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Otro día de mañana salimos, en muy lucido tropel, por la puerta de Santa María y toda la ciudad se echó al campo y bajó para vernos partir, con gran multitud y ruido de atabales, trompetas bastardas e italianas, chirimías, tamborinos, panderos y locos y ballesteros de maza, todos juntos en estruendo tal que no había persona que una a otra se pudiese oír por cerca y alto que en uno hablasen. Y el Condestable mi señor y la condesa y la otra gente de su casa, así como la caballería y prez de la ciudad, con gran gentileza, salieron a despedirnos y acompañarnos hasta donde acaban las huertas del Poyo y de la Ribera, que es el mojón que se dice de la fuente, donde el Condestable y yo nos abrazamos con lágrimas en los ojos y yo quise besarle la mano pero él la apartó y luego me despidió muy tiernamente abrazándome otra vez como hijo. Con lo que tomamos el camino de Andújar y los demás retornaron a la ciudad derramándose cada cual a su posada. Y los nuevos que venían con nosotros, aparte del físico de las llagas que queda dicho, eran los ballesteros y criados del Condestable Sebastián de Torres, Miguel Ferreiro y Ramón Peñica. Y este Peñica que digo era de los fieles del rastro que saben seguir por el campo y las veredas el camino de las gentes y las bestias.
Y mi señor el Condestable me regaló antes de la partida un jubón de rico brocado y una ropa de estado hasta el suelo, de muy fino velludo azul, forrada de cibellinas muy finas, y un sombrero de fieltro negro muy bueno y un bonete morado que calzar gentilmente debajo del sombrero. Y mi señora la condesa se encomendó mucho a doña Josefina y le regaló un muy rico brial, todo cubierto de fina chapería y una ropa de carmesí morado para encima y una guarnición grupera de muy fino oro sobre terciopelo negro. Y todos los otros que a la tierra del moro y del negro bajaban les alcanzaron igualmente grandes entrenas y mercedes y limosnas de mi señor, de manera que todos fueron contentos y satisfechos a su voluntad. Y con esto y los dulces sones del caramillo de Federico Esteban, muy bien acordados con los de la flauta de Manolito de Valladolid, fuimos marchando por las navas que llaman de Torre Olvidada.
Y Manolito parecía de mejor semblante que los días pasados e iba muy contento de la música que entrambos adobaban.
Y a la hora de almorzar, cuando ya el sol se había subido en somo del cielo y apretaba, que parecía que nos quería derretir los sesos, de lo que fray Jordi iba quejoso a causa de su mucha grosura, llegamos al lugar y castillo que llaman de la Fuente del Rey, donde paramos a guisar de comer y a saludar al alcaide, un Pedro Rodríguez para el que llevábamos ciertas mulas con bastimentos de parte de mi señor el Condestable. Y el dicho alcaide mandó matar dos gallinas y aderezar comida para la gente de respeto que íbamos. Y siendo las hambres de fray Jordi muy buena, que venía malacostumbrado de los días pasados, y la pitanza escasa, con maravillosa celeridad dimos acabamiento y sepultura al discreto banquete, alabando, como gente bien criada, a las gallinas, que eran de Arjona, mas el huesped, cuando advirtió los huesos pelados, mandó freírnos huevos y chorizos y torreznos, que es lo que en los pueblos se usa para salir de compromisos, y con ello y más vino traído de la frontera taberna hubo hartazgo y completa satisfacción para todos.
Sino que yo, por arreglar el daño, le di unos maravedíes a la mujer del alcaide que nos servía y fray Jordi le puso por escrito una oración que era muy buena contra la tiña, por remediar un hijo tiñoso que tenía.
Con ello quedaron muy servidos todos y partímonos contentos nosotros y, después de abrevar las caballerías en una fuente que le dicen de Regomello y que es de agua casi amarga, seguimos nuestro camino y andadura y en pasado el lugarcillo que dicen de la Cañada de Zafra, allí compré una orcilla de miel, con mientes de regalársela a doña Josefina cuando ocasión hubiese por ser ella, según tenía notado, muy golosa y aficionada a los azúcares y dulces de sartén.
Con esto pasamos adelante y cuando ya la oscuridad de la noche quería venir, retrajímonos a pernoctar a un lugar que dicen de la Higuera de Arjona, que es de los calatravos, y allí nos estaba aguardando el aposentador de la orden el cual por carta y mensajería de mi señor el Condestable ya estaba noticioso de nuestra llegada.
Y el dicho aposentador había dispuesto unos pajares donde podrían dormir los ballesteros y peones y criados y unos decentes aposentos para los demás en unas casillas que allí están. Mas yo, no fiándome de los calatravos, no fuese a haber engaño o celada de su taimado maestre, mandé luego llamar a Andrés de Premió y le dije que dispusiera las tiendas de la ballestería fuera de los dichos pajares, por hacer noche buena para dormir al raso, y allí montamos el real cerca de las eras, y pernoctamos sin apartarnos mucho del camino y con guardas dobladas. Fuéronse algunos ballestas al pueblo a comprar vino y a la vuelta los hice llamar y contáronme que un criado del maestre, que tenía un parche en el ojo derecho y le faltaban dos dedos de una mano, les había pagado una jarra de vino queriendo sonsacarlos sobre qué gente llevábamos y adónde íbamos, y ellos le habían contestado conforme a la verdad que sabían, que era lo de que nuestra doña Josefina iba a bodas con un mandamás moro de cuya conversión a la fe de Cristo se habían de seguir grandes provechos para nuestra religión, y más no les pudieron sacar porque ellos más no sabían. Y por lo otro que me contaron, y por ciertos barruntos que en diversas ocasiones me fueron viniendo, iba yo sacando en claro que la ballestería recelaba que el motivo de nuestra gran prevención y viaje era distinto de lo dicho, y era que íbamos a escolta o descubierta de las minas de oro que el moro tiene en África y que todo ello andaba ya concertado por el Rey nuestro señor y el sultán de los moros que allí manda, y que de todo ello se derivaba el viajar tan a salvo, con menguada tropa y hasta llevando mujeres en el hato. De lo que yo no quise desengañar a nadie, pues tanto me daba que pensasen una cosa como otra siempre que no recelasen ni dijesen palabra de lo del unicornio.
Y así, a otro día de mañana, desclavamos las estacas, tiramos los mástiles, liamos las tiendas y, recogiendo nuestros fardajes, pasamos adelante sin tropiezo ni qué contar y a media mañana remontamos un cerrillo, por el pedregoso y difícil camino, y dimos vista a la sierra Morena, alta y azul y a partes gris, y a su falda vimos, tendida como blanca sábana al alegre sol mañanero, la ciudad de Andújar que es de las más ricas, hermosas y principales desta tierra. Y fue el caso que en acercándonos a Andújar nos salieron al paso, por donde está el puente viejo del arroyo Salado, pieza de hasta cuarenta o cincuenta mujeres de la vida, o sea rameras, las cuales al olor de la tropa acudían a hacer su granjería y dejaban despobladas y en barbecho las mancebías de la ciudad. Y yo, por congraciarme con la ballestería, que venía algo quejosa de los muchos calores del día y del escaso rancho que recibieran en la Higuera, les di suelta por espacio de una hora, y perdiéronse ellos derramándose por el campo, por entre las peñas y matas que allí hay, a hacer por la vida dando franquicia al masculino ardor con aquellas mercenarias, entre grandes risas y subidos cánticos. Y fray Jordi se pasó aquel rato dando conversación a doña Josefina, que era una niña inocente, porque no se percatara de lo que estábamos aguardando. Y mientras aquello pasaba, Federico Esteban, más como amigo que como físico de las llagas, le untaba aceite a Manolito de Valladolid en sus partes más asentadas, que las llevaba escocidas y él se quejaba de que no estaba hecho para la caballería cabalgada y que si sufría aquellas lacerías y menguas era por amor y reverencia al Rey nuestro señor, en su servicio e interés, y por la afición que a mí tenía. De lo que yo, en oyéndolo, no sabía si alegrarme o preocuparme.
Pasamos adelante y en llegando a donde está el camino de las aceñas, que ya se olían los frescos cañaverales de la rumorosa orilla del Guadalquivir, vimos venir a nosotros una lucida tropilla tañendo alegres músicas. Y era el alcaide de Andújar, Pedro de Escavias, gran amigo y servidor de mi señor el Condestable, al que yo conocía bien. Y tuve gran alegría de verlo y nos abrazamos y cambiamos noticias de la gente que conocíamos a dos, y regalos y parabienes, y detrás vinieron ciertas mulas con los serones cargados de pan recién hecho, que sólo el aroma a laurel tostado que salía de entre el esparto llenaba de jugos la boca. Y mandé que se repartiera con generosidad a la ballestería y a los criados y mozos de mulas de lo que todos holgaron mucho.
Y aunque Pedro de Escavias porfiaba que entráramos en su ciudad por festejarnos y agasajarnos, yo me excusé de hacerlo porque iba todavía el sol alto y podíamos atrochar camino si seguíamos luego, y el buen Pedro de Escavias nos acompañó gran trecho, hasta donde arranca el camino de Marmolejo, y por el camino nos fue cantando muy discretamente algunos versos que él mismo había compuesto en loor de la belleza de doña Josefina de lo que ella, que en homenaje llevaba el rostro descubierto, se ruborizó y mostró gran placer. Y el tal canto resultó muy especiado y memorable pues fue acompañado a vihuela y trompeta por Manolito de Valladolid y el físico Federico.
Y habiendo estos y otros placeres seguimos el camino, todos muy alegres.
E iban los hombres cantando a ratos las soeces canciones que entonces usaban los soldados sobre menospreciar el miembro viril del Rey nuestro señor y otras calumnias gruesas que por vergüenza no asentaré en los papeles. Y a veces salían liebres y ellos las corrían, sin alcanzar una, entre grandes chanzas y risas. Y con estos esparcimientos se fue viniendo la tarde y, sin apretar el paso, llegamos muy desahogadamente al lugar y castillo que dicen de la Villa del Río, donde mostré salvoconducto real y luego nos dieron cobijo y leña y cebada para las bestias. Y de allí a dos días, sin que pasara nada que merezca el escrito, llegamos a la noble ciudad de Córdoba, lugar de mucho señorío y pensamiento, donde yo antes nunca estuviera. Y allí pernoctamos en el convento que dicen de Santa Anastasia, cuyo abad era hermano del Canciller del Rey nuestro señor y estaba ya avisado de que llegaríamos. Y nos recibió como si el propio Rey fuera venido, proveyéndonos de todo lo necesario para nuestra comodidad y regalo y allí hallamos posada muy bien aderezada y asentámonos luego a comer y fuimos muy bien servidos y todos abastados de muchos pescados y vinos y frutas de diversas maneras y para las bestias hubo paja y cebada, con lo que todos quedamos contentos y satisfechos a voluntad.
Y hecha colación, luego salimos a ver la iglesia Mayor de la ciudad que es obra de moros y cosa meritoria y espantable de ver, la más grande sala que hombre imaginarse pueda, toda puesta sobre una muchedumbre de columnas que levantadamente sostienen los altos techos. Y los dichos techos son llanos, de maderas y vigas muy labradas y pintadas a primor, de vivos colores concertados, que no parece sino que uno va discurriendo por un bosquecillo de palmeras cuando, en la hora de la tarde, ya es poca la luz y brilla el sol enrojeciéndose a lo lejos por la raya del horizonte. El cual brillor sería, en el caso que cuento, el de los vidrios pintados que las ventanas de la dicha iglesia ha.
Y de allí a otro día de mañana dijo misa fray Jordi de Monserrate, la cual todos oímos con gran devoción, en la que Manolito y Federico Esteban tañeron músicas muy acordadamente. Y luego, en tornando a la posada, cargamos nuestros hatos y una abastada carga de panes recién horneados, para yantar por el camino, y tomamos el de Sevilla que es de buen arrecife morisco, siguiendo a vueltas el apacible Guadalquivir, por donde regaladamente proseguimos.
Así íbamos haciendo leguas y jornadas en la andadura de Sevilla donde habíamos de embarcarnos para tierra de moros según trazado estaba. Y yo iba dejando puntualmente las cartas que llevaba del Rey y del Canciller real y de mi señor el Condestable, en los lugares y personas destinatarias dellas. Y donde no había carta que dejar, allí mostraba el salvoconducto y franquicia del Rey, con su cinta bermeja y su sello emplomado, y con esto allanábanse todos los caminos, abríanse puertas y concertábanse voluntades, con lo que iba yo tomando confianza en la empresa y en el mando hasta que acabé creyéndome merecedor dél y dejé de achacarlo a la voluble Fortuna o a la pensante Providencia que todos los negocios humanos conciertan y no sabemos cómo ni por qué.
Y con esto poca cosa acontecía que fuera de contar sino que otras dos veces volvió a mover tumulto aquel gran bellaco de Pedro Martínez de Palencia, "el Rajado" y yo hube gran enojo de ello, mas, en notando que muchos ballesteros lo tenían por su jefe natural y lo obedecían más que al sargento Andrés de Premió, no lo quise castigar con rigor y procuraba apaciguarlo y contentarlo y atraérmelo, de lo que, como se verá, acabaría derivándose daño mío y él de todo murmuraba y de todo iba quejoso y los que lo seguían dejábanse henchir las orejas de viento.
Andaba yo un algo distraído con mi amor por doña Josefina y no perdía ocasión de estar cerca de ella, que ya a veces, con la mudanza de los días, habíamos venido a platicar juntos los dos, si bien nunca a solas sin presencia de sus criadas o de fray Jordi.
Y hacíame yo a gran contrariedad que, estando todas las horas y vísperas del día queriendo partirme a su lado, sólo pudiera discretamente estarlo en las comidas y acampadas, en que procuraba yo hacerme el concertado ordenador de qué mesa había que aparejar o dónde armar tienda o sombrajo o, si parábamos en posada, qué aposento limpiar para regalo y acomodo de doña Josefina. Y fray Jordi me notaba la afección y me miraba a mí y la miraba a ella y se sonreía sin decir palabra o movía la cabeza como diciendo: "¿Qué se va a hacer? ¡La vida!".
Y a todo esto el día que pernoctamos en Écija, después de pasadas grandes calores aquella jornada, fui yo a darme un baño a los baños moriscos que dicen de la Lima y al tornar a mi posada, que era en el palacio que dicen del conde de Paredes, donde muy gentilmente nos tenía hospedados el primo del maestre de Santiago, estando yo en mi cámara, con la ventana cerrada, por defenderme de las grandes calores, y sin más luz que una candelilla de aceite que había puesto en un nicho de la pared, luego entró un bulto embozado que casi no vi, pero me alcanzó a adivinar en sus formas las muy lindas hechuras de Inesilla, y yéndose a donde la luz estaba sopló sobre ella y la apagó y cuando se hizo la oscuridad completa, atrancó la puerta como solía y vino a mí con los brazos adelantados, a tientas, y yo la abracé y la besé y le protesté que siempre la veía con Andrés de Premió y que creyera que ya nunca más viniera a mí. Pero ella me tornó a poner, como aquella vez, el dedo sobre los labios y, sin consentir hablar ni que yo hablara, muy dulcemente me condujo al lecho que era una gentil cama bien emparamentada, donde hicimos lo que otras veces, y que nuevamente dejaré de relatar porque si la humana natura aquella acción demanda, la humana decencia y discreción vedan su pregón y dictado.
Con esto fueron días y vinieron días y al cabo llegamos a las cercanías de Sevilla y ya se veía a lo lejos la cinta parda de sus murallas y, por detrás de ella, la banda de palomas de sus azoteas blanqueadas y las plantadas manchas de las palmeras y los cipreses de los huertos, que parecían maceticas a lo lejos, y, en medio de todo ello, el dedo de la torre Mayor, que es la joya de aquella corona y de la española, y por encima de la ciudad se divisaba el Aljarafe verdiazul, un levantado jardín donde los huertos dan jugosas naranjas y fino aceite, y, por encima del Aljarafe, el cielo limpio, más azul y transparente que en otras tierras, navegado mar de alegres vilanillos y fugaces golondrinas. Y aunque tenía grandes deseos de entrar en Sevilla, que nunca me viera en ciudad tan grande y famosa, me retraje por cumplir mi oficio de aposentar cumplidamente a la tropa y aposentéla en un cortijo grande de los duques de Camarasa al que dicen Torreblanca, donde quedamos muy bien aposentados y servidos de pan y cecina y de paja fresca y cebada y de leña y las otras cosas que son menester, tal como el Rey nuestro señor por carta ordenaba. Y este lugar dista una legua de Sevilla porque era voluntad del Canciller real que acampáramos allí sin pisar la ciudad hasta que la nao que había de llevarnos a tierras africanas fuese entrada en el puerto. A otro día fui yo a Sevilla con un criado del conde de Camarasa y con fray Jordi y su lego y nos llevó a un palacio, cerca de la iglesia Mayor, donde moraba Francesco Foscari, mercader genovés, banquero del Rey y gran amigo de su señoría, a cuyo cargo estaba todo lo tocante a mandarnos a África.
Francesco Foscari nos recibió en una sala grande que junto al zaguán estaba y era el lugar donde sus escribanos y contables trabajaban para asentar, en grandes libros aforrados de pergamino, las cargas de clavo y de canela y de oro fino y nuez y perfumes de olor y las otras mercaderías preciosas en que el genovés comerciaba.
Era Francesco Foscari obra de sesenta años, cara de águila, orejas salidas como mono, delgado como huso y breve de talle por más que remediarlo quisiera gastando chinelas de doble suela y tacón florentino por más levantado parecer. Y noté que sus oficiales y criados procuraban no arrimarse a su persona y cuanto más cerca dél andaban más se achicaban, por no parecer más altos, y cuando esto hube notado, yo mismo no pude evitar encogerme un poco de cuello y cargar la espalda, como si anduviese por una cámara baja de techos, y en esta humildad departía con él. Y Foscari nos recibió con mucha amabilidad y cortesía cuando supo quiénes éramos y nos hizo pasar a un patio que allí había, el cual ornaban muchas macetas y una manadora fuente central, a la romana, y allí tomamos asiento en crujidores bancos de mimbre y dio palmas a las que acudieron criadas y pidió un refresco de sorbete de nieve, manjar delicioso digno de mesa cardenalicia, y cuando nos hubo preguntado algunas cosas del viaje y de nuestras patrias respectivas, más por cortesía que por verdadera curiosidad, a lo que se me alcanza, como el viajero que charla con sus eventuales compañeros de posada en una venta caminera, se quedó un momento pensativo y silencioso, sorbió de su vaso y sin más dibujos fuese derechamente al grano y dijo: "Encontrar el unicornio no va a ser empresa fácil. De mi cónsul en Safí, que es hombre de toda confianza y ya deja preparada vuestra llegada, he sabido que no se cría tal animal en la tierra de los moros, por lo que tendréis que bajar a la tierra de los negros, y este recado tiene dos caminos y hechuras: el uno por mar, siguiendo la derrota de las naos portuguesas, que van secretas por aquellos paralelos; y el otro por tierra, cruzando el desierto de arena. Los dos caminos son malos pero el de la mar es peor puesto que los portugueses no dejan pasar nao alguna más abajo de las islas Afortunadas y si os toparan más abajo pensarían que vais al comercio y os barrenarían la nao y la echarían a pique y os apresarían o algo peor. Algunos que conozco lo han intentado porque creen que dándole la vuelta a África puede llegarse por agua a la India y sus especias pero no han vuelto a saber más de sus naos y tripulaciones. Descartando el mar, nos queda el camino del desierto. Por ahí tampoco han bajado muchos cristianos pero, por lo menos, sabemos que al otro lado del arenal están las tierras de los negros donde, según dicen, hay grandes ríos y grandes árboles y muchas y grandes fieras. Allí es donde pacen el león y el elefante y la mona y el unicornio, sólo que el unicornio es más receloso de la humana compañía que los otros y se oculta dentro de espesos bosques de muchas leguas de contorno, donde habitan muy fieras serpientes voladoras. Allí tendréis que buscarlo si es que lo halláis. Yo os puedo facilitar el viaje hasta las puertas del desierto: más allá no. Esto le dije al Rey cuando nos vimos por San Miguel y estuvo de acuerdo: el resto es cosa vuestra".
Estas y otras razones nos dijo micer Francesco con grande franqueza y derechura, por donde conocí ya la dificultad de la empresa y empecé a moderar el contento primero que la confianza real había despertado en mí.
Hasta se me pasó por la imaginación, en la flaqueza de un momento, que me escogieran por más mentecato y menos avisado que los otros, antes que por más valiente y esforzado como creía, mas obré como prudente y me guardé de confiárselo a nadie, no fuera a haber hablillas y me creyesen pusilánime o amilanado en las justas vísperas de la partida. La cual habría de ser de allí a veinte días, que era cuando se esperaba la arribada de la nao africana que cada mes hacía el viaje de Saló a Sevilla, y éstas eran dos naves del mismo nombre y hechura que cuando la una iba la otra venía y se cruzaban en la mar marinera, sin perder comba. Y la que iba llevaba trigo, vino, arneses y paños catalanes y otras baratijas, y la que venía traía cobre, añil, cuero, sebo malaqueta, goma, laca y oro.
Micer Francesco Foscari nos despidió muy gentilmente a su puerta y concertó con nosotros que los ballesteros no fuesen a la ciudad sino en turnos de a cinco, por no llamar la atención al concejo, aunque ya éste quedaba avisado de una misión real que había de embarcarse. Pidiónos también que de allí a tres días, que caía en domingo, viniésemos los algos a almorzar con él y su familia, lo que tuvimos por grande y señalada merced, y así nos despedimos besándole yo la mano y él se tornó a su escritorio y a sus negocios.
Y el domingo llegado vestí yo las mejores galas que conmigo traía, que eran aquellas que me diera mi señor el Condestable de rico brocado y el carmesí velludo morado forrado de muy preciadas cibellinas, y vistió doña Josefina un rico brial de fino brocado verde, en somo una ropa bien hecha de damasco negro, con un tocado muy lindo de nueva manera, en son de muy graciosa y desenvuelta dama, tanto que a los mirantes era muy apacible. Y Manolito de Valladolid se acicaló con un jubón de cetí negro vestido y sobre él una ropa corta de muy rico carmesí brocado, forrada de bellas martas, un capello trepado en la cabeza y bien francesamente calzado y se espolvoreó de polvos de olor más que hubiese sido discreto en varón, y fray Jordi de Monserrate estrenó hábito de paño nuevo, que la dueña doña Joaquina le cortara y cosiera muy industriosamente de una pieza de buen paño mercada en Écija. Y así ataviados, en muy contenta y vistosa batalla, fuimos a Sevilla y entrando por la puerta que dicen de Macarena tomamos la calle Maestra derechamente que va a la iglesia Mayor donde la famosa torre está. Y la gente no abría calles ni se asomaba a vernos desde las ventanas ni nos miraba mucho, como yo esperaba, tan acostumbrados están ya a las grandes visitas, sino que sólo dos o tres burgueses repararon en nosotros y fue para hacer chanzas sobre Manolito de Valladolid por el rastro de olores que detrás de sí iba dejando y, aunque no decían encomios ni cosa agradable de oír, todos hacíamos oídos sordos, catando que era mejor no altercar ni meternos en líos en tan señalada víspera en que Micer Francisco nos recibía liberal y francamente.
Llegamos pues al palacio y salieron criados con la librea del genovés que era mitad azul, por el mar, y mitad dorada, por el color del comercio. Y tuvieron las riendas de las señoras y del arzobispo, que tal les pareció fray Jordi con su hábito nuevo, y tomaron las descabalgadas caballerías y las metieron para las cuadras mientras se abría el portón del zaguán y micer Francesco aparecía viniendo a nosotros con los brazos extendidos y el semblante sonriente y alegre. Y detrás de él venía su mujer, que era una matrona fortachona y colorada, tres palmos más alta que él y tres arrobas más prieta, y sus cuatro hijos y sus dos hijas, guapos ellos y no tan guapas ellas, todos soberbiamente ataviados con muy ricos brocados y finas pieles, y muy aderezados de cadenas de oro y finas joyas y piedras haciendo gran honor a nuestra visita, de lo que mucho me envanecí si bien luego se me representó el pensamiento de que las niñas nos miraban como se mira a la gente que ya no hay esperanza de volver a ver más en la vida y no sé si sería achaque del vino, que yo lo tengo asaz melancólico, u observación perita de quien va conociendo, aunque sea tardíamente y por su daño, el alma de los hombres.
Mientras la comida se aparejaba, micer Francesco vino a mostrarnos menudamente su palacio, que era lo más rico de lo que yo había visto hasta entonces y excedía por lo lujoso al propio alcázar del Rey. Cuando se pasaban las puertas, con llamadores de bronce delicadamente cincelados, se entraba en un patio distinto y más recoleto del de los sillones de mimbre que viéramos el primer día. Y este patio estaba adornado con muchas pinturas de gran primor y tapices grandes en las paredes y adornado de vajillas de plata y de yeserías moriscas en los techos del claustro. Y había en medio un pozo chico con el brocal esculpido en un bloque de mármol blanco traído de Italia a lo que nos explicó el anfitrión. Y este labrado mármol enseñaba, en bulto y muy a las veras, los trabajos del dios Hércules. Y fue de ver que Manolito se emocionó de tanta belleza y se quedó embobado y le pasó la punta de los dedos, a Hércules, por la desnuda espalda abajo siguiendo la horquilla de la rabadilla, a lo que fray Jordi carraspeó un poco y me miró con una media sonrisa cómplice. Y del patio subía una muy lujosa escalera al piso alto. Y la dicha escalera era muy ancha y de mármol blanco y en cada peldaño había un jarrón valenciano y algunos de la China, de muy fina labor y menudamente pintados con pavos reales y sus colores eran tan luminosos y a lo vivo que era maravilla verlos y tenían pintados dragones echando llamas por la boca que parecía que eran de verdad y querían quemar los brocados y terciopelos y sedas y cintas que junto a ellos discurrían. Nada diré de las taraceas, ni de los tallados muebles, ni de los aparadores con cubiertos de oro y vajillas ni de la legión de criados que nos sirvió de comer ni de la rareza y excelencia de los bien sazonados guisos y asados que micer Francesco nos dio a catar, ni de los finos y extraños vinos adobados que bebimos en pintados cristales de primorosa talla. Diré tan sólo que nunca pensara que fuera posible vida tan regalada en la tierra, sólo que aquél fue el broche de oro de nuestro vivir descuidados y lo que después vino fue el valle de lágrimas que la humana carne padece.