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ALGO ASÍ COMO EL AMOR…

Llanuras de Canterbury

1852-1854

1

Gerald Warden y su convoy avanzaron lentamente, aunque Cleo y los jóvenes perros pastores guiaban las ovejas con paso ligero. Gerald, sin embargo, había tenido que alquilar tres carros para transportar a Kiward Station todas sus adquisiciones en muebles y otros enseres domésticos, entre los que se contaba el inmenso ajuar de Gwyneira compuesto de muebles accesorios, plata y delicadas mantelerías y ropa de cama. En lo que a ese tema respecta, Lady Silkham no había sido avara e incluso se había servido de parte de las existencias de su propia dote. Gwyneira ya se había dado cuenta al desembarcar de cuántos objetos de valor, en el fondo inútiles, había empaquetado su madre en arcones y cestas: objetos que ni en Silkham Manor se habían utilizado en treinta años. Gwyn no se explicaba qué debía hacer con ellos ahí, en el fin del mundo, pero Gerald parecía venerar tales cachivaches y pretendía, a toda cosa, llevárselo todo a Kiward Station. Así que en esos momentos tres parejas de caballos y mulos de tiro se arrastraban por el camino embarrado tras la lluvia que conducía a las llanuras de Canterbury, lo que retrasaba notablemente el viaje. Eso no les gustaba en absoluto a los briosos caballos de carrera e Igraine avanzaba contendida toda la mañana. Pero para su sorpresa, Gwyneira no se aburría en absoluto: estaba fascinada ante la infinita extensión de tierra por la que cabalgaba, la sedosa alfombra de hierba en la que las ovejas se habrían detenido con agrado y la visión de las majestuosas montañas al fondo.

Después de que hubiera vuelto a llover en los últimos días, el cielo era tan claro ese día como tras su llegada y las montañas parecían estar de nuevo tan cerca que uno sentía la tentación de tocarlas. La tierra era ahí, cerca de Christchurch, bastante plana, pero se volvía a ojos vistas más accidentada. La pradera, sobre todo, se extendía hasta donde alcanzaba la vista, interrumpida sólo por alguna hilera de arbustos o algunos peñascos que surgían del verdor de forma tan inesperada como si un niño gigante hubiera salpicado el paisaje con ellos. De vez en cuando tenían que atravesar arroyos y ríos, que de todos modos no solían ser tan impetuosos, por lo que podían vadearse sin correr peligro. A veces debían rodear pequeñas colinas, pero eran recompensados por la visión repentina de un lago pequeño y de aguas cristalinas, donde se reflejaban el cielo o las formaciones rocosas. La mayoría de esos lagos, dijo Warden, eran de origen volcánico, pero en esos días no quedaba ningún volcán activo en las inmediaciones.

Cerca de los lagos y los ríos aparecían de modo ocasional modestas granjas en cuyos prados pastaban ovejas. Cuando los colonos descubrían a los jinetes, acostumbraban a salir de las casas y los establos con la esperanza de charlar un poco. No obstante, Gerald se detenía poco con ellos y no aceptaba ninguna de sus invitaciones para tomarse un descanso y refrescarse.

– Si empezamos así, todavía no habremos llegado a Kiward Station ni pasado mañana -dijo cuando Gwyneira le recriminó su aspereza. A ella misma le hubiera gustado echar un vistazo en una de esas bonitas casas de madera, pues suponía que su futuro hogar se asemejaría a ellas. Sin embargo, Gerald se detenía siempre y por un breve espacio de tiempo a las orillas de un río o junto a unos arbustos, de lo contrario, apremiaba para seguir avanzando. Sólo la tarde del primer día de viaje pidió alojamiento en una granja que era manifiestamente más grande y estaba mejor cuidada que las casas de los colonos que se hallaban al borde del camino.

– Los Beasley son gente acomodada. Lucas y su hijo mayor compartieron profesor particular durante un tiempo, los invitamos con frecuencia -le explicó Gerald a Gwyneira-. Beasley se embarcó largo tiempo como primer oficial. Es un navegante fabuloso. Pero no tiene mano con la cría de ovejas, en caso contrario habrían llegado más lejos. Su esposa, sin embargo, quería una granja a toda costa. Procede de la Inglaterra rural. Y Beasley se abre ahora camino con la agricultura. Un gentlemanfarmer… -Sonó en la boca de Gerald un poco despectivo. Pero luego sonrió-. Con acento en gentleman. Pero pueden permitírselo, así que ¿qué más da? Y se preocupan por hacer un poco de vida cultural y social. El año pasado incluso organizaron una cacería del zorro.

Gwyneira frunció el entrecejo.

– ¿No dijo que no había zorros?

Gerald sonrió con ironía.

– Por ello se resintió el conjunto. Pero sus hijos son unos buenos corredores. Ellos pusieron la cola.

Gwyneira se echó a reír. Ese señor Beasley parecía ser original, al menos tenía vista para los caballos. No cabía duda de que los purasangre que pastaban en el paddock frente a la casa habían sido importados de Inglaterra y también la concepción del jardín del acceso recordaba a la de los antiguos ingleses. En efecto, Beasley resultó ser un caballero rubicundo y hospitalario que a Gwyneira le evocó vagamente a su padre. También él residía en sus tierras en vez de ocuparse de destripar terrones con sus propias manos, para lo que carecía de la destreza que se adquiere a través de generaciones, así como para dirigir con eficacia desde el salón el funcionamiento de la granja. Puede que el acceso fuera elegante, pero las vallas de los recintos de los caballos habrían necesitado una mano de pintura. Gwyneira también se percató de que ya se había consumido la hierba y de que las cubas de agua estaban sucias.

Beasley pareció alegrarse sinceramente de la visita de Gerald. Descorchó de inmediato su mejor botella de whisky y se deshizo en cumplidos, alternando los dirigidos a la belleza de Gwyneira, con los dedicados a la habilidad de los perros pastores y a la lana de las ovejas Welsh Mountain. También su esposa, una elegante dama de mediana edad, dio una cariñosa bienvenida a la muchacha.

– ¡Tiene que ponerme al día de la moda en Inglaterra! Pero primero le enseñaré mi jardín. Tengo el honor de cultivar las rosas más bonitas de las llanuras. Pero no me ofenderé si usted me aventaja, milady. Seguro que se ha traído los esquejes más hermosos del jardín de su madre y los ha estado cuidando durante todo el viaje.

Gwyneira tragó saliva. A Lady Silkham ni se le había ocurrido darle a su hija esquejes de los rosales. No obstante, la joven admiraba en esos momentos, como es debido, las flores que se parecían a las de su madre y hermana como dos gotas de agua. La señora Beasley casi se desvaneció cuando Gwyn mencionó esta apreciación de paso y dejó caer el nombre de «Diana Riddleworth». Al parecer, que la comparasen con la famosa flor era para la señora Beasley la coronación de su carrera como cultivadora de rosas. La joven no quiso enturbiar su alegría. Era seguro que, por su parte, no alimentaba la ambición de aventajar a la señora Beasley en el cuidado de esas flores. De todos modos, mucho más que las rosas le interesaban las plantas autóctonas que crecían alrededor del cuidado jardín.

– Ah, ésos son los cabbage-trees -le explicó la señora Beasley bastante indiferente, cuando Gwyneira señaló una planta parecida a una palmera-. Semejan a las palmeras, pero pertenecen a las liliáceas. Crecen como la mala hierba. Cuídese de tener muchas en el jardín, hijita. Aquellas de allí también…

Señaló un arbusto florido que en realidad a Gwyneira le gustaba más que las rosas de la señora Beasley. Las flores brillantes y rojas como el fuego ofrecían un atractivo contraste con las hojas de un verde intenso y se desplegaban con magnificencia tras la lluvia.

– Un rata -dijo la señora Beasley-. Crecen silvestres por toda la isla. No hay manera de acabar con ellos. Ponga atención en que no crezcan entre las rosas. Y mi jardinero no es de gran ayuda. No entiende por qué algunas plantas se cuidan y otras se arrancan.

Resultó que todo el personal doméstico de los Beasley estaba compuesto por maoríes. Sólo habían contratado a un par de aventureros blancos, que aseguraban tener experiencia, para las ovejas. Ahí vio la muchacha, por vez primera, a un nativo de pura cepa y al principio se asustó un poco. El jardinero de la señora Beasley era bajo y macizo. Tenía el cabello oscuro y rizado y la tez de un moreno claro, aunque estropeada en el rostro por los tatuajes, o eso pensó al menos Gwyneira. Al hombre, en sí, debían de gustarle los zarcillos y púas que había permitido que le grabaran, dolorosamente, en la piel. Cuando la joven se acostumbró a su aspecto, encontró simpática su expresión. Dominaba totalmente los modales corteses, la saludó con una profunda inclinación y sostuvo el portalón del jardín al paso de las señoras. Su ropa no se diferenciaba en nada a la de los empleados blancos, pero Gwyneira supuso que así lo ordenaban los Beasley. Antes de que los blancos aparecieran, los maoríes se habrían vestido con toda certeza de otra manera.

– ¡Gracias, George! -le dijo la señora Beasley llena de benevolencia cuando él cerró el portalón tras las mujeres.

Gwyneira se asombró.

– ¿Se llama George? -preguntó desconcertada-. Había pensado que…, pero tal vez sus empleados estén bautizados y tengan nombres ingleses, ¿no es así?

La señora Beasley se encogió de hombros.

– Francamente, lo ignoro -confesó-. No vamos a misa de forma regular. Significaría un día de viaje a Christchurch. Por eso los domingos hacemos sólo una pequeña oración nosotros y el personal de la casa. Pero no tengo la menor idea de si asisten porque son cristianos o porque yo se lo exijo…

– Pero si se llama George… -insistió Gwyn.

– Ay, hijita, soy yo quien le ha puesto ese nombre. Nunca aprenderé la lengua de esta gente. Sólo sus nombres ya resultan impronunciables. Y al él no le importa, ¿verdad, George?

El hombre asintió y sonrió.

– Nombre auténtico Tonganui -dijo él, señalándose a sí mismo ya que Gwyneira seguía estando perpleja-. Significa «hijo del dios del mar».

No sonaba muy cristiano, pero a Gwyneira tampoco le pareció un nombre impronunciable. Decidió que en ningún caso cambiaría los nombres del personal a su servicio.

– ¿Dónde han aprendido los maoríes inglés, en realidad? -le preguntó Gwyneira a Gerald cuando prosiguieron su viaje al día siguiente. Los Beasley los despidieron con pesar, pero comprendieron que Gerald quisiera ver cómo andaban las cosas en Kiward Station tras el largo viaje. De Lucas no habían podido contar gran cosa, excepto durante las acostumbradas alabanzas. Durante la ausencia de Gerald no parecía que hubiera desatendido la granja. Al menos no había honrado a los Beasley con su visita.

Esa mañana, Gerald estaba de mal humor. Los dos hombres habían bebido whisky en abundancia, mientras que Gwyneira, consciente del largo viaje que les quedaba y que tenían a sus espaldas, se fue a dormir pronto. El monólogo de la señora Beasley sobre las rosas la había aburrido y ya había tomado nota en Christchurch de que Lucas era un hombre cultivado y un compositor dotado, y que, a mayor abundamiento, prestaba sin pausa atención a las últimas obras de Edward Bulwer-Lytton y similares genios de la literatura.

– Ah, los maoríes… -contestó Gerald de mala gana a su pregunta-. Nunca se sabe lo que entienden y lo que no entienden. Siempre pescan algo de sus señores y las mujeres se lo enseñan a sus hijos. Quieren ser como nosotros. Es muy útil.

– ¿No van a la escuela? -preguntó Gwyneira.

Gerald rio.

– ¿Y quién iba a dar clases a los maoríes? La mayoría de las mujeres de los colonos se alegran cuando consiguen inculcar un poco de civilización a sus propios hijos. De todos modos hay un par de misiones y la Biblia también está traducida al maorí. Si te urge enseñar a un par de diablillos negros el inglés de Oxford, no seré yo quien te ponga trabas.

En verdad, eso no le urgía a Gwyneira, pero tal vez se abriera ahí para Helen un nuevo campo laboral. Sonrió al pensar en su amiga, que todavía estaba instalada en la casa de los Baldwin en Christchurch. Howard O’Keefe aún no se había movido; pero el vicario Chester le aseguraba cada día que no había motivo de preocupación. No era nada seguro que le hubiera llegado ya la noticia de la llegada de Helen, y luego también tenía que estar disponible.

– ¿Qué significa «disponible»? -había preguntado Helen-. ¿No tiene ningún personal de servicio en la granja?

El vicario no había contado nada al respecto. Gwyn deseaba que a su amiga no la esperase ninguna sorpresa desagradable.

Gwyneira, por su parte, estuvo al principio muy contenta con su nuevo hogar. Ahora, como las montañas estaban más cerca, el paisaje se hacía más escarpado y variado, si bien seguía siendo un lugar ideal y agradable para las ovejas. Hacia mediodía, Gerald le comunicó, radiante de alegría, que acababan de cruzar la frontera de Kiward Station y que a partir de ese momento se desplazaban por un terreno de su propiedad. Para Gwyneira ese lugar era el jardín del Edén: hierba en abundancia, agua potable, buena y limpia para los animales, un par de árboles de vez en cuando e incluso un bosquecillo que daba sombra.

– Lo dicho, todavía no está todo desmontado -explicó Gerald, mientras paseaba la mirada por el paisaje-. Pero podemos dejar una porción del bosque. Es de madera noble en parte, sería una pena quemarlo. Incluso puede que llegue a tener valor. Es posible que el río permita el transporte en balsa. Pero primero dejemos los árboles. Mira, ¡ahí tenemos las primeras ovejas! Me pregunto, de todos modos, qué estará haciendo aquí el ganado. Ya hace tiempo que tendrían que haberlo llevado a la montaña…

Gerald frunció el entrecejo. Con el tiempo Gwyneira había llegado a conocerlo lo suficiente para saber que estaba tramando un terrible castigo para el culpable. En general no tenía complejos a la hora de comunicar tales reflexiones entre sus oyentes, pero ese día se contuvo. ¿Se debía a que Lucas era el responsable? ¿Evitaba hablar mal de su hijo delante de su prometida, justo antes de su primer encuentro?

Gwyneira apenas si podía controlar su impaciencia. Quería ver la casa y, sobre todo, a su futuro esposo. En los últimos kilómetros se imaginó cómo salía sonriente a su encuentro desde el edificio principal de una vistosa granja como la de los Beasley. Entretanto pasaron junto a los edificios anejos de Kiward Station. Gerald había mandado construir refugios para las ovejas y cobertizos por todo su territorio. Gwyneira lo encontraba muy prudente y ya se maravillaba por la dimensión de las instalaciones. En Gales el número de ovejas de que era propietario su padre, unas cuatrocientas, se consideraba importante. ¡Pero ahí los animales se contaban por miles!

– Y bien, Gwyneira, estoy impaciente por saber qué opinas.

Era entrada la tarde y Gerald mostraba un rostro resplandeciente cuando acercó su caballo a Igraine. La yegua acababa de sacar los cascos de los habituales caminos enlodados y los había colocado en un acceso pavimentado que partía de un pequeño lago y rodeaba una colina. Dos pasos más y se reveló la visión del edificio principal de la granja.

– ¡Ya hemos llegado, Lady Gwyneira! -dijo Gerald con orgullo-. ¡Bienvenida a Kiward Station!

Si bien ya debería de haber estado preparada, Gwyneira casi se cayó del caballo. Ante ella, a la luz del sol, en medio de una pradera infinita y con esos Alpes como telón de fondo, divisó una casa señorial inglesa. No era tan grande como Silkham Manor y tenía menos torrecillas y edificios anexos, pero era comparable a ella desde cualquier punto de vista. Kiward Station era en el fondo incluso más bonita porque había sido planificada a la perfección por un arquitecto, en vez de sufrir las modificaciones y ampliaciones habituales en la mayoría de las residencias inglesas. Como Gerald había dicho, la casa estaba construida con arenisca gris. Disponía de miradores y grandes ventanales, algunos dotados de pequeños balcones, delante se desplegaba un extenso camino de acceso con parterres que, sin embargo, todavía carecían de flores. Gwyneira decidió plantar arbustos de rata. Amenizarían la fachada y además no precisaban de grandes cuidados.

Pero por lo demás, todo se le antojaba como un sueño. Seguro que iba a despertarse y confirmar que ese inaudito blackjack nunca se había jugado. En lugar de eso su padre la habría casado con uno de esos nobles galeses gracias a la dote obtenida con la venta de ovejas y ahora tomaba posesión de una casa señorial en Cardiff.

Sólo el personal, que ahora se alineaba como en Inglaterra para dar la bienvenida a su señor ante la puerta de entrada, desentonaba en el cuadro. Si bien los sirvientes llevaban librea y las sirvientas delantales y cofia, el color de su piel era oscuro y muchos rostros estaban tatuados.

– Bienvenido, señor Gerald -saludó a su señor un hombrecillo achaparrado mientras exhibía una gran sonrisa en su rostro amplio y que constituía el «lienzo» ideal para los tatuajes típicos. Abarcó con grandes ademanes el cielo todavía azul y la tierra bañada por el sol-. ¡Y bienvenida, miss! ¡Ya ve: rangi, el cielo, brilla de alegría por su llegada y regala a la tierra, papa, una sonrisa porque camina sobre ella!

Gwyneira se sintió conmovida por ese sincero saludo. Tendió al hombrecillo la mano de forma espontánea.

– Éste es Witi, nuestro criado -le presentó Gerald-. Y éste es el jardinero, Hoturapa, y la sirvienta y la cocinera, Moana y Kiri.

– Miss…, Gwa…, ne… -Moana quería hacer una reverencia y presentar un saludo educado, pero era indudable que el nombre celta le resultaba impronunciable.

– Miss Gwyn -abrevió Gwyneira-. Llámame simplemente Miss Gwyn.

A ella no le resultó difícil memorizar el nombre de los maoríes y decidió aprender lo antes posible un par de fórmulas de cortesía en su lengua.

Así que ése era el personal de servicio. A Gwyneira le pareció bastante reducido para una casa tan grande. ¿Y dónde estaba Lucas? ¿Por qué no estaba ahí para saludarla y darle la bienvenida?

– ¿Pero dónde se ha…? -iba a plantear la joven la acuciante pregunta sobre su futuro esposo; pero Gerald se le adelantó. Y parecía tan poco entusiasmado por la ausencia de Lucas como Gwyn.

– ¿Dónde se ha metido mi hijo, Witi? Podría empezar a mover el trasero hacia aquí y conocer a su futura esposa…, oh, quería decir…, que es natural que Miss Gwyn espere con impaciencia que le presente sus respetos…

El sirviente rio.

– El señor Lucas marcharse a caballo, a controlar las cercas. El señor James decir que alguien de la casa tiene que autorizar comprar el material para corral caballos. Tal como está, los caballos no quedar dentro. El señor James muy enfadado. Por eso el señor Lucas marcharse.

– ¿En lugar de recibir a su padre y a su prometida? ¡Esto empieza bien! -vociferó Gerald.

Gwyneira, no obstante, lo encontró excusable. No habría tenido ni un minuto de tranquilidad si hubieran metido a Igraine en un cercado donde no estuviera segura. Y una cabalgada de control por los prados se ajustaba mejor al hombre de sus sueños que el leer y tocar el piano.

– Pues sí, Gwyneira, no nos queda otro remedio que armarnos de paciencia -se serenó al final Gerald-. Quizá no sea en absoluto tan negativo, en Inglaterra tampoco te habrías presentado por primera vez a tu futuro esposo en traje de montar y con el cabello descubierto.

Él mismo encontraba que Gwyneira, de nuevo con los bucles sueltos y el rostro algo enrojecido por el sol de la cabalgada, estaba encantadora, pero Lucas podría ser de otra opinión…

– Kiri te mostrará tu habitación y te ayudará a refrescarte y a peinarte. Nos reuniremos todos en una hora para tomar el té. A las cinco mi hijo ya debería de haber vuelto, no suele prolongar por más tiempo sus salidas a caballo. Así vuestro primer encuentro se realizará con toda la solemnidad que es de esperar.

Los deseos de Gwyneira eran más bien otros, pero se conformó con lo irremediable.

– ¿Puede coger alguien mis maletas? -preguntó mirando al servicio-. Oh, no, ésta es demasiado pesada para ti, Moana. Gracias, Hotaropa… ¿Hoturapa? Disculpa, pero ahora no me acuerdo. ¿Cómo se dice «gracias» en maorí, Kiri?

Helen se había instalado de mala gana con los Baldwin. Por muy detestable que le pareciera la familia, hasta la llegada de Howard no le quedaba otra alternativa. Así que se esforzó para ser amable. Se ofreció al reverendo Baldwin para poner por escrito los textos para las hojas dominicales y llevarlos luego a la imprenta. Alivió a la señora Baldwin de algunas tareas e intentó ser útil en los trabajos domésticos, de los cuales asumió las labores de costura y el control de los deberes escolares de Belinda en casa. Esto último la convirtió en un brevísimo lapso de tiempo en la persona más odiada de la casa. A la muchacha no le sentaba bien que la vigilara y se quejaba a su madre en cuanto se le presentaba la oportunidad. Con ello, Helen se percató claramente de lo flojo que debía de ser el profesorado en la recién abierta escuela de Christchurch. Pensó en ofrecerse para un puesto allí si la relación con Howard fracasaba. El vicario Chester, no obstante, seguía infundiéndole ánimos: podía pasar tiempo antes de que comunicaran a O’Keefe la noticia de su llegada.

– Bien, los Candler no irán a enviarle un mensaje a la granja. Es probable que esperen a que él vaya a comprar a Haldon y hasta que eso ocurra pueden pasar dos días. Pero cuando sepa que está usted aquí, vendrá seguro.

Eso suponía para Helen un dato más sobre el que pensar. Entretanto se había hecho a la idea de que Howard no vivía justo al lado de Christchurch. Obviamente, Haldon no era un suburbio, sino una ciudad independiente y asimismo floreciente. Helen también podía adaptarse a eso. Sin embargo, el vicario decía ahora que la granja de Howard también se hallaba en las afueras de Haldon. ¿Dónde iba pues a vivir? Le hubiera gustado hablar al respecto con Gwyn; tal vez ella podría sondear al señor Gerald con discreción. Pero Gwyn había partido el día anterior hacia Kiward Station. Helen no tenía la menor idea de cuándo volvería a ver a su amiga y de si realmente lo haría.

Al menos esa tarde tenía un bonito plan por delante. La señora Godewind había repetido su invitación y su cabriolé con el cochero Jones en el pescante esperaba a Helen puntualmente a la hora del té para recogerla. Jones la miró radiante y la ayudó con unos modales perfectos a subir en el carruaje. Incluso consiguió formular una frase elogiosa sobre su nuevo vestido de tarde de color lila. A continuación, durante el trayecto a la casa, se deshizo en alabanzas sobre Elizabeth.

– Nuestra Missus se ha convertido en otra persona, Miss Davenport, no lo creería. Cada día parece estar más joven, ríe y bromea con la muchacha. Y Elizabeth es una niña tan encantadora…, siempre se esfuerza por ayudar a mi esposa y siempre está de buen humor. ¡Y vaya si sabe leer la pequeña! Por mis barbas, que siempre que puedo intento buscarme un trabajo en la casa cuando la pequeña le está leyendo a la señora Godewind. Lo hace con una voz y una entonación tan bonitas, que se diría que forma parte de la historia.

Elizabeth tampoco había olvidado las lecciones de Helen sobre cómo servir y comportarse en la mesa. Vertió el té con habilidad y primor y repartió los pasteles; mientras tanto parecía encantada con su nuevo vestido azul y su pulcra y blanca cofia.

Se puso a llorar, no obstante, cuando oyó las noticias sobre Laurie y Marie y también pareció deducir más de la versión suavizada de la historia de Daphne y Dorothy que lo que Helen había pensado. Elizabeth era una soñadora, pero también a ella la habían recogido de las calles de Londres. Vertió amargas lágrimas por Daphne y mostró su mayor confianza en su nueva señora, a la que inmediatamente pidió ayuda.

– ¿No podemos enviar al señor Jones y recoger a Daphne? ¿Y a las mellizas? Por favor, señora Godewind, seguro que encontramos aquí trabajo para ellas. ¡Algo podrá hacerse!

La señora Godewind sacudió la cabeza.

– Por desgracia no, hija mía. Esa gente ha firmado unos contratos de trabajo con el orfanato, como yo. Las niñas no pueden marcharse simplemente de allí. Y nos meteremos en un gran problema si además les ofrecemos un empleo provisional. Lo siento, querida, pero las niñas deben arreglárselas para sobrevivir. Aunque por lo que me está contando -prosiguió la señora Godewind dirigiéndose a Helen-, no me preocupa la pequeña Daphne. Ella se abrirá camino. Pero las mellizas…, hummm, es triste. Sírvenos un poco más de té, Elizabeth. Rezaremos una oración por ellas, tal vez Dios al menos vele por estas niñas.

Pero Dios estaba barajando las cartas de Helen, mientras ella permanecía sentada en el acogedor salón de la señora Godewind y ambas disfrutaban de los pastelillos de la panadería del señor y la señora McLaren. El vicario Chester ya la estaba esperando impaciente delante de la casa de los Baldwin, cuando Jones le abrió a la joven la puerta del carruaje.

– ¿Dónde se había metido, Miss Davenport? Ya casi habían abandonado toda esperanza de poder presentarla hoy. Está usted preciosa, ¡como si lo hubiera sospechado! Y ahora venga, ¡deprisa! El señor O’Keefe aguarda en el salón.

La puerta de entrada a Kiward Station conducía primero a un espacioso vestíbulo en el que los invitados dejaban los abrigos y las damas podían arreglarse un momento el cabello. Gwyneira observó divertida un armario de espejo con la obligatoria bandeja de plata para dejar las tarjetas de visita. ¿Quién hacía en ese lugar tales visitas de cumplido? En realidad debería pensarse que no habría visitas que se presentaran sin invitación ni nadie que fuera un extraño. Y cuando en efecto un desconocido acudía por equivocación, ¿acaso Lucas y su padre no esperarían hasta que la sirvienta se lo hubiera comunicado a Witi, quien a su vez pondría en conocimiento de ello a los señores de la casa? Gwyneira pensó en las familias de los granjeros que se habían precipitado fuera de sus hogares sólo para poder ver a los extranjeros y en el franco entusiasmo de los Beasley cuando los visitaron. Ahí nadie les había pedido una tarjeta. También a los maoríes les debía de resultar desconocido el intercambio de tarjetas de presentación. Gwyneira se preguntaba cómo se lo habría explicado Gerald a Witi.

Del vestíbulo se pasaba a otro recibidor escasamente amueblado, también éste sin duda inspirado en el concepto y utilidad de las casas señoriales británicas. Ahí podían esperar los invitados en un ambiente agradable a que el señor de la casa tuviera tiempo para recibirlos. Ya había allí una chimenea y un aparador con un servicio de té decorado, las butacas y sofás adecuados estaban en el equipaje de Gerald. Quedaba bonito, pero para qué serviría era un misterio, al menos para Gwyneira.

La muchacha maorí, Kiri, la condujo luego a buen paso al salón, cuya decoración con muebles pesados y de estilo inglés antiguo ya parecía concluida. Si no hubiera habido una puerta que daba a una gran terraza casi habría parecido tétrico. En cualquier caso, no respondía a la última moda, pues los muebles y alfombras más bien se parecían a antigüedades. ¿Se trataba quizá del ajuar de la madre de Lucas? Si era así, su familia debía de haber sido acomodada. Pero de todos modos eso era reciente. Gerald debía de ser un criador de ovejas de éxito, con toda certeza había sido antes un audaz marino y no cabía duda de que era el jugador más experimentado que había salido de las estaciones balleneras. Pero para construir una casa como Kiward Station en plena naturaleza virgen se necesitaba más dinero que el que podía ganarse con la pesca de ballenas y las ovejas. Seguro que la herencia de la señora Warden también se había invertido allí.

– ¿Viene, Miss Gwyn? -preguntó con amabilidad Kiri, aunque con tono algo preocupado-. Tengo que ayudarla, pero también hacer té y servir. Moana no es buena con el té, mejor nosotras preparadas antes de que ella romper las tazas.

Gwyneira rio. Esto se lo podía perdonar del todo a Moana.

– Esta vez, yo misma serviré el té -le explicó a la sorprendida muchacha-. Es una vieja costumbre inglesa. Es una de las aptitudes inexcusables para casarse.

Kiri se la quedó mirando con el ceño fruncido.

– ¿Ustedes preparadas para el hombre cuando hacer té? Para nosotras importante la primera sangre del mes…

Gwyneira se ruborizó al momento. ¿Cómo podía hablar Kiri con tanta franqueza de algo que no podía ni mentarse? Por otra parte, Gwyneira agradecía cualquier información. Tener la menstruación era una condición previa para casarse, también eso era válido en su cultura. La joven todavía recordaba con exactitud cómo su madre había suspirado cuando le llegó el momento a Gwyneira. «Ay, hija mía, le había dicho, ahora también tú sufres esta condena. Tendremos que buscarte un esposo.»

Pero cómo se relacionaba todo eso, nadie se lo había explicado. Gwyneira reprimió el impulso de echarse a reír fuera de control cuando pensó en la cara que ponía su madre ante tales cuestiones. Una vez que Gwyn había abordado los posibles paralelismos con el celo en los perros, Lady Silkham pidió sus sales de olor y se retiró todo el día a su habitación.

Gwyneira buscó a Cleo, que, como era habitual, iba en pos de ella. Kiri pareció encontrarlo un poco extraño, pero no comentó nada al respecto.

Una amplia y ondulada escalera ascendía desde el salón hacia los aposentos de la familia. Para sorpresa de Gwyneira, sus habitaciones ya estaban totalmente amuebladas.

– Habitaciones ser para la esposa del señor Gerald -le explicó Kiri-. Pero luego ella morir. Siempre vacías. Pero ahora el señor Lucas arreglarlas para usted.

– ¿El señor Lucas ha amueblado las habitaciones para mí? -preguntó la muchacha asombrada.

Kiri asintió.

– El señor Lucas elegir muebles del almacén y… ¿cómo decir? ¿Telas para ventanas…?

– Cortinas, Kiri -la ayudó Gwyneira, que no salía de su asombro. Los muebles de la fallecida señora Warden eran de madera clara, las alfombras de color rosa viejo, beige y azul. Además, Lucas u otra persona había elegido unas estimables cortinas de color rosa viejo con cenefas beige azulado y las había drapeado delante de las ventanas y de su lecho. La ropa de cama era de un lino blanco como la nieve; y la cubierta de día de color azul daba un toque acogedor. Junto al dormitorio había un vestidor y un pequeño salón, también exquisitamente amueblado con unas butaquitas, una mesa para el té y un pequeño costurero. Sobre la repisa de la chimenea se hallaban dispuestos los habituales marquitos, candelabros y cuencos de plata. En uno de los marcos había un daguerrotipo de una mujer delgada y de cabello claro. Gwyneira tomó la imagen en la mano y la observó con atención. Gerald no había exagerado. Su fallecida esposa había sido toda una belleza.

– ¿Desvestirse ahora, Miss Gwyn? -la urgió Kiri.

Gwyneira asintió y procedió con la joven maorí a desempaquetar sus baúles. Llena de respeto ante las telas nobles, Kiri sacó a la luz los vestidos de fiesta y de tarde de Gwyneira.

– ¡Qué bonitos, Miss Gwyn! ¡Tan suaves y finos! Pero usted delgada, Miss Gwyn. ¡No bueno para tener niños!

Desde luego, Kiri no se andaba con rodeos. Gwyneira le explicó riendo que en realidad no estaba tan delgada, sino que lo parecía gracias a su corsé. Para llevar el vestido de seda que había elegido, el corsé todavía debía ceñirse más. Kiri se esforzó de buena fe cuando Gwyneira le enseñó cómo manejarlo, pero era evidente que temía hacer daño a su nueva señora.

– No pasa nada, Kiri, estoy acostumbrada -gimió Gwyn-. Mi madre solía decir que para presumir hay que sufrir.

Kiri pareció comprender al principio. Con una sonrisa turbada se llevó la mano a su rostro tatuado.

– ¡Ah, bueno! Es como moku, ¿sí? ¡Pero cada día!

Gwyneira asintió. En principio era cierto. Su cintura de avispa era tan poco natural y dolorosa como los adornos permanentes que Kiri lucía en el rostro. De todos modos, ahí en Nueva Zelanda, Gwyn pensó que relajaría bastante las costumbres. Una de las chicas debería aprender a ensanchar los vestidos, luego no necesitaría mortificarse de ese modo ciñéndoselos. Y cuando estuviera embarazada…

Kiri la ayudó con destreza a ponerse el traje de seda azul, pero peinarla le costó más. Desenredar los rizos de Gwyneira y recogerlos bien era una tarea muy difícil. Era evidente que Kiri todavía no lo había hecho nunca. Al final, Gwyn colaboró de forma activa, y si bien el resultado no correspondía según las normas estrictas al arte del peinado y Helen sin duda habría estado horrorizada, Gwyn se encontró atractiva de verdad. Habían conseguido recoger gran parte de su magnífica melena color rojo dorado; pero el par de rizos que a pesar de ello iban a su aire y revoloteaban alrededor de su cara conferían a sus rasgos más delicadeza y juventud. La tez de la muchacha brillaba tras la cabalgada al sol, sus ojos centellaban de expectación.

– ¿Ha llegado ya el señor Lucas? -preguntó a Kiri.

La chica se encogió de hombros. ¿Cómo iba a saberlo ella? A fin de cuentas había pasado todo el tiempo con Gwyneira.

– ¿Cómo es el señor Lucas, Kiri? -Gwyn sabía que su madre la habría reprendido con dureza por hacer tal pregunta: no se forzaba al personal a que cotilleara acerca de sus señores. Pero Gwyneira no podía dominarse.

Kiri se encogió de hombros y puso los ojos en blanco al mismo tiempo, lo que resultó divertido.

– ¿El señor Lucas? No sé. Es pakeha. Para mí todos iguales. -Era evidente que la joven maorí nunca se había planteado cuáles eran los atributos especiales de la persona que le daba trabajo. Pero luego, cuando vio la expresión de decepción de Gwyneira volvió a reflexionar-. El señor Lucas… es amable. Nunca gritar, nunca enfadarse. Amable. Sólo un poco delgado.

2

Helen no sabía cómo había ocurrido, pero ahora no podía demorar el encuentro con Howard O’Keefe de ninguna de las maneras. Nerviosa, se arregló el vestido y se repasó el peinado. ¿Debía quitarse el sombrerito o dejárselo puesto? Al menos había un espejo en el recibidor de la señora Baldwin y Helen le lanzó una mirada insegura antes de examinar al hombre que se sentaba en el sofá. En ese momento estaba de todos modos de espaldas, ya que el tresillo de la señora Baldwin miraba hacia la chimenea. Así que Helen al menos tuvo tiempo de echar un breve y disimulado vistazo a su figura antes de hacer acto de presencia. Howard O’Keefe parecía corpulento y tenso. A ojos vistas cohibido, mantenía en equilibrio en sus manos grandes y callosas una tacita delicada del servicio de té de la señora Baldwin.

Helen ya se disponía a carraspear para advertir a la esposa del párroco y al visitante. Pero entonces vio a la señora Baldwin. La esposa del pastor reía inexpresiva como siempre, pero se comportaba con cordialidad.

– ¡Oh, ya está aquí, señor O’Keefe! Ya ve, sabía que no estaría mucho tiempo fuera. Entre, Miss Davenport. Quiero presentarle a alguien. -La voz de la señora Baldwin adquirió un tono casi risueño.

Helen se acercó. El hombre se levantó del sofá con tal brusquedad que casi tiró de la mesa el servicio de té.

– ¿Miss…, hummm, Helen?

Helen tuvo que alzar la vista hacia su futuro esposo. Howard O’Keefe era alto y corpulento, no era un hombre gordo, pero sí de complexión robusta. También el corte de su rostro era más bien rudo, pero no carente de afabilidad. La tez morena y acartonada expresaba largos años de trabajo al aire libre. Estaba surcada por profundas arrugas que marcaban un rostro cargado de expresividad, si bien en esos momentos dibujaban en sus rasgos una expresión de asombro e incluso de admiración. En sus ojos de un azul acerado se leía aprobación: Helen parecía gustarle. A ella, a su vez, le llamó la atención sobre todo su cabello. Era oscuro, abundante y estaba pulcramente cortado. Seguramente había hecho una visita al barbero antes del primer encuentro con su futura esposa. No obstante, ya clareaba por las sienes. Era evidente que Howard era mayor de lo que Helen había imaginado.

– Señor…, señor O’Keefe… -dijo con un tono apagado, y acto seguido se habría dado un cachete por ello. Él la había llamado «Miss Helen» y ella podría haber respondido ya con un «señor Howard».

– Yo…, hum, bueno, ¡ya está usted aquí! -exclamó Howard algo brusco-. Esto…, hum, ¡ha sido una sorpresa!

Helen se preguntó si se trataba de una crítica. Se sonrojó.

– Sí. Las…, hum, circunstancias. Pero yo…, me alegro de conocerle.

Tendió la mano a Howard. Él la estrechó con firmeza.

– Yo también me alegro. Siento haberla hecho esperar.

¡Ah, a eso se refería! Helen sonrió aliviada.

– No importa, señor Howard. Me han dicho que podía tardar algo de tiempo hasta que recibiera la noticia de que había llegado. Pero ahora ya está usted aquí.

– Ahora estoy aquí.

Howard también sonrió, suavizando con ello y haciendo más atractivo su rostro. Por el refinado estilo de sus cartas, Helen había contado, no obstante, con una conversación más ingeniosa. Pero bueno, tal vez era tímido. Helen tomó las riendas de la conversación.

– ¿De dónde viene exactamente, señor Howard? Había pensado que Haldon estaba más cerca de Christchurch. Pero se trata en efecto de una ciudad en sí. ¿Su granja se encuentra algo alejada…?

– Haldon está junto al lago Benmore -explicó Howard, como si eso le dijera algo a Helen-. No sé si todavía puede llamarse ciudad. Pero hay un par de tiendas. Puede comprar allí las cosas más importantes. Lo necesario, vaya.

– ¿Y cuánto se tarda en llegar? -quiso saber Helen, sintiéndose como una tonta. Ahí estaba ella con el hombre con quien posiblemente iba a casarse, y conversaba sobre distancias y tiendas de pueblo.

– Dos días justo con el coche de caballos -respondió Howard tras una breve reflexión. Helen hubiera preferido un dato en kilómetros, pero no quiso insistir. En lugar de eso se quedó callada, por lo que siguió una molesta pausa. Entonces Howard carraspeó.

– Y… ¿ha tenido usted un buen viaje?

Helen suspiró aliviada. Por fin una pregunta que le permitía contar algo. Describió la travesía con las niñas.

Howard asintió.

– Hum. Un viaje largo…

Helen deseaba que también él contara algo de su propia partida, pero él permaneció callado.

Por fortuna, el vicario Chester se unió en ese momento a su compañía. Mientras saludaba a Howard, Helen tuvo tiempo de recuperar el control y de examinar un poco más de cerca a su futuro esposo. La ropa del granjero era sencilla. Llevaba unos pantalones de montar de piel que seguramente le habían acompañado en muchas cabalgadas y una chaqueta encerada sobre una camisa blanca. La hebilla del cinturón, espléndidamente adornada y de latón, era el único objeto de valor de su vestuario, llevaba además una cadenita de plata en torno al cuello de la cual pendía una piedra verde. Su actitud había sido tensa y vacilante, pero al relajarse ahora, ganaba en firmeza y seguridad en sí mismo. Sus movimientos adquirían soltura, casi eran gráciles.

– ¡Pero explíquele a Miss Helen algo de su granja! -lo animó el vicario-. De los animales, por ejemplo, de la casa…

O’Keefe se encogió de hombros.

– Es una casa bonita, miss. Muy sólida, yo mismo la he construido. En cuanto a los animales…, bueno, tenemos un mulo, un caballo, una vaca y un par de perros. Y, naturalmente, ovejas. ¡Unas mil!

– Pero son…, son muchas -observó Helen, y deseó ardientemente haber escuchado con mayor atención las inagotables historias de Gwyneira sobre la cría de ovejas. ¿Cuántas ovejas había dicho que tenía el señor Gerald?

– No son muchas, miss, pero serán más. Y hay tierra suficiente, ya llegará. Cómo…, hum, ¿cómo lo hacemos entonces?

Helen frunció el ceño.

– ¿Cómo hacemos el qué, señor Howard? -preguntó Helen, arreglándose un mechón del cabello que se había desprendido de su sobrio peinado.

– Bueno… -Howard jugueteó cohibido con su segunda taza de té-. Lo de la boda…

Con el permiso de Gwyneira, al final Kiri se retiró en dirección a la cocina para correr en ayuda de Moana. Gwyn empleó los últimos minutos que le quedaban antes de la hora del té para inspeccionar a fondo sus aposentos. Todo estaba impecablemente colocado, hasta los artículos de aseo reunidos con primor en el vestidor. Gwyneira admiró los peines de marfil y los cepillos a juego. El jabón olía a rosa y tomillo, con certeza no era un producto de origen maorí; el jabón quizá procediera de Christchurch o fuera importado de Inglaterra. También emanaba un agradable perfume de un cuenco de pétalos secos, colocado en su salón. No cabía duda, ni siquiera un ama de casa perfecta del tipo de su madre o su hermana Diana habría podido arreglar de forma tan acogedora una habitación como… ¿Lucas Warden? ¡Gwyneira no lograba creerse que un hombre fuera el responsable de tal maravilla!

Entretanto, ya no podía contener su impaciencia. Se dijo que no tenía que esperar hasta la hora del té, tal vez ya hacía tiempo que Lucas y Gerald estaban en el salón. Gwyneira se encaminó por los pasillos cubiertos de valiosas alfombras hacia la escalera y oyó voces irritadas que resonaban por la casa procedentes de las salas de estar.

– ¿Puedes explicarme por qué justo hoy tenías que ir a controlar esos cercados? -bramaba Gerald-. ¿No podía esperar a mañana? ¡La muchacha pensará que no te interesa nada!

– Disculpa, padre. -La voz tenía un tono sereno y cultivado-. Pero el señor McKenzie insistía. Y era urgente. Los caballos ya se han escapado tres veces…

– ¿Que los caballos qué? -vociferó Gerald-. ¿Que se han escapado tres veces? ¿Significa que he pagado a tres hombres durante tres días sólo para que vuelvan a atrapar a esos jamelgos? ¿Por qué no has intervenido antes? Seguro que McKenzie quería repararlos de inmediato. Y hablando de corrales… ¿Por qué no estaba Lyttelton preparado para las ovejas? Si no hubiera sido por tu futura esposa y sus perros tendría que haber pasado la noche vigilando yo mismo los animales.

– Tenía mucho que hacer, padre. Debía acabar el retrato de madre para el salón. Y tenía que ocuparme también de las habitaciones de Lady Gwyneira.

– Lucas, ¡cuándo aprenderás de una vez que las pinturas al óleo no se escapan, a diferencia de los caballos! Respecto a los aposentos de Gwyneira… ¿has arreglado tú mismo la habitación? -Gerald parecía tan poco capaz de entenderlo como la misma Gwyneira.

– ¿Y quién si no? ¿Una de las chicas maoríes? Se hubiera encontrado con unas esteras de palma y un fogón abierto. -Ahora también Lucas parecía un poco enojado. De todos modos, sólo cuanto puede permitirse dejarse ir un gentleman en sociedad.

Gerald suspiró.

– Está bien, esperemos que sepa apreciarlo. Y ahora no nos peleemos, bajará en cualquier momento…

Gwyneira consideró que le estaba dando la entrada. Bajó la escalera con paso reposado, la espalda reta y la cabeza erguida. Había practicado durante días tal aparición para su puesta de largo. Ahora por fin servía para algo.

Como era de esperar, en el salón los hombres se quedaron en silencio. Del fondo de las escaleras oscuras emergió la delicada silueta de Gwyneira envuelta en una seda azul claro como si estuviera plasmada en un óleo. Su rostro irradiaba luminosidad, las mechas de cabello que revoloteaban alrededor parecían, a la luz de las velas, hebras de oro y cobre. La boca de la muchacha esbozó una tímida sonrisa. Había entrecerrado levemente los ojos, lo que no le impidió indagar entre las largas pestañas rojas. Sólo tenía que echar un vistazo a Lucas antes de la debida presentación.

Lo que vio le hizo difícil mantener su solemne actitud. Casi se hubiera abandonado a contemplar arrebatada, con los ojos y la boca abiertos, ese perfecto ejemplar del género masculino.

Gerald no había exagerado al describir a Lucas. Su hijo encarnaba la esencia de un gentleman, dotado, además, con todos los atributos de la belleza viril. El joven era alto, superaba a ojos vistas en estatura a su padre, y era delgado, pero musculoso. No era larguirucho como el joven Barrington ni compartía la endeble finura del vicario Chester. No cabía duda de que Lucas practicaba deporte, si bien no tanto como para tener el cuerpo musculoso de un atleta. Su rostro delgado era inteligente, pero sobre todo armonioso y noble. A Gwyneira le trajo el recuerdo de las estatuas de los dioses griegos que flanqueaban el camino al jardín de rosas de Diana. Los labios de Lucas estaban recortados con delicadeza, ni muy anchos y sensuales, ni tampoco delgados y resecos. Los ojos eran claros y de un gris tan intenso como nunca había visto Gwyneira. Por lo general, los ojos grises tendían al azul, pero los de Lucas parecían ser la mezcla sólo del negro y el blanco. Tenía el cabello rubio, algo ondulado, y lo llevaba corto, como estaba de moda en los salones londinenses. Iba vestido según la convención y había elegido para ese encuentro un terno de color gris y de paño de primera calidad. Calzaba asimismo unos lustrosos zapatos cerrados de color negro.

Cuando Gwyneira se acercó, él le sonrió, confiriendo a su rostro un atractivo aun mayor. Los ojos, empero, permanecieron inexpresivos.

Al final se inclinó y tomó con los dedos largos y delgados la mano de Gwyneira para insinuar un perfecto besamanos.

– Milady… Estoy encantado.

Howard O’Keefe miraba extrañado a Helen. Era claro que no entendía por qué su pregunta la había sorprendido.

– ¿Cómo…, con la boda? -consiguió balbucear ella-. Yo…, yo pensaba… -Helen apresó unas mechas de su cabello.

– Pensé que había venido para casarse conmigo -respondió Howard, casi un poco enojado-. ¿No nos hemos entendido?

Helen sacudió la cabeza.

– No, claro que no. Pero así tan de repente. Nosotros…, nosotros no sabemos nada el uno del otro. Nor…, normalmente sucede que el hombre primero le hace la…, la corte a su futura esposa y luego…

– Miss Helen, de aquí a mi granja hay dos días a caballo -dijo Howard con determinación-. No esperará realmente que realice este viaje varias veces sólo para llevarle flores. En lo que a mí respecta, necesito una mujer. La he visto a usted y me gusta…

– Gracias -susurró Helen ruborizándose.

Howard no reaccionó en absoluto.

– Por mi parte está todo claro. La señora Baldwin me ha dicho que es usted muy maternal y hogareña, y eso me gusta. No necesito saber más. Si usted tiene que preguntarme algo, hágalo, por favor, le responderé gustosamente. Pero luego deberíamos hablar de…, hum…, formalidades. El reverendo Baldwin nos casaría, ¿no? -dirigió esta pregunta al vicario Chester, que asintió solícito.

Helen pensó angustiada en qué preguntas hacer. ¿Qué debía saberse de un hombre con quien iba a contraerse matrimonio? Así que empezó por la familia.

– ¿Procede usted de Irlanda, señor Howard?

O’Keefe asintió.

– Sí, Miss Helen. De Connemara.

– ¿Y su familia…?

– Richard y Bridie O’Keefe, mis padres, y cinco hermanas…, o más, me marché pronto de casa.

– ¿Por qué…, el lugar no permitía alimentar a tantos niños? -preguntó Helen con cautela.

– Se podría decir así. En cualquier caso, a mí no me consultaron.

– ¡Oh, lo siento, señor Howard! -Helen reprimió el impulso de poner la mano sobre el brazo del hombre para consolarlo. Naturalmente, ése era el «difícil destino» al que se había referido en sus cartas-. ¿Y se vino enseguida a Nueva Zelanda?

– No, yo he…, hum, dado muchas vueltas.

– Puedo imaginármelo -respondió Helen, aunque no tenía ni la menor idea de por dónde vagaría un joven repudiado por su familia y todavía sin haber alcanzado la madurez-. ¿Y durante todo ese tiempo…, durante todo ese tiempo nunca pensó en casarse? -Helen se ruborizó.

O’Keefe se encogió de hombros.

– Por donde yo me he movido, no había muchas mujeres, miss. Estaciones de pesca de ballenas, cazadores de foca. Una vez, sin embargo… -Su rostro adquirió una expresión más suave.

– ¿Sí, señor Howard? Disculpe si resulto inquisitiva, pero yo… -Helen anhelaba despertar un sentimiento en su interlocutor que quizá le hiciera un poco más fácil valorar a Howard O’Keefe.

El granjero sonrió con franqueza.

– De acuerdo, Miss Helen. Quiere conocerme. Pero, no hay mucho que explicar. Ella se casó con otro…, lo que quizá sea la razón de que quiera arreglar deprisa este asunto ahora. Me refiero a nuestro asunto…

Helen se tranquilizó. Así que no era falta de corazón, sino únicamente un miedo comprensible a que ella pudiera abandonarlo como hizo la primera muchacha que entonces amó. De todos modos, no acababa de entender cómo ese hombre parco en palabras y de aspecto tosco podía escribir cartas tan maravillosas, pero ahora creía comprenderlo mejor. Howard O’Keefe era como un lago de aguas agitadas bajo una superficie serena.

Sin embargo, ¿quería ahora precipitarse a ciegas? Helen examinaba febrilmente las alternativas. No podía seguir viviendo por más tiempo con los Baldwin, no entenderían por qué le daba largas a Howard. Y el mismo Howard consideraría el retraso como un rechazo y tal vez se echaría para atrás. ¿Y entonces? ¿Una colocación en la escuela local, que en absoluto era segura? ¿Enseñar a niñas como Belinda Baldwin y convertirse así paso a paso en una solterona? No podía arriesgarse. Howard tal vez no fuera lo que ella se había imaginado, pero era un hombre franco y honrado, le ofrecía una casa y un hogar, deseaba formar una familia y trabajaba duro para sacar adelante la granja. No podía pedir más.

– Bien, señor Howard. Pero al menos debe darme uno o dos días para prepararme. Una boda así…

– Por supuesto que organizaremos una pequeña ceremonia -intervino la señora Baldwin melosa-. Seguro que quiere que asistan Elizabeth y las otras niñas que se han quedado en Christchurch. Su amiga Miss Silkham ya se ha marchado…

Howard frunció el ceño.

– ¿Silkham? ¿Esa aristócrata? ¿Esa Gwenevere Silkham que iba a casarse con el hijo del viejo Warden?

– Gwyneira -le corrigió Helen-. Exactamente ella. Nos hemos hecho amigas durante el viaje.

O’Keefe se volvió hacia la joven y el rostro amable que había mostrado hasta entonces se contrajo de cólera.

– Que quede totalmente claro, Helen, ¡a mi casa no invitas a un Warden! ¡No, mientras yo viva! ¡Mantente lejos de esa chusma! El viejo es un timador y el joven un blando. Y la chica no debe de ser mejor, o no se dejaría comprar. Toda esa gentuza debería ser eliminada. Así que no te atrevas a traerla a mi granja. Puede que yo no tenga el dinero del viejo, pero mi escopeta dispara igual de fuerte.

Después de dos horas de conversación, Gwyneira se sentía más agotada que si hubiera pasado ese tiempo a lomos de un caballo o en un criadero donde adiestrar perros. Lucas Warden abordaba todos los temas en los que la habían introducido en el salón de su madre, pero las pretensiones del joven eran con toda claridad más elevadas que las de Lady Silkham.

La velada había empezado bien. Gwyneira había conseguido servir el té a la perfección, pese a que todavía le temblaban las manos. La primera visión de Lucas la había superado sin más. Al final, sin embargo, el joven gentleman no le brindó más oportunidades de que se emocionara. No daba muestras de ansiar contemplarla, de rozar sus dedos como por azar, mientras ambos por pura casualidad asieron a la vez el azucarero, o de mirarla a los ojos aunque fuera por un segundo de más. En lugar de ello, durante la conversación la mirada de Lucas se mantuvo obstinadamente prendida en el lóbulo de la oreja izquierda de la joven y sus ojos sólo destellaban eventualmente cuando planteaba alguna pregunta que le apremiara en especial.

– He oído que toca usted el piano, Lady Gwyneira. ¿En qué pieza ha estado usted trabajando últimamente?

– Oh, mi conocimiento del piano es muy incompleto. Sólo toco para entretenerme, señor Lucas. Yo…, yo me temo que estoy muy poco dotada… -Una mirada desconcertada de arriba abajo y un ligero fruncimiento del ceño. La mayoría de hombres hubiera dado por concluido el tema con un cumplido. No así Lucas.

– No puedo imaginármelo. No si le produce placer. Todo lo que hacemos con alegría acaba saliéndonos bien, estoy convencido. Conoce el «Pequeño cuaderno de notas» de Bach? Minuetos y danzas, sería el adecuado para usted. -Lucas sonrió.

Gwyneira intentó recordar quién había compuesto los Estudios con que tanto la había torturado Madame Fabian. Al menos le sonaba el nombre de Bach. ¿No había compuesto música religiosa?

– ¿Al verme piensa en cantos corales? -preguntó con picardía. Tal vez la conversación podía descender a un nivel de intercambio relajado de cumplidos y bromas. A Gwyneira le habría resultado más conveniente que hablar de arte y cultura. Lucas, de todos modos, no mordió el anzuelo.

– ¿Por qué no, milady? Los cantos corales se inspiran en la celebración de los coros de ángeles en alabanza de Dios. ¿Quién no iba a loar a Dios por una criatura tan hermosa como usted? En cuanto a Bach, me fascina la claridad casi matemática de la composición unida a una fe profunda y sin vacilaciones. Naturalmente, la música sólo alcanza relieve en un marco adecuado. ¡Lo que yo daría por escuchar un concierto de órgano en una de las grandes catedrales de Europa! Es…

– Iluminador -observó Gwyneira.

Lucas asintió alborozado.

Después de la música se entusiasmó con la literatura contemporánea, sobre todo las obras de Bulwer-Lytton, («edificantes» comentó Gwyneira), para pasar luego a su tema favorito: la pintura. Le entusiasmaban tanto los motivos mitológicos de los artistas renacentistas («sublimes», comentó Gwyn) como también los juegos de luz y sombra de las obras de Velázquez y Goya. «Refrescantes» improvisó Gwyneira, que no había oído hablar de ello.

Pasadas dos horas, Lucas parecía estar encantado con ella, Gerald luchaba a ojos vistas con el cansancio y lo único que quería Gwyneira era salir de allí. Al final, se tocó levemente las sienes y miró a los hombres.

– Me temo que tras la larga cabalgada y el calor de la chimenea me duele de cabeza. Debería respirar un poco de aire fresco.

Cuando hizo el gesto de levantarse, Lucas también se puso en pie de un brinco.

– Claro que deseará usted descansar antes de la cena. ¡Es culpa mía! Hemos prolongado demasiado la hora del té con esta emocionante conversación.

– En realidad prefiero dar un pequeño paseo -dijo Gwyneira-. No demasiado lejos, sólo hasta los establos para ver a mi caballo.

Cleo ya correteaba entusiasmada a su alrededor. También la perrita se había aburrido. Su ladrido complacido reanimó a Gerald.

– Deberías acompañarla, Lucas -indicó a su hijo-. Enseña los establos a Miss Gwyn y vigila que los pastores no hagan comentarios lascivos.

Lucas lo miró indignado.

– Por favor, tales expresiones en presencia de una lady…

Gwyneira se esforzó por ponerse roja, pero en el fondo buscaba una excusa para rechazar la compañía de Lucas.

Éste, a su vez, también formuló sus reservas.

– No sé, padre, si una salida así no supera los límites de la decencia -intervino-. No puedo quedarme a solas con Lady Gwyneira en las caballerizas… -Gerald resopló.

– Es probable que en las caballerizas reine ahora tanto movimiento como en un bar. Con este tiempo, los cuidadores del ganado se quedan al calor y juegan a cartas. -Avanzada la tarde había empezado a llover.

– Justo por esta razón, padre. Mañana los mozos se desvivirían por contar que el señor se ha refugiado en los establos para realizar actos indecorosos. -Lucas parecía avergonzarse sólo ante la idea de ser objeto de tales habladurías.

– ¡Oh, ya me las arreglaré yo sola! -dijo enseguida Gwyneira. No temía a los trabajadores, a fin de cuentas también se había ganado el respeto de los pastores de su padre. Y el tosco lenguaje de los ovejeros le resultaría mucho más agradable ahora que proseguir la edificante conversación de un gentleman. Era posible que, camino del establo, la sometiera a un examen de arquitectura-. Ya encontraré los establos.

En realidad se habría puesto un abrigo, pero prefería despedirse de inmediato, antes de que a Gerald se le ocurriera alguna otra excusa.

– Ha sido sumamente con…, confortante charlar con usted, señor Lucas -se despidió sonriendo a su futuro esposo-. ¿Nos veremos en la cena?

Lucas asintió y se levantó para hacer una nueva inclinación.

– Qué duda cabe, milady. En un hora larga se servirá en el comedor.

Gwyneira corrió a través de la lluvia. No quería ni pensar lo que el agua haría con su vestido de seda. Y, sin embargo, poco antes hacía un tiempo muy bonito. Bueno, sin lluvia, la hierba no crecía. El clima húmedo de su nuevo hogar era ideal para la cría de ovejas y ella ya estaba acostumbrada a él en Gales. Sólo que allí no habría salido a caminar por el barro con un vestido elegante; en Gales había caminos adoquinados que conducían a las dependencias. Sin embargo, en Kiward Station todavía no era así: sólo el acceso estaba pavimentado. Si Gwyneira hubiera tenido que decidir habría mandado pavimentar primero el espacio que había frente a los establos en lugar del camino de acceso, magnífico aunque pocas veces utilizado, hacia la entrada principal. Pero Gerald tenía otras prioridades y Lucas también con toda seguridad. Tal vez él también cultivara un jardín de rosas…

Gwyneira se alegró de que saliera una luz clara de los establos. No había sabido al final dónde encontrar un farol para el establo. De los cobertizos y caballerizas también salían voces. Era evidente que en efecto los ovejeros se hallaban ahí reunidos.

– ¡Blackjack, James! -gritó justo entonces alguien con una risa-. ¡A bajarse los pantalones, amigo! Hoy me voy a quedar con tu paga.

«Mientras no jueguen a otra cosa», pensó Gwyneira; tomó aire y abrió la puerta del establo. El pasillo que se extendía delante de ella conducía a la izquierda a las caballerizas y se ensanchaba a la derecha en una cochera en la que los hombres estaban sentados alrededor de un fuego. Gwyneira contó cinco, todos muchachos rudos que no parecían haberse lavado todavía. Algunos llevaban barba o al menos no se habían molestado en afeitarse en los últimos tres días. Junto a un hombre alto y delgado, con el rostro muy moreno, algo anguloso pero surcado de arrugas de expresión, se habían acurrucado tres jóvenes perros pastores.

Otro hombre le tendía una botella de whisky.

– ¡Salud!

Así que ése era James, el que acababa de perder la partida.

Un gigante rubio que estaba barajando las cartas alzó la vista por casualidad y distinguió a Gwyneira.

– Eh, chicos, ¿hay fantasmas? Por lo general sólo veo señoritas tan guapas después de la segunda botella de whisky.

Los hombres rieron.

– ¡Cuánto esplendor en nuestro modesto hogar! -dijo el hombre que acababa de repartir la botella con una voz ya no demasiado firme-. Un… ¡un ángel!

De nuevo se echaron a reír.

Gwyneira no sabía qué responder.

– Callaos, ¡la estáis asustando! -tomó la palabra el hombre de más edad. Era evidente que todavía estaba sobrio. Rellenaba la pipa-. No es ni un ángel ni un fantasma, sino simplemente la joven lady. La que ha traído el señor Gerald para que el señor Lucas… ¡ya sabéis!

Risas sofocadas.

Gwyneira decidió tomar la iniciativa.

– Gwyneira Silkham -se presentó. También hubiera tendido la mano a los hombres, pero por el momento ninguno de ellos hizo el gesto de levantarse-. Quería ver a mi caballo.

Entretanto, Cleo había ido a husmear por el establo, saludó a los pequeños perros pastores y corrió meneando la cola de un hombre a otro, pero se detuvo junto a James, que la acarició con destreza.

– ¿Y cómo se llama esta damita? ¡Magnífico animal! Ya he oído habar de ella, así como de las maravillas de su propietaria guiando las ovejas. Permítame, James McKenzie.

– El hombre tendió la mano a Gwyneira. La miró fijamente con sus ojos castaños. El cabello también era castaño, abundante y algo revuelto, como si se lo hubiera estado tocando de nervios durante la partida.

– ¡Eh, James! No te lances -bromeó uno de los otros-. ¡Es propiedad del jefe, ya lo has oído!

McKenzie puso los ojos en blanco.

– No haga caso de estos canallas, no tienen cultura. Pero aun así están bautizados: Andy McAran, Dave O’Toole, Hardy Kennon y Poker Livingston. El último tiene mucho éxito en el blackjack…

Poker era el rubio, Dave el hombre con la botella y Andy el gigante de cabello oscuro y más edad. Hardy parecía ser el más joven y ese día ya había bebido demasiado whisky para dar ningún tipo de signos de vida.

– Siento que todos estemos un poco alegres -dijo McKenzie con franqueza-. Pero cuando el señor Gerald nos hace llegar una botella para festejar el feliz regreso…

Gwyneira sonrió con benevolencia.

– Está bien. Pero pongan cuidado en apagar bien el fuego después. No vaya a ser que me prendan fuego a los establos.

Mientras tanto, Cleo saltó hacia McKenzie, que enseguida siguió rascándola con dulzura. Gwyn recordó que McKenzie había preguntado el nombre de la perra.

– Ésta es Silkham Cleopatra. Y los pequeños Silkham Daisy, Silkham Dorit, Silkham Dina, Daffy, Daimon y Dancer.

– Vaya ¡todos nobles! -se asustó Poker-. ¿Tenemos que hacer una reverencia siempre que los veamos? -Amistosamente, pero con firmeza, separó a Dancer, que justo quería mordisquear sus cartas.

– Ya tendría que haberlo hecho al recibir a mi caballo -replicó impasible Gwyneira-. Tiene un árbol genealógico más largo que el de todos nosotros.

James McKenzie rio y sus ojos centellaron.

– ¿Pero no siempre debo llamar por su nombre completo a los animales, no?

También la picardía brilló entonces en los ojos de Gwyneira.

– Con Igraine debe averiguarlo usted mismo -respondió-. Pero la perra no es arrogante. Responde al nombre de Cleo.

– ¿Y a qué responde usted? -preguntó McKenzie, con lo cual deslizó una mirada complacida pero no ofensiva por el cuerpo de Gwyneira. Ella se estremeció. Tras el paseo por la lluvia empezaba a tener frío. McKenzie se dio cuenta enseguida.

– Espere, le daré una capa. Se acerca el verano, pero fuera la atmósfera todavía es desapacible. -Cogió un abrigo encerado.

– Tenga, por favor, miss…

– Gwyn -dijo Gwyneira-. Muchas gracias. ¿Y dónde está ahora mi caballo?

Igraine y Madoc estaban bien alojados en unos compartimentos limpios, pero la yegua piafó impaciente cuando se le acercó Gwyneira. El lento paseo de la mañana no la había cansado, se moría por más actividad.

– Señor McKenzie -dijo Gwyneira-, me gustaría salir a cabalgar mañana, pero el señor Gerald piensa que no sería decoroso que lo hiciera sola. No quiero ser una carga para nadie, ¿pero existe quizá la posibilidad de acompañarlos a usted y sus hombres en alguna tarea? ¿A inspeccionar los cercados, por ejemplo? Me agradaría también mostrarle cómo están adiestrados los perros jóvenes. Tienen por naturaleza el instinto para guiar las ovejas, pero con un par de pequeños trucos su conocimiento todavía puede mejorarse.

McKenzie sacudió la cabeza con pesar.

– En principio aceptamos con agrado su ofrecimiento, por supuesto, Miss Gwyn. Pero para mañana ya tenemos la orden de ensillar dos caballos para su paseo. -McKenzie sonrió con ironía-. Seguro que lo prefiere a una salida de inspección con un par de pastores sin lavar.

Gwyn no sabía qué decir, o peor, no sabía qué pensaba. Al final se dominó.

– Es una buena noticia -respondió.

3

Lucas Warden era un buen jinete, si bien no le apasionaba montar. El joven gentleman estaba cómoda y correctamente sentado a la silla, sostenía las riendas con seguridad y sabía mantener el caballo tranquilo junto a su acompañante para hablar con ella de vez en cuando. Para sorpresa de Gwyneira, sin embargo, no tenía caballo propio y tampoco mostraba la menor curiosidad por probar el nuevo semental, mientras Gwyn se moría de ganas de hacerlo desde que Warden había adquirido el caballo. De todos modos, hasta el momento no le habían permitido montar en Madoc con el argumento de que un semental no era caballo para una dama. Sin embargo, era evidente que el pequeño potrillo negro tenía un temperamento más tranquilo que la obstinada Igraine, aunque era posible que no estuviera acostumbrado a las sillas laterales. A ese respecto, no obstante, Gwyneira era optimista. Los pastores, que a falta de lacayos también hacían las veces de mozos de cuadra, no tenían ni idea de decencia. Así que Lucas tuvo que ordenar ese día al sorprendido McKenzie que preparase la yegua de Gwyneira pero con la silla de amazona. Para sí pidió uno de los caballos de la granja que, si bien eran por lo general más altos, también eran más ligeros que los otros. La mayoría de ellos parecían ser realmente briosos, pero la elección de Lucas recayó en el animal más tranquilo.

– Así podré intervenir si milady se encuentra en dificultades y no cabrá la posibilidad de que tenga que pelearme con mi propio caballo -explicó al pasmado McKenzie.

Gwyneira puso los ojos en blanco. Si de verdad tropezaba con dificultades, lo más seguro era que desapareciera con Igraine en el horizonte antes de que el tranquilo caballo blanco de Lucas llegara. Aun así, conocía el razonamiento por los manuales de urbanidad y fingió valorar los desvelos de Lucas. El paseo a caballo por Kiward Station transcurrió, pues, de forma muy armoniosa. Lucas charló con Gwyneira sobre las cacerías de zorro y demostró su sorpresa por el hecho de que la joven participara en concursos de perros.

– Esto me parece una actividad bastante…, hum, poco convencional para una joven lady -balbuceó indulgente.

Gwyneira se mordió levemente los labios. ¿Empezaba ya Lucas a ponerla bajo su tutela? Entonces más le valía darle un chasco de inmediato.

– Tendrá que conformarse con eso -respondió ella con frialdad-. También resulta bastante poco convencional responder a una proposición matrimonial viajando a Nueva Zelanda. Y aun más cuando todavía no se conoce al futuro esposo.

– Touché! -rio Lucas, pero luego adoptó un aire de gravedad-. Debo reconocer también que al principio yo tampoco aprobé el comportamiento de mi padre. No obstante, aquí es realmente difícil arreglar una unión conveniente. Entiéndame bien, Nueva Zelanda no fue ocupada por timadores como Australia, sino por personas honradas. Pero la mayoría de los colonos…, bueno, carecen de clase, educación y cultura. En este sentido me considero más que dichoso por haber aprobado esta proposición de matrimonio poco convencional que me ha llevado a una novia tan encantadora y poco convencional. ¿Puedo esperar que yo también satisfaga sus aspiraciones, Gwyneira?

Gwyn asintió, aunque tuvo que hacer un esfuerzo por sonreír.

– Estoy gratamente sorprendida de haber encontrado aquí a un gentleman tan perfecto como usted -dijo-. Tampoco habría podido hallar en Inglaterra un esposo más cultivado e instruido.

Eso era sin duda cierto. En los círculos de la nobleza rural en los que se había movido Gwyneira se disponía de cierta formación básica, pero en los salones era más frecuente hablar de carreras de caballos que acerca de las cantatas de Bach.

– Naturalmente, debemos conocernos mejor el uno al otro antes de fijar una fecha para la boda -declaró Lucas-. De otra forma no sería un enlace conveniente, como ya he explicado a mi padre. Si por él fuera, ya habría fijado la fecha de la ceremonia para pasado mañana.

Gwyneira pensó, empero, que ya era hora de pasar a los actos, pero le dio la razón, claro, y dijo que aceptaría encantada la invitación de Lucas de visitar su taller esa tarde.

– Es obvio que sólo soy un pintor sin importancia, pero espero poder seguir evolucionando -dijo mientras recorrían al paso un tramo que invitaba al galope-. Estoy trabajando en la actualidad en un retrato de mi madre. Le hemos destinado un lugar en el salón. Por desgracia tengo que pintarlo a partir de daguerrotipos, pues apenas si la recuerdo. Murió cuando yo todavía era pequeño. Al ir trabajando, sin embargo, cada vez acuden a mi memoria más recuerdos y me siento más próximo a ella. Es una experiencia sumamente interesante. Me gustaría pintarla también a usted en alguna ocasión, Gwyneira.

Gwyneira asintió sin mucho entusiasmo. Su padre había mandado hacer un retrato de ella antes de la partida y posar le había resultado un aburrimiento mortal.

– Ardo en deseos sobre todo de conocer su opinión sobre mi trabajo. Seguro que en Inglaterra ha visitado usted muchas galerías y está mucho mejor informada sobre las nuevas tendencias que nosotros, aquí en el fin del mundo.

Gwyneira sólo esperaba que se le ocurrieran también para eso un par de observaciones impactantes. De hecho, la noche anterior ya había agotado las provisiones adecuadas para el caso, pero tal vez los cuadros precisaran de nuevas ideas. En realidad nunca había visto una galería por dentro y las nuevas tendencias en el terreno del arte le eran por entero indiferentes. Sus antepasados, al igual que sus vecinos y amigos, habían acumulado en el transcurso de las generaciones suficientes cuadros para decorar sus paredes. Las imágenes mostraban sobre todo abuelos y caballos y, en el fondo, su calidad se juzgaba según el criterio de «similitud». Y era la primera vez que oía esos conceptos como «incidencia de la luz» y «perspectiva» sobre los que Lucas hablaba sin parar.

Le encantaban, sin embargo, los paisajes por los que paseaban a caballo. Por la mañana estaba nublado, pero ahora salía el sol y la bruma se disipaba de Kiward Station como si la naturaleza ofreciera así a Gwyneira un regalo especial. Como era de esperar, Lucas no la condujo por las estribaciones de la montaña, donde las ovejas pastaban en libertad, pero el terreno que estaba justo al lado de la granja era maravilloso. El lago reflejaba las formaciones de nubes en el cielo y las peñas que sobresalían en el prado hacían pensar en unos dientes enormes que acabasen de hincarse en la alfombra de hierba o en un ejército de gigantes que fueran a cobrar vida de un momento a otro.

– ¿No hay ninguna leyenda en la que el protagonista sembrara piedras y luego crecieran soldados de ellas para su ejército? -preguntó Gwyneira.

Lucas se mostró encantado con la imagen.

– En realidad no son piedras, sino dientes de dragón que Jasón, en la mitología griega, llevó a la tierra -la corrigió-. Y el ejército de hierro que creció de ellos se alzó contra él. ¡Ah, es maravilloso conversar con gente con una formación clásica del mismo nivel, ¿no lo siente usted también así?

Gwyneira había pensado más bien en los círculos de piedra que se encontraban en su tierra natal y en torno a los cuales su nodriza le había contado tiempo atrás historias de aventuras. Si recordaba bien, las sacerdotisas habían hechizado allí a los soldados romanos o algo así. Pero seguro que esas leyendas no eran para Lucas lo bastante clásicas.

Entre las piedras pastaban las primeras ovejas de propiedad de Gerald: ovejas para la cría que hacía poco habían parido. Gwyneira estaba fascinada con los, en líneas generales, muy bonitos corderos. De todos modos, Gerald tenía razón: una inyección de sangre de ovejas Welsh Mountain mejoraría la calidad de la lana.

Lucas frunció el entrecejo cuando Gwyn explicó que debían dejar que uno de los machos de Gales montara enseguida las ovejas.

– ¿Es costumbre entre las jóvenes ladies inglesas expresarse tan…, sin rodeos…, sobre asuntos del sexo?

– ¿Y cómo expresarse sino? -En realidad, Gwyneira nunca había relacionado la decencia y la cría de ovejas. No tenía ni idea de cómo la mujer engendraba un hijo, pero había visto más de una vez, sin que nadie dijera nada, cómo se montaban las ovejas.

Lucas se sonrojó un poco.

– Bueno, este…, hum…, la totalidad de este ámbito ¿no constituye un tema de conversación entre las damas?

Gwyneira se encogió de hombros.

– Mi hermana Larissa cría Highland Terrier y mi otra hermana cultiva rosas. Hablan todo el día de eso. ¿Qué diferencia hay con las vacas?

– ¡Gwyneira! -Lucas se puso rojo como un tomate-. Bueno, dejemos este tema aparte. ¡Sabe Dios que no es decente en nuestra actual situación! Contemplemos mejor un poco más cómo juegan los corderos. ¿A que son bonitos?

En realidad, Gwyneira los habría considerado más desde el punto de vista de los beneficios que reportaría la lana, pero como todos los corderos recién nacidos eran, sin duda alguna, una monada, dio la razón a Lucas y no puso reparos cuando poco después el joven propuso concluir pausadamente el paseo a caballo.

– Creo que ya ha visto usted lo suficiente para desenvolverse ahora sola por Kiward Station -dijo mientras ayudaba a Gwyneira a desmontar delante de los establos, observación esta que aceptó entre todo el resto de sus extravagancias. Era evidente que Lucas no se oponía a que su prometida saliera sola a caballo. Al menos no había abordado el tema de la «señorita de compañía» ya fuera porque había pasado por alto este capítulo del manual de urbanidad o porque no podía ni imaginarse que una muchacha deseara pasear sola a lomos de su caballo.

En cualquier caso, Gwyneira pronto aprovechó la oportunidad. En cuanto Lucas se dio la vuelta, se dirigió al pastor de edad más avanzada que recogió su caballo.

– Señor McAran, mañana por la mañana quiero ir a dar un paseo sola. Prepáreme por favor el nuevo semental para las diez, con la silla del señor Gerald.

La boda de Helen con Howard O’Keefe no se organizó de forma tan poco solemne como al principio había temido la joven. Para no tener que celebrar la ceremonia en una iglesia totalmente vacía, el reverendo Baldwin la incluyó en la misa del domingo, por lo que al final se formó una cola bastante larga de personas que desfilaron delante de Helen y Howard para felicitarles. El señor y la señora McLaren hicieron cuanto pudieron para dar carácter solemne a la celebración y para decorar la iglesia. La señora Godewind contribuyó con flores que ella misma y Elizabeth reunieron en unos espléndidos ramos. El señor y la señora McLaren compraron a Rosemary un vestidito de domingo de color rosa que daba el aspecto a la niña, que iba arrojando flores, de un capullito de rosa. El señor McLaren se encargó de conducir a la novia al altar y Elizabeth y Belinda Baldwin siguieron a Helen como damas de honor. Helen había esperado volver a ver a las otras niñas con motivo de la misa, pero ninguna de las familias que vivían más alejadas se presentó al servicio dominical. Tampoco los señores de Laurie hicieron acto de presencia. Helen estaba inquieta, pero no quería amargarse el gran día. Se había conformado con el precipitado enlace matrimonial y estaba firmemente decidida a vivirlo lo mejor posible. Además, en los últimos dos días había podido observar con detalle a Howard, pues había permanecido en la ciudad y los Baldwin lo habían invitado prácticamente a todas las comidas. Al principio, el arrebato de cólera que había sufrido cuando se mencionó a los Warden había extrañado a Helen, incluso la había amedrentado, pero cuando ese tema no se abordaba, parecía ser una persona equilibrada. Aprovechó la estancia en la ciudad para realizar abundantes compras para la granja, por lo que parecía que sus finanzas no iban del todo mal. Con el traje de domingo de tweed gris que se había puesto para el enlace, su aspecto era elegante, aunque era obvio que la tela no se ajustaba a la época del año y el hombre así equipado sudaba a mares.

Helen, a su vez, llevaba un vestido de verano de color verde primavera que había mandado hacer a medida en Londres pensando en su boda. Un vestido de puntillas blanco habría sido, claro está, más bonito, pero lo había descartado por ser un gasto innecesario. A fin de cuentas, nunca más volvería a ponerse un vestido de seda de ensueño. Ese día, el brillante cabello de Helen bajaba suelto por su espalda, un peinado que la señora Baldwin miraba con recelo, pero que tanto la señora McLaren como la señora Godewind habían aprobado. Habían apartado la melena del rostro de Helen sólo con una cinta en la frente y la habían adornado con flores. La misma Helen pensó que nunca había estado tan bonita, e incluso Howard, pese a ser parco en palabras, se superó con otro cumplido: «Está usted…, oh, muy hermosa, Helen.»

Helen jugueteaba con sus cartas, que todavía llevaba consigo. ¿Cuándo dejaría su esposo de una vez de reprimirse y repetiría esas bellas palabras cara a cara?

El enlace en sí fue muy solemne. El reverendo Baldwin se reveló como un fabuloso predicador capaz de cautivar en su totalidad a sus feligreses. Cuando habló del amor «en los buenos y malos días» hasta la última mujer de la iglesia lloró y los hombres se sonaron la nariz. Sin embargo, la elección de la madrina provocó cierta amargura. Helen habría deseado que lo fuera la señora Godewind, pero la señora Baldwin se impuso enseguida y hubiera sido muy descortés rechazar su ofrecimiento. Al menos su padrino, el vicario Chester, era muy de su agrado.

Howard dio una sorpresa cuando recitó sus votos con una voz firme y segura, y casi contempló con cariño a Helen mientras lo hacía. A la misma Helen no le salió tan perfecto porque rompió a llorar.

Pero entonces sonó el órgano, la comunidad cantó y Helen se sintió en extremo feliz cuando del brazo de su esposo salió de la iglesia. Fuera ya les esperaban para felicitarles por el enlace.

Helen besó a Elizabeth y se dejó abrazar por la llorosa señora McLaren. Para su sorpresa, también aparecieron la señora Beasley y toda la familia O’Hara, aunque los últimos no pertenecían a la Iglesia anglicana. Helen estrechó manos, lloró y rio al mismo tiempo, hasta que al final sólo quedó una joven que Helen nunca había visto antes. Buscó a Howard con la mirada (tal vez la mujer había asistido a causa de él), pero Howard conversaba en ese momento con el párroco. Parecía no haberse percatado de la última persona que iba a felicitarlos.

Helen le sonrió.

– Sé que es imperdonable, ¿pero puedo preguntarle de qué la conozco? En estos últimos días me han pasado tantas cosas nuevas…

La mujer le sonrió con calidez. Era de baja estatura y dulce, y había algo infantil en su rostro común y el fino cabello rubio que llevaba pulcramente recogido bajo una cofia. Su ropa se ajustaba al modesto uniforme para la misa del domingo de un ama de casa de Christchurch.

– No debe disculparse, usted no me conoce -respondió-. Sólo quería presentarme porque… tenemos algo en común. Mi nombre es Christine Lorimer. Yo fui la primera.

Helen la miró sorprendida.

– ¿La primera qué? Venga, vayamos a la sombra. La señora Baldwin ha preparado unos refrescos en la casa.

– No quiero importunarla -replicó enseguida la señora Lorimer-. Pero soy, por así decirlo, su predecesora. La primera que llegó de Inglaterra para casarse aquí.

– Qué interesante -se asombró Helen-. Pensaba que la primera era yo. Se decía que las otras mujeres no habían recibido respuesta a su solicitud y yo también viajé sin haber fijado una cita directa.

La mujer asintió.

– Yo también, más o menos. Tampoco contesté a un anuncio. Pero tenía veinticinco años y ninguna perspectiva de encontrar marido. ¿Cómo iba a hacerlo sin dote?

»Vivía con mi hermano y su familia, a la que él alimentaba más mal que bien. Intenté contribuir con algo de dinero como costurera, pero no era muy hábil. Tengo mala vista y en las fábricas no me aceptaron. Luego mi hermano y su mujer pensaron en emigrar. ¿Pero qué iba a ser de mí? Se nos ocurrió escribir al párroco del lugar una carta para saber si no habría un cristiano decente en Canterbury que buscara esposa. Nos respondió una tal señora Brennan. Muy decidida. Lo quería saber todo sobre mí. Pero debí de gustarle. En cualquier caso, recibí una carta del señor Thomas Lorimer. Y qué voy a contarle, ¡enseguida me enamoré!

– ¿En serio? -preguntó Helen, que no quería reconocer de ninguna manera que a ella le había pasado exactamente lo mismo-. ¿Con una carta?

– La señora Lorimer rio por lo bajo.

– ¡Ah, sí! ¡Escribía tan bien! Todavía me sé las palabras de memoria: «Sí, ansío a una mujer que esté dispuesta a unir su destino con el mío. Ruego a Dios que me conceda una mujer amorosa cuyo corazón puedan ablandar estas palabras.»

Helen abrió los ojos como platos.

– Pero…, pero esto es de mi carta -se inquietó-. ¡Es justo lo que Howard me escribió a mí! No puedo creer lo que me está contando, señora Lorimer. ¿Es una broma de mal gusto?

La mujercita la miró consternada.

– ¡Oh, no, señora O’Keefe! ¡En ningún caso pretendía herirla! ¡No podía sospechar que habían vuelto a hacerlo!

– ¿Vuelto a hacer qué? -preguntó Helen, aunque ya presentía algo.

– Bueno, lo de las cartas -prosiguió Christine Lorimer-. Mi Thomas es un hombre de buen corazón. De verdad, no podría imaginarme un mejor esposo. Pero es carpintero, no es hombre de muchas palabras ni tampoco sabe escribir cartas románticas. Dice que lo intentó una y otra vez, pero que ninguna de las cartas que me dirigía le gustaba lo suficiente para enviármela. A fin de cuentas, quería conmoverme, ya sabe. Y bien, se dirigió al vicario Chester…

– ¿El vicario Chester ha escrito las cartas? -preguntó Helen, que no sabía si ponerse a llorar o a reír. Al menos algo tenía ahora claro: la hermosa caligrafía de un sacerdote. La perfecta elección de las palabras y la falta de información práctica que Gwyneira había advertido. Y, claro está, el llamativo interés del pequeño vicario porque el reclutamiento de novias tuviera éxito.

– ¡No hubiera pensado que se atrevieran a hacerlo de nuevo! -dijo la señora Lorimer-. Porque les eché a los dos una buena reprimenda cuando me enteré de ese asunto. Oh, lo lamento tanto, señora O’Keefe. Su Howard debería de haber tenido la oportunidad de contárselo él mismo. ¡Pero ahora voy a llamar a capítulo a ese vicario Chester! ¡Éste me va a oír!

Christine Lorimer se puso en marcha con determinación, mientras Helen se quedaba atrás meditabunda. ¿Quién era el hombre con el que acababa de casarse? ¿Le había ayudado Chester realmente a expresar con palabras sus sentimientos o en el fondo a Howard le daba igual el cómo atraer a su futura esposa al fin del mundo?

Pronto lo sabría. Pero no estaba del todo segura de si quería saberlo.

El carro llevaba ocho horas traqueteando por caminos enlodados. Helen tenía la sensación de que el viaje nunca acabaría. Además, ese paisaje sin límites la deprimía. Durante más de una hora no habían pasado junto a ninguna casa. Encima, el carruaje en el que Howard transportaba desde Christchurch y en dirección a Haldon a su esposa, las pertenencias de ésta y sus propias compras era el medio de locomoción más incómodo que la muchacha había jamás empleado. La espalda le dolía a causa del asiento sin suspensión y la fina llovizna que caía sin cesar le provocaba malestar en todo el cuerpo. Howard tampoco contribuyó de forma alguna en hacerle más soportable el viaje, durante el cual le habló poco. Llevaba al menos media hora sin dirigirle la palabra; como mucho, gruñía alguna orden al caballo zaino o al mulo gris que tiraban del carro.

Así que Helen disponía de todo el tiempo del mundo para abandonarse a sus pensamientos, que no eran los más alegres. Lo de las cartas no pasaba de ser un problema mínimo. El día anterior Howard y el vicario se habían disculpado por la mentirijilla, pero la consideraban un pecado venial. Al menos había llevado el asunto a buen término: Howard tenía esposa y Helen esposo. Peor era la noticia que Helen había recibido por la noche de boca de Elizabeth. La señora Baldwin no había contado nada, tal vez porque se avergonzaba o para no inquietar a Helen, pero Belinda Baldwin no había podido mantener la boca cerrada y había confesado a Elizabeth que ya el segundo día la pequeña Laurie se había escapado de la casa de los Lavender. La habían encontrado enseguida, desde luego, y reprendido con dureza, pero, al día siguiente, Laurie había vuelto a intentarlo. La segunda vez le habían pegado. Y ahora, después del tercer intento, permanecía encerrada en el armario de las escobas.

«¡A pan y agua!», había exclamado teatralmente Belinda.

Esa mañana, antes de la partida, Helen había hablado con el reverendo sobre ese asunto. Como era natural, él le había prometido que iría a ver cómo andaban las cosas con Laurie. Pero ¿cumpliría su palabra cuando Helen no estuviera ahí para recordarle sus obligaciones?

Y luego estaba, era evidente, el viaje con Howard. Helen todavía había pasado la noche anterior púdicamente en su cama, en casa de los Baldwin. Ni se planteaban acoger en la casa parroquial a Howard y éste no podía o no quería permitirse una noche en el hotel.

– Pasaremos toda la vida juntos -había dicho, dándole un torpe beso en la mejilla a Helen-. No vendrá de esta noche.

Helen se sintió aliviada, pero también un poco decepcionada. Sea como fuere, ella hubiera preferido las comodidades de una habitación de hotel al jergón de mantas en el carro entoldado que posiblemente la esperaba durante el viaje. Había guardado el camisón bueno en la parte superior de la maleta de viaje, pero le resultaba un misterio saber dónde se vestiría y desvestiría con decencia. Aparte de esto, lloviznaba sin cesar, y su vestido -y sin duda las mantas- estaba frío y mojado. Fuera lo que fuese lo que la esperaba durante la noche, las condiciones no eran las mejores para salir airosa.

Sin embargo, Helen se ahorró la cama improvisada en el carro. Poco antes de que oscureciera, cuando ya estaba del todo agotada y lo único que deseaba era que el traqueteo del carro cesara de una vez, Howard se detuvo delante de una modesta granja.

– Aquí podremos alojarnos -dijo a Helen, y la ayudó caballerosamente a bajar del pescante-. Conozco al hombre, Wilbur, de Port Cooper. Se ha casado ahora también y se ha establecido.

Un perro ladró en el interior y Wilbur y su esposa salieron curiosos a ver quién los visitaba.

Cuando el hombrecillo nervudo reconoció a Howard se puso a gritar y lo abrazó con vigor. Ambos se palmearon en la espalda, recordaron las aventuras que habían emprendido juntos en el pasado y de buena gana hubieran descorchado la primera botella bajo la lluvia.

Helen buscó la ayuda de la esposa. Para su tranquilidad, la sonrisa de ésta era franca y acogedora.

– Usted debe de ser la nueva señora O’Keefe. Apenas si podíamos dar crédito a la noticia de que Howard iba a casarse. Pero entre, por favor, estará congelada. Y el traqueteo de estos carros… Viene de Londres, ¿verdad? ¡Seguro que está más acostumbrada a los coches de punto! -La mujer rio, como si no hubiera dicho en serio el último comentario-. Me llamo Margaret.

– Helen -se presentó. Al parecer aquí no se entretenían en formalidades. Margaret era un poco más alta que su marido, delgada y de aspecto algo abatido. Llevaba un vestido gris, sencillo y varias veces remendado. El mobiliario de la granja a la que había acompañado a Helen era bastante sencillo: mesas y sillas de madera basta y una chimenea abierta en la que también se cocinaba. Pero la comida, que borboteaba en una gran marmita, desprendía un olor muy apetitoso.

– Estáis de suerte, acabamos de matar un pollo -confesó Margaret-. No era el más joven, pero seguro que todavía da una sopa como Dios manda. Siéntese junto al fuego, Helen, y deje que se sequen sus ropas. Aquí tiene café y ya encontraré también un traguito de whisky.

Helen se quedó pasmada. En su vida había bebido whisky, pero Margaret no parecía ver nada malo en ello. Le tendió a continuación un vaso esmaltado lleno de café amargo como la hiel que debía de haber hervido largo tiempo al fuego. Helen no se atrevió a pedir azúcar ni leche, pero Margaret puso solícita los dos frente a ella en la mesa.

– Sírvase mucho azúcar, le levantará los ánimos. ¡Y un chorrito de whisky!

En efecto, el destilado mejoró el sabor del café. Y la mezcla con azúcar y leche era en conjunto bebible. Además se suponía que el alcohol aliviaba las penas y relajaba los músculos contraídos. Visto así, Helen podía considerarlo una medicina. No dijo que no cuando Margaret le sirvió por segunda vez.

En cuanto hubieron concluido la sopa de pollo, Helen lo veía todo como a través de una tenue bruma. Había recuperado el calor y la habitación iluminada por el fuego tenía un aire acogedor. Si debía sufrir ahí lo «impronunciable»… ¿Por qué no?

La sopa también contribuyó a levantarle los ánimos. Estaba estupenda, aunque le provocaba al mismo tiempo cansancio. Helen hubiera preferido acostarse, pero era evidente que Margaret disfrutaba conversando con ella.

Aun así, Howard también parecía tener ganas de irse a dormir pronto. Había vaciado algunos vasos con Wilbur y soltó una carcajada cuando éste le propuso una partida de cartas.

– No, querido amigo, por hoy nada más. Tengo otro plan estrechamente relacionado con la encantadora mujer que me ha llegado desde mi antiguo hogar.

Se inclinó con galantería delante de Helen, que de inmediato se sonrojó.

– Entonces, ¿dónde podemos retirarnos? Ésta es…, por así decirlo… ¡nuestra noche de bodas!

– ¡Oh, entonces os tenemos que tirar el arroz! -gritó Margaret-. No sabía que la unión era tan reciente. Por desgracia no puedo ofreceros una cama de verdad. Pero en el establo hay heno fresco suficiente, estará caliente y mullido. Esperad, os daré sábanas y mantas, las vuestras seguro que están húmedas de la lluvia del viaje. Y una linterna, para que podáis ver algo…, aunque, la primera vez es bonito a oscuras.

Soltó una risita.

Helen estaba horrorizada. ¿Iba a tener que pasar la noche de bodas en un establo?

No obstante, la vaca mugió hospitalaria cuando Helen y Howard (ella cargada de mantas y él con la linterna) entraron en el cobertizo. Se estaba relativamente caliente ahí. Con el tiro de Howard se albergaban en el establo la vaca y tres caballos. Los cuerpos de los animales caldeaban algo el espacio, pero también lo llenaban de un olor penetrante. Helen extendió las mantas encima del heno. ¿Habían pasado ya tres meses desde que se había sentido molesta sólo por la lejana cercanía de un corral de ovejas? Con toda certeza Gwyneira encontraría esta historia divertida; Helen, por el contrario…, si era franca, todavía sentía miedo.

– ¿Dónde… puedo desvestirme aquí? -preguntó con timidez. Era imposible que se desnudara delante de Howard y en medio del establo.

Howard frunció el entrecejo.

– ¿Estás loca, mujer? Haré todo lo posible para que no pases frío, pero éste no es sitio para camisones de puntillas. Por la noche refresca y además seguro que hay alguna pulga en el heno. Déjate la ropa puesta.

– Pero…, pero si nosotros… -Helen estaba de color escarlata.

Howard rio complacido.

– Ya me preocuparé yo de eso. -Con toda tranquilidad se soltó la hebilla del cinturón-. Y ahora, tápate con las mantas para que no te enfríes. ¿Te ayudo a aflojar el corsé?

Era evidente que Howard no hacía todo eso por vez primera. Y tampoco parecía sentirse inseguro, al contrario, su rostro expresaba una alegría anticipada. Sin embargo, Helen rechazó su ayuda, ya podía desatarse los cordones sola. Pero para ello tenía que desabrocharse el vestido, lo que no era fácil porque se cerraba por la espalda. Se sobresaltó cuando sintió los dedos de Howard, que desabrochó un botón tras otro con habilidad.

– ¿Mejor así? -preguntó él con una especie de sonrisa.

Helen asintió. Sólo deseaba que la noche pasara pronto. Luego se tendió con desesperada determinación sobre el lecho de heno. Quería dejarlo a sus espaldas, daba igual lo que la aguardara. Se puso en silencio boca arriba y cerró los ojos. Las manos se le crisparon en las sábanas una vez que se hubo cubierto con las mantas. Howard se deslizó junto a ella al tiempo que se aflojaba el cinturón. Helen sintió sus labios en el rostro. Su esposo le besaba las mejillas y la boca. No pasaba nada, ya se lo había permitido antes. Pero entonces intentó introducir la lengua entre sus labios. Helen se tensó de inmediato, pero luego se relajó cuando él notó su reacción y desistió. En lugar de ello la besó en el cuello, le bajó el vestido y el corpiño y empezó torpemente a acariciar el principio de sus pechos.

Helen apenas se atrevía a tomar aire, mientras que Howard respiraba cada vez más deprisa hasta empezar a jadear. Helen se preguntaba si eso era normal y se llevó un susto de muerte cuando él le arremangó el vestido.

Tal vez un lecho más cómodo hubiera resultado menos doloroso. Pero, por otra parte, un entorno más íntimo habría empeorado el asunto. Así la situación tenía algo de irreal. No se veía nada en absoluto y las mantas, al igual que las voluminosas faldas de Helen, que ahora llevaba subidas hasta las caderas, le impedían al menos la vista de lo que Howard estaba haciendo con ella. ¡Ya era lo suficiente terrible sentirlo! Su esposo le metió algo entre las piernas, algo duro, animado y vivo. Era horrible y asqueroso, y además dolía. Helen gritó cuando algo en su interior pareció desgarrarse. Notó que sangraba, lo que no impidió que Howard siguiera atormentándola. Parecía poseído, gemía y se movía rítmicamente dentro y fuera, casi parecía disfrutar con ello. Helen tuvo que apretar los dientes para no gritar de dolor. Al final sintió una oleada de humedad caliente y segundos después Howard pareció desmoronarse sobre ella. Ya había pasado. Su esposo se echó a un lado. Su respiración, todavía agitada, pronto se calmó. Helen emitió un leve suspiro mientras se arreglaba las faldas.

– La próxima vez no te hará tanto daño -la consoló Howard, besándole torpemente la mejilla. Parecía estar satisfecho con ella. Helen se esforzó por no apartarse de él. Howard tenía el derecho de hacer lo que había hecho con ella. Era su esposo.

4

El segundo día de viaje todavía fue más agotador que el primero. A Helen le dolía tanto el vientre que apenas podía sentarse. Además se sentía de tal modo avergonzada que no quería ni mirar a Howard. Incluso el desayuno había sido una tortura en la casa de sus anfitriones. Margaret y Wilbur no se ahorraron indirectas ni bromas, a las que Howard respondía de buen humor. Sólo hacia el final de la comida, Margaret se percató de la palidez y la falta de apetito de Helen.

– ¡Irá a mejor, pequeña! -le dijo cuando los varones salieron a enganchar los caballos y se quedaron a solas-. El hombre tiene que abrirte primero. Hace daño y sangra un poco. Pero después se desliza adentro y deja de doler. Hasta puede llegarte a gustar, ¡hazme caso!

Helen jamás encontraría el gusto a esa cosa, de eso estaba convencida. Pero si a los hombres les gustaba, había que permitírselo para mantenerlos de buen humor.

– Y sin eso no hay niños -añadió Margaret.

Helen apenas si podía imaginar que tal indecencia, el miedo y el dolor, dieran como fruto un niño; pero recordó las historias de la antigua mitología. También ahí había mujeres deshonradas que luego daban a luz. Tal vez era algo totalmente normal. Y no era indecente, a fin de cuentas estaban casados.

Helen se forzó por dirigirse a Howard con serenidad y preguntar acerca de sus tierras y animales. Apenas escuchaba las respuestas, pero él no debía pensar, en ningún caso, que estaba enfadada. Era innegable que él no se avergonzaba de lo que había sucedido la noche anterior.

Entrada la tarde, cruzaron por fin los límites de la granja de Howard. Había que atravesar un arroyo que en esa época, sin embargo, estaba enfangado. El carro pronto se quedó atascado, así que Helen y Howard tuvieron que bajar a empujar. Cuando por fin subieron de nuevo al pescante, estaban mojados y el dobladillo de la falda de Helen pesaba a causa del barro. Pero enseguida apareció a la vista la granja y Helen se olvidó de golpe de todas las preocupaciones por su vestido, los dolores e incluso el miedo a la noche siguiente.

– Ya hemos llegado -dijo Howard, y detuvo el tiro delante de una cabaña. También se la podría haber denominado benévolamente construcción de tablas; estaba burdamente levantada mediante troncos.

– Entra tú, yo iré a ver si todo va bien en el establo.

Helen se había quedado de piedra. ¿Ésta iba a ser su casa? Hasta los establos de Christchurch eran más confortables, ni qué decir de los de Londres.

– Venga, adelante. No está cerrada. Aquí no hay ladrones.

En casa de Howard no había nada que robar. Cuando Helen, todavía muda, abrió la puerta, vio una estancia que, en comparación, hasta la cocina de Margaret resultaba acogedora. La casa se componía en total sólo de dos habitaciones: una combinación de cocina y sala de estar, que con una mesa, cuatro sillas y un arcón estaba pobremente amueblada. La cocina disponía de un mobiliario mejor; a diferencia de la de Margaret tenía un auténtico fogón. Al menos, Helen no tendría que cocinar en un fuego abierto.

Abrió nerviosa la puerta de la habitación contigua: como esperaba, se trataba de la habitación de Howard. No, de su habitación, se corrigió. Y debería arreglarla sin falta para que resultara más agradable.

Hasta el momento sólo contenía una cama toscamente construida, chapucera y con ropa basta. Helen dio gracias al cielo por sus compras en Londres. Tendría mejor aspecto con la nueva ropa de cama. En cuanto Howard le llevara la bolsa cambiaría las sábanas.

Howard entró con una cesta de leña bajo el brazo. Sobre los leños llevaba en equilibrio un par de huevos.

– ¡Atajo de vagos, esos diablos maoríes! -gruñó-. Hasta ayer bien que han ordeñado la vaca, pero hoy no. Está con las ubres hinchadas, el pobre animal, y se está muriendo de dolor. ¿La podrás ordeñar? A partir de ahora será de todos modos una de tus tareas, así que mejor que te acostumbres enseguida.

Helen se lo quedó mirando desconcertada.

– Tengo que ordeñarla… ¿ahora?

– Bueno, si esperamos a pasado mañana por la mañana la vaca habrá reventado -dijo Howard-. Pero puedes ponerte ropa seca antes, traeré tus cosas. Si no te morirás de frío en esta habitación. Aquí tienes las cerillas.

Lo último sonó como una orden. Pero Helen tenía primero que resolver el problema con la vaca.

– Howard, no sé ordeñar -confesó-. Nunca lo he hecho.

Howard frunció el ceño.

– ¿Qué significa que nunca has ordeñado? -preguntó-. ¿No hay vacas en Inglaterra? En la carta decías que durante años te habías encargado de administrar la casa de tu padre.

– ¡Pero vivíamos en Liverpool! En el centro de la ciudad, junto a la iglesia. ¡No teníamos ganado!

Howard la miró enfadado.

– Pues entonces procura aprender. Hoy todavía lo haré yo. Limpia el suelo mientras tanto. El viento lo ha llenado todo de polvo. Y luego ocúpate del fuego. Ya he traído la leña, sólo tienes que encenderlo. Pon cuidado en apilar bien la leña o se nos llenará la cabaña de humo. Eso sí sabrás hacerlo…, ¿o es que no había cocinas en Liverpool?

Helen renunció a poner objeciones ante la expresión despectiva de Howard. Todavía le enojaría más si le explicaba que en Liverpool contaban con una chica para hacer las tareas más duras de la casa. Las obligaciones de Helen se habían limitado a educar a sus hermanas pequeñas, ayudar en la parroquia y dirigir el grupo de estudio de la Biblia. ¿Y qué diría si le describía la casa de sus patrones en Londres? Los Greenwood tenían una cocinera, un criado que encendía los fogones y criadas que se anticipaban a cualquier deseo de sus señores. Y Helen como institutriz, a quien, pese a no pertenecer al ámbito de los señores, nadie le había exigido que tocara un trozo de leña.

Helen ignoraba cómo iba a apañárselas con todo eso; pero tampoco se le ocurría ninguna solución.

Gerald Warden se mostró muy complacido de que Gwyneira y Lucas se pusieran de acuerdo tan deprisa. Fijó la fecha del enlace para el final de semana de Adviento. Sería pleno verano y la celebración podría tener lugar en el jardín, que, por otro lado, habría sin duda que arreglar. Hoturapa y dos maoríes más que había contratado con motivo del acontecimiento trabajaban duro para plantar las semillas y plantones que Gerald había traído de Inglaterra. Un par de plantas autóctonas también encontraron su sitio en el jardín que Lucas supervisaba con tanta atención. Puesto que los arces y castaños tardaban demasiado tiempo en alcanzar la altura necesaria, hubo que recurrir a la fuerza a las hayas del sur, palmeras de Nikau y cabagge-trees para que los invitados de Gerald pudieran pasear a la sombra en el tiempo previsto. A Gwyneira no le importaba. Encontraba la flora y la fauna autóctonas interesantes: por fin un ámbito en que sus preferencias y las de su futuro esposo coincidían. Por otra parte, las investigaciones de Lucas se limitaban sobre todo a los helechos e insectos, que era lo que abundaba en las lluviosas regiones occidentales de la isla. Gwyneira sólo podía admirar su variedad y sus formas afiligranadas en los bien elaborados dibujos del mismo Lucas. Si bien, la primera vez que se encontró con un ejemplar de una especie de insectos del lugar, Gwyneira, que estaba curada de espantos, casi dejó escapar un grito. Lucas corrió enseguida a su lado como un atento gentleman. Lo que vio, no obstante, pareció más bien alegrarle que repugnarle.

– ¡Es un weta! -dijo entusiasmado, y empujó con un palito el animal de seis patas que Hoturapa acababa de desenterrar en el jardín-. Son quizá los insectos más grandes del mundo. No es raro que midan ocho centímetros o más de longitud.

Gwyneira era incapaz de compartir el regocijo de su prometido. Si al menos el animal hubiera tenido el aspecto de una mariposa o de una abeja o de un avispón… Pero el weta más bien se parecía a un saltamontes grasiento y de brillo viscoso.

– Pertenecen al orden de los ortópteros -señaló Lucas, sentando cátedra-. Dicho con mayor exactitud, a la familia de los Ensifera. Además del weta de caverna, que forma parte de los Rhaphidophoridae…

Lucas se sabía las denominaciones en latín de todos los subgrupos del weta. Aun así, Gwyneira encontraba los nombres maoríes de los animales mucho más acertados. Kiri y su gente llamaban al weta wetapunga, «Dios de las cosas feas».

– ¿Pican? -preguntó Gwyneira. El animalito no parecía ser especialmente vivaz, sino que avanzaba con parsimonia cuando Lucas lo empujaba. Sin embargo disponía de un imponente aguijón en el abdomen. Gwyneira guardó la debida distancia.

– No, no, por lo general son inofensivos. Como mucho muerden. Es tan poco peligroso como la picadura de una abeja -explicó Lucas-. El aguijón es…, debe…, bueno, significa que es una hembra y… -Lucas se volvió, como siempre que se trataba de un tema alusivo a lo «sexual».

– Es para poner huevos, Miss Gwyn -aclaró Hoturapa de forma incidental-. Esta gorda y grasienta pronto poner huevos. Muchos huevos, cien, doscientos… Mejor no llevar a casa, señor Lucas. No los huevos en casa.

– ¡Por Dios! -Sólo la idea de compartir la casa con doscientos descendientes de ese animal tan poco simpático le ponía a Gwyn los pelos de punta-. Déjalo aquí. Si se va corriendo…

– No correr, Miss Gwyn. Saltar. Hop, y ya tener un wetapunga en la falda.

Gwyneira retrocedió otro paso por prudencia.

– Entonces lo dibujaré aquí mismo, in situ -se resignó Lucas con cierto pesar-. Me hubiera gustado llevármelo al despacho y compararlo directamente con las ilustraciones del manual. Pero bastará con mi dibujo. Sin duda, le interesará saber, Gwyneira, que se trata de un weta de suelo o de los árboles…

Pocas veces le había importado algo tan poco a la joven.

– ¿Por qué no se interesará por ovejas como su padre? -preguntó poco después al paciente público formado por Cleo e Igraine. Gwyneira se había retirado al establo y estaba almohazando su yegua mientras Lucas dibujaba el weta. El caballo había sudado durante la cabalgada de la mañana y la muchacha no se privaba de alisar el pelaje, que entretanto casi se había secado-. ¡O por los pájaros! Seguro que no se quedan tanto tiempo quietos para poderlos dibujar!

Gwyneira encontraba el mundo de los pájaros del lugar más interesante que aquel de los insectos que prefería Lucas. Los trabajadores de la granja le habían enseñado algunas especies en lo que iba de tiempo. La mayoría de la gente conocía bien su nuevo hogar; pernoctar al aire libre era frecuente cuando había que acompañar las ovejas, lo que permitía familiarizarse con las aves corredoras nocturnas. James McKenzie, por ejemplo, le había enseñado los homónimos de los inmigrantes europeos a Nueva Zelanda: el pájaro kiwi era pequeño y regordete y Gwyn lo encontró muy exótico con su plumaje marrón que casi parecía pelo y por el pico, que a veces utilizaba como «tercera pata», demasiado largo en proporción con el cuerpo.

– Tiene además algo en común con su perra -dijo jovial McKenzie-. Puede oler. ¡Es una rareza entre los pájaros.

McKenzie solía acompañar a Gwyneira a cabalgar por la región. Como era de esperar, ella pronto se había ganado el respeto entre los pastores. Los hombres ya se quedaron encantados la primera vez que les mostró las habilidades de Cleo para guiar el ganado.

– ¡Por mis barbas que ese perro hace el trabajo de dos pastores! -se admiró Poker, y se inclinó para dar unas palmaditas de reconocimiento en la cabeza de Cleo-. ¿Los pequeños también serán así?

Gerald Warden confió a cada hombre el adiestramiento de uno de los nuevos perros. No cabía duda de que era mejor que el animal se adiestrara enseguida con el pastor que después iba a impartirle las órdenes. Pero en la práctica, McKenzie era casi el único que se encargaba de trabajar con los perros jóvenes, con la ayuda de McAran y el joven Hardy como mucho. A los demás trabajadores les resultaba demasiado aburrido ir repitiendo las órdenes continuamente y además consideraban superfluo tener que recoger las ovejas sólo para que se entrenaran los perros pastores.

McKenzie, por el contrario, mostraba interés y un talento notable para el trato con los animales. Bajo su dirección, el joven Daimon pronto asumió las tareas de Cleo. Gwyneira supervisaba los ejercicios, aunque Lucas lo desaprobaba. Gerald, sin embargo, la dejaba hacer. Sabía que los perros adquirían cada día más valor y eran más provechosos para la granja.

– Tal vez pueda hacer usted, con motivo de la boda, una pequeña demostración, McKenzie -dijo Gerald, complacido tras haber visto de nuevo en acción a Cleo y Daimon-. Será de interés para la mayoría de los asistentes… ¡qué digo, los otros granjeros se pondrán verdes de envidia cuando vean esto!

– ¡Con el vestido de bodas no puedo guiar los perros! -dijo Gwyneira riendo. Disfrutó con el halago, puesto que en casa siempre tenía la sensación de ser una inepta sin remedio. Hasta el momento todavía recibía el trato de una invitada, pero era previsible que en breve, como señora de Kiward Station, se le exigiría justo lo que ya había odiado en Silkham Manor: la dirección de una casa grande y señorial, con personal de servicio y todo ese tinglado. Por añadidura, ahí ninguno de los empleados estaba del todo adiestrado. En Inglaterra se podía disimular la falta de talento organizativo si se empleaba a mayordomos o amas de llaves capacitados, no se ahorraba un céntimo con el personal y sólo se acogía gente con referencias de primera clase. Entonces la administración de la casa funcionaba sola. Ahí, por el contrario, se esperaba que Gwyneira instruyera al servicio maorí y para ello le faltaba el entusiasmo y la capacidad de persuasión.

– ¿Por qué limpiar plata cada día? -preguntaba Moana, por ejemplo, con toda la lógica del mundo en opinión de Gwyn.

– Porque si no lo haces pierde el brillo -respondía Gwyn. Hasta eso llegaba.

– ¿Por qué coger hierro, pierde el color? -Afligida, Moana daba vueltas a la plata en su mano-. ¡Coger madera! Es simple, lavar y limpia. -La muchacha miraba a Gwyneira buscando aprobación.

– La madera no es… insípida -contestó Gwyn, recordando la respuesta de su madre-. Y se desgasta cuando la has utilizado un par de veces.

Moana se encogió de hombros.

– Entonces sólo cortar nuevo cubierto. Es fácil, yo enseñar miss.

Tallar la madera era un arte que los indígenas de Nueva Zelanda dominaban muy bien. Gwyneira había visto poco tiempo atrás el poblado maorí que pertenecía a Kiward Station. No estaba muy lejos, pero se hallaba escondido tras unas peñas y un bosquecillo al otro lado del lago. Tal vez no lo hubiera encontrado nunca si no le hubiesen llamado la atención unas mujeres lavando la ropa, así como una horda de niños casi desnudos que se bañaban en el lago. Al ver a Gwyneira, esa gente morena y de baja estatura se había retirado con timidez, pero durante el siguiente paseo a caballo repartió dulces entre los niños desnudos y se ganó su confianza. Las mujeres la invitaron a su campamento mediante gestos y Gwyn admiró sus casas dormitorio, sus asadores y sobre todo la casa de asambleas decorada en abundancia con piezas talladas.

Paso a paso iba entendiendo las primeras palabras maoríes.

Kia ora significaba «buenos días». Tane, «hombre»; wahine, «mujer». Se enteró de que no se daban las gracias, sino que la gratitud se demostraba con hechos, y que, para saludarse, los maoríes no se estrechaban las manos, sino que se frotaban la nariz. Este ceremonial recibía el nombre de hongi y Gwyneira lo practicó con unos niños risueños. Lucas estaba horrorizado cuando ella se lo explicaba y Gerald la amonestó:

– En ningún caso debemos confraternizar demasiado. Son primitivos y debemos conocer nuestros límites.

– Creo que siempre es bueno que nos podamos entender mejor -replicó Gwyn-. ¿Por qué tienen que aprender los primitivos el lenguaje de los civilizados? ¡Debería de ser mucho más fácil al revés!

Helen estaba de cuclillas junto a la vaca e intentaba persuadirla. Se diría que era un animal afable, lo que no siempre resultaba evidente, si había entendido bien a Daphne en el barco. Se suponía que al ordeñarlas había que poner atención en que no dieran coces. Sin embargo, ni siquiera la vaca más solícita podía dar leche por sí sola. Helen era necesaria…, pero, simplemente, no conseguía salir airosa de la tarea. Poco importaba cómo tirase ni amasase la ubres, de ahí no salían nunca más de una o dos gotas. Cuando lo hacía Howard parecía muy fácil. Aunque sólo se lo había enseñado una vez y todavía estaba disgustado por el desastre del día anterior. Cuando regresó de ordeñar, el fogón había convertido la habitación en una cueva llena de humo. Con los ojos llenos de lágrimas, Helen estaba agachada delante del monstruo de hierro y, claro está, todavía no había barrido. En un silencio obstinado, Howard había encendido el horno y la chimenea, cascado dos huevos en una sartén de hierro y servido a Helen la comida a la mesa.

– ¡A partir de mañana, tú cocinas! -declaró mientras lo hacía y sonaba como si realmente ya no hubiera ahora perdón posible. Helen se preguntaba qué iba a cocinar. Excepto leche y huevos, tampoco habría nada en casa el día siguiente.

– Y tienes que hacer pan. Hay cereales en el armario. Además de judías, sal…, ya te las apañarás. Entiendo que hoy estás cansada, Helen, pero así no me sirves para nada.

Por la noche se había repetido la misma experiencia del día anterior. En esta ocasión, Helen llevaba su camisón más bonito y ambos yacían entre sábanas limpias, pero la experiencia no fue más agradable. Helen estaba llagada y horrorosamente avergonzada. El rostro de Howard, reflejo de pura lascivia, la atemorizaba. Pero esta vez, al menos, sabía que pasaría pronto. Una vez concluido el acto, Howard se dormía enseguida.

Esa mañana se había puesto en camino para inspeccionar los rebaños de ovejas. Le comunicó a Helen que no llegaría antes del atardecer. Y que para entonces esperaba una casa caldeada, una buena comida y las habitaciones limpias.

Helen no conseguía ordeñar. Pero en ese momento, cuando tiraba desesperada de la ubre de la vaca, oyó una risita apagada procedente de la puerta del establo. Oyó unos cuchicheos. Helen se habría asustado si las voces no hubieran sonado claras e infantiles. Así que se limitó a ponerse en pie.

– Salid, os estoy viendo -advirtió.

Otra risita.

Helen fue hacia la puerta, pero sólo pudo distinguir a dos figuras pequeñas y oscuras que salían corriendo como un rayo por la puerta entreabierta.

De todos modos, los niños no irían muy lejos, eran demasiado curiosos.

– No os haré nada -gritó Helen-. ¿Qué queríais, robar huevos?

– ¡Nosotros no robar, missy! -protestó una vocecita escandalizada. Helen había herido en su honor a alguien. De detrás de la esquina del establo surgió una personita morena, vestida sólo con una falda.

– Ordeñar cuando señor Howard fuera.

¡Ajá! Helen debía a ambos la pelea del día anterior.

– ¡Pero ayer no ordeñasteis! -dijo con severidad-. El señor Howard estaba muy enfadado.

– Ayer waiata-a-ringa…

– Danza -completó el segundo niño, en esta ocasión varón, vestido con un taparrabos-. Todo el pueblo bailar. ¡No tiempo para vacas!

Helen renunció a explicarles que una vaca tenía que ordeñarse diariamente sin tener en cuenta las festividades. A fin y al cabo ella tampoco lo había sabido hasta el día anterior.

– Pero hoy podéis ayudarme -dijo en vez de eso-. Podéis enseñarme cómo se hace.

– ¿Cómo se hace? -preguntó la niña.

– Ordeñar. Lo de la vaca -suspiró Helen.

– ¿Tú no saber ordeñar? -De nuevo risitas.

– Entonces, ¿tú qué hacer aquí? -preguntó con una sonrisa irónica el niño-. ¿Robar huevos?

Helen tuvo que reír. El pequeño no había nacido ayer. Pero no podía tomárselo a mal. Helen encontró muy guapos a los dos niños.

– Soy la nueva señora O’Keefe -se presentó-. El señor Howard y yo nos hemos casado en Christchurch.

– ¿El señor Howard casar con wahine que no ordeñar?

– Bueno, tengo otras cualidades -contestó Helen riendo-. Por ejemplo sé hacer caramelos. -En realidad no sabía, pero siempre había sido el último recurso para convencer a sus hermanos de que hicieran algo. Y Howard tenía en casa sirope. Con los otros ingredientes tendría que improvisar, pero en ese momento debía atraer a los niños al establo-. ¡Claro que sólo para niños buenos!

El concepto de «bueno» no parecía significar mucho para los dos maoríes, pero sí conocían la palabra «caramelos». El pacto no tardó en cerrarse. Helen también se enteró de que se llamaban Rongo Rongo y Reti y que procedían de un poblado maorí situado junto al río. Los dos ordeñaron la vaca en un abrir y cerrar de ojos, encontraron huevos en lugares donde Helen no había buscado y luego la siguieron curiosos al interior de la casa. Como confitar el sirope para los caramelos hubiera durado horas, Helen decidió servir a los niños crepes de sirope. Los dos contemplaron fascinados cómo movía la masa y le daba la vuelta en la sartén.

– Como takakau, pan sin levadura -observó Rongo.

Helen vio su oportunidad.

– ¿Sabes hacerlo, Rongo? Me refiero al pan sin levadura. ¿Me enseñas cómo se hace?

En realidad fue fácil. No se necesitaba más que cereal y agua. Helen esperaba que esto satisficiera las exigencias de Howard, al menos era algo de comida. Para su sorpresa, también encontraron algo comestible en el abandonado huerto de la parte posterior de la casa. En la primera inspección, Helen no había descubierto nada que se ajustara a su idea de verdura, pero Rongo y Reti removieron la tierra sólo un par de minutos y mostraron con orgullo unas raíces indefinibles. Helen preparó un potaje con ellas que sabía sorprendentemente bien.

Por la tarde, la joven limpió la habitación mientras Rongo y Reti inspeccionaban la dote. Los libros despertaron especialmente su atención.

– ¡Esto es magia! -dijo Reti con gravedad-. No coger, Rongo, o tú ser devorado.

Helen rio.

– ¿Cómo se te ocurre algo así, Reti? Sólo son libros que contienen historias. No son peligrosos. Cuando hayamos acabado aquí, os leeré algo en voz alta.

– Pero las historias están en la cabeza de kuia -dijo Rongo-. El contador de cuentos.

– Bien, pero cuando se sabe escribir, las historias fluyen de la cabeza por el brazo y la mano hacia el libro -dijo Helen-, y todo el mundo puede conocer la historia, no sólo aquel a quien el kuia se la cuenta.

– ¡Magia! -concluyó Reti.

Helen sacudió la cabeza.

– Que no. Mira, así se escribe tu nombre. -Cogió una hoja de papel de cartas y escribió primero el nombre de Reti y luego el de Rongo. Los niños la contemplaban boquiabiertos-. ¿Veis?, ahora podéis leer vuestros nombres. También podemos escribir todo lo demás. Todo lo que sabemos decir.

– ¡Pero entonces tienes poder! -dijo con seriedad Reti-. ¡El contador de cuentos tiene poder!

Helen rio.

– Sí. ¿Sabéis una cosa? Os enseñaré a leer. A cambio, vosotros me enseñaréis cómo ordeñar la vaca y lo que se cultiva en el huerto. Le preguntaré al señor Howard si hay libros en vuestra lengua. Yo aprendo maorí y vosotros mejoráis vuestro inglés.

5

Gerald acabaría teniendo razón. La boda de Gwyneira sería el acontecimiento social más esplendoroso que las llanuras de Canterbury habían conocido jamás. Los invitados de granjas alejadas e incluso de la División de Dunedin se pusieron en marcha días antes. La mitad de Christchurch también estaría presente. Las habitaciones de invitados de Kiward Station pronto se llenaron hasta los topes, pero Gerald mandó levantar tiendas alrededor de la casa para que todos tuvieran un sitio confortable en el que dormir. Contrató al cocinero del hotel de Christchurch para ofrecer a los invitados una cocina que les resultara familiar pero que al mismo tiempo fuera selecta. Mientras, Gwyneira debía enseñar a las chicas maoríes a servir a la perfección, algo que superaba sus conocimientos. Entonces se le ocurrió que con Dorothy, Elizabeth y Daphne habría personal bien formado en el entorno. La señora Godewind puso de buena gana a Elizabeth a su disposición; los Candler, los señores de Dorothy, estaban invitados y podían llevar a la muchacha con ellos. Gerald no tenía ni idea de dónde se encontraba la granja de los Morrison, así que no había esperanzas de ponerse en contacto con Daphne. La señora Baldwin aseguraba, sin embargo, que lo había intentado, pero que no había recibido respuesta de los Morrison. Gwyneira volvió a pensar con pena en Helen. Tal vez ella sabía algo de su discípula perdida. No obstante seguía sin tener noticias de su amiga y tampoco ella había tenido ni el tiempo ni la oportunidad de seguirle la pista.

Al menos Dorothy y Elizabeth daban la impresión de estar contentas. Con los uniformes azules para la boda, con delantales de puntillas y la cofia, estaban guapas y aseadas, y tampoco habían olvidado ni una pizca de su formación. Aun así, Elizabeth dejó caer dos platos de valiosa porcelana a causa del nerviosismo, pero Gerald no se dio cuenta, a las chicas maoríes les daba igual y Gwyneira miró hacia otro lado. Le preocupaba más Cleo, que obedecía con reservas a James McKenzie. Esperaba que todo saliera bien en la demostración de los perros pastores.

Hacía un día espectacular, por lo que el enlace se celebró en un baldaquín construido para la ocasión en el jardín donde todo reverdecía y daba flores. Gwyneira conocía la mayoría de las plantas de Inglaterra. La tierra era fértil y, a ojos vistas, estaba preparada para abrirse a toda la nueva flora y fauna que los inmigrantes le aportaran.

El vestido de boda inglés de Gwyneira atrajo miradas y comentarios elogiosos. Elizabeth en particular estaba entusiasmada.

– ¡Yo también querré uno así cuando me case! -suspiró nostálgica, si bien ya no se desvivía por Jamie O’Hara, sino por el vicario Chester.

– ¡Te lo prestaré! -dijo Gwyn con generosidad-. ¡Y a ti también, Dot, por supuesto!

Dorothy se recogía el cabello en lo alto, lo que hacía mucho más hábilmente que Kiri y Moana, aunque no tan bien como Daphne. Dorothy no dijo nada sobre el generoso ofrecimiento de Gwyneira, pero Gwyn había advertido que observaba con interés al hijo más joven de los Candler. Ambos encajaban por la edad…, tal vez sucediera algo en unos pocos años.

Gwyneira fue una novia preciosa y Lucas no le iba a la zaga vestido para la ceremonia. Llevaba un frac gris pálido que conjugaba perfectamente con el color de sus ojos y, como era de esperar, su comportamiento fue impecable. Mientras que Gwyn se atascó dos veces, Lucas pronunció los votos de fidelidad al matrimonio con voz firme y sosegada, puso el valioso anillo en el dedo de su esposa y la besó tímidamente en la boca cuando se lo indicó el reverendo Baldwin. Gwyneira se sintió decepcionada de una forma rara, aunque se dominó de inmediato. Pues ¿qué esperaba? ¿Que Lucas la tomara entre sus brazos y la besara con pasión como hacían los cowboys con las felizmente salvadas protagonistas de las revistuchas?

Gerald no cabía en sí de orgullo por la joven pareja. Champán y whisky corrían a raudales. Los distintos platos que componían el menú estaban deliciosos, los invitados entusiasmados y llenos de admiración. Gerald resplandecía de felicidad, mientras que Lucas, sorprendentemente, mostraba indiferencia, lo que a Gwyneira la enojó un poco. ¡Al menos podría haber fingido que estaba enamorado de ella! Pero era algo que no se podía ni esperar. Gwyn intentó desprenderse de sus fantasías irrealizables y románticas; aun así esa calma indiferente de Lucas la irritaba. Por otra parte, ella parecía ser la única que percibía el extraño comportamiento de su esposo. Los invitados sólo tenían palabras elogiosas para ellos y ponderaban la buena pareja que hacían el novio y la novia. Tal vez ella esperase demasiado.

Gerald anunció por fin la demostración de los perros pastores y los invitados lo siguieron a la parte posterior de la casa, frente a los establos.

Gwyneira miró con melancolía a Igraine, que estaba con Madoc en un cercado, hacía días que no había logrado cabalgar y la situación no parecía que fuera a mejorar en el futuro. Como era costumbre ahí, algunos de los invitados permanecerían durante días en la casa y habría que hacerles los honores y entretenerlos.

Los pastores habían reunido un rebaño de ovejas para la demostración y James McKenzie se dispuso a impartir indicaciones a los perros. Primero, Cleo y Daimon tenían que salir en busca de las ovejas que pastaban en libertad por el terreno contiguo a la casa. Para ello se requería una posición de partida que se situaba exactamente frente al pastor. Cleo dominaba esta tarea a la perfección, pero Gwyneira se dio cuenta de que se colocaba demasiado a la derecha de McKenzie. Gwyn midió la distancia con la mirada y captó también la de su perra: Cleo la miraba esperando órdenes, no daba ninguna muestra de reaccionar a las indicaciones de McKenzie. En lugar de ello aguardaba las órdenes de su ama.

Bueno, esto no iba a ocasionar ningún desbarajuste. Gwyneira se colocó en la primera fila de los espectadores, no muy alejada de McKenzie. Éste dio la orden a los perros de hacerse cargo del rebaño, por lo general el punto crítico de tales demostraciones. Cleo formó su grupo con habilidad y Daimon colaboró de maravilla. McKenzie lanzó como de paso una mirada desafiante a Gwyneira y ella le contestó con una sonrisa. El capataz de Gerald había hecho un trabajo excelente en el adiestramiento de Daimon. La misma Gwyn no lo hubiera hecho mejor.

Cleo guio el rebaño hacia el pastor con una precisión modélica, así que, de momento, el hecho de que mirase a Gwyneira en lugar de a James no planteaba ningún problema. En el trayecto hacia ellos debía pasar obligatoriamente por un portón y las ovejas tenían que entrar. Cleo se movía a un tiempo regular y Daimon vigilaba a los animales que escapaban. Todo transcurrió a la perfección hasta que, pasado el portón, tenían que conducir el rebaño detrás del pastor. Cleo miró a Gwyneira con desconcierto. ¿Realmente tenía que guiar a los animales por todo ese gentío que se había colocado detrás de su ama? Gwyneira se percató de la desorientación de Cleo y supo que debía actuar de inmediato. Se arremangó con toda tranquilidad las faldas, dejó a los invitados y se encaminó hacia James.

– ¡Aquí, Cleo!

La perra guio de inmediato el rebaño a la cerca que se había instalado a la izquierda de James. Ahí, el perro tenía que separar del rebaño a una oveja previamente señalada.

– ¡Ella primero! -le susurró Gwyn a James.

Él había estado casi tan desconcertado como la perra, pero sonrió cuando Gwyneira se le acercó. Silbó a Daimon y le indicó una oveja. Cleo se quedó obedientemente sentada, mientras el joven perro sacaba a la oveja. Daimon cumplió bien con su tarea, pero tuvo que hacer tres intentos.

– ¡Ahora yo! -gritó Gwyn en el ardor de la competición-. ¡Shedding, Cleo!

Cleo saltó y separó su oveja en el primer intento.

El público aplaudió.

– ¡Hemos ganado! -exclamó Gwyn riendo.

James McKenzie contempló su rostro resplandeciente. Las mejillas estaban sonrosadas, los ojos brillaban triunfales y la sonrisa era arrebatadora. Antes, en el altar, su expresión no reflejaba ni la mitad de felicidad que ahora.

También Gwyn percibió un destello en los ojos de McKenzie y se sintió confusa. ¿Qué era? ¿Orgullo? ¿Admiración? ¿O justo aquello que durante todo el día echaba en falta en la mirada de su esposo?

Pero ahora los perros tenían una última tarea que cumplir. Al silbido de James guiaron las ovejas a un corral. McKenzie tenía que cerrar el portón detrás de ellas y la labor habría concluido.

– Entonces, ya me voy -dijo Gwyn afligida cuando él se puso en camino hacia el portón.

McKenzie sacudió la cabeza.

– No, eso le corresponde al vencedor.

Cedió el paso a Gwyneira, que ni siquiera se dio cuenta de que el borde de su vestido se arrastraba por el polvo. Cerró la puerta triunfal. Cleo, que hasta el final de su tarea estaba esperando y vigilando responsablemente las ovejas, se arrojó a Gwyneira pidiendo indicaciones. Gwyneira la elogió y se percató, sintiéndose culpable, que eso había dado el golpe de gracia al vestido de novia.

– No ha sido muy convencional -observó Lucas de mal humor cuando su esposa por fin regresó a su lado. Era evidente que los invitados se lo habían pasado en grande y la colmaron de elogios, pero su esposo no parecía muy impresionado-. ¡Estaría bien que en adelante te comportaras más como corresponde a una dama!

Entretanto había refrescado demasiado para permanecer en el jardín, aunque ya era hora de abrir el baile. Un cuarteto de cuerda tocaba en el salón, Lucas se percató de que se deslizaban frecuentes errores en la interpretación. Gwyn no se dio ni cuenta. Dorothy y Kiri habían limpiado a toda prisa el vestido y dejó que Lucas la condujera a través de las notas de un vals. Como era de prever, el joven Warden era un bailarín consumado, pero también Gerald se deslizaba con agilidad por la pista. Gwyn bailó primero con su suegro, luego con Lord Barrington y el señor Brewster. Los Brewster habían llegado esta vez con su hijo y su joven esposa, y la pequeña maorí era, en efecto, tan cautivadora como la habían descrito.

Entretanto, a Lucas volvía a tocarle el turno, y en algún momento a Gwyn le empezaron a doler los pies de tanto bailar. Al final le pidió que la acompañara a la terraza para tomar un poco de aire fresco. Dio un sorbo a una copa de champán y pensó en la noche que le esperaba. El asunto no podía postergarse más ahora. Hoy pasaría lo que «te hacía mujer», como su madre le había dicho.

De los establos también salía música. Los trabajadores de la granja estaban de fiesta, aunque no con un cuarteto de cuerda y un vals, ahí el violín, la armónica y el tin whistle interpretaban alegres danzas populares. Gwyneira se preguntó si también McKenzie tocaba uno de esos instrumentos. Y si era bueno con Cleo, que esa noche permanecía encerrada. Lucas no estaba entusiasmado con el hecho de que la perrita anduviera pegada a los talones de su esposa. Tal vez le habría permitido un perrito faldero, pero, según su opinión, el establo era el lugar de una perra guardiana de ganado. Esa noche Gwyn cedía; pero mañana volverían a repartirse las cartas. Y James cuidaría bien de Cleo…, Gwyn pensó en sus manos fuertes y morenas acariciando suavemente el pelaje de la perra. Los animales lo querían…, y ella ahora debía ocuparse de otros asuntos.

El festejo estaba en pleno apogeo cuando Lucas propuso a su esposa que se retirasen.

– Más tarde los hombres estarán borrachos e insistirán en acompañarnos a la habitación nupcial -dijo-. Quisiera ahorrarnos sus obscenidades.

Gwyneira estuvo de acuerdo. Ya estaba harta de bailar y quería dar el asunto por zanjado. Oscilaba entre el miedo y la curiosidad. Según las indicaciones de su madre, le haría daño. Sin embargo, en las novelas baratas, la mujer se sumergía encantada en los brazos del cowboy. Gwyn se dejaría sorprender.

Los invitados al casamiento despidieron a la pareja con gran alboroto, pero sin lamentables y desvergonzados comentarios, y Kiri ya estaba en su puesto para ayudar a Gwyneira a quitarse el vestido de boda. Lucas besó con pudor a su esposa en la mejilla delante de sus aposentos.

– Tómate tu tiempo para los preparativos, cariño mío. Vendré cuando estés lista.

Kiri y Dorothy desvistieron a Gwyneira y le soltaron el pelo. Kiri rio y bromeó todo el tiempo mientras lo hacía, mientras que Dorothy sollozaba. La muchacha maorí parecía alegrarse con franqueza por Gwyn y Lucas y sólo mostraba sorpresa por el hecho de que hubieran abandonado tan pronto la fiesta. Entre los maoríes compartir el lecho con toda la familia era signo de que el enlace se había consumado. Cuando Dorothy se enteró, todavía se puso a llorar más.

– ¿Qué es lo que te da tanta pena, Dot? -preguntó Gwyneira irritada-. Parece un entierro.

– No lo sé, pero mi mamá siempre lloraba en las bodas. Tal vez traiga suerte.

– Llorar no traer suerte, ¡reír traer suerte! -la contradijo Kiri-. Bien, usted preparada, miss. Muy bonita. Nosotras irnos ahora y llamar puerta del señor Lucas. ¡Guapo hombre, el señor Lucas! Muy amable. Sólo un poco delgado. -Rio por lo bajo cuando tiró de Dorothy para salir.

Gwyneira se repasó de arriba abajo. Su camisón estaba confeccionado con unas puntillas sumamente delicadas, sabía que le quedaba bien. ¿Pero, qué debía hacer ahora? No podía recibir a Lucas ahí en su tocador. Y si había entendido bien a su madre, el asunto se desarrollaba en la cama…

Gwyn se tendió en ella y se cubrió con la colcha de seda. En realidad era una pena que no se viera el camisón. ¿Acaso Lucas retiraría la manta…?

Contuvo la respiración cuando oyó que se movía el pomo. Lucas entró con una lámpara en la mano. Parecía desconcertado porque Gwyn todavía no había apagado la luz.

– Cariño, creo que nosotros…, que sería más decente si bajáramos la luz.

Gwyneira asintió. Lucas tampoco era una visión especialmente sublime en camisa de noche larga. Ella siempre se había imaginado las camisas de noche de los hombres, bueno…, un poco más viriles.

Lucas se tendió junto a ella debajo de la colcha.

– Intentaré no hacerte daño -le susurró, besándola con suavidad en el cuello. Gwyneira se quedó quieta mientras él la cubría de besos y acariciaba los hombros, el cuello y los pechos. A continuación se subió la camisa. Respiraba más deprisa y también Gwyneira notó que la invadía la excitación, que aumentaba cuando los dedos palpaban esas zonas más íntimas de su cuerpo que ni ella misma había explorado todavía. Su madre siempre le había indicado que llevara una camisa incluso al bañarse y ella no había osado siquiera mirar con atención su vientre: el vello rojo y crespo, todavía más crespo que el de su piel. Lucas la acariciaba con suavidad y Gwyneira sentía un agradable, excitante hormigueo. Finalmente, él retiró la mano, se colocó encima de ella y Gwyneira sintió entre las piernas su miembro, que se hinchó y endureció y se introdujo en las profundidades de esas zonas del cuerpo que para ella eran todavía inexploradas. De repente Lucas pareció encontrar resistencia y relajarse.

– Lo siento, cariño, pero ha sido un día muy agotador -se disculpó.

– Pero era muy bonito… -respondió con prudencia Gwyneira, y lo besó en la mejilla.

– Tal vez podamos intentarlo mañana otra vez…

– ¡Si así lo deseas! -contestó Gwyn, a un mismo tiempo desconcertada y aliviada. Su madre había exagerado en exceso el asunto de las obligaciones conyugales. Realmente, lo que había sucedido no era razón para compadecerse de alguien.

– Entonces me despido ahora -anunció Lucas, tenso-. Creo que dormirás mejor sola.

– Si así lo deseas… -dijo Gwyneira-. ¿Pero no es lo normal que un hombre y una mujer pasen juntos la noche de bodas?

Lucas asintió.

– Tienes razón. Me quedaré aquí. La cama es lo bastante ancha.

– Sí. -Gwyn le dejó sitio solícita y se acurrucó en el lado izquierdo. Lucas se tendió rígido e inmóvil en el derecho.

– Que pases una buena noche, cariño.

– Buenas noches, Lucas.

A la mañana siguiente, Lucas ya se había levantado cuando Gwyneira se despertó. Witi le había dejado un traje de mañana claro en el vestidor de Gwyn. El joven ya estaba vestido para bajar a desayunar.

– No me importa esperarte, cariño -dijo, y parecía incómodo al contemplar a Gwyneira, que se había levantado de la cama con su camisón de puntillas-. Pero tal vez sea mejor si soporto yo solo los comentarios sicalípticos de nuestros invitados.

Gwyneira no sentía en realidad ningún temor de volver a ver tan pronto por la mañana a los más empedernidos bebedores de la noche anterior, pero le dio la razón.

– Por favor, envíame a Kiri, y, si es posible, también a Dorothy para que me ayuden a vestir y a peinar. Seguro que hoy todavía tendremos que vestirnos de fiesta, así que alguien tendrá que encorsetarme -dijo afable.

Lucas pareció sentirse de nuevo mal con el tema del corsé. Pero Kiri ya esperaba delante de la puerta. Sólo había que llamar a Dorothy.

– ¿Y qué cuenta, mistress? ¿Ha sido bonito?

– Por favor, seguid llamándome miss, tú y las demás -pidió Gwyn-. Lo prefiero.

– Como guste, Miss Gwyn. ¡Pero ahora contar! ¿Cómo ha ido? Primera vez no siempre bonito. ¡Pero luego mejor, miss! -dijo Kiri con vehemencia, mientras preparaba el vestido de Gwyn.

– Bueno…, bonito… -murmuró Gwyn. También en este aspecto el asunto estaba sobrevalorado. No encontraba ni bonito ni espantoso lo que Lucas le había hecho por la noche. Aunque era práctico que un hombre no pesara demasiado. Se rio al pensar en Kiri, a quien le gustaban sin duda más los hombres gruesos.

Kiri ya había ayudado a Gwyn a ponerse un vestido de verano blanco con florecitas de colores, cuando apareció Dorothy. Ésta se encargó del peinado, mientras Kiri cambiaba la ropa de la cama. Gwyn lo encontró exagerado, a fin de cuentas sólo había dormido entre las sábanas. De todos modos no quiso decir nada, tal vez fuera una costumbre maorí. Dorothy había dejado de llorar, pero estaba silenciosa y no miraba de frente a Gwyn.

– ¿Se encuentra bien, Miss Gwyn? -preguntó preocupada.

Gwyn asintió.

– Claro, ¿por qué no? Qué bonito con el pasador, Dorothy. ¡Kiri, fíjate!

Kiri parecía estar por el momento ocupada en otros asuntos. Con expresión preocupada miraba las sábanas. Gwyn se percató cuando Dorothy salió de la habitación a ordenar el desayuno.

– ¿Qué pasa Kiri? ¿Qué buscas en las sábanas? ¿Ha perdido algo el señor Lucas? -Gwyn pensaba en un adorno o tal vez en la alianza. Era un poco grande para los delgados dedos de Lucas.

Kiri sacudió la cabeza.

– No, no, miss. Es sólo…, es no sangre en la sábana… -Avergonzada y perpleja miró a Gwyn.

– ¿Por qué iba a haber sangre? -preguntó Gwyneira.

– Después primera noche siempre sangre. Hacer primero un poco de daño, luego sangre y luego ser bonito.

Gwyn empezó a sospechar que se había perdido algo.

– El señor Lucas es muy…, muy delicado -contestó vagamente.

Kiri asintió.

– Y seguro que también cansado después fiesta. No estar triste, mañana seguro sangre.

Gwyneira decidió plantearse ese problema cuando volviera a surgir. Lo primero que hizo fue ir a desayunar. Lucas ya estaba conversando con los invitados con suma cordialidad. Bromeaba con las damas, encajaba los chistes de los caballeros con buen humor y se mostró tan atento como siempre cuando Gwyn se reunió con él. Las horas siguientes transcurrieron con la conversación habitual y dejando aparte las palabras de la irremediablemente sensiblona señora Breister, «¡Es tan valiente, niñita! ¡Tan alegre! Pero el señor Warden es también un hombre tan considerado», nadie mencionó la noche anterior.

Al mediodía, mientras la mayoría de los invitados descansaba, Gwyn por fin tuvo tiempo para ir a los establos a visitar su caballo y sobre todo para reencontrarse con su perra.

Los pastores la saludaron a voces.

– Ah, señora Warden. ¡Felicidades! ¿Ha pasado una buena noche? -preguntó Poker Livingston.

– Es evidente que mejor que la que ha pasado usted, señor Livingston -contestó Gwyneira. Los hombres parecían todos bastante resacosos-. Pero me alegro de que hayan bebido en abundancia a mi salud.

James McKenzie la observaba con más curiosidad que deseo. En su mirada parecía haber compasión. A Gwyn le resultaba difícil leer en sus profundos ojos castaños, cuya expresión cambiaba sin cesar. Mientras, el joven esbozó de nuevo una sonrisa cuando advirtió cómo Cleo saludaba a su ama.

– ¿Y se han enfadado con usted? -preguntó McKenzie.

Gwyn sacudió la cabeza.

– ¿Por qué? ¿Por la competición? Qué va. ¡El día de su boda una joven todavía puede pasarse de la raya! -Le hizo un guiño-. Pero a partir de mañana mi esposo me atará corto. Nuestros invitados ya me tiran de la rienda. Siempre hay alguien que requiere algo de mí. Hoy tampoco podré ir a pasear a caballo.

McKenzie pareció sorprenderse de que quisiera ir a caballo, pero no dijo nada al respecto. Su mirada inquisitiva cedió el paso de nuevo a un destello travieso en los ojos.

– Entonces tiene que encontrar la oportunidad de escaparse de ellos. ¿Qué tal si mañana a esta hora le ensillo el caballo? Es cuando la mayoría de las damas se echan una siestecita.

Gwyn asintió encantada.

– Buena idea. Pero no a esta hora, tengo cosas que hacer en la cocina supervisando que se recoja todo después de la comida y que se prepare el té. La cocinera insiste en ello… Sabe Dios por qué. Pero podría ser por la mañana temprano. Si me prepara a Igraine a las seis de la mañana, podré salir a pasear antes de que los invitados se levanten.

James pareció desconcertado.

– Pero que dirá el señor Lucas si usted… Disculpe, no es algo que me incumba…

– Y al señor Lucas tampoco -contestó Gwyn despreocupada-. Si no desatiendo mis tareas de anfitriona, puedo ir a galopar cuando me apetezca.

«No se trata de las tareas de anfitriona», le rondó a James por la cabeza, pero se contuvo de hacer ese comentario. En ningún caso pretendía tomarse familiaridades con Gwyneira. Sin embargo, no tenía la impresión de que la noche de bodas hubiera transcurrido de forma muy apasionada.

Por la noche, Lucas volvió a visitar a Gwyneira. Ahora que ya sabía lo que la esperaba, disfrutó incluso de sus suaves caricias. Se estremeció cuando él le besó los pechos y el roce de la suave piel bajo el vello del pubis le resultó más excitante que la primera ocasión. Esta vez atisbó también el miembro de Lucas, grande y duro; pero éste volvió a relajarse como la noche anterior. Gwyneira experimentó una extraña sensación de insatisfacción que no consiguió explicarse. Pero tal vez eso fuera normal. Ya lo averiguaría.

A la mañana siguiente, Gwyn se pinchó el dedo con una aguja de coser, se apretó hasta que sangró y manchó con la sangre las sábanas. Kiri no debía pensar que tal vez Lucas y ella estaban haciendo algo mal.

6

Helen se acostumbró en cierta forma a la vida con Howard. Lo que por las noches sucedía en el lecho conyugal siempre le resultaba desagradable, pero entretanto había llegado a considerarlo desvinculado de su otra vida cotidiana y durante el día trataba a Howard con normalidad.

Pero no siempre era fácil. Howard alimentaba ciertas expectativas sobre su esposa y se enfurecía pronto cuando Helen no respondía a ellas. Montaba incluso en cólera cuando ella expresaba sus deseos o requería otros muebles o mejores utensilios de cocina, pues las cazuelas y sartenes se habían gastado y ensuciado de tal modo con los restos de comida que de nada servía restregarlas.

– La próxima vez que vayamos a Haldon -la consolaba una y otra vez. Al parecer, era un lugar demasiado alejado para viajar hasta allí por un par de cacharros de cocina, especias y azúcar.

Pero Helen ansiaba desesperadamente entrar en contacto con la civilización. Tenía miedo a la vida en plena naturaleza virgen, por mucho que Howard le asegurase que no había animales peligrosos en las llanuras de Canterbury. Además añoraba intercambios de opiniones y conversaciones profundas. Con Howard apenas si se podía hablar de otra cosa que no fuera el trabajo en la granja. Tampoco estaba dispuesto a contar más sobre su vida anterior en Irlanda o en las estaciones balleneras. Ese tema estaba cerrado. Helen ya sabía lo que había de saber y Howard no tenía ningunas ganas de seguir hablando de ello.

El único rayo de luz en su desconsolada existencia eran los niños maoríes. Reti y Rongo aparecían casi cada día y después de que Reti se hubiera jactado en el pueblo de sus recién adquiridas aptitudes para la lectura (ambos niños aprendían deprisa y ya podían recitar todo el alfabeto e incluso escribir y leer sus nombres) otros niños se les unieron.

– ¡También nosotros estudiar magia! -declaró un muchacho con gravedad, y Helen escribía más hojas con nombres extraños como Ngapini o Wiramu. A veces le sabía mal por su costoso papel de cartas. Pero, por otra parte, no le encontraba otra utilidad. Escribía ansiosa cartas a sus parientes y los Thorne en Inglaterra y también a las chicas en Nueva Zelanda. Pero mientras no fueran a Haldon era imposible enviarlas por correo. Quería aprovechar la visita a la pequeña población para comprar una edición de la Biblia en maorí. Howard le había contado que la Sagrada Escritura ya estaba traducida y a Helen le hubiera gustado estudiarla. Si aprendía un poco de maorí, tal vez podría entender a las madres de los niños. Rongo la había llevado una vez al poblado y todos habían sido muy amables. Pero sólo los hombres, que a menudo trabajaban con Howard o que se encargaban de conducir los rebaños a los pastos o de recogerlos, balbucían algunas palabras en inglés. Los niños lo habían aprendido de sus padres y entretanto un matrimonio de misioneros había hecho una breve aparición en el pueblo.

– Pero ellos no amables -explicó Reti-. Siempre mover dedo y decir: «¡Uy, uy, pecado, pecado!» ¿Qué es pecado, Miss Helen?

Helen amplió a partir de entonces los contenidos de las clases y leyó primero la Biblia en inglés. Al hacerlo, se le plantearon unos extraños problemas. La historia de la creación, por ejemplo, confundió profundamente a los niños.

– ¡No, no, lo otro! -dijo Rongo, cuya abuela era una respetada contadora de historias-. Primero estaban papatuanuku, la tierra, y ranginui, el cielo. Y se querían tanto que no querer separarse. ¿Comprende? -Rongo hizo un gesto entonces tan obsceno que a Helen se le heló la sangre en las venas. De todos modos la ingenuidad del chico era total-. Pero niños de los dos querían que en el mundo haber pájaros y peces y nubes y luna y todo. Por eso separarse. Y papa llora y llora y salen los ríos y el mar y el lago. Pero un día deja de llorar. Rangi siempre llorar, casi cada día…

La lágrimas de rangi, así lo había contado en una ocasión anterior Rongo, caían del cielo en forma de lluvia.

– Es una historia muy bonita -murmuró Helen-. Pero ya sabéis que los pakeha proceden de grandes regiones extranjeras, donde todo está congelado y blanco. Y estas historias de la Biblia fueron contadas por el Dios de Israel a los profetas y son la verdad.

– ¿Sí, Miss Helen, Dios las contó? ¡Para nosotros un dios no hablar! -Reti estaba fascinado.

– ¡Ahí está! -contestó Helen con un asomo de mala conciencia. A fin de cuentas, pocas veces se atendían sus oraciones.

Los invitados de Gwyneira por fin se marcharon y la vida en Kiward Station volvió a la normalidad. Gwyn esperaba recuperar con ello la relativa libertad de que había disfrutado los primeros días en la granja. Y así sucedió hasta cierto grado: Lucas no le daba ningún tipo de directivas. Ni siquiera censuró que Cleo volviera a dormir en los aposentos de Gwyneira cuando él visitaba a su esposa.

Las primeras noches la perrita se convirtió en un auténtico fastidio, pues creía que Gwyneira era maltratada y protestaba con fuertes ladridos. La regañaron y volvieron a enviarla a su propia manta. Lucas lo aguantaba sin quejarse. Gwyn se preguntaba el motivo y no podía desprenderse de la sensación de que su esposo se sentía culpable frente a ella. En sus encuentros todavía no había sufrido dolores ni derramado nada de sangre. Por el contrario: con el tiempo disfrutaba de las caricias y a veces se sorprendía, tras la partida de Lucas, tocándose y disfrutando de la sensación que le producía frotarse y acariciarse a sí misma, con lo cual notaba que se humedecía. Sin embargo, no había presencia de sangre. Con el transcurso del tiempo se volvió más audaz e investigó más a fondo con los dedos, intensificando con ello sus sensaciones. Seguramente sucedería lo mismo si Lucas introdujera su miembro, lo que era evidente que intentaba sin poder conservar su dureza el tiempo suficiente. Gwyn se preguntaba por qué no se ayudaba con la mano.

Al principio, Lucas la visitaba todas las noches tras acostarse, luego las visitas se fueron espaciando cada vez más. Introducía el asunto siempre con la amable pregunta: «¿quieres que volvamos a probarlo hoy otra vez, cariño?», y nunca protestaba si Gwyn se negaba. Hasta el momento, Gwyn encontraba que la vida matrimonial carecía de problemas.

Gerald, por el contrario, le complicaba la existencia. Insistía ahora con firmeza en que asumiera las tareas de un ama de casa: Kiward Station debía ser dirigida como una mansión europea. Witi se habría transformado en un discreto mayordomo, Moana en una cocinera perfecta y Kiri en la imagen de una sirvienta. Los empleados maoríes eran por lo general serviciales y honrados, querían a su nueva señora y se esforzaban por anticiparse a todos sus deseos. Pero Gwyn creía que todo debía permanecer como estaba, incluso si algunas cosas necesitaban pasar por un proceso de aclimatación. Las chicas, por ejemplo, se negaban a llevar zapatos en la casa. Les apretaban. Kiri enseñó a Gwyn las ampollas y rozaduras que le habían salido en los pies después de una larga jornada laboral con los zapatos de piel, que no tenía costumbre de calzar. Tampoco encontraban prácticos los uniformes y de nuevo Gwyn debía darles la razón. Esa ropa les daba calor en verano, incluso ella sudaba en sus voluminosas faldas. La muchacha, no obstante, estaba acostumbrada a sufrir en nombre de la decencia. Las jóvenes maoríes, por supuesto, no lo comprendían. Lo más complicado surgía cuando Gerald expresaba deseos concretos que, por lo general, se remitían al menú que hasta ahora, Gwyneira debía reconocerlo, resultaba más bien limitado. La cocina de los maoríes no era especialmente variada. Moana cocía a fuego lento boniatos y verduras o asaba carne o pescado con especias exóticas. Si bien el sabor era peculiar, solían ser platos sabrosos. Gwyneira, que no sabía cocinar, se los comía sin rechistar. Gerald, por el contrario, insistía en que se ampliara el menú.

– Gwyneira, quiero que en el futuro te ocupes de forma más intensiva de la cocina -dijo una mañana durante el desayuno-. Estoy cansado de estos platos maoríes y me gustaría volver a comer un estofado irlandés como es debido. ¿Podrías por favor comunicárselo a la cocinera?

Gwyn asintió con la mente ya puesta en su plan de encerrar esa mañana, con McKenzie y los perros de menor edad, los rebaños de ovejas en un corral. Algunos animales jóvenes ya habían abandonado los prados de la montaña y vagaban en las zonas de pasto cercanas a la granja, de modo que el rebaño se alborotaba a causa sobre todo de los jóvenes carneros. Por esa razón, Gerald había ordenado a los pastores que reunieran a los animales y los llevaran de vuelta a la montaña, lo que era un proceso fatigoso. Sin embargo, con los nuevos perros pastores la tarea estaría concluida en un día y Gwyneira quería observar los primeros intentos para conseguirlo. De todas formas, eso no le impediría hablar un momento con Moana sobre la comida del mediodía.

– Para hacer el irish stew se pone col y cordero, ¿no? -preguntó a los presentes.

– ¿Qué, si no? -gruñó Gerald.

Gwyn tenía la vaga idea de que se apilaban el uno sobre el otro y se cocían.

– Todavía hay cordero, y col… ¿tenemos col en el huerto, Lucas? -preguntó vacilante.

– ¿Qué crees que son esas hojas grandes y verdes que forman repollos? -preguntó enojado Gerald.

– Yo, hum… -Hacía tiempo que Gwyneira había comprobado que el trabajo en el huerto no le parecía nada especial por mucho que los resultados fueran comestibles. Simplemente no tenía paciencia para esperar hasta que las semillas se convirtieran en repollos o pepinos y pasar mientras tanto horas interminables arrancando malas hierbas. Ése era el motivo de que pocas veces prestara atención al huerto; Hoturapa ya se encargaba de ello.

Moana se sintió bastante desconcertada cuando Gwyn le encomendó la tarea de cocinar col y carne de cordero a la vez.

– Nunca haberlo hecho -dijo. La col era, además, un ingrediente desconocido por completo para la joven-. ¿Cómo saber?

– Como…, bueno, como un cocido irlandés justamente. Hervir es sencillo, luego ya verás -dijo Gwyn. Estaba como unas castañuelas ante la posibilidad de escapar a los establos donde James ya la esperaba con Madoc ensillado. Gwyneira alternaba ahora los dos caballos.

Los perros jóvenes dieron estupendos resultados e incluso Gerald se deshizo en alabanzas cuando la mitad de los pastores ya volvía con Gwyneira al mediodía. Las ovejas se habían reunido con éxito y Livingston y Kennon las conducían de vuelta a las montañas con ayuda de tres perros. Cleo saltaba complacida junto a su ama y Daimon permanecía junto a McKenzie. Los dos jinetes se sonreían de vez en cuando. Disfrutaban del trabajo compartido y Gwyn pensaba en ocasiones que podía entenderse de forma tan natural y sin palabras con el trabajador de cabello castaño…, como sólo lo hacía con Cleo. James siempre sabía con exactitud qué oveja tenía pensada para separarla o volver a reunirla al rebaño. Parecía presentir lo que quería hacer y solía silbar a Daimon justo en el momento en que Gwyneira iba a solicitar ayuda.

En ese momento le cogió el semental delante de los establos.

– Márchese ya, Miss Gwyn, o no tendrá tiempo de cambiarse antes de la comida. El señor Gerald ya se está frotando las manos… Ha pedido un plato de su viejo hogar, ¿no?

Gwyneira asintió, al tiempo que sintió cierto temor. ¿Estaba Gerald realmente tan obsesionado con ese estofado irlandés para hablar de ello con los trabajadores de la granja? ¡Ojalá fuera de su agrado!

A Gwyneira le habría gustado probar el plato antes de entrar, pero era cierto que tenía prisa y apenas si consiguió cambiarse el vestido de montar por uno informal antes de que la familia se reuniera para comer. En el fondo, Gwyn consideraba que todo ese trajín con la ropa era superfluo. Gerald siempre se presentaba a la comida con la misma ropa con que supervisaba los trabajos en los establos o en los pastos. A Lucas, por el contrario, le gustaba crear un ambiente elegante durante las horas de las comidas y Gwyneira no quería pelearse con él. Llevaba en esos momentos un vestido precioso de color azul claro con bordados amarillos en la falda y las mangas. Se había arreglado a medias el cabello y lo había recogido con unas peinetas.

– Hoy vuelves a estar cautivadora, cariño mío -observó Lucas. Gwyn le sonrió.

Gerald contempló la escena con satisfacción.

– ¡Los tortolitos! -señaló contento-. Así que no tardaremos en celebrar que tenemos descendencia, ¿verdad, Gwyneira?

Gwyn no sabía qué responder. Si de sus esfuerzos con Lucas dependía, no fracasarían. Si una se quedaba embarazada con las cosas que hacían de noche en su habitación, por ella no había problemas.

Lucas, sin embargo, se ruborizó.

– ¡Sólo llevamos un mes casados, padre!

– Bueno, un tiro es suficiente, ¿no? -Gerald soltó una carcajada. Lucas parecía molesto y Gwyneira no volvió a entender nada. ¿Qué relación había entre tener niños y disparar un tiro?

No obstante, Kiri apareció con una bandeja y puso fin a la molesta conversación. Tal como le había enseñado Gwyneira, la muchacha se colocó a la derecha del señor Gerald y sirvió primero al señor de la casa y luego a Lucas y Gwyneira. Procedió con habilidad, Gwyneira no encontró nada que criticar y devolvió una sonrisa de aprobación a Kiri cuando ésta, al acabar de servir, se situó obedientemente junto a la mesa por si precisaban de sus servicios.

Gerald arrojó una mirada de incredulidad a la sopa clara, de un tono rojo amarillento, en la que flotaban unas hojas de col y unos trozos de carne, antes de explotar.

– ¡Por todos los demonios, Gwyn! Era una col de primera categoría y la mejor carne de cordero de este rincón del globo terrestre. ¡Tampoco tiene que ser tan difícil cocinar un estofado como Dios manda! Pero no, lo dejas todo en manos de esa chiquilla maorí y hace con ello lo mismo que nos tragamos cada día. Haz el favor de enseñarle cómo se hace, Gwyneira.

Kiri se sentía herida, Gwyn ofendida. Para ella el cocido sabía estupendamente bien, tenía además un sabor exótico. No tenía ni idea de con qué especias le había dado ese gusto Moana. Ni tampoco de la receta original para el cocido de col y cordero que al parecer Gerald en tanta estima tenía.

Lucas se encogió de hombros.

– Tendrías que haber contratado a una cocinera irlandesa, padre, no a una princesa galesa -dijo en tono sarcástico-. Es evidente que Gwyneira no está familiarizada con la cocina.

El joven tomó con toda tranquilidad otra cucharada de estofado. Tampoco a él parecía molestarle el sabor, pero Lucas no se interesaba mucho en la alimentación. Siempre parecía contento de poder retirarse tras las comidas a leer sus libros o a trabajar en el taller.

Gwyneira probó de nuevo el plato e intentó recordar el sabor del irish stew. En casa pocas veces servía su cocinera ese plato.

– Creo que se prepara sin boniatos -dijo a Kiri.

La joven maorí frunció el entrecejo. Era probable que le resultara inimaginable que se sirviera cualquier plato que fuera sin boniatos.

Gerald montó en cólera.

– No cabe la menor duda de que se prepara sin boniatos! Tampoco se entierra para cocinarlo o se envuelve en hojas o lo que sea que estas mujeres indígenas hagan para envenenar a sus señores. ¡Haz el favor de explicárselo, Gwyn! En algún sitio debe de haber un libro de cocina. Puede que hasta haya uno traducido. ¡Con la Biblia sí se dieron prisa!

Gwyn suspiró. Había oído que las mujeres maoríes de la isla Norte utilizan fuentes subterráneas o la actividad volcánica para cocer los alimentos. Pero en Kiward Station no había nada parecido y nunca había sorprendido a Moana y a las otras mujeres maoríes cavando hoyos para cocinar. Pero lo del libro de cocina sí que era una buena idea.

Gwyn pasó la tarde con la Biblia maorí, la inglesa y el libro de recetas de la fallecida esposa de Gerald en la cocina. Sin embargo, sus estudios comparativos tuvieron un éxito limitado. Al final arrojó la toalla y se marchó a los establos.

– Ahora sé cómo se dice en maorí «pecado» y «justicia divina» -dijo a los hombres mientras hojeaba la Biblia. Kennon y Livingston acababan de llegar de los pastos de montaña y esperaban sus caballos, mientras que McKenzie y McAran limpiaban los arreos-. Pero la palabra «tomillo» no sale.

– Posiblemente sepa igual con incienso y mirra -observó McKenzie.

Los hombres rieron.

– Dígale al señor Gerald simplemente que la gula es un pecado -le aconsejó McAran-. Pero para más seguridad, hágalo en maorí. Si lo intenta en inglés, puede cortarle la cabeza.

Gwyneira ensilló la yegua con un suspiro. Ahora necesitaba aire fresco. Hacía un tiempo demasiado bonito para andar entre libros.

– ¡No me servís de nada! -riñó a los hombres, que todavía reían burlones mientras sacaba del establo a Igraine-. Si mi suegro pregunta por mí, decidle que estoy recogiendo hierbas. Para su estofado.

Gwyneira llevó su caballo al paso primero. Siempre la tranquilizaba la vista de la extensa superficie de tierra ante el impactante telón de los Alpes. Las montañas parecían de nuevo estar tan próximas como si pudieran alcanzarse en una hora a caballo y Gwyneira se divertía trotando hacia ellas y poniéndose una de las cimas como meta. Sólo cuando habían pasado dos horas y no parecía haberse acortado la distancia, dio la vuelta. ¡Ésa era la vida que le gustaba! ¿Pero, qué iba a hacer con la cocinera maorí? Gwyneira necesitaba con urgencia ayuda femenina. Sin embargo, la mujer blanca más cercana vivía a más de treinta kilómetros.

¿Estaría bien visto en sociedad hacer una visita a la señora Beasley cuando sólo había pasado un mes tras la boda? Pero tal vez bastara con una escapada a Haldon. Hasta el momento, Gwyneira todavía no había visitado la ciudad, pero ya era hora. Debía llevar cartas al correo, quería comprar un par de tonterías y, sobre todo, ver otros rostros que los de su familia, el personal doméstico maorí y los pastores. En los últimos tiempos estaba un poco harta de todos, incluso de James. Pero él la podría acompañar a Haldon. ¿No había dicho el día pasado que tenía que ir a recoger un pedido en los Candler? Gwyn se animó con la idea de la excursión. Y seguro que la señora Candler sabría cómo preparar el cocido irlandés.

Igraine galopaba de buen grado de vuelta al hogar. Tras la larga cabalgada la llamaba el comedero. La misma Gwyneira también estaba hambrienta cuando al final condujo a su caballo al establo. De las habitaciones de los hombres salía el aromático olor a carne y especias. Gwyn no pudo contenerse. Esperanzada, golpeó a la puerta.

Era evidente que ya la esperaban. Los hombres se hallaban sentados otra vez alrededor de un fuego abierto y se pasaban una botella. Sobre las llamas borbotaba una olla de la que salía un aromático olor. ¿Acaso no era…?

Todos los hombres resplandecían como si celebraran la navidad y O’Toole, el irlandés, le tendió sonriendo un plato de irish stew.

– Aquí tiene, Miss Gwyn. Déselo a las chicas maoríes. Enseguida se adaptan a todo. Puede que consigan prepararlo igual.

Gwyneira dio complacida las gracias. Ése era con toda certeza justo el plato que Gerald esperaba. Olía tan bien que lo que más le habría gustado a la joven hubiera sido pedir una cuchara y vaciar ella misma el plato. Pero se contuvo. No tocaría el precioso estofado antes de dárselo a probar a Kiri y Moana.

Así que lo dejó bien colocado sobre una bala de paja mientras esperaba a Igraine y luego se lo llevó con cuidado afuera. Estaba en ello cuando casi tropezó con McKenzie, que la esperaba a la puerta del establo con un ramo de hojas que le tendió a Gwyn tan solemnemente como si fuera un ramo de flores.

– Taima -dijo con una sonrisa franca y guiñando el ojo-. En lugar de incienso y mirra.

Gwyneira tomó sonriendo el ramito de tomillo. No sabía por qué el corazón le latía tan deprisa.

Helen se alegró cuando Howard anunció por fin que el viernes irían a Haldon. Había que herrar al caballo otra vez, lo que al parecer era la razón para encaminarse a la ciudad. Según los cálculos de Helen, Howard debió de enterarse de su llegada porque estaría en el herrero.

– ¿Con qué frecuencia se hierra a un caballo así? -preguntó con cautela.

Howard se encogió de hombros.

– Depende, en la mayoría de los casos entre seis y diez semanas. Pero los cascos del caballo bayo crecen lentamente, aguanta doce semanas con unas herraduras. -Satisfecho, dio unas palmadas a su caballo.

Helen hubiese preferido un caballo al que le crecieran mejor los cascos y no pudo reprimir un comentario a propósito.

– Me gustaría estar más a menudo con gente.

– Puedes coger el mulo -dijo su esposo con generosidad-. Hay ocho kilómetros hasta llegar a Haldon, en dos horas estás ahí. Si te vas en cuanto hayas ordeñado, por la tarde podrás volver cómodamente y con tiempo para hacer la comida.

Por lo que Helen había observado en lo que llevaban juntos, Howard no podía renunciar de ninguna manera a una comida caliente por la noche. Sin embargo, era fácil de contentar: tanto se comía el pan ácimo como una crepe, unos huevos revueltos como un potaje. El que Helen apenas supiera preparar más platos no le molestaba, pero Helen tenía pensado pedir a la señora Candler en Haldon un par de recetas más. El menú se le estaba haciendo monótono incluso a ella misma.

– Podrías matar un pollo un día -sugirió Howard cuando le habló de ello. La muchacha se horrorizó, así como de la idea de ponerse en camino ella sola a lomos del mulo hacia Haldon-. Te fijas ahora en el camino -dijo impasible-. Si no también puedes aparejar el mulo…

Ni Gerald ni Lucas tenían nada en contra de que Gwyneira se fuera con McKenzie a Haldon. Sin embargo, Lucas no acababa de comprender por qué ella lo encontraba tan emocionante.

– Te decepcionará, cariño. Es una sucia e insignificante ciudad con sólo una tienda y un bar. Nada de cultura, ni siquiera una iglesia…

– ¿Y no hay médico? -preguntó Gwyneira-. En caso de que yo realmente…

Lucas se sonrojó. Gerald, por el contrario, estaba entusiasmado.

– ¿Ya ha sucedido, Gwyneira? ¿Han aparecido los primeros síntomas? Si es así iremos a buscar, claro está, a un médico de Christchurch. No correremos ningún riesgo con esa partera de Haldon.

– Padre, antes de que llegase el médico de Christchurch, ya haría tiempo que habría llegado el bebé -observó Lucas sarcástico.

Gerald le lanzó una mirada de reprobación.

– Haré llegar al médico con antelación. Vivirá aquí lo que sea necesario, da igual lo que cueste.

– ¿Y los demás pacientes? -planteó Lucas-. ¿Crees que los dejará simplemente en la estacada?

Gerald resopló.

– Es una cuestión de cantidad, hijo mío. ¡Y el heredero de los Warden vale la suma que sea!

Gwyneira se mantuvo al margen. No habría reconocido en absoluto los signos de un embarazo. ¿Cómo saber lo que se sentía? Además, en esos momentos estaba contenta de viajar a Haldon.

James McKenzie pasó a recogerla justo después del desayuno. Había atado dos caballos a un carro largo y pesado.

– Si fuera a caballo, llegaría antes -le planteó, pero a Gwyneira no le importaba sentarse en el pescante al lado de McKenzie y disfrutar del paisaje. Cuando supiera el camino, podría ir a caballo más a menudo a Haldon; pero hoy ya estaba contenta con el viaje en carro. McKenzie era, asimismo, un interesante interlocutor. Sabía los nombres de las montañas que se recortaban en el horizonte, y de los ríos y estanques que cruzaban. Con frecuencia conocía tanto los nombres maoríes como los ingleses.

– ¿Habla bien el maorí, verdad? -preguntó maravillada Gwyn.

McKenzie sacudió la cabeza.

– Creo que nadie habla realmente bien el maorí. Los indígenas nos lo ponen demasiado fácil. Se contentan con aprender cualquier palabra en inglés. ¿A quién le gusta pelearse con palabras como taumatawhatatangihangakoauauotamateaturipuk kapikimaungahoroukupokaiwhenuakitanatahu?

– ¿Qué? -rio Gwyneira.

– Es una montaña en la isla Norte. Incluso para los maoríes es un trabalenguas. Pero se vuelve más fácil con cada vaso de whisky, ¡hágame caso! -James le guiñó el ojo de lado y volvió a esbozar su sonrisa audaz.

– ¿Así que la ha aprendido al fuego del campamento? -preguntó Gwyn.

James asintió.

– He dado bastantes vueltas y he trabajado en muchas granjas de ovejas. Estando de viaje me he alojado con frecuencia en poblados maoríes, son muy hospitalarios.

– ¿Por qué no ha trabajado en la pesca de la ballena? -se interesó Gwyn-. Con eso seguro que se gana más. El señor Gerald…

James hizo una mueca.

– El señor Gerald es también un buen jugador de cartas -observó.

Gwyneira se sonrojó. ¿Era posible que la historia de la partida de cartas entre Gerald Warden y su padre se supiera también allí?

– Por lo general, tampoco en la pesca de la ballena se gana una fortuna -siguió hablando McKenzie-. No me interesaba. Entiéndame bien, no soy un hombre delicado, pero todo ese forcejeo entre sangre y grasa…, no. Pero soy un buen trasquilador, lo aprendí en Australia.

– ¿En Australia no viven únicamente convictos? -preguntó Gwyn.

– No sólo. También descendientes de los presidiarios e inmigrantes totalmente normales. Y no todos los convictos son criminales peligrosos. Ahí ha acabado algún pobre tipo que ha robado un pan para sus hijos. O los irlandeses que se alzaron contra la Corona. Solían ser hombres muy decentes. Hay canallas por todas partes y, yo por mi parte, no he conocido en Australia más que en otras partes de la Tierra.

– ¿Y dónde estuvo además? -preguntó curiosa Gwyn, en quien McKenzie siempre despertaba admiración.

Él sonrió.

– En Escocia. Soy de ahí. Un auténtico Highlander. Pero no un lord de un clan, mi estirpe siempre fue del montón. Sabía de ovejas, no de espadas largas.

A Gwyneira le dio un poco de pena. Un guerrero escocés habría resultado casi tan interesante como un cowboy americano.

– ¿Y usted, Miss Gwyn? ¿De verdad ha crecido en un castillo como cuentan? -James volvió a mirarla de reojo. Pero no daba la impresión de que fuera a interesarse por los chismorreos. Gwyn tenía la impresión de que se interesaba francamente por ella.

– Crecí en una casa señorial -le comunicó-. Mi padre es lord, aunque no uno de los que pertenecen al consejo de la Corona. -Rio-. En cierto modo tenemos algo en común: los Silkham también están más relacionados con las ovejas que con las espadas.

– Pero usted…, disculpe que le pregunte, pero siempre pensaba… ¿Las ladies no se casan en realidad con los lores?

Era bastante indiscreto, pero Gwyneira decidió no tomárselo a mal.

– Las ladies deben casarse con gentlemen -contestó de forma indefinida; pero entonces le pudo el genio-. Y claro que en Inglaterra todos criticaban porque mi esposo sólo es un «barón de la lana», sin título de nobleza. Pero como suele decirse: es bonito poder decir qué caballo de raza te pertenece. Pero a lomos de papeles no hay quien cabalgue.

James casi se cayó del pescante de la risa.

– No diga esta frase en sociedad, Miss Gwyn. Se pondría en evidencia para toda la eternidad. Pero ahora voy comprendiendo que en Inglaterra resultaba un poco difícil encontrar un gentleman para usted.

– ¡Había aspirantes a montones! -mintió Gwyneira ofendida-. Y el señor Lucas todavía no se ha quejado.

– ¡Entonces sí sería tonto y ciego! -soltó James, pero antes de que pudiera seguir con su comentario, Gwyn divisó un asentamiento en una llanura bajo la sierra hacia la que se dirigían.

– ¿Es Haldon? -preguntó.

James asintió.

Haldon tenía el mismo aspecto que las ciudades de los pioneros que se describían en las noveluchas de Gwyn: una tienda de baratillo, un barbero, un herrero, un hotel y un bar, sólo que aquí se llamaba pub y no saloon. Todo estaba repartido en casas de madera de uno o dos pisos pintadas de colores.

James detuvo el carro delante de la tienda de los Candler.

– Haga con tranquilidad sus compras -dijo-. Primero cargaré la madera, luego iré al barbero y al final me beberé una cerveza en el pub. Así que no tenemos ninguna prisa. Si tiene ganas, puede tomar un té con la señora Candler.

Gwyneira le dirigió una sonrisa cómplice.

– A lo mejor me confía un par de recetas. Últimamente el señor Gerald ha pedido yorkshire pudding. ¿Sabe usted cómo se hace?

James sacudió la cabeza.

– Me temo que ni siquiera O’Toole lo sepa. Entonces, hasta pronto, Miss Gwyn.

Él le tendió la mano para ayudarla a bajar del pescante y Gwyn se preguntó por qué ese contacto despertaba la misma sensación que sólo experimentaba cuando se acariciaba en secreto.

7

Gwyneira cruzó la polvorienta calle del pueblo que la lluvia probablemente convertiría en un agujero enfangado y entró en la tienda de artículos diversos de los Candler. La señora Candler estaba en ese momento distribuyendo caramelos de colores en diferentes tarros, pero parecía dispuesta a interrumpir esta actividad. Saludó radiante a Gwyneira.

– ¡Qué sorpresa, Warden! ¡Y qué suerte! ¿Tiene tiempo para tomar una taza de té? Dorothy lo está preparando. Está detrás con la señora O’Keefe.

– ¿Con quién? -preguntó Gwyneira, y su corazón dio un brinco-. ¿No será Helen O’Keefe? -Apenas si podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

La señora Candler asintió complacida.

– Ah, sí, todavía la recuerda como Miss Davenport. Mi marido y yo tuvimos que comunicar a su futuro esposo que había llegado. Y por lo que he oído, todo sucedió a la velocidad de un rayo en Christchurch y se la llevó enseguida. Pase detrás, señora Warden. Yo iré enseguida, en cuanto vuelva Richard.

«Detrás» se refería a la sala de estar de los Candler, que lindaba directamente con el espacioso local de la tienda. No tenía, sin embargo, un aspecto provisional, sino que disponía de muebles valiosos y elegidos con gusto, de maderas autóctonas. Unas grandes ventanas dejaban entrar la luz y ofrecían la vista al almacén de madera de la parte posterior de la casa, donde James recogía el pedido en ese momento. El señor Candler le estaba ayudando a cargarlo.

¡Y en el salón estaba, en efecto, Helen! Se hallaba sentada en una hamaca forrada de terciopelo verde y charlaba con Dorothy. Cuando vio a Gwyn, dio un brinco. Su rostro reflejaba una mezcla de incredulidad y alegría.

– ¡Gwyn! ¿Eres tú o eres un fantasma? Hoy me encuentro con más seres humanos que en las doce semanas anteriores. ¡Poco a poco creo ver fantasmas!

– ¡Podríamos pellizcarnos la una a la otra! -contestó riendo Gwyn.

Las amigas se abrazaron.

– ¿Desde cuándo estás aquí? -preguntó Gwyn una vez que se hubo desenlazado de Helen-. Habría venido mucho antes de haber sabido que iba a encontrarte.

– Me casé hace apenas tres meses -respondió Helen tensa-. Pero hoy es el primer día que vengo a Haldon. Vivimos… bastante lejos…

No sonaba muy entusiasta. Pero ahora había que saludar a Dorothy. La muchacha acababa de entrar con una tetera y enseguida dispuso otra taza para Gwyneira. Mientras, Gwyn tuvo la oportunidad de observar más de cerca a su amiga. Helen, en efecto, no parecía muy feliz. Había adelgazado y su tez clara, que había protegido cuidadosamente en el barco, estaba ajada y bronceada a causa del sol. También sus manos estaban encallecidas y llevaba las uñas más cortas que antes. Hasta la ropa se había estropeado. Aunque el vestido había sido lavado y almidonado con primor, el dobladillo estaba sucio de barro.

– Nuestro arroyo -se disculpó Helen cuando advirtió la mirada de Gwyneira-. Howard quería venir con el carro grande, porque ha de llevarse material para el cercado. Los caballos pueden con el carro, pero cuando pasamos por el arroyo tenemos que empujar.

– ¿Por qué no construís un puente? -preguntó Gwyneira. En Kiward Station solía pasar constantemente por puentes nuevos.

Helen se encogió de hombros.

– Es probable que Howard no tenga dinero. Ni gente. Uno no puede construir solo un puente. -Asió la taza de té. Sus manos temblaban un poco.

– ¿No tenéis gente? -preguntó Gwyneira desconcertada-. ¿Ni siquiera maoríes? ¿Y cómo os arregláis con la granja? ¿Quién se encarga del huerto, quién ordeña las vacas?

Helen se quedó con la mirada fija. En sus bonitos ojos grises apareció una mezcla de orgullo y desesperación.

– ¿Quién va a ser?

– ¿Tú? -preguntó Gwyneira alarmada-. No puedes decirlo en serio. ¿Pues no se trataba de un gentlemanfarmer?

– Tacha el gentleman…, con lo que no me refiero a que Howard no sea un hombre honrado. Me trata bien y trabaja duro. Pero es un granjero, ni más ni menos. Visto de esta forma, tu señor Gerald tenía razón. Howard lo odia tanto como a la inversa. Entre los dos debió de pasar algo… -Helen hubiera cambiado de tema; no le gustaba hablar de forma negativa sobre su marido. Por otra parte, si ni siquiera aludía a lo que pasaba, ¡nadie le prestaría ayuda!

Pero Gwyn no abordó el asunto. La contienda entre O’Keefe y Warden le daba totalmente lo mismo. Quien le importaba era Helen.

– ¿Tienes al menos vecinos que puedan ayudarte o a quienes pedir consejo? ¡Tú no puedes con todo! -Gwyn volvió al tema del trabajo en la granja.

– Tengo capacidad para aprender -susurró Helen-. Y vecinos…, bueno, un par de maoríes. Los niños vienen cada día a clase y son muy cariñosos. Pero…, pero exceptuándolos a ellos, sois las primeras personas blancas a quienes veo desde…, desde la llegada a la granja. -Helen intentó dominarse, pero luchaba por contener las lágrimas.

Dorothy la estrechó para consolarla. Gwyneira por el contrario ya estaba urdiendo planes para ayudar a su amiga.

– ¿A qué distancia está la granja de aquí? ¿No puedo ir a visitarte alguna vez?

– A ocho kilómetros -contestó Helen-. Pero naturalmente, no sé en qué dirección…

– Tiene que aprenderlo, señora O’Keefe. Si no distingue los puntos cardinales, aquí está perdida. -La señora Candler entró con pastelillos de té de la tienda. Una mujer del lugar los preparaba y los vendía allí-. Desde aquí su granja está al Oeste. La suya también, claro, señora Warden. Aun así, no del todo en línea recta. Desde la calle Mayor sale un camino. Pero puedo explicárselo. Y su esposo lo sabe seguro.

Gwyn quería justo explicar que era mejor no preguntar a ningún Warden qué camino conducía a un O’Keefe, pero Helen aprovechó la oportunidad para cambiar de tema.

– ¿Y cómo es tu Lucas? ¿Es en efecto el gentleman del que habían hablado?

Distraída por un momento, Gwyneira miraba a través de la ventana. James había acabado de cargar la leña y sacaba el carro del patio. Helen notó que los ojos de Gwyn se iluminaban cuando miraba al hombre que estaba en el pescante.

– ¿Es ése? ¿Ese joven atractivo que está en el carro? -preguntó Helen con una sonrisa.

Gwyn parecía no poder desprender la vista de él, pero se repuso.

– ¿Sí? Perdona, estaba mirando la carga. El hombre del pescante es el señor McKenzie, nuestro capataz. Lucas es…, Lucas sería…, bueno, sólo la idea de venir hasta aquí en un carro de tiro y de cargar la madera sin ayuda…

Helen miró ofendida. Howard seguro que cargaba el material para el cercado él mismo.

Gwyn se corrigió enseguida cuando percibió la expresión de Helen.

– Oh, Helen, naturalmente no lo digo como un desprecio…, estoy segura de que el señor Gerald echaría una mano. Pero Lucas es una especie de esteta, ¿comprendes? Escribe, pinta, toca el piano. Sin embargo, casi nunca se deja ver por la granja.

Helen frunció el ceño.

– ¿Y cuando la herede?

Gwyneira se quedó atónita. A la Helen que había conocido dos meses atrás nunca se le habría ocurrido una pregunta así.

– Creo que el señor Gerald espera otro heredero… -suspiró.

El señor Candler examinó con atención a Gwyn.

– Por ahora no se ve nada -dijo riendo-. Pero hace sólo un par de semanas que se ha casado. Debe darle un poco de tiempo. ¡Formaban los dos una hermosa pareja de novios!

Y así empezó una larga exaltación de la fiesta de bodas de Gwyneira. Helen escuchaba en silencio, aunque Gwyn de buena gana le habría preguntado cómo había ido su propia boda. Después de todo le urgía hablar de muchas cosas con su amiga. A ser posible, mejor a solas. La señora Candler era amable, pero con certeza también era el centro y piedra angular de todos los chismorreos del pueblo.

Ésta se mostró, no obstante, más que dispuesta a ayudar a las dos jóvenes mujeres con recetas y otros consejos sobre cómo administrar la casa:

– Sin levadura no puede hacer pan -dijo la señora Candler a Helen-. Tenga, le daré un poco. Y ahí tengo un producto de limpieza para su vestido. Debe poner en remojo el dobladillo o se estropeará. Y usted, señora Warden, necesita moldes para las magdalenas, si no no serán como las pastas de té originales de Inglaterra que desea el señor Gerald…

Helen incluso adquirió una Biblia en maorí. La señora Candler tenía un par de ejemplares en reserva. Los misioneros habían encargado las Biblias en una ocasión, pero los maoríes no mostraron mucho interés.

– La mayoría no sabe leer -dijo la señora Candler-. Además tienen sus propios dioses.

Mientras Howard cargaba, Gwyn y Helen encontraron un par de minutos de tiempo para hablar entre ellas.

– Creo que tu señor O’Keefe tiene una buena apariencia -observó Gwyn. Lo había visto desde la tienda hablando con Helen. Ese hombre se correspondía más a la imagen que ella se había formado de un emprendedor pionero que el distinguido Lucas-. ¿Te gusta el matrimonio?

Helen se ruborizó.

– No creo que sea algo que tenga que gustar. Pero es… soportable. Ay, Gwyn, ahora volverán a pasar meses hasta que nos veamos de nuevo. Quién sabe si vendrás a Haldon el mismo día que yo…

– ¿No puedes venir sola? -preguntó Gwyn-. ¿Sin Howard? Para mí no es difícil, con Igraine estoy aquí en menos de dos horas.

Helen suspiró y le contó lo del mulo.

– Si supiera montar a caballo…

Gwyneira resplandeció.

– ¡Claro que sabrás! ¡Yo te enseñaré! En cuanto pueda, Helen, te haré una visita. ¡Ya encontraré el camino!

Helen quería decirle que Howard no quería que entrara ningún Warden en la casa, pero se contuvo. Si Howard y Gwyn realmente se encontraban, ya se le ocurriría algo. Pero casi todo el día solía estar ocupado con las ovejas y cabalgaba a las montañas para buscar a los animales dispersos y ocuparse de los cercados. En general no llegaba a casa antes del anochecer.

– ¡Te espero! -dijo Helen esperanzada.

Las amigas se besaron en las mejillas y Helen salió corriendo.

– Pues sí, las esposas de los pequeños granjeros no tienen una vida fácil -dijo la señora Candler apenada-. Trabajo duro y un montón de niños. La señora O’Keefe tiene suerte de que su esposo ya sea mayor. No le hará más de ocho o nueve hijos. Ella tampoco es muy joven. Espero que le vaya bien. A esas granjas aisladas nunca llega una comadrona…

James McKenzie apareció poco después para recoger a Gwyneira. Guardó contento las compras de ella en el carro y la ayudó a subir al pescante.

– ¿Ha pasado un buen día, Miss Gwyn? El señor Candler me ha dicho que se ha encontrado con una amiga.

Para alegría de Gwyn, McKenzie sabía el camino de la granja de Helen. Silbó entre dientes cuando la joven se lo preguntó.

– ¿Quiere ir a casa de los O’Keefe? ¿Meterse en la boca del lobo? No se lo cuente al señor Gerald. Me mata si se entera de que le he explicado cómo llegar.

– Lo habría preguntado en otro lugar -dijo Gwyn tranquila-. ¿Pero qué les ha pasado? Para el señor Gerald, el señor Howard es el demonio propiamente dicho y al parecer lo mismo sucede a la inversa.

James rio.

– No se sabe con exactitud. Se rumorea que fueron socios. Pero luego se separaron. Algunos dicen que por dinero; otros, que por una mujer. En cualquier caso, sus tierras son colindantes, pero Warden se llevó la mejor parte. La parcela de O’Keefe es muy montañosa. Y el hombre tampoco procede de familia de pastores, aunque se supone que viene de Australia. Es todo muy oscuro. Sólo ellos mismos deben de saberlo con precisión, pero ¿llegarán a soltarlo alguna vez? Ah, ahí está el desvío… -James detuvo el coche junto a un camino que giraba a la izquierda en dirección a las montañas-. Se entra por aquí. Puede orientarse con aquellas rocas. Y luego siempre seguir el camino, sólo hay uno.

»A veces es difícil de encontrar, sobre todo en verano, cuando no se ven las huellas del carro. Hay que cruzar algunos arroyos, hay uno que casi es un río. Y una vez que se haya orientado, seguro que hay caminos más directos entre las granjas. Pero al principio es mejor que tome éste de aquí. ¡No vaya a extraviarse!

Gwyneira no se extraviaba tan fácilmente. Además, Cleo e Igraine habrían encontrado si lugar a dudas el camino a Kiward Station. Por eso estaba de buen humor cuando, tres días más tarde, se puso en marcha para visitar a su amiga. Lucas no tenía reparos en que viajara a Haldon, pero tenía por el momento otros motivos de preocupación.

Gerald Warden no sólo había decidido que Gwyn se tomara con más seriedad las labores de un ama de casa, también opinaba que Lucas debía implicarse más a fondo en el negocio de la granja de una vez por todas. Así que cada día le imponía algunas tareas que debía cumplir con los empleados, y con mucha frecuencia se trataba de actividades que al esteta le hacían enrojecer o que provocaban peores reacciones. La castración de los jóvenes carneros, por ejemplo, le produjo tales vómitos que dejó inservible al señor Lucas para el resto del día, como contó a los pastores Hardy Kennon en torno al fuego, mondándose de risa.

Fuera como fuese, ese día Lucas se había puesto en camino con McKenzie para conducir los carneros a los pastos de montaña. Ahí permanecerían los animales durante los meses de verano y luego los sacrificarían. La posible supervisión de esto último ya horrorizaba ahora a Lucas.

A Gwyneira le habría gustado salir con ellos, pero la detuvo una especie de intuición. Lucas no necesitaba ver la soltura con que ella trabajaba con los pastores: quería evitar a toda costa que surgiera la misma competitividad que se había dado con su hermano. Además, no tenía ningunas ganas de cabalgar en la silla de amazona. Había perdido la costumbre de utilizar la silla lateral y tras varias horas seguro que acabaría doliéndole la espalda.

Igraine avanzaba a paso ligero y, tras una hora larga, Gwyneira había llegado al desvío que conducía a la granja de Helen. A partir de ahí quedaban todavía tres kilómetros que se presentaban, no obstante, difíciles. El camino se hallaba en un estado lamentable. Gwyneira se horrorizó ante la idea de recorrerlo con un carro tan pesado como el de Howard. No era extraño que la pobre Helen pareciera agotada.

A Igraine, claro está, no le importaba el camino. La vigorosa yegua estaba acostumbrada a terrenos pedregosos y el frecuente paso por los arroyos la divertía y refrescaba. Para las condiciones de Nueva Zelanda hacía un caluroso día de verano y la yegua sudaba. Cleo, por el contrario, intentaba encontrar las zonas donde no había agua. Gwyneira se reía cada vez que no lo conseguía y la perrita, en un salto fallido, se veía obligada a chapotear en el agua fría, momentos en que alzaba la vista ofendida hacia su ama.

Finalmente se vislumbró la casa, aunque Gwyneira apenas si podía creer que esa cabaña de madera fuera realmente la granja de O’Keefe. Pero tenía que serlo; en el cercado que había delante pastaba el mulo. Al divisar a Igraine soltó un sonido extraño que empezó como un relincho y acabó como un bramido. Gwyneira sacudió la cabeza. Curioso animal. No entendía por qué algunos los preferían a los caballos.

Ató la yegua a la valla y salió en busca de Helen. En el establo sólo encontró la vaca. Pero luego oyó el estridente grito de una mujer en la casa. Se trataba, por supuesto, de Helen. Gritaba tan horrorizada que a Gwyn se le heló la sangre en las venas. Asustada buscó un arma para defender a su amiga, pero decidió ayudarse con la fusta y correr a salvarla.

No había atacante a la vista. Helen daba más bien la impresión de haber estado barriendo cándidamente la habitación, hasta que la visión de algo la había dejado de piedra.

– ¡Helen! -la llamó Gwyn-. ¿Qué pasa?

Helen no hizo ningún gesto para saludarla o volverse hacia ella. Seguía mirando horrorizada algo que había en un rincón.

– ¡Allí…, allí…, allí! ¿Qué es eso, por el amor de Dios? ¡Socorro, salta! Helen retrocedió espantada y casi tropezó con una silla. Gwyneira la agarró y descubrió el saltamontes grasiento y brillante que continuaba botando frente a ellas. Se trataba de un ejemplar espléndido, sin duda de diez centímetros de largo.

– Es un weta -explicó calmada-. Seguramente un weta de suelo, pero también podría ser un weta de los árboles que se ha extraviado. En cualquier caso, no se trata de un weta gigante, ésos no saltan.

Helen la contempló como si se hubiera escapado de un manicomio.

– Y es macho. A no ser que quieras darle un nombre… -rio Gwyneira-. No pongas esa cara, Helen. Son asquerosos, pero no hacen nada. Saca el bicho fuera…

– ¿No…, no…, no lo podemos… matar? -preguntó Helen temblorosa.

Gwyn sacudió la cabeza.

– Es imposible. No hay forma de acabar con ellos. Supuestamente ni cuando se hierven…, lo que yo, de todos modos, todavía no he intentado. Lucas puede pronunciar conferencias sobre este bicho durante horas. Son, por así decirlo, sus animales favoritos. ¿Tienes un vaso o algo por el estilo? -Gwyneira había observado en una ocasión cómo Lucas atrapaba con habilidad un weta poniendo un tarro de mermelada al revés sobre el enorme insecto-. ¡Nuestro! -exclamó regocijada-. Si conseguimos tapar el tarro podría llevárselo a Lucas como regalo.

– ¡No bromees, Gwyn! Pensaba que era un caballero. -Helen se iba sobreponiendo, aunque seguía mirando con fascinación y horror al gigantesco insecto cautivo.

– Esto no excluye su interés por los artrópodos -señaló Gwyn-. Los hombres tienen preferencias raras…

– Y que lo digas. -Helen pensó en los placeres nocturnos de Howard. Casi cada día se entregaba a ellos cuando su esposa no tenía la regla, la cual, de todos modos, se había interrumpido hacía poco: lo único positivo de la vida matrimonial.

– ¿Preparo un té? -preguntó Helen-. Howard prefiere el café, pero he comprado té para mí. Darjeeling, de Londres. -Su voz adquirió un tono melancólico.

Gwyneira echó un vistazo a la habitación escasamente amueblada. Las dos sillas tambaleantes, la bandeja limpia pero gastada, sobre la que reposaba la Biblia en maorí. La olla borbotante sobre la sórdida cocina. No era la atmósfera ideal para tomar el té. Pensó en la acogedora casa de la señora Candler. Entonces sacudió la cabeza con determinación.

– Ya prepararemos el té después. Ahora ensillas el mulo… En total te doy…, digamos que tres horas de clase de montar. Luego nos encontraremos en Haldon.

El mulo se mostró poco dispuesto a cooperar. Cuando Helen intentaba cogerlo, escapaba e intentaba morderla. Suspiró aliviada cuando aparecieron Reti, Rongo y dos niños más. El rostro sofocado de Helen, sus protestas y su desesperación por capturar al animal fueron un nuevo motivo para provocar las risas de los maoríes, pero Reti ya había puesto el cabestro en unos segundos. También echó una mano a su profesora para poner la silla, mientras Rongo daba al animal unos boniatos. Pero luego ya no había ayuda que sirviera. Helen debía encaramarse sola a la grupa.

Gwyneira se sentó sobre la valla del corral mientras Helen intentaba que el animal caminara. Los niños de nuevo se dieron codazos y se pusieron a reír cuando al principio el mulo no hizo ningún movimiento, ni siquiera el de poner un casco delante del otro. Sólo cuando Helen le propinó una fuerte patada en el flanco, soltó una especie de gemido y se puso a caminar. Pero Gwyneira no estaba satisfecha.

– ¡Así no se hace! Cuando le das la patada no avanza, sólo se enfada. -Gwyneira se inclinaba sobre la cerca de madera como un pastor y subrayaba sus explicaciones moviendo con determinación la fusta. Su única concesión al decoro consistía en subir los pies y esconderlos bajo la falda de amazona, lo que hacía bastante insegura su postura. Sin embargo, ese número de equilibrio era innecesario. Seguramente, los sonrientes niños no habrían dedicado una segunda mirada a las piernas de Gwyneira, aunque no hubieran estado totalmente concentrados en lo que se desarrollaba en el paddock. Sus madres deambulaban constantemente descalzas, con las faldas a media pierna o desnudas.

Pero Helen ya no tenía tiempo para pensar más en ello. Debía concentrarse en guiar a su testarudo mulo por el corral. Para su sorpresa no resultaba tan difícil mantenerse encima de él, la vieja silla de Howard le prestaba suficiente seguridad. Si bien, lamentablemente, el animal se empeñaba en detenerse junto a cada brote de hierba.

– ¡Si no lo golpeo, no se mueve nada! -se quejó, e hincó de nuevo los talones en las costillas del mulo-. Quizá…, si me dieras ese palito… ¡Le podría pegar!

Gwyneira puso los ojos en blanco.

– ¿Quién te ha contratado como educadora? Pegar, dar patadas… ¡A tus niños no los tratas así! -Arrojó una mirada a los risueños maoríes que disfrutaban a ojos vistas de la lucha que mantenía su profesora-. Tienes que querer al animal, Helen. Consigue que te ayude de buen grado. Venga, dile algo amable.

Helen suspiró, reflexionó y se inclinó de mala gana hacia delante.

– ¡Qué orejitas más monas y suaves tienes! -dijo con voz arrulladora, e intentó acariciar las inmensas orejas de cucurucho del mulo. El animal respondió al acercamiento con un intento furioso de morderle la pierna. Helen casi se cayó del mulo del susto y Gwyneira de la valla de la risa.

– ¿Quererme? -resopló Helen-. ¡Me aborrece!

Uno de los niños maoríes mayores hizo un comentario que fue contestado con risas por los otros, mientras Helen se ponía roja.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Gwyn.

Helen se mordió los labios.

– Sólo es una cita de la Biblia -murmuró.

Gwyn asintió maravillada.

– Entonces, si consigues que estos mocosos citen la Biblia de forma voluntaria, tendrías que hacer mover un burro. El mulo es tu único billete para Haldon. ¿Qué significa eso en realidad? -Gwyneira agitó la fusta, pero era evidente que no tenía intención de dársela a su amiga para que estimulara al mulo.

Helen se dio cuenta de que tenía que bautizar a ese animal…

Tras la hora de clase se bebieron un té y Helen habló de sus pequeños discípulos.

– Reti, el mayor, es muy despierto, pero bastante insolente. Y Rongo Rongo es cautivadora. En general son niños buenos. Todo el pueblo es cordial.

– Ya sabes bastante bien maorí, ¿verdad? -preguntó admirada Gwyn-. Yo sólo sé, por desgracia, un par de palabras. Pero no consigo aprender la lengua. Cuesta demasiado.

Helen se encogió de hombros, pero agradeció el elogio.

– Antes ya había aprendido idiomas, por eso me resulta más fácil. Además, salvo con ellos, no hay nadie con quien pueda hablar. Si no quiero aislarme del todo, tengo que aprenderlo.

– ¿No hablas con Howard? -preguntó Gwyn.

Helen asintió.

– Sí, pero…, pero…, no tenemos mucho en común…

De repente Gwyneira experimentó un sentimiento de culpabilidad. Cuánto disfrutaría su amiga de las largas conversaciones de Lucas sobre arte y cultura, dejando aparte el tocar el piano y la pintura… Debería sentirse agradecida por tener un marido tan cultivado. Pero en general se aburría con él.

– Las mujeres del pueblo son también muy atentas -prosiguió Helen-. Me pregunto si alguna de ellas será comadrona…

– ¿Comadrona? -exclamó Gwyn-. ¡Helen! No me digas… ¡No puedo creérmelo! ¿Estás embarazada, Helen?

Helen alzó la vista turbada.

– No lo sé con exactitud. Pero la señora Candler así lo ha considerado y me ha hecho un par de observaciones. Además, a veces me siento… especial. -Se sonrojó.

Gwyn quería saberlo todo con detalle.

– ¿Howard hace…, me refiero a si hace sus, que…?

– Creo que sí -susurró Helen-. Cada noche lo hace. No sé si conseguiré acostumbrarme a eso.

Gwyn se mordió los labios.

– ¿Por qué no? Me refiero a… ¿te hace daño?

Helen la miró como si hubiera perdido la razón.

– Claro, Gwyn. ¿Tu madre no te lo ha contado? Pero las mujeres debemos soportarlo. ¿Cómo es que me lo preguntas? ¿A ti no te duele?

Gwyneira titubeó, hasta que Helen, avergonzada, abandonó el tema. Pero la reacción había confirmado sus sospechas. Algo no iba bien entre Lucas y ella. Por primera vez se preguntó si algo en ella no funcionaba…

Helen llamó al mulo Nepumuk y lo mimó con zanahorias y boniatos. Sólo unos pocos días después resonó un bramido de saludo en cuanto salió de la puerta, y en el paddock el mulo se dejó poner enseguida y sin rodeos el cabestro… A fin de cuentas, antes y después tenía su golosina. Tras la tercera clase de hípica Gwyneira se sentía muy satisfecha y, en algún momento, Helen sintió simplemente los ánimos para ensillar a Nepumuk y dirigirse a Haldon. Experimentaba la sensación de haber cruzado como mínimo un océano cuando al final guio al mulo por las calles del pueblo. El animal corrió directo hacia el herrero, pues allí solían esperarlo avena y paja. El herrero se comportó con amabilidad y prometió a Helen guardar el animal mientras ella visitaba a la señora Candler. Ésta y Dorothy no ahorraron elogios y Helen meditó sobre su recién adquirida libertad.

Por la noche premió a Nepumuk con una ración extra de avena y maíz. Ante el agradecido sonido que emitió el animal, Helen ya no encontró tan difícil que le cayera simpático.

8

El verano se acercaba a su fin y en Kiward Station la temporada de cría había sido un éxito. Todas las ovejas destinadas a ello estaban preñadas; el nuevo semental había montado a tres yeguas y el pequeño Daimon a todas las perras listas para ello de la granja e incluso a algunas de otras granjas. Hasta el vientre de Cleo se redondeó. Gwyneira se alegraba por los carneros. Respecto a sus propios intentos de quedar embarazada, hasta el momento no había cambios, si bien ahora Lucas sólo dormía una vez a la semana con ella. Y siempre sucedía lo mismo: Lucas era cortés y atento, y se disculpaba cuando pensaba que podía haber sido brusco de algún modo con ella, pero nada le dolía ni nada sangraba, y, encima, las indirectas del señor Gerald la sacaban de sus casillas. Su suegro opinaba que tras unos cuantos meses de matrimonio con una mujer joven y sana ya podía contarse con un embarazo. Esto reforzó a Gwyn en la idea de que algo le ocurría a ella. Finalmente, se sinceró con Helen.

– A mí me daría igual, pero el señor Gerald es horrible. Ahora ya habla de eso delante del personal y de los pastores. Dice que debería pasar menos tiempo en los establos y dedicarme más a mi marido. Entonces tendría un bebé. ¡Pero no voy a quedarme embarazada viendo pintar a Lucas!

– Pero él… ¿te visita de forma periódica? -preguntó Helen con prudencia. Ella misma estaba ahora segura de que algo había cambiado en ella, aunque nadie había confirmado todavía su embarazo.

Gwyneira asintió y se tiró del lóbulo de la oreja.

– Sí, Lucas se esfuerza. Debo de ser yo. Si sólo supiera a quién preguntar…

A Helen se le ocurrió una idea. Debía ir al poblado maorí en breve y allí… No sabía por qué, pero en ese lugar sentía menos vergüenza de hablar con las mujeres indígenas sobre su posible embarazo que la que sentiría al consultar a la señora Candler u otra mujer del lugar. ¿Por qué no comentar también el problema de Gwyneira si surgía la oportunidad?

– ¿Sabes? Le preguntaré a la hechicera maorí -dijo decidida-. La abuela de la pequeña Rongo. Es muy amable. La última vez que estuve con ella me regaló un trozo de jade en agradecimiento por las clases que doy a los niños. Los maoríes la consideran una tohunga, una mujer sabia. Tal vez sepa algo de estas cosas de mujeres. Lo máximo que puede hacer es decirme que no.

Gwyneira era escéptica.

– En realidad no creo en los hechiceros -respondió-, pero vale la pena intentarlo.

Matahorua, la tohunga maorí, recibió a Helen delante del wharenui, la casa de asambleas adornada con abundantes tallas de madera. Era una construcción bien ventilada, cuya arquitectura se inspiraba en el ser vivo, según le había informado Rongo a Helen. El caballete encarnaba la espina dorsal y las tablas de la cubierta las costillas. Delante del edificio había un asador cubierto, el kauta, donde se cocinaba para todos, pues los maoríes viven en estrecha comunidad. Dormían juntos en grandes dormitorios que no estaban divididos en habitaciones individuales y no contenían prácticamente muebles.

Matahorua indicó a Helen una piedra que sobresalía del suelo de hierba junto a la casa para que tomara asiento sobre ella.

– ¿Cómo poder ayudar? -preguntó sin dar rodeos.

Helen rebuscó en su vocabulario, que se basaba en su mayoría en el de la Biblia y los dogmas religiosos.

– ¿Qué hacer cuando no embarazo? -preguntó, esperando haber omitido el «sin mancha» realmente.

La anciana rio y la colmó de un aluvión de palabras ininteligible.

Helen hizo un gesto de no comprender.

– ¿Cómo no bebé? -preguntó Matahorua intentando expresarse en inglés-. ¡Tú sí esperas bebé! En invierno, cuando mucho frío. Yo ayudar cuando tú querer. ¡Bebé guapo, sano!

Helen no podía entenderlo. Así que era cierto… ¡iba a tener un hijo!

– Yo ayudar cuando tú querer -se ofreció una vez más Matahorua con amabilidad.

– Yo…, gracias, tu eres… bienvenida -respondió con esfuerzo Helen.

La hechicera sonrió.

Pero Helen debía intentar volver a su pregunta anterior. Lo probó otra vez en maorí.

– Yo embarazo -dijo y señaló su vientre, con lo cual apenas se sonrojó ahora-. Pero amiga no embarazo. ¿Qué hacer?

La anciana se encogió de hombros y volvió a dar abundantes explicaciones en su lengua materna. Al final hizo señas a Rongo Rongo, que estaba jugando al lado con otros niños.

La pequeña se acercó despreocupada y se mostró abiertamente dispuesta a prestar sus servicios de traductora. Helen, sin embargo, se puso roja de vergüenza de tener que plantear a un niño tales asuntos, pero Matahorua no parecía ver ningún problema en ello.

– Esto ella no puede decirlo -explicó Rongo una vez que la tohunga hubo repetido sus palabras-. Puede haber muchas causas. En el hombre, en la mujer, en los dos… Tiene que ver a la mujer, o mejor, al hombre y la mujer. Así sólo puede adivinar. Y adivinar no sirve.

Matahorua regaló un nuevo trozo de jade a su amiga.

– Amigos de Miss Helen siempre bienvenidos -dijo Rongo.

Helen sacó de su bolsa unas patatas de siembra como muestra de agradecimiento. Howard protestaría de que ella regalara la preciosa mercancía, pero la anciana maorí se alegró a ojos vistas. Con unas pocas palabras indicó a Rongo que recogiera unas hierbas que le tendió a Helen.

– Esto, contra mareos por la mañana. Calentar en agua, beber antes levantarse.

Por la noche, Helen comunicó a su esposo que iba a ser padre. Howard gruñó satisfecho. Era evidente que estaba contento, pero Helen habría deseado un par de palabras más de reconocimiento. El embarazo llevó consigo algo positivo: a partir de ese momento, Howard dejó tranquila a su esposa. Dejó de tocar a su mujer y se acostaba junto a ella como un hermano, lo que para Helen supuso un alivio increíble. La conmovió hasta las lágrimas que al día siguiente Howard apareciera con una taza de té cuando ella todavía estaba en la cama.

– Toma. Es lo que tienes que beber, según la bruja. Y las mujeres maoríes entienden de estas cosas. Tienen hijos como conejas.

Gwyn se alegró también por su amiga, pero al principio no se atrevió a visitar a Matahorua.

– No servirá de nada si Lucas no viene. Puede que haga un conjuro por la pareja o algo así. Por el momento me llevo la piedra de jade, quizá me la cuelgue en una bolsita del cuello. A fin de cuentas, a ti te ha dado suerte.

Gwyneira señaló expresivamente el vientre de Helen y parecía tan esperanzada que Helen prefirió no contarle que tampoco los maoríes creían en hechicerías y amuletos. La piedra de jade debía considerarse más bien como un signo de agradecimiento, de reconocimiento y amistad.

La magia tampoco obró efecto, sobre todo porque Gwyn no se atrevía a que la piedra estuviera colocada en algún sitio demasiado visible junto a su cama o en ella. No quería que Lucas se burlara de sus supersticiones o que se enfadara. En los últimos tiempos intentaba con mayor obstinación que sus esfuerzos sexuales tuvieran un desenlace exitoso. Prescindiendo casi de todas las caricias, intentaba penetrar en Gwyn de inmediato. A veces hacía realmente daño, pero, a pesar de eso, Gwyn creía que algo en ella no andaba bien.

Comenzaron los días de primavera, pero no era así, los nuevos colonos tuvieron que acostumbrarse a que en marzo ahí, en el hemisferio sur, era otoño y anunciaba el invierno. Lucas cabalgó con James McKenzie y sus hombres para recoger las ovejas de las montañas. Lo hizo muy a pesar suyo, pero Gerald insistió, y para Gwyn apareció la inesperada oportunidad de participar también en la tarea. Con Witi y Kiri tripuló el carro de abastecimiento.

– ¡Hay irish stew! -informó complacida a los hombres, cuando éstos regresaron la primera noche al campamento. Las chicas maoríes se habían aprendido la receta de memoria y Gwyneira casi habría podido prepararla sola. Ese día, sin embargo, no lo había pasado cociendo rodajas de patatas y col, sino que había salido con Igraine y Cleo en busca de un par de ovejas que se habían descarriado en las estribaciones de las montañas. James McKenzie se lo había pedido con discreción.

– Sé que el señor Warden no lo ve con buenos ojos, Miss Gwyn, y yo mismo lo haría o encargaría a uno de los chicos que lo hiciera. Pero necesitamos a todos los hombres con los rebaños, somos realmente demasiado pocos. Los últimos años teníamos al menos algún ayudante del campamento maorí. Pero como esta vez viene con nosotros el señor Lucas…

Gwyn sabía a qué se refería y comprendió también los matices. Gerald se había ahorrado los gastos de otro pastor y estaba encantado con ello. Ya lo había oído en la mesa familiar. Lucas, de todos modos, no podía sustituir al experimentado ayudante maorí. El trabajo de la granja no se le daba bien y tampoco resistía demasiado. Ya había sorprendido a Gwyneira al construir el campamento diciéndole que le dolían todos los huesos; y eso que todavía no había empezado la recogida del ganado. Los hombres, claro está, no solían quejarse de la torpeza de su joven jefe, pero Gwyn oía comentarios como: «Hubiéramos ido más deprisa si las ovejas no se nos hubieran escapado tres veces», y eso le daba que pensar. Cuando Lucas estaba inmerso en la contemplación de una formación de nubes o de un insecto, seguro que no sería un par de ovejas pasando al galope lo que lo arrancaría de su observación.

Así que McKenzie lo colocó con otro pastor, por lo que faltaba al menos un hombre. A Gwyneira le encantaba, claro está, ayudar en la tarea. Cuando los hombres regresaron al campamento, Cleo condujo al rebaño quince ovejas que habían encontrado en la montaña. La joven estaba un poco preocupada de lo que Lucas podría decir, pero él ni se dio cuenta. Comió en silencio el estofado y se retiró pronto a su tienda.

– Voy a ayudar a recoger -declaró Gwyn con la misma gravedad que si hubiera que lavar los cubiertos de un menú de cinco platos. De hecho dejó los pocos platos y cubiertos a los maoríes y se quedó un poco más en compañía de los hombres, que estaban relatando ahora sus aventuras. Iban pasándose la botella y gracias a ella, como era habitual, las historias fueron haciéndose cada vez más dramáticas y peligrosas.

– Por Dios, si yo no hubiera estado ahí, el carnero lo habría embestido de lleno -reía burlón el joven Dave-. El caso es que el animal corría hacia él y yo grité: «¡Señor Lucas!», pero él seguía sin verlo. Así que silbé al perro y corrió y se puso entre él y el carnero y lo ahuyentó. ¿Pero alguien puede imaginarse que el tipo me dio las gracias? ¡Ni hablar! ¡Se puso a refunfuñar! Dijo que había visto un kea y que el perro había asustado al pájaro. ¡Y ya os digo yo que el carnero casi lo embiste! ¡Entonces le quedaría en los pantalones menos de lo poco que tiene!

El resto de los hombres se pusieron a vocear. Sólo James McKenzie parecía incómodo. Gwyn comprendió que era mejor que se retirase entonces si no quería escuchar más comentarios comprometedores sobre su marido. James la siguió cuando se levantó.

– Lo siento, Miss Gwyn -dijo cuando ambos se introdujeron en la penumbra, lejos de la hoguera. No era una noche oscura: había luna llena y brillaban las estrellas. También el día siguiente sería despejado, un regalo para los pastores que, en caso contrario, debían apañárselas con la niebla y la lluvia.

Gwyneira se encogió de hombros.

– No tiene por qué sentirlo. ¿O se ha dejado embestir también usted por los cuernos del carnero?

James se reprimió la risa.

– Me gustaría que los hombres fueran un poco más discretos…

Gwyneira rio.

– Entonces tendría que explicarles el significado de la discreción. No, no, señor McKenzie. Puedo imaginarme muy bien lo que ha ocurrido y comprendo que la gente esté indignada. El señor Lucas no está…, bueno, no está hecho para estas cosas. Toca muy bien el piano y pinta estupendamente, pero lo que es ir a caballo y conducir ovejas…

– ¿Lo ama de verdad? -James se habría abofeteado en el mismo momento en que estas palabras salieron de su boca. No quería preguntarlo. Nunca… Él no tenía nada que ver. Pero también había bebido y el día había sido largo y también había maldecido más de una vez a Lucas Warden.

Gwyneira sabía que se debía a su nombre y posición.

– Respeto y honro a mi marido -respondió con dignidad-. Fui confiada a él por voluntad propia y se porta bien conmigo. -Debería haber añadido que eso no era asunto de McKenzie, pero no lo consiguió. Algo le decía que él tenía derecho de preguntarlo-. ¿Responde esto a su pregunta, señor McKenzie? -preguntó suavemente en lugar de eso.

James McKenzie asintió.

– Lo siento, Miss Gwyn. Buenas noches.

No sabía por qué le tendía la mano. No era normal, y seguramente tampoco conveniente, despedirse con tanta ceremonia después de haber pasado dos horas juntos al lado de la hoguera. A fin de cuentas, al día siguiente por la mañana volverían a verse. Pero Gwyn tomó su mano con toda naturalidad; su mano pequeña y delicada, pero endurecida de cabalgar y del trabajo con los animales, estaba en la del hombre. James apenas si conseguía reprimir el impulso de llevársela a los labios.

Gwyneira mantuvo la vista baja. Era una sensación agradable que la mano del hombre envolviera la suya, una sensación deliciosa, de seguridad. La calidez pareció extenderse por todo su cuerpo, incluso por esos rincones que nada tenían de decentes. Lentamente alzó la vista y advirtió un eco de su placer en los ojos oscuros y penetrantes de McKenzie. Y de repente los dos se echaron a reír.

– Buenas noches, James -dijo Gwyn dulcemente.

En tres días consiguieron conducir el rebaño, más deprisa que nunca. Durante el verano, Kiward Station había perdido pocos animales; la mayoría se encontraba en un estado fabuloso y los carneros fueron muy elogiados. Un par de días después de haber regresado a la granja, Cleo parió sus crías. Gwyn contempló fascinada los cuatro diminutos cachorros en la cesta.

Gerald, por el contrario, parecía disgustado.

– Al parecer todo el mundo puede… ¡salvo vosotros! -gruñó, y lanzó una mirada furiosa a su hijo. Lucas salió sin pronunciar palabra. Hacía semanas que las relaciones entre padre e hijo eran tensas. Gerald no podía perdonar a Lucas su incapacidad para realizar las tareas de la granja, y Lucas estaba iracundo con Gerald porque lo forzaba a montar con los hombres. Gwyneira tenía a menudo la sensación de estar entre dos fuegos. Y cada vez tenía más la impresión de que Gerald estaba enfurecido con ella.

Durante el invierno había menos trabajo en los pastizales en el que Gwyneira pudiera colaborar y Cleo también estuvo unas semanas sin salir. Así que Gwyn encaminó la yegua con más frecuencia a la granja de los O’Keefe. Durante la conducción del ganado había descubierto un camino a campo traviesa, sin lugar a dudas más corto, y visitaba a Helen varias veces a la semana. Ésta se alegraba de ello. El trabajo en la granja le resultaba más pesado a medida que avanzaba el embarazo y le era casi imposible montar a lomos del mulo. Apenas si iba a Haldon a tomar un té con la señora Candler. Prefería pasar los días estudiando la Biblia en maorí y cosiendo la ropa del bebé.

Seguía, como era habitual, dando clases a los niños maoríes, que le aliviaban de muchas de las tareas. No obstante, pasaba sola la mayor parte del día. Eso se debía también a que Howard salía por las noches a beber una cerveza en Haldon y solía llegar bastante tarde. Gwyneira se sentía preocupada por ello.

– ¿Cómo vas a avisar a Matahorua cuando empiece el parto? -preguntó-. No podrás encargarte tú sola.

– La señora Candler quiere enviarme a Dorothy. Pero no me gusta…, la casa es tan pequeña que tendría que dormir en el establo. Y por lo que sé, los niños nacen siempre por la noche. Así que Howard estará aquí.

– ¿Seguro? -preguntó Gwyneira asombrada-. Mi hermana tuvo los niños al mediodía.

– Pero los dolores debieron de comenzar por la noche -respondió Helen convencida. En lo que iba de tiempo había aprendido al menos los conceptos básicos del embarazo y la concepción. Después de que Rongo Rongo le contara las historias más osadas en su inglés chapurreado, Helen había reunido todo su valor para pedir a la señora Candler una explicación. Ésta se lo había relatado de forma objetiva. Había dado a luz a tres hijos y no en las condiciones más civilizadas. Helen sabía ahora el modo en que se anunciaba el parto y lo que debía tener preparado.

– Si así lo crees… -Pero Gwyneira no estaba del todo convencida-. Aunque deberías pensarte lo de Dorothy. Ella aguantará un par de noches en el establo; pero tú podrías morirte si tuvieras que dar a luz totalmente sola.

Cuanto más se acercaba el día, más inclinada se sentía Helen a aceptar la oferta de la señora Candler. Howard cada vez estaba menos en casa. El estado de su mujer lo incomodaba y era evidente que ya no compartía de buen grado la cama con ella. Cuando regresaba tarde de Haldon, apestaba a cerveza y whisky y hacía tanto ruido cuando iba a acostarse que Helen dudaba de que llegara a encontrar el camino del poblado maorí. Así que Dorothy se mudó a principios de agosto a su casa. No obstante, la señora Candler se negó a que la muchacha durmiera en el establo.

– Por todos los cielos, Miss Helen, eso no puede ser. Ya veo yo en qué estado se marcha de aquí el señor Howard por las noches. Y usted está…, quiero decir, él tiene… Echará de menos compartir la cama con una mujer, no sé si me entiende. Cuando llegue al establo y encuentre a una adolescente allí…

– ¡Howard es un hombre decente! -protestó Helen, defendiendo a su esposo.

– Un hombre decente no deja de ser un hombre -replicó categórica la señora Candler-. Y un hombre decente borracho es tan peligroso como cualquier otro. Dorothy dormirá en casa. Yo hablaré con el señor Howard.

Helen estaba preocupada por el choque de pareceres, pero sus temores eran infundados. Después de haber recogido a Dorothy, Howard se llevó ropa de cama al establo con toda naturalidad y montó allí su campamento.

– No me importa -dijo caballerosamente-. He dormido en sitios peores. Y la reputación de la pequeña debe mantenerse a salvo, en eso la señora Candler tiene razón. ¡Que no caiga en descrédito!

Helen admiraba el sentido de la diplomacia de la señora Candler. Al parecer había argumentado que Helen necesitaba una señorita de compañía y que incluso después del parto Dorothy tampoco podría ocuparse por las noches de Helen y el niño si Howard estaba en la casa.

Así que los últimos días antes del nacimiento, Helen compartía la cabaña con Dorothy y se ocupaba de la mañana a la noche de tranquilizar a la muchacha. Dorothy estaba tan asustada antes del alumbramiento, tanto, que Helen a veces llegó a pensar que su madre tal vez no había muerto de no se sabía qué misteriosa enfermedad, sino del parto de una infeliz hermanita.

Gwyneira, por el contrario, se sentía más o menos optimista, incluso ese día nublado de finales de agosto en que Helen se encontraba especialmente mal y deprimida. Howard ya se había marchado a Haldon por la mañana, quería construir un nuevo cobertizo y ya había llegado por fin la madera para levantarlo. Sin embargo, cargaría el material de construcción y seguramente no regresaría de inmediato, sino que se detendría a tomar una cerveza y echar una partida de cartas. Dorothy ordeñó la vaca mientras Gwyneira hacía compañía a Helen. Tenía la ropa húmeda de la cabalgada entre la niebla y sentía frío. Disfrutaba pues de la chimenea y el té de Helen.

– Ya se encargará Matahorua -respondió a Helen cuando ésta le contaba los temores de Dorothy-. ¡Ay, desearía estar en tu lugar! Sé que en estos momentos te sientes desgraciada, pero deberías ver cómo me va a mí. El señor Gerald cada día hace algún comentario, y no es él el único. También las damas de Haldon me examinan del mismo modo que si fuera una yegua en una feria de ganado… Y Lucas también parece enojado conmigo. ¡Si sólo supiera qué es lo que hago mal! -Gwyneira jugueteaba con la taza de té. Estaba a punto de echarse a llorar.

Helen frunció el entrecejo.

– Gwyn, una mujer no hace nada mal. No lo rechazas, ¿verdad? ¿Le dejas hacer?

Gwyn puso los ojos en blanco.

– ¡Y que lo digas! Sé que debo quedarme tranquila. Boca arriba. Y soy amable y lo abrazo y todo… ¿qué más debo hacer?

– Es más de lo que yo he hecho -observó Helen-. Tal vez sólo necesites más tiempo. Eres mucho más joven que yo.

– Pues tendría que ser más fácil -gimió Gwyn-. Al menos eso decía mi madre. ¿No será quizá por culpa de Lucas? ¿Qué significa en realidad que un hombre es un «blando»?

– ¡Pero cómo puedes, Gwyn! -Helen estaba horrorizada de oír tal expresión de la boca de su amiga-. Esas cosas no se dicen.

– Los hombres lo dicen cuando hablan de Lucas. Claro que cuando él no los oye. Si supiera qué significa.

– ¡Gwyneira! -Helen se puso en pie como si quisiera coger la tetera del fuego. Pero entonces gritó y se llevó la mano al vientre-. ¡Oh, no!

A los pies de Helen se formó un charco.

– ¡La señora Candler dice que es así como empieza! -exclamó-. Pero sólo son las once de la mañana. Qué desgracia… ¿Puedes recogerlo tú, Gwyn? -se dirigió vacilante a una silla.

– Es líquido amniótico -dijo Gwyn-. No te preocupes, Helen, no hay nada que lamentar. Te llevaré a la cama y luego enviaré a Dorothy en busca de Matahorua.

Helen se encogió.

– ¡Hace daño, Gwyn, hace mucho daño!

– Pronto pasará -aseguró Gwyneira, cogiendo con determinación a Helen por el brazo y llevándola al dormitorio. Allí ayudó a su amiga a desvestirse y ponerse un camisón, la volvió a tranquilizar y se precipitó al establo para decirle a Dorothy que fuera al poblado maorí. La muchacha se echó a llorar y salió atolondrada del establo. ¡Ojalá que en la buena dirección! Gwyneira pensó en si no habría sido mejor que ella misma hubiera salido a caballo, pero su hermana había necesitado horas para dar a luz a su hijo. Así que con Helen tampoco iría tan deprisa. Y Gwyn le sería sin duda de mayor consuelo que la llorosa Dorothy.

Gwyn limpió la cocina y preparó mientras tanto otro té que llevó a la cama de Helen. Ésta tenía en esos momentos dolores periódicos. Cada dos minutos gritaba y se contraía. Gwyneira la tomó de la mano y le habló para tranquilizarla. Entretanto había transcurrido una hora. ¿Dónde estaban Dorothy y Matahorua?

Helen no parecía percatarse del paso del tiempo, pero Gwyn cada vez estaba más nerviosa. ¿Qué haría si en efecto Dorothy se había perdido? Sólo cuando ya habían pasado más de dos horas, oyó por fin a alguien en la puerta. Con los nervios a flor de piel, Gwyneira se sobresaltó. Pero naturalmente sólo era Dorothy. Seguía llorando. Y no la acompañaba, como era de esperar, Matahorua, sino Rongo Rongo.

– ¡No puede venir! -sollozó Dorothy-. Todavía no. Está…

– Llega otro bebé -explicó Rongo con serenidad-. Es difícil. Es pronto y mamá enferma. Debe quedarse. Decir que Miss Helen fuerte, bebé sano. Yo ayudar.

– ¿Tú? -preguntó Gwyn. Rongo tenía once años como mucho.

– Sí. Yo ya ver y ayudar kuia. ¡En mi familia muchos niños! -advirtió Rongo orgullosa.

Gwyneira no parecía ser la comadrona óptima, pero estaba claro que tenía más experiencia que todas las mujeres y niñas que estaban disponibles.

– Pues bien. ¿Qué hacemos ahora, Rongo? -preguntó.

– Nada -respondió la pequeña-. Esperar. Dura horas. Matahorua dice, cuando estar listo, viene.

– Esto es una auténtica ayuda -gimió Gwyneira-. Pero está bien, esperaremos. -No se le ocurría nada más.

Rongo tenía razón. La espera se prolongó durante horas. A veces iba mal, y Helen gritaba de dolor, luego volvía a tranquilizarse, parecía incluso dormir durante unos minutos. Hacia el anochecer, sin embargo, los dolores aumentaron y aparecieron de forma más seguida.

– Esto normal -señaló Rongo-. ¿Puedo preparar crepe de sirope?

Dorothy estaba escandalizada de que la niña pudiera pensar en comida en esos momentos, pero Gwyn no encontró que fuera mala idea. También ella estaba hambrienta y tal vez podría convencer a Helen para que probara un bocado.

– Ve a ayudarla, Dorothy -ordenó.

Helen la miró desesperada.

– ¿Qué pasará con el niño si me muero? -susurró.

Gwyneira le secó el sudor de la frente.

– No te morirás. Y el niño tiene que estar aquí primero antes de que nos planteemos su futuro. ¿Dónde se ha metido tu Howard? ¿No tendría que estar ya llegando? Podría ir a caballo a Kiward Station y decirles que llegaré un poco más tarde. ¡Si no, se preocuparán!

Helen casi se puso a reír a pesar de los dolores.

– ¿Howard? Antes de que vaya a Kiward Station tendrían que echarse a volar los cerdos. Quizá podrá ir Reti…, u otro niño…

– No les dejo que monten a Igraine. Y el burro conoce tan poco el camino como los niños…

– Es un mulo… -la corrigió Helen, y dio un fuerte suspiro-. No lo llames burro, se lo tomará a mal…

– Sabía que acabarías queriéndolo. Escucha, Helen, ahora voy a subirte el camisón y mirar ahí abajo. Quizás el niño ya se esté asomando…

Helen sacudió la cabeza.

– Lo habría notado. Pero… Pero ahora…

Helen sufrió una nueva contracción. Recordó que la señora Candler le había dicho algo de empujar, así que lo intentó y gimió de dolor.

– Puede ser que ahora… -La siguiente contracción no la dejó terminar de hablar. Helen dobló las piernas.

– Es mejor si se pone de rodillas, Miss Helen -señaló Rongo con la boca llena. Entró con un plato de crepes-. Y caminar ayuda. Porque bebé tiene que bajar, ¿comprende?

Gwyneira ayudó a Helen, que gemía y protestaba, a ponerse en pie. Pero sólo consiguió dar un par de pasos antes de derrumbarse a causa del siguiente dolor. Gwyn le levantó el camisón, mientras se arrodillaba y vio algo oscuro entre las piernas.

– ¡Ya llega, Helen, ya llega! ¿Qué he de hacer ahora, Rongo? Si ahora se cae, se caerá en el suelo.

– No se cae tan deprisa -contestó Rongo, llevándose a la boca otro trozo de crepe-. ¡Hummm, está muy buena! Miss Helen comer cuando el bebé llegar.

– Quiero volver a la cama -se quejó Helen.

Gwyneira la ayudó, aunque no le parecía una idea muy inteligente. Todo había ido sin lugar a dudas más rápido mientras Helen estaba de pie o de rodillas.

Pero luego no tuvo tiempo para seguir pensando. Helen dio un fuerte chillido, y al instante la coronilla oscura que había visto se convirtió en una cabeza de bebé avanzando hacia el exterior. Gwyneira recordó los numerosos nacimientos de corderos que había observado en su hogar y en los que había ayudado al pastor. Eso tampoco iba a perjudicar. Buscó atrevida la cabecita y tiró, mientras que Helen jadeaba y gritaba a causa del dolor. Expulsó la cabeza, Gwyneira tiró de ella, vio los hombros… Y ahí estaba el bebé y Gwyn vio su carita arrugada.

– Ahora cortar -indicó Rongo tranquilamente-. Cortar cordón. Niño guapo, Miss Helen. ¡Niño!

– ¿Un niño? -gimió Helen, e intentó erguirse-. ¿De verdad?

– Eso parece… -dijo Gwyn.

Rongo cogió un cuchillo que había dejado preparado y cortó el cordón umbilical.

– Ahora respirar.

El bebé no sólo respiró, sino que inmediatamente se puso a llorar.

Gwyneira estaba resplandeciente.

– ¡Parece que está sano!

– Sano seguro…, yo decir, sano… -La voz procedía de la puerta. Matahorua, la tohunga maorí, entró. Para protegerse del frío y la humedad se había envuelto el cuerpo en una manta que llevaba sujeta con un cinturón. Sus numerosos tatuajes se veían con mayor claridad que en otras ocasiones, pues la anciana estaba pálida del frío y quizá también del cansancio.

– Yo sentir, pero el otro bebé…

– El otro bebé… ¿también sano? -preguntó Helen apagadamente.

– No. Muerto. Pero mamá vivir. ¡Tu hijo guapo!

Matahorua tomó el mando. Secó al pequeño y pidió a Dorothy que calentara agua para un baño. Antes depositó al recién nacido en los brazos de Helen.

– Mi hijito… -susurró Helen-. Qué pequeñito es…, lo llamaré Ruben, como mi padre.

– ¿Howard no tiene nada que opinar al respecto? -preguntó Gwyneira. En sus círculos era normal que el padre decidiera al menos el nombre del hijo varón.

– ¿Dónde está Howard? -preguntó Helen desdeñosa-. Sabía que el niño llegaría uno de estos días. Pero en lugar de quedarse conmigo, está colgado en la barra de una taberna y se bebe el dinero que ha ganado con sus carneros. ¡No tiene ningún derecho a dar un nombre a mi hijo!

Matahorua asintió.

– Es cierto. Es tu hijo.

Gwyneira, Rongo y Dorothy bañaron al bebé. Dorothy había dejado por fin de llorar y no se cansaba de mirar al niño.

– ¡Es tan mono, Miss Gwyn! ¡Mire, ya ríe!

Gwyneira pensaba menos en las muecas que hacía el niño que en el modo en que había transcurrido su nacimiento. Aparte de que duraba más tiempo, no se había diferenciado todo lo ocurrido de lo que pasaba cuando se paría un potro o un cordero, ni siquiera la expulsión de la placenta. Matahorua aconsejó a Helen que la enterrara en un lugar particularmente bonito y que plantara allí un árbol.

– Whenua a whenua…, tierra -dijo.

Helen prometió cumplir con la tradición, mientras Gwyneira seguía meditando.

Si el nacimiento de un ser humano transcurría del mismo modo que el de los animales, tampoco el acto de engendrarlo sería muy diferente. Gwyneira se sonrojó cuando recordó el proceso, pero ahora sus sospechas acerca de qué era lo que Lucas hacía mal eran bastante acertadas…

Al final, Helen yacía feliz en su cama recién cambiada con el niño dormido entre sus brazos. También había mamado, Matahorua insistió en ponérselo a Helen al pecho aunque el proceso le resultara ahora doloroso. Ella habría preferido criar al bebé con leche de vaca.

– Es bueno para bebé. La leche de vaca buena para el ternero -afirmó categóricamente Matahorua.

Otro paralelismo más con los animales. Esa tarde Gwyn había aprendido mucho.

Helen, entretanto, encontró el momento para pensar también en los demás. Gwyn se había comportado de fábula. ¿Qué habría hecho sin su ayuda? Pero ahora tenía por fin oportunidad de devolverle en parte el favor.

– Matahorua -se dirigió a la tohunga-. Ésta es la amiga de quien te había hablado hace poco. Aquella que…, que no…

– ¿Decir la que no tener bebé? -preguntó Matahorua, y lanzó una mirada escudriñadora a Gwyneira, a sus pechos y a su vientre. Lo que vio, pareció gustarle-. Bien, bien -dijo al final-. Guapa mujer. Muy sana. Poder tener muchos bebés, bebés sanos…

– Pero hace mucho que lo intenta -dijo Helen con desespero.

Matahorua se encogió de hombros.

– Intentar con otro hombre -aconsejó impasible.

Gwyneira se preguntaba si ahora ya tenía que marcharse a su casa. Hacía rato que había anochecido, hacía frío y estaba nublado. Por otra parte, Lucas y los demás estarían con el corazón en un puño pensando en dónde se habría metido. ¿Y qué diría Howard O’Keefe cuando llegara, posiblemente borracho, y se encontrara a una Warden en su casa?

Al parecer pronto iba a hallar respuesta a esta última pregunta. Alguien andaba trajinando en el establo. Pero Howard no habría llamado a la puerta de su propia casa. Esa visita, por el contrario, se anunció educadamente.

– ¡Abre, Dorothy! -dijó Helen, pasmada.

Gwyn ya estaba a la puerta. ¿Habría ido Lucas a buscarla? Le había hablado de Helen y había reaccionado con simpatía, incluso había expresado el deseo de conocer a la amiga de Gwyn. La pelea entre los Warden y los O’Keefe no parecía importarle.

Sin embargo, ante la puerta, no estaba Lucas, sino James McKenzie.

Sus ojos resplandecieron al ver a Gwyn. Aun así, ya debía de haber distinguido en el establo que estaba allí. A fin de cuentas, Igraine la estaba esperando.

– ¡Miss Gwyn! ¡Alabado sea Dios, la he encontrado!

Gwyn sintió como el rubor inundaba su rostro.

– Señor James…, entre. Qué amable ha sido de venir a recogerme.

– ¿Amable de venir a recogerla? -preguntó irritado-. ¿Se trata de una reunión para tomar el té? ¿Qué se ha creído, estando fuera todo este tiempo sin avisar? El señor Gerald está loco de angustia y nos ha sometido a todos a un minucioso interrogatorio. Yo he contado algo de que tenía una amiga en Haldon a la que quizás había ido a visitar. Y luego he venido hasta aquí antes de que enviara a alguien a casa del señor Candler y supiera…

– ¡Es usted un ángel, James! -Gwyneira resplandecía, sin dejarse impresionar por el tono enojado de su voz-. Y no quiero pensar en qué diría el señor Gerald si supiera que acabo de traer al mundo al hijo de su peor enemigo. Venga. ¡Le presento a Ruben O’Keefe!

Helen se sintió avergonzada cuando Gwyn condujo al hombre con toda naturalidad al dormitorio, pero McKenzie se comportó con el mayor respeto, saludó cortésmente y se mostró encantado con el pequeño Ruben. Gwyneira ya había visto con frecuencia ese resplandor en el rostro del hombre. McKenzie siempre se emocionaba cuando nacía un cordero o un potro.

– ¿Lo ha hecho usted sola? -preguntó con admiración.

– Helen también ha colaborado un poco -respondió Gwyn riendo.

– ¡Sea como sea lo han hecho estupendamente! -James resplandecía-. ¡Las dos! Pero, de todos modos, preferiría acompañarla ahora a casa, Miss Gwyn. También sería lo mejor para usted, madame… -Se volvió a Helen-. Su marido…

– No estaría muy entusiasmado de que una Warden hubiera asistido al parto de su hijo. -Helen asintió-. Mil gracias, Gwyn.

– Oh, ha sido un placer. Tal vez puedas devolverme el favor. -Gwyneira le guiñó el ojo. No sabía por qué pero de repente se sentía mucho más optimista en cuanto a un próximo embarazo. Todo lo que acababa de aprender la había estimulado. Ahora que sabía dónde residía el problema, encontraría una solución.

– Ya he ensillado su caballo, Miss Gwyn -la apremió James-. Ahora hemos de irnos, de verdad…

Gwyneira rio.

– Entonces démonos prisa para que se tranquilice mi suegro -dijo complacida, y en ese momento se dio cuenta de que James no había mencionado ni una sola palabra sobre Lucas. ¿Es que su marido no se preocupaba por ella?

Matahoura la miró cuando siguió a McKenzie.

– Con ese hombre, niños sanos -observó.

9

– Una idea excelente del señor Warden, la de celebrar una fiesta en el jardín, ¿verdad? -dijo la señora Candler. Gwyneira acababa de darle la invitación para la fiesta de Año Nuevo. Dado que el cambio de año caía en pleno verano, la fiesta se celebraría en el jardín, con fuegos artificiales a medianoche como punto culminante.

Helen se encogió de hombros. Como siempre, ni su marido ni ella habían recibido ninguna invitación, pero era probable que Gerald no hubiera honrado con ella a ninguno de los pequeños granjeros. Gwyneira tampoco parecía participar del entusiamo. La seguía abrumando la dirección de Kiward Station, y una fiesta exigiría el desarrollo de nuevas tareas organizativas. Ahora estaba ocupada en enseñar a reír al pequeño Ruben poniéndole muecas y haciéndole cosquillas. El hijo de Helen ya tenía cuatro meses y el mulo Nepumuk mecía a madre e hijo durante las ocasionales excursiones a la ciudad. En las semanas que siguieron al nacimiento, Helen no se había atrevido a hacer el recorrido y de nuevo había permanecido aislada, pero con el bebé, la soledad en la granja se había suavizado. El pequeño Ruben la mantenía ocupada durante todo el día, y ella estaba encantada con cada uno de sus movimientos. Además, no resultaba un niño difícil. A los cuatro meses ya solía dormir durante toda la noche, al menos cuando podía quedarse en la cama de su madre. A Howard eso no le gustaba nada. Habría preferido volver a sus «placeres» nocturnos con su mujer. Sin embargo, en cuanto se acercaba, Ruben no paraba de chillar. A Helen se le partía el corazón, pero era lo bastante dócil para quedarse tendida y quieta y esperar a que Howard hubiera terminado. Entonces se ocupaba del niño. Pero al hombre no le gustaban ni el sonido de fondo ni la evidente tensión e impaciencia de Helen. En la mayoría de las ocasiones se retiraba en cuanto Ruben se ponía a llorar y cuando por las noches llegaba tarde a casa y encontraba al bebé en los brazos de Helen, se iba a dormir al establo. Si bien esto le causaba remordimientos, Helen le estaba agradecida a Ruben.

Durante el día, el niño casi nunca lloraba, sino que permanecía tranquilo en su cunita mientras Helen daba clases a los niños maoríes. Cuando no dormía, miraba tan serio y atento a la profesora como si ya entendiera lo que decía.

– Será profesor -dijo Gwyneira riendo-. ¡Será como tú, Helen!

No iba del todo desencaminada, al menos por la impresión que producía el bebé. Los ojos de Ruben, en un principio azules, se iban volviendo grises como los de Helen con el tiempo, y sus cabellos se oscurecían como los de Howard, pero eran lisos y sin rizos.

– ¡Se parece a mi padre! -confirmaba Helen-. Se llama como él. Pero Howard está firmemente decidido a que sea granjero y no quiere ni oír hablar de que sea reverendo.

Gwyneira se rio.

– En eso hay otros que ya se han equivocado. Acuérdate del señor Gerald y mi Lucas.

Gwyn recordó de nuevo esta conversación mientras repartía las invitaciones por Haldon. Para ser exactos, la idea de la fiesta de Año Nuevo no era de Gerald, sino de Lucas y había nacido además con objeto de tener a Gerald ocupado y contento. Se percibía en el ambiente que en Kiward Station los ánimos andaban por los suelos y cada mes que pasaba sin que Gwyn quedara embarazada la cosa iba a peor. Gerald reaccionaba de forma francamente agresiva ante la falta de descendencia, incluso si ignoraba, claro está, a cuál de los elementos de la pareja debía hacer responsable de ello. Gwyneira se mantenía la mayoría de las veces a distancia, entretanto había más o menos aprendido a llevar el control de la casa y en estos temas ofrecía a Gerald pocos puntos de ataque. Tenía además una fina intuición para sus humores. Cuando ya por la mañana criticaba las magdalenas recién hechas y se las tomaba con un whisky en lugar de con un té, que era lo más frecuente, ella desaparecía de inmediato en los establos y prefería pasar el día con los perros y las ovejas en lugar de hacer de pararrayos de las iras de Gerald. Sobre Lucas, sin embargo, casi siempre recaía de pleno e inesperadamente la cólera de su padre. Como siempre, el joven vivía en su propio mundo, pero Gerald lo arrancaba de ese mundo constantemente y sin la menor consideración y lo forzaba a hacer algo útil en la granja. Había llegado al extremo de despedazarle un libro con el que lo había encontrado leyendo en su habitación, cuando debería haber estado vigilando el esquileo de las ovejas.

– ¡Sólo tienes que limitarte a contar, maldita sea! -dijo furioso Gerald-. ¡Si no los esquiladores hacen trampas! En el cobertizo número tres acaban de pelearse dos tipos porque los dos exigen el pago del esquileo de cien ovejas y nadie puede mediar porque nadie puede comparar las cantidades. ¡Tú eras el responsable del cobertizo tres, Lucas! A ver cómo te las apañas ahora para arreglar este asunto.

Gwyneira se habría encargado con agrado del cobertizo número tres, pero a ella, como ama de casa, no le incumbía la tarea de controlar a los temporeros que se habían contratado para trasquilar las ovejas. Por eso el abastecimiento de los hombres era estupendo: Gwyneira aparecía una y otra vez con refrescos porque no se cansaba de ver el trabajo de los esquiladores. En Silkham, el esquileo había sido una actividad bastante tranquila: los mismos pastores se encargaban de los pocos cientos de ovejas y acababan en pocos días. Ahí, sin embargo, se trataba de miles de ovejas que eran recogidas en prados lejanos y que juntaban en corrales. El esquileo mismo se realizaba por especialistas a destajo. Los mejores equipos de trabajo conseguían esquilar ochocientos animales al día. En empresas tan grandes como Kiward Station siempre se hacía una apuesta…, y ese año James McKenzie estaba en camino de ganarla. Estaba en estrecha pugna con un esquilador del cobertizo uno, y esto aunque no sólo participaba en la esquila, sino que además controlaba a los esquiladores del cobertizo dos. Cuando Gwyneira pasaba por allí, lo relevaba y le cubría las espaldas. La presencia de la mujer parecía infundirle ánimos: las tijeras planeaban tan veloces por encima de los cuerpos de las ovejas que los animales apenas si conseguían protestar con sus balidos por ese rudo trato.

Lucas encontraba que la forma de tratar las ovejas era bárbara. Sufría al ver que se cogía a los animales, se los arrojaba al suelo boca arriba y los esquilaban a la velocidad de un rayo, con lo que a veces, si el esquilador no era experimentado o si el animal se movía demasiado, le cortaban también la carne. Por añadidura, Lucas no podía soportar el penetrante olor de lanolina que reinaba en los cobertizos de esquileo y dejaba que las ovejas se escaparan en lugar de darles un baño para limpiarles las pequeñas heridas y matar los parásitos.

– Los perros no me hacen caso -se defendía ante un nuevo ataque de ira de su padre-. Obedecen a McKenzie, pero cuando los llamo…

– A esos perros no se los llama, Lucas, ¡se les da un silbido! -explotó Gerald-. Son sólo tres o cuatro silbidos. Ya deberías de haberlo aprendido en lo que llevas de tiempo. ¡Con lo que cultivas tu musicalidad!

Lucas se encogió de hombros, ofendido.

– Padre, un gentleman…

– ¡No me vengas con el cuento de que un gentleman no silba! Estas ovejas financian tu pintura, tu piano y tus así llamados estudios…

Gwyneira, que había escuchado esta conversación por casualidad, escapó al siguiente cobertizo. Odiaba que Gerald pusiera de vuelta y media a su marido delante de ella, y, todavía peor, cuando James McKenzie y otros trabajadores de la granja eran testigos del enfrentamiento. Todo en su conjunto le resultaba lamentable a la joven y parecía además tener un efecto negativo en Lucas y sus «intentos» nocturnos, que cada vez fracasaban con mayor evidencia. Gwyneira, entretanto, intentaba considerar sus esfuerzos conjuntos desde el aspecto de la procreación, pues, a fin de cuentas, el asunto no se diferenciaba de lo que sucedía entre una yegua y un semental. Pero no se hacía ilusiones: el azar debía ponerse muy de su lado. Empezaba a reflexionar sobre alternativas, y una y otra vez recordaba el viejo carnero de su padre al que éste había eliminado por su falta de rendimiento como semental.

«Inténtalo con otro hombre», había dicho Matahorua. Pero en cuanto estas palabras acudían a su mente, Gwyn sentía remordimientos de conciencia. Era totalmente impensable que una Silkham engañara a su esposo.

Y ahora la fiesta en el jardín. Lucas estaba absorto en los preparativos. Sólo planificar los fuegos de artificio exigía días, que él pasaba consultando los catálogos correspondientes para luego hacer el pedido en Christchurch. También él se hizo cargo de la disposición del jardín y de la distribución de las mesas y asientos. En esta ocasión se renunció a un gran banquete; en su lugar se cocieron a fuego lento corderos y carneros, y se prepararon verduras, carne de ave y setas a la piedra, siguiendo la tradición maorí. Las ensaladas y otras guarniciones se hallaban preparadas en largas mesas y se servían al gusto de los invitados. Kiri y Moana habían llegado a dominar esta tarea. Volverían a llevar los bonitos uniformes que les habían confeccionado para la boda. Gwyneira les suplicó que se pusieran zapatos.

Por lo demás se mantenía al margen de los preparativos. Tomar decisiones por encima del padre y el hijo era como andar por la cuerda floja. Lucas disfrutaba planificando la fiesta y ansiaba reconocimiento. Gerald, por el contrario, encontraba los esfuerzos de su hijo «poco varoniles» y hubiera preferido dejarlo todo en manos de Gwyn. Tampoco los trabajadores sabían valorar las tareas domésticas de Lucas, lo que no pasó inadvertido ni a Gwyneira ni a Gerald.

– El blando está plegando servilletas -contestó Poker cuando McKenzie le preguntó dónde había vuelto a meterse Lucas.

Gwyneira fingió no haber oído nada. Entretanto tenía una idea bastante exacta de lo que la palabra «blando» significaba, aunque no podía explicarse cómo deducían los mozos de cuadra el fracaso de Lucas en la cama.

El día de la fiesta, el jardín de Kiward Station brillaba en todo su esplendor. Lucas había encargado farolillos y los maoríes habían colocado antorchas. Durante la recepción de los invitados todavía había, no obstante, luz suficiente para poder admirar los arriates de rosas, los setos recién cortados y los senderos y parcelas de césped entrelazados según el modelo del paisajismo inglés. Gerald había organizado una nueva demostración de perros, pero esta vez no sólo para presumir de la fabulosa capacidad de los animales, sino también como una especie de espectáculo publicitario. Los primeros descendientes de Daimon y Dancer estaban a la venta y los criadores de ovejas de los contornos pagaban sumas elevadas por los Border collies de pura raza. Incluso los cruzados con los anteriores perros pastores de Gerald eran muy apreciados. Los hombres de Gerald no necesitaron en esa ocasión la ayuda de Gwyneira y Cleo para ofrecer un espectáculo perfecto. Los perros jóvenes conducían sin dificultades las ovejas por la pista a las órdenes de los silbidos de McKenzie. Gracias a ello, el elegante vestido de Gwyneira, un sueño de seda azul cielo con trabajos de calado en color dorado, se mantuvo impoluto, y también Cleo siguió los acontecimientos desde el borde de la pista, por lo que gimoteaba ofendida. Ya se había separado de los cachorros y la perrita ansiaba asumir nuevas tareas. De todos modos, ese día también se vería desterrada a los establos. Lucas no quería que los perros anduvieran alborotando por la fiesta y Gwyneira ya estaba lo suficientemente ocupada con atender a los invitados. No obstante, el tener que pasear entre la muchedumbre y conversar amablemente con las damas de Christchurch cada vez se parecía más a una carrera de baquetas. Sentía que la observaban y que los invitados contemplaban su cada vez más delgada cintura con una mezcla de curiosidad y compasión. Al principio sólo se trató de algún comentario, pero luego los caballeros (sobre todo) empezaron a beber whisky a conciencia y se les desató la lengua.

– Bien, Lady Gwyneira, ya lleva un año casada -resonó la voz de Lord Barrington-. ¿Cómo llevamos lo de la descendencia?

Gwyneira no sabía qué debía contestar. Se puso tan roja como el joven vizconde, a quien la conducta de su padre le resultaba vergonzosa. Intentó cambiar de tema al instante y preguntó a Gwyneira por Igraine y Madoc, a los que recordaba con cariño. Hasta el momento no había encontrado en su nuevo hogar ningún caballo que se le pudiera comparar. Gwyn se reanimó enseguida. La cría de caballos había dado al final buenos resultados y el joven Barrington quería comprarse un potro. Así que la muchacha aprovechó la oportunidad de huir de Lord Barrington para acompañar al vizconde a los prados. Igraine había dado a luz un mes antes un potrillo macho, negro y hermosísimo y, obviamente, Gerald había acercado también los caballos a la casa para que los invitados pudieran admirarlos.

Junto al paddock en el que pastaban las yeguas y los potros, McKenzie vigilaba los preparativos de la fiesta para el personal. Los empleados de Kiward Station tenían ahora quehaceres que llevar a término, pero cuando se hubiera terminado la comida y abierto el baile también ellos podrían divertirse. Gerald había puesto de buen grado a su disposición dos ovejas y abundante cerveza y whisky para la fiesta y en esos momentos también ahí se encendían los fuegos para asar la carne.

McKenzie saludó a Gwyn y al vizconde y ella aprovechó la oportunidad para felicitarlo por el éxito de la demostración.

– Creo que el señor Gerald ya ha vendido hoy cinco perros -dijo con reconocimiento.

McKenzie le devolvió la sonrisa.

– Incomparable, sin embargo, con el espectáculo de su Cleo, Miss Gwyn. Pero a mí me falta, es evidente, el encanto del ama de la perra…

Gwyn apartó la mirada. Él volvía a mostrar ese brillo en los ojos que por una parte le gustaba pero por otra la hacía sentir insegura. ¿Cómo es que le echaba un piropo delante del vizconde? Sospechó que no era muy decoroso por su parte.

– La próxima vez inténtelo con un vestido de novia -contestó, tomándose a broma el asunto.

El vizconde soltó una risa clueca.

– Ése está enamorado de usted, Lady Gwyn -rio con toda la frescura de sus quince años-. Tenga cuidado de que su esposo no lo desafíe.

Gwyneira dirigió al joven una mirada severa.

– ¡No diga tales tonterías, vizconde! Ya sabe usted lo deprisa que se extienden las habladurías por aquí. Si naciera un rumor así…

– No se preocupe, su secreto está conmigo bien guardado. -El muy pillo se rio-. Por otra parte, ¿ha hecho ya el corte en su vestido de montar en lo que va de tiempo?

Gwyneira se alegró de que por fin comenzara el baile para librarse de la obligación de estar conversando. Guiada a la perfección como siempre, bailaba con Lucas sobre la pista que se había instalado expresamente en el jardín. Los músicos que Lucas había contratado eran en esta ocasión mejores que los de la boda. Pero la elección de los bailes resultó ser más convencional. Gwyn casi sintió algo de envidia cuando oyó, procedentes del lugar donde festejaban los empleados, unas alegres melodías. Alguien tocaba el violín, si bien no siempre con corrección, al menos sí con brío.

Gwyneira bailó sucesivamente con los invitados más importantes. En esta ocasión no lo hizo con Gerald, que ya hacía tiempo que estaba demasiado borracho para mantenerse vertical bailando un vals. La fiesta constituía un triunfo indiscutible, aunque Gwyn esperaba que pronto concluyera. Había sido un largo día y el siguiente también debería ocuparse, desde la mañana hasta el mediodía al menos, de entretener a los huéspedes La mayoría se quedaría hasta pasados dos días. Pero antes de poder retirarse, Gwyn todavía debía superar los fuegos artificiales. Lucas se disculpó casi una hora antes para ausentarse con objeto de comprobar una vez más la estructura. El joven Hardy Kennon le prestaría su ayuda si no estaba demasiado borracho. Gwyneira se ocupó del control de las provisiones de champán. Witi ya sacaba las botellas del lecho de hielo en que habían descansado hasta el momento.

– Esperar no matar de un tiro -dijo preocupado. Al sirviente maorí siempre le ponía nervioso el estallido con que saltaba el corcho al abrir las botellas de champán.

– ¡Es totalmente inofensivo, Witi! -lo tranquilizó Gwyn-. Si lo haces un poco más a menudo…

– ¡Sí, si… tuvié… ramos razo… nes más a me… menu… do! -Era Gerald que en ese momento se tambaleaba de nuevo junto a la barra para descorchar una botella de whisky-. Pero no nos das nin… ninguna razón de festejar… mi… mi princesa ga… gala. Había pensado que no serías tan mojigata, pa… parecía como si tuvieras fuego para diez y hasta pudieras encender con él a Lu… Lucas, ¡ese bland… ese témpano! -se corrigió Gerald, con la vista puesta ya en el champán-. Pero un… un año, Gwyn… Gwyneira…, y todavía sin nieto…

Gwyn suspiró aliviada cuando Gerald se vio interrumpido por un cohete que subió siseante al cielo: un lanzamiento de prueba para el espectáculo posterior. A pesar de ello, Witi descorchó las botellas de champán con los ojos entrecerrados por el susto. De repente, Gwyneira se acordó de los caballos. Igraine y las otras yeguas nunca habían visto unos fuegos de artificio y el paddock era en proporción pequeño. ¿Qué pasaría si los animales se asustaban?

Gwyneira lanzó una mirada al gran reloj que se había sacado para la ocasión al jardín y que ocupaba un lugar a la vista de todos. Tal vez todavía tuviera tiempo para llevar deprisa los caballos a los establos. Se habría abofeteado por haber olvidado dar las indicaciones pertinentes antes. Pidiendo disculpas, Gwyn se apretujó entre la muchedumbre de invitados y corrió a los establos. Pero en el paddock sólo quedaba una yegua que McKenzie estaba retirando en ese momento. El corazón de Gwyneira dio un brinco. ¿Es que conseguía leer sus pensamientos?

– Me pareció que los animales estaban inquietos, así que pensé en meterlos -dijo James cuando Gwyn abrió la puerta del establo a él y a la yegua. Cleo saltó encantada encima de su ama en cuanto la vio.

Gwyn sonrió.

– ¡Qué casualidad, lo mismo había pensado yo!

McKenzie le lanzó una de sus miradas atrevidas, entre bromista y maliciosa.

– Deberíamos pensar a qué se debe esto -dijo-. ¿Tal vez seamos almas gemelas? En la India creen en la reencarnación. Quién sabe, puede que en nuestra última vida fuéramos… -Hizo como si se esforzara en pensar.

– Como buenos cristianos no vamos a perder el tiempo hablando de esto -le interrumpió Gwyn con firmeza, pero James se echó a reír.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos llenaron de heno los compartimentos de los caballos, y Gwyn no pudo evitar poner dos zanahorias en el comedero de Igraine. Al final, su vestido ya no estaba tan perfecto. Gwyn lo miró apesadumbrada. Bueno, a la luz de los farolillos nadie se daría cuenta.

– ¿Está usted listo? Ya que estoy aquí, tal vez debería desear un feliz año nuevo al personal.

James sonrió.

– Tal vez tenga tiempo para bailar un baile. ¿Cuándo empiezan los espectaculares fuegos artificiales?

Gwyn se encogió de hombros.

– En cuanto den las doce y empiece el jaleo. -Sonrió-. Mejor dicho, cuando todo el mundo haya deseado a otro la mayor felicidad del mundo, aunque quizá no lo piense en serio.

– Vaya, vaya, Miss Gwyn. ¿Tan cínica hoy? Pero si es una fiesta maravillosa. -James la miró inquisitivo. Ella ya conocía esas miradas y le llegaban hasta la médula.

– Sazonada con una buena porción de alegría por el mal ajeno -suspiró-. En los próximos días todos hablarán del caso y el señor Gerald todavía empeorará las cosas con todo lo que dice.

– ¿Cómo que alegría por el mal ajeno? -preguntó James-. Kiward Station está en su mejor momento. Con los beneficios que el señor Gerald obtiene ahora de la lana puede dar una fiesta así cada mes. ¿Por qué siempre está tan insatisfecho?

– Bah, no hablemos de eso -murmuró Gwyn-. Empecemos mejor el año con alegría. ¿Ha mencionado usted algo de baile? Mientras no sea un vals…

McAran interpretaba con el violín una jiga llena de brío. Dos sirvientes maoríes tocaban unos tambores, lo que obviamente no encajaba mucho, pero a ojos vistas deleitaba a todo el mundo. Poker y Dave giraban con las chichas maoríes. Moana y Kiri se dejaban llevar riendo al ritmo de esa danza para ellas extraña. Gwyneira desconocía o apenas conocía a las otras dos parejas. Se trataba del servicio de los invitados más distinguidos. La doncella inglesa de Lady Barrington miró con desaprobación cuando los empleados de Kiward Station saludaron alborozados a Gwyneira. James le tendió la mano para conducirla a la pista de baile. Gwyn la tomó y sintió de nuevo esa tierna impresión que le provocaba oleadas de excitación cada vez que tocaba a James. Él le sonrió y la sostuvo cuando ella dio un ligero tropiezo. Luego hizo una reverencia frente a ella, pero eso fue lo único que esa danza tenía en común con los valses que había bailado hasta la saciedad.

«She is handsome, she is pretty, she is the Queen of Belfast City», disfrutaban cantando Poker y unos cuantos hombres más, mientras James hacía revolotear a Gwyneira hasta que ella se mareó. Y cada vez que tras un giro jocoso volaba a los brazos de él, veía ese brillo en sus ojos, de admiración y… ¿qué era eso? ¿Anhelo?

En medio del baile se elevó el cohete que anunciaba el nuevo año y luego se descargó todo el esplendoroso espectáculo de los fuegos artificiales. Los hombres en torno a McAran interrumpieron la jiga y Poker entonó As old long syne. Los demás inmigrantes se unieron a ellos y los maoríes tararearon con más emoción que habilidad. Sólo James y Gwyneira no tenían oídos para la canción ni ojos para los fuegos de artificio. La música se había detenido mientras ellos seguían con las manos entrelazadas y sin poder moverse. Ninguno quería desprenderse del otro. Parecían estar en una isla, lejos del ruido y las risas. Sólo estaba él. Sólo estaba ella.

Al final, Gwyn reaccionó. No quería perder esa maravilla, pero sabía que no podía consumarse allí.

– Debemos… ir a ver los caballos -dijo en un tono inexpresivo.

James no soltó su mano por el camino hacia los establos.

– ¡Mire! -susurró-. Nunca había visto algo así. ¡Como una lluvia de estrellas!

Los fuegos artificiales de Lucas producían un efecto espectacular. Pero Gwyn sólo veía estrellas en los ojos de James. Lo que estaba haciendo ahí era absurdo, estaba prohibido y no tenía nada de decente. Pero de todos modos se apoyó sobre el hombro del joven.

James le apartó dulcemente el cabello que había caído sobre su rostro con la alocada danza. Su dedo paseó liviano como una pluma por su mejilla, sus labios…

Gwyneira tomó una decisión. Era Año Nuevo. Se podía dar un beso a la persona que estuviera al lado. Se puso cuidadosamente de puntillas y besó a James en la mejilla.

– Feliz año nuevo, señor James -dijo en voz baja.

McKenzie la tomó entre sus brazos, lenta, dulcemente. Gwyn podría haberse liberado de su abrazo, pero no lo hizo. Tampoco se desprendió de él cuando los labios de James encontraron los suyos. Gwyneira se entregó al beso con pasión y sin artificios. Era la sensación de haber vuelto a casa, a un hogar donde todavía la aguardaba un mundo lleno de maravillas y sorpresas.

Estaba fascinada cuando él al fin la soltó.

– Feliz año nuevo, Gwyneira -dijo James.

Las reacciones de los invitados a la fiesta, así como las invectivas de Gerald, reforzaron la decisión de Gwyneira de quedarse embarazada aunque fuera sin ayuda de Lucas. Naturalmente, eso no tenía nada que ver con James y el beso de medianoche; eso había sido un patinazo. Al día siguiente la misma Gwyne no sabía qué le había ocurrido. Por suerte, McKenzie se comportaba igual que siempre.

Trataría el asunto del embarazo sin ninguna emoción. Justo como la cría de animales. Con esta idea reprimió una risita boba e histérica. No era momento para tonterías. En lugar de eso había que pensar de forma práctica en quién podía ser el padre de la criatura. Se trataba de un asunto de discreción, pero sobre todo de herencia. Los Warden, Gerald en primer lugar, no podían dudar en ningún momento de que el heredero era de su propia sangre. Con Lucas el asunto tenía otras connotaciones, pero si era sensato guardaría silencio. De todos modos esto no la preocupaba demasiado. Había visto a su marido cauto en exceso, severo y con poco aguante, pero nunca se había mostrado imprudente. Por añadidura era en su propio interés que acabaran de una vez con todas esas indirectas y bromas que se hacían a costa de ellos dos.

Gwyneira se puso a pensar con objetividad qué aspecto tendría el hijo de ella y Lucas. Su madre y todas sus hermanas eran pelirrojas, parecía heredarse. Lucas era rubio claro, pero James de cabello castaño…; aunque Gerald también tenía el pelo castaño. Y tenía ojos castaños. Si el niño se parecía a James se podría asegurar que era igual que su abuelo.

Color de ojos: azul y gris… y marrón si contaba a Gerald. Estructura corporal…, conjugaba. James y Lucas eran más o menos igual de altos, Gerald claramente más bajo y achaparrado. Ella misma era notablemente más baja. Pero sería un niño con toda seguridad y seguro que se parecería a su padre. Ahora lo que tenía que hacer era convencer a James… ¿Por qué a James en realidad? Gwyneira decidió posponer un poco más la decisión. Tal vez su corazón no latiría tan fuerte mañana cuando pensara en James McKenzie.

Al día siguiente había llegado a la conclusión de que, salvo James, no entraba nadie más en consideración como padre de su hijo. ¿O quizás un extranjero? Pensó en los «cowboys solitarios» de las novelas baratas. Iban y venían y nunca se enteraban de que nacía un niño cuando se sumergían en el heno. ¿Un esquilador quizá? No, eso sí que no podía ser. Además, los esquiladores volvían cada año. No podía ni imaginar qué pasaría si el hombre se iba de la lengua y se jactaba de haber cohabitado con la señora de Kiward Station. No, no había ni que planteárselo. Necesitaba a un hombre conocido, sensato y discreto que, además, sólo transmitiera al niño lo mejor.

Gwyneira volvió a pasar revista con objetividad a diversos candidatos. Los sentimientos, se convencía a sí misma, no desempeñaban ningún papel.

Su elección recayó en James.

10

– Bueno, lo primero de todo… ¡No estoy enamorada de usted!

Gwyneira no sabía si éste era un buen comienzo, pero eso es lo que salió de sus labios cuando se encontró a solas con James McKenzie. Había pasado aproximadamente una semana desde la fiesta. Los últimos invitados se habían ido el día anterior y ese día Gwyneira podía por fin balancearse de nuevo a lomos de un caballo. Lucas había empezado un nuevo cuadro. El jardín resplandeciente de colores lo había inspirado y trabajaba en esos momentos en una escena festiva. En los últimos días, Gerald casi se había dedicado en exclusiva a beber y ahora dormía la borrachera, y McKenzie cabalgaba a las tierras altas para recoger las ovejas que debían ser conducidas a las ferias. Los perros habían tenido que mostrar su talento varias veces en las últimas semanas y habían sido cinco los invitados que habían adquirido en total ocho cachorros. No obstante, las crías de Cleo no estaban entre ellos, se quedaban como animales de cría en Kiward Station y acompañaban a su madre cuando conducía las ovejas. Pese a que Cleo todavía tropezaba con sus propias patas a veces, su talento no dejaba lugar a dudas.

James se había alegrado de que Gwyneira se hubiera reunido con él para conducir el ganado. Pero prestó atención cuando ella, que cabalgaba a su lado en silencio, respiró hondo para iniciar la conversación. Lo que dijo, pareció divertirle.

– Claro que no está enamorada de mí, Miss Gwyn. Cómo podría ocurrírseme algo así… -dijo, reprimiendo la risa.

– ¡No se burle de mí, James! Debo hablar de algo muy serio con usted…

McKenzie pareció afectado.

– ¿La he ofendido? No era mi intención. Pensé que también se refería…, al beso, quiero decir. Pero si desea que me vaya…

– Olvídese del beso -respondió Gwyneira-. Se trata de otra cosa, señor James…, hum, James… Yo…, yo quería pedirle su ayuda.

McKenzie detuvo su caballo.

– Lo que usted desee, Miss Gwyn. Nunca le negaría nada.

Se la quedó mirando fijamente a los ojos, y a ella le resultó difícil seguir hablando.

– Pero es algo…, no es decente.

James rio.

– No me preocupa demasiado la decencia. No soy ningún gentleman, Miss Gwyn. Creo que ya habíamos hablado una vez al respecto.

– Es una pena, señor James, porque sobre todo… Lo que quiero pedirle… precisa de la discreción de un gentleman.

Gwyneira se sonrojó. ¿Qué pasaría cuando a continuación hablase con mayor claridad?

– Tal vez baste con un hombre de honor -sugirió James-. Alquien que cumpla con su palabra.

Gwyneira reflexionó. Luego asintió.

– Entonces tiene que prometerme que no le dirá a nadie si usted…, nosotros…, lo hacemos o no.

– Sus deseos son órdenes para mí. Haré lo que usted me pida que haga. -James volvía a mostrar ese brillo en los ojos, pero hoy no era tan alegre y malicioso, sino casi una súplica.

– Pero es usted muy imprudente -le reprochó Gwyneira-. Todavía ignora por completo lo que quiero. Imagínese que le exijo que asesine a alguien.

James no pudo evitar echarse a reír.

– ¡No se ande con tantos rodeos, Gwyn! ¿Qué quiere? ¿Quiere que mate a su esposo? Valdría la pena pensarlo. Entonces por fin la tendría para mí.

Gwyn le lanzó un mirada horrorizada.

– ¡No hable así! ¡Es terrible!

– ¿La idea de matar a su marido o la de pertenecerme a mí?

– Nada…, las dos… ¡Ay, ahora ya me ha liado usted! -Gwyneira estaba a punto de arrojar la toalla.

James silbó a los perros, detuvo su caballo y desmontó. Luego ayudó a Gwyneira a bajar de su montura. Ella lo permitió. Sentir sus brazos era excitante y consolador.

– Bien, Gwyn. Ahora nos sentamos aquí y me explica tranquilamente qué es lo que aflige su corazón. Y entonces podré decidir si sí o si no. ¡Y le prometo que no me reiré!

McKenzie desató una manta de su silla, la desplegó y pidió a Gwyneira que tomara asiento.

– Pues bien -dijo ella en voz baja-. Tengo que tener un hijo.

James sonrió.

– Nadie puede forzarla.

– Quiero tener un hijo -se corrigió Gwyneira-. Necesito un padre.

James frunció el entrecejo.

– No entiendo…, pero si está casada.

Gwyneira sentía su cercanía y el calor de la tierra debajo de ella. Era agradable sentarse al sol y era bueno hablar por fin. Sin embargo, no pudo evitar estallar en lágrimas.

– Lucas…, no lo consigue. Es un…, no, no puedo decirlo. En cualquier caso…, todavía no he sangrado y nunca me ha hecho daño.

McKenzie sonrió y pasó dulcemente el brazo alrededor de ella. La besó con cautela en la sien.

– No puedo garantizarte, Gwyn, que haga daño. Sería mejor que te gustara.

– Lo principal es que lo hagas bien para que tenga el niño -susurró Gwyneira.

James volvió a besarla.

– Puedes confiar en mí.

– ¿Así que tú ya lo has hecho?

James tuvo que reprimir la risa.

– A menudo, Gwyn. Lo dicho, no soy un gentleman.

– Bien. Sobre todo tiene que ser rápido. Corremos demasiado riesgo de ser descubiertos. ¿Cuándo lo hacemos? ¿Y dónde?

James le acarició el cabello, le besó la frente y le hizo cosquillas con la lengua en el labio superior.

– No tiene que ser rápido, Gwyneira. Y tampoco puedes estar segura de que funcione la primera vez. Ni siquera aunque lo hagamos todo bien.

Gwyn adoptó un aire receloso.

– ¿Por qué no?

James suspiró.

– Mira, Gwyn, tú sabes de animales… ¿Qué sucede con una yegua y un semental?

Ella asintió.

– Si es en la época, basta con una vez.

– Justo, cuando es la época.

– El semental lo nota… ¿Eso significa que tú no lo notas?

James no sabía si tenía que reír o llorar.

– No, Gwyneira. Los seres humanos somos en eso distintos. Siempre disfrutamos del amor, no sólo los días en que la mujer puede quedar embarazada. Así que puede ser que tengamos que intentarlo varias veces.

James miró a su alrededor. Había elegido bien el lugar de la acampada, bastante arriba en la montaña. Nadie pasaría por ahí. El rebaño se había desperdigado para pastar, los perros vigilaban la ovejas. Los caballos estaban atados a un árbol que también les podía dar sombra.

James se puso en pie y tendió la mano a Gwyneira. Cuando ella se levantó sorprendida, él extendió la manta a media sombra. Abrazó a Gwyneira, la levantó y la tendió sobre la manta. Abrió con cuidado la blusa que ella llevaba sobre la ligera falda de montar y la besó. Sus besos la encendieron y sus caricias en las zonas más íntimas de su cuerpo despertaron sensaciones que Gwyneira nunca antes había experimentado y que la transportaban a lugares felices. Cuando al final la penetró, sintió un breve dolor, pero que luego se disolvió en un delirio de los sentidos. Era como si se hubieran estado buscando toda la vida y por fin se hubieran encontrado… Una ampliación del «parentesco de almas» del que hacía poco se había reído. Al final, yacieron uno al lado del otro, medio desnudos y extenuados, pero inmensamente felices.

– ¿Tienes algo en contra si tenemos que hacerlo varias veces? -preguntó James.

Gwyneira lo miró reluciente.

– Yo diría -respondió, esforzándose por adoptar la debida seriedad- que lo hagamos simplemente cuantas veces sea necesario.

Lo hacían siempre que se les brindaba la oportunidad. Gwyneira, en especial, vivía con el temor a ser descubierta y prefería no correr ni siquiera el menor riesgo. Por otra parte, sólo pocas veces encontraban buenos pretextos para desaparecer juntos, por lo que Gwyneira tardó un par de semanas hasta quedar embarazada. Fueron las semanas más felices de su vida.

Cuando llovía, James la amaba en los cobertizos de la esquila que, una vez cortada la lana de las ovejas, estaban abandonados. Se quedaban abrazados y escuchaban el golpeteo de las gotas de lluvia en la cubierta, se estrechaban el uno contra el otro y se contaban historias. James se rio de la leyenda maorí de rangi y papa y sugirió que volvieran a hacer el amor para consolar a los dioses.

Cuando brillaba el sol se amaban en las colinas, entre las plantas que formaban extensiones de tussok, acompañados por la melodía regular del sonido que hacían al masticar los caballos que pastaban a su lado. Se besaban a la sombra de las imponentes piedras de las llanuras y Gwyneira contó la historia de los soldados encantados, mientras James afirmaba que los círculos de piedras de Gales formaban parte de un hechizo de amor.

– ¿Conoces la leyenda de Tristán e Iseo? Se amaban el uno al otro, pero el esposo de ella no debía descubrirlo, así que los elfos hicieron crecer un círculo de piedra alrededor del lugar donde acampaban en el prado para apartarlos de las miradas del mundo.

Se amaban a la orilla de lagos de montaña helados y de aguas transparentes como el cristal y en una ocasión James logró convencer a Gwyneira de que se metiera con él en el agua completamente desnuda. Gwyn se moría de vergüenza. No recordaba haber estado así desnuda desde su infancia. Pero James le dijo que era tan bonita que rangi se pondría celosa si seguía permaneciendo en el suelo firme de papa, así que la arrastró al agua dónde ella se abrazó a él gritando.

– ¿No sabes nadar? -le preguntó con aire incrédulo.

Gwyneira escupió agua.

– ¿Dónde debería de haber aprendido? ¿En la bañera de Silkham Manor?

– ¿Has cruzado medio mundo en un barco sin saber nadar? -James agitó la cabeza y la sujetó con firmeza-. ¿Y no tuviste miedo?

– ¡Habría tenido más miedo si hubiera tenido que nadar! Y ahora deja de hablar y enséñame. Tampoco puede ser tan difícil. ¡Hasta Cleo sabe hacerlo!

Gwyneira aprendió a flotar en el agua en un abrir y cerrar de ojos y luego se tendió en la orilla del lago agotada y con frío, mientras James pescaba unos peces y los asaba a continuación en un hoguera. A Gwyneira le encantaba cuando él encontraba algo comestible en el monte y se lo servía después a ella. Lo llamaba el juego de «Supervivencia en la Naturaleza Virgen» y James lo dominaba de maravilla. Para él, el monte era como su despensa particular. Mataba pájaros y conejos, pescaba peces y recogía raíces y frutas extrañas. Semejaba al pionero de los sueños de Gwyn. A veces se preguntaba cómo sería estar casada con él y administrar una pequeña granja como Helen y Howard. James no la dejaría todo el día sola, sino que compartiría las tareas con ella. De nuevo soñaba con arar con el caballo, con el trabajo a cuatro manos en el huerto y de cómo James enseñaba a un niño pelirrojo a pescar.

Naturalmente desatendía a Helen con toda esa conducta reprobable, pero su amiga nada decía cuando Gwyn, con expresión feliz pero el vestido manchado de hierba, aparecía por su casa, después de que James continuara su camino hacia las montañas.

– Tengo que ir a Haldon, pero ayúdame por favor a cepillarme el vestido. No sé cómo se me ha ensuciado…

Al parecer, Gwyn partía hasta tres veces por semana hacia Haldon. Ella aseguraba que se había unido al club de amas de casa. Gerald se alegraba y ella aparecía con frecuencia con nuevas recetas de cocina que había pedido a toda prisa a la señora Candler. Lucas lo encontraba más bien extraño, pero él tampoco ponía objeciones; de todos modos estaba contento de que lo dejaran tranquilo.

Gwyneira ponía como excusa reuniones de damas y James ovejas descarriadas. Pensaban nombres para sus lugares de encuentro favoritos en el bosque y se esperaban el uno al otro allí, amándose ante el imponente telón de los Alpes en los días claros o bajo una tienda provisional, confeccionada con el abrigo encerado de James, cuando caía la niebla. Gwyn hacía como si se estremeciera de vergüenza ante la mirada curiosa de una parejita de kea que birlaba los restos de su picnic, y una vez James se puso a perseguir medio desnudo a dos kiwis que intentaban desaparecer con la hebilla de su cinturón.

– ¡Rateros como las urracas! -exclamó riéndose-. No es extraño que pongan su nombre a los inmigrantes.

Gwyn levantó sorprendida la vista hacia él.

– La mayoría de colonos que conozco son gente muy honorable -dijo.

James asintió furioso.

– Respecto a otros colonos. Pero considera cómo se comportan con los maoríes. ¿Crees que la tierra para Kiward Station se pagó a un precio razonable?

– ¿Acaso toda la tierra no pertenece desde el tratado de Waitangi a la Corona? -preguntó Gwyneira-. ¡La reina no se dejará dar gato por liebre!

James rio.

– Esto es poco probable. Por lo que dicen, es muy hábil para los negocios. Pero la tierra sigue perteneciendo a los maoríes. La Corona sólo tiene derecho de retracto. Esto garantiza a la gente, naturalmente, cierto precio mínimo. Pero por una parte, para algunos, el mundo que deseaban no es así; y, por otra, muchos jefes tribales todavía no han firmado el tratado. Por lo que yo sé, los kai tahu, por ejemplo…

– ¿Los kai tahu son nuestros empleados? -preguntó Gwyn.

– Ahí lo tienes -observó James-. Naturalmente no son «vuestros empleados». Sólo han cometido la imprudencia de vender al señor Gerald la tierra donde está su poblado porque los engañaron. Esto ya demuestra que no se ha tratado honestamente a los maoríes.

– Parecen estar muy felices -señaló Gwyn-. Conmigo son siempre muy amables. Y a menudo no están allí. -Varias tribus maoríes emprendían largas migraciones hacia territorios de caza o de pesca.

– Todavía no se han dado cuenta de todo el dinero que se les ha estafado -dijo James-. Pero todo esto es un polvorín. En el momento en que los maoríes tengan un jefe que sepa leer y escribir habrá jaleo. Pero ahora olvídate de eso, preciosa. ¿Volvemos a intentarlo?

Gwyn se rio alegre por la forma en que James había hablado. Del mismo modo introducía Lucas sus tareas en el lecho conyugal. ¡Pero qué diferencia entre Lucas y James!

Cuanto más estaba con James, más aprendía Gwyneira a disfrutar del amor físico. Al principio era dulce y tierno, pero cuando percibía que la pasión nacía en Gwyn disfrutaba jugando con la tigresa que al final se le había despertado. A Gwyneira siempre le habían gustado los juegos apasionados y ahora le encantaba cuando James se movía deprisa en su interior y hacía que esa danza íntima entre los dos se convirtiera en un crescendo de pasión. Con cada nuevo encuentro, arrojaba por la borda sus reparos respecto al tema de la decencia.

– ¿Funciona también si me pongo yo encima en lugar de al revés? -preguntó en una ocasión-. Eres bastante pesado, ¿sabes…?

– Has nacido para cabalgar -respondió James riendo-. Siempre lo he sabido. Inténtalo sentada, así tendrás más libertad de movimiento.

– ¿Pero en realidad, dónde has aprendido todo esto? -preguntó Gwyn, recelosa cuando embriagada y feliz apoyó la cabeza en el hombro de él y en su interior se iba apaciguando la excitación.

– En verdad no quieres saberlo -respondió él elusivo.

– Sí. ¿Ya habías amado a una mujer? Me refiero de verdad, de corazón… ¿tanto que habrías dado la vida por ella como en los libros? -Gwyneira suspiró.

– No, hasta ahora no. Respecto al amor de tu vida hay poco que se pueda aprender. Más bien es una clase por la que hay que pagar.

– ¿Los hombres pueden adquirir una instrucción? -se sorprendió Gwyn. Debía de ser la única clase en la que James había hecho novillos-. ¿Y las chicas se tiran simplemente al ruedo sin preparación? En serio, James, nadie nos explica lo que nos espera.

James rio.

– Oh, Gwyn, eres tan ingenua, pero te interesa lo esencial. Puedo imaginarme que aquí las plazas de aprendizaje irían muy buscadas. -En los quince minutos que siguieron, James impartió una lección sobre el comercio de la carne. Gwyn oscilaba entre la repugnancia y la fascinación.

– De todos modos, las chicas ganan su dinero propio -dijo al final-. ¡Pero yo insistiría en que los clientes se lavaran antes!

Gwyn apenas si podía dar crédito cuando al tercer mes no tuvo el periodo. Claro que ya había notado algunos indicios: los pechos más hinchados y unos ataques de hambre canina cuando no había ya preparado un plato de col en la mesa. Pero ahora estaba totalmente segura y su primera reacción fue de alegría. Siguió, sin embargo, la amargura de la pérdida inminente. Estaba embarazada, así que no había ninguna razón para seguir engañando a su marido. Incluso si el mero pensamiento de no volver a tocar a James, de no volver a tenderse desnuda junto a él, a besarlo y a sentirlo en su interior y gritar en el punto culminante del deseo era para ella como una puñalada en el corazón.

Gwyneira no se decidió a revelar enseguida a James lo que ya sabía. Durante dos días guardó el secreto y conservó como un tesoro las miradas arrobadas y tiernas de James durante la jornada de trabajo. Nunca más volvería a guiñarle el ojo en secreto. Nunca más le diría al pasar «Buenos días, Miss Gwyn» o «Como usted diga, Miss Gwyn» cuando se encontraban en compañía de otros.

Nunca más volvería a robarle un beso fugaz justo cuando nadie miraba y nunca más volvería ella a regañarle por correr tales riesgos.

Seguía postergando el momento de la verdad.

Pero al final no quedó otro remedio. Gwyneira acababa de regresar de un paseo a caballo cuando James le hizo un gesto y le señaló sonriendo un box vacío. Quería besarla, pero Gwyn se desprendió de su abrazo.

– Aquí no, James…

– Pues mañana, en el anillo de los guerreros de piedra. Llevo las ovejas de cría. Si quieres, puedes venir. Ya le he hablado al señor Gerald respecto a que es posible que necesite a Cleo. -Guiñó expresivamente un ojo-. No era una mentira. Dejaré que ella y Daimon se hagan cargo de las ovejas y nosotros dos podremos jugar a «Supervivencia en la naturaleza virgen».

– Lo siento, James. -Gwyn no sabía cómo empezar-. Pero tenemos que dejarlo…

James frunció el ceño.

– ¿Qué es lo que tenemos que dejar? ¿Mañana no tienes tiempo? ¿Se espera otra vez una visita? El señor Gerald no ha dicho nada…

Gerald Warden parecía sentirse cada vez más solo en los últimos meses. Aprovechaba cualquier oportunidad para invitar a más gente a Kiward Station, a menudo comerciantes de lana o nuevos colonos adinerados, a los que podía mostrar durante todo el día su granja modelo y con los que empinaba el codo por las noches.

Gwyneira sacudió la cabeza.

– No, James, es sólo…, estoy embarazada. -Ya lo había dicho.

– ¿Estás embarazada? ¡Es maravilloso! -Sin pensarlo, la levantó en el aire y dio una vuelta sobre sí mismo-. Pues sí, ya has engordado -bromeó-. Pronto no podré con los dos.

Cuando descubrió que ella no reía se puso de repente serio.

– ¿Qué pasa, Gwyn? ¿Es que no te alegras?

– Claro que me alegro -contestó Gwyn sonrojándose-. Pero me da un poco de pena. Me ha divertido… estar contigo.

James rio.

– Es que no hay ninguna razón para dejarlo. -Quería besarla pero ella lo rechazó.

– No se trata de deseo -dijo con vehemencia-. Se trata de moral. No debemos hacerlo más. -Se lo quedó mirando. En su mirada había tristeza, pero también determinación.

– Gwyn, ¿te estoy entendiendo bien? -preguntó James consternado-. ¿Quieres acabar, tirar todo lo que teníamos juntos? ¡Pensaba que me amabas!

– No se trata en absoluto de amor -contestó Gwyneira en voz baja-. Estoy casada, James. No debo amar a ningún otro hombre. Y desde el principio acordamos que sólo me ayudarías a bendecir mi… mi matrimonio con un hijo. -Odiaba que todo sonara tan lamentable, pero no sabía cómo expresarlo. Y de ningún modo quería echarse a llorar.

– Gwyneira, yo te amo, desde la primera vez que te vi. Es sencillo…, pasa de la misma forma que cae la lluvia o brilla el sol. No se puede evitar.

– Uno puede protegerse de la lluvia -susurró Gwyneira-. Y buscar la sombra cuando brilla el sol. No puedo evitar la lluvia y el calor, pero no hay por qué mojarse o quemarse.

James la atrajo hacia sí.

– Gwyneira, tú también me amas. Ven conmigo. Nos vamos de aquí y empezamos de nuevo en otro lugar…

– ¿Y adónde vamos, James? -preguntó sarcástica para no parecer desesperada-. ¿En qué granja de ovejas vas a trabajar cuando se sepa que has secuestrado a la esposa de Lucas Warden? Toda la isla Sur conoce a los Warden. ¿Crees que Gerald te dejará salir adelante?

– ¿Estás casada con Gerald o con Lucas? Y da igual con quién de los dos. ¡Conmigo no podrán ni el uno ni el otro! -James apretó los puños.

– ¿Ah, no? ¿Y en qué disciplina pretendes batirte con ellos? ¿A puñetazos o a tiros? ¿Y luego huimos a la naturaleza virgen y vivimos de nueces y bayas? -Gwyneira odiaba discutir con él. Habría deseado despedirse pacíficamente con un beso: agridulce y fatal como en una novela de Bulwer-Lytton.

– Pero te gusta la vida en la naturaleza. ¿O has mentido? ¿Te importa más el lujo aquí en Kiward Station? ¿Es importante para ti ser la esposa de un barón de la lana, celebrar grandes fiestas, ser rica? -James intentaba que sus palabras sonaran iracundas, pero las expresaba de una forma más bien amarga.

El cansancio se apoderó de repente de Gwyneira.

– James, no nos peleemos. Ya sabes que todo eso no significa nada para mí. Pero he dado mi palabra. Soy la esposa de un barón de la lana. Pero también la mantendría si fuera la esposa de un mendigo.

– ¡Has roto tu promesa cuando te has ido a la cama conmigo! -protestó James-. ¡Ya has traicionado a tu marido!

Gwyneira dio un paso atrás.

– Nunca he compartido una cama contigo, James McKenzie -respondió-. Lo sabes perfectamente. Nunca te hubiera recibido en casa, eso…, eso…, hubiera… En cualquier caso ha sido totalmente distinto.

– ¿Y qué es lo que ha sido? ¡Por favor, Gwyneira! No me digas que sólo me has utilizado como un animal de cría.

Gwyn únicamente quería poner punto final a esa conversación. Ya no podía soportar más tiempo la mirada suplicante de él.

– Te lo consulté, James -dijo con dulzura-. Estabas de acuerdo. Sin condiciones. Y no se trata de lo que yo quiero. Se trata de lo que es correcto. Soy una Silkham, James, no puedo evadirme de mis responsabilidades. Lo entiendas o no lo entiendas. En cualquier caso, es inamovible. A partir de ahora…

– ¿Gwyneira? ¿Qué pasa? ¿No tenías que estar conmigo hace un cuarto de hora?

Gwyn y James se separaron cuando Lucas entró en el establo. Sólo raras veces se dejaba ver de forma voluntaria por ahí, pero el día anterior Gwyn le había prometido que a partir de entonces por fin posaría como modelo para un retrato al óleo. En realidad lo hacía sobre todo porque él le daba pena, pues Gerlad había vuelto a ponerle de vuelta y media y Gwyn sabía que bastaba una sola palabra para acabar con todo ese tormento. Pero no podía hablar de su embarazo sin antes haber informado a James. Así que se le había ocurrido otra idea para consolar a Lucas. Y además en los meses siguientes tendría tiempo suficiente y tranquilidad para estarse quieta en una silla.

– Ya voy, Lucas. Sólo tenía un… un pequeño problema y el señor McKenzie ya lo ha solventado. Muchas gracias, señor James. -Gwyneira esperaba no tener un aspecto demasiado sofocado y excitado, pero consiguió hablar con calma y sonreír con candidez a James. ¡Si James también hubiera mantenido sus sentimientos bajo control tan bien como ella! Sin embargo, su expresión herida y desesperada partió el corazón de la joven.

Lucas, por fortuna, no se percató de nada. Ante sus ojos no veía más que el retrato de Gwyneira que iba a iniciar en ese instante.

Por la noche, ella informó a Lucas y Gerald de su embarazo.

Gerald Warden no cabía en sí de alegría. Lucas cumplió con sus labores de gentleman asegurando a su esposa que estaba sumamente contento y besándola con decoro en la mejilla. Unos días más tarde compró en Christchurch una joya, un valioso collar de perlas. Lucas se lo dio a Gwyneira en señal de reconocimiento y estima. Gerald cabalgó a Haldon para festejar que al final sería abuelo e invitó a todo el bar durante una noche, excepto a Howard O’Keefe, quien por suerte fue lo bastante sensato para dejarle el campo libre. Helen se enteró a través de su marido del embarazo de su amiga, cuyo anuncio en público encontró algo más que lamentable.

– ¿Crees que para mí no es lamentable? -preguntó Gwyn cuando, dos días más tarde, visitó a su amiga y verificó que ya sabía la novedad-. Pero él es así. ¡Justo lo contrario de Lucas! Nadie diría que son padre e hijo. -Se mordió los labios en cuanto hubo pronunciado estas palabras.

Helen sonrió.

– Mientras tú estés convencida de ello… -dijo de forma ambigua.

Gwyn le devolvió la sonrisa.

– Sea como fuere, hasta aquí hemos llegado. Debes explicarme con todo detalle cómo me sentiré en los próximos meses para que no cometa ningún error. Y tendré que hacer ropa de ganchillo para el bebé. ¿Crees que en nueve meses aprenderé?

11

El embarazo de Gwyneira transcurrió sin ningún incidente. Incluso las conocidas náuseas de los primeros tres meses fueron clementes y no se produjeron. Así que tampoco se tomó en serio las advertencias de su madre, quien prácticamente desde que había contraído matrimonio le había estado suplicando que dejara de montar a caballo. En lugar de eso, Gwyn iba cada día que hacía bueno a ver a Helen o a la señora Candler… para evitar con ello a James McKenzie. Al principio le dolía cada mirada que le lanzaba y siempre que era posible ambos procuraban no cruzarse. Pero si el encuentro era inevitable, ambos apartaban la vista turbados, esforzándose por no ver el dolor y la aflicción en los ojos del otro.

Así que Gwyn pasaba mucho tiempo con Helen y el pequeño Ruben. Aprendió a ponerle los pañales y a cantarle canciones de cuna mientras Helen hacía chaquetitas de punto de bebé para Gwyneira.

– ¡Pero ninguna que sea de color rosa! -dijo Gwyn horrorizada cuando Helen empezó un pelele de colores para aprovechar los restos de lana-. ¡Será un niño!

– ¿Cómo lo sabes? -contestó Helen-. También sería bonito que tuvieras una niña.

Gwyneira se horrorizaba ante la idea de no poder dar el deseado heredero varón. Por sí misma nunca se habría preocupado por un niño. Era ahora que cuidaba de Ruben y que cada día se percataba de que el pequeño también tenía ideas claras de lo que quería y no quería, cuando tomó clara conciencia de que no llevaba en su interior sólo al heredero de Kiward Station. Lo que crecía dentro de su vientre era un pequeño ser humano, con su personalidad particular, susceptible asimismo de ser mujer, y al que había ya condenado a vivir con una mentira. Cuando Gwyneira daba vueltas a este pensamiento, sentía que le remordía la conciencia, pues su hijo nunca conocería a su auténtico padre. Así que apartaba de sí esas reflexiones y ayudaba a Helen en sus casi interminables tareas domésticas -Gwyneira sabía ordeñar- y en la escuela de niños maoríes, que iba creciendo. Helen daba clases ahora a dos grupos y Gwyn descubrió admirada entre ellos a tres de los críos desnudos que chapoteaban en el lago de Kiward Station.

– Los hijos del jefe y su hermano -explicó Helen-. Sus padres quieren que aprendan algo, por eso han enviado a los niños a casa de unos parientes del poblado vecino. Un sacrificio bastante grande. Una exigencia para los niños. Cuando añoran su casa vuelven a ella, ¡a pie! ¡Y el pequeño siempre está añorado!

Señaló a un jovencito guapo y con cabellos negros y ondulados.

Gwyneira recordó los comentarios de James respecto a los maoríes y que los niños demasiado listos podían convertirse en un peligro para los blancos.

Helen se encogió de hombros cuando Gwyn se lo contó.

– Si yo no les enseño, lo hará otro. Y si esta generación no aprende, lo hará la próxima. ¡Además, es imposible negarle a un ser humano la educación!

– Bueno, no te emociones. -Gwyneira alzó la mano apaciguadora-. Soy la última persona que te lo impedirá. Pero tampoco estaría bien que estallara una guerra.

– Ah, los maoríes son pacíficos. -Helen rechazó con un gesto tal idea-. Quieren aprender de nosotros. Creo que han observado que la civilización hace la vida más fácil. Además, aquí las cosas funcionan, de todos modos, de una manera distinta a como se desarrollan en otras colonias. Los maoríes no son indígenas. Ellos mismos son inmigrantes.

– ¿En serio? -Gwyneira se sorprendió. Nunca lo había oído decir.

– Sí. Claro que están aquí desde hace mucho, muchísimo antes que nosotros -prosiguió Helen-. Pero no desde tiempos inmemoriales. Es decir, llegaron aquí a principios del siglo xiv más o menos. Con siete canoas dobles, eso lo saben con exactitud. Cada familia puede remontarse a sus orígenes por haber ocupado una de esas canoas…

En lo que iba de tiempo, Helen hablaba bien el maorí y escuchaba con atención las historias de Matahoura, que cada vez entendía mejor.

– ¿Entonces la tierra no les pertenece? -preguntó esperanzada Gwyneira.

Helen puso los ojos en blanco.

– Si las cosas se ponen realmente mal, es probable que ambas partes reivindiquen el derecho del descubridor. Esperemos que lleguen a un acuerdo de forma pacífica. Bien, y mientras tanto yo les enseño a sumar tanto si a mi esposo o a tu señor Gerald les parece bien como si no.

Aparte de la fría relación entre Gwyneira y James, el ambiente que reinaba en Kiward Station en esos tiempos era estupendo. La perspectiva de tener un nieto había reanimado a Gerald. Volvía a estar más pendiente de la granja, vendía más carneros a otros criadores de ganado y así ganaba mucho dinero. Desmotó otras superficies para ganar más pastizal. Al calcular qué ríos se podían emplear para el transporte y qué maderas tenían valor, incluso Lucas hizo aportaciones útiles. Se quejaba de la pérdida de los bosques, pero no protestaba con suficiente energía pues, a fin de cuentas, estaba contento de que Gerald hubiese dejado de burlarse de él. Nunca planteó la pregunta de cómo había aparecido el niño. Tal vez esperaba que fuera cosa del azar o simplemente no quería saberlo. De todos modos, no había tanta vida en pareja como para que se propiciase una conversación tan desagradable. Lucas suspendió sus visitas nocturnas tan pronto como Gwyneira reveló su embarazo. Así que en realidad sus «intentos» nunca le habían proporcionado placer. Sin embargo, disfrutaba retratando a su bonita esposa. Gwyneira posaba dócilmente para el retrato al óleo y ni siquiera Gerald criticaba esta ocupación. Como madre de las generaciones venideras, el retrato de Gwyneira merecía un lugar de honor junto al cuadro de su esposa Barbara. Todos encontraron el óleo concluido muy bien logrado. Lucas, por su parte, no estaba del todo satisfecho. Pensaba que no había sabido plasmar a la perfección la «enigmática expresión» de Gwyneira y tampoco le parecía óptima la forma de incidir de la luz. No obstante, todas las visitas elogiaron vivamente el cuadro. Lord Brannigan llegó incluso a pedirle a Lucas que pintara un retrato de su esposa. Gwyneira sabía que en Inglaterra se hubiera pagado una buena cantidad por ese trabajo, pero Lucas, naturalmente, habría calificado de denigrante pedir un penique a sus vecinos y amigos.

Gwyn no veía la diferencia entre vender un cuadro y una oveja o un caballo, pero no discutió al respecto y observó aliviada que tampoco Gerald censuraba la falta de espíritu comercial de su hijo. Por el contrario, parecía estar por primera vez casi orgulloso de su vástago. En la casa reinaban una alegría y una armonía sin reservas.

Cuando el nacimiento se fue acercando, Gerald buscó un médico para Gwyneira, pero sus esfuerzos fueron en vano, ya que ello habría significado dejar Christchurch sin especialista durante semanas. Gwyn tampoco encontraba tan malo tener que prescindir de un médico. Después de haber visto a Matahorua trabajando, estaba dispuesta a confiar en una comadrona maorí. Pero Gerald calificó eso de inadmisible y Lucas defendió la misma opinión, incluso con más determinación.

– ¡No se trata de que te atienda una salvaje cualquiera! Eres una lady y debes ser atendida con las atenciones que corresponden a tu rango social. Todo en sí es, sin más, un riesgo que corres. Deberías dar a luz en Christchurch.

Una vez más esto llevó a Gerald a ponerse en pie de guerra. El heredero de Kiward Station, declaró, vendría al mundo en la granja y en ningún otro lugar.

Al final, Gwyneira le confesó el problema a la señora Candler, aunque temía que le fuera a ofrecer después a Dorothy. La mujer del tendero lo hizo de inmediato, pero aportó una solución todavía mejor.

– La comadrona de Haldon tiene una hija que suele ayudarla. Por lo que yo sé, ya ha asistido sola algunos partos. Pregúntele tan sólo si estaría dispuesta a quedarse un par de días en Kiward Station.

Francine Hayward, la hija de la comadrona, era una joven de veinte años espabilada y optimista. Tenía un abundante cabello rubio, una cara alegre de nariz respingona y unos llamativos ojos de color verde claro. Con Gwyneira se entendió estupendamente a la primera. A fin de cuentas, las dos eran de la misma edad y, después de las dos primeras tazas de té, Francine le confesó a Gwyneira su amor secreto por el hijo mayor de los Candler y Gwyn le contó que de joven había soñado con indios y cowboys.

– En una de las novelas una mujer tiene un hijo mientras los pieles rojas han rodeado la casa. Y está sola con su marido y su hija…

– Tampoco lo encuentro tan romántico -dijo Francine-. Al contrario, sería una pesadilla para mí. Imagínate que el hombre tenga que andar corriendo del tiroteo a los pañales al tiempo que alterna un «Empuja, cariño» con un «Ya te tengo, maldito piel roja».

Gwyneira se echó a reír.

– Algo así jamás acudiría a los labios de mi marido en presencia de una lady. Probablemente diría: «Discúlpame un momento, cariño mío, debo eliminar raudamente a uno de esos salvajes.»

Francine estalló en carcajadas.

Puesto que la madre también estaba de acuerdo con el trato, Francine montó a la espalda de Gwyneira esa misma tarde y ambas se encaminaron hacia Kiward Station. Se sentó cómoda y sin temor sobre la grupa reluciente de Igraine. Escuchó impaciente la reprimenda de Lucas:

– ¡Qué peligro, ir las dos a caballo! ¡Podríamos haber ido a buscar a la joven dama!

Francine ocupó maravillada una de las habitaciones nobles de invitados. En los días siguientes disfrutó del lujo de no tener nada que hacer salvo acompañar a Gwyneira hasta el nacimiento del «príncipe de la corona». Mientras, ésta embellecía solícita las labores de punto y ganchillo ya listas, bordando coronitas doradas.

– Eres de la nobleza -respondía cuando Gwyneira decía que lo encontraba lamentable-. El bebé seguro que está en algún lugar de la lista de los sucesores al trono británico.

Gwyneira esperaba que Gerald no lo oyera. Creía que el orgulloso abuelo era capaz sin lugar a dudas de atentar contra la vida de la reina y de sus descendientes. Por el momento, Gerald se limitó a incluir la coronita en la marca de fuego de Kiward Station. Hacía poco que había comprado un par de bueyes y necesitaba una marca registrada. Lucas dibujó, siguiendo las indicaciones de Gerald, un blasón en el que se unían la coronita de Gwyneira y un escudo con el que Gerald se remitía al nombre Warden, «guardián».

Francine era divertida y siempre estaba de buen humor. Su compañía le sentó bien a Gwyneira y permitió que no asomara ningún temor al parto. En lugar de eso, Gwyn sintió más bien un ataque de celos: Francine se había olvidado sin demora del joven Candler y no dejaba de poner a James McKenzie por las nubes.

– Estoy segura de que le intereso -decía emocionada-. Cada vez que me ve me pregunta por mi trabajo y por cómo te va. ¡Es tan dulce! Y es evidente que busca temas de conversación que me incumben. ¡Por qué iba a interesarse sino por cuándo vas a dar a luz al bebé!

A Gwyneira se le ocurrieron algunas razones y encontró bastante arriesgado por parte de James que mostrara su interés con tanta claridad. Pero sobre todo suspiraba por él y por su consoladora cercanía. Le hubiera gustado sentir su mano sobre el vientre y compartir la alegría arrebatadora de notar los movimientos del pequeño en su barriga. Cuando el niño se ponía a dar pataditas pensaba en la expresión de alegría de James al ver al recién nacido Ruben y recordaba una escena en la caballeriza, cuando Igraine estaba a punto de parir.

– ¿Siente al potro, Miss Gwyn? -le había dicho resplandeciente-. Se mueve. ¡Ahora tiene que hablar con él, Miss Gwyn! Así ya reconocerá su voz cuando llegue al mundo.

Ahora hablaba con su bebé, cuyo nido había preparado con tanta perfección. La cuna junto a su cama, una cunita de ensueño de seda azul y amarillo oro que Kiri había colocado siguiendo las indicaciones de Lucas. Incluso ya tenía puesto el nombre: Paul Gerald Terence Warden. Paul por el padre de Gerald.

– Al próximo hijo le podremos poner el nombre de tu abuelo, Gwyneira -concedió Gerald con generosidad-. Pero al principio quiero establecer una tradición determinada…

En el fondo, a Gwyneira le daba igual el nombre. Ahora cada día le pesaba más el niño, ya era hora de que llegara al mundo. Se sorprendió contando los días y comparándolos con sus aventuras del año anterior.

«Si viene hoy, fue concebido junto al lago… Si espera hasta la semana próxima, será un niño de la niebla… Un pequeño guerrero creado en el círculo de piedras…» Gwyneira recordaba cada matiz de las caricias de James y a veces lloraba de añoranza al ir a dormir.

Los dolores comenzaron un día a finales de noviembre, un día que se correspondía al mes de junio en la lejana Inglaterra. Después de la lluvía caída en las últimas semanas, esa mañana el sol resplandecía, las rosas del jardín florecían y todas las flores de colores de primavera, que a Gwyneira le gustaban mucho más, brillaban en todo su esplendor.

– ¡Qué bonito es! -exclamaba entusiasmada Francine, que había puesto la mesa de desayuno para su protegida en la ventana del mirador de los aposentos de Gwyneira-. Debo convencer urgentemente a mi madre de que plante un par de flores, en nuestro jardín sólo crecen las verduras. Pero siempre sale una mata de rata.

Gwyneira estaba a punto de replicar que justo al llegar a Nueva Zelanda se había enamorado de uno de esos arbustos con su suntuosa abundancia de flores rojas, cuando notó el dolor. Justo después expulsó el líquido amniótico.

Gwyneira no tuvo un parto fácil. Estaba muy sana y tenía muy bien desarrollada la musculatura del abdomen. En contra de lo que aseguraba su madre, el montar tanto a caballo no había provocado un aborto, sino que había dificultado al niño el paso por la pelvis. Sin embargo, Francine no dejó de asegurarle que todo estaba en orden y el niño perfectamente situado, aunque no pudo evitar con ello que Gwyneira gritara, e incluso soltara improperios. Lucas no la oía. Por fortuna, al menos ahí no lloraba nadie: Gwyn no sabía si habría soportado el gimoteo de Dorothy. Kiri, que ayudaba a Francine, se mantenía serena.

– Niño sano. Decir Matahorua. Siempre tener razón.

Antes del alumbramiento, por el contrario, era un infierno. Gerald, que al principio había estado tenso, luego preocupado, al final del día le gritaba a todo el que se le acercaba. Se emborrachó hasta perder el sentido. Las últimas horas del alumbramiento se quedó dormido en su butaca del salón. Lucas se preocupó y bebió en la justa medida, a su estilo. También él dormitó al final, pero tenía un sueño ligero. En cuanto algo se movía en el pasillo que llevaba a los aposentos de Gwyneira, levantaba la cabeza y, durante la segunda mitad de la noche, Kiri tuvo que darle el parte del último estado de las cosas en varias ocasiones.

– ¡El señor Lucas tan atento! -le comunicó a Gwyneira.

James McKenzie, por el contrario, no durmió. Pasó el día con una tensión terrible y por la noche decidió apostarse en el jardín, delante de la ventana de Gwyneira. Así que era el único que oía sus gritos. Impotente, con los puños cerrados y lágrimas en los ojos, esperaba. Nadie le dijo si todo iba bien y con cada lágrima temía por la vida de Gwyn.

Al final, un ser peludo y suave se acercó a él. Otro más relegado al olvido. Francine había expulsado sin piedad a Cleo de la habitación de Gwyn, y ni Lucas ni Gerald se habían ocupado de ella. Ahora gimoteaba al oír los gritos de su ama.

– Lo siento, Gwyn, lo siento mucho -susurraba James contra el sedoso pelaje de Cleo.

Cuando por fin ambos oyeron otro sonido más bajo, pero más potente y bastante más rebelde, James abrazó a la perra. El recién nacido saludaba los primeros rayos de sol de un nuevo día. Y Gwyn le acompañaba con un último grito lleno de dolor.

James lloró de alivio sobre el suave pelaje de Cleo.

Lucas enseguida se despertó cuando Kiri apareció con el niño en los brazos en lo alto de las escaleras. Parecía la estrella de un espectáculo de variedades con plena conciencia de su importancia. Lucas le preguntó directamente por qué Francine misma no le presentaba al bebé, pero todo el rostro de Kiri resplandecía por lo que se podía deducir claramente que tanto la madre como el bebé se encontraban bien.

– ¿Todo… en orden? -preguntó él de todos modos como era obligatorio, y se puso en pie para acercarse a la joven.

También Gerald se espabiló.

– ¿Ya ha llegado? -preguntó-. ¿Todo ha ido bien?

– ¡Sí, señor Gerald! -contestó alegremente Kiri-. Un bebé precioso. ¡Precioso! Pelo rojo como madre.

– Una persona impulsiva -dijo Gerald riendo-. El primer Warden pelirrojo.

– Yo creo no ser «el» -le informó Kiri-. Es «la». Es niña, señor Gerald. ¡Una niña preciosa!

Francine sugirió que llamaran a la niña Paulette, pero Gerald se negó. Paul debía ser conservado para su heredero varón. Lucas, como buen gentleman, apareció junto a la cama de su esposa una hora después del alumbramiento con una rosa roja del jardín y le dijo en un tono comedido que encontraba a la niña arrebatadora. Gwyneira sólo asintió. ¿De qué otro modo que no fuera arrebatadora podía encontrarse a esa pequeña criatura que sostenía ahora orgullosa en los brazos? No se hartaba de mirar los diminutos deditos, la naricilla y las largas y rojas pestañas que rodeaban los grandes ojos azules. La pequeña también tenía mucho pelo ya. Sin lugar a dudas, una pelirroja como su madre. Gwyneira acariciaba a su bebé y la pequeñita la cogía del dedo. Sorprendentemente fuerte. Llevaría las riendas con firmeza… Gwyn no tardaría en enseñarle a montar a caballo.

Lucas propuso el nombre de Rose e hizo enviar un enorme ramo de rosas rojas y blancas a la habitación de Gwyneira, que pronto impregnaron el ambiente con su fascinante perfume.

– Pocas veces he visto florecer las rosas de forma tan cautivadora como hoy, querida mía. Es como si el jardín se hubiera engalanado especialmente para recibir a nuestra hija. -Francine le había puesto el bebé en los brazos y él la sostenía con bastante torpeza, como si no supiera qué hacer con él. Repetía las palabras «nuestra hija» de forma natural. No parecía pues albergar ninguna sospecha.

Gwyneira, que pensaba en el jardín de rosas de Diana, le contestó:

– ¡Es mucho más bonita que una rosa! ¡Es la más bonita del mundo!

Le volvió a coger la niña. Era una tontería, pero tenía una pizca de celos.

– Entonces tendrás que pensarte tú misma un nombre, cariño mío -dijo Lucas indulgente-. Estoy seguro de que encontrarás uno apropiado. Pero ahora debo dejaros solas, tengo que ocuparme de padre. Todavía no ha encajado que no sea un niño.

Hasta pasadas unas horas, Gerald no pudo reponerse e ir a visitar a Gwyneira y su hija. La felicitó sin gran entusiasmo y contempló al bebé. Sólo cuando la diminuta mano tomó posesión de su dedo y al hacerlo parpadeó, esbozó el hombre una sonrisa.

– Bueno, al menos lo tiene todo -gruñó de mala gana-. Esperemos que el próximo sea niño. Ahora ya sabéis cómo se hace…

Cuando Warden cerró la puerta tras de sí, Cleo se coló dentro de la habitación. Satisfecha de haberlo por fin conseguido, se acercó a la cama de Gwyneira y apoyó las patas delanteras sobre la colcha, mostrando su sonrisa de collie.

– ¿Dónde te habías escondido? -preguntó Gwyn encantada mientras la acariciaba-. Mira, voy a presentarte a alguien.

Para horror de Francine permitió que la perra olfateara al bebé. Entonces le llamó la atención un pequeño ramo de flores de primavera que alguien había atado al collar de Cleo.

– ¡Qué original! -observó Francine cuando Gwyn desató con cuidado el ramito-. ¿Quién podrá ser? ¿Uno de los hombres?

Gwyneira se lo podría haber revelado. No dijo nada pero su corazón estaba inundado de alegría. Él también sabía que su hija había nacido y, naturalmente, había escogido flores silvestres de colores en lugar de cortar rosas.

El bebé estornudó cuando las flores le acariciaron la naricita. Gwyneira rio.

– La llamaré Fleurette.