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CUARTA PARTE

1

La venta de mi libro me proporcionó algo de dinero. Dejé a mi tía una renta para el resto del año. Siempre que llega la primavera a Nueva York no puedo resistir la llamada de la tierra que llega soplando por el río desde Nueva Jersey, y tengo que irme. Así que me fui. Por primera vez en nuestra vida dije adiós a Dean en Nueva York y me separé de él. Estaba trabajando en un aparcamiento en la esquina de Madison y la 40. Corría como siempre de un lado a otro con sus zapatos destrozados, su camiseta y los pantalones colgándole de la tripa, enfrentándose con las tremendas aglomeraciones de coches del mediodía.

Cuando iba a verle, por lo general al anochecer, no solía tener nada que hacer. Estaba en la cabina contando los tickets y rascándose la tripa. La radio siempre estaba puesta.

– Tío, ¿no has oído a ese loco de Marty Glickman radiar los partidos de baloncesto?: avanza-salta-tira-rebota-recoge-tira de nuevo, encesta, dos puntos. Es el mejor locutor que he oído en mi vida.

Su vida se reducía a placeres sencillos como ése. Vivía con Inez en un apartamento sin agua caliente de la Ochenta y tantos Este. Cuando volvía a casa por la noche se quitaba la ropa y se ponía una bata de seda china y se sentaba en una butaca a fumar tila en una pipa de agua. En esto consistían sus placeres hogareños, junto con una baraja porno.

– Últimamente me he estado concentrando en el dos de diamantes. ¿Te has fijado dónde tiene la otra mano? Seguro que no lo sabes. Fíjate bien y trata de descubrirlo

– me tendía aquel dos de diamantes en el que aparecían un tipo alto y lúgubre y una lasciva y triste puta ensayando una nueva posición en la cama-. Anímate, tío, yo la he utilizado muchas veces. -Inez cocinaba y miró haciendo una mueca. A ella todo le parecía bien-. ¡Mírala! ¡Mírala, tío! Así es Inez. ¿Lo ves? Eso es lo único que hace, asomar la cabeza por la puerta y sonreír. Hemos hablado mucho y no tenemos ningún problema. Nos iremos y este verano vamos a vivir en una granja de Pennsylvania… con un coche para poder venir a divertirnos a Nueva York, una casa agradable, y tendremos un montón de niños en los próximos años. ¡Vaya! ¡Muy bien! -Se levantó de la butaca y puso un disco de Willie Jackson: «Gator Tail». Se quedó de pie, batiendo palmas, balanceándose y doblando las rodillas al ritmo del tema-. ¡Muy bien! ¡Qué hijoputa! La primera vez que lo oí creí que iba a morirse a la noche siguiente, pero ahí lo tienes vivito y coleando.

Era exactamente lo mismo que había estado haciendo con Camille en Frisco, en el otro extremo del continente. Su destrozado baúl seguía debajo de la cama, listo para volar. Inez llamaba a Camille por teléfono muchas veces y mantenían largas conversaciones; incluso hablaban del pene de Dean, o eso decía él. Se escribían cartas hablando de las excentricidades de Dean. Por supuesto, él enviaba a Camille parte de su paga todos los meses para su mantenimiento so pena de pasar seis meses en un campo de trabajo del estado. Para compensar el dinero perdido hacía trampas en el trabajo; en los cambios era un artista de primera categoría. Le vi desear a un tipo con pinta de rico felices Navidades de modo tan voluble que no se dio cuenta que le daba un billete de cinco dólares por uno de veinte. Salimos y fuimos al Birdland, el local del bop. Lester Young estaba en el estrado con la eternidad en sus grandes pestañas.

Una noche charlábamos en la esquina de la calle Madison a las tres de la madrugada:

– Bueno, Sal, joder, me gustaría irme contigo, de verdad, es la primera vez que estoy en Nueva York sin mi viejo tronco -y añadió-: Nueva York, yo estoy aquí de paso, mi casa está en Frisco. Durante todo el tiempo que he estado aquí no he ligado con ninguna chica, excepto Inez… eso sólo pasa en Nueva York. ¡La hostia! Pero la simple idea de cruzar de nuevo ese horrible continente… Sal, hace mucho que no hablamos detenidamente de todo. -En Nueva York siempre andábamos como locos con montones de amigos en juergas de borrachos. Era algo a lo que Dean no se adaptaba. Se sentía más cómodo en medio del follón de gente de Madison Avenue, o bajo la niebla fría y la lluvia cuando estaba desierta de noche-. Inez me quiere; me ha dicho y prometido que no me creará problemas haga lo que haga. Lo que pasa, tío, es que a medida que te vas haciendo mayor los conflictos aumentan. Cualquier día nos encontraremos juntos en una calleja rebuscando en los cubos de basura.

– ¿Quieres decir que vamos a terminar como unos vagabundos?

– ¿Y por qué no, tío? Desde luego podemos hacerlo si queremos y todo eso. No hay nada malo en terminar así. Te pasas la vida entera sin meterte en nada, sin mezclarte en lo que los demás quieren, incluidos los políticos y los ricos, nadie te molesta y tú sigues tan tranquilo tu camino. -Estaba de acuerdo con él. Estaba tomando sus decisiones Tao del modo más directo y sencillo-, ¿Cuál es tu camino, tío?: camino de santo, camino de loco, camino de arco iris, camino de lo que sea. Un camino a cualquier parte y de cualquier modo. ¿Adónde? ¿Cómo? -asentimos bajo la lluvia-. ¡Mierda! Y tienes que preocuparte por tu chico. No se hará hombre a menos que sepa moverse… haz lo que este médico te recomienda. Te lo aseguro, Sal, no importa dónde viva, el caso es que siempre tengo mi maleta preparada debajo de la cama, estoy preparado para largarme o para que me echen. He decidido desentenderme de todo. Me has visto descuernarme y sabes que no me importa y que sabemos cómo es el tiempo… sabemos cómo hacer que sea más lento y que avance; y sabemos entender las cosas y todos los trucos. ¿Qué otros trucos hay? -suspiramos bajo la lluvia. Aquella noche llovía en todo el valle del Hudson. Los grandes muelles del mundo en aquel río que parecía un mar estaban empapados, los viejos embarcaderos de Poughkeepsie estaban empapados, la vieja Split Rock Pond estaba empapada, el monte Vanderwhacker estaba empapado.

– Por lo tanto -siguió Dean-, dejo que la vida me lleve adónde quiera. ¿Sabes que he escrito a mi viejo que está preso en Seattle? El otro día recibí una carta suya después de tantos años.

– ¿De verdad?

– Claro, claro. Quiere ver a mi «ija», así lo escribe, sin hache, cuando vaya a Frisco. He encontrado un apartamento por trece dólares al mes en la 40 Este; si puedo le mandaré dinero para que venga a vivir a Nueva York… si quiere claro. Nunca te hablé mucho de mi hermana, pero supongo que sabes que tengo una hermanita; me gustaría que viviera también aquí conmigo.

– ¿Dónde está ahora?

– Bueno, eso es justamente lo que no sé… voy a intentar encontrarla, y lo mismo el viejo, pero ya sabes lo que hará…

– Así que se había ido a Seattle, ¿no?

– Bueno, para ir directamente a la cárcel.

– Entonces, ¿dónde estaba?

– En Texas, en Texas… así que te harás cargo de mi estado de ánimo, del modo en que están las cosas, de mi situación… habrás notado que ahora estoy bastante tranquilo.

– Sí, eso es cierto. -Dean se había tranquilizado mucho en Nueva York. Necesitaba hablar. Nos estábamos helando bajo la fría lluvia. Nos citamos en casa de mi tía para vernos antes de que me fuera.

Vino al domingo siguiente por la tarde. Yo tenía un aparato de televisión. Vimos un partido de béisbol en TV, escuchamos otro por la radio cambiando con frecuencia a un tercero y seguimos la pista de todo lo que estaba pasando en cada momento.

– Recuérdalo, Sal, Hodges está en la segunda base en Brooklyn así que mientras el pitcher de reserva entra a jugar con los Phillies vamos a cambiar al Gigantes-Boston, y al tiempo ten en cuenta que a DiMaggio ya le han contado tres pelotas y que el pitcher está perdiendo tiempo, por lo tanto vamos a enterarnos en seguida de lo que le pasó a Bobby Thomson cuando le dejamos hace treinta segundos con un hombre en la tercera base. ¡Eso es!

Después salimos y jugamos al béisbol con los chicos en el campo lleno de hollín de al lado del ferrocarril de Long Island. También jugamos al baloncesto de un modo tan frenético que los chicos dijeron:

– Tomadlo con calma, os vais a morir.

Saltaban tranquilamente a nuestro alrededor y nos quitaban la pelota con toda facilidad. Dean y yo sudábamos. En un determinado momento Dean se cayó de bruces sobre la pista de cemento. Nos esforzábamos para que los chicos no nos quitaran la pelota, pero de todos modos nos la quitaban. Otros corrían como flechas y tiraban por encima de nuestras cabezas. Saltábamos hacia la cesta como locos y los chicos levantaban el brazo y quitaban la pelota de nuestras sudorosas manos y nos driblaban y encestaban. Eramos como dos saxofonistas callejeros que intentaran jugar al baloncesto contra Stan Gets y Cool Charlie. Los chicos decidieron que estábamos locos. Volvimos a casa lanzándonos la pelota desde ambos lados de la calle. Ensayamos pases

extra-especiales, hundiéndonos en setos y esquivando postes por muy poco. Cuando vino un coche, yo corrí a su lado y le lancé la pelota a Dean justo detrás del parachoques. Salió como una flecha y la cogió y rodó por la yerba, y me la lanzó de vuelta para que la recogiera junto a una camioneta de reparto de pan que estaba allí aparcada. La recogí y volví a lanzársela a Dean que tuvo que echarse hacia atrás y cayó de espaldas encima de una cerca. Ya en casa, Dean sacó su cartera, resopló, y le entregó a mi tía los quince dólares que le debía desde aquella vez en que fuimos multados por exceso de velocidad en Washington. Ella se quedó completamente sorprendida y complacida. Tuvimos una gran cena.

– Bueno, Dean -dijo mi tía-. Espero que sepas cuidar de la criatura que viene y que esta vez no te largarás.

– Sí, claro, sí.

– No puedes andar por todo el país teniendo hijos de esta manera. Esos pobrecitos crecerán sin ayuda de nadie. Tienes que ofrecerles alguna oportunidad -él se miraba los pies y asentía. Nos despedímos en el rojo crepúsculo, en un puente sobre la superautopista.

– Espero que todavía seguirás en Nueva York cuando vuelva -le dije-. Y espero también, Dean, que algún día podamos vivir en la misma calle con nuestras familias y ser una pareja de veteranos muy unida.

– Eso está muy bien, tío… sabes que estoy pidiendo eso mismo al cielo con plena conciencia de los conflictos que tenemos y de los que vendrán, según tu tía sabe y me recuerda. No quería tener otro hijo, pero Inez insistió, y nos peleamos. ¿Sabías que Marylou se casó con un vendedor de coches usados de Frisco y ha tenido un niño?

– Sí. Todos estamos pasando por el aro -rizos en el disparatado mar del vacío, debería haber dicho mejor. El fondo del mundo es de oro y el mundo está bocabajo encima. Dean sacó una foto de Camille en Frisco con la niña. La sombra de un hombre atravesaba a la niña sobre el soleado pavimento; unos largos pantalones en medio de la tristeza.

– ¿Quién es?

– Es Ed Dunkel. Volvió con Galatea, ahora están en Denver. Se pasan el día haciendo fotos.

Ed Dunkel, con una compasión inadvertida como la compasión de los santos. Dean sacó otras fotografías. Comprendí que eran las fotos que algún día mirarían asombrados nuestros hijos pensando que sus padres habían vivido unas vidas tranquilas, ordenadas, estables y levantándose por las mañanas a pasear orgullosos por las aceras de la vida, sin imaginarse jamás la locura y el follón de nuestras arrastradas vidas reales, de nuestra auténtica noche, del infierno contenido en ella, de la insensata pesadilla de la carretera. Todo el interior de unas vidas interminables y sin final que es vacío. Lastimosas formas de ignorancia.

– Adiós, adiós.

Dean se alejó en el crepúsculo rojizo. Las locomotoras pasaban por encima de él soltando humo. Sus sombras le seguían, imitaban su caminar y pensamientos y su propio ser. Se volvió, agitó la mano tímidamente, avergonzado. Luego se animó, saltó, gritó algo que no entendí. Corrió en círculo. Cada vez se acercaba más al borde de hormigón del puente que cruzaba por encima del tren. Me hizo una última señal. Le contesté agitando la mano. De repente se inclinó hacia delante, encaró su propia vida y caminó con rapidez hasta perderse de vista. Abrí la boca a la desolación de mis propios días. También tenía que recorrer un camino espantosamente largo.

2

A medianoche, entonando esta cancioncilla:

Casa en Missoula, Casa en Truckee, Casa en Opelusas, No hay casa para mí, Casa en la vieja Medora, Casa en Wounded Knee, Casa en Ogalalla, Mi casa nunca vi.

cogí el autobús para Washington; perdí algún tiempo callejeando por allí: me salí del camino trazado para ver el Blue Ridge, oír el pájaro de Shenandoah y visitar la tumba de Stonewall Jackson; al anochecer escupí en el río Kanawha y anduve por la noche hillbilly de Charleston, al oeste de Virginia; a medianoche Ashland, Kentucky, y una chica solitaria bajo la marquesina de un teatro cerrado. El oscuro y misterioso Ohio, y Cincinnati al amanecer. Después los campos de Indiana de nuevo, y por la tarde San Luis como siempre bajo las grandes nubes del valle. Los adoquines cubiertos de barro y los troncos de Montana, los barcos fluviales destrozados, los antiguos letreros, la yerba y las maromas junto al río. El poema interminable. Missouri por la noche, y los campos de Kansas, las vacas nocturnas de Kansas en los secretos desiertos, pueblos de cartón con un mar al final de cada calle; amanecer en Abilene. Las pastos del este de Kansas se convierten en las laderas del oeste de Kansas que llevan a la cima de la noche del Oeste.

Henry Grass viajaba conmigo en el autobús. Se había montado en Terre Haute, Indiana, y ahora me decía:

– Ya te he dicho que aborrezco este traje que llevo, es asqueroso… pero eso no es todo -me enseñó unos papeles. Acababan de soltarle de la prisión federal de Terre Haute; lo habían encerrado por robar coches y venderlos después en Cincinnati. Era un chaval de unos veinte años y pelo ondulado-. Nada más llegar a Denver venderé el traje y me conseguiré unos pantalones vaqueros. ¿Sabes lo que me hicieron en esa cárcel? Aislamiento en celdas de castigo con sólo una Biblia; como el suelo era de piedra me sentaba encima de ella; cuando vieron lo que hacía me quitaron la Biblia y me trajeron otra de bolsillo pequeñísima. No podía sentarme encima y me la leí entera y el Nuevo Testamento también. ¡Je. je! -me dio un codazo mientras seguía chupando un caramelo. Comía caramelos sin parar porque en la cárcel le habían destrozado el estómago y sólo podía soportar eso-. ¿Sabes que en la Biblia hay cosas muy interesantes? Mucha jodienda y todo eso -me explicó lo que quería decir «andar publicándose»-. El que está a punto de salir de la cárcel y empieza a hablar de ello «anda publicándose» a los otros presos que tienen que quedarse todavía. Lo cogemos por el cuello y le decimos: «¡No andes publicándote conmigo!» Mal asunto ese de andar publicándose… ¿me entiendes?

– Nunca andaré publicándome, Henry.

– Si alguien anda publicándose conmigo, se me hinchan las narices, me cabreo y estoy dispuesto a cargármelo. ¿Sabes por qué me he pasado la vida en la cárcel? Porque perdí la cabeza a los trece años. Estaba en el cine con otro chaval y se metió con mi madre (ya sabes lo que quiero decir), y entonces cogí la navaja y le pegué un tajo en todo el cuello y lo habría matado si no me sacan de allí. El juez dijo: «¿Sabías lo que hacías cuando atacaste a tu amigo?» «Sí, señor juez, lo sabía, quería matar a ese hijoputa y sigo queriendo.» Así que no me dieron la condicional y me metieron en un reformatorio. Me salieron almorranas de tanto sentarme en el suelo de las celdas de castigo. No vayas nunca a una prisión federal, son las peores. Mierda, hace tanto que no hablo con nadie que podría pasarme la noche entera hablando. No sabes lo bien que se siente uno fuera. Ya estabas en el autobús cuando subí yo… allí en Terre Haute… ¿en qué estabas pensando?

– En nada, simplemente viajaba.

– Pues yo, yo estaba cantando. Me senté a tu lado por que tenía miedo de sentarme junto a una chica, podía volverme loco y empezar a meterle mano. Tendré que esperar un poco.

– Si te detienen otra vez te meterán cadena perpetua. Vale más que te tomes las cosas con calma.

– Eso trataré de hacer. Lo malo es que cuando se me hinchan las narices no sé ni lo que hago.

Iba a vivir con su hermano y su cuñada; le habían buscado trabajo en Colorado. El billete se lo habían dado al salir de la cárcel; estaba en libertad condicional. Era un chaval como Dean a su edad; la sangre le hervía en las venas y no conseguía dominarla; se le hinchaban las narices, como él decía; pero carecía de la santidad natural de Dean para librarse de un destino entre rejas.

– Sé mi tronco, Sal, y evita que se me hinchen las narices en Denver, ¿lo harás? Tal vez consiga llegar sano y salvo a casa de mi hermano.

Cuando llegamos a Denver lo cogí del brazo y lo llevé a la calle Larimer a vender el traje de la cárcel. El viejo judío se dio cuenta inmediatamente de lo que era.

– No quiero estas jodidas prendas; me las traen a diario los tipos de Canyon City.

Toda la calle Larimer era un hervidero de ex presidiarios que trataban de vender su ropa de la cárcel. Henry terminó con el traje debajo del brazo metido en una bolsa de papel y luciendo unos pantalones vaqueros nuevos y una camisa sport. Fuimos al bar de Glenarm, donde solía ir Dean. Por el camino Henry tiró el traje a una papelera. Llamé a Tim Gray. Ya era por la tarde.

– ¿Eres tú? -soltó Tim Gray-. Voy ahora mismo.

Diez minutos después entraba en el bar con Stan Shephard. Ambos habían hecho un viaje a Francia y estaban totalmente decepcionados con su vida en Denver. Les gustó Henry y le invitaron a cerveza. Henry empezó a gastar el dinero que le habían dado al salir de la cárcel. Me encontraba de nuevo en la suave y oscura noche de Denver con sus sagradas callejas y sus casas locas. Fuimos a todos los bares de la ciudad, a los paradores de West Colfax, a los bares de negros de Five Points, ¡la hostia!

Stan Shephard llevaba años esperando conocerme y ahora estábamos juntos por primera vez frente a la aventura.

– Sal, desde que he vuelto de Francia no tengo ni la más remota idea de qué hacer conmigo mismo. ¿Es cierto que te vas a México? Coño, ¿no podría ir contigo? Puedo conseguir cien dólares y una vez allí me matricularé en la universidad con mi paga de veterano de guerra.

Muy bien, estaba de acuerdo, Stan vendría conmigo. Era un tipo de Denver, ágil, tímido, desgreñado, con sonrisa patibularia y movimientos lentos y fáciles a lo Gary Cooper.

– ¡Muy bien, coño! -exclamó y se metió los pulgares en el cinturón y caminó calle abajo contoneándose lentamente. Estaba bastante enfadado con su abuelo. Se había opuesto a su viaje a Francia y ahora se oponía a que se fuera a México. Stan andaba sin rumbo por Denver como un vagabundo desde la riña con su abuelo. Aquella noche, después de beber muchísimo y de evitar que a Henry se le hincharan las narices en el Hot Shoppe, de Colfax, Stan se fue a dormir a la habitación que Henry había cogido en el hotel de Glenarm.

– Ni siquiera puedo llegar a casa tarde… mi abuelo empieza a reñirme, y luego la emprende con mi madre. Te lo aseguro, Sal, tengo que largarme en seguida de Denver o me volveré loco.

Bueno, yo me quedé en casa de Tim Gray y más tarde Babe Rawlins me dejó una habitación bastante agradable y limpia en el sótano de su casa y todos terminábamos la noche allí. Eso duró una semana. Henry fue a reunirse con su hermano y no le volvimos a ver ni supimos si alguien se le había publicado o si estaba de nuevo entre rejas o andaba por ahí en libertad.

Tim Gray, Stan, Babe y yo pasamos toda una semana en los agradables bares de Denver donde por las tardes las camareras llevan pantalones y andan de un lado para otro mirando con timidez, como avergonzadas. Nada de camareras curradas, sino camareras que se enamoraban de los clientes y tenían pasiones explosivas y andaban sudando y resoplando de un bar a otro; y esa misma semana pasábamos las noches en el Five Spots oyendo jazz, bebiendo en locos saloons de negros y recalando finalmente en mi habitación donde hablábamos hasta las cinco de la mañana. El mediodía habitualmente nos encontraba holgazaneando en el patio de la parte de atrás de la casa de Babe entre niños que jugaban a indios y vaqueros, y nos caían encima desde los cerezos en flor. Estaba pasándolo maravillosamente bien y el mundo entero se abría ante mí porque no tenía sueños. Stan y yo conspirábamos para conseguir que Tim Gray viniera con nosotros, pero Tim estaba muy apegado a su vida de Denver.

Ya me estaba preparando para ir a México cuando de repente Denver Doll me llamó una noche y me dijo:

– Bueno, Sal, adivina quién está camino de Denver- yo no tenía la menor idea-. Es una noticia exclusiva. Dean ha comprado un coche y viene a reunirse contigo.

Tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como una nube, a enorme velocidad, persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí. Vi su cara extendiéndose sobre las llanuras, un rostro que expresaba una determinación férrea, loca, y los ojos soltando chispas; vi sus alas; vi su destartalado coche soltando chispas y llamas por todas partes; vi el sendero abrasado que dejaba a su paso; hasta lo vi abriéndose paso a través de los sembrados, las ciudades, derribando puentes, secando ríos. Era como la ira dirigiéndose al Oeste. Comprendí que Dean había enloquecido una vez más. No existía la más mínima posibilidad de que mandara dinero a ninguna de sus dos mujeres pues para comprar el coche tenía que haber sacado todos los ahorros que tenía en el banco. Era el gran cataclismo. A su espalda humeaban achicharradas ruinas. Corría de nuevo hacia el Oeste atravesando el agitado y terrible continente, y llegaría en seguida. Hicimos los preparativos rápidamente. La noticia añadía que me iba a llevar a México en el coche.

– ¿Crees que me querrá llevar también a mí? -preguntó Stan asustado.

– Hablaré con él -le respondí sombrío. No sabía qué pensar.

– ¿Dónde va a dormir? ¿Qué comerá? ¿Hay alguna chica para él?

Era como la llegada inminente de Gargantúa; había que hacer preparativos para ampliar las alcantarillas de Denver y reducir el alcance de ciertas leyes con el fin de que todo se adaptara a su cuerpo doliente y a sus explosivos éxtasis.

3

La llegada de Dean fue algo así como una vieja película. Yo estaba en casa de Babe una dorada tarde. Unas palabras sobre la casa. Su madre estaba en Europa. Su puesto lo ocupaba una tía llamada Charity; tenía setenta y cinco años y era inquieta como una gallina. La familia Rawlins se extendía por todo el Oeste, y ella siempre andaba de una casa en otra tratando de ser útil. Había tenido docenas de hijos. Todos se habían ido; todos la habían abandonado. Era vieja pero le interesaba todo lo que hacíamos y decíamos. Meneaba tristemente la cabeza cuando nos veía beber whisky en el cuarto de estar.

– Podría ir al patio a hacer eso, joven.

Arriba -aquel verano la casa parecía una pensión- vivía un tipo llamado Tom que estaba desesperadamente enamorado de Babe. Procedía de Vermont, se decía que de una rica familia y que le esperaba una carrera y de todo, pero prefería estar donde estuviera Babe. Por la tarde se sentaba en el cuarto de estar con un periódico que ocultaba su rostro congestionado y estaba atento a todo lo que decíamos, aunque no lo demostraba. Se congestionaba de modo especial cuando Babe decía algo. Cuando le obligábamos a bajar el periódico nos miraba con increíble fastidio y sufrimiento.

– ¿Cómo? Sí, supongo que sí -y por lo general sólo decía eso.

Charity, sentada en un rincón, tejía y nos vigilaba con sus ojos de pájaro. Estaba muy en su papel de carabina y procuraba que no dijéramos tacos. Babe, risueña como siempre, estaba sentada en el sofá. Tim Gray, Stan Sephard y yo estábamos desparramados en butacas a su alrededor. El pobre Tom sufría. Se levantó, bostezó y dijo:

– Bueno, mañana será otro día. Buenas noches -y desapareció escalera arriba.

Babe no sabía qué hacer con él. Estaba enamorada de Tim Gray pero éste se le escurría como una anguila. Así que estábamos sentados allí aquella soleada tarde hacia la hora de cenar cuando Dean detuvo delante de la casa su coche y se apeó de él con un traje de tweed, incluidos chaleco y cadena de reloj.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -oí en la calle. Estaba con Roy Johnson que acababa de volver de Frisco con su esposa Dorothy y vivía en Denver de nuevo. Lo mismo habían hecho Ed y Galatea Dunkel, y también Tom Snark. Todo el mundo estaba otra vez en Denver. Salí al porche.

– Bien, muchacho -dijo Dean alargando su manaza-. Ya veo que todo anda bien por aquí. ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! -les dijo a todos-. Claro, Tim Gray, Stan Sephard, ¿cómo os va? -Le presentamos a Charity-. ¡Oh, claro!, ¿cómo está usted? Este es Roy Johnson, un amigo mío que ha tenido la amabilidad de acompañarme. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Uf! ¡Kaf! Mayor Hopple, señor -añadió tendiendo la mano a Tom que le miraba atónito-. Claro, claro. Bien, Sal, ¿qué pasa contigo? ¿Cuándo nos abrimos para México? ¿Mañana por la tarde? Estupendo, estupendo. Bueno, veamos. Sal, tengo exactamente dieciséis minutos para ir a casa de Ed Dunkel, y recuperar mi viejo reloj del tren si quiero empeñarlo en la calle Larimer antes de que cierren, entretanto y siempre que el tiempo lo permita, iré a ver si mi viejo está por casualidad en la taberna de Jiggs o en cualquiera de los demás bares de la zona, y luego tengo una cita con Doll, el barbero, que siempre me ha considerado buen cliente suyo y yo le correspondo y sigo acudiendo a su peluquería.

¡Kaf! ¡Kaf! A las seis en punto… ¡en punto! ¿me oyes?, quiero que estés aquí y pasaré a recogerte para hacer una rápida visita a Roy Johnson y escuchar a Gillespie y otros diversos discos bop, una hora de descanso antes de cualquier otra cosa que tú, Tim, Stan y Babe hayáis proyectado para esta noche antes de mi llegada que, por cierto, tuvo lugar hace ahora exactamente cuarenta y cinco minutos en mi viejo Ford del treinta y siete que habrás visto aparcado ahí mismo. El viaje lo hice de un tirón, si se exceptúa una larga parada en Kansas City para ver a mi primo, no a Sam Brady sino a otro más joven… -y mientras decía todo esto se cambiaba rápidamente de ropa en la habitación que había junto a la sala de estar, y volvía a aparecer con una camiseta y trasladando su reloj a otros pantalones que había sacado de su destrozado baúl de siempre.

– ¿Qué es de Inez? -le pregunté-. ¿Qué ha pasado en Nueva York?

– Sal, oficialmente este viaje es para obtener un divorcio en México, que es más barato y más rápido que en cualquier otro sitio. Camille aceptó que fuera así y todo está arreglado, todo está muy bien, todo es agradable, y sabemos que ya no tenemos que preocuparnos de nada, ¿no es así, Sal?

Bueno, de acuerdo. Siempre estoy dispuesto a seguir a Dean, así que cambiamos apresuradamente de planes y nos dispusimos a pasar una gran noche, y de hecho fue una noche inolvidable. Hubo una fiesta en casa del hermano de Ed Dunkel. Dos de sus otros hermanos son conductores de autobús. Observaban asombrados todo lo que pasaba. Había una mesa con comida y bebida abundantes. Ed Dunkel parecía contento y muy próspero.

– ¿Y ahora te llevas bien con Galatea?

– Sí, señor -respondió Ed-, perfectamente. Además voy a ir a la universidad de Denver, ¿sabes? Con Roy.

– ¿Y qué vais a estudiar?

– Bueno, sociología y cosas parecidas, ya sabes. Oye, Dean está cada vez más loco, ¿verdad?

– Así es.

Galatea Dunkel andaba por allí. Intentaba hablar con alguien pero Dean acaparaba toda la atención. Estaba de pie y actuaba delante de Shephard, Tim, Babe y yo, que estábamos sentados en banquetas de cocina junto a la pared. Ed Dunkel rondaba nerviosamente detrás de él. Su pobre hermano había quedado relegado al fondo.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -decía Dean estirándose la camisa, rascándose la tripa, saltando arriba y abajo-. Claro, muy bien… ya estamos todos juntos y los años han pasado y sin embargo veo que ninguno de nosotros ha cambiado de verdad. Eso es lo que resulta tan asombroso, la dura… la dura… bilidad… de hecho y para demostrarlo tengo una baraja con la que podría deciros con mucha exactitud cuál será vuestro futuro.

Era la baraja porno. Dorothy Johnson y Roy Johnson se mantenían rígidamente sentados en un rincón. Era una fiesta siniestra. De pronto Dean se quedó quieto y se sentó en una banqueta de la cocina entre Stan y yo y empezó a balancearse sin prestar atención a nadie. Simplemente había desaparecido durante un momento para reunir más energías. Si se le hubiera tocado se habría deslizado hacia abajo como un canto rodado detenido por una piedrecita en el borde de un abismo. En esto, el canto rodado se abrió como una flor y se le iluminó la cara con una amable sonrisa y miraba a todas partes como un hombre que se acaba de despertar y dijo:

– ¡Ah!, cuánta gente maravillosa está sentada aquí conmigo. ¿No es estupendo? Sal, ¿por qué? Como le decía el otro día a Min, ¿por qué? ¡Ah! ¡Sí! -Se levantó y cruzó la habitación y tendió la mano a uno de los conductores de autobús de la fiesta-. ¿Qué tal estás? Me llamo Dean Moriarty. Sí, te recuerdo muy bien. ¿Todo marcha bien? Bueno, bueno. ¡Fíjate qué tarta más apetecible! ¿Puedo tomar un poco? ¿Yo? ¿Un miserable como yo? -la hermana de Ed dijo que sí-. ¡Oh! ¡Qué maravilla! Qué gente tan agradable. Pasteles y otras cosas estupendas preparadas en una mesa nada más que para disfrutar del placer de las maravillosas alegrías y delicias. ¡Mmmm! Sí, sí, excelente, espléndido, ¡vaya! ¡vaya! -Y quedó balanceándose en medio de la habitación, comiendo la tarta y mirando a todo el mundo con temeroso respeto. Se volvió y miró lo que pasaba detrás de él. Le divertía todo lo que veía. La gente hablaba en grupos por toda la habitación y él dijo-: ¡Sí! ¡Eso es! -Un cuadro que colgaba de la pared atrajo su atención. Se acercó y lo observó de cerca, retrocedió, se detuvo, se agachó, se estiró. Quería verlo desde todos los ángulos posibles; se rasgó la camiseta mientras exclamaba-: ¡Cojonudo! -no sabía la impresión que estaba causando y tampoco le importaba. La gente estaba empezando a mirar a Dean con afecto maternal y paternal. Por fin era un ángel, como yo siempre había sabido que sería algún día; pero como cualquier ángel aún tenía ataques de furor y de rabia, y aquella noche cuando todos nos fuimos de la fiesta y entramos en el bar del Windsor haciendo ruido, Dean se convirtió en un borracho frenético y demoníaco y seráfico. Recuérdese que el Windsor, el gran hotel de Denver cuando la fiebre del oro e interesante por otros muchos aspectos -en el gran saloon de abajo aún se veían los agujeros de las balas en la pared-, había sido el hogar de Dean. Había vivido en una de las habitaciones de arriba con su padre. No era un turista. Bebió en el saloon como si fuera el fantasma de su padre; tragó vino, cerveza y whisky como si fuera agua. La cara se le puso roja y sudaba y gritaba y soltaba alaridos por el bar y se tambaleaba por la pista de baile donde los chuletas del Oeste bailaban con las chicas y quiso tocar el piano y se abrazó con ex presidiarios y alborotó con ellos a más y mejor. Entretanto todos los de la fiesta nos sentamos alrededor de dos inmensas mesas que habíamos juntado. Estábamos Denver D. Doll, Dorothy y Roy Johnson, una chica de Buffalo, Wyoming que era amiga de Dorothy, Stan, Tim Gray, Babe, yo, Ed Dunkel, Tom Snark y otros muchos, trece en total. Doll lo estaba pasando muy bien: agarró una máquina de cacahuetes y la puso en la mesa delante de ella y metía monedas y comía cacahuetes sin parar. Sugirió que debíamos escribir entre todos una tarjeta postal a Carlo Marx, que estaba en Nueva York. Escribimos disparates. De la calle Larimer llegaba música de violín.

– ¿No es divertido todo esto? -gritaba Doll.

Dean y yo fuimos al retrete y tratamos de echar abajo la puerta a puñetazos, pero tenía cinco centímetros de espesor y me rompí un hueso del dedo medio y no lo advertí hasta el día siguiente. Estábamos completamente borrachos. En una ocasión hubo en nuestra mesa cincuenta jarras de cerveza a la vez. Podías beber de la que quisieras.

Ex presidiarios de Canyon City se mezclaban y charlaban con nosotros. En la sala pegada al saloon, antiguos buscadores de oro se sentaban apoyados en sus bastones bajo el viejo reloj de pared. Habían conocido una furia semejante en la gran época de Denver. Todo era un torbellino. Había fiestas dispersas por todas partes. Incluso había una fiesta en un castillo a la que fuimos todos -excepto Dean que fue a no se sabe dónde- y en este castillo nos sentamos alrededor de la gran mesa del vestíbulo y alborotamos sin parar. Había una piscina y grutas. Por fin había encontrado el castillo del que surgiría la gran serpiente del mundo.

Después, más avanzada la noche, nos quedamos Dean y yo y Stan Shephard y Tim Gray y Ed Dunkel y Tommy Snark en un coche y el mundo se abrió delante de nosotros. Fuimos al barrio mexicano, fuimos a Five Points, anduvimos por todas partes. Stan Shephard estaba pesadísimo y muy alegre. Gritaba todo el tiempo:

– ¡Hijoputa! ¡Cojonudo! -con voz chillona y dándose palmadas en las rodillas. Dean estaba entusiasmado con él y repetía todo lo que decía Stan y gritaba también y se secaba el sudor de la cara.

– Cómo nos vamos a divertir, Sal, yendo a México con este chiflado de Stan. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Era nuestra última noche en el sagrado Denver y la aprovechamos hasta el final. Terminamos bebiendo vino en el sótano a la luz de las velas, y Charity arrastraba los pies por el piso de arriba, en camisón y con una linterna. Nos acompañaba en aquel momento un chaval de color que decía llamarse Gómez. Lo habíamos encontrado en el Five Points y todo se la sudaba. Cuando le vimos, Tommy Snark le llamó:

– ¡Oye! ¿No te llamas Johnny?

Gómez se volvió, se acercó a nosotros y dijo:

– ¿Quieres repetir lo que has dicho?

– Te he preguntado que si te llamas Johnny.

Gómez se alejó un poco e hizo una pantomima:

– ¿Me parezco así más a él? Estoy haciendo todo lo posible por ser Johnny pero no lo consigo.

– Bien, tío, vente con nosotros -exclamó Dean, y Gómez subió al coche y nos fuimos. Susurrábamos frenéticamente en el sótano para no molestar a los vecinos. A las nueve de la mañana todos se fueron excepto Dean y Stan que seguían agitándose como maníacos. La gente se levantó para hacer el desayuno y oían extrañas voces subterráneas que decían:

– Sí, sí, sí.

Babe preparó un desayuno fantástico. Había llegado el momento de partir para México.

Dean llevó el coche a la estación de servicio más próxima y lo puso apunto. Era un Ford del año 37 con la puerta derecha medio arrancada y sujeta a la carrocería con unos alambres. El asiento delantero derecho también estaba roto y había que sentarse en él muy echado hacia atrás y mirando al techo.

– Igual que Min y Bill -dijo Dean-. Iremos tosiendo y saltando hasta México; tardaremos días y días.

Miré el mapa: hasta la frontera de Laredo había más de mil seiscientos kilómetros en su mayor parte por Texas. Luego otros 1.230 kilómetros a través de México hasta la gran ciudad próxima al itsmo y a las alturas de Oaxaca. No podía imaginarme un viaje así. Era el más fabuloso de todos. Ya no era en dirección Este-Oeste, sino hacia el mágico Sur. Tuvimos una visión de todo el hemisferio occidental hundiéndose hasta la Tierra del Fuego y de nosotros volando y siguiendo la curvatura del planeta y penetrando en otros trópicos y otros mundos.

– Tío, por fin llegaremos a ESO -dijo Dean con absoluta fe. Me dio unas palmadas en el brazo-. Ya verás, ya verás. ¡Vaya! ¡Sí! ¡Sí!

Acompañé a Shephard que tenía que ultimar algunos asuntos y verse con su pobre abuelo que estaba de pie a la entrada de la casa y decía:

– Stan… Stan… Stan…

– ¿Qué pasa abuelo?

– No te vayas.

– Pero si ya está todo arreglado… Tengo que irme, ¿por qué te pones así? -el anciano tenía el pelo gris y grandes ojos y un cuello tenso y nervioso.

– Stan -se limitaba a decir- no te vayas. No hagas llorar a tu viejo abuelo. No me dejes solo de nuevo -me partía el corazón ver aquello.

– Dean -dijo el viejo dirigiéndose a mí- no te me lleves a Stan. Cuando era pequeño le llevaba al parque para que viera los cisnes. Luego su hermanita se ahogó en aquel mismo estanque. No quiero que te lo lleves.

– No -insistió Stan-. Tenemos que irnos. Adiós -forcejeó con su abuelo que le agarraba por el brazo.

– Stan, Stan, Stan, no te vayas, no te vayas, no te vayas.

Nos fuimos con la cabeza gacha y el anciano seguía allí de pie a la puerta de su casa de las afueras de Denver. Estaba blanco como el papel. Seguía llamando a Stan. Había algo de paralítico en sus movimientos y no hacía nada por entrar en la casa, seguía allí en la puerta murmurando:

– Stan -y después-. No te vayas -y mirándonos ansiosamente hasta que doblamos la esquina.

– ¡Dios mío! Shep, ¡no sé que decirte!

– ¡No te preocupes! -farfulló Stan-. Siempre es así.

Nos reunimos con la madre de Stan en el banco, donde estaba sacando dinero para él. Era una mujer agradable de pelo blanco, con aspecto muy joven. Ella y Stan se quedaron de pie sobre el suelo de mármol y hablaron en voz muy baja. Stan llevaba un conjunto levi, cazadora y todo, y parecía un tipo que iba a México, que era lo que pasaba. En Denver llevaba una vida tranquila, y ahora se iba con el arrebatado Dean. Este asomó la cabeza por la esquina justo a tiempo. La señora Shephard insistió en invitarnos a una taza de café.

– Ciudad de mi Stan -dijo-. No se sabe lo que puede pasar en aquel sitio.

– Nos cuidaremos unos a otros -respondí. Stan y su madre fueron por delante y yo caminaba detrás con el loco de Dean; me hablaba de los letreros de las paredes de los retretes del Este y el Oeste.

– Son totalmente diferentes; en el Este son bromas y chistes verdes, referencias sexuales obvias, y mucha inscripción y dibujo escatológico; en el Oeste se limitan a poner sus nombres. Red O'Hara, Blufftown Montana estuvo aquí, la fecha, realmente solemnes como, por ejemplo, Ed Dunkel; la razón de esto debe ser la enorme soledad que tiene un matiz diferente en cuanto cruzas el Mississippi.

Bueno, allí delante teníamos a un tipo solitario, pues la madre de Shephard era una mujer encantadora y no quería que su hijo se fuera aunque sabía que tenía que irse. Comprendí que él huía de su abuelo. Aquí estábamos los tres: Dean buscando a su padre, el mío muerto, y Stan huyendo de aquel anciano. Los tres íbamos a sumergirnos juntos en la noche. Stan besó a su madre en medio de la apresurada multitud de la 17 y ella cogió un taxi y nos despidió con la mano. Adiós, adiós.

Subimos al coche en casa de Babe y le dijimos adiós. Tim vendría con nosotros hasta su casa de las afueras. Babe aquel día estaba muy guapa: su pelo era largo y rubio y de sueca; sus pecas se veían al sol. Parecía exactamente la niña que había sido. Sus ojos estaban húmedos. Tenía pensado unirse más adelante con nosotros acompañada por Tom… no lo hizo. Adiós, adiós.

Nos marchamos; dejamos a Tim en su patio de las llanuras de las afueras y le vi hacerse más y más pequeño. Se quedó allí de pie por lo menos un par de minutos viendo cómo nos íbamos y pensando en sabe Dios qué cosas tristes. Seguía haciéndose más pequeño y continuaba allí, inmóvil con una mano en la cuerda de tender la ropa, como un capitán, y yo giré la cabeza para verle un poco más hasta que no hubo más que una creciente ausencia en el espacio, y el espacio era el horizonte hacia el Este, hacia Kansas, hacia la inmensidad que llevaba hasta mi casa en la Atlántida.

Luego nos dirigimos hacia el Sur en dirección a Castle Rock, Colorado, mientras el sol se ponía rojo y la piedra de las montañas del Oeste parecía una cervecería de Brooklyn en los atardeceres de noviembre. Muy arriba, entre las sombras púrpura de la roca había alguien caminando y caminando, pero no podíamos distinguirlo bien; quizá fuera aquel anciano de pelo blanco que yo había percibido años atrás en las alturas. Zacateca Jack. Pero se me acercaba, sólo que siempre por detrás. Y Denver retrocedía más y más como la ciudad de sal, y sus humos se abrían al aire y se disolvían ante nuestra vista.

4

Era mayo. ¿Y cómo unas tardes tan agradables como las de Colorado con sus granjas y sus acequias y sus sombrías cañadas (los sitios donde van a nadar los chicos) pueden producir un insecto como el insecto que picó a Stan Shephard? Llevaba el brazo apoyado en la ventanilla de la puerta rota y hablaba alegremente cuando de repente un bicho que revoloteaba se le posó en el brazo y le clavó un largo aguijón. Stan soltó un alarido. Gritó y se golpeó el brazo y se sacó el aguijón y a los pocos minutos el brazo estaba muy hinchado y le dolía. Dean y yo no conseguíamos imaginar que era aquello. No había más que esperar y ver si la hinchazón cedía. Aquí estábamos, rumbo a desconocidas tierras del Sur y a poco más de cinco kilómetros del pueblo natal, del querido lugar de la infancia, un extraño y frenético bicho exótico surgía de secretas podredumbres y nos metía el miedo en el corazón.

– ¿Qué es?

– Nunca he visto por aquí un insecto capaz de producir una hinchazón como ésta.

– ¡Maldita sea!

Hizo que el viaje pareciera siniestro y maldito. Continuamos. El brazo de Stan empeoró. Nos detuvimos en el primer hospital que encontramos y le pusieron una inyección de penicilina. Pasamos por Castle Rock y llegamos a Colorado Springs al oscurecer. A nuestra derecha se alzaba la gran sombra del pico Pike. Bajamos hasta la autopista de Pueblo.

– He hecho autostop miles de veces en esta carretera -dijo Dean-. Una noche estaba escondido exactamente detrás de esa cerca de ahí y de repente sentí un miedo terrible sin motivo alguno.

Decidimos contarnos nuestra vida, pero uno a uno, y Stan fue el primero.

– Hay un largo camino que recorrer -prologó Dean-, Por lo tanto, tenemos que permitirnos todo tipo de digresiones y entrar en cada uno de los detalles que nos vengan a la mente. Con todo, quedarán muchas cosas por contar. Tómatelo con calma

– advirtió a Stan que empezaba a contar su vida-, además tienes que descansar.

Stan comenzó su relató mientras nos disparábamos a través de la oscuridad. Empezó con sus experiencias en Francia, pero con objeto de evitar dificultades insuperables, retrocedió y empezó a hablar de su infancia en Denver. Él y Dean compararon las veces, que se habían visto en bicicleta.

– Una vez, ¿lo has olvidado?, en el garaje Arapahoe. ¿Te acuerdas? Te lancé la pelota desde la esquina y tú me la devolviste- de un puñetazo y cayó a una alcantarilla. Iba al colegio. ¿Recuerdas ahora? -Stan estaba nervioso y febril. Quería contárselo todo a Dean. Ahora Dean era el arbitro, el anciano, el juez, el oyente, el que aprobaba, el que asentía.

– Sí, sí, sigue, por favor.

Pasamos por Walsenburg; de pronto pasamos por Trinidad, donde Chad King quizá en aquel mismo momento, en algún sitio lejos de la carretera, estaría ante una hoguera y tal vez con un grupo de antropólogos contando su vida como en otros tiempos, y jamás se imaginaría que nosotros, pasábamos por la carretera, rumbo a México, contándonos también nuestras propias vidas. ¡Triste noche americana! Después estábamos en Nuevo México y cruzamos las redondas piedras de Ratón, y nos detuvimos a tomar unas hamburguesas. Estábamos muertos de hambre y envolvimos unas cuantas en una servilleta para comérnoslas al otro lado de la frontera de Texas.

– Tenemos ante nosotros todo el estado vertical de Texas, Sal -dijo Dean-, antes de que se vuelva horizontal después de haberlo cruzado. Bueno, entraremos en Texas dentro de unos pocos minutos y no saldremos hasta mañana a esta misma hora, y no nos detendremos ni un momento. Piensa en ello.

Seguimos la marcha. En la inmensa llanura nocturna estaba el primer pueblo de Texas, Dalhart. Yo lo había cruzado en 1947 y brillaba en la oscuridad a unos ochenta kilómetros de distancia. La tierra bajo la luz de la luna era toda mezquites e inmensidad. En el horizonte estaba la luna. Crecía, se puso enorme y rojiza, luego se suavizó y se puso más clara, hasta que el lucero del alba le desafió y el rocío empezó a llamar a nuestras ventanillas… y seguíamos adelante. Después de Dalhart -vacío pueblo de cartón- nos lanzamos hacia Amarillo adónde llegamos por la mañana entre praderas batidas por el viento que muy pocos años atrás habían visto campamentos de tiendas de campaña de búfalo. Ahora había estaciones de servicio y máquinas de discos nuevas, modelo 1950, con inmensos altavoces ornamentales y ranuras para monedas de diez céntimos y discos espantosos. Durante todo el trayecto de Amarillo a Childress, Dean y yo le contamos a Stan los argumentos de todos los libros que habíamos leído; él pidió que lo hiciéramos. En Childress, bajo un sol ardiente, doblamos y nos dirigimos directamente hacia el Sur por una carretera de segundo orden y atravesamos abismales desiertos en dirección a Paducah, Guthrie y Abilene. Dean tenía sueño, y Stan y yo nos sentamos en la parte de adelante y condujimos por turnos. El viejo coche se calentaba y se quejaba y luchaba desesperadamente. Grandes nubes de arenoso viento nos sacudían desde trémulos espacios. Stan me contó cosas de Montecarlo y de Cagnes-sur-mer y de los azules pueblos cerca de Mentón donde gente de rostro moreno callejeaba entre paredes blancas.

Texas es inconfundible: entramos lentamente y con mucho calor en Abilene y todos nos despertamos para ver la ciudad.

– Imagínate lo que debe ser vivir aquí a miles de kilómetros de cualquier ciudad importante. ¡Vaya! ¡Vaya! Fijaos ahí junto a las vías, el viejo Abilene donde cargaban las vacas y nacían sheriffs y bebían whisky de garrafa. ¡Mirad allí! -gritó Dean asomándose por la ventanilla con la boca torcida como W. C. Fields. No le importaba que fuera Texas o cualquier otro sitio. Tejanos de rostro colorado caminaban de prisa por las ardientes aceras y no le prestaban atención. Nos detuvimos a comer en la autopista al sur de la ciudad. La noche parecía a millones de kilómetros cuando seguimos por Coleman y Brady. Era el corazón de Texas, un yermo de matorrales con alguna casa ocasional cerca de un arroyo sediento y un rodeo de ochenta kilómetros por una polvorienta carretera y un calor sin fin.

– El viejo México todavía queda lejos -dijo Dean con voz soñolienta desde el asiento de atrás-, así que a seguir rodando, muchachos y al amanecer estaremos besando señoritas * porque este viejo Ford sabe correr si se le habla con cariño… claro que la parte de atrás está a punto de caerse pero no os preocupéis de eso hasta llegar allí. -Y volvió a dormirse.

Cogí el volante y conduje hasta Fredericksburg, y aquí me encontré entrecruzándome otra vez con el viejo mapa. En este mismo sitio Marylou y yo habíamos paseado cogidos de la mano una mañana de nieve de 1949, ¿dónde estaría Marylou ahora?

– ¡Toca! -chilló Dean entre sueños y supuse que estaba soñando con el jazz de Frisco o quizá con los próximos mambos mexicanos.

Stan hablaba sin parar; Dean le había dado cuerda la noche antes y parecía que nunca iba a parar. Ahora estaba en Inglaterra, contando aventuras de cuando hacía autostop por la carretera de Londres a Liverpool, con el pelo largo y los pantalones rotos y cómo le habían dado ánimos los extraños camioneros británicos en sus desplazamientos por el lúgubre vacío europeo. Todos teníamos los ojos rojos debido al continuo mistral que soplaba en Texas. Cada uno de nosotros llevaba una piedra en el vientre y sabíamos que avanzábamos, aunque lentamente. El coche andaba apenas a setenta con un esfuerzo estremecedor. Desde Fredericksburg bajamos por las grandes praderas del Oeste. Las mariposas empezaron a estrellarse contra el parabrisas.

– Estamos bajando hacia la tierra caliente, tíos, la de las ratas del desierto y la tequila. Y ésta es la primera vez que estoy tan al sur de Texas -dijo Dean y añadió maravillado-: ¡Cagoendiós! Por aquí es por donde anda mi viejo en invierno, ¡vaya un vagabundo astuto!

De pronto estábamos aplastados por un calor absolutamente tropical. Acabábamos de bajar unos ocho kilómetros y delante vimos las luces del viejo San Antonio. Tenías la impresión de que todo esto había sido realmente territorio mexicano. Las casas de al lado de la carretera eran diferentes, las estaciones de servicio más pobres; menos luces. Dean tomó el volante entusiasmado por llegar a San Antonio. Entramos en la ciudad pasando por una zona de miserables casuchas mexicanas con viejas mecedoras en el porche. Nos detuvimos en una extraña estación de servicio para engrasar el coche. Había muchos mexicanos bajo las calientes luces de las bombillas del techo que estaban ennegrecidas por los mosquitos; iban a un puesto y compraban cerveza y tiraban el dinero al encargado. Había familias enteras haciendo esto. Se veían casuchas por todas partes y árboles polvorientos y un olor a canela en el aire. Pasaron unas nerviosas chicas mexicanas con unos muchachos.

– ¡Eh! ¡Eh! -gritó Dean.

– Sí, mañana -respondieron en español.

Salía música de todas partes, y era música de todas clases. Stan y yo bebimos varias botellas de cerveza y nos colocamos. Ya estábamos casi fuera de América y sin embargo definitivamente en ella y en el sitio donde está más loca. Pasaban coches preparados. ¡Ah, ah, San Antonio!

– Bien, tíos, escuchadme… creo que estaría bien pasar un par de horas en San Antonio y así podríamos encontrar un hospital donde curaran el brazo de Stan, y tú y yo, Sal, podríamos dar una vuelta por estas calles. Mira esas casas del otro lado de la calle, puede verse toda la habitación delantera con las chicas de la casa tumbadas leyendo revistas del corazón. ¡Vamos! ¡Vamos!

Anduvimos un rato en el coche sin dirección fija y preguntando a la gente por el hospital más cercano. Estábamos cerca del centro y las cosas parecían más pulcras y americanas; había varios semirrascacielos y muchas luces de neón y cadenas de drugstores, pero los coches andaban por la oscuridad a su aire, como si no hubiera leyes de tráfico. Aparcamos frente a un hospital y acompañé a Stan a ver a un médico mientras Dean se quedaba en el coche a cambiarse. El vestíbulo del hospital estaba lleno de mexicanas pobres, algunas preñadas, otras enfermas y otras con sus hijitos enfermos. Era triste de ver. Me acordé de la pobre Terry y me pregunté qué estaría haciendo ahora. Stan tuvo que esperar una hora hasta que llegó un médico y vio su brazo hinchado. Había un nombre para aquella infección que tenía, pero ninguno nos molestamos en aprenderlo. Le pusieron una inyección de penicilina.

Entretanto Dean y yo fuimos a pasear por las calles de la parte mexicana de San Antonio. Era un ambiente fragante y suave -el más suave que he conocido- y sombrío y misterioso y lleno de vida. De pronto de la ruidosa oscuridad surgían muchachas con pañuelos blancos. Dean se desplazaba lentamente sin decir ni palabra.

– ¡Oh, esto es demasiado maravilloso para hacer nada! -susurró-. Vamos a seguir paseando y viéndolo todo. ¡Mira! ¡Mira! Unos billares.

Entramos. Una docena de chavales estaban jugando al billar en tres mesas; todos eran mexicanos. Dean y yo compramos unas coca-colas y metimos unas monedas en la máquina de discos y oímos a Wynonie Blues Harris y a Lionel Hampton y a Lucky Millinder y nos movimos un poco. Entretanto Dean me dijo que me fijara en algo.

– Oye, mira con disimulo y mientras escuchamos a Wynonie hablar del pastel que hace su novia y respiramos este fragante aire, como tú dices, observa a ese chico, al tullido de la mesa uno, es el blanco de todas las bromas, ¿lo ves?, lo ha sido toda la vida. Los otros chicos no tienen piedad, pero lo quieren.

El tullido era una especie de enano deforme con un hermoso rostro demasiado grande en el que respaldecian unos enormes ojos castaños.

– ¿No lo ves. Sal? Es un Tom Snark mexicano de San Antonio. Es igual en todas partes. ¿Ves cómo le pegan en el culo con el taco? ¡Ja, ja, ja! Escucha cómo se rien. ¿Ves?, quiere ganar, ha apostado algo. ¡Fíjate! ¡Fíjate! -y vimos cómo el enano angélico apuntaba cuidadosamente. Falló. Los otros se rieron mucho-. Fíjate, tío -dijo Dean- ¡fíjate bien! -habían agarrado al chico por el cuello y lo estaban zarandeando en broma. Chillaba. Se alejó orgullosamente y se sumergió en la noche pero no sin antes lanzar una mirada avergonzada, dulce-. Tío, cómo me gustaría saber cosas de ese chaval, lo que piensa, con qué chicas anda… tío, este aire me pone alto. -Salimos y paseamos por varias calles oscuras y misteriosas. Muchas casas se escondían detrás de pequeños jardines que eran todo verdor, casi una jungla; vimos fugazmente a chicas en las habitaciones delanteras, chicas en los porches, chicas con chicos entre los arbustos-. Nunca había estado en este loco San Antonio. Imagínate lo que será México. ¡Vamonos! ¡Vamonos! -Corrimos de regreso al hospital. Stan estaba listo y dijo que se encontraba mucho mejor. Le echamos el brazo por encima del hombro y le contamos todo lo que habíamos hecho.

Y ahora estábamos dispuestos a recorrer los doscientos cincuenta kilómetros hasta la mágica frontera. Saltamos al coche y nos fuimos. Estaba tan cansado que me dormí todo el camino hasta Laredo y no me desperté hasta que aparcaron el coche frente a un restaurante a las dos de la madrugada.

– ¡Ah! -suspiró Dean-, el final de Texas, el final de América, nada sabemos ya.

Hacía un calor tremendo; sudábamos a mares. No había humedad ni un soplo de aire, nada excepto billones de moscas revoloteando alrededor de las bombillas y el rancio olor de un cercano río caliente en la noche: el río Grande que nace en los frescos y pequeños valles de las Montañas Rocosas y termina formando valles enormes y mezclando sus calores con los barros del Mississippi en el gran Golfo.

Laredo era un pueblo siniestro aquella mañana. Todo tipo de taxistas y ratas de la frontera andaban por allí en busca de negocio. No había mucho que hacer; era demasiado tarde. Estábamos en el culo de América donde se reúnen todos los rufianes, donde tienen que ir los desviados para estar cerca de otro sitio específico al que pueden deslizarse sin que nadie lo note. El contrabando circulaba bajo el pesado aire dulzón. Los policías, congestionados y sombríos y sudorosos, no fanfarroneaban. Las camareras estaban sucias y de mal humor. Un poco más allá se notaba la enorme presencia de todo México y casi se olía el billón de tortillas friéndose y soltando humo en la noche. No teníamos ni idea de qué sería realmente México. Estábamos de nuevo al nivel del mar y cuando intentamos comer algo nos costó trabajo tragarlo. De todos modos, lo envolvimos en servilletas para comerlo durante el viaje. Nos sentíamos mal y tristes. Pero todo cambió en cuanto cruzamos el misterioso puente sobre el río y nuestras ruedas rodaron sobre suelo oficialmente mexicano, aunque de hecho se trataba de una desviación para la inspección fronteriza. Justo al otro lado de la calle empezaba México. Miramos maravillados. Para nuestro asombro, era exactamente igual que México. Eran las tres de la madrugada y tipos con sombrero de paja y pantalones blancos dormitaban por docenas apoyados en las paredes de tiendas destartaladas.

– ¡Mirad a esos tipos! -susurró Dean-. ¡Oh! -respiró con suavidad-. Espera, espera…

Salieron unos funcionarios mexicanos, sonreían y nos rogaron que les mostrásemos nuestro equipaje. Lo hicimos. No podíamos apartar los ojos del otro lado de la calle. Deseábamos ir allí y perdernos en aquellas misteriosas calles españolas. Sólo era Nuevo Laredo pero nos parecía la Sagrada Lhasa.

– Tío, ésos están levantados toda la noche -susurró Dean.

Nos apresuramos a presentar nuestros pasaportes. Nos previnieron de que no bebiéramos agua del grifo ahora que estábamos al otro lado de la frontera. Los mexicanos registraron nuestro equipaje por puro formulismo. No parecían policías para nada. Eran perezosos y amables. Dean no dejaba de mirarlos. Se volvió hacia mí.

– Fíjate cómo es la pasma en México. ¡No puedo creerlo! -se frotó los ojos-. Debo estar soñando.

Llegó el momento de cambiar nuestro dinero. Vimos pilas de pesos encima de una mesa y nos enteremos de que ocho equivalían a un dólar americano, o algo así. Cambiamos la mayor parte de nuestro dinero y metimos en el bolsillo encantados aquel montón de billetes.

5

Entonces volvimos nuestras caras hacia México tímidos y maravillados mientras aquellas docenas de tipos mexicanos nos observaban desde debajo de las secretas alas de sus sombreros. Más allá había música y restaurantes abiertos toda la noche con humo saliendo por las puertas.

– ¡Vaya! ¡Vaya! -susurró Dean muy suavemente.

– ¡Es todo! -dijo un funcionario mexicano sonriente que hablaba en inglés-. Todo arreglado, muchachos. Podéis seguir. Bien venidos a México. Que os divertáis. Cuidado con el dinero. Conducid con cuidado. Os lo digo personalmente, soy Red, todo el mundo me llama Red. Preguntad por Red. Buen provecho. Nada de preocupaciones. Todo está bien. No es difícil divertirse en México.

-¡Sí! * -respondió Dean estremeciéndose y cruzamos la calle y entramos en México muy suavemente.

Dejamos el coche aparcado y los tres nos internamos por las calles españolas hacia aquella mezcla de luces mortecinas. Había viejos tomando el fresco sentados en sillas y parecían yonquis orientales. De hecho nadie nos miraba, pero todos estaban atentos a lo que hacíamos. Doblamos hacia la izquierda y entramos en un restaurante lleno de humo donde había música de guitarra en una máquina de discos americana de los años treinta. Taxistas mexicanos en mangas de camisa y tipos mexicanos con sombrero de paja estaban sentados en taburetes devorando masas informes de tortillas, judías, tacos y mil cosas más. Pedimos tres botellas de cerveza fría -cerveza* es el nombre de la cerveza- y nos costaron unos treinta céntimos mexicanos o diez céntimos americanos cada una. También compramos unos paquetes de pitillos mexicanos a seis centavos cada uno. Mirábamos y mirábamos asombrados aquel dinero mexicano que nos permitía tantas cosas, y jugueteábamos con él y mirábamos a todas partes y sonreíamos a todo el mundo. A nuestras espaldas quedaba América entera y todo lo que Dean y yo habíamos conocido previamente de la vida en general, y de la vida en la carretera. Al fin habíamos encontrado la tierra mágica al final de la carretera y nunca nos habíamos imaginado hasta dónde llegaba esta magia.

– Piensa en estos tipos que están levantados toda la noche -susurró Dean-. Y piensa en ese enorme continente que se abre delante de nosotros con esas enormes montañas de Sierra Madre que hemos visto en el cine, y en las selvas que hay por ahí abajo, y en esa meseta desierta tan grande como la nuestra y que llega hasta Guatemala y hasta Dios sabe dónde. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¡Movámonos!

– Nos levantamos y volvimos al coche. Una última mirada a América por encima de las potentes luces del puente sobre el río Grande. Luego le volvimos la espalda y el parachoques y nos lanzamos hacia adelante.

Un instante después estábamos en el desierto y no había ni una luz ni un coche en los ochenta kilómetros de llanuras que siguieron. Y precisamente entonces amanecía sobre el golfo de México y empezamos a ver formas fantasmales de yucas y cactos por todas partes.

– ¡Qué país tan salvaje! -grité. Dean y yo estábamos completamente despiertos. En Laredo estábamos muertos de cansancio. Stan, que ya había estado en el extranjero antes, dormía tranquilamente en el asiento de atrás. Dean y yo teníamos a México entero delante de nosotros.

– Ahora, Sal, estamos dejándolo todo atrás y entrando en una nueva y desconocida fase de las cosas. Tantos años y problemas y juergas… ¡y ahora esto! No hay que pensar en nada más, sólo hay que seguir con la cabeza bien alta, así, ya lo ves, y comprender el mundo como, hablando propiamente, tantos otros americanos lo han comprendido antes que nosotros… anduvieron por aquí… ¿no es cierto? La guerra contra México. Pasaron por aquí con cañones.

– Esta carretera -le respondí-, es también la ruta de los antiguos forajidos americanos que se escurrían a través de la frontera y bajaban hasta el viejo Monterrey, así que si miras el desierto que ya empieza a clarear puedes imaginarte a uno de aquellos pistoleros de Tombstone galopando hacia lo desconocido, comprenderás así que…

– ¡Esto es el mundo! -interrumpió Dean-. ¡Dios mío! -golpeó el volante-. ¡Esto es el mundo! Podemos seguir a Sudamérica si esta carretera lleva hasta allí. ¡Piensa en eso! ¡Hijoputa! ¡Cagoendiós! -aceleramos la marcha. Amaneció rápidamente y empezamos a ver la blanca arena del desierto y algunas chozas alejadas de la carretera. Dean aminoró un poco la marcha para contemplarlas-. ¡Auténticas chozas miserables!, tío, de esas que sólo se encuentran en el Valle de la Muerte, e incluso mucho peores. Esta gente no se preocupa de las apariencias.

La primera localidad que venía señalada en el mapa se llamaba Sabinas Hidalgo. Mirábamos hacia adelante buscándola ansiosamente en la lejanía.

– Y esta carretera -continúo Dean- no se diferencia nada de cualquier carretera americana, excepto en una cosa. Fíjate que los mojones están en kilómetros y señalan la distancia que falta hasta Ciudad de México. ¿Te das cuenta? Es la única ciudad de todo el país, todo señala hacia ella.

Sólo faltaban 767 millas para llegar a esa ciudad, pero en kilómetros la cifra estaba muy por encima de los mil.

– ¡Hostia! -gritó Dean-. Hay que llegar allí. -Durante un rato cerré los ojos agotado y seguí oyendo a Dean golpear el volante con los puños y exclamar-. ¡Hostias! -y también-: ¡Vaya juergas! ¡Qué país! ¡Sí! -y cosas de ese tipo.

Atravesamos el desierto y llegamos a Sabinas Hidalgo hacia las siete de la mañana. Aminoramos mucho la marcha para ver cómo era. Despertamos a Stan. Se sentó muy tieso mirándolo todo. La calle principal estaba llena de barro y de baches. A ambos lados había fachadas de adobe muy sucias y rotas. Pasaban burros muy cargados. Mujeres descalzas nos observaban desde sombríos umbrales. La calle estaba completamente atestada de gente que iniciaba un nuevo día en el campo mexicano. Viejos con grandes bigotes nos miraban atentamente. El espectáculo de tres jóvenes americanos barbudos y harapientos en lugar de los turistas usualmente bien vestidos les interesaba. Anduvimos dando tumbos por la calle Mayor a quince por hora mirándolo todo. Pasó un grupo de chicas justo por delante de nosotros. Al dar un tumbo a su lado, una de ellas dijo:

– ¿Adónde vas, hombre?

Yo me volví a Dean asombrado.

– ¿Has oído lo que dijo?

Dean estaba tan asombrado que siguió conduciendo lentamente y diciendo:

– Sí, oí lo que dijo. Lo oí jodidamente bien. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! No sé qué hacer. Estoy demasiado excitado en este mundo. Al fin hemos llegado al cielo. No puede ser más tranquilo, no puede ser mejor, no puede ser nada más.

– Bien, volvamos a recogerlas -dije.

– Sí -dijo Dean y puso el coche a diez por hora o menos. Estaba como fuera de combate, no tenía que hacer lo que habitualmente hubiera hecho en América-. ¡Hay millones de chicas en la carretera! -añadió. Sin embargo, giró y fue en busca de las chicas. Iban a trabajar en el campo; nos sonrieron. Dean las miró con ojos de piedra-. ¡Hostias! -dijo en voz muy baja-. Es demasiado bueno para ser verdad. ¡Mujeres, mujeres! Y especialmente ahora, en mi estado y condición. Sal, estoy viendo el interior de esas casas según pasamos… miras dentro y ves cunas de paja y niños muy morenos durmiendo que se agitan a punto de despertar con sus pensamientos saliendo de la mente vacía del sueño, recuperando su propio ser, y las madres preparando el desayuno en cazuelas de hierro… y fíjate en esas persianas que tienen en las ventanas y en los viejos, esos viejos tan serenos y sin ninguna preocupación. Aquí nadie desconfía, nadie recela. Todo el mundo está tranquilo, todos te miran directamente a los ojos y no dicen nada, sólo miran con sus ojos oscuros, y en esas miradas hay unas cualidades humanas suaves, tranquilas, pero que están siempre ahí. Fíjate en todas esas historias que hemos leído sobre México y el mexicano dormilón y toda esa mierda sobre que son grasientos y sucios y todo eso, cuando aquí la gente es honrada, es amable, no molesta.

Educado en la dura noche de la carretera, Dean había venido al mundo para verlo. Se echaba encima del volante y miraba a ambos lados y conducía despacio. Se paró a por gasolina al salir de Sabinas Hidalgo. Allí se habían reunido unos cuantos rancheros locales de largos bigotes y bromeaban frente a unos anticuados surtidores. En el campo, un viejo trabajaba con un burro. El sol se levantaba puro sobre las puras y antiguas actividades humanas.

Cogimos la carretera de Monterrey. Las grandes montañas coronadas de nieve se alzaban delante de nosotros; avanzamos directamente hacia ellas. Una brecha fue abriéndose poco a poco y se convirtió en un puerto por el que cruzamos. En cuestión de minutos habíamos dejado atrás el desierto de mezquites y subíamos entre un fresco aire por una carretera con un pretil de piedra en la parte del precipicio y nombres de los presidentes escritos con pintura blanca en el farallón del otro lado: ¡ALEMÁN! No encontramos a nadie en esta carretera de montaña. Serpenteaba entre nubes y nos llevó a una gran meseta. En la lejanía, la gran ciudad industrial de Monterrey mandaba humo al cielo azul con las enormes nubes del golfo como vellones de lana. Entrar en Monterrey era como entrar en Detroit. Se avanzaba entre las altas paredes de las fábricas. Pero había burros tomando el sol sobre la yerba y extensos barrios de casas de adobe con miles de ociosos apoyados en la puerta y putas asomadas a la ventana y tiendas extrañas donde se podía vender cualquier cosa y estrechas aceras atestadas de gente como las de Hong-Kong.

– ¡Vaya! -gritó Dean-. Y todo esto con este sol. ¿Te has fijado en el sol mexicano, Sal? Te pone alto. Hay que seguir y seguir… ¡la carretera me arrastra!

Hablamos de detenernos en Monterrey, pero Dean quería llegar a Ciudad de México cuanto antes y además pensaba que la carretera sería más interesante después, siempre después. Conducía como un poseso y nunca descansaba. Stan y yo estábamos completamente agotados y decidimos dormir. Levanté la vista más allá de Monterrey y vi dos enormes y extraños picos gemelos. Sí, estaban pasado Monterrey, pasado el sitio al que iban los forajidos.

Delante estaba Montemorelos, un nuevo descenso a alturas más calientes. Todo se volvió muy caluroso y extraño. Dean decidió que era absolutamente necesario que me despertara para verlo.

– Mira, Sal, no te puedes perder esto. -Miré. íbamos a través de un terreno pantanoso y a lo largo de la carretera veíamos de vez en cuando a extraños mexicanos vestidos con harapos que caminaban con machetes colgando de sus cinturones de cuerda, y algunos de ellos cortaban arbustos. Todos se paraban para mirarnos sin expresión. Entre aquella enmarañada vegetación veíamos ocasionalmente chozas con techo de paja y paredes de bambú como las de África. Chicas extrañas, oscuras como la luna, nos miraban desde los misteriosos umbrales cubiertos de verdor.

– ¡Oh, tío! Me gustaría parar y jugar un poco con esas monadas -dijo Dean-, pero fíjate que el viejo o la vieja siempre están muy cerca… por lo general en la parte de atrás, a veces a cien metros recogiendo ramas y leña o cuidando a los animales. Nunca las dejan solas. En este país nadie está solo jamás. Mientras estabas dormido, he observado esta carretera y este país, ¡si supieras todo lo que he pensado, tío! -sudaba. Sus ojos estaban irritados, enrojecidos y locos, pero también eran humildes y tiernos… había encontrado a gente que se le parecía. Avanzamos a través de la zona pantanosa interminable a una velocidad constante de setenta y cinco por hora-. Sal, yo creo que esto no cambiará en mucho tiempo. Si conduces tú, dormiré un poco.

Cogí el volante y entregado a mis propias fantasías, conduje a través de Linares, a través de la cálida y llana zona pantanosa, por encima del humeante río Soto, la Marina, cerca de Hidalgo, y más allá. Un gran valle que era una verde jungla con grandes zonas cultivadas, también muy verdes, se abría ante mí. Grupos de hombres nos miraron al pasar por un estrecho y antiguo puente. Fluía un río ardiente. Después ascendimos hasta que reapareció una especie de región desértica. Delante estaba la ciudad de Gregoria. Los otros dos dormían y yo seguía solo al volante con mi eternidad a cuestas. La carretera era una larga línea recta. No era como conducir a través de Carolina, Texas, Arizona o Illinois; era como conducir a través del mundo por lugares donde por fin aprenderíamos a conocernos entre los indios del mundo, esa raza esencial básica de la humanidad primitiva y doliente que se extiende a lo largo del vientre ecuatorial del planeta desde Malaya (esa larga uña de China) hasta el gran subcontinente de la India, hasta Arabia, hasta Marruecos, hasta estos mismos desiertos y selvas de México y sobre los mares hasta Polinesia, hasta el místico Siam del Manto Amarillo y así, dando vueltas y vueltas, se oye el mismo lamento junto a las destrozadas murallas de Cádiz, España, que se oye 20.000 kilómetros más allá en las profundidades de Benares, la capital del mundo. Estos individuos eran indudablemente indios y en nada se parecían a los Pedros y Panchos del estúpido saber popular americano… tenían pómulos salientes y ojos oblicuos y gestos delicados; no eran idiotas, no eran payasos; eran indios solemnes y graves, eran el origen de la humanidad, sus padres. Las olas son chinas, pero la tierra es asunto indio. Tan esenciales como las rocas del desierto son ellos en el desierto de la «historia». Y lo sabían cuando pasábamos por allí; unos americanos que se daban importancia y tenían dinero e iban a divertirse a su país; sabían quién era el padre y quién era el hijo de la antigua vida de la tierra y no hacían ningún comentario. Porque cuando llegue la destrucción al mundo de la «historia» y el apocalipsis vuelva una vez más como tantas veces antes, ellos seguirán mirando con los mismos ojos desde las cuevas de México, desde las cuevas de Bali, donde empezó todo y donde Adán fue engañado y aprendió a conocer. Estos eran mis pensamientos mientras conducía el coche hacia la tórrida ciudad de Gregoria, abrasada por el sol.

Antes, en San Antonio, le había prometido a Dean en broma que le conseguiría una chica. Fue una apuesta y un desafio. Cuando detuve el coche en una estación de servicio cerca de la soleada Gregoria cruzó la carretera un chaval descalzo que llevaba una enorme visera para el parabrisas y que quería saber si se la compraría.

– ¿Le gusta? Sesenta pesos. ¿Habla español? Sesenta pesos *. Me llamo Víctor.

– No -y añadí en broma-, lo que quiero comprar es una señorita*.

– Claro, claro -exclamó excitado-. Le traeré chicas después. Ahora demasiado calor -añadió con desagrado-. No hay buenas chicas cuando hace calor. Espere a esta noche. ¿Le gusta la visera?

No quería comprar la visera pero quería a las chicas. Desperté a Dean.

– ¡Eh, tío! Te dije en Texas que te conseguiría una chica… pues bien, desperézate y despierta del todo; hay unas chicas esperando por nosotros.

– ¿Cómo? ¿Cómo? -gritó incorporándose de un salto, todo ojeroso-. ¿Dónde? ¿Dónde?

– Este chico, Víctor, nos enseñará dónde.

– Bien, vamos, vamos. -Dean saltó del coche y estrechó la mano a Víctor. En la estación había un grupo de otros chicos y sonreían. Casi todos iban descalzos y llevaban sombreros de paja-. Tío -me dijo Dean-, ¿no te parece un lugar agradable para pasar la tarde? Aquí se está mucho mejor que en los billares de Denver. Víctor, ¿y las chicas? ¿Dónde? ¿Dónde? -añadió en español-. Te das cuenta, Sal, estoy hablando español.

– Pregúntale si puede conseguir algo de tila. ¡Eh, chico! ¿Tienes marijuana?

El chico dijo que sí con la cabeza.

– Sí, cuando ustedes quieran. Vengan conmigo.

– ¡Ji, ji! ¡Vaya, vaya! -gritó Dean. Ya se había despertado del todo y andaba dando saltos por la dormida calle mexicana-. ¡Vamos! -Yo les estaba pasando cigarrillos Lucky Strike a los otros chicos. Se estaban divirtiendo mucho con nosotros, especialmente con Dean. Hablaban entre sí, y con la mano tapándose la boca hacían comentarios sobre aquel americano chiflado-. ¡Míralos, Sal! Están hablando de nosotros. ¡Oh qué mundo! -Víctor subió al coche con nosotros. Partimos. Stan Shephard que había estado profundamente dormido se despertó en medio de la agitación.

Salimos al desierto por el otro lado de la carretera y doblamos por una carretera de tierra que hizo dar botes al coche como nunca. Allí delante estaba la casa de Víctor. Apareció entre unos cactos y unos pocos árboles. Era una especie de caja cuadrada de adobe y había unos cuantos hombres sentados en el patio.

– ¿Quiénes son ésos? -dijo Dean todo excitado.

– Son mis hermanos. Mi madre está también. Mi hermana también. Es mi familia. Yo casado y vivo en el pueblo.

– ¿Y qué pasa con tu madre? -preguntó Dean-. ¿Qué dice de la marijuana?

– ¡Oh! Es ella quien me la consigue -y mientras esperábamos en el coche, Víctor se apeó y entró en la casa y dijo algo a una vieja. Esta se volvió y fue a la huerta de la parte de atrás y empezó a recoger hojas secas de marijuana. Eran hojas arrancadas de las plantas y puestas a secar al sol del desierto. Entretanto los hermanos de Víctor sonreían bajo un árbol. Vendrían a saludarnos pero necesitaban cierto tiempo para levantarse y llegar hasta donde estábamos. Víctor volvió sonriendo dulcemente.

– Tío -dijo Dean-. Este Víctor es la persona más agradable, pasada, loca y maravillosa que he conocido en mi vida. Mira cómo camina, mira cómo anda tan tranquilo. Aquí no hay que darse prisa. -Una brisa del desierto, insistente y constante, envolvía el coche. Hacía mucho calor.

– Mucho calor, ¿verdad? -dijo Víctor sentándose en el asiento delantero junto a Dean y señalando el ardiente techo del Ford-. Ahora con la marijuana no trendrán más calor. Esperen.

– Sí -dijo Dean, ajustándose las gafas de sol-. Esperaré. Claro que esperaré, Víctor.

En esto un hermano muy alto de Víctor se acercó lentamente con un montón de yerba envuelta en la página de un periódico. Dejó el paquete encima de las piernas de Víctor y se apoyó despreocupadamente en la puerta del coche, nos saludó con la cabeza y dijo:

– Hola.

Dean también le saludó con la cabeza y le sonrió. Nadie hablaba; era algo perfecto. Víctor procedió a liar el canuto más grande que yo había visto nunca. Lo lió con papel de envolver y fabricó una especie de puro de marijuana. Era enorme. Dean le observaba asombrado. Víctor lo encendió con toda naturalidad y nos lo pasó. Tirar de aquello era como tener una chimenea en la boca y aspirar. El humo pasó por nuestras gargantas como una gran explosión de calor. Contuvimos la respiración y echamos el humo casi al tiempo. El sudor se nos congeló en la frente y aquello de pronto era igual que la playa de Acapulco. Miré por la ventanilla de atrás y vi a otro de los hermanos de Víctor. Era una especie de indio peruano con un sarape sobre el hombro. Se apoyaba en un poste sonriendo, demasiado tímido para venir a estrecharnos las manos. Se diría que el coche estaba rodeado de hermanos pues apareció otro al lado de Dean. Entonces sucedió la cosa más extraña del mundo. Estábamos todos tan altos que pasamos de formalidades y nos concentramos en lo que nos interesaba justamente entonces. Americanos y mexicanos nos estábamos colocando juntos en pleno desierto y además, veíamos muy cerca los rostros y los poros y los callos de las manos y las mejillas ruborizadas del otro mundo. Los hermanos indios empezaron a hablar de nosotros en voz baja; vimos que nos miraban, y hacían comentarios y nos comparaban con ellos, y corregían o asentían a sus mutuas impresiones.

– Sí, sí -decían, mientras Dean, Stan y yo hablábamos de ellos en inglés.

– Fíjate en ese hermano tan extraño de ahí atrás, no se ha movido del poste ni ha disminuido nada la intensidad de su divertida y tímida sonrisa. Y éste de aquí, el de la izquierda, es mayor, está más seguro de sí mismo y también más triste, es como un vagabundo en la ciudad, mientras que Víctor está casado… es como una especie de rey egipcio, ¿lo ves? Son unos tipos estupendos. Nunca había visto nada igual. Y están hablando de nosotros, ¿lo ves? También nosotros hablamos de ellos, pero con una diferencia, lo más probable es que les interese cómo vamos vestidos… bueno, en esto no hay ninguna diferencia… pero les parecerá raras las cosas que tenemos en el coche y el modo en que nos reímos tan distinto al suyo, y hasta compararán nuestro olor con el suyo. Con todo, daría un ojo de la cara 9por saber lo que opinen de nosotros. -Y Dean intentó saberlo.

– Oye, Víctor, tío… ¿de qué están hablando tus hermanos?

Víctor dirigió sus melancólicos ojos oscuros hacia Dean y dijo:

– Sí, sí.

– No, no has entendido lo que te he preguntado. ¿De qué hablan tus hermanos?

– ¡Oh! -exclamó Víctor muy inquieto-, ¿no os gusta la marijuana?

– Sí, sí, claro que sí, es muy buena. Pero, ¿de qué habláis?

– ¿Hablar? Sí, estamos hablando. ¿Os gusta México?

Era difícil llegar a un lenguaje común. Y todos seguimos tranquilos y serenos y altos y disfrutando de la brisa del desierto y rumiando diferentes pensamientos nacionales y raciales y personales sobre la eternidad.

Llegó la hora de las chicas. Los hermanos volvieron a sentarse bajo el árbol, la madre miraba desde la soleada entrada de la casa, y nosotros volvimos al pueblo dando tumbos y saltando.

Pero ahora los botes y saltos ya no eran desagradables: era el viaje más agradable y divertidamente ondulante del mundo; como si navegáramos sobre un mar azul; y la cara de Dean resplandecía de un modo habitual, era como de oro cuando nos dijo que escuchásemos la canción de los amortiguadores del coche, el sonido de la suspensión. Saltábamos arriba y abajo y hasta Víctor entendió y se rió. Después señaló hacia la izquierda para indicarnos el camino que llevaba hasta las chicas, y Dean miró hacia la izquierda con indescriptible placer y giró el volante siguiendo aquel camino, y rodamos suavemente hacia la meta, mientras escuchábamos a Víctor que estaba empeñado en hablar. Dean decía con grandilocuencia:

– Sí, por supuesto. No tengo ninguna duda. Está decidido. En efecto. ¿Por qué me dices esas cosas tan amables? Claro, claro, sin ninguna duda. Sí. Por favor, sigue.

Víctor respondía a esto con la seriedad y la magnífica elocuencia española. Durante un momento de confusión pensé que Dean lo entendía todo gracias a una ciencia infusa y a una revelación súbita producto de su radiante felicidad. En aquel mismo momento, además se parecía muchísimo a Franklin Delano Roosvelt: sin duda una ilusión de mis ojos en llamas y de mi cerebro fluctante. Se parecía tanto que me incorporé en mi asiento y lo miré asombrado. Tuve que hacer grandes esfuerzos para ver la imagen de Dean entre una mirada de radicaciones celestiales. Me pareció que era Dios. Estaba tan alto que tuve que reclinar la cabeza en el asiento; los saltos del coche me producían estremecimientos de placer. La sola idea de contemplar México a través de la ventanilla -que ahora se había convertido en otra cosa en el interior de mi mente- era como retirarme de la contemplación de un tesoro resplandeciente que se teme mirar porque contiene demasiadas riquezas y tesoros como para que los ojos, vueltos hacia dentro, puedan verlo de una sola vez. Me sobresalté. Vi ríos de oro cayendo desde el cielo que atravesaban con toda facilidad el techo del pobre coche, que atravesaban con toda facilidad mis ojos y se introducían en mi interior; había oro por todas partes. Miré por la ventanilla las soleadas calles y vi una mujer a la puerta de una casa y creí que estaba oyendo todo lo que decíamos y que asentía: las visiones paranoicas habituales debidas a la tila. Pero el río de oro continuaba. Durante un largo rato perdí toda conciencia de lo que estábamos haciendo y sólo la recuperé cuando levanté la vista del fuego y el silencio como si pasara del sueño a la vigilia, o pasara del vacío al sueño. Y entonces me decían que estábamos aparcando delante de la casa de Víctor y luego éste aparecía con su hijito en los brazos y nos lo enseñaba.

– ¿Qué les parece mi niño? Se llama Pérez, tiene seis meses.

– ¡Vaya! -dijo Dean con el rostro todavía transfigurado por una especie de placer supremo y hasta de santidad-. Es el niño más guapo que he visto nunca. Mira qué ojos. Bien, Sal y Stan -añadió volviéndose hacia nosotros con una expresión seria y

tierna-, quiero que os fijéis es-pe-cial-mente en los ojos de este niño mexicano que es el hijo de nuestro maravilloso amigo Víctor y apreciéis el modo en que entregará a la humanidad ese alma maravillosa que habla por sí misma a través de las ventanas que son sus ojos; unos ojos tan bonitos que sin duda profetizan e indican la más hermosa de las almas.

Era un hermoso discurso. Y era un niño muy hermoso. Víctor miraba melancólicamente a su ángel. Todos deseamos tener un hijo como aquél. Era tan grande la intensidad de nuestros sentimientos hacia el alma del niño que éste notó algo extraño y empezó a llorar con una pena desconocida que no había modo de calmar porque estaba enraizada en innumerables misterios y milenios. Lo probamos todo; Víctor lo acarició y lo acunó. Dean le hizo carantoñas. Yo alargué la mano y toqué sus bracitos. El llanto arreció.

– ¡Vaya! -dijo Dean-. Lo siento muchísimo, Víctor, pero lo hemos asustado.

– No está asustado, simplemente llora.

En la entrada de la casa, justo detrás de Víctor, demasiado tímida para salir, estaba su mujer, descalza y esperando con ansiosa ternura que devolviéramos el niño a sus brazos tan suaves y morenos. Después de habernos enseñado a su hijo, Víctor volvió a subir al coche y señaló orgullosamente hacia la derecha.

– Sí -dijo Dean, y avanzó con el coche por estrechas calles argelinas con rostros que nos observaban desde todas partes con cordial perplejidad. Llegamos a la casa de putas. Era un establecimiento magnífico de adobe dorado bajo el sol. En la calle, apoyados en el alféizar de las ventanas de la casa de putas había dos policías, sus pantalones estaban arrugados, parecían dormidos y aburridos y nos dedicaron unas breves miradas interesadas cuando entramos, y se quedaron allí las tres horas que estuvimos armando follón delante de sus narices, hasta que salimos al anochecer y, por indicación de Víctor, le dimos a cada uno el equivalente de veinticinco céntimos; sólo por pura fórmula.

Y dentro encontramos a las chicas. Unas estaban recostadas en sofás en la pista de baile, otras bebían en la larga barra que había a la derecha. En el centro, un arco llevaba a unos cubículos que se parecían a los vestuarios donde uno se desviste en los balnearios municipales de las playas. Estos cubículos daban al sol del patio. Tras la barra estaba el propietario que salió corriendo en cuanto le dijimos que queríamos oír mambos y volvió con un montón de discos, la mayoría de Pérez Prado, y los puso en la máquina de discos. Un instante después toda la ciudad de Gregoria oía lo bien que lo estábamos pasando en la Sala de Baile. En el mismo salón el estrépito de la música

– así es cómo debe ponerse una máquina de discos y para eso se inventó- era tan tremendo que durante un momento Dean y Stan y yo nos quedamos boquiabiertos al darnos cuenta de que nunca nos habíamos atrevido a poner música tan alta como hubiéramos querido y como ahora sonaba. Pocos minutos después la mitad de la población de Gregoria se asomaba por las ventanas para ver a los americanos bailar con las chicas. Estaban allí delante, al lado de los policías, en la sucia acera, con aspecto de indiferencia y despreocupación. «Más Mambo Jambo», «Chattanooga de Mambo», «Mambo número ocho»: todas estas tremendas canciones resonaban estrepitosamente en la dorada y misteriosa tarde como el sonido que uno espera que va a oír el día del juicio final. Las trompetas sonaban tan fuerte que podían oírse desde el desierto donde, en cualquier caso, tenían su origen. Los tambores parecían enloquecidos. El ritmo del mambo es el ritmo de la conga del Congo, el río de África y del mundo; sin duda era el ritmo del mundo. Um-ta, ta-pu-pum, um-ta, ta-pu-pum. Las notas del piano nos bañaban desde los altavoces. Los gritos del director eran como desesperadas boqueadas finales. Los sonidos de la trompeta que se unían a los momentos de climax de las congas y los bongos que se oyen en el terrible disco Chatta-nooga, dejaron helado a Dean durante unos momentos hasta que se estremeció y se puso a sudar; luego, cuando las trompetas desgarraban el soñoliento ambiente con sus trémulos ecos, como los de una caverna o una cueva, sus ojos se pusieron muy redondos y como si estuvieran viendo al demonio y los cerró en seguida. Yo mismo me veía sacudido como una marioneta. Sentía que las trompetas hacían oscilar la luz y temblaba de pies a cabeza.

Con la música del rápido «Mambo Jambo» bailamos frenéticamente con las chicas. A través de nuestro delirio empezamos a distinguir entre sus distintas personalidades. Eran unas chicas espléndidas. Extrañamente la más desmadrada era una venezolana medio india y medio blanca que tenía dieciocho años. Se hubiera dicho que era de buena familia. Sólo Dios sabe lo que estaba haciendo en México trabajando de puta a esa edad y con sus tiernas mejillas y su agradable aspecto. Tal vez había una tragedia en su vida. Bebía de un modo increíble. Se pegaba latigazo tras latigazo aunque parecía que no podía más. Tiraba los vasos sin parar con la idea de hacernos gastar la mayor cantidad de dinero posible. Llevaba una bata casi transparente y bailaba frenéticamente con Dean; colgada de su cuello y pidiéndole cosas sin parar. Dean estaba tan pasado que no sabía con qué empezar, si con las chicas o con el mambo. De pronto corrieron a uno de los cubículos. Yo me las entendía con una chica gorda y sin interés que tenía un perrito y que se enfadó conmigo cuando dije que el perro no me gustaba porque quería morderme. Acordamos que llevara el perro afuera, pero cuando volvió ya me había ligado otra chica, era más guapa pero no la que más me gustaba, y se me pegó como una lapa. Yo trataba de librarme de ella para ligar con una mulata de dieciséis años que estaba sentada sin hacer nada en el otro extremo de la sala y se contemplaba melancólicamente el ombligo a través de la abertura de su cortísima camisa. No lo conseguí. Stan estaba con una chica de quince años de piel color almendra con un vestido que estaba abrochado por arriba y por abajo, no por la mitad. Unos veinte hombres miraban desde la ventana.

En un determinado momento, la madre de la chica mulata -que no era mulata, sino negra- apareció por allí y mantuvo un breve y triste coloquio con su hija. Cuando vi aquello, sentí demasiada vergüenza para acercarme a la chica que realmente me apetecía. Dejé que la lapa me llevara a uno de los cubículos donde, como entre sueños, y entre el estrépito de la música, pues también había altavoces allí, hicimos rechinar la cama durante media hora. Era un cuartito cuadrado de paredes de madera y sin techo, con una imagen en un rincón y una palangana en el otro. Las chicas gritaban en el sombrío vestíbulo:

– Agua, agua caliente.

Stan y Dean tampoco estaban a la vista. La chica me pidió treinta pesos, unos tres dólares cincuenta, y me rogó que le diera diez pesos más y me contó no sé qué larga historia. Yo desconocía el valor del dinero mexicano; me parecía que por lo menos tenía un millón de pesos. Le entregué el dinero. Corrimos a bailar de nuevo. En la calle se había reunido una gran multitud. Los policías parecían tan aburridos como de costumbre. La guapa venezolana de Dean me llevó por una puerta a otro extraño bar que también debía de pertenecer a la casa de putas. Había un joven camarero que hablaba y se limpiaba las gafas, y un viejo con enormes bigotes que discutía algo vehementemente. También allí atronaba el mambo desde un altavoz. Parecía que el mundo entero se había vuelto loco. Venezuela se me colgó del cuello y pidió de beber. El camarero no quería servirle más. Ella suplicó y suplicó y cuando al fin tuvo delante una copa, la derramó y esta vez involuntariamente, como pude comprobar por la angustiada expresión de sus ojos que miraban perdidos.

– Tranquilízate, guapa -le dije. Tuve que sostenerla para que no se cayese del taburete. Perdía el equilibrio todo el tiempo. Nunca había visto a una mujer tan borracha; y sólo tenía dieciocho años. Conseguí que le sirvieran otra copa; me estaba tirando de los pantalones para que lo hiciera. Se la tragó de golpe. No tenía valor para llevármela a uno de los cubículos. La tía con quien me había acostado tenía treinta años y sabía cuidar de sí misma. Con Venezuela retorciéndose y lamentándose entre mis brazos tenía muchas ganas de desnudarla y hablar, sólo hablar con ella… o eso me decía a mí mismo. Esta chica y la mulata me hacían delirar de deseo.

El pobre Víctor, durante todo este tiempo estaba apoyado en la barra y saltaba de vez en cuando al ritmo de la música contento de ver cómo se divertían sus tres amigos americanos. Le invitamos a beber. Sus ojos brillaban de deseo ante las mujeres pero no quería irse con ninguna. Se mantuvo fiel a su mujer aunque Dean le dio un montón de billetes. En aquel loco tumulto tuve ocasión de ver cómo estaba Dean. Se hallaba tan enloquecido que no me reconoció cuando me acerqué a él.

– Sí, sí -fue todo lo que dijo. Parecía que aquello no se iba a terminar nunca. Era como un dilatado y espectral sueño árabe en el atardecer de la otra vida: Alí Baba, las callejas, las cortesanas. Fui de nuevo con la chica al cuartito. Dean y Stan se intercambiaron las suyas; desaparecimos y los espectadores tuvieron que esperar a que continuara el espectáculo. La tarde se alargaba y se hacía más fresca.

Pronto caería la noche sobre la vieja Gregoria. El mambo no dejaba un momento de descanso, era un frenesí semejante a una interminable jornada en la jungla. No podía apartar la vista de la mulata que se movía como una reina incluso cuando el siniestro propietario la obligó a hacer trabajos serviles, tales como traernos las bebidas y limpiar las mesas. De todas las chicas que había era la que más necesitaba el dinero; probablemente su madre había venido a que le diera lo que había ganado para sus hermanos y hermanas más pequeños. Los mexicanos son pobres. Sin embargo, nunca, nunca se me ocurrió acercarme a ella y darle algo de dinero. Tenía la impresión de que lo aceptaría con desprecio, y el desprecio de las que son como ella me deja acojonado. En mi locura, estuve enamorado de ella todas las horas que duró aquello; tuve los inconfundibles síntomas: la angustia, los suspiros, el dolor, y por encima de todo la resistencia a acercarme a ella. Fue extraño que tampoco Dean o Stan se acercaran; su indiscutible dignidad la hacía parecer demasiado pobre en aquella casa de putas. En un determinado momento vi que Dean se inclinaba rígido hacia ella, dispuesto a echársele encima, pero su rostro reflejó el desconcierto cuando lo miró fría e imperiosamente. Dean se quedó inmóvil, se frotó la tripa y abrió la boca. Finalmente inclinó la cabeza. Sin duda era la reina.

De pronto, Víctor nos sacudió furiosamente por los brazos y nos hizo gestos frenéticos.

– ¿Qué pasa?

Hizo de todo tratando de que le entendiéramos. Finalmente corrió a la barra y arrancó la cuenta de las manos del encargado, que lo miró enfadado, y nos la enseñó. Se elevaba a más de trescientos pesos o treinta y seis dólares americanos, lo que es un montón de dinero para cualquier casa de putas. No podíamos calmarnos, ni tampoco irnos, y aunque estábamos agotados, todavía queríamos seguir con nuestras guapísimas chicas en aquel extraño paraíso árabe que por fin habíamos encontrado al final de la dura, durísima carretera. Pero se hacía de noche y teníamos que terminar con aquello; Dean se dio cuenta y empezó a poner mala cara y a meditar y a meditar y a intentar encontrar una solución, y por fin yo lancé la idea de que debíamos de largarnos ya de una vez por todas.

– Nos esperan tantas cosas, tío, que no importará nada.

– ¡Tienes razón! -exclamó Dean con los ojos vidriosos volviéndose hacia la venezolana. Esta había perdido el sentido y estaba tumbada en un banco de madera con sus blancas piedras asomando entre la seda. El público de las ventanas disfrutaba del espectáculo; detrás de él se acentuaban unas sombras rojizas, y desde alguna parte llegó el llanto de un niño, y de pronto recordé que después de todo estaba en México y no en una fantasía pornográfica de hashish en el cielo.

Salimos tambaleándonos; habíamos olvidado a Stan; corrimos dentro y le encontramos saludando amablemente a las putas del turno de noche que acababan de llegar. Quería empezar otra vez. Cuando se emborracha se mueve pesadamente como si midiera tres metros y no hay quien lo aparte de las mujeres. Además las mujeres se pegan a él como la yedra. Insistía en quedarse y follar con algunas de aquellas nuevas, extrañas y expertas señoritas. Dean y yo lo sacamos a empujones mientras él dedicaba cordiales saludos a todos: a las chicas, a los policías, a la gente y a los niños que estaban fuera. Mandó besos en todas direcciones para responder a las ovaciones de la gente de Gregoria y anduvo orgullosamente entre los grupos tratando de hablar con todo el mundo y de comunicarles la alegría y cariño que sentía hacia todo en este agradable atardecer de la vida. Todos se reían; algunos le daban palmadas en la espalda. Dean corrió y pagó a los policías los cuatro pesos y les estrechó la mano y sonrió y se despidió con inclinaciones de cabeza. Luego saltó al coche y las chicas que habíamos conocido, incluida Venezuela que fue despertada para la despedída, se reunieron alrededor del coche apenas cubiertas por sus leves prendas y nos dijeron adiós y nos besaron y Venezuela hasta lloró… no por nosotros, eso lo sabíamos, no del todo por nosotros, pero sí en parte. Mi amor, mi mulata había desaparecido en las sombras del interior. Todo había terminado. Nos largamos y dejamos detrás alegrías y despedidas y cientos de pesos. El obsesionante mambo nos siguió todavía un largo trecho. Todo había terminado.

– ¡Adiós Gregoria! -gritó Dean mandando un beso.

Víctor estaba orgulloso de nosotros y orgulloso de sí mismo.

– Y ahora, ¿qué tal un baño? -preguntó. Sí, todos queríamos un baño maravilloso.

Y nos condujo al sitio más extraño del mundo: era una casa de baños normal y corriente parecida a las americanas, a kilómetro y medio del pueblo, junto a la carretera, llena de chicos chapoteando en una piscina y duchas en el interior de un edificio de piedra que costaban unos cuantos centavos, con jabón y toalla incluidos. Además de esto, había un triste parque infantil con columpios y un tiovivo estropeado, y a la luz rojiza del sol poniente parecía extraño y hermoso. Stan y yo cogimos las toallas y nos metimos debajo de una ducha de agua helada y salimos frescos y como nuevos. Dean no se molestó en ducharse, y lo vimos pasear por aquel triste parque con Víctor cogido del brazo y hablando animadamente y doblándose encima de él excitado para subrayar algo, y hasta golpeándose la palma con el puño. Luego volvieron a pasear cogidos del brazo. Había llegado el momento de decir adiós a Víctor, así que Dean aprovechaba la ocasión para estar a solas con él, inspeccionar aquel parque y formarse una opinión sobre las cosas como sólo él sabía hacerlo.

Ahora que teníamos que irnos Víctor estaba muy triste.

– ¿Volverán a Gregoria a visitarme?

– Claro que sí, tío -incluso le prometimos llevarle con nosotros a los Estados Unidos si quería. Víctor dijo que tendría que pensarlo.

– Tengo mujer e hijo… y no tengo dinero… ¿comprenden? -Su dulce y educada sonrisa resplandeció en el rojo crepúsculo mientras nos despedíamos con la mano desde el coche. A su espalda quedaban el triste parque y los niños.

6

Nada más salir de Gregoria la carretera empezó a descender, a ambos lados se alzaban grandes árboles y, como oscurecía, oímos el ruido de billones de insectos que hacían un sonido constante.

– ¡Vaya! -dijo Dean, y encendió los faros y no funcionaban-. ¿Qué pasa? ¡Coño! ¿Qué hostias pasa? -y golpeó enfadado el salpicadero-. Tendremos que ir a través de la selva sin luces, ¡fijaos qué horror! Sólo veré cuando venga otro coche y por aquí no hay coches. Y tampoco luces, claro. ¿Qué coño podemos hacer?

– Podemos seguir. Aunque quizá fuera mejor volver…

– ¡No! ¡Nunca! ¡Nunca! Seguiremos. Casi no puedo ver la carretera. Pero seguiremos.

Y salimos disparados por aquella oscuridad entre el chirrido de los insectos, y un olor intenso, rancio, casi a podrido, y recordamos y comprobamos que en el mapa se indicaba que inmediatamente después de Gregoria empezaba el Trópico de Cáncer.

– Estamos en un trópico nuevo -gritó Dean-, No es de extrañar este olor. ¡Oledlo!

Saqué la cabeza por la ventanilla; varios bichos me chocaron contra la cara: un agudo e intenso chirrido llegó hasta mí en el momento en que levanté la cabeza. De repente los faros funcionaban de nuevo y perforaron las sombras de adelante, iluminando la solitaria carretera que discurría entre sólidos muros de frondosos y retorcidos árboles de más de treinta metros de altura.

– ¡Qué hijoputa! -gritaba Stan en el asiento de atrás-. ¡Qué cabronazo! -Todavía estaba alto. Sí, de pronto comprendimos que seguía alto y que la selva y las dificultades carecían de importancia para él. Nos echamos a reír todos.

– ¡A tomar por el culo todo! Nos lanzaremos a través de esta maldita selva. Esta noche dormiremos en ella, ¡vamos allá! -gritaba Dean-. Stan está perfectamente. A Stan no le importa nada. Está tan alto con aquellas tías y con la tila y aquel mambo increíble que sigue sonándome en los oídos, que todo se la trae floja. Está tan alto que por una vez en su vida sabe realmente lo que está haciendo -nos quitamos las camisas y avanzamos a través de la jungla desnudos de medio cuerpo para arriba. Ningún pueblo, nada, sólo selva, kilómetros y kilómetros, siempre hacia abajo. Y cada vez hacía más calor, y los insectos sonaban más alto y la vegetación se espesaba, el olor se volvía más denso y rancio hasta que nos acostumbramos a él y terminó por gustarnos.

– Me gustaría desnudarme y revolearme por esta selva -dijo Dean-. ¡Sí, tío, coño! Y lo voy a hacer en cuanto encuentre un buen sitio.

Y de pronto, Limón apareció ante nosotros. Era un pueblo de la jungla, unas cuantas luces mortecinas, densas sombras, enormes cielos por arriba y unos cuantos hombres frente a un grupo de cabañas. Un cruce de carreteras tropical.

Nos detuvimos entre una tranquilidad inimaginable. Hacía tanto calor como dentro del horno de un panadero una noche de junio en Nueva Orleans. A lo largo de la calle había familias enteras sentadas al aire libre, charlando tranquilamente; de vez en cuando pasaban chicas, pero todas eran muy jóvenes y sólo tenían curiosidad por ver qué aspecto teníamos. Iban descalzas y sucias. Nos apoyamos en el porche de madera de una tienda destartalada con sacos de harina y pinas frescas rodeadas de moscas sobre el mostrador. Había una lámpara de petróleo y fuera unas cuantas luces mortecinas más, y el resto era oscuridad, oscuridad y oscuridad. Estábamos tan cansados que teníamos que dormir fuera como fuera y llevamos el coche por un camino de tierra hasta las afueras del pueblo. Hacía un calor tan increíble que era imposible dormir. Dean cogió una manta y se tumbó sobre la suave y caliente tierra del camino con ella debajo. Stan se estiró en el asiento delantero del Ford con las dos puertas abiertas para hacer corriente, pero no corría el más leve soplo de aire. Yo, en el asiento de atrás estaba bañado en sudor. Me bajé del coche y anduve vacilante en la oscuridad. Todo el pueblo se había ido a la cama; sólo se oía ladrar a los perros. ¿Cómo conseguiría dormir? Miles de mosquitos nos habían picado ya en el pecho y brazos y tobillos. Entonces tuve una brillante idea: salté al techo metálico del coche y me tendí allí boca arriba. Todavía no había brisa pero el acero era frío y me secó el sudor de la espalda dejando pegados a ella miles de insectos, y comprendí que la selva nos traga y nos convierte en parte de ella misma. Tumbado en el techo del coche cara al negro cielo me pareció estar encerrado en un baúl una noche de verano. Por primera vez en mi vida el ambiente no era algo que me tocara, que me acariciara, que me congelara, sino que era yo mismo. La atmósfera y yo nos convertimos en la misma cosa. Mientras dormía llovían encima de mi cara blandos chorros de microscópicos insectos que me proporcionaban una sensación agradable y sedante. No había estrellas en el cielo, totalmente invisible y pesado. Podía pasarme toda la noche allí con la cara expuesta a los cielos, y los cielos no me harían más daño que un manto de terciopelo que me envolviera. Los insectos muertos se mezclaban con mi sangre; los mosquitos vivos intercambiaban otras porciones de mi cuerpo; empezó a picarme todo y a oler yo mismo a la rancia, caliente y podrida selva; el pelo, la cara y los pies olían a selva. Para reducir el sudor me puse una camiseta manchada de insectos aplastados y volví a tumbarme. Una sombra en el camino me indicaba dónde dormía Dean. Le oía roncar. Stan también roncaba.

De cuando en cuando en el pueblo se veía un leve destello: era el vigilante nocturno que hacía su ronda con una linterna y que murmuraba levemente en la noche de la selva. Entonces vi que la luz se acercaba a donde estábamos y oí sus pasos sobre la capa de tierra y la vetegación. Se detuvo e iluminó el coche. Me senté y le miré. Con una voz trémula, casi de queja y extremadamente suave dijo:

– ¿Dormiendo? -y señaló a Dean tumbado en el camino. Entendí qué quería decir si "estaba durmiendo".

– Sí, dormiendo.

– Bueno, bueno -se dijo a sí mismo y se alejó como de mala gana y volvió a sus solitarias rondas. En América jamás han existido policías tan amables. Nada de sospechas, nada de líos, nada de molestias: era el vigilante del pueblo dormido.

Volví a mi cama de acero y me estiré con los brazos en cruz. Ni siquiera sabía si encima de mí había ramas o cielo abierto, pero no me importaba. Abrí la boca y respiré profundas bocanadas de aire de la jungla. De hecho no era aire, sino la palpable y viva emanación de árboles y pantanos. Me quedé despierto. En alguna parte los gallos empezaron a anunciar el alba. Seguía sin haber aire, tampoco había brisa ni humedad; únicamente existía la misma pesadez del Trópico de Cáncer que nos mantenía clavados a la tierra, a la que pertenecíamos. En el cielo no había ninguna señal del amanecer. De pronto oí ladrar furiosamente a los perros y después oí el débil clip-clop de los cascos de un caballo. Se iba acercando más y más. ¿Qué tipo de loco jinete de la noche podría ser? Entonces vi una aparición: un caballo salvaje, blanco como un fantasma, trotaba por el camino dirigiéndose directamente hacia Dean. Detrás los perros corrían y alborotaban. No los veía, eran sucios perros de la jungla, pero el caballo era blanco como la nieve e inmenso y casi fosforescente y fácil de ver. No sentí miedo por Dean. El caballo lo vio y pasó trotando junto a su cabeza, pasó tranquilamente junto al coche, relinchó suavemente, atravesó el pueblo acosado por los perros, se perdió en la selva por el otro lado y todo lo que seguí oyendo fueron sus cascos perdiéndose en la distancia. Los perros se calmaron y se pusieron a lamerse tranquilamente. ¿Qué era este caballo? ¿Qué mito, qué espíritu, qué fantasma? Conté lo que había pasado a Dean en cuanto se despertó. Creía que yo lo había soñado. Entonces recordó vagamente que había soñado con un caballo blanco y le dije que no había sido un sueño. Stan Shephard fue despartándose lentamente. En cuanto nos movíamos volvíamos a sudar terriblemente. La oscuridad seguía siendo total.

– Vamos a poner en marcha el coche para ver si conseguimos que haya algo de aire -grité-. Me muero de calor.

– De acuerdo.

Salimos del pueblo y continuamos por la carretera con el pelo al aire. El amanecer llegó en seguida envuelto en bruma gris y vimos densos pantanos a ambos lados con árboles cubiertos de yedra. Durante un rato avanzamos junto a las vías del tren. La extraña antena de la emisora de Ciudad Mante apareció ante nosotros como si estuviéramos en Nebraska. Encontramos una estación de servicio y llenamos el deposito mientras los últimos insectos de la noche de la jungla chocaban en masa contra las luces y caían a nuestros pies aleteando. Y había bichos con alas que medían sus buenos diez centímetros de largo, libélulas capaces de comerse a un pájaro, y miles de enormes mosquitos e innumerables insectos y arañas de todas clases. No dejaba de saltar sobre el suelo debido al miedo que me daban; por fin terminé dentro del coche con los pies cogidos con las manos contemplando asustado el suelo donde se agitaban los insectos alrededor de las ruedas.

– ¡Vamonos de una vez! -grité. A Dean y Stan no parecían molestarles en absoluto aquellos bichos; bebieron tranquilamente un par de botellas de Mission Orange mientras se los quitaban de delante a manotazos. Su camisa y pantalones, como los míos, estaban manchados de la sangre y los cuerpos de los insectos muertos. Nuestras ropas apestaban.

– ¿Sabes? Empieza a gustarme este olor -dijo Stan-. Ya no puedo olerme a mí mismo.

– Es un extraño olor, pero bueno -dijo Dean-. No me voy a cambiar de camisa hasta que lleguemos a Ciudad de México. Quiero llevármelo todo y recordarlo.

Seguímos rodando y un poco de aire alcanzó nuestros rostros abrasados y sucios.

Las montañas que teníamos delante eran verdes. Después de esta subida estaríamos de nuevo en la gran meseta y listos para lanzarnos directamente sobre Ciudad de México. Al poco tiempo nos encontramos a más de mil quinientos metros de altura entre desfiladeros cubiertos de niebla que dominaban ríos amarillos que parecían humear a más de mil metros abajo. Eran el gran río Moctezuma y sus afluentes. Los indios que veíamos en la carretera eran realmente extraños. Constituían una nación aparte, la de los indios de la montaña, separados de todo salvo de la autopista panamericana. Eran bajos, rechonchos y oscuros: tenían muy mala dentadura y llevaban enormes cargas sobre la espalda. Al otro lado de enormes quebradas cubiertas de vegetación, vimos parcelas cultivadas en bancales. Los indios subían y bajaban por estas laderas y cultivaban sus parcelas. Dean conducía a diez por hora para mirar.

– ¡Fíjate! Nunca creí que existiera algo así.

Muy arriba, en el pico más alto, tanto como muchos de los picos de las Montañas Rocosas, vimos que crecían bananas. Dean bajó del coche para señalarlas y se quedó inmóvil frotándose el vientre. Estábamos sobre una plataforma donde una choza con techo de paja quedaba como suspendida sobre el precipicio del mundo. El sol creaba doradas brumas que oscurecían el Moctezuma, ahora casi dos mil metros más abajo.

Delante de la cabaña había una niña india de unos tres años que se chupaba el dedo y nos observaba con unos enormes ojos oscuros.

– Probablemente no haya visto a nadie aparcado aquí en toda su vida -suspiró Dean-. ¡Hola, niña! ¿Cómo estás? ¿Te gustamos?- La niña miró hacia otro lado avergonzada y se echó a llorar. Seguimos hablándole y se tranquilizó; volvió a examinarnos y a chuparse el dedo-. Me gustaría poder regalarle algo… esta plataforma representa todo lo que conoce de la vida. Su padre probablemente esté bajando por la quebrada atado con una cuerda y cogiendo piñas o cortando leña en un ángulo de ochenta grados con todo el precipicio debajo. Esta niña nunca saldrá de aquí ni conocerá otra parte del mundo. Esto es una nación. ¡Vaya jefe que deben tener! Y probablemente más lejos de la carretera, encima de aquel farallón, a muchos kilómetros de aquí, sean más salvajes y extraños, seguro que sí, porque la autopista panamericana civiliza parcialmente a los que están más cerca de la carretera. -Dean señaló a la niña con una mueca de dolor-. Y no suda como nosotros, su sudor es aceitoso y siempre está ahí porque siempre hace calor, todo el año y no sabe lo que es no sudar; nació sudando y morirá sudando. -El sudor de la frente de la niña era espeso, perezoso; no corría; simplemente estaba allí y brillaba como aceite de oliva-. ¡Hay que ver lo que eso supondrá para ellos! ¡Lo diferentes que serán de nosotros en intereses y valoraciones y deseos! -Dean reanudó la marcha boquiabierto, a diez kilómetros por hora, deseando ver a todos los seres humanos que encontráramos en la carretera. Subíamos y subíamos.

A medida que íbamos subiendo el aire se hacía más fresco y en la carretera había indias que llevaban chales sobre la cabeza y los hombros. Nos llamaron desesperadamente; paramos a ver qué querían. Trataban de vendernos pequeñas cuentas de cristal de roca. Sus grandes ojos castaños miraban tan inocentemente y con tal intensidad que no sentimos el menor impulso sexual hacia ellas; además eran muy jóvenes, algunas sólo tenían once años aunque parecían tener treinta.

– ¡Fijaos qué ojos! -dijo Dean. Y eran como los ojos de la Virgen Madre cuando era pequeña. Vimos que poseían la ternura y misericordia de Jesús. Y nos miraban fijamente, sin parpadear. Frotamos nuestros nerviosos ojos azules y las miramos de nuevo. Seguían atravesándonos con un brillo tristísimo e hipnótico. Cuando les hablamos, de pronto se pusieron muy nerviosas y parecían idiotas. Sólo en el silencio eran ellas mismas.

– Han empezado a vender esos cristales sólo recientemente, pues la carretera fue construida hace unos diez años… hasta entonces toda esta gente debe haber vivido en silencio. Gingiol

Las muchachas se agitaban alrededor del coche. Una con mirada particularmente intensa agarró a Dean por el brazo. Dijo algo en indio.

– Sí, sí, guapa -respondió Dean suavente y casi con tristeza. Salió del coche y fue a la parte de atrás a rebuscar en su baúl (el mismo destrozado baúl americano de siempre), y sacó un reloj de pulsera. Se lo enseñó a la chica. El rostro de ésta se iluminó. Las demás la rodearon asombradas. Dean buscó en la mano de la niña «el más bonito, puro y pequeño cristal que había recogido en la montaña para mí». Encontró uno que no era mayor que una grosella, y le entregó el reloj. Las bocas de todas las chicas se abrieron al tiempo como las de los niños de un coro. La afortunada se metió el reloj entre los harapos que cubrían su pecho. Las muchachas acariciaron a Dean y le dieron las gracias. Este se quedó entre ellas con el rostro atormentado mirando al cielo y buscando el puerto más alto y final, y parecía el profeta que estaban esperando. Volvimos al coche. No querían que nos fuéramos. Durante un largo rato corrieron detrás de nosotros agitando la mano. Doblamos una curva y no las volvimos a ver, aunque seguían corriendo.

– Esto me parte el corazón -exclamó Dean golpeándose el pecho-. ¿Hasta dónde durará su lealtad y asombro?

¿Qué será de ellas? ¿Intentarían seguirnos hasta Ciudad de México si conducimos despacio?

– Sí -dije yo. Estaba convencido de ello.

Entramos en las alturas de la Sierra Madre Oriental y casi sentimos vértigo. Los plátanos tenían un extraño brillo dorado entre la bruma. La niebla bostezaba más allá de las paredes de piedra a lo largo del precipicio. Abajo el río Moctezuma era un fino hilo amarillo en la verde alfombra de la jungla. Pasamos por extraños pueblos de la cima del mundo y las indias nos observaban bajo el ala de los sombreros y de los rebozos. La vida era densa, oscura, antigua. Observaban con ojos de gavilán a Dean que iba serio y enloquecido al volante. Todos tendían la mano. Habían bajado desde las sombrías montañas y desde las alturas a tender las manos hacia algo que pensaban que podía ofrecerles la civilización sin imaginarse la tristeza y pobreza y decepciones de ésta. Desconocían que había una bomba capaz de destruir todos nuestros puentes y carreteras y reducirlos a polvo, y que algún día seríamos tan pobres como ellos y tenderíamos nuestras manos del mismo modo en que ellos lo hacían. Nuestro destartalado Ford, el Ford americano de los años treinta, pasaba haciendo ruido y se perdía en el polvo.

Habíamos llegado a los accesos de la última meseta. Ahora el sol brillaba dorado, el aire era intensamente azul, y el desierto con sus ocasionales ríos, un tumulto de arena, un espacio ardiente, y repentinas sombras de árboles bíblicos. Ahora Dean dormía y Stan iba conduciendo. Aparecieron pastores vestidos como en los primeros tiempos, con largos y holgados mantos; y las mujeres llevaban dorados manojos de lino. Los hombres llevaban cayados. Los pastores se sentaban y reunían bajo los grandes árboles, en el relente del desierto, mientras las ovejas pastaban al sol y levantaban nubes de polvo.

– Tío, tío -grité a Dean-. Despierta a ver los pastores, despierta y mira el dorado mundo de donde procedía Jesús. ¡Puedes verlo con tus propios ojos!

Dean levantó la cabeza del asiento, lo miró todo a la luz rojiza del sol poniente, y volvió a dormirse. Cuando despertó me describió con todo detalle lo que había visto y dijo:

– Sí, tío, me alegra que me mandaras mirar. ¡Dios mío! ¿Qué haremos? ¿Adónde iremos? -se rascó la tripa, miró al cielo con ojos irritados y rojos; casi se echa a llorar.

Se acercaba el final de nuestro viaje. Se extendían grandes praderas a ambos lados de la carretera; soplaba un viento noble a través de los inmensos árboles y sobre viejas misiones que adquirían tonos de un color rosa asalmonado con los últimos rayos del sol. Las nubes eran espesas y enormes y rosadas.

– ¡Al amanecer estaremos en Ciudad de México!

Lo habíamos conseguido; habíamos hecho un total de tres mil kilómetros desde el atardecer aquel de Denver hasta estas vastas zonas bíblicas del mundo. Ahora estábamos a punto de llegar al final de nuestra ruta.

– ¿Nos cambiaremos estas camisas manchadas por los insectos, no?

– No, entraremos con ellas puestas en la ciudad: y así entramos en Ciudad de México.

Un breve puerto de montaña nos llevó bruscamente a una altura desde la que vimos Ciudad de México extendida sobre su cráter volcánico y despidiendo humo y a la luz del atardecer. Nos lanzamos cuesta abajo por la avenida de Insurgentes, derechos hacia el corazón de la ciudad, en Reforma. Los niños jugaban al fútbol en enormes descampados y levantaban polvo. Nos abordaron algunos taxistas y nos preguntaron si queríamos chicas. No, ahora no queríamos chicas. En la llanura se extendían largas y miserables chabolas de adobe; vimos solitarias figuras en las oscuras callejas. En seguida llegaría la noche. Luego, ya estábamos en la ciudad, y de pronto pasábamos por delante de cafés abarrotados de gente y de teatros y de muchas luces. Chillaban los vendedores de periódicos. Los mecánicos estaban sentados tranquilamente con llaves inglesas y destornilladores en la mano; y descalzos. Muchos conductores indios se cruzaban por delante y nos rodeaban y tocaban la bocina y convertían el tráfico en algo frenético. El ruido era increíble. En los coches mexicanos no hay silenciadores. Se puede tocar la bocina todo lo alto que se quiera.

– ¡Vaya! -gritó Dean-. ¡Mirad! -Lanzaba el coche a través del tráfico y jugaba con todo el mundo. Conducía como un indio. Se metió en una glorieta circular de la avenida de la Reforma y dio la vuelta mientras ocho calles nos echaban coches encima por todas direcciones, izquierda, derecha, izquierda, por delante, y Dean gritaba y saltaba de alegría.

– ¡Esto sí que es tráfico! ¡Siempre había soñado con algo así! ¡Todo el mundo se mueve al mismo tiempo!

Una ambulancia pasó como una flecha. Las ambulancias americanas avanzaban sorteando el tráfico y con la sirena sonando; aquí las ambulancias van por las calles de la ciudad en línea recta a más de cien por hora y todo el mundo procura apartarse a tiempo y la ambulancia no se detiene bajo ninguna circunstancia y sigue a toda marcha. Los conductores eran indios. La gente, incluso las señoras mayores, corría detrás de autobuses que nunca se detenían. Jóvenes ejecutivos mexicanos hacían apuestas y corrían en grupo tras los autobuses y saltaban atléticamente a ellos. Los conductores iban descalzos y gesticulaban como locos. Llevaban camiseta y se arrellanaban cómodamente delante de los enormes volantes. Encima solían tener una imagen. Las luces de los autobuses eran pardas y verdosas, y se veían rostros morenos sentados en sus bancos de madera.

En el centro de la ciudad miles de tipos con sombrero de paja y chaquetas de grandes solapas, pero sin camisa, andaban tranquilamente por la calzada. Algunos vendían crucifijos y marijuana en plena calle, otros estaban arrodillados en destartaladas capillas junto a barracas de espectáculos de variedades. Algunas de las callejas eran de grava, con el alcantarillado a pleno aire y puertas por las que se entraba a diminutos bares incrustados en las paredes de adobe. Había que saltar una zanja para conseguir un trago y al fondo de la zanja estaba el antiguo lago de los aztecas. Tenías que salir del bar con la espalda pegada a la pared para llegar hasta la calle. Servían café mezclado con ron y nuez moscada. El mambo sonaba por todas partes. Cientos de putas se alineaban a lo largo de las oscuras y estrechas calles y sus tristes ojos nos seguían brillando en la noche. Andábamos como en sueños. Comimos unas ricas chuletas por cuarenta y ocho centavos en una extraña cafetería mexicana con azulejos y varias generaciones de tocadores de marimba de pie junto a una marimba enorme… también pasaban guitarristas cantando y había viejos tocando la trompeta en los rincones. Al pasar se olía el agrio hedor de las pulquerías; allí te daban un vaso de jugo de cacto por dos centavos. Nada se detenía. Las calles estaban vivas toda la noche. Los mendigos dormían envueltos en carteles de anuncios arrancados de las paredes. Había familias enteras de ellos sentadas en las aceras, tocando pequeñas flautas y charlando y riéndose durante la noche. Se veían sus pies descalzos, ardían sus velas macilentas; todo México era un campamento de gitanos. En las esquinas, unas viejas cortaban trozos de cabeza de ternera, los envolvían en tortilla y los servían con salsa picante en servilletas hechas con papel de periódico. Era la grande y definitiva ciudad de los salvajes y desinhibidos indios que sabíamos nos esperaba al final de la carretera. Dean caminaba por ella con los brazos colgando a los lados como si fuera un zombi; la boca abierta, los ojos brillantes. Realizó un sagrado paseo nocturno que duró hasta el amanecer que nos sorprendió en un campo con un chaval con sombrero de paja que se reía y bromeaba con nosotros y quería jugar a la pelota: allí las cosas jamás se terminaban.

Entonces noté que tenía fiebre y me puse a delirar y quedé inconsciente. Disentería. Salí del negro torbellino de mi mente y me di cuenta de que estaba en una cama a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, en el techo del mundo, y comprendí que había vivido una vida entera y muchas otras más dentro de la pobre envoltura atomizada de mi carne. Tuve todos los sueños. Vi a Dean apoyado en la mesa de la cocina. Habían pasado varias noches y ya se iba de Ciudad de México.

– ¿Qué estás haciendo, tío? -murmuré.

– Pobre Sal, pobre Sal que está enfermo. Stan cuidará de ti. Y ahora escúchame si es que en tu estado puedes hacerlo: he conseguido divorciarme de Camille aquí mismo y salgo esta misma noche para Nueva York a reunirme con Inez, siempre que el coche aguante.

– ¿Otra vez todo eso?

– Otra vez todo eso, amigo mío. Tengo que volver a mi vida. Me gustaría quedarme contigo. ¡Ojalá pudiera volver!

Sentí retorcijones en el vientre y gemí. Cuando volví a levantar la vista, el audaz y noble Dean estaba de pie mirándome con su destrozado baúl al lado. No sabía quién era, y él se dio cuenta; sintió pena y me estiró las mantas sobre los hombros.

– Sí, sí, sí, ahora tengo que irme. Y Sal con tanta fiebre… Adiós.

Y se fue. Doce horas después y todavía con mucha fiebre, comprendí por fin que se había ido. Entonces ya debía de estar conduciendo a través de las montañas de plátanos; ahora de noche.

Cuando estuve mejor me di cuenta de lo miserable que era, pero entonces me hice cargo de la increíble complejidad de su vida, de que había tenido que dejarme allí enfermo para entendérselas con sus mujeres y angustias.

– De acuerdo, viejo Dean, no diré nada.


  1. <a l:href="#_ftnref5">*</a> Así en el original. (N. del T.)

  2. <a l:href="#_ftnref6">*</a> Así en el original. (N. del T.)

  3. <a l:href="#_ftnref7">*</a> Todas estas palabras en cursivas aparecen así en el original. (N. del T.)