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Pasó más de un año antes de que volviera a ver a Dean. Durante todo ese tiempo permanecí en casa, terminé mi libro y empecé a ir a la facultad gracias a la ley de veteranos de guerra. En Navidades de 1948 mi tía y yo fuimos cargados de regalos a visitar a mi hermano en Virginia. Me había escrito con Dean y me dijo que volvía otra vez al Este; y yo le contesté que si era así podría encontrarme en Testament, Virginia, entre Navidades y Año Nuevo. Y un día, cuando todos nuestros parientes sureños estaban sentados en la sala de Testament, hombres y mujeres tristes con el viejo polvo sureño en los ojos que hablaban en voz baja y quejosa del tiempo, la cosecha y esa cansada recapitulación general de quién había tenido hijos, quién se había hecho una casa nueva, y cosas así, un Hudson 49 cubierto de barro se detuvo en la sucia carretera de delante de la casa. No tenía ni idea de quiénes eran. Un joven cansado, musculoso y sucio, en camiseta, sin afeitar, con los ojos irritados, llegó al porche y tocó el timbre. Abrí la puerta y de repente me di cuenta de que era Dean. Había viajado desde San Francisco hasta la puerta de mi hermano Rocco en Virginia, y en un tiempo asombrosamente corto, porque yo le había dicho en mi última carta dónde me encontraba. Dentro del coche vi a dos personas durmiendo.
– ¡Hostias! ¡Dean! ¿Quién está en el coche?
– Hola, hola, tío, son Marylou. Y Ed Dunkel. Necesitamos inmediatamente un sitio donde lavarnos. Estamos cansadísimos.
– ¿Pero cómo habéis venido tan rápido?
– ¡Ah, tío, el Hudson vuela!
– ¿Dónde lo conseguiste?
– Lo compré con mis ahorros. He trabajado en el ferrocarril y ganaba cuatrocientos dólares al mes.
La confusión fue total durante la hora siguiente. Mis parientes del Sur no tenían ni idea de lo que pasaba, o de quién o qué eran Dean, Marylou y Ed Dunkel; estaban atontados. Mi tía y mi hermano Rocky fueron a la cocina a consultar. Había, en total, once personas en la pequeña casa sureña. Y no sólo eso, pues mi hermano había decidido hacía poco cambiarse de casa y ya se habían llevado la mitad de los muebles; él, su mujer y su hijo iban a instalarse en un sitio más cerca de Testament. Habían comprado muebles nuevos para la sala de estar y los viejos serían para la casa de mi tía en Paterson, aunque todavía no estaba decidido cómo se haría el traslado. En cuanto Dean se enteró de esto se ofreció a llevarlos en su Hudson. Él y yo llevaríamos los muebles a Paterson en un par de viajes rapidísimos y volveríamos por mi tía después del segundo. Eso nos ahorraría un montón de dinero y de problemas. Quedamos de acuerdo en eso. Mi cuñada preparó un banquete y los tres viajeros se sentaron a comer. Marylou no había dormido desde Denver. Me parecía que ahora era mayor y estaba más guapa.
Me enteré de que Dean había vivido perfectamente con Camille en San Francisco desde aquel otoño de 1947; tenía un trabajo en el ferrocarril y ganó un montón de dinero. Se convirtió en padre de una niña muy mona, Amy Moriarty. Después, y de repente, un día perdió la cabeza mientras paseaba por una calle. Vio un Hudson del 49 en venta y corrió al banco por todos sus ahorros. Compró el coche en el acto. Ed Dunkel estaba con él. Ahora no tenían ni un centavo. Dean trató de tranquilizar a Camille y dijo que regresaría dentro de un mes.
– Me voy a Nueva York y traeré a Sal.
A Camille no le gustó demasiado el proyecto.
– Pero, ¿qué significa todo esto? ¿Por qué me haces esto?
– No es nada, no es nada, querida… bueno… verás… Sal me ha pedido que vaya a recogerlo y es necesario que lo haga… pero sobran las explicaciones… Voy a decirte por qué… No, escucha, voy a decirte por qué. -Y le dijo por qué, es decir, le contó un montón de cosas sin sentido.
El alto y fuerte Ed Dunkel trabajaba también en el ferrocarril. él y Dean habían sido despedídos por motivos de antigüedad durante una drástica reducción de plantillas. Ed había conocido a una chica llamada Galatea que vivía en San Francisco de sus propios ahorros. Los dos insensatos decidieron llevar a la chica al Este con ellos para que pagara los gastos. Ed rogó y prometió; ella no quería ir a menos que se casaran. En un torbellino de días enloquecidos Ed Dunkel se casó con Galatea, y Dean anduvo de un sitio para otro buscando los papeles necesarios, y pocos días antes de Navidad salieron de San Francisco a ciento diez por hora en dirección a LA y la carretera del Sur que no tenía nieve. En LA cogieron a un marinero en una agencia de viajes a cambio de quince dólares para gasolina. Iba a Indiana. También cogieron a una mujer y a su hija idiota, esta vez por cuatro dólares para gasolina hasta Arizona. Dean sentó a la idiota delante junto a él y se entendieron muy bien, y como él mismo decía:
– Durante todo el camino, tío, era un chica encantadora. Hablamos y hablamos de incendios y de que el desierto se convertiría en un paraíso y de un loro suyo que decía palabrotas en español.
Dejaron a estos pasajeros y siguieron hacia Tucson. La nueva esposa de Ed se quejaba de que estaba cansada y quería dormir en un motel. Si lo hacían gastarían el dinero de la chica mucho antes de llegar a Virginia. Pero la chica consiguió que se detuvieran un par de noches y gastaron los billetes de diez dólares en los moteles. Cuando llegaron a Tucson ya no tenía ni un centavo. Dean y Ed le dieron puerta en el vestíbulo de un hotel y continuaron el viaje solos con el marinero, y sin el menor remordimiento.
Ed Dunkel era un tipo alto, tranquilo, que jamás pensaba en nada y estaba dispuesto a hacer todo lo que Dean le propusiera; y por entonces Dean estaba demasiado ocupado para tener escrúpulos. Pasaban por Las Cruces, Nuevo México, cuando de repente sintió deseos incontenibles de volver a ver a su primera mujer, la dulce Marylou. Estaba en Denver. Dirigió el coche hacia el Norte, sin escuchar las débiles protestas del marinero, y entraron zumbando en Denver por la noche. Corrió y encontró a Marylou en un hotel. Estuvieron diez horas haciendo el amor sin parar. Lo decidieron todo de nuevo: seguirían juntos. Marylou era la única chica a la que Dean quería de verdad. Se sintió conmovido cuando la vio de nuevo, y, como antes, suplicó y rogó de rodillas para contentarla. Ella comprendía a Dean; le acarició el pelo; sabía que estaba loco. Para calmar al marinero, Dean le citó con una chica en la habitación de un hotel en cuyo bar solía reunirse a beber con sus viejos amigos. Pero el marinero rechazó a la chica y se perdió en la noche y no le volvieron a ver. Sin duda había cogido un autobús a Indiana.
Dean, Marylou y Ed Dunkel salieron zumbando hacia el Este a lo largo de Colfax y las llanuras de Kansas. Les sorprendieron grandes tormentas de nieve. En Missouri, por la noche, Dean tuvo que conducir sacando la cabeza envuelta en una bufanda por la ventanilla, y con unas gafas de nieve que le hacían parecer un monje estudiando los manuscritos de la nieve. El parabrisas estaba cubierto por una capa de hielo de un par de centímetros de espersor. Condujo por el condado donde habían nacido sus antepasados sin pensar en ellos. Por la mañana el coche patinó en una pendiente con el piso helado y fueron a parar a la cuneta. Un granjero se ofreció a ayudarles. Siguieron y recogieron a un autostopista que les prometió un dólar si le llevaban a Memphis. En Memphis fueron a su casa, y el tipo dijo que no podía encontrar el dólar, se emborrachó, y los burladores quedaron burlados. Reanudaron la marcha a través de Tennessee; los amortiguadores se habían roto debido al accidente. Dean había estado conduciendo a casi ciento cincuenta, ahora tenía que ir a sólo ciento diez o todo el motor saltaría en pedazos ladera abajo. Cruzaron las montañas Great Smoky en pleno invierno. Cuando llegaron a la puerta de mi hermano llevaban treinta horas sin comer… exceptuados unos caramelos y unas galletas de queso.
Comieron vorazmente mientras Dean, emparedado en mano, aullaba y saltaba ante un gran tocadiscos escuchando un salvaje disco bop que yo acababa de comprar y que se titulaba «The Hunt», con Dexter Gordon y Wardell Gray tocando ante un público que lanzaba alaridos y daba al disco un fantástico volumen frenético. Los sureños se miraban entre sí y movían la cabeza con desaprobación.
– ¿Qué clase de amigos tiene Sal? ¿Quiénes son estos tipos? -le decían a mi hermano. Y mi hermano no sabía qué contestarles. A los sureños no les gusta nada la locura, ni los tipos como Dean. Este no les prestaba ninguna atención. La locura de Dean había florecido hasta ser algo tremendo. No me di cuenta de ello hasta que él y yo y Marylou y Dunkel salimos a dar una vuelta en el Hudson, y estuvimos solos por primera vez y pudimos hablar de lo que nos apeteciera. Dean se agarró al volante, metió la segunda, esperó un minuto en punto muerto, y de pronto pareció decidir algo y disparó el coche carretera adelante con furiosa determinación.
– Muy bien, chicos -dijo frotándose la nariz e inclinándose para tantear la guantera y sacando pitillos y moviéndose atrás y adelante mientras hacía todo esto y conducía-. Ha llegado el momento de decidir qué vamos a hacer la semana que viene. Es vital, vital, claro que sí -esquivó un carro tirado por una mula; en él iba sentado un viejo negro-. ¡Sí! -aulló Dean-. ¡Sí! ¡Le comprendo! Ahora detengámonos y estudiemos su alma. -Y aflojó la marcha para que nos volviéramos y contemplásemos al viejo que protestaba-. ¡Sí! ¡Tenéis que comprenderlo! Hay pensamientos en el fondo de esa mente que me gustaría conocer, y daría mi brazo derecho por ello; me gustaría subir al carro con él y averiguar lo que ese pobre diablo piensa de los nabos de este año y del jamón. Sal, tú no lo sabes, pero en una ocasión viví con un granjero de Arkansas durante todo un año, cuando tenía once. Tenía que hacer cosas horribles; en una ocasión hasta tuve que despellejar a un caballo muerto. No he vuelto a Arkansas desde las Navidades del cuarenta y tres, hace ya cinco años, cuando Ben Gavin y yo fuimos perseguidos por un hombre con una pistola que era dueño del coche que habíamos intentado robar; te digo todo esto para que veas que puedo hablar del Sur. He conocido… bueno, tío, quiero decir que entiendo el Sur, sé cómo es de arriba abajo… entendí lo que me escribiste sobre él. Sí, sí, lo entendí perfectamente -seguía hablando sin parar y disminuyendo la marcha hasta casi detenerse y, de repente, lanzando otra vez el coche a ciento diez, inclinado sobre el volante. Miraba fijamente hacia delante. Marylou sonreía con tranquilidad. Era un Dean nuevo y completo, llegado a la madurez. Me dije que había cambiado. Sus ojos despedían furia cuando hablaba de las cosas que odiaba; su rostro, por el contrario, se iluminaba de alegría cuando súbitamente se sentía contento; cada uno de sus músculos se crispaba vivo y en marcha-. ¡Oh, tío, la de cosas que te podría contar! -dijo dándome un codazo-. Sí, tío, es absolutamente necesario que tengamos tiempo… ¿Qué ha sido de Carlo? Iremos a ver a Carlo, es lo primero que haremos mañana. Ahora Marylou hay que conseguir pan y carne para el viaje a Nueva York. ¿Cuánto dinero tienes, Sal? Pondremos todos los muebles en el asiento de atrás, y todos iremos delante apretados y muy juntitos y nos contaremos mil historias mientras zumbamos hacia Nueva York. Marylou, cachonda mía, tú te sentarás junto a mí. Sal después, y Ed pegado a la puerta, como es tan grande nos cortará el viento, puede usar la manta. Y entonces disfrutaremos de la vida, ha llegado el momento de ello, y todos lo sabemos.
Se frotó furiosamente la mandíbula, hizo zigzaguear el coche, adelantó a tres camiones, y entró en Testament a toda pastilla mirando a todas partes y viéndolo todo en un ángulo de 180 grados sin mover la cabeza. ¡Bang!, en seguida encontró aparcamiento. Dejó el coche allí y se apeó. Entro violentamente en la estación de ferrocarril; le seguimos como corderitos. Compró pitillos. Sus movimientos eran completamente locos; parecía que todo lo hacía al mismo tiempo. Sacudía la cabeza, arriba, abajo, a los lados; sus manos se movían vigorosas, espasmódicas; caminaba rápido, se sentaba, cruzaba las piernas, las descruzaba, se levantaba, se frotaba las manos, se frotaba la bragueta, se estiraba los pantalones, levantaba la vista y decía:
– ¡Vaya! ¡Vaya! -y de pronto abría mucho los ojos para mirar hacia todas partes; y todo el tiempo me daba codazos en las costillas y hablaba y hablaba.
Hacía mucho frío en Testament; había nevado en una época rara. Dean seguía de pie en la larga y desierta calle que se extiende junto al ferrocarril, con sólo una camiseta y unos grandes pantalones colgantes con el cinturón suelto como si pensara quitárselos allí mismo. Acercó la cabeza a Marylou, luego se separó de ella agitando las manos y diciendo:
– Sí, sí, te conozco, te conozco perfectamente, querida.
Su risa era de maníaco; empezaba en tono bajo y terminaba en tono altísimo, igual que la risa de un loco de la radio, sólo que más rápida y más entre dientes. Luego, recuperaba un tono como de tratar de negocios. Habíamos ido al centro de Testament sin motivo ninguno, pero él lo encontró. Nos hizo movernos sin parar. Marylou fue a una tienda a comprar comida, yo a conseguir un periódico para leer el informe meteorológico, Ed a por puros. A Dean le gustaba fumar puros. Fumó uno hojeando el periódico y hablando sin parar.
– ¡Vaya! Los malditos carniceros de Washington ya están planteando nuevos problemas a nuestra bendita América… Sí, sí, vaya, vaya -y de pronto se alejó de nosotros y corrió a ver a una chica negra que pasaba entonces delante de la estación-. ¡Miradla! -dijo señalándola con un dedo flácido y luego señalándose a sí mismo con sonrisa de idiota-, fijaos que cosa negra tan preciosa. ¡Vaya! ¡Vaya!. -Subimos en seguida al coche y volamos de regreso a casa de mi hermano.
Había pasado unas Navidades tranquilas en el campo, me di cuenta de ello cuando volvimos a la casa y vi el árbol de Navidad, los regalos, y olí el pavo asado y escuché la charla de los parientes, pero ahora sentía el gusanillo otra vez, y el nombre del gusanillo era Dean Moriarty y había llegado el momento de volver de nuevo a la carretera.
Pusimos los muebles de mi hermano en el asiento de atrás y partimos al anochecer, prometiendo estar de vuelta en treinta horas: treinta horas para hacer mil seiscientos kilómetros al Norte y al Sur. Pero Dean quería que fuera así. Fue un viaje duro y ninguno de nosotros lo advirtió; la calefacción no funcionaba y, por lo tanto, el parabrisas se empañaba y se cubría de hielo; Dean, siempre conduciendo a ciento diez, sacaba un brazo de cuando en cuando y lo limpiaba con un trapo para hacer un agujero y ver la carretera. En el espacioso Hudson había sitio de sobra para que los cuatro fuéramos en la parte de adelante. Una manta nos cubría las piernas. La radio no funcionaba. Era un coche nuevo comprado cinco días antes y ya estaba roto. Sólo habían pagado el primer plazo, además. Allí íbamos, hacia Washington, al Norte, por la 301, una autopista muy recta de dos carriles y sin mucho tráfico. Y Dean hablaba, y ninguno de los demás hablaba. Gesticulaba furiosamente, y se inclinaba a veces hacia mí para subrayarme algo, y otras veces soltaba el volante y sin embargo el coche seguía recto como una flecha, sin desviarse ni un instante de la línea blanca del centro de la carretera que se desenrrollaba besando nuestro neumático delantero izquierdo.
Era un conjunto de circunstancias sin sentido lo que había hecho venir a Dean, y yo me fui con él también sin motivo ninguno. En Nueva York iba a la facultad y estaba ligado con una chica que se llamaba Lucille, una italiana muy guapa de pelo rubio con la que, de hecho, quería casarme. Todos estos años había estado buscando una mujer con la que casarme. No conocía a una chica sin decirme en seguida: «¿Qué tal será como mujer?». Les hablé a Dean y Marylou de Lucille. Marylou quería saberlo todo de ella, quería conocerla. Pasamos zumbando por Richmond, Washington, Baltimore y subimos a Filadelfia por una sinuosa carretera y hablando.
– Quiero casarme -le dije-, quiero que mi alma repose junto a una buena mujer hasta que nos hagamos viejos. Esto no puede seguir así todo el tiempo. Este frenético deambular tiene que terminarse. Debemos llegar a algún sitio, encontrar algo.
– Mira tío -dijo Dean-. Hace años que te doy buenos consejos sobre el hogar y el matrimonio y todas esas cosas maravillosas relacionadas con tu alma.
Fue una noche triste; también fue una noche alegre. En Filadelfia entramos en una cafetería y compramos unas hamburguesas con nuestro último dólar. El encargado
– eran las tres de la mañana- nos oyó hablar del dinero y nos ofreció hamburguesas y café gratis si le lavábamos todos los platos que estaban amontonados en la cocina pues su ayudante no se había presentado. Aceptamos. Ed Dunkel dijo que era un buscador de perlas que subía de las profundidades y metió sus largos brazos entre los platos. Dean se instaló a su lado con un paño, y lo mismo Marylou. Finalmente empezaron a meterse mano entre los cazos y las sartenes; acabaron en un rincón de la despensa. El encargado se daba por satisfecho mientras Ed y yo limpiáramos los platos. Acabamos en quince minutos. Cuando despuntaba el día zumbábamos a través de Nueva Jersey con la gran nube de Nueva York alzándose detrás de nosotros en la nevada lejanía. Nos metimos por el túnel Lincoln y cortamos por Times Square; Marylou quería ver la plaza.
– ¡Maldita sea! Me gustaría encontrar a Hassel. Mirad todos con atención a ver si conseguimos verlo.
Observamos atentamente las aceras.
– El ido de Hassel. Tenías que haberlo visto en Texas.
Así que Dean había recorrido unos seis mil quinientos kilómetros desde Frisco, vía Arizona y subiendo a Denver, en sólo cuatro días, con aventuras innumerables intercaladas, y sólo era el comienzo.
Fuimos a mi casa en Paterson y dormimos. Fui el primero en despertarme, avanzada la tarde. Dean y Marylou dormían en mi cama, Ed y yo en la de mi tía. El desgonzado y estropeado baúl de Dean estaba en el suelo con unos calcetines asomando. Me llamaban por teléfono al drugstore de abajo. Bajé; era de Nueva Orleans. Se trataba del viejo Bull Lee que se había trasladado a Nueva Orleans. Bull Lee con su aguda y gimiente voz se quejaba. Al parecer una chica llamada Galatea Dunkel acababa de llegar a su casa buscando a un tal Ed Dunkel. Bull no tenía ni idea de quienes eran. Galatea Dunkel era una perdedora tenaz. Le dije a Bull que la tranquilizara contándole que Dunkel estaba con Dean y conmigo y que lo más probable era que la recogiéramos en Nueva Orleans camino de la costa. Entonces la propia Galatea se puso al teléfono. Quería saber cómo estaba Ed. Le interesaba mucho que se encontrara bien.
– ¿Cómo te las arreglaste para ir de Tucson a Nueva Orleans? -le pregunté.
Me dijo que había telegrafiado a casa pidiendo dinero y que había cogido un autobús. Estaba decidida a reunirse con Ed porque lo amaba. Subí y se lo dije a Ed. Se sentó en la cama con expresión preocupada, un ángel de hombre, de hecho.
– Muy bien -dijo Dean despertándose de repente y saltando de la cama-, lo que tenemos que hacer es comer inmediatamente. Marylou vete a la cocina y mira si hay algo de comer. Sal, tú y yo bajaremos a llamar a Carlo. Ed, tú mira a ver si puedes arreglar un poco la casa -seguí a Dean abajo.
El chico que llevaba el drugstore dijo:
– Ha habido otra llamada para ti, esta vez de San Francisco. Preguntaban por alguien llamado Dean Moriarty. Dije que no conocía a nadie que se llamara así.
Era la dulcísima Camille, llamando a Dean. El chaval del drugstore, Sam, un amigo mío alto y tranquilo, me miró y se rascó la cabeza.
– Oye -dijo-, ¿has organizado una casa de putas internacional?
– Te han descubierto, tío -rió Dean maniáticamente. Saltó a la cabina telefónica y llamó a San Francisco a cobro revertido. Después llamó a Carlo, a su casa de Long Is-land, y le dijo que viniera. Carlo llegó un par de horas después. Entretando Dean y yo nos habíamos preparado para nuestro viaje de regreso a Virginia. Iríamos los dos solos a recoger el resto de los muebles y traer a mi tía. Carlo Marx llegó, con sus poemas bajo el brazo, y se sentó en una butaca mirándonos con sus brillantes y pequeños ojos. Durante media hora se negó a decir nada, de ningún tipo, se negó a comprometerse. Se había tranquilizado desde los días de Denver, gracias a su estancia en Dakar. En Dakar, luciendo barba, había callejeado seguido por niños que le llevaron a un brujo a que le dijera la buenaventura. Tenía fotos de callejas con cabañas de paja de las afueras de Dakar. Dijo que casi se había tirado por la borda del barco, lo mismo que Hart Crane, en su viaje de regreso. Dean estaba sentado en el suelo con una caja de música y escuchaba asombrado la cancioncilla que tocaba: «A Fine Romance».
– Escuchad, son una especie de campanillas -nos inclinamos y miramos el interior de la caja de música hasta que descubrimos todos sus secretos-. ¡Tilín! ¡Tin! ¡Tilín! ¡Vaya, vaya!
Ed Dunkel también se había sentado en el suelo; tenía mis palillos; de pronto se puso a tocar con ellos un suave ritmo que iba con la música de la caja, a la que casi no se podía oír. Todos contuvimos el aliento para escuchar.
– Tic… tac… tic-tac… tac-tac -Dean se puso la mano detrás de la oreja; estaba boquiabierto; dijo-: ¡Vaya! ¡Vaya!
Carlo observaba toda esta tonta locura con ojos entornados. Finalmente se dio una palmada en la rodilla y dijo:
– Tengo algo que deciros.
– ¿Qué es? ¿Qué es?
– ¿Qué significa este viaje a Nueva York? ¿En qué sórdido asunto os habéis metido ahora? Es decir, tío, ¿adónde vas? ¿Adónde vas tú, América, en tu reluciente coche a través de la noche?
– ¿Adónde vas? -repitió Dean como un eco, con la boca abierta.
Nos sentamos y no supimos qué decir; no había más que hablar. Lo único que podíamos hacer era irnos. Dean se puso en pie de un salto y dijo que estábamos listos para volver a Virginia. Se duchó, yo preparé una gran fuente de arroz con todo lo que quedaba en la casa, Marylou zurció los calcetines, y ya estábamos listos para irnos. Dean y Carlo y yo zumbamos hacia Nueva York. Prometimos ver a Carlo dentro de treinta horas, a tiempo para celebrar la Noche Vieja. Era de noche. Lo dejamos en Times Square, volvimos a pasar por el túnel hasta Nueva Jersey, y de nuevo en la carretera. Nos turnamos al volante y llegamos a Virginia en diez horas.
– Ahora es la primera vez desde hace años que estoy solo y en disposición de hablar -dijo Dean, y habló toda la noche. Como en sueños zumbamos de regreso a través del dormido Washington y volvimos a las inmensidades de Virginia, cruzando el río Appomattox al despuntar el día. Llamamos a la puerta de mi hermano a las ocho de la mañana. Y todo este tiempo Dean estaba tremendamente excitado con todo lo que veía, todo lo que decía, cada uno de los detalles de los momentos que pasaban. Estaba fuera de sí y hablaba con auténtica fe.
– Y naturalmente ahora nadie puede decirnos que Dios no existe. Hemos pasado por todo. ¿Sal, te acuerdas de cuando vine a Nueva York por primera vez y quería que Chad King me enseñara cosas de Nietzsche? ¿Te acuerdas de cuánto tiempo hace? Todo es maravilloso, Dios existe, conocemos el tiempo. Todo ha sido mal formulado de los griegos para acá. No se consigue nada con la geometría y los sistemas de pensamiento geométricos. ¡Todo se reduce a esto! -hizo un corte de manga; el coche seguía marchando en línea recta-. Y no sólo eso sino que ambos comprendemos que yo no tengo tiempo para explicar por qué sé y tú sabes que Dios existe.
En un determinado momento me lamenté de los problemas de la vida, de lo pobre que era mi familia, de lo mucho que deseaba ayudar a Lucille, que también era pobre y tenía una hijita.
– Problemas, ya ves, son la palabra que generaliza los motivos por los que Dios existe. La cuestión es no quedar colgado. ¡Me da vueltas la cabeza! -gritó cogiéndosela con ambas manos.
Salió del coche a buscar pitillos y se parecía a Groucho Marx: el mismo caminar furioso, dando pasos muy largos, con los faldones del frac al viento, excepto que no llevaba frac.
– Desde Denver, Sal, un montón de cosas… ¡Y qué cosas! He pensado y pensado. Estaba en el reformatorio casi todo el tiempo. Era un delincuente tratando de reafirmarme: robar coches era una expresión psicológica de mi situación, un modo de indicarla. Ahora todos mis problemas con la cárcel están arreglados. Que yo sepa nunca volveré a la cárcel. Lo demás no es culpa mía -pasamos junto a un niño que apedreaba a los coches-. Piensa en esto -siguió Dean-. Cualquier día romperá un parabrisas con una piedra y el conductor se estrellará y morirá. Y todo por culpa de ese chaval. ¿Ves lo que te quiero decir? Dios existe sin escrúpulos. Mientras rodamos por esta carretera no tengo ninguna duda de que hará todo lo posible para protegernos, lo mismo que tú cuando conduces con tanto miedo (no me gustaba conducir y lo hacía con todo tipo de precauciones). El coche seguirá su camino por sí mismo y no te saldrás de la carretera y yo podré dormir. Además, conocemos perfectamente América, estamos en casa; puedo ir a cualquier parte de América y conseguir lo que quiera porque en todas partes es lo mismo. Conozco a la gente y sé las cosas que hacen. Es un dar y tomar constante y entramos en la tranquilidad increíblemente complicada haciendo eses de un lado a otro.
No había nada claro en las cosas que decía, pero lo que intentaba explicar era algo puro y transparente. Usaba mucho la palabra «puro». Nunca me había imaginado que Dean pudiera ser un místico. Eran los primeros días de un misticismo que le llevarían a la extraña y harapienta santidad a lo W. C. Fields de sus últimos días.
Hasta mi tía le escuchaba con cierta curiosidad mientras volvíamos hacia el Norte aquella misma noche con los muebles detrás. Ahora que mi tía estaba en el coche, Dean se calmó y hablaba de su trabajo en San Francisco. Nos enteramos hasta el menor detalle de lo que tiene que hacer un guardafrenos, haciéndonos demostraciones cada vez que pasábamos junto a las vías del tren, y en un determinado momento saltó del coche para demostrarme cómo toma un trago un guardafrenos durante una breve parada. Mi tía se retiró al asiento de atrás y trató de dormir. En Washington, a las cuatro de la mañana, Dean telefoneó a cobro revertido a Frisco. Habló con Camille y poco después de esto, cuando dejábamos atrás Washington, un coche de la policía de tráfico con la sirena sonando nos puso una multa por exceso de velocidad a pesar de que entonces no íbamos a más de sesenta por hora. Se debía a nuestra matrícula de California.
– Chicos, ¿creéis que podéis correr todo lo que os dé la gana sólo porque venís de California? -dijo el policía.
Fui con Dean a la comisaría y tratamos de explicar al sargento que no teníamos dinero. Dijeron que Dean pasaría la noche en la cárcel si no reuníamos la pasta. Naturalmente, mi tía la tenía: quince dólares. Y de hecho, mientras discutíamos con la pasma, uno de los policías fue a echar un vistazo a mi tía que estaba envuelta en su manta en el asiento de atrás.
– No tenga miedo, no soy una ladrona con la pistola preparada. Si quiere puede entrar y registrar el coche, vamos, hágalo si le apetece. Vuelvo a casa con mi sobrino y no hemos robado estos muebles. Son de mi sobrina que acaba de tener un hijo y se muda a una casa nueva.
Esto desconcertó al Sherlock Holmes, que volvió a la comisaría. Mi tía tuvo que pagar la multa de Dean o nos quedaríamos colgados en Washington; yo no tenía carnet. Dean prometió devolvérselo, y de hecho lo hizo, justamente año y medio más tarde ante la grata sorpresa de mi tía. Mi tía… una mujer respetable hundida en este triste mundo, un mundo que conocía muy bien. Nos habló del de la bofia:
– Estaba escondido detrás del árbol intentando ver qué aspecto tenía. Le dije… Bueno, le dije que registrara el coche si quería. No tengo nada de qué avergonzarme
– sabía que Dean tenía cosas de qué avergonzarse, y yo también, debido a que estaba con Dean, y éste y yo lo aceptamos tristemente.
Mi tía dijo en una ocasión que en el mundo nunca habría paz hasta que los hombres se arrodillaran delante de las mujeres y les pidieran perdón. Dean lo sabía, lo había dicho muchas veces.
– Yo he suplicado y suplicado a Marylou -dijo- para que mantuviéramos unas relaciones pacíficas y comprensivas y de un amor puro y dulce y eterno, dejando a un lado lo que pueda separarnos… pero ella no me deja en paz, trama algo, quiere hundirme, no entiende lo mucho que la quiero, está buscando mi perdición.
– Lo cierto del asunto es que no entendemos a nuestras mujeres -añadí yo-. Les echamos la culpa de todo y, de hecho, la culpa la tenemos nosotros.
– La cosa no es tan sencilla como eso -me previno Dean-. La paz llegará de improviso, no nos daremos cuenta cuando llegue… ¿te das cuenta, tío?
Tercamente, congelado, condujo el coche a través de Nueva Jersey; al amanecer llegamos a Paterson mientras yo conducía y Dean dormía detrás. Llegamos a casa a las ocho de la mañana y nos encontramos a Marylou y Ed Dunkel sentados y fumándose las colillas de los ceniceros; no habían comido desde que Dean y yo nos marchamos. Mi tía compró comida y preparó un espléndido desayuno.
Era el momento de que el trío de San Francisco encontrara nuevo alojamiento en el propio Manhattan. Carlo tenía un cuarto en la avenida York; se trasladarían por la tarde. Dean y yo dormimos el día entero, y nos despertó una gran tormenta de nieve que anunciaba la Noche Vieja de 1948. Ed Dunkel estaba sentado en mi butaca y hablaba del Año Nuevo anterior.
– Estaba en Chicago. No tenía ni un centavo. Estaba sentado junto a la ventana de la habitación de mi hotel de North Clark Street y desde la panadería de abajo llegó a mis narices el olor más delicioso que quepa imaginarse. No tenía ni una perra pero bajé y hablé con la chica. Me dio pan y tarta de café gratis. Volví a mi habitación y comí. Me quedé en el cuarto toda la noche. En Farmington, Utah, en una ocasión, trabajaba con Ed Wall, ya sabes, Ed Wall el hijo del ranchero de Denver. Estaba en la cama y de repente vi a mi madre muerta de pie en un rincón rodeada de luz. Dije: «¡Madre!», y desapareció. Tengo visiones todo el tiempo -terminó Ed Dunkel, moviendo la cabeza.
– ¿Qué piensas hacer con Galatea?
– Bueno, ya veremos cuando lleguemos a Nueva Orleans, ¿no te parece? -y comenzó a buscar mi consejo; el de Dean no le bastaba. Pero estaba enamorado de Galatea.
– ¿Qué piensas hacer contigo mismo? -le pregunté.
– No lo sé -respondió-. Ir tirando, supongo. Vivir -añadió, siguiendo a Dean. Carecía de rumbo. Se sentó recordando aquella noche en Chicago y el pastel de café en la habitación solitaria.
Afuera se arremolinaba la nieve. En Nueva York se celebraría una gran fiesta; iríamos todos a ella. Dean cerró su destrozado baúl, lo metió en el coche, y todos nos fuimos dispuestos a pasar una gran noche. Mi tía estaba contenta pensando que mi hermano la visitaría la semana siguiente; se sentó con un periódico y esperó la transmisión radiofónica del fin de año en Times Square. Llegamos a Nueva York, patinando sobre el hielo. Nunca tuve miedo con Dean al volante; podía conducir un coche en cualquier situación. Habían arreglado la radio y un furioso bop nos empujaba a través de la noche. No sabía adónde nos llevaría todo esto, pero no me importaba.
Precisamente por entonces empezó a obsesionarme algo extraño. Era esto: me había olvidado de algo. Se trataba de una decisión que estaba a punto de tomar antes de que apareciera Dean y que ahora se había borrado de mi mente aunque todavía la tenía en la punta de la lengua. Chasqueaba los dedos intentando recordar. Y ni siquiera podía decir si era una decisión auténtica o sólo algo que había olvidado. Me obsesionaba y desconcertaba, me ponía triste. Tenía algo que ver con el Viajero de la Mortaja. Carlo y yo estábamos sentados en una ocasión, rodilla contra rodilla, en dos sillas, mirándonos, y le conté un sueño que había tenido de un extraño árabe que me perseguía por el desierto; trataba de escaparme de él; pero me alcanzó justo antes de llegar a la Ciudad Protectora.
– ¿Quién sería? -dijo Carlo.
Lo consideramos. Supuse que era yo mismo envuelto en una mortaja. No era eso. Algo, alguien, un espíritu nos perseguía por el desierto de la vida y nos alcanzaría antes de llegar al cielo. Por supuesto, ahora que volvía a ello, no podía ser más que la muerte: la muerte que nos alcanza antes de que lleguemos al cielo. Lo que anhelamos durante nuestra vida, lo que nos hace suspirar y gemir y sufrir todo tipo de dulces náuseas, es el recuerdo de una santidad perdida que probablemente disfrutamos en el seno materno y sólo puede reproducirse (aunque nos moleste admitirlo) al morir. Pero, ¿quién quiere morir? En el torbellino de acontecimientos en el fondo de la mente seguía pensando en esto. Se lo conté a Dean y él reconoció de inmediato que no era más que anhelo de la propia muerte; y dado que nadie vuelve a la vida, él, sensatamente, no quería tener nada que ver con ello, y me mostré de acuerdo.
Anduvimos buscando a mis amigos de Nueva York. También florecen aquí flores locas. Primero fuimos a ver a Tom Saybrook. Tom es un amigo triste, guapo, dulce, generoso y responsable; sólo de vez en cuando sufre bruscos ataques de depresión que le hacen largarse sin decir nada a nadie. Esta noche estaba muy contento.
Sal, ¿dónde has encontrado a esta gente tan maravillosa? Nunca he visto a nadie como ellos.
– Los encontré en el Oeste.
Dean estaba muy excitado; puso un disco de jazz, agarró a Marylou, la apretó bien contra él, y comenzó a frotarse contra ella al ritmo de la música. Ella también se frotaba contra él. Era una auténtica danza del amor, Ian MacArthur llegó con un nutrido grupo. Había empezado el fin de semana neoyorquino, y duraría tres días y tres noches. Grandes grupos se metían en el Hudson y andaban dando tumbos por las calles de Nueya York de fiesta en fiesta. Yo llevé a Lucille y a su hermana a la fiesta mejor. Cuando Lucille me vio con Dean y Marylou su cara se ensombreció: advirtió sin duda la locura que ellos me contagiaban.
– No me gustas cuando estás con ellos.
– ¡Oh, no es nada, sólo un poco de diversión! Sólo se vive una vez. Vamos a pasarlo bien.
– No, es triste y no me gusta.
Entonces Marylou empezó a coquetear conmigo; dijo que Dean volvería con Camille y que ella quería estar conmigo.
– Ven a San Francisco con nosotros. Viviremos juntos. Seré buena contigo.
Pero yo sabía que Dean quería a Marylou, y también sabía que Marylou hacía todo esto para poner celosa a Lucille, y no quise saber nada del asunto. Pero con todo, me relamí porque Marylou es una rubia apetitosa. Cuando Lucille vio que Marylou me llevaba a los rincones y me hablaba en voz baja y me forzaba a besarla, aceptó la invitación de Dean de ir con él al coche. Pero sólo hablaron y bebieron el aguardiente sureño que yo había dejado en la guantera. Todo se estaba entremezclando y todo se estaba yendo a la mierda. Sabía que mi relación con Lucille no duraría mucho más. Quería que me adaptara a su modo de ser. Estaba casada con un estibador que la trataba mal. Yo quería casarme con ella y ocuparme de su hija y de todo si se divorciaba; pero no teníamos dinero ni para el divorcio y todo el asunto carecía de solución, aparte de que Lucille nunca me comprendería porque me gustan demasiadas cosas y me confundo y desconcierto corriendo detrás de una estrella fugaz tras otra hasta que me hundo. Así es la noche, y eso produce. No puedo ofrecer más que mi propia confusión.
Las fiestas eran enormes; por lo menos había cien personas en un sótano de la Noventa Oeste. Había gente hasta en las bodegas junto al horno. Pasaba algo en cada esquina, en cada cama y butaca: no una orgía, sino simplemente una fiesta de Nueva York con gritos frenéticos y música de radio atronadora. Había hasta una chica china. Dean iba como Groucho Marx de grupo en grupo, enterándose de todo. Salíamos periódicamente con el coche para traer a más gente. Vino Damion. Damion es el héroe de mi pandilla de Nueva York, lo mismo que Dean es el héroe del Oeste. No se gustaron mutuamente de inmediato. La novia de Damion de pronto le dio un puñetazo en la mandíbula, un derechazo magnífico. Damion quedó tambaleándose y ella se lo llevó a casa. Vinieron algunos de nuestros locos amigos periodistas con botellas. Fuera había una tremenda y maravillosa tormenta de nieve. Ed Dunkel ligó con la hermana de Lucille y desapareció con ella; había olvidado decir que Ed Dunkel es un hombre de mucho éxito con las mujeres. Mide más de uno noventa, es amable, agradable, delicado y simpático. Ayuda a las mujeres a ponerse el abrigo. Y hace las cosas como se deben hacer. A las cinco de la mañana todos corrimos por el patio trasero de un edificio de apartamentos y trepamos a la ventana de una casa donde se celebraba una fiesta enorme. Al amanecer estábamos de regreso al apartamento de Ton Saybrook. Algunos dibujaban y bebían cerveza caliente. Me dormí en un sofá con una chica llamada Mona entre los brazos. Entraron grandes grupos procedentes del bar del campus de Columbia. Todas las cosas de la vida, todas las caras de la vida se amontonaron en la misma húmeda habitación. En el apartamento de Ian MacArthur seguía la fiesta. Ian MacArthur es un tipo maravilloso que lleva gafas y mira divertido por encima de ellas. Aprendió a decir «Sí» a todo, justo como hacía entonces Dean, y no paró de decirlo desde aquella época. Al atronador sonido de Dexter Gordon y Wardell Gray tocando «The Hunt», Dean y yo jugamos con Marylou sobre un sofá; y ella no era manca. Dean andaba sin nada por arriba, sólo con los pantalones, descalzo, hasta el momento en que cogía el coche e iba a buscar más gente. Pasaba de todo. Encontramos al salvaje y frenético Rollo Greb y pasamos una noche en su casa de Long Island. Rollo vive en una agradable casa con su tía; cuando ésta se muera la casa será toda para él. Entretanto ella se niega a realizar ninguno de los deseos de Rollo y odia a sus amigos. Rollo metió en la casa al grupo formado por Dean, Marylou, Ed y yo y empezó una ruidosa fiesta. La mujer andaba por el piso de arriba y amenazaba con llamar a la policía.
– ¡Cállate de una vez, vieja bruja! -chillaba Greb.
Me preguntaba cómo podía vivir con alguien así. Tenía más libros de los que yo había visto en toda mi vida: dos bibliotecas, dos habitaciones con las cuatro paredes llenas hasta el techo, y libros como el Apócrifo Esto-o-lo-Otro en diez volúmenes. Puso óperas de Verdi e imitaba a los cantantes vestido con un pijama que tenía un gran roto en la espalda. Todo le importaba un comino. Es un gran erudito que anda dando tumbos por los muelles de Nueva York con manuscritos musicales originales del siglo diecisiete bajo el brazo, chillando. Se arrastra por las calles como una gran araña. La excitación le salía por los ojos en llamaradas de luz diabólica. La cabeza le daba vueltas en éxtasis espasmódicos. Balbuceaba, se retorcía, se tiraba al suelo, gemía, aullaba, se echaba hacia atrás desesperado. Apenas podía articular palabra debido a lo que le excitaba la vida. Dean estaba ante él con la cabeza inclinada, repitiendo una y otra vez:
– Sí… sí… sí… -me llevó a un rincón-. Este Rollo Greb es el más grande, el más maravilloso de todos. Es lo que trataba de decirte… así es cómo quiero ser yo. Quiero ser como él. Nunca se queda colgado, va en todas direcciones, deja que todo vaya por sí mismo, sabe lo que es el tiempo, lo único que tiene que hacer es balancearse adelante y atrás. ¡Tío, es el acabóse! ¿Ves? Si haces lo mismo que él todo el tiempo lo habrás conseguido.
– ¿Conseguir qué?
– ¡ESO! ¡ESO! Te lo diré… pero ahora no tengo tiempo -y Dean corrió a observar a Rollo Greb un poco más.
George Shearing, el gran pianista de jazz era, según Dean, exactamente igual que Rollo Greb. Durante el loco fin de semana, Dean y yo fuimos al Birdland a ver a Shearing. El local estaba desierto, éramos los primeros clientes. A las diez apareció Shearing, que es ciego, y lo llevaron de la mano hasta el piano. Era un inglés de aspecto distinguido con cuello duro, ligeramente grueso, rubio, con un delicado aire de noche-inglesa-de-verano que se hizo patente con los primeros suaves escarceos que tocó en el piano mientras el bajista se inclinaba con respeto hacia él y marcaba el ritmo. El baterista, Denzil Best, estaba sentado inmóvil exceptuadas sus muñecas, que movían las escobillas. Y Shearing empezó a balancearse; una sonrisa recorrió su rostro extasiado; comenzó a balancearse en el taburete del piano, hacia adelante y hacia atrás, al principio con lentitud, luego de acuerdo con el ritmo, cada vez más de prisa, mientras su pie izquierdo golpeaba el suelo marcando el compás, su cuello se balanceaba retorciéndose, bajaba el rostro hasta las teclas, se echaba el pelo hacia atrás; se despeinó y empezó a sudar. La música se hacía más potente. El bajista se encorvó y tocaba cada vez más fuerte, y cada vez más de prisa; eso era todo. Shearing empezó a tocar su solo; los acordes salían del piano como grandes chubascos, y se pensaba que el tipo no tendría tiempo de ordenarlos. Se agitaban como el mar. La gente le gritaba:
– ¡Sigue! ¡Sigue!
Dean sudaba; el sudor fluía de su cuello.
– ¡Ya está! ¡Eso es! ¡Es Dios! ¡El Dios Shearing! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Y Shearing era consciente del loco que tenía detrás, oía cada uno de los gritos de Dean, cada una de sus imprecaciones, se daba cuenta de todo ello aunque no pudiera verlo.
– ¡Eso es! ¡Perfecto! -decía Dean- ¡Sí! ¡Sí!
Shearing sonreía, se balanceaba. Se levantó y se alejó del piano empapado de sudor; era su gran época de 1949 antes de hacerse frío y comercial. Cuando se marchó, Dean señaló el vacío taburete.
– El taburete vacío de Dios -dijo.
Sobre el piano había una trompeta; su sombra dorada producía un reflejo extraño sobre la caravana del desierto pintada en la pared detrás de la batería. Dios se había ido; era el silencio de su partida. Era una noche lluviosa. Era el mito de la noche lluviosa. Dean abrió los ojos con miedo. Esta locura no podía llevar a ninguna parte. No sabía lo que me estaba pasando, y de pronto me di cuenta que sólo se trataba de la tila, de la marijuana, que habíamos estado fumando; Dean la había traído a Nueva York. Eso me hizo pensar que podía suceder cualquier cosa… era el momento en que uno lo sabe todo y todo queda decidido para siempre.
Los dejé a todos y fui a casa a descansar. Mi tía me dijo que andaba perdiendo el tiempo en compañía de Dean y su grupo. También yo sabía que no obraba bien. La vida es la vida, y los afectos los afectos. Lo que ahora quería era hacer otro maravilloso viaje a la Costa Oeste y regresar a tiempo para el semestre de primavera en la facultad. ¡Y qué viaje fue! Viajé sólo por viajar y ver qué otras cosas hacía Dean, y finalmente, porque sabía que en Frisco Dean volvería junto a Camille, y yo quería enrollarme con Marylou. Nos dispusimos a atravesar el duro continente de nuevo. Cobré mi cheque de veterano de guerra y entregué dieciocho dólares a Dean para que se los girara a su mujer; ella esperaba su regreso y estaba sin blanca. Lo que Marylou tenía in mente lo desconocía. Ed Dunkel, como siempre, seguía a Dean.
Antes de irnos pasamos unos días muy divertidos en el apartamento de Carlo. Carlo andaba envuelto en su albornoz y soltaba discursos semi-irónicos.
– No trato de quitaros la alegría ni mucho menos, pero me parece que ha llegado el momento de que decidáis quiénes sois y qué vais a hacer -trabajaba de mecanógrafo en una oficina-. Quiero saber lo que significa eso de estar sentados el día entero en casa. Lo que significa tanta conversación y lo que os proponéis hacer. Dean, ¿por qué dejaste a Camille y volviste con Marylou? -ninguna respuesta… risas-. Marylou, ¿por qué viajas de este modo por el país y cuáles son tus intenciones? -la misma respuesta-. Ed Dunkel, ¿por qué abandonaste a tu reciente esposa en Tucson y qué haces ahora sentado sobre tu enorme culo? ¿Dónde está tu hogar? ¿Cuál es tu trabajo? -Ed Dunkel inclinó la cabeza auténticamente desconcertado-. Sal, ¿cómo has caido tan bajo y qué has hecho con Lucille? -Se ajustó el albornoz y se sentó frente a nosotros-. Están a punto de llegar los días de la ira. El globo no os sostendrá mucho más. Y no sólo eso, además es un globo abstracto. Iréis volando a la Costa Oeste y volveréis tambaleándoos en busca de vuestra lápida.
En aquellos días Carlo utilizaba un tono de voz que esperaba que sonase como lo que él llamaba La Voz de Piedra; la idea era pasmar a la gente y dejarla de piedra.
– Poneos dragones en los sombreros -nos advertía-, estáis en la buhardilla con los murciélagos -y nos miraba con ojos locos.
Desde la época de Dakar había pasado un período terrible que él denominaba el de las Calmas Santas, o de Harlem, cuando vivía en Harlem en pleno verano y por la noche se despertaba en su solitaria habitación y oía a «la gran máquina» bajando del cielo; y cuando caminaba por la calle 125 «debajo del agua» con los demás peces. Era un lío de ideas radiantes el que iluminaba su cerebro. Hizo que Marylou se sentase en sus rodillas y le ordenó que se tranquilizara.
– ¿Por qué no te sientas y te relajas? ¿Por qué andas dando saltos todo el tiempo? -Dean se movía de un lado a otro, puso azúcar en el café y dijo:
– Sí. Sí. ¡Sí!
Por la noche, Ed Dunkel dormía en el suelo encima de unos cojines, Dean y Marylou echaron a Carlo de su cama y éste se sentaba en la cocina, delante de unos riñones salteados, murmurando las predicciones de la piedra. Yo iba casi todos los días y lo observaba todo.
– Anoche -me dijo Ed Dunkel-, caminaba hacia Times Square y en cuanto llegué me di cuenta de que era un fantasma… sí, aquello era mi espíritu paseando por la acera -me dijo esto sin hacer ningún comentario, moviendo la cabeza enfáticamente. Diez horas más tarde, en mitad de la conversación de otro, Ed añadió-: Sí, era mi espíritu paseando por la acera.
De pronto, Dean se inclinó gravemente hacia mí y dijo:
– Sal, tengo que pedirte algo… es muy importante para mí… no sé cómo lo tomarás… pero somos amigos, ¿verdad?
– Claro, Dean -casi se puso colorado.
Por fin lo soltó: quería que me trabajara a Marylou. No le pregunté por qué pues sabía que quería ver cómo quedaba Marylou en brazos de otro hombre. Cuando me propuso la idea estábamos sentados en el Ritzy's Bar; habíamos pasado una hora caminando por Times Square, buscando a Hassel. El Ritzy's Bar es el bar de los maleantes callejeros de Times Square y alrededores; cambia de nombre todos los años. Entras y no se ve ni una chica, sólo hay un gran montón de jóvenes vestidos con todo tipo de ropa, desde camisas rojas a trajes completos. También era un bar de chulitos, de chicos que se ganan la vida por la noche con los tristes homosexuales viejos de la Octava Avenida. Dean entró con los ojos entornados para verlos bien a todos. Había maricones negros, hoscos chavales con pistola, marineros de navaja, delgados y ajenos yonquis y algún que otro policía de edad madura bien vestido que quiere pasar por corredor de apuestas y anda por allí medio por interés, medio por obligación. Era un sitio muy adecuado para que Dean me hiciera la propuesta. En el Ritzy's Bar se fraguan todo tipo de planes turbios -se podía oler en el aire- y todo tipo de actividades sexuales para acompañarlos. El atracador no propone sólo a un joven maleante un golpe en la calle 14, también le dice que vayan a acostarse juntos. Kinsey pasó un montón de tiempo en el Ritzy's Bar entrevistando a algunos de los chicos; yo andaba por allí la noche de 1945 en que estuvo su ayudante. Hassel y Carlo fueron entrevistados.
Dean y yo volvimos al apartamento en coche y encontramos a Marylou acostada. Dunkel andaba paseando su fantasma por Nueva York. Dean le contó a Marylou lo que había decidido. Ella se mostró encantada. Yo no estaba muy seguro de mí mismo. Tenía que demostrar que podía hacerlo. La cama había sido el lecho mortuorio de un tipo enorme y estaba hundida por el medio. Marylou estaba allí y Dean y yo a ambos lados equilibrando los dos extremos levantados del colchón. No sabía qué decir, y solté:
– ¡Mierda! No puedo hacerlo.
– Vamos, tío, lo prometiste -dijo Dean.
– ¿Y Marylou? -añadí-. Venga, Marylou, di lo que piensas.
– Adelante -me respondió.
Me abrazó y yo traté de olvidarme de que Dean estaba allí. Cada vez que recordaba que estaba allí en la oscuridad, escuchando cada sonido, no podía hacer más que reír. Era horrible.
– Debemos relajarnos -dijo Dean.
– Creo que no podré hacerlo. ¿Por qué no te vas un momento a la cocina?
Dean así lo hizo. Marylou se mostró muy tierna, pero le susurré:
– Espera hasta que seamos amantes en San Francisco; ahora no estoy por la labor.
Marylou dijo que tenía razón. Eramos tres hijos de la tierra intentando decidir algo por la noche y con todo el peso de los siglos pasados flotando en la oscuridad allí delante de nosotros. Había una extraña quietud en el apartamento. Fui junto a Dean, le di una palmada en el hombro y le dije que fuera a ver a Marylou; yo me retiré al sofá. Oía a Dean resoplando y agitándose frenéticamente. Sólo alguien que ha pasado cinco años en la cárcel puede llegar a estos extremos de maniático sin remedio; suplicando en la boca del manantial de la dulzura; enloquecido con la realización completamente fisica de los orígenes de la bendita vida; buscando ciegamente el regreso al lugar del que procede. Ese es el resultado de años enteros mirando fotografías porno entre rejas; observando las piernas y los pechos de las mujeres de las revistas, considerando la dureza de las celdas de acero y la blandura de la mujer que no está allí. En la cárcel uno se promete el derecho a vivir. Dean jamás había conocido a su madre. Cada nueva chica, cada nueva mujer, cada nuevo niño era un agregado más a su triste empobrecimiento. ¿Dónde estaba su padre? El viejo vagabundo Dean Moriarty viajando en trenes de carga, trabajando de pinche de cocina en las cantinas del ferrocarril, dando tumbos lleno de vino por callejas nocturnas, expirando sobre montones de carbón, perdiendo sus amarillentos dientes uno a uno en las zanjas del Oeste. Dean tenía pleno derecho a morir de la dulce muerte del amor total de su Marylou. No quería interferir, sólo quería ser su sucesor.
Carlo volvió al amanecer y se puso el albornoz. Llevaba días sin dormir. Se puso furioso al ver el desorden; pantalones y vestidos tirados por todas partes, colillas, platos sucios, libros abiertos, mermelada por el suelo… estábamos celebrando un gran debate. El mundo seguía rugiendo al dar la vuelta diariamente sobre sí mismo y nosotros realizábamos nuestros horribles estudios de la noche. Marylou estaba llena de moratones debido a una pelea con Dean; la cara de éste estaba arañada. Era hora de irnos.
Fuimos en el coche a mi casa, éramos diez, para coger mi bolsa y llamar al viejo Bull Lee a Nueva Orleans en el teléfono del bar donde Dean y yo habíamos hablado por primera vez años atrás cuando acudió a mi puerta queriendo aprender a escribir. Oímos la plañidera voz de Bull a unos tres mil kilómetros de distancia.
– Pero, vamos a ver, ¿qué queréis que haga con Galatea Dunkel? Lleva un par de semanas encerrada en su habitación y se niega a hablar con Jane o conmigo. ¿Está con vosotros el tipo ese, Ed Dunkel? ¡Por el amor de Dios, traedlo y que me libre de ella! Está durmiendo en la mejor habitación que tenemos y se está quedando sin dinero. Esto no es un hotel -decía Bull gritando por el teléfono.
Estábamos allí Dean, Marylou, Carlo, Dunken, yo, Ian MacArthur, su mujer, Tom Saybrook, y Dios sabe quién más, y gritábamos y bebíamos cerveza. Todos alrededor del teléfono aturdiendo a Bull, que por encima de todo detesta la confusión.
– Bien -dijo-, quizá tengáis más sensatez cuando bajéis hasta aquí, si es que venís.
Le dije adiós a mi tía y le prometí regresar dentro de un par de semanas y partimos de nuevo hacia California.
Lloviznaba y todo era misterioso al comienzo de nuestro viaje. Me decía que todo iba a ser una gran saga en la niebla.
– ¡Vamos allá! -gritó Dean-. ¡Allá vamos! -y se inclinó sobre el volante y salió disparado; había vuelto a su elemento, todos lo podíamos ver.
Estábamos todos encantados, nos dábamos cuenta de que dejábamos la confusión y el sinsentido atrás y realizábamos nuestra única y noble función del momento: movernos. ¡Y cómo nos movíamos! Pasamos como una exhalación junto a las misteriosas señales, blancas en la noche negra, de algún sitio de Nueva Jersey que decían SUR (con una flecha) y OESTE (con otra flecha) y seguimos la que indicaba el Sur. ¡Nueva Orleans! Ardía dentro de nuestras cabezas. Desde la sucia nieve de «la gélida y agotadora Nueva York», como Dean decía, no pararíamos hasta el verdor y el olor a río de la vieja Nueva Orleans, en el fondo de América; luego iríamos al Oeste. Ed iba en el asiento de atrás; Marylou, Dean y yo íbamos delante y hablábamos animadamente de lo buena y alegre que era la vida. Dean de pronto se puso tierno.
– Bueno, maldita sea, escuchadme bien, debemos admitir que todo está bien y que no hay ninguna necesidad de preocuparse, y de hecho debemos de darnos cuenta de lo que significa para nosotros ENTENDER que EN REALIDAD no estamos preocupados por NADA. ¿De acuerdo? -todos dijimos que sí-. Allá vamos todos juntos… ¿Qué hicimos en Nueva York? Olvidémoslo -todos habíamos reñido-. Todo eso queda detrás, a muchos kilómetros y cuestas de distancia. Ahora vamos a Nueva Orleans en busca de Bull Lee y no tenemos más que hacer que escuchar a este saxo tenor y dejarle que sople todo lo fuerte que quiera -subió el volumen de la radio hasta que el coche empezó a estremecerse-, y escuchad lo que nos dice y descansaremos y obtendremos conocimiento.
Todos seguíamos la música y estábamos de acuerdo. La pureza de la carretera. La línea blanca del centro de la autopista se desenrollaba siempre abrazada a nuestro neumático delantero izquierdo como si estuviera pegada a sus estrías. Dean, curvado su musculoso cuello, con una camiseta en la noche invernal, mantenía el coche a enorme velocidad. Insistió en que al atravesar Baltimore condujese yo para que adquiriera práctica con el tráfico; todo iba bien, excepto que él y Marylou insistían en conducir mientras se besaban y metían mano. Era una locura; la radio iba a plena potencia. Dean empezó a marcar el ritmo en el salpicadero hasta que éste se hundió; yo hice lo mismo. El pobre Hudson -el lento barco rumbo a China- estaba recibiendo una paliza.
– ¡Oh tío, qué gusto! -gritó Dean-. Marylou escúchame, guapa, sabes que soy capaz de hacerlo todo y al mismo tiempo, y que tengo una energía ilimitada. En San Francisco tenemos que vivir juntos. Sé de un sitio para ti, en el extremo de nuestro radio de acción. Estaré en casa y cada dos días tendremos doce horas para nosotros, y tío, sabes lo que podemos hacer en doce horas, guapa. Entretanto yo seguiré viviendo con Camille como si nada, ¿comprendes?, no se enterará. Haremos que funcione; ya lo hemos hecho otras veces.
Marylou se mostró totalmente de acuerdo, estaba decidida a dejar a Camille sin el cuero cabelludo. Habíamos convenido en que Marylou viviría conmigo en Frisco, pero acababa de ver que iban a seguir juntos y que yo continuaría solo en el otro extremo del continente. Pero, ¿por qué pensar en eso cuando la tierra dorada se extendía delante de nosotros y estaban acechándonos todo tipo de acontecimientos imprevistos para sorprendernos y hacer que nos alegráramos de estar vivos y verlos?
Llegamos a Washington al amanecer. Era el día de la inauguración del segundo período presidencial de Harry Truman. Un gran despliegue de material bélico estaba alineado en la avenida Pennsylvania mientras pasábamos por allí en nuestro zurrado barco. Había aviones B-29, lanchas de desembarco, artillería, todo tipo de material de guerra que resultaba mortífero sobre la nevada yerba; lo último que se veía era un pequeño bote salvavidas normal y corriente que daba pena. Dean aminoró la marcha para mirar todo eso. Movió la cabeza con cierto respeto.
– ¿Qué piensa hacer esta gente…? Harry está durmiendo en algún sitio de la ciudad… El bueno de Harry… de Missouri, como yo… Este bote debe ser suyo.
Dean se fue a dormir al asiento de atrás y Dunkel condujo. Le dimos instrucciones específicas de que se lo tomara con calma. Pero en cuanto nos oyó roncar se lanzó a ciento treinta por hora, con los amortiguadores estropeados y todo, y no sólo eso, sino adelantó a tres coches a la vez en un sitio donde había un policía discutiendo con un motorista. Iba por el cuarto carril de una autopista de cuatro, a velocidad superior a la permitida. Por supuesto, el policía se puso a seguirnos con la sirena sonando. Nos detuvimos. Nos dijo que le siguiésemos a la comisaría. Allí había un policía muy siniestro al que no le gustó Dean: olía a cárcel. Mandó fuera a su cohorte para interrogarnos a Marylou y a mi en privado. Querían saber la edad de Marylou para aplicarle la ley Mann. Pero ella llevaba un certificado de matrimonio. Entonces me llevaron aparte y quisieron saber quién se acostaba con Marylou.
– Su marido -dije yo sencillamente.
Pero no estaban satisfechos. Veían algo equívoco. Actuaron como Sherlock Holmes aficionados y nos hacían las mismas preguntas dos veces esperando que cometiéramos algún desliz.
– Estos dos chicos -dije-, van de regreso a California. Trabajan en el ferrocarril. Ella es la mujer del más bajo, y yo soy un amigo suyo que ha dejado la facultad para pasar unas vacaciones de quince días.
– ¿Ah, sí? -dijo el policía sonriendo-. ¿Es tuya esta cartera?
En definitiva, que el pestañí más siniestro puso una multa de veinticinco dólares a Dean. Les dijimos que sólo teníamos cuarenta para ir hasta el Oeste; dijeron que se la traía floja. Cuando Dean protestó, el más siniestro le amenazó con llevarle a Pennsylvania y formular una acusación concreta contra él.
– ¿Qué acusación?
– No te preocupes de eso. No te preocupes, listillo, eso es cosa nuestra.
Tuvimos que darles los veinticinco dólares. Pero antes Ed Dunkel, el culpable, se ofreció a ir a la cárcel. Dean consideró la oferta. El policía se enfadó y dijo:
– Si dejas que tu amigo vaya a la cárcel, te llevaré a Pennsylvania ahora mismo. ¿Me oyes? -Lo único que queríamos era irnos-. Otra multa por exceso de velocidad y pierdes el coche -añadió el policía más siniestro como andanada final. Dean tenía el rostro congestionado.
Partimos silenciosamente. Aquello era como invitarnos a robar con el fin de recuperar el dinero del viaje que nos habían quitado. Sabían que estábamos a dos velas y que no teníamos parientes en el camino o a quienes telegrafiar pidiendo dinero. La policía americana lleva a cabo una guerra psicológica contra los americanos que no les asustan con documentos y amenazas. Es una fuerza de policía victoriana; mira indiscretamente por las ventanas y quiere saberlo todo, y crean delitos si no existen delitos bastantes para satisfacerlos. «Nueve renglones de crímenes, uno de aburrimiento»: dijo Louis-Ferdinand Céline. Dean estaba tan enfadado que quería volver a Virginia y cargarse al policía en cuanto consiguiera un arma.
– ¡Pennsylvania! -se burló-. ¡Me gustaría saber de qué nos acusaba! De vagos y maleantes, seguramente; nos quitan todo el dinero y nos acusan de vagos. Tienen las cosas fáciles. Y me pegarían un tiro si me quejara. -No teníamos otro remedio que ponernos contentos de nuevo y olvidarlo todo. Cuando cruzábamos Richmond empezamos a olvidarnos del asunto, y en seguida todo iba cojonudamente.
Nos quedaban quince dólares para todo el viaje. Necesitábamos recoger autostopistas y vagabundos que nos ayudaran a pagar la gasolina. En el desierto de Virginia de repente vimos a un tipo caminando por la carretera. Dean se detuvo zumbando. Miré hacia atrás y dije que sólo era un vagabundo y que probablemente no tendría ni un centavo.
– De todos modos los recogeremos para divertirnos -rió Dean.
El hombre era un desharrapado, un tipo miope que caminaba leyendo un libro de bolsillo sucio que había encontrado en una alcantarilla. Subió al coche y siguió leyendo; estaba increíblemente sucio y cubierto de costra. Dijo que se llamaba Hyman Solomon y que viajaba por todos los Estados Unidos, llamando a las puertas de los judíos pidiéndoles dinero y diciendo:
– Denme dinero para comer, soy judío.
Añadió que se lo hacía bastante bien. Le preguntamos qué leía. No lo sabía. No se había molestado en mirar el título. Miraba únicamente las palabras como si hubiera encontrado la auténtica Torah en el lugar apropiado: el desierto.
– ¿Lo veis? ¿Lo veis? -decía Dean dándome codazos-. Dije que nos divertiríamos. El mundo entero está loco.
Llevamos a Solomon hasta Testament. Mi hermano ya se había instalado en la casa nueva de la otra parte de la ciudad. Estábamos de nuevo en la calle larga y miserable con las vías del tren en el medio y los tristes y lúgubres sureños pululando ante las tiendas.
– Veo que ustedes necesitan dinero para proseguir el viaje -dijo Solomon-. Espérenme, voy a conseguir unos cuantos dólares en una casa de judíos y seguiré con ustedes hasta Alabama.
Dean estaba contentísimo; él y yo corrimos a comprar queso y pan para comer dentro del coche. Marylou y Ed esperaron. Pasamos en Testament dos horas esperando por Hyman Solomon; estaba buscándose la vida en alguna parte de la ciudad, pero no conseguíamos verle. El sol comenzó a enrojecer. Se hacía tarde. Solomon nunca apareció, así que dejamos Testament.
– Ves, Sal, Dios existe, nos hemos quedado colgados en este pueblo, da igual lo que hagamos, y además fíjate en su extraño nombre bíblico, y en ese extraño tipo bíblico que nos hizo detenernos una vez más, y también fíjate en todas las cosas relacionadas con eso, lo mismo que la lluvia que relaciona todas las cosas del mundo entero…
Dean siguió así; estaba muy contento y exuberante. De pronto, él y yo vimos el país entero como si fuera una ostra abierta; y tenía perla, ¡tenía perla! Seguimos rumbo al Sur. Cogimos a otro autostopista. Era un chaval triste que dijo tener una tía que poseía una tienda en Dunn, Carolina del Norte, en las afueras de Fayetteville.
– Cuando lleguemos podrás sacarle un dólar, ¿no? ¡Estupendo! ¡Cojonudo! ¡Allá vamos!
Una hora después estábamos en Dunn; anochecía. Nos dirigimos adónde el chico dijo que su tía tenía la tienda. Era una calleja siniestra sin salida que terminaba en la pared de una fábrica. Había tienda pero no había tía. Nos preguntamos a qué se había referido el chico. Le dijimos que adónde iba; no lo sabía. Era una broma; en cierta ocasión había visto aquella tienda de Dunn y fue la primera historia que se le ocurrió. Le compramos un perrito caliente, pero Dean dijo que no le podíamos llevar porque necesitábamos sitio para dormir y para recoger autostopistas que pudieran pagar la gasolina. Era triste pero cierto. Lo dejamos en Dunn cuando caía la noche.
Conduje a través de Carolina del Norte hasta pasado Macón, Georgia, mientras Dean, Marylou y Ed dormían. Solo en la noche pensaba y mantenía el coche pegado a la línea blanca de la santa carretera. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde iba? Pronto lo descubriría. Para resumir, después de Macón me sentí agotado y desperté a Dean. Bajamos del coche a respirar un poco de aire puro y de repente los dos quedamos superpasados al darnos cuenta de que en la oscuridad que nos rodeaba todo era verde yerba fragante y olor a estiércol reciente y a aguas cálidas.
– ¡Estamos en el Sur! ¡Hemos dejado atrás el invierno!
La débil luz del amanecer iluminaba brotes verdes al lado de la carretera. Respiré profundamente; una locomotora silbó en la oscuridad, camino de Mobile. Habíamos llegado. Me quité la camisa lleno de alegría. Quince kilómetros carretera abajo Dean entró en una estación de servicio con el motor parado. Había visto que el encargado estaba dormido apoyado en una mesa, y salió del coche, llenó tranquilamente el depósito, consiguió que el timbre no sonara, y nos largamos a la francesa con el depósito lleno con cinco dólares de gasolina.
Me dormí y desperté con el sonido de una música alegre y de Dean y Marylou hablando y la enorme pradera corriendo ante nosotros.
– ¿Dónde estamos?
– Acabamos de cruzar la frontera de Florida, tío… creo que por un sitio que se llamaba Flomaton.
¡Florida! Rodábamos hacia la llanura costera y hacia Mobile; arriba se alzaban grandes nubes sobre el golfo de México. Sólo hacía treinta y seis horas que habíamos dicho adiós a nuestros amigos en la sucia nieve del Norte. Paramos en una estación de servicio, y allí Dean y Marylou hicieron payasadas entre las bombas y Ed Dunkel fue adentro y robó tres paquetes de pitillos como si tal cosa. Continuamos. Al entrar en Mobile por la gran autopista costera, nos quitamos la ropa de invierno y disfrutamos de la temperatura del Sur. Fue entonces cuando Dean empezó a contarnos la historia de su vida y cuando, pasado Mobile, se encontró con un embotellamiento en un cruce de carreteras, en lugar de deternerse, se lanzó a toda pastilla por una vía lateral que llevaba a una estación de servicio y siguió, después de volver a la carretera, sin aminorar su velocidad de crucero de ciento diez. Dejamos rostros asombrados detrás. Prosiguió su relato:
– Os digo que es verdad, empecé a los nueve con una chica que se llamaba Milly Mayfair en la trasera del garaje de Rod, en la calle Grant: la misma calle en la que vivía Carlo en Denver. Eso era cuando mi padre todavía trabajaba algo de fontanero. Recuerdo a mi tía chillando por la ventana: «¿Qué estáis haciendo ahí detrás del garaje?» Oh, Marylou, guapa, ¡si te hubiera conocido entonces! ¡Coño! ¡Lo rica que debías estar a los nueve años! -se rió entre dientes como un loco; metió un dedo en la boca de Marylou y luego se lo chupó; cogió la mano de ella y se la pasó por su cuerpo. Marylou se limitaba a seguir sentada allí sonriendo tranquilamente.
El alto y fuerte Ed Dunkel miraba por la ventanilla, hablando consigo mismo:
– Sí, señor, creo que aquella noche yo era un fantasma -y también se preguntaba lo que le diría a Galatea en Nueva Orleans.
– Una vez hice un viaje en un tren de carga desde Nuevo México hasta el mismísimo LA -siguió Dean-. Tenía once años, perdí a mi padre en un desvío; íbamos con un grupo de vagabundos y yo estaba con un tipo llamado Big Red. Mi padre estaba borracho en un furgón, el tren se puso en marcha y Big Red y yo le perdimos. No volví a verle durante meses. Me subí a un tren de carga larguísimo que iba a California, íbamos volando, era un tren de carga de primera clase, un Zipper del desierto. Yo iba subido a un tope todo el rato, podéis imaginaros lo peligroso que era, pero yo era sólo un niño y no lo sabía. Llevaba una hogaza de pan debajo del brazo y con el otro me agarraba a la barra del freno. No es un cuento, es verdad. Cuando llegué a LA tenía tantas ganas de leche y nata que me puse a trabajar en una lechería y lo primero que hice fue beberme un litro de nata espesa, muy espesa, y luego vomité.
– ¡Pobre Dean! -dijo Marylou y le besó. Dean miró hacia delante orgulloso. La chica lo quería.
De pronto circulábamos junto a las azules aguas del golfo y al mismo tiempo empezó algo realmente loco en la radio; era el programa de discos Chicken Jazz'n Gumbo de Nueva Orleans. Todo eran discos de jazz, discos de música negra, con el locutor diciendo:
– No os preocupéis por nada de nada.
Vimos delante a Nueva Orleans en la noche. Dean se frotó las manos encima del volante.
– Ahora lo pasaremos bien de verdad.
Al anochecer entrábamos en las bulliciosas calles de Nueva Orleans.
– ¡Fijaos! ¡Fijaos cómo huele la gente! -gritó Dean con la cabeza sacada por la ventanilla, husmeando-. ¡Vaya! ¡Dios! ¡Vida! -esquivó un tranvía-. ¡Sí! ¡Sí!
– lanzó el coche hacia delante mirando en busca de chicas-. ¡Fijaos en ésa! -el aire de Nueva Orleans era tan dulce que parecía llegar en finos pañuelos; y podías oler el río y oler realmente a gente, y a barro, y a melaza, y a toda clase de emanaciones tropicales con la nariz súbitamente liberada del olor de los secos hielos del invierno del Norte. Saltamos en nuestros asientos-. ¡Cómo me gusta ésa! -gritó Dean señalando a otra mujer-. ¡Oh, cómo quiero a las mujeres! ¡Las quiero! ¡Creo que son maravillosas!
– se cogió la cabeza con ambas manos. Grandes gotas de sudor le caían de la frente a causa de la excitación y el agotamiento.
Metimos el coche en el ferry de Algiers y nos encontramos cruzando el río Mississippi en barco.
– Ahora tenemos que bajar y ver el río y a la gente y oler el mundo -dijo Dean ocupado con sus gafas de sol y sus pitillos y saltando fuera del coche como un muñeco con resorte. Le seguimos. Nos inclinamos sobre la borda y contemplamos al gran padre marrón de las aguas que bajaba desde el centro de América como un torrente de almas destrozadas llevando troncos de Montana y barro de Dakota e Iowa y cosas que habían caído en él en Three Forks, donde el secreto comenzaba siendo hielo. La brumosa Nueva Orleans iba quedando atrás por una borda; la vieja y soñolienta Algiers con sus retorcidos muelles de madera se nos echaba encima por la otra. Los negros trabajaban en el caluroso atardecer, alimentando las calderas del ferry que estaban rojas y hacían que olieran a goma quemada los neumáticos del coche. Dean anduvo entre ellos, subiendo y bajando en el calor. Anduvo por toda la cubierta y subió por una escalera con sus pantalones sueltos colgándole de la tripa. De pronto le vi anhelante como siempre en el puente. No me hubiera extrañado verle echarse a volar. Oí su risa de loco por todo el barco.
– ¡Ji-ji-ji-ji-ji!
Marylou estaba con él. Lo abarcó todo en un abrir y cerrar de ojos, bajó a contárnoslo todo, saltó dentro del coche precisamente cuando ya todos se preparaban para desembarcar, pasamos a dos o tres coches en un espacio estrechísimo, y nos encontramos atravesando Algiers como flechas.
– ¿Adónde? ¿Adónde?
Decidimos que primero iríamos a una estación de servicio a preguntar por el paradero de Bull. Los niños jugaban en el soñoliento atardecer del río; la chicas pasaban con pañuelos y blusas de algodón y sin medias. Dean corrió calle arriba para verlo todo. Miraba a todas partes; movía la cabeza; se frotaba el vientre. Ed estaba sentado en el asiento trasero del coche con un sombrero sobre los ojos, sonriendo a Dean. Me senté en el guardabarros. Marylou estaba en el servicio. Desde las orillas donde hombres infinitesimales pescaban con caña, y desde los brazos del delta que se extendían por una tierra cada vez más roja, el enorme río jorobado rodeaba Algiers con su brazo principal, con rumor indescriptible. Soñolienta y peninsular, Algiers parecía condenada a ser barrida algún día con sus avispas y chozas. El sol declinaba, los mosquitos revoloteaban, las temibles aguas rugían.
Fuimos a casa del viejo Bull Lee en las afueras del pueblo, cerca del malecón del río. Había una carretera que corría a lo largo de un pantano. La casa era una construcción vieja y destartalada con porches medio hundidos a su alrededor y sauces llorones en el patio; la yerba tenía un metro de altura, la vieja valla estaba vencida, unos viejos cobertizos en ruinas. No había nadie a la vista. Entramos directamente en el patio y vimos unos cubos con ropa a remojo en el porche trasero. Bajé del coche y me dirigí hacia la puerta. Jane Lee estaba apoyada en ella con los ojos mirando hacia el sol.
– Jane -le dije-. Soy yo. Somos nosotros -ella ya lo sabía.
– Sí, ya lo sé. Bull no está ahora. ¿No parece un incendio eso de allí? -ambos miramos hacia el sol.
– ¿Quieres decir el sol? -pregunté.
– Naturalmente que no me refiero al sol. Oigo sirenas por esa parte. ¿No te parece un resplandor especial? -era hacia Nueva Orleans y las nubes parecían raras.
– No veo nada -respondí.
– El mismo viejo Paradise de siempre -Jane se sorbió la nariz.
Fue así cómo nos saludamos el uno al otro después de cuatro años; Jane había vivido con mi mujer y conmigo en Nueva York.
– ¿Está aquí Galatea Dunkel? -pregunté.
Jane seguía buscando su incendio; en aquellos tiempos tomaba tres tubos de benzedrina diarios. Debido a las anfetas su rostro, en otro tiempo lleno y germánico y hermoso, se había vuelto de piedra y rojo y demacrado. Había tenido la poliomelitis en Nueva Orleans y cojeaba un poco. Silenciosamente, Dean y los demás salieron del coche y se instalaron más o menos por la casa. Galatea Dunkel abandonó su augusto retiro de la parte de atrás de la casa para recibir a su verdugo. Galatea era una chica seria. Estaba pálida y parecía haber llorado. Ed se pasó la mano por el pelo y dijo «hola». Ella lo miró fijamente.
– ¿Dónde has estado? ¿Por qué me has hecho esto? -y miró con desagrado a Dean; conocía el percal. Dean no le prestó ninguna atención; lo único que quería era comer; preguntó a Jane si había algo. La confusión comenzó en aquel mismo momento.
El pobre Bull volvió a casa en su Texas Chevy y se la encontró invadida de maniáticos; pero me dio la bienvenida con una agradable cordialidad que no había visto en él desde hacía muchísimo tiempo. Había comprado esta casa de Nueva Orleans con el dinero que había ganado cultivando guisantes en Texas en unión de un viejo compañero de la facultad cuyo padre, un loco parético, había muerto dejándole una fortuna. El propio Bull sólo recibía cincuenta dólares semanales de su familia, lo que no estaba del todo mal, pero lo gastaba casi todo en drogas… y el cuelgue de su mujer también era caro, ya que gastaba en benzedrina unos diez dólares a la semana. Sus gastos de comida eran los más bajos del país; raramente comían; tampoco comían sus hijos, aunque no se quejaban de ello. Tenían dos hijos maravillosos: Dodie, una niña de ocho años; y el pequeño Ray de uno. Ray andaba por el patio completamente desnudo: era una criatura rubia surgida del arco iris. Bull le llamaba «la bestezuela», inspirándose en W. C. Fields. Bull entró en el patio y se bajó del coche; desenrollándose hueso a hueso, se acercó con andar cansino. Llevaba gafas, sombrero de fieltro y un traje raído. Alto, delgado, encorvado, extraño y lacónico, dijo:
– Bien, Sal, por fin has llegado; entremos a tomar un trago.
Hubiera hecho falta toda la noche para hablar del viejo Bull Lee; de momento, diré que era un auténtico maestro, y debe añadirse que tenía todo el derecho del mundo a enseñar porque se pasaba la vida aprendiendo; y lo que aprendía era lo que él consideraba y llamaba «los hechos de la vida», de los que se informaba no sólo por necesidad, también por afición. Había arrastrado su largo y delgado cuerpo por todo los Estados Unidos y la mayor parte de Europa y el norte de África, sólo por ver cómo iban las cosas; se había casado en Yugoslavia con una condesa, rusa blanca, en la década de los treinta para salvarla de los nazis; tenía fotos de la época con cocainómanos internacionales muy elegantes: unos tipos despeinados que se apoyaban unos en otros; también hay fotos suyas con un panamá en la cabeza recorriendo las calles de Argel; nunca volvió a ver a la condesa rusa. Fue exterminador en Chicago, tuvo un bar en Nueva York y fue alguacil en Newark. En París se sentaba a las mesas de los cafés para observar los hoscos rostros franceses que pasaban. En Atenas levantaba la cabeza de su ouzo, dejaba de beber este dulce licor, y contemplaba a la que consideraba la gente más fea del mundo. En Estambul se le hizo entre opiómanos y vendedores de alfombras, buscando los hechos. Leyó a Spengler y al marqués de Sade en hoteles ingleses. En Chicago proyectó atracar unos baños turcos, se rezagó dos minutos tomando un trago, y sólo consiguió un par de dólares y tuvo que salir pitando. Hizo todas estas cosas por puro experimento. Ahora su estudio final era la adicción a las drogas. Andaba por las calles de Nueva Orleans con tipos siniestros y visitando los bares donde tenía a sus contactos.
Hay una extraña historia de sus días de estudiante que ilustra algo como es: una tarde había reunido a sus amigos para tomar unos cócteles en su elegante alojamiento cuando, de pronto, el hurón que tenía en casa, como animal de compañía, surgió de improviso y mordió el tobillo a un marica muy elegante, y todos los demás salieron chillando. Bull se levantó de un salto, cogió su escopeta y dijo:
– Huele otra vez a esa vieja rata -y disparó haciendo un agujero suficiente para cincuenta ratas.
Tenía clavada en la pared una fotografía de una vieja casa muy fea de Cape Cod. Sus amigos le decían:
– ¿Por qué tienes colgada ahí esa cosa tan fea?
– Me gusta precisamente porque es fea -respondía Bull.
Toda su vida seguía esta línea. Una vez llamé a la puerta de su casa de la calle 60 en los bajos fondos de Nueva York y me abrió llevando un sombrero hongo, un chaleco sin nada debajo, y unos pantalones a rayas totalmente destrozados; en la mano tenía un cazo lleno de alpiste y estaba tratando de liarse unos pitillos con él. También experimentó calentando jarabe de codeína para la tos hasta convertirlo en una masa negra… pero no funcionó excesivamente bien. Pasaba largas horas con Shakespeare -«El Bardo Inmortal», como él le llamaba- sobre las rodillas. En Nueva Orleans había empezado a pasar horas con los códices mayas sobre las rodillas y, aunque hablara, el libro seguía allí abierto todo el tiempo.
– ¿Qué será de nosotros cuando muramos? -le pregunté en cierta ocasión.
– Cuando uno muere se muere, eso es todo -respondió.
En su habitación tenía una colección de cadenas que decía utilizar con su psicoanalista; experimentaban con el narconanálisis y descubrieron que Bull Lee tenía siete personalidades diferentes; cada una de ellas iba empeorando progresivamente hasta que finalmente sería un idiota rabioso que necesitaría ser sujetado con cadenas. La personalidad de más arriba era la de un lord inglés, el summun de la idiotez. Hacia la mitad estaba un negro viejo que esperaba su turno y decía: Gingiol
– Unos son hijoputas, otros no lo son, eso es lo que hay.
Bull se mostraba un tanto sentimental con respecto a los viejos días de América, especialmente 1910 cuando se conseguía morfina en los drugstores sin receta y los chinos fumaban opio en la ventana al atardecer y el país era salvaje y ruidoso y libre, con gran abundancia de cualquier tipo de libertad para todos. El principal objeto de su odio era la burocracia de Washington; después iban los liberales; después la bofia. Se pasaba el tiempo hablando y enseñando a los demás. Jane se sentaba a sus pies; yo hacía otro tanto; y lo mismo había hecho Carlo Marx y hacía ahora Dean. Bull era un tipo de cabello gris, imposible de describir, que pasaba desapercibido en la calle, a no ser que se le observara desde muy cerca y se viera su loca y huesuda cabeza con una extraña juventud: era como un clérigo de Kansas con ardores exóticos y misterios en su interior. Había estudiado medicina en Viena; había estudiado antropología, lo había leído todo; y ahora había iniciado su trabajo fundamental: el estudio de las cosas en sí mismas por las calles de la vida y de la noche. Se sentó en su cátedra; Jane trajo bebidas, martinis. Las persianas de su cátedra siempre estaban cerradas, noche y día; eso era en un rincón de la casa. En su regazo estaban los códices mayas y una pistola de aire comprimido con la que disparaba ocasionalmente los corchos de los tubos de benzedrina por la habitación. Yo me apresuraba a cargar la pistola de nuevo. Todos hicimos algunos disparos mientras hablábamos. Bull sentía curiosidad por conocer la razón de este viaje. Nos miró y resopló, con sonido de depósito vacío.
– Veamos, Dean, ahora quiero que te estés quieto un minuto y me digas por qué estás cruzando el país de esta forma.
– Bueno, ya sabes cómo son estas cosas -respondió Dean poniéndose colorado.
– Sal, ¿a qué vas a la Costa Oeste?
– Son sólo unos pocos días. Volveré a la facultad.
– ¿Y qué me decís de ese tal Ed Dunkel? ¿Qué clase de persona es?
En aquel momento Ed estaba con Galatea en el dormitorio; no estuvo mucho tiempo. No sabíamos qué decirle a Bull de Ed Dunkel. Viendo que no sabíamos nada de nosotros mismos, Bull sacó de repente tres pitillos de tila y dijo que adelante, que íbamos a fumarnos aquella marijuana, que la cena estaría lista en seguida.
– No hay nada mejor para abrir el apetito. En una ocasión estaba colocado y me tomé una asquerosa hamburguesa y me pareció la cosa más deliciosa del mundo. Regresé de Houston la semana pasada, había ido a ver a Dale para el asunto de los guisantes. Una mañana dormía en un hotel cuando de repente un disparo me sacó de la cama. Aquel jodido loco acababa de disparar contra su mujer en la habitación contigua a la mía. Todo el mundo estaba asustado y el tipo cogió su coche y se largó dejando la escopeta en el suelo para el sherifT. Por fin lo detuvieron en Houma, con una borrachera de padre y muy señor mío. Ya no se puede andar tranquilo por este país sin un arma -y abrió la chaqueta y nos mostró su revólver. Después abrió un cajón y nos enseñó el resto del arsenal. En Nueva York en cierta ocasión tenía una metralleta bajo la cama-. Ahora tengo algo mejor… un fusil alemán de gases, un Schaintoth; observad qué belleza, sólo tengo un cartucho. Podría cargarme a cien tipos con este arma y tener tiempo de sobra para largarme. Lo único malo es que sólo tengo un cartucho.
– Espero no estar por allí cerca cuando lo pruebes -dijo Jane desde la cocina-. ¿Cómo sabes que es un cartucho de gas?
Bull resopló; nunca prestaba atención a las salidas de Jane pero las oía. La relación entre él y su mujer era de lo más extraño: hablaban toda la noche; a Bull le gustaba vigilar la puerta y hablaba sin parar con su melancólica y monótona voz, ella intentaba intervenir, pero nunca podía; al amanecer él estaba cansado y entonces Jane hablaba y él escuchaba, resoplando y haciendo fuuu por la nariz. Ella le amaba locamente, pero de un modo delirante; no había muestras externas de cariño ni remilgos, sólo conversación y una profundísima camaradería que ninguno de nosotros conseguía penetrar. Algo curiosamente frío y antipático que entre ellos era de hecho una forma de humor a través de la que se comunicaban mutuamente sutiles vibraciones. El amor lo es todo: Jane jamás estaba a más de tres metros de Bull y nunca perdía palabra de lo que decía, y eso que él hablaba en voz muy baja.
Dean y yo estábamos deseando pasar una buena noche en Nueva Orleans y queríamos que Bull nos orientara. Nos echó un jarro de agua fría encima cuando dijo:
– Nueva Orleans es una ciudad muy aburrida. La ley prohibe ir a la parte de los negros. Los bares son insoportablemente lúgubres.
– Supongo que habrá algún bar interesante -añadí.
– No existen en América bares realmente interesantes. Un bar interesante está más allá de nuestro alcance. En 1910 un bar era un sitio donde los hombres se reunían después de trabajar, y todo lo que había allí era una larga barra de latón, escupideras, una pianola como música, unos cuantos espejos, y barriles de whisky a diez céntimos el trago junto a barriles de cerveza a cinco la jarra. Ahora todo lo que hay es cromados, mujeres borrachas, maricas, camareros hostiles, dueños nerviosos que andan cerca de la puerta preocupados por sus sillas de cuero y por la ley; sólo un montón de gente gritando a destiempo y un silencio de muerte cuando entra un desconocido.
Discutimos sobre el tema de los bares.
– De acuerdo -añadió-. Os llevaré a Nueva Orleans esta noche y te enseñaré lo que te estoy explicando.
Y nos llevó deliberadamente a los bares más siniestros. Jane se quedó con los niños; habíamos terminado de cenar y ella leía los anuncios del Times-Picayune, de Nueva Orleans. Le pregunté si buscaba empleo; me respondió que simplemente se trataba de la parte del periódico más interesante.
Bull nos acompañó a la ciudad y siguió hablando:
– Tómatelo con calma, Dean, en seguida llegaremos, supongo. Mira, ahí tenemos el ferry. No necesitas tirarnos al río. -Me dijo que Dean había empeorado-. Me parece que va directamente hacia su destino ideal, que es una psicosis convulsiva mezclada con la irresponsabilidad y la violencia del psicópata. -Observaba a Dean con el rabillo del ojo-. Si vas a California con ese loco nunca conseguirás nada. ¿Por qué no te quedas conmigo en Nueva Orleans? Apostaremos a los caballos en Graetna y descansaremos en mi patio. Tengo una hermosa colección de cuchillos, estoy construyendo un blanco. También hay unas cuantas chicas apetitosas en el centro, si es que esta temporada te interesa eso -lanzó un resoplido.
Estábamos en el ferry y Dean se bajó del coche para asomarse por la borda. Lo seguí, pero Bull continuaba sentado en el coche resoplando, fuuuu. Aquella noche, sobre las aguas marrones, había un místico jirón de niebla, también leños a la deriva; al otro lado del río, Nueva Orleans resplandecía con brillos anaranjados, y unos cuantos barcos en los muelles cubiertos de niebla; fantasmales barcos de Benito Cereño con antepechos españoles y popas ornamentales, hasta que te acercabas a ellos y veías que sólo eran viejos cargueros suecos o panameños. Las luces del ferry brillaban en la noche; los mismos negros trabajaban con las palas y cantaban. En una ocasión el viejo Big Slim Hazard había trabajado en el ferry de Algiers como marinero de cubierta; eso también me llevó a pensar en Mississippi Gene; y mientras el río corría desde el centro de América bajo la luz de las estrellas lo supe, supe igual que un loco que todo lo que había conocido y todo lo que conocería era Uno. Es curioso, pero esa noche, cuando cruzábamos en el ferry con Bull Lee, una chica se suicidó en el muelle; lo leí en el periódico del día siguiente.
Estuvimos en los bares más siniestros del barrio francés con Old Bull y volvimos a casa hacia medianoche. Aquella noche Marylou tomó todo lo que aparece en los libros: fumó tila, tomó barbitúricos y anfetas, bebió mucho alcohol, y hasta le pidió a Bull un chute de morfina que, él, por supuesto, no le dio. Le dio un martini. Estaba tan pasada con tantos productos que llegó a una especie de sopor y parecía una retrasada mental cuando se quedó en el porche conmigo. El porche de Bull era maravilloso. Rodeaba toda la casa; a la luz de la luna y con los sauces la hacía parecer una vieja mansión sureña que había conocido tiempos mejores. Dentro, Jane seguía leyendo los anuncios en el cuarto de estar; Bull estaba en el cuarto de baño metiéndose un fije, apretándose una vieja corbata negra con los dientes para hacer el torniquete y pinchándose con la aguja en su dolorido brazo lleno de agujeros; Ed Dunkel y Galatea estaban desparramados sobre la maciza cama de matrimonio que Bull y Jane nunca utilizaban; Dean liaba porros; y Marylou y yo imitábamos a la aristrocracía del Sur.
– ¿A qué se debe, señorita Lou, que esta noche esté usted tan bella y atrayente?
– ¡Oh! Mil gracias, querido Crawford, no dude que sabré apreciar lo que me dice.
Las puertas que daban al semihundido porche se abrían sin cesar y los personajes de nuestro triste drama de la noche americana salían constantemente para ver dónde estaban los demás. Finalmente di una vuelta yo solo hasta el malecón. Quería sentarme en la orilla pantanosa y observar el río Mississippi; en vez de eso, tuve que mirarlo con la nariz pegada a una alambrada. Cuando se separa a la gente de sus ríos, ¿adónde se puede llegar?
– ¡Burocracia! -dice Bull sentado con Kafka sobre sus rodillas, una lámpara sobre su cabeza, resoplando, fuuuu, fuuuu.
Su vieja casa cruje. Y los grandes troncos de Montana bajan de noche por el negro río.
– No es más que la burocracia -sigue Bull-, ¡la burocracia y los sindicatos! ¡Especialmente los sindicatos! -pero su lúgubre risa volvía de nuevo.
La mañana siguiente me levanté fresco y bastante temprano y me encontré a Bull y Dean en el patio de atrás. Dean llevaba su mono de trabajo y ayudaba a Bull. Este había encontrado un grueso madero medio podrido y trataba desesperadamente de extraer con un martillo los clavos que tenía incrustados. Miramos los clavos; había millones; eran como gusanos.
– En cuanto saque todos estos clavos, me construiré un estante que durará mil años -dijo Bull con todos los huesos temblándole con excitación de adolescente-, ¿No comprendes, Sal, que los estantes que se construyen hoy día se rompen con el peso de cualquier chuchería en menos de seis meses o se vienen abajo? Y lo mismo las casas, y lo mismo la ropa. Esos hijoputas han inventado unos plásticos con los que podrían hacer casas que duraran para siempre. Y neumáticos. Los americanos mueren anualmente por millares debido a neumáticos defectuosos que se calientan en la carretera y revientan. Podrían fabricar neumáticos que nunca reventaran. Y lo mismo pasa con la pasta de dientes. Hay un chicle que han inventado y no quieren que se sepa porque si lo masticas de niño no tendrás caries en toda tu vida. Y lo mismo la ropa. Pueden fabricar ropa que dure para siempre. Prefieren hacer productos baratos y así todo el mundo tiene que seguir trabajando y fichando y organizándose en siniestros sindicatos y andar dando tumbos mientras las grandes tajadas se las llevan en Washington y Moscú. -Levantó el podrido madero-. ¿No te parece que de aquí podría salir un estante magnífico?
Era por la mañana temprano; su energía estaba en el apogeo. El pobre llevaba encima tanta droga que tenía que pasarse gran parte del día sentado en una butaca con la luz encendida a mediodía, pero por la mañana era maravilloso. Empezamos a tirar cuchillos al blanco. Dijo que en Túnez había visto a un árabe que era capaz de dar en el ojo de un hombre a doce metros de distancia. Esto le llevó a su tía que había ido a la Casbah en los años treinta.
– Estaba con un grupo de turistas conducido por un guía. Llevaba un anillo con un diamante en el meñique. Se apoyó contra una pared para descansar un momento y surgió un árabe que le quitó el dedo donde llevaba el anillo antes de que ella pudiera gritar. De pronto se dio cuenta de que no tenía ni dedo. ¡Ji-ji-ji! -cuando se reía contraía los labios y la risa le salía del vientre, de muy lejos, y se doblaba hasta tocar las rodillas. Se rió mucho rato-. ¡Oye Jane! -gritó alegre-. Les acabo de contar a Dean y Sal lo de mi tía en la Casbah.
– Te he oído -dijo ella desde la puerta de la cocina a través del agradable calor de la mañana en el golfo. Grandes y hermosas nubes flotaban por encima, unas nubes del valle que te hacían sentir la inmensidad de nuestro vieja y santa América de mar a mar, de extremo a extremo. Bull era todo ánimo e inspiración.
– ¿Nunca os he hablado del padre de Dale? Era el viejo más divertido que he visto en mi vida. Tenía paresia, que es una enfermedad que destruye la parte delantera del cerebro de modo que uno no es responsable de nada de lo que pasa por su mente. Tenía una casa en Texas y unos carpinteros trabajaban las veinticuatro horas del día añadiendo nuevas habitaciones. El tipo se levantaba en mitad de la noche y decía: «No me gusta esta maldita habitación; pónganla aquí.» Y los carpinteros tenían que tirar todo lo que habían hecho y empezar de nuevo. Entonces el viejo se aburría de aquello y decía: «Estoy cansado de todo esto, quiero irme a Maine.» Y cogía su coche y se lanzaba a ciento cincuenta por hora y las plumas de las gallinas señalaban su paso durante cientos de kilómetros. Paraba el coche en mitad de un pueblo de Texas sólo para apearse a comprar un poco de whisky. El tráfico quedaba interrumpido y él corría a la tienda, gritando: «¿Qué ez eze duido? ¡No oz callareiz higoputaz!» La paresia hace cecear. Una noche se presentó en mi casa de Cincinnati y tocó la bocina y dijo: «Zal y vamoz a Tezaz a ved a Dale.» Venía de Maine. Decía que había comprado una casa: escribimos un relato en la facultad sobre él, donde había un horrible naufragio y la gente en el agua agarrándose a la borda de los botes salvavidas y el viejo con un machete cortándoles los dedos y diciendo: «¡Fueda de aquí, baztagdos, higoz de puta, ezte bote ez mío!» Era algo horrible. Podría estar el día entero contándoos cosas suyas. ¿Verdad que hoy hace muy buen día?
Y sin duda lo era. Llegaba del malecón una brisa muy suave; aquello merecía todo el viaje. Entramos en la casa siguiendo a Bull para medir la pared para la estantería. Nos enseñó una mesa de comedor que había construido. La había hecho con una tabla de quince centímetros de espesor.
– ¡Esta mesa durará mil años! -dijo inclinando maniáticamente hacia nosotros su delgado rostro. Y dio un puñetazo encima de la mesa.
Por la noche se sentaba a esta mesa, picaba un poco de comida y tiraba los huesos a los gatos. Tenía siete gatos.
– Me gustan los gatos. En especial los que lanzan maullidos desesperados cuando los meto en la bañera. -Quiso hacernos una demostración; había alguien en el cuarto de baño. Bueno, ahora no puedo. Por cierto, he reñido con los vecinos de al lado.
Nos habló de sus vecinos; eran un familión con unos hijos muy traviesos que tiraban piedras a Dodie y Ray por encima de la cerca, y a veces incluso a Bull. Les dijo que cortaran; el padre salió y gritó algo en portugués. Bull entró en la casa y volvió con una escopeta y se apoyó muy serio sobre ella; sonreía malignamente bajo el sombrero, su cuerpo entero se retorcía como una serpiente en actitud de espera; era un payaso grotesco, alto, en plena soledad bajo las nubes. La visión de Bull debió resultarle al portugués de pesadilla.
Recorríamos el patio buscando algo que hacer. Había una cerca tremenda en la que estaba trabajando Bull para separarse de sus odiosos vecinos; nunca la terminaría, la tarea era excesiva. La empujó con fuerza para demostrarnos lo sólida que era. De pronto se sintió cansado y entró en la casa desapareciendo en el cuarto de baño para su fije de antes de la comida. Volvió con los ojos vidriosos y muy tranquilo, y se sentó bajo la lámpara encendida. La luz del sol se colaba débilmente por las rendijas de la persiana.
– Oidme, ¿por qué no probáis mi acumulador de orgones? Dará sustancia a vuestros huesos. Cuando salgo de él siempre corro al coche y me lanzo a ciento cincuenta por hora a la casa de putas más cercana. ¡Jo-jo-jo! -era su «risa» de cuando no se reía de verdad.
El acumulador de orgones es una caja normal y corriente lo bastante grande como para que un hombre se siente en una silla dentro de ella; una capa de madera, una capa de metal, y otra capa de madera recogen los orgones de la atmósfera y los mantienen cautivos el tiempo suficiente para que el cuerpo humano absorba más de la dosis usual. Según Reich, los orgones son átomos vibratorios de la atmósfera que contienen el principio vital. La gente tiene cáncer porque se queda sin orgones. Bull pensaba que su acumulador de orgones mejoraría si la madera utilizada era lo más orgánica posible, así que ataba hojas y ramitas de los matorrales del delta a su mística caja. Esta estaba allí, en el caluroso y desnudo patio: era una absurda máquina disparatada cubierta de hojas y de mecanismos de maniático, Bull se desnudó y se metió en ella sentándose a contemplarse el ombligo.
– Sal, después de comer podríamos ir tú y yo a apostar a los caballos a la oficina del cruce de Graetna.
Estaba en su mejor forma. Durmió una siesta después de comer sentado en su butaca con la pistola de aire comprimido en el regazo y el pequeño Ray colgado del cuello, dormido también. Era agradable de ver, padre e hijo, un padre que indudablemente nunca aburriría a su hijo cuando se tratara de buscar cosas que hacer y de las que hablar. Se despertó sobresaltado y me miró. Tardó un minuto en reconocerme.
– ¿Qué vas a hacer a la costa Oeste, Sal? -preguntó, y volvió a dormirse otro poco.
Por la tarde fuimos a Graetna, pero sólo Bull y yo. Fuimos en su viejo Chevvy. El Hudson de Dean era bajo y suave; el Chevvy de Bull era alto y ruidoso. Parecía de 1910. La oficina de apuestas estaba situada en un cruce cerca del agua en un bar de cromados y cuero que tenía una enorme sala en el fondo en cuya pared se anunciaban los caballos y las apuestas. Pululaban tipos de Luisiana con revistas de carreras de caballos. Bull y yo tomamos una cerveza y él se acercó a una máquina tragaperras y metió medio dólar. La máquina señaló «Pleno»… «Pleno»… «Pleno»… se detuvo un instante en «Pleno» y acabó retrocediendo a «Cerezas». Acababa de dejar de ganar cien dólares o quizá más.
– ¡Maldita sea! -gritó Bull-. Tienen la máquina preparada. Acabas de verlo. Ya tenía el pleno y el mecanismo retrocedió. ¡Qué se la va a hacer!
Estudiamos una revista de caballos. Yo hacía años que no apostaba y me sentí aturdido ante tantos nombres nuevos. Había un caballo llamado Big Pot que me dejó en un trance momentáneo pensando en mi padre que solía jugar conmigo a los caballos. Estaba a punto de decírselo a Bull cuando él dijo:
– Bueno, pienso que probaremos con Corsario Negro.
– Big Pot me recuerda a mi padre -le dije por fin.
Reflexionó unos segundos con sus ojos claros clavados en mí hipnóticamente y no conseguí expresar mis pensamientos ni tampoco saber dónde estaba. Después se fue a apostar a Corsario Negro. Ganó Big Pot y pagaron cincuenta a uno.
– ¡Maldita sea! -exclamó Bull-. Debería haberlo pensado mejor, ya me pasó otras veces. ¿Cuándo aprenderemos?
– ¿Qué quieres decir?
– Me refiero a Big Pot. Tuviste una visión. Sólo los tontos del culo dejan de hacer caso de las visiones. ¿Quién se atrevería a negar que tu padre, que era un buen apostador, no te comunicó en aquel instante que Big Pot iba a ganar la carrera? Te atrajo con el nombre, se aprovechó de ese nombre para comunicarse contigo. En eso pensaba cuando te lo decía. En cierta ocasión mi primo de Missouri apostó a un caballo cuyo nombre le recordaba a su madre, y ganó y pagaron mucho. Esta tarde sucedió lo mismo -agitó la cabeza-. Vamonos de aquí, es la última vez que apuesto a los caballos estando tú cerca; todas esas visiones me distraen. -En el coche mientras volvíamos a casa dijo-: La humanidad se dará cuenta algún día que de hecho estamos en contacto con los muertos y con el otro mundo, sea el que sea; si utilizáramos del modo adecuado nuestros poderes mentales, podríamos predecir lo que va a suceder dentro de cien años y seríamos capaces de evitar todo tipo de catástrofes. Cuando un hombre muere se produce una mutación en su cerebro de la que no sabemos nada todavía pero que resultará clarísima alguna vez si los científicos dan en el clavo. Pero a esos hijoputas ahora sólo les interesa ver cómo consiguen hacer saltar el mundo en pedazos.
Se lo contamos a Jane. Husmeó el aire y dijo:
– Me parece una tontería.
Luego siguió barriendo la cocina. Bull fue al cuarto de baño para meterse el fije de la tarde.
Fuera, en la carretera, Dean y Ed Dunkel jugaban al baloncesto con un balón de Dodie y un cubo clavado a un poste de la luz. Me uní a ellos. Luego nos dedicamos a hacer proezas atléticas. Dean me dejó totalmente asombrado. Hizo que Ed y yo sostuviéramos una barra de hierro a la altura de nuestra cintura y saltó por encima con toda facilidad y los pies juntos.
– Subidla más -dijo.
Seguimos subiéndola hasta la altura del pecho. Seguía saltando por encima con toda facilidad. Luego probó con el salto de longitud y alcanzó por lo menos seis metros y medio. Luego echamos una carrera por la carretera. Soy capaz de hacer los cien metros lisos en 10,5. Me dejó atrás sin esfuerzo. Mientras corríamos tuve una loca visión de Dean corriendo así toda su vida: su rostro huesudo tendido hacia adelante, sus brazos bombeando aire, sus piernas moviéndose rápidamente como las de Groucho Marx y gritando:
– ¡Sí! ¡Sí! tío, ¡vamos! ¡vamos!
Pero nadie podía seguirle; ésa era la verdad. Entonces Bull vino con un par de cuchillos y empezó a enseñarnos cómo se podía desarmar a un supuesto atracador en una oscura callejuela. Por mi parte le enseñé un truco que consiste en dejarse caer hacia atrás delante de tu adversario, sujetarle con los tobillos y hacerle caer sobre sus manos cogiéndole en seguida por las muñecas con una doble nelson. Bull dijo que aquello estaba muy bien. Nos hizo una exhibición de jujitsu. La pequeña Dodie llamó a su madre diciéndole que saliera al porche.
– Mira a esos tontos -le dijo. Era una niña tan guapa y traviesa que Dean se la comía con los ojos.
– ¡Vaya! ¡Vaya! Espera a que crezca. Ya le estoy viendo pasear por la calle Canal y causando estragos con esos ojazos -siseó entre dientes.
Pasamos un día enloquecido en el centro de Nueva Orleans paseando con los Dunkel. Dean estaba aquel día más loco que nunca. Cuando vio los trenes de carga quiso enseñármelo todo una vez más.
– Haré de ti un estupendo guardafrenos.
Él y yo y Ed Dunkel cruzamos las vías y saltamos a un tren de carga en tres puntos diferentes; Marylou y Galatea esperaban en el coche. Fuimos en el tren un kilómetro, hasta los muelles, saludando con la mano a los guardagujas y guardavías. Me enseñaron el modo adecuado de bajarse de un tren en marcha; primero con el pie de atrás, luego uno se deja caer, se hace un giro, y se apoya el otro pie. Me enseñaron los vagones refrigeradores, los compartimentos del hielo, muy cómodos para viajar las noches de invierno si se da con una hilera de coches vacíos.
– ¿Te acuerdas de lo que te dije del viaje de Nuevo México a LA? -gritó Dean-. Era así cómo iba…
Volvimos junto a las chicas una hora más tarde y naturalmente estaban enfadadas. Ed y Galatea habían decidido alquilar una habitación en Nueva Orleans, quedarse allí y trabajar. Eso le parecería muy bien a Bull, que estaba aburrido y cansado de todo el grupo. Originalmente me había invitado a mí solo. En la habitación de adelante, donde Dean y Marylou dormían, había manchas de mermelada y café y tubos vacíos de anfeta por todo el suelo; pero además era el cuarto de trabajo de Bull que no podía ocuparse de sus estantes. La pobre Jane estaba cansada de los constantes saltos y movimientos de Dean. Esperábamos mi próximo cheque de veterano de guerra para seguir; mi tía iba a mandármelo. Entonces los tres nos largaríamos: Dean, Marylou y yo. Cuando llegó el cheque me di cuenta que no me apetecía dejar tan repentinamente la maravillosa casa de Bull, pero Dean estaba lleno de energías y dispuesto a seguir.
Por fin, un melancólico y rojizo atardecer nos vimos sentados en el coche, con Jane, Dodie, el pequeño Roy, Bull, Ed y Galatea a nuestro alrededor sonriendo sobre la yerba. Era la despedída. En el último momento Dean y Bull tuvieron un roce a causa del dinero; Dean le había pedido algo prestado y Bull dijo que de ningún modo. Era algo que se remontaba a los días de Texas. El taleguero de Dean apartaba de sí a la gente de un modo gradual. Seguía riéndose maniáticamente y no le importaba; se frotó la bragueta, metió la mano bajo el vestido de Marylou, le acarició la rodilla, echó espuma por la boca y dijo:
– Guapa, sabes lo mismo que yo que todo anda perfectamente entre nosotros, por lo menos más allá de la más abstracta de las definiciones en términos metafísicos o cualquier otro término que intentes especificar o imponer suavemente o subrayar -y Así siguió, y salimos zumbando y de nuevo íbamos rumbo a California.
¿Qué se siente cuando uno se aleja de la gente y ésta retrocede en el llano hasta que se convierte en motitas que se desvanecen? Es que el mundo que nos rodea es demasiado grande, y es el adiós. Pero nos lanzamos hacia adelante en busca de la próxima aventura disparatada bajo los cielos.
Dejamos atrás la sofocante luz de Algiers, subimos al ferry de nuevo, estábamos otra vez entre los barcos fluviales hoscos, viejos y manchados de barro, luego de vuelta al canal, y después salimos de la ciudad. Íbamos por una autopista de dos carriles camino de Baton Rouge bajo la oscuridad púrpura; doblamos hacia el Oeste y cruzamos el Mississippi en un sitio llamado Port Allen: donde el río era todo lluvia y rosas en una nebulosa oscuridad y donde seguimos un camino circular bajo la amarillenta luz de la niebla y de repente vimos el gran cuerpo negro debajo del puente y cruzamos de nuevo la eternidad. ¿Qué es el río Mississippi? Es un pedazo de tierra lavada en la noche lluviosa, un suave chapoteo desde las chorreantes orillas del Missuri, una disolución, un movimiento de la marea por el eterno cauce abajo, un regalo a las espumas pardas, un viaje a través de innumerables cañadas y árboles y malecones, abajo, siempre hacia abajo, por Memphis, Greenville, Eudora, Vicksburg, Natchez, Port Allen y Port Orleans y Port de los Deltas… por Portash, Venice y el Gran Golfo de la Noche, y fuera.
Oyendo en la radio un programa de misterio, miraba por la ventanilla y vi un letrero que decía USE PINTURAS COOPER, y me dije: «De acuerdo, así lo haré»; rodábamos a través de la nublada noche de las llanuras de Louisiana: Latwell, Eunice, Kinder y De Quincy, destartalados pueblos del Oeste que se hacían más parecidos a los del delta a medida que nos acercábamos a Sabine. En Old Opelusas fui a una tienda a comprar pan y queso mientras Dean comprobaba la gasolina y el aceite. Era una sencilla cabaña; podía oír a la familia cenando en la trastienda; hablaban. Cogí el pan y el queso y me escurrí silenciosamente por la puerta sin que se enteraran de que había estado allí. Teníamos muy poco dinero para llegar a Frisco. Mientras tanto, Dean robó un cartón de pitillos en la estación de servicio y quedamos equipados para el viaje: gasolina, aceite, cigarrillos y comida. Los paletos no se enteraron. El coche se lanzó carretera adelante.
Cerca de Starks vimos hacia delante un gran resplandor rojo en el cielo; nos preguntamos qué sería; un momento después pasábamos por allí. Era un incendio detrás de los árboles; había muchos coches aparcados en la autopista. No parecía tener importancia, aunque quizá la tuviera. La comarca se hizo extraña y oscura cerca de Deweyville. De repente estábamos en los pantanos.
– Tío, ¿te imaginas lo que sería si nos encontráramos con un club de jazz en estos pantanos lleno de negros amistosos tocando blues y bebiendo licor de serpiente y haciéndonos señas?
– ¡Sí!
Todo era misterioso alrededor. El coche seguía una sucia carretera que se elevaba sobre los pantanos que se extendían a ambos lados. Pasamos ante una aparición; era un negro con camisa blanca que caminaba con los brazos levantados hacia el oscuro firmamento. Debía de estar rezando o maldiciendo. Pasamos zumbando a su lado; miré por la ventanilla trasera para verle el blanco de los ojos.
– ¡Vaya! -dijo Dean-. No lo mires. Será mejor que no nos detengamos en esta zona.
En un determinado punto nos encontramos con un cruce y detuvimos el coche a pesar de todo. Dean apagó los faros. Estábamos rodeados por un bosque con árboles cubiertos de enredaderas en el que casi podíamos oír al deslizarse de un millón de serpientes venenosas. Lo único que veíamos era el rojo botón de los amperios del salpicadero del Hudson. Marylou gritó asustada. Empezamos a reírnos como maníacos para asustarla aún más. También nosotros teníamos miedo. Queríamos salir de estos dominios de la serpiente de las cenagosas tinieblas, y zumbar hasta tierra americana conocida y los pueblos de vaqueros. En el aire olía a petróleo y a aguas estancadas. Era un manuscrito de la noche que no podíamos leer. Ululó un búho. Probamos por una de las sucias carreteras y en seguida cruzamos el maldito río Sabine responsable de todos aquellos pantanos. Vimos con asombro que delante de nosotros se levantaban grandes estructuras luminosas.
– ¡Texas! ¡Es Texas!. ¡Beaumont, el pueblo petrolero! -grandes tanques de petróleo y refinerías parecían ciudades en el fragante aire aceitoso.
– Me alegro de haber dejado atrás todo aquello -dijo Marylou-. Ahora podemos volver a oír otro programa de misterio.
Zumbamos a través de Beaumont, cruzamos el río Trinity en Liberty, y nos dirigimos a Houston. Ahora Dean hablaba de su época en Houston de 1947.
– ¡Hassel! ¡Ese loco de Hassel! Lo buscaba por todas partes y nunca lo encontraba. Se nos perdía a cada paso por este maldito Texas. íbamos a hacer la compra con Bull, y Hassel desaparecía. Teníamos que andar buscándolo por todos los billares de la ciudad -entrábamos en Houston-. Teníamos que buscarle casi siempre en la zona negra. Tío, se enrollaba con todos los tipos locos que se encontraba. Una noche lo perdimos y cogimos habitación en un hotel. Nuestra intención original era llevar hielo a Jane porque la comida se estaba pudriendo. Nos costó encontrarle un par de días. Incluso yo me metí en líos. Intentaba ligar con las mujeres que andaban de compras por la tarde, justo aquí, en los supermercados del centro -íbamos como flechas por la noche vacía- y me encontré a una chica que estaba realmente ida, una auténtica idiota que andaba vagabundeando y trataba de robar una naranja. Era de Wyoming. Su hermoso cuerpo sólo era comparable a su idiota cabeza. La encontré diciendo tonterías y me la llevé a la habitación. Bull estaba borracho y trataba de emborrachar a un chaval mexicano que se había ligado. Carlo se había picado heroína y escribía poesía. Hassel no apareció por el jeep hasta medianoche. Lo encontramos durmiendo en el asiento de atrás. El hielo se había deshecho. Hassel dijo que había tomado cinco pastillas para dormir. Tío, si mi memoria funcionara tan bien como el resto de mi mente, os podría contar todos los detalles de lo que hicimos. Pero sabemos cómo es el tiempo. Todas las cosas se cuidan de sí mismas. Podría cerrar los ojos y este viejo coche se ocuparía de sí mismo.
En las calles vacías de Houston, a las cuatro de la madrugada, de pronto nos adelantó un joven motorista lleno de lentejuelas y adornado con relucientes botones, visera, chaqueta de cuero negra, una chica agarrada a él como una india, el pelo al viento, un poeta tejano de la noche a todo velocidad cantando:
– Houston, Austin, Fort Woerth… y a veces Kansas City… y a veces el viejo Antone… ¡ah!… ¡jaaaaa! -se perdieron en la noche delante de nosostros.
– ¡Vaya! ¿Habéis visto a ese chaval? ¡Vamos allá también nosotros! -Dean quería alcanzarlos-. ¿No sería estupendo si consiguiéramos reunimos todos y pasárnoslo bien sin follones; todo resultaría agradable y suave, sin protestas infantiles, sin desgracias corporales que nos molesten? ¡Sí! Pero ya sabemos cómo es el tiempo. -Se inclinó hacia delante y aceleró la marcha.
Pasado Houston sus energías, aunque eran muy grandes, le abandonaron y conduje yo. Empezó a llover justo cuando cogía el volante. Ahora estábamos en la gran llanura de Texas y; como Dean había dicho:
– Avanzas y avanzas y todavía estarás en Texas mañana por la noche.
La lluvia arreciaba. Crucé un destartalado pueblo de vaqueros con una calle principal llena de barro y me encontré en un camino sin salida. «¿Eh, qué estás haciendo?», me dije. Ellos dormían. Di la vuelta y regresé por donde había venido. No se veía ni un alma; tampoco una maldita luz. De repente un jinete con impermeable apareció ante los faros. Era el sheriff. Llevaba un sombrero de ala ancha que chorreaba.
– ¿Por dónde se va a Austin?
Me lo indicó educadamente y salí del pueblo. Poco después, de pronto vi dos faros que venían directamente hacia mí bajo la lluvia. Pensé que iba por el lado equivocado de la carretera; me ceñí a la derecha y me encontré rodando sobre el barro; volví a la carretera. Los faros seguían echándoseme encima. En el último momento me di cuenta de que el otro conductor iba por el lado equivocado de la carretera sin darse cuenta. Me hundí en el barro a cincuenta por hora; por suerte no había cuneta ni zanja. El otro coche se detuvo bajo el aguacero. Cuatro huraños braceros que habían abandonado su tarea para armar follón en los bares, todos con camisa blanca y brazos morenos y sucios, me miraron como idiotas. El conductor estaba como una cuba.
– ¿Por dónde se va a Houston? -dijo.
Señalé la dirección con el dedo. Me dije de pronto que habían hecho aquello a propósito con el fin de preguntar la dirección lo mismo que un mendigo se dirige directamente a ti en una acera para cerrarte el paso. Miraron melancólicamente el suelo de su coche, donde rodaban botellas vacías, y se alejaron con estrépito. Puse el coche en marcha; estaba hundido en tres centímetros de barro. Suspiré en el lluvioso desierto tejano.
– Dean -dije-. Despiértate.
– ¿Qué pasa?
– Estamos atascados en el barro.
– Pero, ¿qué cojones ha pasado?
Se lo conté. Lanzó un montón de juramentos. Nos pusimos unos zapatos y unos jerseys viejos y salimos del coche bajo la lluvia torrencial. Arrimé el hombro al guardabarros trasero y levanté todo lo que pude. Dean puso cadenas a las resbaladizas ruedas. En un momento estábamos cubiertos de barro. Ante estos horrores despertamos a Marylou e hicimos que pusiera el coche en marcha mientras nosotros empujábamos. El atormentado Hudson fue elevándose y elevándose. De pronto dio un salto y patinó por la carretera. Marylou lo dominó justo a tiempo y montamos. Así eran las cosas. El trabajo había durado media hora y estábamos empapados e incómodos.
Me dormí, cubierto de barro; por la mañana cuando desperté el barro se había secado y afuera nevaba. Estábamos cerca de Fredericksbug, en las grandes praderas. Fue uno de los peores inviernos de la historia de Texas y del Oeste, las vacas morían como moscas y nevó hasta en San Francisco y LA. Nos encontrábamos muy mal. Deseábamos volver a Nueva Orleans con Ed Dunkel. Marylou conducía; Dean dormía. Ella conducía con una mano y con la otra me toqueteaba. Me hacía mil promesas para cuando llegáramos a San Francisco. Me babeaba de gusto como un imbécil. A las diez cogí el volante. Dean estaba fuera de combate para varias horas. Conduje cientos de aburridos kilómetros a través de los matorrales nevados y los escabrosos montes cubiertos de salvia. Pasaban vaqueros con viseras de béisbol y orejeras buscando vacas. De cuando en cuando aparecían casitas de aspecto confortable con la chimenea echando humo. Hubiera deseado comer mantequilla y judías al amor de la lumbre.
En Sonora conseguí otra vez pan y queso gratis mientras el propietario charlaba con un fornido ranchero en el otro extremo de la tienda. Dean dio gritos de alegría cuando se lo conté; estaba muerto de hambre. No podíamos gastar ni un centavo en comida.
– Sí, sí -decía Dean mirando a los rancheros que pululaban por la calle principal de Sonora-, cada uno de ésos es un maldito millonario, miles de cabezas de ganado, braceros, edificios, dinero en el banco. Si yo viviera por aquí sería una liebre escondida entre los matorrales siempre al acecho de guapas vaqueras… ¡Ji-ji-ji-ji! ¡Hostias! -se dio un puñetazo-. ¡Sí! ¡De acuerdo! ¡Ay de mí!
No sabíamos de qué hablaba. Cogió el volante y condujo el resto del camino a través del estado de Texas, unos ochocientos kilómetros, directamente hasta El Paso, llegando al amanecer y sin parar nada más que una sola vez para desnudarse, cerca de Ozona, y saltar y gritar entre los matorrales. Los coches pasaban zumbando y no le veían. Se escurrió dentro del coche otra vez y volvió a conducir.
– Ahora Sal, y tú también, Marylou, quiero que hagáis lo mismo que yo, quitaos toda la ropa. ¿Qué sentido tiene? Es lo que os estoy diciendo. Vuestros cuerpos tienen que tomar el sol. ¡Vamos! -íbamos hacia el Oeste, rumbo al sol; sus rayos llegaban a través del parabrisas-. Ofreced el vientre al sol.
Marylou obedeció; yo también pero más a desgana. Nos sentamos los tres en el asiento delantero. Marylou sacó crema y nos la aplicó en broma. De cuando en cuando nos cruzábamos con un gran camión; desde su alta cabina el conductor tenía una fugaz visión de una dorada beldad sentada desnuda entre dos hombres también desnudos; podía vérseles por la ventanilla trasera hacer eses durante unos momentos mientras se alejaban. Cruzábamos grandes llanuras cubiertas de matorrales, ya sin nieve. En seguida estuvimos en las rocas anaranjadas del Pecos Canyon. En el cielo se abrían lejanías azules. Bajamos del coche para ver unas ruinas indias. Dean lo hizo completamente desnudo. Marylou y yo nos pusimos los abrigos. Anduvimos entre las viejas piedras saltando y gritando. Unos turistas vieron a Dean desnudo en la llanura; no creían lo que veían sus ojos y se alejaron aturdidos.
Dean y Marylou aparcaron el coche cerca de Van Horn y follaron mientras yo dormía. Me desperté precisamente cuando rodábamos por el tremendo valle de Río Grande, a través de Clint e Ysleta hacia El Paso. Marylou saltó al asiento trasero, yo al delantero y continuamos la marcha. A nuestra izquierda, pasamos los vastos espacios de Río Grande, estaban las áridas y rojizas montañas de la frontera mexicana, la tierra de los tarahumaras; un suave crepúsculo jugaba en las cimas. Delante se veían las lejanas luces de El Paso y Juárez, sembradas por un inmenso valle tan grande que se podían ver varios trenes humeando al mismo tiempo en diversas direcciones como si aquello fuera el Valle del Mundo. Descendimos a él.
– ¡Clint, Texas! -dijo Dean. Había sintonizado en la radio la estación de Clint. Cada cuarto de hora ponían un disco; el resto del tiempo emitían anuncios de cursos por correspondencia-. Este programa se difunde por todo el Oeste -exclamó Dean excitado-. Tío, solía escucharlo noche y día en el reformatorio y en la cárcel. Todos escribíamos. Obtienes un diploma de segunda enseñanza por correo si pasas los exámenes. No hay joven matón del Oeste que no escriba en alguna u otra ocasión; no se oye otra cosa por la radio; sintonizas la radio en Sterling, Colorado, Lusk, Wyoming, no importa dónde, y allí está Clint, Texas, Clint Texas. Y la música siempre es música hillbilly y mexicana, es el peor programa de toda la historia del país y nadie puede remediarlo. Cuentan con una red potentísima; tienen cubierta toda la región. -Vimos la alta antena pasadas las casas de Clint-. ¡Oh, tío, la de cosas que te podría contar! -exclamó Dean, casi sollozando. Con la mirada puesta en Frisco y la costa, entramos en El Paso cuando se hacía de noche, y sin un centavo. Era imprescindible que consiguiéramos algo de dinero para gasolina o nunca llegaríamos.
Lo intentamos todo. Fuimos a una agencia de viajes, pero aquella noche no iba nadie al Oeste. La agencia de viajes es el sitio adónde se va a obtener asiento en un coche a cambio de compartir el precio de la gasolina, cosa legal en el Oeste. Siempre hay esperando tipos miserables con maletas destrozadas. Fuimos a la estación de los autobuses Greyhound para tratar de convencer a alguien de que nos diera el dinero en lugar de adquirir un billete para el Oeste. Pero fuimos demasiado vergonzosos para acercarnos a nadie. Nos paseamos melancólicamente por allí. Afuera hacía frío. Un estudiante se puso a sudar cuando vio a la atractiva Marylou e hizo grandes esfuerzos por disimularlo. Dean y yo nos consultamos la cosa y decidimos que no éramos macarras. En esto, un muchacho alocado y bruto, recién salido del reformatorio, se nos pegó, y él y Dean fueron a tomar una cerveza.
– ¡Venga, tío! Podemos pegarle a alguien un palo en la cabeza y cogerle dinero.
– ¡Tú eres mi hombre! -respondió Dean. Se alejaron rápidamente. Durante un momento me quedé preocupado; pero Dean sólo quería ver las calles de El Paso con el chico y divertirse un poco.
Marylou y yo esperamos en el coche. Ella me rodeó con sus brazos.
– ¡Coño! ¡Espera hasta que lleguemos a Frisco! -le dije.
– No me importa. De todos modos Dean me va a dejar.
– ¿Cuándo vas a volver a Denver?
– No lo sé. Me da lo mismo no ir. Podría volver al Este contigo.
– Tendremos que conseguir algo de dinero en Frisco.
– Conozco un restaurante donde podrías encontrar trabajo de cajero, y yo de camarera. También sé de un hotel donde nos fiarían. Seguiremos juntos. ¡Vaya! Me estoy poniendo triste.
– ¿Por qué estás triste, Lou?
– Por todo. ¡Joder! Me gustarla que Dean no estuviera tan loco -Dean venía hacia nosotros haciendo guiños y riéndose. Se metió en el coche.
– Vaya tipo más loco. Pero conozco a miles de tipos así, todos iguales, sus cabezas funcionan igual, ¡oh! las infinitas ramificaciones, no hay tiempo, no hay tiempo… -y puso el coche en marcha, se inclinó sobre el volante, y dejamos atrás El Paso-. Tenemos que recoger autostopistas. Estoy seguro de que encontraremos a alguien. ¡Allá vamos! ¡Adelante! -gritó a los de otro coche-. ¡Paso! -añadió y les adelantó y evitó a un camión y salimos de las afueras de la ciudad.
Al otro lado del río se veían las brillantes luces de Juárez y las tristes tierras áridas y las brillantes estrellas de Chihuahua. Marylou osbervaba a Dean disimuladamente como lo había observado durante todo aquel ir venir a través del país (con aire triste y hosco, como si pensara en cortarle la cabeza y esconderla en su bolso). Había en ella un amor rencoroso y triste hacia Dean, hacia este Dean tan asombrosamente él mismo, un amor siniestro y alocado, expresado con una sonrisa tierna y cruel que me dio miedo, un amor que ella sabía que jamás daría fruto porque cuando miraba aquel rostro huesudo de mandíbulas firmes, con su satisfacción varonil y tan enfrascado en lo suyo, comprendía que estaba demasiado loco. Dean estaba convencido de que Marylou era una puta; me confió que pensaba que era una mentirosa patológica. Pero cuando ella miraba también expresaba amor; y cuando Dean lo notaba siempre se volvía hacia ella con una sonrisa de falso enamorado, pestañeando y enseñando sus blancos dientes, cuando sólo un momento antes sólo pensaba en la eternidad. Entonces Marylou y yo nos reímos, y Dean no mostró ningún signo de desconfianza, sólo nos replicó con una despreocupada y alegre sonrisa que nos decía: «En cualquier caso lo estamos pasando bien, ¿verdad?» Y así eran las cosas.
Después de El Paso vimos una confusa y pequeña figura en la oscuridad con el dedo extendido. Era un autostopista en potencia. Nos detuvimos y luego dimos marcha atrás hasta llegar a su lado.
– ¿Cuánto dinero tienes, muchacho?
El chico no tenía dinero; era pálido, extraño, con una mano subdesarrollada, paralítica. Tendría unos diecisiete años y no llevaba ningún tipo de equipaje.
– ¿No es una monada! -dijo Dean volviéndose hacia mí con expresión seria-. Entra, amigo, te llevaremos.
El chico aprovechó la ocasión. Dijo que tenía una tía en Tulare, California, que era dueña de una tienda y que en cuanto llegásemos nos conseguiría dinero. Dean se retorcía de risa, era igual que aquel otro chico de Carolina del Norte.
– ¡Sí! ¡Sí! -gritaba-. Todos tenemos tías; bien, adelante. Vamos en busca de las tías y los tíos y de las tiendas de comestibles, los buscaremos por todo el camino.
Teníamos un nuevo pasajero. Era un muchacho agradable. No decía nada, simplemente nos escuchaba. Tras un minuto de oír hablar a Dean probablemente quedó convencido de que había subido a un coche de locos. Dijo que hacía autostop de Alabama a Oregón, donde estaba su casa. Le preguntamos qué había estado haciendo en Alabama.
– Fui a visitar a un tío mío; me había dicho que me daría trabajo en un aserradero. La colocación fracasó y vuelvo a casa.
– A casa -dijo Dean- Sí señor, a casa. Te llevaremos a casa, por lo menos hasta Frisco. -Pero no teníamos dinero. Entonces se me ocurrió que podría pedir prestados cinco dólares a mi viejo amigo Hal Hingham, de Tucson, Arizona. Inmediatamente Dean dijo que estaba todo solucionado y que iríamos a Tucson. Cosa que hicimos.
Pasamos de noche por Las Cruces, Nuevo México, y llegamos a Arizona al amanecer. Me desperté de un profundo sueño para encontrármelos a todos dormidos como corderitos y el coche aparcado Dios sabe dónde: no se veía nada a través de las empañadas ventanillas. Salí del coche. Estábamos en la montaña: era una maravillosa salida de sol, frescos aires púrpura, laderas rojizas, pastos esmeralda en los valles, rocío y cambiantes nubes doradas; en el suelo agujeros de topos, cactos, acacias. Era hora de que condujera. Empujé a Dean y al chico a un lado e inicié el descenso con el motor parado para ahorrar gasolina. De este modo entré en Benson, Arizona. Recordé entonces que tenía un reloj de bolsillo que Rocco me había regalado por mi cumpleaños, un reloj de cuatro dólares. En la estación de servicio pregunté al encargado si en Benson había alguna casa de empeños. Me señaló la puerta de al lado de la estación. Llamé, alguien saltó de la cama, y un minuto después me habían dado un dólar por el reloj. Lo gasté en gasolina. Ahora ya teníamos bastante combustible para llegar a Tucson. Pero en esto apareció un policía en moto que llevaba una enorme pistola, y justo cuando me ponía en marcha, me dijo que quería ver mi permiso de conducir.
– Mi amigo, que está ahí detrás, lo tiene -dije. Dean y Marylou dormían pegados bajo la manta. El policía dijo a Dean que saliera. De pronto sacó la pistola y gritó:
– ¡Manos arriba!
– Pero agente -oí que decía Dean con tono untuoso y ridículo-. ¡Por Dios, agente! Si sólo me estaba abrochando la bragueta.
Hasta el pestañí sonrió. Dean salió manchado de barro, desastrado, con el vientre asomando bajo la camiseta, lanzando maldiciones, buscando su permiso de conducir por todas partes, y también los papeles del coche. El de la bofia registró el portaequipajes. Todo estaba en regla.
– Era sólo una comprobación de rutina -dijo con amable sonrisa-. Pueden seguir. Benson no está nada mal, pueden pararse allí a desayunar.
– Sí, sí, sí -dijo Dean, sin prestarle ninguna atención y nos alejamos. Suspiramos aliviados. La policía siempre sospecha de los grupos de jóvenes que andan en coches nuevos sin un centavo en el bolsillo y empeñando relojes- Siempre tienen que meterse en todo -añadió Dean-, pero era un policía mucho mejor que aquella rata de Virginia. Quieren hacer detenciones que merezcan grandes titulares; creen que todos los coches que pasan vienen de Chicago con una banda de gánsters dentro. No tienen otra cosa que hacer. -Seguimos rumbo a Tucson.
Tucson está situado en una zona fluvial cubierta de acacias y dominada por la nevada Sierra Catalina. La ciudad era de construcciones sólidas; la gente estaba de paso, era bronca, ambiciosa, atareada, alegre; lavaderos, remolques; calles muy animadas con banderolas; todo muy californiano. Fort Lowell Road, donde Hingham vivía, sigue el solitario camino del río bordeado de árboles junto al llano desierto. Vimos al propio Hingham meditando en el patio de su casa. Era escritor; había venido a Arizona a trabajar en su libro en paz. Era alto, desgarbado, un tímido satírico que farfullaba sin mirarte y que continuamente contaba cosas divertidas. Su mujer y su hijo vivían con él en la casita de adobe construida por su suegro, que era indio. Su madre vivía en su propia casa al otro lado del patio. Era una americana muy nerviosa enamorada de la alfarería, los abalorios y los libros. Hingham sabía de Dean por cartas que le había escrito desde Nueva York. Llegamos como una plaga, todos muertos de hambre, incluso Alfred, el muchachito inválido. Hingham llevaba un jersey viejo y fumaba una pipa en el acre aire del desierto. Su madre salió y nos invitó a entrar en la cocina para que comiésemos algo. Preparó tallarines en una enorme cazuela.
Luego fuimos a una tienda de bebidas del cruce donde Hingham hizo efectivo un cheque de cinco dólares y me entregó el dinero. Hubo una breve despedída.
– Fue una visita muy agradable -dijo Hingham mirando hacia otro lado. Más allá de unos árboles, entre la arena, había un parador con un gran letrero de neón rojo encendido. Hingham siempre iba allí a tomarse una cerveza cuando se cansaba de escribir. Se sentía muy solo y quería volver a Nueva York. Era triste ver cómo su elevada figura se perdía en la oscuridad mientras nos alejábamos, lo mismo que había pasado con las otras figuras de Nueva York y Nueva Orleans: se las veía inseguras bajo los inmensos cielos y todo lo que les rodeaba sumergido en la negrura. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Para qué hacerlo…? dormir. Pero nuestro grupo de locos se lanzaba hacia delante.
Nada más dejar Tucson vimos a otro autostopista en la oscura carretera. Era un okie de Bakersfield, California, que nos contó su vida.
– ¡La hostia! Me marché de Bakersfield en un coche que me recogió en la agencia de viajes y olvidé la guitarra en el portaequipajes de otro y no los he vuelto a ver: ni a ellos ni a mi guitarra, ni a mi ropa de vaquero. Soy músico, iba a Arizona para tocar con los Sagebrush Boys de Johnny Mackaw. Bueno, pues ahora aquí estoy. En Arizona, sí, pero sin una lata y sin la puta guitarra. Llevadme hasta Bakersfield y conseguiré dinero de mi hermano. ¿Cuánto queréis? -necesitábamos gasolina para llegar desde Bakersfield a Frisco, unos tres dólares. Ahora íbamos cinco personas en el coche-. Buenas noches, señora -dijo el okie llevándose la mano al sombrero al dirigirse a Marylou, y nos pusimos en marcha de nuevo.
Durante la noche vimos allá abajo las luces de Palm Springs desde una carretera de montaña. Al amanecer, siempre entre montañas cubiertas de nieve, avanzamos hacia el pueblo de Mojave que era la entrada hacia el gran paso de Techachapi. El okie se despertó y contó cosas divertidas; el simpático Alfred sonreía. Nos dijo que conocía a un tipo que perdonó a su mujer que le hubiera disparado y que consiguió que saliera de la cárcel, sólo para que le pegara otro tiro. Pasábamos por la cárcel de la mujer cuando nos contó eso. Arriba, delante de nosotros, veíamos el paso de Techachapi. Dean cogió el volante y nos llevó hasta la cima del mundo. Pasamos junto a una escondida fábrica de cemento del desfiladero. Después empezamos a bajar. Dean paró el motor, metió el embrague, tomó fácilmente dificilísimas curvas, adelantó coches e hizo todo lo que señalan los libros sin usar el acelerador. Yo me agarraba con fuerza al asiento. A veces la carretera subía un trecho; Dean seguía pasando coches silencioso, gracias al impulso. Conocía todos los trucos y ritmos de un paso de montaña de primera categoría. Cuando llegaba una curva en forma de U hacia la izquierda que rodeaba un muro de roca y bordeaba un abismo sin fondo, se inclinaba hacia la derecha; y cuando la curva era hacia la derecha, ahora con un precipicio a la izquierda, se inclinaba hacia la derecha, obligándonos a Marylou y a mí a hacer otro tanto mientras él se agarraba con fuerza al volante. De este modo bajamos casi volando hasta el valle de San Joaquín que se extendía unos mil quinientos metros más abajo. Era virtualmente la parte más baja de California, verde y maravillosa desde nuestra plataforma aérea. Hicimos cincuenta kilómetros sin gastar ni una gota de gasolina.
De pronto, todos estábamos excitados. Dean quería contarnos todo lo que sabía de Bakersfield en cuanto llegamos a las afueras de la ciudad. Nos enseñó las pensiones donde había dormido, los hoteles ferroviarios, los billares, los restaurantes baratos, los recodos a los que había saltado desde la locomotora a coger uvas, los restaurantes chinos donde había comido, los bancos del parque en los que había conocido a chicas, y otros lugares donde no había hecho más que sentarse a esperar. La California de Dean… salvaje, sudorosa, importante, el país donde se unen como los pájaros los solitarios, los excéntricos, los exiliados, el país donde en cierto modo todo el mundo tiene aspecto de guapo artista de cine decadente y hundido.
– ¡Tío!, he pasado muchísimas horas sentado en esa misma silla delante de aquel drugstore. -Lo recordaba todo: cada partida de cartas, cada mujer, cada noche triste. Y de repente pasamos por el sitio del ferrocarril donde Terry y yo nos habíamos sentado bajo la luna, bebiendo vino, junto a los agujeros de los vagabundos, en octubre de 1947, y traté de contárselo. Pero estaba demasiado excitado-. Aquí es donde Dunkel y yo pasamos toda la noche bebiendo cerveza y tratando de tirarnos a una camarera guapísima de Watsonville… No, Tracy, sí, Tracy… se llamaba Esmeralda… ¡oh tío! una cosa así…
Entretanto Marylou planeaba lo que iba a hacer cuando llegara a San Francisco. Alfred dijo que su tía le daría un montón de dinero en Tulare. El okie nos dirigió hacia las afueras de la ciudad en busca de su hermano.
A mediodía llegamos ante una casita cubierta de rosas y el okie entró y habló con unas mujeres. Esperamos un cuarto de hora.
– Empiezo a pensar que ese tipo no tiene más dinero que yo -dijo Dean-. Nos va a dejar aquí tirados. Seguro que nadie de su familia le dará dinero después de su loca fuga. -El okie salió cabizbajo y nos llevó hacia el centro.
– ¡Hostias! Tengo que encontrar a mi hermano.
Hizo indagaciones. Probablemente se sentía nuestro prisionero. Por fin fuimos a una gran panadería, y el okie salió con su hermano, que llevaba un mono y aparentemente trabajaba allí. Habló con él unos momentos. Nosotros esperábamos en el coche. El okie contaba a todos sus parientes sus aventuras y la pérdida de la guitarra. Pero consiguió dinero y nos lo dio. Estábamos en condiciones de llegar a Frisco.
Le dimos las gracias y nos abrimos.
La siguiente parada era en Tulare. Rodamos valle arriba. Yo iba tumbado en el asiento trasero, exhausto, totalmente desentendido de todo, y por la tarde, mientras dormitaba, el embarrado Hudson pasó zumbando junto a las tiendas de las afueras de Sabinal donde había vivido y amado y trabajado en el espectral pasado. Dean se inclinaba sobre el volante, devorando la distancia. Dormía profundamente cuando me desperté en Tulare oyendo cosas inquietantes.
– ¡Sal, despiértate de una vez, coño! Alfred ha encontrado la tienda de comestibles de su tía, pero ¿sabes qué ha pasado? Que su tía le pegó un tiro a su marido y está en la cárcel. La tienda está cerrada. No hemos conseguido ni un centavo. ¡Date cuenta de eso! ¡Las cosas que pasan! El okie nos contó una historia muy parecida. Conflictos por todas partes, complicaciones, problemas… ¡Maldita sea! -Alfred se mordía las uñas. Dejábamos la carretera de Oregón en Madera y allí nos despedímos del pequeño Alfred. Le deseamos suerte y un viaje rápido hasta Oregón. Dijo que nunca había hecho un viaje tan agradable.
Al cabo de unos minutos, o eso nos pareció, empezamos a rodar por las estribaciones que hay delante de Oakland y en seguida llegamos a la cima y vimos extendida delante de nosotros a la fabulosa y blanca ciudad de San Francisco sobre las once colinas míticas y con el azul Pacífico y la barrera de niebla avanzando, y humo y doradas tonalidades del atardecer.
– ¡Estupendo! ¡Lo conseguimos! ¡Tenemos la gasolina justa! ¡Venga el agua! ¡Se acabó la tierra! Ahora, Marylou, guapa, tú y Sal vais en seguida a un hotel y esperáis a que me ponga en contacto con vosotros mañana por la mañana en cuanto haya arreglado definitivamente las cosas con Camille y llame al francés para mi trabajo en el ferrocarril y tú y Sal compráis un periódico para ver los anuncios.
Se dirigió hacia el puente de la bahía de Oakland y en seguida estábamos en él. Los edificios de oficinas del centro de la ciudad empezaban a encender las luces; eso te hacía pensar en Sam Spade. Cuando bajamos del coche en la calle O'Farrel, respiramos y estiramos las piernas; era como pisar tierra firme después de un largo viaje por mar; el suelo se movía bajo nuestros pies; se olía a los chop sueys del barrio chino de Frisco. Sacamos todas nuestras cosas del coche y las amontonamos en la acera.
De pronto Dean estaba despidiéndose. Ardía en deseos de ver a Camille y saber lo que había pasado. Marylou y yo nos quedamos aturdidos en medio de la calle y lo vimos alejarse en el coche.
– ¿Te das cuenta de lo hijoputa que es? -dijo Marylou-. Nos dejará tirados siempre que le convenga.
– Ya lo veo -respondí, y suspiré mirando hacia el Este. No teníamos dinero-. Dean no había hablado de dinero-. ¿Dónde podríamos meternos?
Deambulamos por estrechas calles románticas cargando con nuestro harapiento equipaje. Todo el mundo tenía pinta de extras de cine en las últimas. Starlets envejecidas, ligones desencantados, corredores de coches, patéticos personajes de California con la tristeza fin-de-continente a cuestas, guapos, decadentes, rubias de motel de ojos hinchados, chulos, macarras, putas, masajistas, botones. ¡Vaya mezcolanza! ¿Cómo iba a arreglárselas nadie para buscarse la vida entre gente como ésta?
Con todo Marylou había andado entre ese tipo de gente (no lejos de los barrios bajos), y un conserje de rostro grisáceo nos dio una habitación a crédito en un hotel. Fue el primer paso. Después teníamos que comer, y no pudimos hacerlo hasta medianoche, cuando encontramos a una cantante de un club nocturno en la habitación de su hotel que puso una plancha hacia arriba sobre una papelera y nos calentó una lata de carne de cerdo y judías. Miré a través de la ventana los parpadeantes neones y me dije: «¿Dónde está Dean y por qué no se ocupa de nosotros?» Aquel año perdi mi confianza en él. Permanecí una semana en San Francisco y pasé los días más duros de toda mi vida. Marylou y yo anduvimos kilómetros y kilómetros en busca de dinero para comer. Hasta fuimos a visitar a unos marineros borrachos de un albergue de la calle Mission a quienes conocía ella: nos ofrecieron whisky.
Vivimos juntos un par de días en el hotel. Me di cuenta que, ahora Dean se había esfumado, a Marylou yo no le interesaba nada; lo único que quería era encontrar a Dean a través de mí, su amigo íntimo. Discutimos en la habitación; también pasamos noches enteras en la cama mientras yo le contaba mis sueños. Le hablé de la gran serpiente del mundo que estaba enrollada en el interior de la Tierra lo mismo que un gusano dentro de una manzana y que algún día empujaría la Tierra creando una montaña que desde entonces se llamaría La Montaña de la Serpiente y se lanzaría sobre la llanura. Su longitud sería de ciento cincuenta kilómetros y devoraría todo lo que se pusiera por delante. Le dije que esa serpiente era Satanás.
– ¿Y qué pasará entonces? -dijo Marylou apretándose asustada contra mí.
– Un santo, llamado Doctor Sax, la destruirá con unas yerbas secretas que está preparando en este mismo momento en su escondite subterráneo de algún lugar de América. También podría resultar que la serpiente no fuera más que la vaina de unas palomas y que cuando muriera salieran de ella grandes nubes de palomas de un gris espermático que llevaran la nueva de la paz por todo el mundo -yo deliraba de hambre y amargura.
Una noche Marylou desapareció con la dueña de un club nocturno. Yo estaba hambriento esperándola a la entrada, que era donde habíamos quedado, una esquina entre Larkin y Geary, y de pronto la vi salir de una casa de citas con su amiga, la propietaria del club, y un viejo grasiento con un paquete. En principio sólo había ido a ver a su amiga. Comprendí lo puta que era. No quiso hacerme ni un gesto amistoso aunque vio que la estaba esperando. Avanzó con paso ligero y se metió en un Cadillac y se largaron.
Ahora no tenía a nadie, nada.
Anduve por las calles cogiendo colillas del suelo. Pasé junto a un puesto de comidas de la calle Market y, de pronto, la mujer que despachaba me miró aterrada; era la propietaria y parecía pensar que iba a entrar con una pistola y atracarla. Caminé unos cuantos pasos. En esto, se me ocurrió que aquella mujer era mi madre de hace doscientos años en Inglaterra, y que yo era su hijo, un salteador de caminos, que acababa de salir de la cárcel e iba a perturbar su honrado trabajo. Me detuve congelado por el éxtasis en mitad de la acera. Miré calle Market abajo. No sabía si era esa calle o la calle Canal de Nueva Orleans: llevaba hasta el mar, el ambiguo y universal mar, lo mismo que la calle 42 de Nueva York lleva al agua, y uno nunca sabe dónde está. Pensé en el fantasma de Ed Dunkel en Times Square. Estaba delirando. Quería volver y mirar aviesamente a mi dickensiana madre del puesto de comidas. Temblaba de pies a cabeza. Me parecía que me asaltaban un montón de recuerdos que me llevaban a 1750, a Inglaterra, y que estaba en San Francisco en otra vida y en otro cuerpo. «No -parecía decirme aquella mujer con mirada aterrada-, no vuelvas y agobies a tu honrada y trabajadora madre. Para mí ya no eres mi hijo… eres como tu padre, mi primer marido. Pero este amable griego se ha apiadado de mí -(el propietario era un griego de brazos peludos)-. No eres bueno, te emborrachas y armas líos y quieres robarme el fruto de mi humilde trabajo en el puesto. ¡Oh, hijo! ¿Serías capaz de arrodillarte y pedir perdón por todos tus pecados y fechorías? ¡Hijo perdido! ¡Vete! No me amargues más la existencia; he hecho bien en olvidarte. No hagas que vuelvan a abrirse viejas heridas, haz como si nunca hubieras vuelto, como si nunca me hubieras mirado, como si no hubieras visto mi humilde trabajo, mis escasos ahorros. ¡Pobre de ti! Siempre codicioso, dispuesto al robo, hosco, desagradable, hijo mezquino de mi carne. ¡Hijo! ¡Hijo!»
Esto me llevó a recordar la visión de Big Pop en Graetna con el viejo Bull. Y durante un momento llegué al punto del éxtasis al que siempre había querido llegar; a ese paso completo a través del tiempo cronológico camino de las sombras sin nombre; al asombro en la desolación del reino de lo mortal con la sensación de la muerte pisándome los talones, y un fantasma siguiendo sus pasos y yo corriendo por una tabla desde la que todos los ángeles levantan el vuelo y se dirigen al vacío sagrado de la vacuidad increada, mientras poderosos e inconcebibles esplendores brillan en la esplendente Esencia Mental e innumerables regiones del loto caen abriendo la magia del cielo. Oía un indescriptible rumor hirviente que no estaba en mi oído sino en todas partes y no tenía nada que ver con el sonido. Comprendí que había muerto y renacido innumerables veces aunque no lo recordaba porque el paso de vida a muerte y de muerte a vida era fastasmalmente fácil; una acción mágica sin valor, lo mismo que dormir y despertar millones de veces, con una profunda ignorancia totalmente casual. Comprendí que estas ondulaciones de nacimiento y muerte sólo tenían lugar debido a la estabilidad de la Mente intrínseca, igual que la acción del viento sobre la superficie pura, serena y como de un espejo del agua. Sentí una dulce beatitud oscilante, como un gran chute de heroína en plena vena; como un trago de vino al atardecer que hace estremecerse; mis pies vacilaron. Pensé que iba a morir de un momento a otro.
Pero no me morí, y caminé seis kilómetros y recogí diez largas colillas y me las llevé a la habitación del hotel de Marylou y vacié el tabaco en mi vieja pipa y la encendí. Era demasiado joven para saber lo que me había pasado. Olí toda la comida de San Francisco a través de la ventana. Había sitios donde vendían mariscos en cuyo exterior los vagabundos estaban calientes, y los cubos de la basura lo bastante llenos para poder comer; sitios donde hasta los propios menús tenían una blanda suculencia como si hubieran sido sumergidos en caldos calientes y tostados y se pudieran comer. Con que me dejaran oler la mantequilla y las pinzas de la langosta tendría bastante. También había sitios especializados en gruesos y rojos solomillos au jus, o en pollos asados al vino. También había sitios donde las hamburguesas siseaban sobre las parrillas y el café costaba sólo un níquel. ¡Ah! También llegaba hasta mi habitación el olor de los guisos del barrio chino, compitiendo con las salsas de los espaguettis de North Beach, los cangrejos de caparazón blando del muelle de los pescadores… o peor aún, las costillas de Fillmore dando vueltas en el asador. Llegaban de la calle Market los chiles, y las patatas fritas del embarcadero con sus noches de vino, y las almejas de Sausalito, más allá de la bahía… así era mi sueño de San Francisco. Añádase niebla, una niebla cruda que aumentaba el hambre, y los latidos de los neones en la noche suave, el clac-clac de los altos tacones de las mujeres tan bellas, las palomas blancas en el escaparate de una tienda de comestibles china…
Así me encontró Dean cuando por fin decidió que merecía la pena salvarme. Me llevó a su casa, la casa de Camille.
– ¿Dónde está Marylou, tío?
– La muy puta se las dio.
Camille era un alivio después de Marylou; una joven, educada, atenta, y que sabía que los dieciocho dólares que le había mandado Dean eran míos. Pero, ¡ay! ¿dónde estarás ahora mi dulce Marylou?
Descansé unos cuantos días en casa de Camille. Desde la ventana de su cuarto de estar, en un edificio de apartamentos de la calle Liberty, podía verse todo el resplandor verde y rojo de San Francisco en la noche lluviosa. Durante los pocos días que estuve allí Dean hizo la cosa más ridícula de toda su carrera. Consiguió un trabajo de viajante de un nuevo tipo de olla a presión. El vendedor le dio montones de muestras y de folletos. El primer día Dean era un huracán de energía. Fui en coche con él por toda la ciudad de casa en casa. Su idea era que lo invitaran formalmente a cenar y entonces levantarse y hacer una demostración de la olla a presión.
– Tío -exclamó Dean muy excitado-, esto todavía es más disparatado que cuando trabajaba para Sinah. Sinah vendía enciclopedias en Oakland. Nadie podía con él. Soltaba largos discursos, saltaba, subía y bajaba, reía, lloraba.
Una vez entró en casa de unos okies que se estaban preparando para ir a un funeral. Sinah se puso de rodillas y rezó por la salvación del alma del difunto. Todos los okies se echaron a llorar. Vendió una colección completa de enciclopedias. Era el tipo más loco del mundo. Me pregunto qué habrá sido de él. Solíamos acercarnos a las hijas más jóvenes y guapas de las casas donde íbamos y les metíamos mano en la cocina. Por cierto, esta tarde he estado con un ama de casa de lo más maravilloso en su cocinita… los brazos los tenía puestos así… le hacía una demostración… ¡Vaya! ¡Sí! ¡Sí!
– Sigue así, Dean -le dije-. Quizá llegues a ser algún día alcalde de San Francisco. -Era ya un maestro en cosas de cocina; por las noches practicaba con Camille y conmigo.
Una mañana estaba desnudo contemplando todo San Francisco por la ventana mientras salía el sol. Parecía el futuro alcalde pagano de la ciudad. Pero se le agotaron las fuerzas. Una tarde que llovía el vendedor apareció por casa para ver qué estaba haciendo. Dean estaba todo despatarrado encima de la cama.
– ¿Ha tratado de vender todo eso?
– No -le respondió Dean-. Tengo otro trabajo en perspectiva.
– Muy bien, pero ¿qué piensa hacer con todas esas muestras?
– En realidad no lo sé. -Bajo un silencio de muerte el vendedor recogió sus ollas y se fue. Yo me sentía enfermo y cansado de todo, y Dean lo mismo.
Pero una noche volvimos a enloquecer de repente; habíamos ido a ver a Slim Gaillard a un pequeño club nocturno de Frisco. Slim Gaillard es un negro alto, delgado, con unos ojos muy tristes que siempre está diciendo:
– Bien-oruni -y también-. ¿Qué tal un poco de bourbon-oruni?
En Frisco, grandes multitudes de jóvenes intelectualoides se sientan a sus pies y le escuchan tocar el piano, la guitarra y los bongos. Cuando se calienta, se quita la camisa y entra en acción de verdad. Hace y dice cualquier cosa que se le pasa por la cabeza. Comienza a cantar:
– Mezcladora de cemento, Pu-ti, Pu-ti -y de pronto ralentiza el ritmo y se inclina pensativo sobre los bongos tocándolos suavemente con la yema de los dedos mientras todo el mundo se echa hacia delante conteniendo la respiración para conseguir oír lo que dice y toca; crees que va a estar así un minuto, pero sigue y sigue igual durante una hora o más, haciendo un ruido casi imperceptible con la punta de los dedos, un sonido que cada vez es menor hasta que deja de oírse y el ruido del tráfico llega a través de la puerta. Entonces se levanta lentamente, coge el micrófono y dice lenta, muy lentamente:
– Gran-oruni… suave-ovauti… hola-oruni… bourbon-oruni… todo-oruni… qué están haciendo los de la primera fila con sus chicas-oruni… oruni… vauti… oruniruni…
– sigue así unos quince minutos, su voz se hace más grave y más suave hasta que no se puede oír. Sus grandes ojos tristes observan al auditorio.
– ¡Dios! ¡Sí! -dice Dean que está de pie al fondo aplaudiendo y sudando-. ¡Sal! ¡Slim sabe cómo es el tiempo! ¡Sabe cómo es el tiempo!
Slim se sienta al piano y golpea dos notas, dos do, después dos más, después una, después dos, y de pronto el bajista, un tipo corpulento, sale de su ensoñación y se da cuenta que Slim está tocando «C-Jam Blues» y aporrea con su enorme dedo índice la cuerda y se inicia una sonora y potente pulsación y todo el mundo se mueve al compás y Slim sigue mirando tan triste como siempre, y tocan jazz durante media hora, y Slim enloquece y coge los bongos y toca ritmos cubanos tremendamente rápidos y chilla cosas dementes en español, en árabe, en dialecto peruano, en egipcio, en todos los idiomas que conoce, y sabe innumerables idiomas. Finalmente termina la actuación; cada actuación dura dos horas. Slim Gaillard se queda apoyado en una columna, mirando tristemente por encima de las cabezas de quienes le hablan. Le ponen un vaso de bourbon en la mano.
– Bourbon-oruni… gracias-ovauti.
Nadie sabe de dónde es Slim Gaillard. Dean soñó en cierta ocasión que tenía un hijo y que su vientre estaba todo hinchado y azul mientras estaba tumbado en la yerba de un hospital de California. Bajo un árbol, junto a un grupo de negros, estaba sentado Slim Gaillard. Dean volvió hacia él unos desesperados ojos de madre.
– Ahí lo tienes-oruni -decía Slim.
Ahora Dean se acercó a él, se acercó a su dios; creía que Slim era Dios; caminó arrastrando los pies hasta él y le hizo una reverencia y le rogó que se sentara con nosotros.
– Muy bien-oruni -dijo Slim; se sentaba con cualquiera pero no garantizaba que estuviese en espíritu con la gente. Dean consiguió una mesa, pidió bebidas, y se sentó muy tieso frente a Slim. Este soñaba por encima de su cabeza. Cada vez que Slim decía:
– Oruni. -Dean respondía:
– Sí.
Yo estaba sentado entre aquel par de locos. No pasó nada. Para Slim Gaillard el mundo entero es sólo un gran oruni.
Aquella misma noche conocí a Lampshade en la esquina de Fillmore y Geary. Lampshade es un tipo corpulento, un negro que se presenta en los clubs musicales de Frisco con abrigo, sombrero y bufanda, y salta al escenario y empieza a cantar; se le hinchan las venas de la frente; jadea y toca blues con una enorme trompeta poniendo en juego cada músculo de su alma. Chilla al público mientras canta:
– No os muráis para ir al cielo, comenzad con el Doctor Peppery terminad con whisky.
Su voz resuena por todas partes. Hace muecas, se retuerce, hace de todo. Se acercó a nuestra mesa, se inclinó hacia nosotros y dijo:
– ¡Sí! -y después salió a la calle tambaleándose en busca de otro club.
También estaba Connie Jordán, un loco que canta, mueve desesperadamente los brazos y termina salpicando de sudor a todo el mundo y golpeando el micrófono y gritando como una mujer; y se le ve avanzada la noche, exhausto, escuchando las salvajes sesiones de jazz en el Jamson's Nook con enormes ojos redondos y los hombros hundidos, con la mirada perdida y una bebida delante. Nunca había visto a unos músicos tan locos. En Frisco todo el mundo tocaba. Era el final del continente; todo se la sudaba a todo el mundo. Dean y yo anduvimos por San Francisco en este plan hasta que me llegó el siguiente cheque de veterano y me encontré en disposición de volver a casa.
No puedo decir lo que conseguí yendo a Frisco. Camille quería que me fuera; a Dean le daba lo mismo que me fuera o me quedara. Compré una enorme hogaza de pan y fiambres y me hice diez emparedados para cruzar el país una vez más; todos se habían podrido cuando llegué a Dakota del Norte. La última noche Dean enloqueció y encontró a Marylou en alguna parte del centro de la ciudad y cogimos el coche y fuimos a Richmond, pasada la bahía, y visitamos los locales de jazz de los negros. Cuando Marylou iba a sentarse un tipo negro le quitó la silla y ella se cayó de culo. Unos jóvenes se le acercaron cuando iba al retrete y le hicieron proposiciones. También me las hicieron a mí. Dean sudaba sin parar. Era el final; quería marcharme.
Al amanecer cogí el autobús para Nueva York y dije adiós a Dean y Marylou. Me pidieron algunos de los emparedados. Les dije que no. Fue un momento molesto. Todos pensábamos que no nos volveríamos a ver y no nos importaba.