38097.fb2 En busca del unicornio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Seis

Vinieron días y pasaron días en la espera de la nao y yo, por tener entretenida a la ballestería y al peonaje y por excusar ruidos y trifulcas, los más de los días mandaban correr la sortija delante de la posada y ponían ciertas sedas para que cualquiera que metiera la lanza por la sortija ganase cuatro varas de seda para un jubón, o su precio aquilatado, y en esto cruzábanse apuestas y con ello, y con el mucho juego de dados, unos acrecentaban sus haciendas con la mengua de los que las perdían, y en ello se iba el tiempo sin más notoria cosa que escribir.

Llegó el día de la partida y era aún de noche cuando almorzamos y salimos de Torreblanca y tomando el camino de Sevilla nos fuimos dando la vuelta por delante de la muralla, sin entrar en la ciudad, que todavía no se abrían las puertas por la hora temprana, y por un portillo que dicen de Bibaragel, donde hay un castillo muy fuerte que mira al río, fuimos pasando al arenal de la ribera y luego seguimos por ella admirados de los muchos mástiles y palos y cordajes de las muchas naos de todas clases y hechuras que allí se asientan. Y dejando a la mano de tierra grandes corrales techados fuimos avanzando. Y en los tales corrales es donde los mercaderes guardan sus mercaderías que van y vienen, las unas de África y las otras de distintos puertos tanto de la Cristiandad como del moro. Y era cosa de admirar la juiciosa disposición y el mucho orden en que fardos y ánforas se apilaban por muchas partes, así como el celo de los corchetes, cada uno con la librea de su amo, que lo vigilaban todo dormitando sobre los lienzos, con un ojo bien abierto, la mano en el garrote, prestos a defender sus custodias. Y así fuimos caminando, guiados por un criado de micer Francesco que en nuestra compañía venía, hasta que llegamos a una nao más grande que las otras, una de estas que dicen carraca, que estaba arrimada al muelle cerca de donde está la torre grande ochavada que llaman del Oro. Y tenía la dicha nao los palos tan altos como la torre.

Y ya estaba el capitán de la madera esperándonos, que tenía gran prisa por embarcarnos y largar amarras antes que bajara más la marea y estaban las tablas del puente tendidas para el embarque de la caballería. Fuera de un mulo que se asombró y cayó al agua, y lo hubieron de rescatar los marineros con sogas, no hubo nada digno de mención sino que todos nos acomodamos muy concertadamente dentro del bajel.

Y el dicho bajel parecía más grande por dentro que por fuera, según de bodegas y camaranchones y desvanes tenía. Los ballesteros y peones fueron a donde el lastre estaba, que era la arena fina que en el vientre de la nave va, y quedaron muy recomendados del asentador de que no osaran tocar un ánfora de las que allí iban, que estaban contadas y selladas y que a la arribada se volverían a contar y si faltaba alguna se les descontaría de la soldada por tres veces para que sirviera de escarmiento. Con lo que quedaron muy avisados y no osaron rechistar, fuera del Pedro de Palencia, el alborotador, que siempre tenía que apostillar algo y todo le parecía mal.

Embarcamos todos y subieron algunos esclavos negros, de los que trabajan en el puerto, llevando sobre sus cabezas los fardos con la carga postrera y unas barricas de salazón y unas canastas de pan que en un carro allí cerca esperaban y, esto cumplido, el capitán de la nao pidió licencia al alguacil del maestro del puerto para soltar amarras. Diósela el otro desde su palenque de madera y dio el cabo de vela las voces de soltar cuerda y el barco se fue apartando de las tablas del embarcadero con un temblor que puso un punto de angustia en muchos esforzados pechos, y empezamos a flotar río abajo saliendo al ancho mar y cuando pasamos por frente al castillo de Triana, que enfrente de Sevilla está, vi a una gentil dama que había madrugado a peinarse con un espejillo junto a la ventana de una torre y me acordé de mi señora doña Josefina que desde que subió a la nao y entró en su cámara de popa no la volviera a ver, y como estuviera mirando para allá sólo vi la puerta de la casetilla cerrada y por un ventanuco la cara de Inesilla que platicaba con Andrés de Premió, de lo que hube gran envidia, que mi sargento de armas pudiese ir adelante con sus requiebros, si bien, por esas rarezas de las mujeres, Inesilla de vez en cuando le ponía los cuernos conmigo, en tanto que yo no osaba, por obediencia al Rey mi señor, y por la buena crianza que me tocaba como oficial suyo, albergar más que claros y castos pensamientos sobre mi amada doña Josefina.

Estando en esto vino a verme el capitán de la nao, que era un genovés bajito, casi enano, de nombre Sebastiano Mataccini. "Signore capitano" -me dijo-, el "signore" Francesco Foscari, mi amo y patrón, me ha elogiado mucho su buena disposición y crianza, así es que vengo a ponerme a su servicio para lo que mandar quisiere, siempre que no me aparte de mi derrota que es, como usted sabe, el puerto de Safí". A lo que yo respondí con otras cortesías y finezas y así quedamos muy obligados el uno para con el otro e hicimos buenas migas en el resto de la travesía que fue de mes y medio, porque la nao africana, aunque muy marinera, iba sobrada de carga y no podía navegar más aprisa. Y este tiempo que digo a los más se nos hizo largo como si cinco años pasaran, pues hubimos muchos vómitos y quebrantos y fiebres de la poca costumbre que se tiene por la parte de Zamora y Cuenca y Toledo de navegar sobre la mar de los peces y por el mucho cabecear que las ondas daban a la nao. De lo que los marineros, gente asaz soez y mal enseñada, se regocijaban mucho, aquella chusma maloliente.

Diré también que en el camino hubimos de parar una vez al lado de una playa que decían del Fuego, donde había algunas casuchas y un castillete, cuyo alcaide se llama Diego García de Herrera, que, de no mediar tan cristiano nombre, cualquiera hubiéralo tenido por moro, según vestía y juraba, y a éste le dejamos unas barricas de salazón y vino y otras cosas cumplideras a los que allí moraban, y cargamos muchos fardos de cueros de cabra, que por allí se comercian mucho y baratamente con los moros de la tierra adentro. Y en todo este tiempo pocas veces pude platicar con doña Josefina y nunca a solas, que yo mismo afincadamente le pedí que estuviese en su cámara con las otras mujeres y no fuera della, donde se entorpecieran con el mirar de tanto ballestero y marino medio en cueros como por la cubierta, muy a su salvo y sin recato alguno, andaban. Y ellas solían salir poco rato y solamente al atardecer y estábanse en su rincón de la popa hasta que, entrada la noche, el sueño las vencía y se retraían a dormir y en esas horas solían tañer sus músicas Manolito de Valladolid y Federico Esteban, lo que era de mucho solaz y entretenimiento para todos, que hasta los caballos, que andaban alborotados y flacos de tan larga travesía, se amasaban y apaciguaban un poco en sus bodegas cuando oían tañer instrumentos. Y a pesar de ello echaba yo de menos la tierra quieta y hasta el polvo de los caminos y las picadas de los tábanos mulares y estaba deseando de tocar puerto y perder el olor a sal del mar, que es bueno y sano según dicen, y del estiércol que subía de las sentinas que no sé si también será medicinal.

Así fueron pasando los días hasta que por fin quiso Dios que llegásemos al puerto de Safí, donde el barco iba. Este puerto está en la costa que hay delante de las islas Afortunadas, que ahora son de Castilla. Entonces no lo eran todavía, pero ya había en ellas castellanos y catalanes y genoveses y hasta francos.

Safí no era más que media docena de casuchas arrimadas a una peña grande que tiene una hendidura por donde entra la mar y a su amparo se meten y refugian los barcos como las avispas en el tiesto de un cántaro. Había un corral de adobe cercado de matorrales espinosos y guardado por guardas moros que era donde aguardaban las mercaderías de Francesco Foscari. Las otras casas eran las de los guardas y las del cónsul del Rey de Marruecos.

Cien o doscientos negros y moros estaban en el atracadero esperando a la nao y se reían mucho, que desde lejos se veían relumbrar los blancos dientes. Esta es cosa que siempre me ha maravillado en tales gentes y aquélla fue la primera vez que lo noté, digo lo de la blancura y fortaleza de los dientes que entre los negros gastan. Llegóse la nao concertadamente a las tablas, gobernada por el diestro piloto a maravilla y, luego de rezar las oraciones que son costumbre muy devotamente hincados de rodillas mirando a la tierra, desembarcamos todos y los ballesteros, que Andrés de Premió había puesto en muy buena ordenanza para impresionar a los moros mirantes, y luego subieron los otros a su oficio y se pusieron a descargar la nao. Mientras tanto pasamos a la casa del cónsul de micer Francesco Foscari que también resultó ser genovés, primo segundo suyo o algo pariente a lo que entendí, y que ya estaba avisado de nuestra llegada y nos recibió con muy buenas y corteses razones y confites y dátiles y quesos. Quedáronse allí descansando las mujeres y yo dispuse luego el sitio donde habían de clavarse las tiendas y guardarse nuestros fardajes, que fue en medio de una despejada plazuela que allí se hacía, delante de las casas y al lado de un foso y empalizada que, a falta de muro torreado, quería guardar Safí de la parte de la tierra. Y de la otra parte de este foso y cava, en la tierra del moro, había otras casillas muy miserables y chozas muy pobres que parecían estar desmoronándose y por ellas pululaban como hormiguero muchos moros y moras y negros, medio desnudos, niños los más, entre mucha miseria, y más lejos había un pocillo del que todos sacaban agua y alrededor del pocillo algunos huertos medio agostados, una mancha de poco verde sin árbol que sombra diera, de todo lo cual yo saqué en limpio que África era un lugar pobre y desapacible y me hice mientes de darme priesa en encontrar el unicornio para volver a tierra de cristianos cuanto antes. Tenía yo entonces veintitrés años recién cumplidos y el pelo negro como un tizón y robusto y joven el cuerpo y todos los dientes en su sitio y tan entero y sano como me parió mi madre.

Y así eran los cuarenta y nueve hombres y tres mujeres que conmigo venían, que los ojos se me llenan de lágrimas cuando ahora lo escribo y pienso en ellos viéndolos como si aquí delante se me presentaran.

A otro día de mañana, miércoles, antes que apuntara el sol, tiramos las tiendas, liamos el fardaje y levantamos el campo y salimos de Safí en compañía del cónsul del Rey de Marruecos, que a la víspera ya estaba en su casa para registrar el cargamento que había de venir. Cargáronlo todo en camellos, cada uno a la reata de su esclavo negro, y tomaron camino y nosotros detrás de ellos apaciguando a los caballos que mucho se asombraban del olor de los camellos y escoltándolos. Y como el país no estaba muy seguro porque, según vinimos a saber, se habían alzado varios reyes que se hacían la guerra unos a otros, cada uno por su gente y tribu, el hombre iba más desembarazado que otras veces y más parlador viendo tras de sí tan lucida batalla de ballesteros cristianos, que por aquellas tierras son tenidos por muy buenos y temibles soldados. De lo que por un lado nos holgábamos y nos hacían halago y placer y nos esforzaba y por el otro lado nos preocupaba viendo que tan pronto, apenas salidos del vientre de la nao, como Jonás del de la ballena, ya había barruntos de daño en la nueva tierra que pisábamos. Mas, con todo, íbamos gozosos por ver la curiosidad de lo que los días nos deparaba y Paliques y fray Jordi iban en la cabeza, junto al cónsul moro, y no metían lengua en paladar con aquella parla mahometana que parece graznido de cuervo unas veces y otras trabalenguas de cristiano atragantado. He de decir que de todos los que íbamos, sólo Paliques y Fray Jordi entendían la parla arábiga, de manera que el fraile nos iba poniendo en cristiano lo que los otros dos hablaban en moro. Y así fuimos sabiendo que estábamos a cuatro jornadas de Marraqués, que es la ciudad más grande de África y aún del mundo y la mejor cercada y más adornada de palacios y fuentes y otras maravillas que el cónsul menudamente describía con mucho molinete de manos. Pero cuando dijo que el Rey de Marraqués era el más alto y poderoso del mundo, ya por ahí conocí que también los otros loores que de la ciudad decía serían desmesuras y ser verdad, tanto en tierra de moros como en la de cristianos, que el ojo del amo engorda el caballo, mas no quise porfiar sobre esto por no parecer descortés a nuestro anfitrión y guía.

Y en los cuatro días que tardamos en llegar a la ciudad no hubo cosa digna de cuento sino que pasamos por un palmeral largo, el lugar más pintado y deleitoso del mundo, corrido por una fuente de agua clara y fría, donde había muchos moros encaramados a los flexibles troncos de las palmeras, como si llegaran al cielo, buscando dátiles de los que nos ofrecieron algunos en cestillos de paja, y los comimos con leche de camella, a la usanza del país, y estaban muy jugosos y bien traídos con la leche de las camellas que es menos dulce que la de burra con que en Castilla nos criamos. Mas, de la falta de costumbre, se le aflojó el vientre a fray Jordi y hubo de curarse con un cocimiento de sus propias yerbas y era cosa de mucha risa verlo tirarse abajo de su mula, cuando el cuerpo le pedía alivio, y correr como conejo a levantarse los hábitos al recato de una mata o de una peña si las había o, cuando no, al raso, haciendo que no oía la chacota que la ballesteril plebe levantaba sobre el blancor y proporciones de sus nalgas.

El cuarto día, domingo, a la tarde llegamos a la vista de Marraqués y era tal la ciudad que en muchas cosas parecíase a Sevilla: llana, con sus murallas pardas muy largas y, por encima, asomándose, las paredes blancas y azules y las copas de los árboles en los jardines y el dedo de una torre que parecía a la otra Mayor de Sevilla, sólo que allí la llaman Cutubía. Y esto quiere decir en arábigo "la de los libros" porque a su vera se armaba el mercadillo de los libros en otro tiempo, cuando los moros sabían leer más que ahora. Y es curioso que en la Cristiandad, a pesar de las secas y de las pestes y de las guerras y ruidos y calamidades que Dios nos manda por ser malos cristianos, cada tiempo es mejor que el de sus padres y a trancas y barrancas vamos mejorando de estado y condición; no así entre los moros que antes se les ven por doquier señales de ir para atrás y hacer cada día peor que el postrero, lo que yo achaco a su obstinación en seguir la falsa secta de Mahoma y a su ceguera, que viendo los buenos sucesos de los cristianos no les abre los ojos para que escarmienten y se enderecen por el sendero de Nuestro Señor Jesucristo.

Y con esto, según nos íbamos llegando a la ciudad, salieron a recibirnos los criados del Rey con mucha grita y música de zampoñas y tambores y con aguas de olor, y con ellos y gran copia de gente común, moros y moras y muchos niños que como moscas a miel a nuestra novedad concurrían, muy alegremente fuimos llevados adelante y entramos por la puerta que llaman Badoucala que tiene cerca un corral grande al que llaman Mamunia y es donde se asientan las caravanas que pasan el desierto de arena y allí tienen reposo. Y este corral es como patio grande cuadrado que por sus cuatro partes tiene corredores y cámaras donde arriba duermen las personas y abajo los animales y sólo tiene una puerta grande y cumplida que siendo de noche se cierra con guardas y velas para que ninguno de la ciudad pueda entrar ni de los forasteros allí posados salir, y así se excusan disgustos, ruidos y alborotos. Allí, pues, nos hospedamos y, con ser tantos, ocupamos sólo una parte y quedaron las otras tres vacías, tan grande era. Y en medio del patio había una fuente muy buena que daba dos caños de agua delgada y fría. Y al otro lado un buen montón de leña que el Rey de los moros nos había mandado poner y otro de paja, como almiar invernizo, para alimento de los caballos y mulos, lo que por intermedio de Paliques agradecí muy encarecidamente al oficial que nos aposentó. Y él dijo que al otro día de mañana vendría a traernos noticia del Rey y que ahora cerrarían las puertas, como era allí costumbre, con lo cual se despidió muy gentilmente.

Y Pedro Martínez, el de la cara rajada, cuando vio que cerraban las puertas por fuera, se alborotó y alzó una gran grita: "¡Para cuerpo de tal, que Satanás y Bercebú y Fallamón nos metió en este berenjenal!" Y se puso rabioso y decía que nos encerraban en cárcel y que yo lo había consentido no mirando a la seguridad de todos y que ahora quedábamos a merced de los moros enemigos de la religión y presos dellos. Y ya estaban alborotándose algunos ballesteros de los que más con él andaban y mejor le bailaban el agua cuando Andrés de Premió se fue para él y sin decir palabra chica ni grande le asestó una gran puñada en el rostro que lo tiró al suelo bañada la boca en sangre y le trepó, según luego se supo, un diente. Y ya se levantaba el de Palencia como toro enrabiscado, con la mano puesta en el cuchillo y echando lumbre por los ojos, cuando Andrés de Premió metió mano al estoque y se lo puso en la garganta, posando la punta en el hoyo que debajo del bocado de Adán está, y le dijo con voz suave, como si no estuviera enfadado: "Pedrillo Cararrajada: ésta es la última vez que te consiento gallo. A la que venga te juro por mi fe de Cristo y por Santa María que te he de hacer enforcar como me llamo Andrés y contigo a todos los que se te pongan al lado. Esto queda dicho y sirve para ti y para todos". Y luego le retiró la espada y el otro se levantó más apaciguado y los demás ballesteros fuéronse retrayendo para sus aposentos hablando entre ellos y eso fue todo. Y yo miré por las mujeres que se habían instalado en una celdilla que tenía su postigo con cerrojo, al lado de la puerta grande, y hallé que estaban las tres curiosas y asustadas, asomadas al patio, catando lo que había ocurrido, de lo que sentí envidia de la firmeza de Andrés, que nadie pensara que tanta tenía, y de buena gana hubiera querido ser yo el que le cortara las muchas alas y espolones al "Rajado". Y en eso quedó la cosa. Acomodáronse los caballos con mucho pienso, por ver de sacarlos de las pocas carnes en que habían quedado en la nao marinera, y fuímonos todos a dormir y yo dispuse dobladas guardas y velas en las cuatro esquinas de la azotea del casal y otro en la puerta que guardara también el aposento de las mujeres y con esto me apacigüé hasta otro día aunque dormir bien no pude, cavilando en las mudanzas y aconteceres de la víspera.

Mostrándose el alba, se presentó a la puerta del corral el nuncio del Rey de Marruecos y mandó abrir las puertas de sus cerrojos y luego aguardó fuera a que yo saliera, sin pasar él del zaguán y entrepuerta de la casa, señal que yo aprecié de discreta y buena crianza. Y en saliendo yo, que ya estaba vestido con aquel jubón de fina chapería y velludo carmesí morado que me regalara el Condestable, él me dijo que era hora de llevarme delante del Rey y que si yo daba licencia podían venir conmigo las personas de nota que me acompañaban, a lo que yo accedí y tomé a fray Jordi y a Manolito de Valladolid, además de Paliques, que había de mediar en nuestras fablas arábigas, mas no quise llevar a Andrés de Premió sino que tomándolo del brazo lo llevé aparte y le encomendé estas palabras: "Andrés, amigo, quedas al mando de esta tropa y al cuidado de doña Josefina y las otras mujeres. Que nadie salga del corral sin recado cierto mío, firmado por mi mano y rubricado con una cruz que parta y divida mi nombre". A lo que él asintió como discreto y los que teníamos que marchar marchamos luego.

El oficial moro que nos acompañaba era un hombre membrudo y gentil y bien parecido, no tan negro como los moros suelen ser, sino antes bien blanco y quemado de los muchos soles a que su vida militar lo acostumbraba. Dijo que se llamaba Infarafi y, por lo que fuimos hablando por el camino con el lengua Paliques de por medio, saqué en claro que en su cuartel había muchos caballeros cristianos amigos suyos que hubieran querido venir a vernos, sólo que el protocolo del Rey de Marruecos lo prohibía hasta que el Rey mismo nos hubiera visto. Lo cual no sabía yo si creérmelo, pero tampoco quería contradecirlo, no fuera a tomarme por rústico desconfiado. Luego, con el tiempo, he venido a advertir que a los moros no les afrenta que uno se muestre desconfiado y receloso con ellos, antes bien les parece la actitud natural. Es el caso que ellos son demasiadamente desconfiados y no sé bien si serán tan desconfiados porque son muy embusteros y engañadores o si son así de embusteros y engañadores porque son muy desconfiados. Es cosa que por mucho tiempo que se viva con ellos nunca llega uno a aventar en claro.

Así pues, el Infarafi nos condujo por un campo espacioso donde se montan los tenderetes del mercado y que luego supe que se llama Jemsa el Fna que, en lengua arábiga, es plaza de la asamblea de la muerte, y en tal lugar se agolpaba gran muchedumbre de moros así de hombres como de mujeres y niños que salieron a vernos y formaron calles que pasáramos y se reían y hacían sus comentos en algarabía elogiando mucho, ora los trajes, ora los caballos, según Paliques puntualmente iba diciendo y no sé yo si verdaderamente lo entendía o si entendía un poco y se inventaba otro poco o si lo entendía todo pero sólo nos decía lo bueno porque lo cierto es que solamente alabanzas y loores recibimos, de lo cual hube yo mucho placer e iba muy enhiesto y sacando pecho afuera y puesta la mano diestra, como con desgaire, sobre el pomo del estoque, para levantar la capa por detrás, y por el rabillo del ojo veía negros ojos de mora orlados de sedosas y suaves pestañas e iba rumiando yo en mi corazón si después de todo no sería placentera la vida de estos infieles en el corazón de África. Y con esto llegamos a un gran muro bermejo de tapial sin almenas ni tejadillo, que estaba guardado por sayones negros vestidos de blanco, por donde conocí que aquél debía ser el alcázar y posada del Rey de los moros. Y acudieron pajes negros a tomar los caballos y descabalgamos y nos dejamos conducir por Infarafi, después de cruzar dos patios muy hermosos con estanques orlados de macetas de olor, a una gran sala muy adornada y pintada donde el Rey recibía. Y estaban en la dicha sala obra de veinte o treinta personas, al parecer cortesanos, por la traza y el lujo de las vestimentas, y algunos de ellos no vestían a la usanza mora sino como cristianos y todos estaban muy animadamente departiendo y platicando en sus corros hasta que nosotros fuimos llegados con lo que se silenciaron para mirarnos, más por la novedad de nuestras personas que por la gravedad de la ceremonia, que como gente grosera que son, los moros usan poca.