanquea, ya de lejos, y parece que entre la yerba ha crecido gran copia de juncias y margaritas pero, en acercándose más, se echa de ver que lo que tan blanco parece son los muchos huesos así de hombre como de caballo que todo el campo en derredor quedan sembrados. Pasamos entre las huesas por veredas y caminos que ya el uso de los viandantes ha ido haciendo, con gran silencio y recogimiento, rezando en algunas cruces que allí hay y sintiendo silbar el viento por entre las pocas carrascas que en la nava fría crecen, y yo me procuraba apartar de la cabeza de la marcha e irme para atrás, so pretexto de hablar algo con fray Jordi de Monserrate, sólo por estar más cerca de doña Josefina y confortarla un poco con mi cercana presencia del miedo de ver tanta huesa insepulta y tanta desdentada calavera.
Ya con los días doña Josefina se había ido confiando y no siempre llevaba la cara tapada sino que a veces, en hora temprana o tardía, no hiriendo mucho el sol, se descubría y aquel su rostro era de tan suaves rasgos y de tan bella proporción que no sabría yo qué alabar más, si la negrura de sus ojos hondos, que tenían un mirar pausado y cálido a la vez, como roce de terciopelo, o la grana viva de sus regordetes labios o la mucha blancura de sus dientes, que los tenía menudicos y parejos. Y con todo ello me iba robando la voluntad y aún no me atrevía yo a acercarme a ella por aquello de dar ejemplo a la ballestería y por los mandatos reales que tengo dichos.
Y en estando mirándola topé con la mirada de su doncellica Inesilla, que a su lado marchaba, y me pareció su expresión algo burlona, como recordándome lo que entre ella y yo pasara la noche de antes, y yo sentí vergüenza de pensar que pudiera contárselo a su señora y me subió la sangre a la cara y, para disimularlo, hice corcovar a "Alonsillo", con más torpeza que galanura, y me acerqué a fray Jordi que iba disertando sobre las propiedades del polvo de momia entre Manolito y Paliques, los cuales, muy prendidos de su parla, le daban escolta cabalgando a sus entrambos lados.
Salimos de las navas de la sierra y fuimos bajando para Linares, muy acuciados por la ballestería que se había malacostumbrado y no podía pasar sin vino y pensaba yo que, habiendo en aquel lugar tantos borrachos, allí encontraría harto, lo que así fue, aunque algo agrio y muy aguado. Y a los tres días, pasado el Guadalquivir por la Puente Quebrada, llegamos a Jaén, guarda y defendimiento de los reinos de Castilla, donde mi señor el Condestable y los demás de su casa estaban esperándonos. Y como un heraldo hubiera salido el día de antes avisando nuestra llegada, él salió a buscarnos al sitio que dicen el Puente de Tabla, cabe al Guadalbullón, con mucho y muy lucido acompañamiento de músicas y corredores.
Y como aparecimos por un recodo del camino que sale del valle a las huertas, donde el Condestable y los demás estaban aguardando, mi señor se adelantó hacia nosotros con más pompa y ceremonia que si llegaran embajadores del Preste Juan, y llevaban puesto aquel día un jubón carmesí raso y una jaqueta muy corta de paño azul, forrada de martas, y un manto de somo, también corto, de muy fino paño blanco y un grueso collar de oro bordado de muy gruesas perlas y de otras muchas piedras de gran valor, y en la cabeza un sombrero a juego con el jubón y bien calzado. Y antes de venir a abrazarme a mí se fue para doña Josefina y descabalgó muy gallardamente y se fue a besarle la mano, teniendo muy bizarramente el sombrero en la suya, y ella, muy gentilmente, se la dejó besar y yo sentí en el corazón el leve saetazo de los celos y como un sollozo suave en el estómago, por donde vine, de pronto, a entender que me había enamorado verdadera y cabalmente de doña Josefina aun sin nunca haberla fablado ni aún tocado la punta de los dedos. Y con el Condestable iba la condesa, su mujer, que también se acercó a doña Josefina y la besó en entrambas nacaradas mejillas y de allí adelante la tomó en su tutela según cumplía al servicio del Rey, como dueña de mayor autoridad y por su buena y discreta crianza. Y así fuimos volviendo a la ciudad, con gran alegría y alborozo, e iban delante las trompetas y atabales y chirimías, haciendo tanta música que casi no se entendía lo que detrás en la zaga se hablaba, y, en subiendo por el lugar de la Carrera, entramos en la ciudad por las puertas de Santa María, cabe a la iglesia Mayor, y luego de seguir la calle de las Campanas, torcimos a diestra y tomamos la rúa Maestra y la gente se había asomado a las ventanas y subido a los tejados y azoteas y todos saludaban con pañizuelos y daban vivas, y parecía que había fiesta y algazara por un suceso grande. Y los que no me querían bien, que siempre han sido hartos, se morían de envidia de verme tan caballero en "Alonsillo", luciendo gran apostura, hecho oficial del Rey y cabalgando junto al Condestable más como amigo que como criado. Y a dos o tres mozas de la ciudad, que hubieron de ver conmigo en otros días, iba yo buscando con la mirada entre la muchedumbre y de las tres sólo encontré a dos y hube un poco pesar de que la tercera no me hubiese visto en aquella traza tan victoriosa, que no parecía sino que venía de conquistar La Meca. Y con esto llegamos al palacio y posada del Condestable y nos retrajimos a ella y cesó la música para descanso de los instrumentos y también de los oídos, que ya venían un algo atronados y ahítos del recio parcheo y acompañamiento, y el maestresala del Condestable fue repartiendo a todos los venidos por los aposentos, con muy discreto concierto, para que cada cual lo alcanzara adecuado a su rango y condición y todos quedamos de ello contentos y ninguno apesadumbrado ni quejoso, que a cada cual cupo más estado del que en sí tenía, y los caballos quedaron en las caballerizas de palacio mejor apesebrados de cebada y paja que si hubieran sido del rey Salomón o del conde Carlomagno. Y con ello nos retrajimos a lavarnos, que era mucha la roña que traíamos criada de tan largo viaje, y era de ver cómo subían los fámulos a la sala de tablas grandes calderadas de agua humeante del horno de las cocinas, y pomada jabonosa y aceite de olor, y reinaba gran actividad como en hormiguero y estaba alegre la casa con nuestra venida.
Y mientras estas cosas se concertaban y nos daban vestidos nuevos, que el Condestable y la condesa tenían allí aparejados para aquellos que no los traían, el maestresala iba disponiendo las mesas de la cena en la sala grande de abajo, donde también concurrían los clérigos y caballeros de la ciudad, menos el obispo, que estaba enemistado con mi señor el Condestable y se había desterrado a criar veneno y preñar mozas a su heredad de Begíjar.
Y así que cada cual se hubo aderezado como convenía a la decencia y solemnidad de la casa y de los huéspedes, sonaron chirimías convocando a la comida y todos salieron de sus cuartos y fuéronse para la sala grande que abajo estaba, donde el maestresala había dispuesto seis mesas largas cubiertas con manteles de hilo, cada una con sus aparadores de plata, donde un trinchador servía muy ordenadamente, y así que nos hubimos asentado, según el maestresala nos repartió, vinieron los yantares y dio comienzo el banquete.
Y el orden de los asentamientos fue como diré: en la mesa principal, donde los bancos de terciopelo estaban, debajo del tapiz francés que representaba el señor de Nabucodonosor, se sentaron el Condestable y mi señora la condesa y al otro lado doña Josefina vestida para la ocasión ya sin tocas, el cabello recogido en una redecilla de oro y mostrando su alto cuello de garza con aquella su natural modestia que le encendía más la belleza y mucho más la brasa viva de que padecía mi corazón. Y llevaba doña Josefina un vestido asimismo dorado de sargo raso con muchas cadenillas de perlas por el lado de los pechos que parecía que, teniéndolos menudicos, se los sustentaba y realzaba. Y al otro lado de doña Josefina sentábanse otras dueñas principales de la ciudad y a continuación los caballeros del concejo y entre ellos yo, que unté la mano del maestresala para que me acomodase enfrente de doña Josefina y él así lo otorgó, de manera que en la comida le fuese forzoso hablar conmigo cuando no hablara con mi señor el Condestable, que a su lado estaba. Y en las otras mesas se sentaban los otros caballeros de la ciudad y en la final los clérigos del cabildo, unos y otros según el orden y concierto que en sus propias juntas usan. Y todos estaban de muy buen humor y reían y hacían chascarrillos y levantaban las voces y mostraban las copas vacías a los escanciadores que iban de un lado a otro con jarras de buen vino especiado, llenando copas, y no daban abasto, tan aprisa bebían los otros, y los perros andaban por debajo de las tablas y por entre los sirvientes a la caza del hueso que por el aire venía, no gruñendo ni altercando entre ellos, que el que un hueso no acababa de mondar ya recibía otro mal apurado, con media libra de carne pegada a los tendones. Y así fue viniendo la cena concertadamente a las órdenes del maestresala que todo lo atendía y concertaba, y, tras el cocido, vinieron los manjares blancos y detrás la carne asada oliendo a ajo y a pimienta, y, finalmente, los postres, y con cada cosa el vino que mejor la acompañara, según la fortaleza de los humores de la carne requiriese y ¿quién podría decir el número de las aves y cabritos y carneros y cazuelas y pasteles y quesadillas y pan candeal y confites y vinos muy finos tanto tintos como blancos que así gastaron aquella noche? Tal fue la abundancia que, después de ahítos, aún sobró para que entraran los criados y la ballestería de la guarda y también ellos alcanzaron cumplida colación de lo que había sobrado en platos y bandejas, que se hartaron como saqueadores y aún sobró.
Y era de ver que Paliques, tan serio otras veces, se achispó un poco, se conoce que en la escuela de traductores lo tenían acostumbrado tan sólo a la destemplanza del agua del Tajo, y le dio por hablar en las más desatinadas lenguas, ora en latín, ora en hebreo, ora en griego, ora en arábigo, ora en vaya usted a saber qué chamullo, lo que fue muy celebrado y causó gran risa y grita entre los que le eran fronteros de mesa, que ninguno de ellos alcanzaba a entender más que esta parla nuestra castellana y muchos de ellos me atrevería yo a certificar que ni siquiera ésta.
Pero, a tantas vueltas del banquete, ando yo remiso a describir lo que conmigo ocurrió porque temo no saber ponerlo en palabras que sean derechamente entendidas. Es el caso que a poco de empezar a venir bandejas, cuando aún me andaba yo secando los dedos del aguamanil y no osaba levantar los ojos a mi señora doña Josefina, que allí delante de mí, al otro lado de la mesa, la tenía, y andaba rebuscando en mi cabeza con qué concertadas razones habrían de iniciar mi parlamento para que ella me tuviese por hombre de discreta razón y sazonados juicios, sentí que, por debajo de las tablas, un menudo pie se me deslizaba entre las piernas y me subía por ellas suavemente, acariciándomelas del tobillo a las rodillas y aún me pareció que no subía más arriba porque ya la longura de su pierna no daba para tanto y mayor atrevimiento. Y yo quedé más quieto que el león de piedra que hay en los baños del Sordo, y me subió la calor tan en llamaradas que me sentía arder la cara del sofoco y asimismo el pescuezo todo, entre picores muy agudos, y cuanto más lo pensaba que sería notado de los otros, más encendido me ponía. Y la cosa fue hasta el punto que mi señor el Condestable vino a percatarse de mi mudanza y me preguntó: "Juanito, ¿estás bien?, ¿te sientes bien, amigo? ¿No tienes que salir a tomar el aire y respirar?" A lo que yo balbucí, sin osar levantar los ojos: "Sí, señor, que me siento muy bien". Y, aunque tenía delante de mí la causa de mi rubor, no osaba mirarla, sino que sentía un como dulce hormigueo que me subía de mis partes verendas hasta el estómago y allí tomaba asiento, con muy dulces cosquilleos y deleitosos, y luego, por la espalda, se iba a la cabeza en forma de pausado escalofrío, que de buena gana me hubiera quedado en tan gustoso sentimiento y postura por toda la eternidad, sin saber si pasaba el tiempo. Y el pie de doña Josefina bajaba y tornaba a subir por mi pierna adentro y la curva dulce de aquel su empeine, menudo, suave y caliente, se iba amoldando a la de mi pantorrilla y se apretaba contra ella como gato mimoso y yo estiraba un poco la pierna, lo uno por facilitarle la caricia y lo otro por hacerme más musculoso y que admirara mi viril postura. Y así varias veces a lo largo de la comida, que yo ya no cuidé de beber ni de comer más que cuando mi señor el Condestable tornaba a preguntarme: "¿Te pasa algo, Juanillo, que parece que no comes?" Y yo, para que mi turbación no fuese de él notada, me metía un pedazo de carne en la boca y me demoraba masticándolo sin apetito ni pensamiento de comer porque estaba en la hartura que da la gloria y sabido es que los ángeles no tienen necesidad de yantar. Y las dos o tres veces en que me atreví a alzar la mirada a mi señora doña Josefina, siempre halléla igualmente recatada y como ajena a lo que por debajo de las tablas me estaba requebrando y prometiendo, de cuyo femenil disimulo mucho me admiraba que fuera tan fría y comedida por arriba y tan ardiente y osada por abajo.
Llegó por fin la hora del alzar los manteles, ya hecha la colación, y, aunque muchos habíanse levantado, no osaba yo ponerme de pie, pues mi señora doña Josefina estaba aún a los postres y su pie no dejaba de acariciar mis pantorrillas, que alguna vez temí que me había de abrir un zancajo en las calzas de tanto como insistía en la caricia, y en el alma y en la carne hubiéramelo yo dejado hacer de muy buena gana. Estando en esto, mi señor el Condestable me preguntó: "Juanillo, ¿no te levantas? ¿No has acabado aún tu pitanza?", y yo le dije: "Estoy aquí bien, señor". Y él dejó escapar una risa maliciosa y me dijo: "Pues te doy licencia para alzarte cuando quieras porque has de saber que el pie del que tanto te cuidas no era sino el mío". A lo que sentí que el mundo se abría a mis pies y quedé tan corrido y avergonzado que no supe qué decir, sólo que mi señor el Condestable fue piadoso y discreto en decírmelo de modo y manera que no fuera sentido ni entendido por los otros que allí juntos estaban, y en esto obró comedidamente para que yo no me corriera delante de tanta gente. Y yo quedé tan vencido de esta chanza que no quise quedarme a ver los momos mancos que después de la cena se anunciaban y que vinieron la mitad brocados de plata y la otra mitad dorados, y la música y la danza en que todos se entretuvieron con mucho placer en el patio de columnas porque la noche, con ser tan templada, se dejaba estar fuera, donde el jazmín embalsamaba el aire. Mas yo, cuitado y herido del alma y con la tristura del amor contrariado, dije que me dolía la cabeza y me retraje a mi cuarto y al pasar por delante del zaguán de las cocinas, donde comían los criados de la casa, y con ellos Andrés de Premió y las criadas de doña Josefina, vi cómo Andrés tenía sentada en sus rodillas a Inesilla y algo le decía al oído, puestas las manos por la fina cintura de ella, por donde conocí que ya Inesilla no vendría a mí esa noche como viniera la otra, pues que había encontrado más alegre galán. Y con esto me retraje a mi cámara y, atrancando la puerta con un escabel, me desnudé y me acosté y si no lloré no fue por falta de ganas sino porque me sentía tan estragado y cansado de las emociones de la cena que di dos o tres suspiros y en seguida me vino el piadoso sueño, con su misericordia y olvido.
Mas no resultó aquella noche tan áspera como pensaba. Un roce del escabel que atrancaba la puerta, moviéndose sobre las baldosas me despertó sobresaltado. Puse oído. Alguien estaba empujando la puerta. Por la ventana me entraba la indecisa luz de un hachón de cáñamo que ardía en el patio. Fuera había cesado la música y la fiesta. En el silencio de la noche sólo se percibía el distante caceroleo de las ollas entrechocando en las pilas del lavadero, al otro lado del patio de las cuadras, y el débil chirrido de las quicialeras de una ventana mal cerrada. Y el bataneo de mi corazón en la caja del pecho. No temía daño, estando en la casa de mi señor el Condestable; más bien me embargaba la esperanza de que Inesilla viniera a consolar mi soledad como la noche de marras en el castillo Ferral. A poco distinguí el bulto de una cabeza que se asomaba, cabeza femenina, desparramando el cabello y oculto el rostro por un velo. Era Inesilla. Entró y volvió a cerrar la puerta, atracándola por dentro con la silla, como antes estaba, y vino a mí y yo la recibí en mis brazos y le dije: "Inesilla, creía que estabas con el sargento de armas y que te habías olvidado de mí". Ella no dijo nada.
Sin descubrirse el velo llevó un dedo a mis labios imponiendo silencio y luego me hizo volver a echarme sobre las almohadas y empujó el postigo del ventanuco para que la oscuridad fuera completa. Percibí el rumor de sus vestidos que caían al suelo y no cuento más porque lo otro que pasó entre nosotros es cosa que la honestidad vela y fuera gran bellaquería y licencia asentarlo en los escritos. Sólo diré que la compañía de Inesilla fue como bálsamo para mi dolorido corazón y que si a batir huevos a punto de nieve fuera tan diestra como para lo que allí conmigo hizo, acabara la mayor merenguera y repostera que manda en cocina de reyes, muy digna de figurar por esos dones, o por los otros, en el séquito del Papa de Roma, y no digo más.
Otro día de mañana acudieron chirimías y tamboriles y zampoñas a palacio a dar alborada a los que allí dormíamos y yo desperté y no hallé a Inesilla a mi lado, que ya era ida.
Y arreciando la música fuéronse saliendo las gentes de las casas ordenadamente para ir a misa mayor cantada que la presidía mi señor el Condestable en la iglesia Mayor. Y acabada la misa, que todos oímos con gran devoción nos retrajimos extramuros, saliendo por la susodicha puerta de Santa María, a la plaza del monasterio de San Francisco, donde se había aderezado la carrera, para hacer un muy lucido torneo. Y habría allí esperando como veinte caballeros en arneses de guerra, con almetes de seguir, los caballos encubertados y sobre las cubiertas paramentos de fino paño verde, con diversas invenciones, las lanzas en las manos, una bandera delante, con muchas trompetas y atabales; por capitán de los cuales venía el comendador de Montizón, hermano de mi señor el Condestable.
En muy buena ordenanza de la parte contraria, por la puerta de la Barrera, asomaron y fueron subiendo otros veinte caballeros de aquella misma manera, salvo que traían los paramentos azules y con otra bandera y muchas trompetas y atabales, con los cuales venía por capitán mi amigo Gonzalo Mexía.
Después que ambas escuadras dieron la vuelta de alarde por la plaza e hicieron reverencia al señor Condestable y a las señoras, que en un palenque aforrado de paños y bayetas se habían sentado, pusiéronse los unos a un cabo y los otros al otro, cada uno de los capitanes ordenando y apretando a su gente, como si hubieran de entrar en una temerosa batalla. Y la gente que en gran muchedumbre se había allí juntado, quedó suspensa y era maravilla que estando allí presente la ciudad toda, hubiese tal silencio. Si no llorara aquí un niño de pecho y allá se alcanzara a oír, desde detrás de las bardas del huerto de los frailes, el poderoso rebuzno del burro padre, pudiérase percibir el vuelo de una mosca de las muchas que por allí andaban entorpeciendo el sosiego y recreo de la gente, que acudían de las cercanas carnicerías, do se crían muchas y lozanas y muy picadoras.
Y levantó un pañuelo el señor Condestable e hizo seña y sonaron las trompetas y los de a caballo dejáronse venir los unos contra los otros sacando chispas a las piedras en muy fiero galope, las lanzas enristradas, cuanto más de recio los caballos los pudieron traer. Y todos los más rompieron las lanzas y luego metieron mano a las espadas blancas, esto es, sin filo ni punta, que traían aparejadas y formaron bravo torneo, arremetiendo los unos contra los otros tan ferozmente como si fuera cruda batalla contra capitales enemigos. Y después de muy vistosamente justar los famosos caballeros de la ciudad, retrajéronse todos al palenque do el Condestable estaba, al toque de una trompeta, y el Condestable declaró las tablas del torneo y convidó a cuantos habían esforzadamente justado a un refrigerio que allí mismo los pajes sirvieron. Y acudieron criados y escuderos a tomar los caballos y los arneses de guerra y descabalgaron los justadores, y los libreas del señor Condestable escanciaron el vino que traían de enfriar en el pozo de la posada de la Parra.
Y era un fino de aloque del que tienen en la taberna del Gorrión y nos juntamos unos con otros y con las damas allí presentes y hubo honesta conversación y holganza donde un credo antes hubiera fiera batalla y crujir de fresnos y resonar de abolladuras en los hierros. Y todo esto veíalo yo con un punto de melancolía, notando cuán mudable es la humana natura y condición y cómo de un humor levemente pasamos luego al opuesto, sino que yo sentía la lanzada del amor en mi costado y sólo estaba de mi afeción triste, si bien procuraba disimularlo, y no podía apartar de mis mientes la cara y figura de mi señora doña Josefina.
Acabada la colación, retrajímonos todos, músicas delante, al palacio del Condestable, donde en la sala baja de los tapices ya estaba aparejado el almuerzo y los trinchantes y maestresala se afanaban en el afilar cuchillos y ordenanza de sus aparadores con las otras herramientas del arte cisoria. Y allí fuimos muy abastados de muchos pavos y de todas las otras aves y manjares y confecciones y vinos que se solían y podían dar en la mesa del más alto príncipe del mundo. Mas, porque no parezca que mi presente pobreza se conduele de ello, dejaré de hablar de la abundancia y diversidad de los muchos manjares y vinos y confites y conservas y dádivas y mercedes y limosnas que allí se vieron. En estas honras y fiestas y ordenados placeres y en estos juegos gastamos dos días, mientras mi señor el Condestable disponía las cosas tocantes al mejor servicio del rey y de nuestra partida. En los cuales dos días no hubo nada notable que decir pueda, fuera de que dos ballesteros alborotaron borrachos la taberna que dicen del Arrabalejo, lugar donde se junta la canalla de la ciudad, y uno de ellos recibió un tajo de doce puntos de sutura. Por dar escarmiento y ejemplar castigo no quise averiguar cómo había sino que sabiéndolos borrachos los encerré en la torre de la Noguera con guardas de los suyos, y allí fue el físico de las llagas a curar y coser al que había recibido el jabeque. Este era de Palencia, de nombre Pedro Martínez, cuchillo de dos tajos, inobediente, contrario a lo que se le mandaba o vedaba, vanaglorioso, embustero, amador del vino y parlero. El jabeque se lo dieron cruzado, de boca a oreja, y cuando se le secó le quedó una cicatriz honda que parecía que la boca le llegaba a la oreja y que iba riendo de medio lado como cuando uno tiene dolor de muelas y le cuentan un chiste muy bueno y no puede excusar el reírse. Desde entonces lo llamaron "el Rajado", y aparte de la afición al vino y a las otras prendas que quedan dichas no era mal ballestero.
En cuanto al físico de las llagas que le cosió la cara al "Rajado" diré que era viejo conocido mío al que decían Federico Esteban. Cuando no estaba metido en los asuntos de coser heridas y poner cataplasmas y concertar huesos y sangrar venas, andaba haciendo músicas con zampoñas, caramillos gaitas y chirimías, que era muy hábil tañedor de todo instrumento. En aquellos días que paramos en Jaén amistó, por este motivo, con Manolito de Valladolid por lo que algunos maledicentes, que nunca han de faltar, pensaron que a lo mejor lo estaba consolando de sus amores contrariados, pero yo tengo para mí que la causa de la amistad era la música y el ser ambos a dos gente de gusto refinado y nada grosero. Y si hablo tanto de él es porque un día antes de la partida me llamó mi señor el Condestable a su aposento y despidió a los escribanos y en quedándose a solas conmigo dijo: "Sabes, Juan amigo que te quiero como a un hijo y te aprecio con el aprecio con que un padre estima a su hijo, que no en balde te he criado desde chico a mi mesa. Por eso quiero que me oigas ahora, no como a tu señor natural, sino como a un padre se le oye, porque los consejos que he de darte son de sustancia. Con una tropa de esforzados hombres vas a meterte por África en servicio del Rey, que Dios guarde muchos años, y vas a meterte donde no sabes tú, ni nadie, lo que vas a encontrar, porque ningún cristiano ha puesto los pies antes que tú en tales lugares. Abre bien los ojos y no te fíes de nadie y menos de los moros, que son gente de natural traidor y venderían a su hermano o a su padre cuanto más a ti. Tampoco te fíes de los hombres que van sujetos a tu mando, que el que manda no ha de tener amigos, y no consientas que la codicia del oro o las especias los aparte de la verdadera empresa que ha de ser encontrar al unicornio y traerlo. Mira también, y mucho, que no hay hombre enamorado que sea diligente en cosa que sea, salvo en todas las cosas que a su amor pertenecen, que de otros negocios suyos o ajenos tanto le da que se pierdan como que se cobren.
Mas tú, sobreponiéndote a esa pasión y lumbre que en tu corazón sé que arde, has de poner los negocios del Rey delante de los tuyos, honor antes que amor, como cumple a caballería y lealtad, antes que vida o ganancia. Y sobre esto no diré más: discreto eres y sabrás entenderme".
Esto dicho, mi señor el Condestable hizo una pausa y continuó diciendo: "Contigo van a ir cuatro ballesteros de la ciudad y el físico Federico Esteban, todos en tu obediencia y pagados a medias por el concejo y por mí, por más obligar al Rey, del que esperamos ciertas mercedes, y por más asegurar el buen acabamiento de tu empresa. Éstas que te doy son cédulas para que puntualmente les hagas cobrar sus soldadas, que serán iguales a las de otros reales ballesteros. Juzga con severidad y reprime con prontitud y si alguna vez te alza la voz o la mano uno estando en tierra pagana, cuélgalo sin más en una horca de palo, y si palo no hubiere ni árbol, dale luego garrote de torniquete para que su muerte sirva de escarmiento a los otros, y no te andes con miramientos que ya sabes qué clase de gente es".
Todo esto lo escuché yo con grave semblante. Hizo un breve silencio el Condestable y me tomó del brazo mirándome adentro de los ojos y añadió: "Y reprime los naturales ardores del amor porque hasta que tengáis el cuerno de la virtud de doña Josefina debe conservar su doncellez intacta".
A todo asentía yo gravemente y a lo último sobre asentir me puse colorado como la grana y no sabía yo decir ahora si la severidad con que mi señor el Condestable me lo recomendaba era fingida o no. Pero nada quise contestar por no parecer rústico o falto de luces, así que me limité a escuchar y asentir como discreto.