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ALGO ASÍ COMO EL ODIO…

Llanuras de Canterbury – Costa Oeste

1858-1860

1

George Greenwood se había quedado sin aliento tras el ascenso por el Bridle Path. Bebió lentamente la cerveza de jengibre que se podía adquirir en el punto más alto del trayecto entre Lyttelton y Christchurch y disfrutó de la vista sobre la ciudad y las llanuras de Canterbury.

Así pues ése era el país en que vivía Helen. Por eso había abandonado Inglaterra… George tuvo que reconocer que era una tierra hermosa. Christchurch, la ciudad, junto a la cual debía encontrarse su granja, parecía una comunidad floreciente. En calidad de primer asentamiento de Nueva Zelanda había adquirido el último año el título de municipio y ya era también sede episcopal.

George recordó la última carta de Helen en la que informaba, con cierta alegría por el mal ajeno, de que las aspiraciones del antipático reverendo Baldwin no se hubieran visto colmadas. El arzobispo de Canterbury había asignado el obispado a un sacerdote llamado Henry Chitty Harper quien, por esa razón, había dejado su país natal. Tenía familia y parecía haber sido una persona querida en su anterior parroquia. Helen no se había explayado más acerca de su personalidad, lo que a George le sorprendió bastante. A fin de cuentas, ya debía de hacer bastante tiempo que conocía a ese hombre a través de todas las actividades religiosas en las que participaba y siempre describía. Helen Davenport O’Keefe se había unido al círculo de damas que estudiaba la Biblia y se entregaba al trabajo con los niños indígenas. George esperaba que esto no la hubiera vuelto ni tan beata ni tan vanidosa como su propia madre. No obstante, era incapaz de imaginarse a Helen con un vestido de seda en una reunión del comité y las cartas de su antigua institutriz aludían más bien a un contacto personal con los niños y sus madres.

¿Podía realmente imaginarse todavía a Helen? Habían pasado muchos años y él había experimentado un sinfín de vivencias. La universidad, sus viajes por Europa, la India y Australia…, en el fondo todo eso debería de haber bastado para borrar de su memoria la imagen de una mujer mucho mayor que él, con un cabello castaño y brillante y ojos claros y grises. Pero George todavía la tenía en esos momentos ante sí, como si ella se hubiera marchado ayer. El rostro fino, el peinado sobrio, el porte erguido incluso cuando él sabía que estaba cansada. George recordaba su cólera velada y la impaciencia a duras penas contenida en el trato con su madre y su hermano William, pero también su sonrisa disimulada cuando él conseguía atravesar con alguna insolencia la coraza de su control personal. En aquel entonces leía cualquier emoción en sus ojos, detrás de la expresión sosegada y tranquila que mostraba al resto de su entorno. ¡Un fuego que ardía bajo aguas tranquilas para inflamarse tras la lectura de un anuncio delirante del otro extremo del mundo! ¿Amaría realmente a ese Howard O’Keefe?

En sus cartas se refería con gran respeto a su esposo, quien invertía todas sus fuerzas en mejorar su propiedad y en administrarla de forma beneficiosa. Sin embargo, George sabía, leyendo entre líneas, que el hombre no siempre conseguía esos propósitos. A esas alturas, George Greenwood ya llevaba trabajando el tiempo suficiente en el negocio de su padre como para saber que casi todos los primeros colonos de Nueva Zelanda se habían hecho ricos. Tanto daba si se habían concentrado en la pesca, el comercio o la cría de ganado: la empresa florecía. Quien no empezaba con una torpeza total obtenía beneficios, por ejemplo, Gerald Warden en Kiward Station. Visitar al mayor productor de lana de la isla Sur ocupaba uno de los primeros lugares en la lista de actividades que llevaban al hijo de Robert Greenwood a Christchurch. Los Greenwood tenían la intención de abrir ahí una sucursal de su compañía internacional. El comercio de la lana con Nueva Zelanda crecía en interés, y más cuando los barcos de vapor pronto cubrirían la ruta entre Inglaterra y las islas. El mismo George acababa de llegar en un barco impulsado por las tradicionales velas además de por una máquina de vapor. Tales ingenios libraban a los navíos de los humores del viento cuando había calma chicha, y la travesía duraba apenas ocho semanas.

Bridle Path había perdido ahora parte del horror con que Helen lo había descrito en su primera carta a George. Había mejorado hasta el punto en que era posible recorrerlo en carruaje y George habría podido ahorrarse el fatigoso trayecto a pie. No obstante, tras el largo viaje en barco, el joven ansiaba moverse y de alguna manera lo estimulaba pasar por las mismas experiencias que Helen había vivido al llegar. Desde que se había licenciado, George estaba obsesionado con la idea de Nueva Zelanda. Incluso cuando dejaba de recibir por largo tiempo las cartas de Helen, se empapaba de cualquier información disponible acerca del país para sentirse más cerca de ella.

Acometió entonces, descansado, el descenso. ¡Tal vez viera a Helen al mismo día siguiente! Si conseguía alquilar un caballo y la granja se hallaba tan cerca de la ciudad como hacían sospechar las cartas de Helen, nada se oponía a una pequeña visita de cortesía. De todos modos, pronto se pondría en camino a Kiward Station, que se encontraba en las cercanías de la casa de Helen. A fin de cuentas era amiga de la señora de la granja, Gwyneira Warden. Las fincas sólo deberían de estar separadas por un breve viaje en carro.

George dejó a sus espaldas el transbordador que cruzaba el río Avon, así como los últimos kilómetros hasta llegar a Christchurch y se instaló en el hotel del lugar. Modesto pero limpio…, y, por supuesto, su director sabía quiénes eran los Warden.

– Naturalmente, el señor Gerald y el señor Lucas siempre se detienen aquí cuando tienen asuntos que resolver en Christchurch. Unos señores muy cultivados, sobre todo el señor Lucas y su encantadora esposa. La señora Warden manda confeccionar su ropa en Christchurch, por eso la vemos dos o tres veces al año.

El hotelero, por el contrario, nada sabía de Howard y Helen O’Keefe. Ni se habían alojado ahí ni los había conocido en la parroquia.

– Pero eso no es posible, si son vecinos de los Warden -explicó el hotelero-. Entonces es que pertenecen a Haldon y hace poco que también hay iglesia allí. Venir cada domingo aquí representaría un trayecto demasiado largo.

George recibió tal información sorprendido y preguntó por alguna cuadra que alquilara caballos. Fuera como fuese, al día siguiente haría en primer lugar una visita al Union Bank de Australia, la primera filial bancaria de Christchurch.

El director del banco se comportó con suma cortesía y se alegró de conocer los planes de Greenwood en Christchurch.

– Hable con Peter Brewster -le aconsejó-. Hasta ahora es él quien se ocupa del comercio lanar de la región. Pero por lo que he oído decir, se siente atraído por Queenstown: la fiebre del oro, ya sabe. Si bien no será el mismo Brewster quien se parta el espinazo buscándolo, sino que más bien tendrá el propósito de comerciar con el preciado metal.

George frunció el ceño.

– ¿Lo considera tan lucrativo como la lana?

El banquero se encogió de hombros.

– Si quiere saber mi opinión, la lana crece todos los años. Pero nadie sabe cuánto oro hay en la tierra ahí en Otago. No obstante, Brewster es joven y emprendedor. Además tiene motivos de carácter familiar. La esposa procede de allí, es maorí y ha heredado un montón de tierras. En cualquier caso no creo que se enoje si se hace usted cargo de sus clientes. Eso le simplificaría mucho la creación de su negocio.

George estaba totalmente de acuerdo con él y le dio las gracias por sus indicaciones. Aprovechó, asimismo, la oportunidad para informarse de paso sobre los Warden y los O’Keefe. Sobre los Warden, el director, como era obvio, se deshizo en alabanzas.

– El viejo Warden es un zorro, pero entiende de la cría de ovejas. El hijo es más bien un artista, al que no le interesa la granja. Por eso el viejo espera, en vano hasta el momento, la llegada de un nieto que se implique más en el negocio. La nuera es una belleza, lástima que, al parecer, tenga dificultades para concebir hijos. Por ahora, en casi seis años de matrimonio, sólo ha dado a luz una niña… De todos modos, todavía son jóvenes, hay esperanzas. Y bueno, los O’Keefe… -El director de banco elegía las palabras-. ¿Qué debo decir? Secreto bancario, usted ya me entiende…

En efecto, George entendía. Howard O’Keefe no era un cliente que disfrutara de gran estima. Probablemente tuviera deudas. Y las granjas estaban a dos días a caballo de Christchurch, Helen había mentido, pues, en sus cartas acerca de la vida en la ciudad, o al menos había exagerado mucho. Haldon, la siguiente mayor colonia situada junto a Kiward Station, apenas si era un pueblo. ¿Qué es lo que estaría ocultando y por qué? ¿Acaso se avergonzaba de su forma de vida? ¿Sería posible que no se alegrara de la visita de una persona de ultramar? ¡Pero él tenía que ir a su encuentro! Por todos los demonios, había recorrido dieciocho mil millas para verla!

Peter Brewster era un hombre sociable y enseguida invitó a George a comer en su casa al día siguiente. Esto obligaba al recién llegado a postergar sus planes, pero le pareció imprescindible aceptar. De hecho, el encuentro transcurrió en perfecta armonía. La hermosísima esposa de Brewster sirvió una comida al estilo tradicional maorí con pescado fresco del Avon y unos boniatos exquisitamente condimentados. Sus hijos acosaron al invitado con preguntas sobre la good old England, y Peter conocía, naturalmente, tanto a los Warden como a los O’Keefe.

– Pero no se le ocurra preguntar al uno acerca del otro -le advirtió riendo-, son como perro y gato, y eso que una vez fueron socios. Kiward Station les perteneció a ambos tiempo atrás y el nombre procede de la unión de Kee y Ward. Pero los dos eran jugadores y Howard perdió su parte en el juego. No se sabe con exactitud qué sucedió, pero ambos siguen llevando mal ese asunto.

– Se entiende por la parte de O’Keefe -observó George-. ¡Pero el ganador no debería guardar rencor!

– Lo dicho, no sé nada con exactitud. Y al final también alcanzó para que Howard tuviera una granja. Pero a él le falta el know-how. Este año ha perdido prácticamente todos los corderos: los condujo muy pronto a los pastizales de montaña, antes de las últimas tormentas. Siempre se muere un par en la montaña si el invierno arremete de nuevo. ¿Pero subir los rebaños a comienzos de octubre…? ¡Clama al cielo!

George recordó que octubre correspondía allí a marzo, y también en las tierras altas galesas hacía un frío considerable.

– ¿Por qué actúa así? -preguntó sin entender. Aunque en realidad se planteaba por qué Helen permitía que su esposo hiciera tal tontería. De hecho, ella nunca se había interesado por el mundo rural, pero tratándose de su supervivencia económica debería de haberse ocupado de ello.

– Ah, es un círculo vicioso -suspiró Brewster, ofreciéndole un cigarro-. O bien la granja es demasiado pequeña o el terreno demasiado pobre para una cantidad tan grande de animales. Pero una menor cantidad no da lo suficiente para vivir, así que se aumenta para ver si hay suerte. En los años buenos la hierba es suficiente, pero en los malos se agota el forraje para el invierno. Hay que comprarlo…, y para ello, una vez más, no hay dinero suficiente. O bien se lleva a los animales a la montaña con la esperanza de que no vuelva a nevar.

»Pero hablemos de algo más alegre. Usted está interesado en que le ceda mis clientes. De acuerdo, con gusto se los presentaré a todos. Seguro que nos pondremos de acuerdo en el traspaso. ¿Estaría usted también interesado eventualmente en nuestra agencia? ¿Despachos y almacenes en Christchurch y Lyttelton? Puedo alquilarle la casa y garantizarle el derecho a compra… O podemos asociarnos y conservo una parte del negocio como socio sin voz. Esto me protegería en caso de que disminuyera enseguida la fiebre del oro.

Los hombres pasaron la tarde revisando los bienes raíces y George quedó impresionado por la empresa de Brewster. Al final acordaron tratar las condiciones precisas para la cesión después de la excursión de George a las llanuras de Canterbury. Éste se despidió con buen ánimo de su socio y escribió de inmediato una carta a su padre. Greenwood Enterprises nunca había llegado a crear un fideicomiso en un nuevo país con tanta rapidez y facilidad. Ahora lo único que se planteaba era la cuestión sobre cómo dar con un administrador capacitado. El mismo Brewster hubiera sido el ideal, pero quería marcharse…

Por lo pronto, George dejó a un lado tal reflexión. Al día siguiente se marcharía tranquilamente a Haldon. Volvería a ver a Helen.

– ¿Otra vez visitas? -preguntó Gwyneira con desagrado. En realidad habría preferido aprovechar ese precioso día de primavera para visitar a Helen. Fleurette llevaba días quejándose de que quería ir a jugar con Ruben; además, a la madre y la niña se les estaba agotando la lectura. A Fleurette le fascinaban los cuentos. Le encantaba que Helen se los leyera y ella misma ya hacía intentos de copiar las letras cuando asistía a las clases.

«¡Igual que su padre!», decía la gente de Haldon cuando Gwyneira volvía a pedir libros para leérselos a la pequeña. La señora Candler siempre encontraba similitudes físicas con Lucas que Gwyn no podía distinguir. A sus ojos, Fleurette no tenía prácticamente nada en común con Lucas. La niña era esbelta y pelirroja como Gwyn, pero el azul original del iris se había convertido a los pocos meses en un castaño claro con unos toques ambarinos. Los ojos de Fleur eran, a su manera, tan fascinantes como los de Gwyneira. El ámbar que había en ellos parecía resplandecer cuando se emocionaba y podía verdaderamente lanzar llamas si la niña montaba en cólera. Y eso sucedía deprisa, como su amante madre debía reconocer. Fleurette no era una niña tranquila y fácil de contentar como Ruben. Era vivaracha, muy exigente y se encolerizaba cuando no conseguía sus propósitos. Entonces juraba como un carretero, se ponía roja y, en caso extremo, escupía. Fleurette Warden, con casi cuatro años de edad, no era sin lugar a dudas una lady.

A pesar de ello mantenía una buena relación con su padre. Lucas estaba entusiasmado con su temperamento y cedía con demasiada frecuencia a sus cambios de humor. No hacía ningún intento por educarla, sino que parecía clasificarla en el ámbito de «objetos de investigación de sumo interés». Con el resultado de que Kiward Station ahora tenía dos habitantes cuya pasión era coleccionar wetas, dibujarlos y observarlos. Aun así, Fleur estaba interesada sobre todo en los saltos de esos bichos y encontraba que era una buena idea pintarlos de colores. Gwyneira había desarrollado una habilidad notable para cazar a esos enormes insectos con ayuda de tarros de conservas.

Pero ahora se preguntaba cómo debía explicar a la niña que no iban a emprender la salida prometida.

– ¡Sí, otra vez un invitado! -gruñía Gerald-. Si milady lo permite. Un comerciante de Londres. Ha pasado la noche en casa de los Beasley y llegará aquí por la tarde. Reginald Beasley ha sido tan amable que ha enviado un mensajero. Así podremos recibir al caballero de forma conveniente. ¡Naturalmente, sólo si eso es del agrado de milady!

Gerald se levantó vacilante. Aunque todavía no era mediodía, parecía no estar sobrio desde la noche anterior. Cuanto más bebía, más malintencionados eran sus comentarios acerca de Gwyneira. En los últimos meses ella se había convertido en su objeto de escarnio favorito, lo que sin duda residía en el hecho de que fuera invierno. En esa estación, Gerald se daba más cuenta de que su hijo se escondía en su estudio en lugar de ocuparse de la granja, y tropezaba más a menudo con Gwyneira, quien permanecía más en casa a causa del tiempo lluvioso. En verano, cuando se esquilaban de nuevo las ovejas, nacían los corderos y se emprendían otras labores de la granja, Gerald volvía a concentrarse en Lucas mientras Gwyneira emprendía oficialmente largos paseos a caballo y volaba en realidad a casa de Helen. Si bien Gwyneira y Lucas ya conocían ese ciclo por los últimos años, no por ello les resultaba más llevadero. En realidad sólo había una posibilidad de romper el círculo vicioso. Gwyneira tenía que darle a Gerald por fin el deseado heredero. Sin embargo, las energías de Lucas en este aspecto parecían más bien disminuir con los años. Era así de simple: Gwyneira no le excitaba; por lo que ni pensar en engendrar a un segundo hijo. Y la creciente incapacidad de Lucas para compartir el lecho conyugal hacía imposible repetir el engaño de Fleur. Gwyneira tampoco se hacía ilusiones a este respecto. James McKenzie no volvería a aceptar un acuerdo para ello. Y ella tampoco volvería a conseguir separarse de él a continuación. Después del nacimiento de Fleurette, Gwyneira había tardado meses en superar el dolor de la añoranza y la desesperación que la paralizaba cada vez que veía o tocaba a su amante. No siempre podía evitar esto último, pues hubiera parecido extraño que James dejara de tenderle la mano de repente para ayudarla a bajar del carro o que hubiera dejado de recogerle la silla una vez que ella hubiera llevado a Igraine al establo. En cuanto sus dedos se rozaban se producía una explosión de amor y de reconocimiento que apagaba el continuo «nunca más, nunca más» que casi hacía estallar la cabeza de Gwyneira. En algún momento, las cosas mejoraron. Gwyn aprendió a controlarse y los recuerdos empalidecieron. Pero empezarlo todo de nuevo era inconcebible. ¿Y otro hombre? No, no lo conseguiría. Antes de James hubiera dado igual: todos los hombres se parecían más o menos. ¿Pero ahora…? No quedaba ninguna esperanza. Si no sucedía un milagro, Gerald debería resignarse a que Fleur fuera su única nieta.

A la misma Gwyneira no le hubiera importado. Amaba a Fleurette y reconocía tanto su propio ser en ella como todo cuanto había amado en James McKenzie. Fleur era aventurera y lista, tozuda y divertida. Entre los niños maoríes tenía bastantes compañeros de juegos, pues hablaba su lengua con fluidez. Pero a quien más quería era a Ruben, el hijo de Helen. El pequeño, un año mayor que ella, era su héroe y modelo. A su lado conseguía incluso quedarse quieta y en silencio durante la clase de Helen.

Así que hoy no podría ser. Gwyn suspiró y llamó a Kiri para que recogiera la mesa del desayuno. Cabía la probabilidad que a esta última no se le hubiera ocurrido. Hacía poco que se había casado y sólo tenía en mente a su marido. Gwyn únicamente esperaba que les comunicara su embarazo… y que Gerald explotara de nuevo.

Después había que convencer a Kiri para que abrillantara la plata y hablar con Moana acerca de la cena. Algo con cordero. Y un yorkshire pudding tampoco estaría mal. Pero primero, Fleur…

Fleurette no había permanecido inactiva mientras sus padres desayunaban. A fin de cuentas quería marcharse pronto, lo que significaba ensillar el caballo o aparejarlo. La mayoría de las veces Gwyneira se limitaba a sentar a su hija delante de ella a lomos de Igraine, pero Lucas prefería que «sus damas» fueran en carruaje. Por esa razón había mandado llevar a Gwyn un dogcart, que ella manejaba excelentemente. El ligero carruaje de dos ruedas se adaptaba muy bien a todo tipo de terreno e Igraine tiraba de él sin esfuerzo por los caminos complicados. Sin embargo, no era posible ir con él a campo traviesa ni tampoco saltar obstáculos. Así que no podía tomar el atajo del bosque. No era pues extraño que Gwyn y Fleur prefiriesen montar sobre la grupa, así que Fleurette tomó ese día también una decisión.

– ¿Puedes ensillar a Igraine, señor James? -le preguntó a McKenzie.

– ¿Con la silla de amazona o con la otra, Miss Fleur? -respondió con gravedad James-. Ya sabe lo que ha dicho su padre.

Lucas consideraba en serio pedir que enviaran un poni desde Inglaterra para que la niña aprendiera a montar con corrección en la silla lateral. Gwyneira replicó que, de todos modos, para cuando el poni llegara, la niña ya habría crecido demasiado. Primero enseñaría a su hija en la silla de caballero con Madoc. El semental era muy dócil, pero el problema residía más bien en mantener el secreto.

– Con una silla para personas de verdad -contestó Fleur.

James no pudo reprimir la risa.

– Una silla de verdad, muy bien, milady. ¿Irá usted sola de paseo a caballo?

– No, mamá vendrá enseguida. Pero le ha dicho a papá que todavía tiene que hacer de blanco del abuelo. ¿Disparará contra ella de verdad, señor James?

«No, si yo puedo evitarlo», pensó McKenzie furioso. Nadie en la granja ignoraba cómo Gerald atormentaba a su nuera. Al contrario de Lucas, por el que los trabajadores sentían cierta rabia, Gwyneira despertaba compasión. Y a veces los jóvenes se acercaban peligrosamente a la realidad cuando se burlaban de sus patrones. «Sólo con que Miss Gwyn tuviera un hombre como Dios manda… -era el comentario general-. ¡Entonces el viejo ya hubiera sido diez veces abuelo!»

Con bastante frecuencia los tipos se ofrecían en broma como «toros sementales» y se superaban en sugerencias sobre cómo satisfacer a un mismo tiempo a su bonita señora y al suegro de ésta.

James intentaba encajar esas bromas de mal gusto, aunque no siempre le resultaba fácil. Si al menos Lucas se hubiera esforzado por hacer algo útil en la granja… Pero no aprendía nada y cada año se volvía más reacio y desabrido cuando Gerald le obligaba a ocuparse de las cuadras o de los campos.

Mientras ponía la silla a Igraine, siguió charlando un poco más con Fleur. Lo ocultaba bien, pero amaba a su hija y no conseguía tratarla como a una Warden. Ese torbellino pelirrojo era su hija, y a él no le importaba lo más mínimo que fuera «sólo» una niña. Esperó pacientemente a que ella hubiera subido a una caja desde la que podía cepillar la cola de Igraine.

Gwyneira entró en las cuadras cuando James acababa de apretar la cincha y, como siempre, reaccionó de forma involuntaria a su mirada. Un destello en los ojos, un diminuto toque de rubor en el rostro…, luego de nuevo un férreo control.

– Oh, James, ¿ya ha ensillado el caballo? -preguntó Gwyneira con un tono compungido-. Por desgracia no podré dar el paseo a caballo con Fleur, esperamos visita.

James asintió.

– Ah, sí, ese comerciante inglés. Yo mismo debería haber pensado en que eso le impediría salir. -Se dispuso a desensillar la yegua.

– ¿No vamos a ir en caballo a la escuela? -preguntó Fleur ofendida-. ¡Pero entonces me quedaré tonta, mamá!

Era el nuevo argumento para ir, a ser posible cada día, a casa de Helen. Ésta lo había utilizado con un niño maorí al que le gustaba hacer novillos, y a Fleur se le había grabado en la memoria dicha observación.

James y Gwyn no tuvieron otro remedio que echarse a reír.

– Es cierto que no podemos correr ese riesgo -intervino James con fingida seriedad-. Si usted lo permite, Miss Gwyn, yo mismo la llevaré a la escuela.

Gwyn lo miró maravillada.

– ¿Tiene tiempo? -preguntó-. Pensaba que quería controlar los corrales para las ovejas de cría.

– Están en el camino -respondió James, y le hizo un guiño. De hecho, los corrales no se encontraban en el camino pavimentado que llevaba a Haldon, sino en el atajo secreto de Gwyneira que pasaba por el monte-. Es obvio que tenemos que ir a caballo. Si engancho el carro, perderé tiempo.

– ¡Por favor, mamá! -suplicó Fleur. Y se preparó de inmediato para coger un berrinche si Gwyn se atrevía a negarse.

Por suerte, su madre no era difícil de convencer. De todos modos, sin la niña desilusionada y refunfuñando a su lado le resultaría más fácil realizar una tarea que ya de por sí le desagradaba.

– De acuerdo -contestó-. Que te diviertas. Me gustaría ir con vosotros.

Gwyneira observó con envidia cómo James sacaba su Wallach del establo y colocaba a Fleur en la parte delantera de la silla. La niña estaba bonita y erguida sentada a lomos del caballo y sus bucles rojos se balanceaban al compás de los pasos del animal. James también ocupó sin esfuerzo su sitio en la silla. Cuando ambos emprendieron la marcha, Gwyn se quedó un poco preocupada.

¿Es que nadie salvo ella se percataba del parecido entre el hombre y la niña?

Lucas Warden, el pintor y cultivado observador, siguió a los jinetes con la mirada desde su ventana. Contempló la figura solitaria de Gwyneira en el patio y creyó leer sus pensamientos.

Estaba contento en su mundo, pero a veces…, a veces hubiera querido amar a esa mujer.

2

George Greenwood recibió una amable acogida en las llanuras de Canterbury. El nombre de Peter Brewster pronto le abrió las puertas de los granjeros pero era posible que también le habrían dado una bienvenida sin recomendación. Tenía la experiencia de los granjeros en Australia y África: quien vivía tan aislado como esos colonos, se alegraba de recibir cualquier visita del mundo exterior. Por eso escuchó paciente las quejas de la señora Beasley sobre el personal de servicio, elogió las rosas de su jardín y dio un paseo por los prados a caballo con su esposo para admirar las ovejas. Los Beasley lo habían hecho todo para convertir su granja en un pedacito de Inglaterra y George no pudo evitar sonreír cuando la señora Beasley le contó sus constantes esfuerzos por desterrar los boniatos de su cocina.

Kiward Station era totalmente distinta, enseguida se percató de ello. La casa y el jardín ofrecían una curiosa mezcla de formas. Por una parte, alguien intentaba imitar al máximo posible la vida de la nobleza rural inglesa; por otra, se percibía una reafirmación de la cultura maorí. En el jardín, por ejemplo, crecían juntos y en armonía los rata y las rosas; bajo los cabbage- trees había bancos tallados del típico modo maorí, y el cobertizo de las herramientas estaba cubierto con hojas de palmera de Nikau, siguiendo la tradición indígena. La doncella que abrió la puerta a George llevaba dócilmente un uniforme de servicio, pero iba sin calzado, y el sirviente le saludó con un amistoso haere mai, las palabras maoríes de «bienvenido».

George recordó lo que había oído decir de los Warden. La joven señora procedía de una familia de la aristocracia inglesa y era obvio que tenía buen gusto, como demostraba el mobiliario del recibidor. De todos modos parecía más obstinada que la señora Beasley en practicar aquí la anglificación: ¿cuántas veces dejaba una visita su tarjeta en la bandeja de plata que había sobre la delicada mesita? George se tomó la molestia, hecho que recompensó la sonrisa reluciente de la joven dama pelirroja que apareció justo en ese momento. Llevaba un elegante vestido de tarde de color beige con bordados del luminoso tono índigo de sus ojos. No obstante, su tez no se ajustaba a la palidez que estaba de moda entre las señoras londinenses. En lugar de eso, su rostro estaba algo bronceado y era evidente que no intentaba blanquear las pecas. Tampoco el elaborado peinado respondía a las normas establecidas, pues ya se le habían soltado un par de rizos.

– La dejaremos ahí para la eternidad -dijo, dirigiendo la vista a la tarjeta de visita-. ¡Hará feliz a mi suegro! Buenos días y bienvenido a Kiward Station. Soy Gwyneira Warden. Entre y póngase cómodo. Mi suegro pronto estará de vuelta. ¿O prefiere refrescarse ahora y cambiarse para la cena? Habrá un menú especial…

Gwyneira sabía que con esta indirecta sobrepasaba los límites de la buena educación. Pero era probable que ese joven no esperase que en una visita a tierras vírgenes se sirviera una cena de varios platos para la que los anfitriones iban a lucir ropa formal. Si George aparecía con los pantalones de montar y la chaqueta de piel que llevaba en esos momentos, Lucas estaría consternado y Gerald, posiblemente, ofendido.

– George Greenwood -se presentó sonriendo. Por fortuna no parecía fastidiado-. Muchas gracias por la indicación, preferiría lavarme primero. Tiene usted una casa preciosa, Warden. -Siguió a Gwyneira al salón y se quedó maravillado ante los impresionantes muebles y la gran chimenea.

Gwyneira asintió.

– Yo, personalmente, la encuentro un poco grande, pero mi suegro la encargó a los más reputados arquitectos. Todos los muebles son de Inglaterra. ¡Cleo, bájate de la alfombra de seda! ¡Y olvídate de tener las crías aquí!

Gwyn se había dirigido a una rolliza perra collie que descansaba sobre una distinguida alfombra oriental delante de la chimenea. El animal se puso en pie ofendido y trotó a otra alfombrilla que con toda certeza no sería menos valiosa que la primera.

– Se siente muy importante cuando está esperando -explicó Gwyneira, acariciando a la perra-. Pero ya puede sentirse así. Da a luz a los mejores perros pastores del entorno. En lo que va de tiempo, las llanuras de Canterbury rebosan de pequeños Cleos. La mayoría formada por nietos; además, dejo que la monten pocas veces. ¡No tiene que engordar!

George se sorprendió. Por lo que habían contado el director del banco y Peter Brewster, la señora de Kiward Station, con sólo una hija, parecía ser una lady beata y sumamente distinguida. Pero Gwyneira hablaba ahora con soltura sobre la cría de perros y no sólo permitía que un perro pastor entrara en la casa, sino que se tendiera en una alfombra de seda. Dejando aparte que no había pronunciado palabra sobre los pies sin calzar de las doncellas.

Charlando animadamente, la joven condujo al visitante a la habitación de invitados e indicó a los sirvientes que recogieran sus alforjas.

– Y dile a Kiri, por favor, que se calce. Lucas se pone histérico si sirve la comida así.

– Mami, ¿por qué tengo que ponerme zapatos? ¡Kiri no lleva!

George se encontró con Gwyneira y su hija en el pasillo que daba a su habitación justo cuando se disponía a bajar a cenar. Había hecho lo mejor que podía respecto a su indumentaria. El traje marrón claro estaba un poco arrugado, pero estaba cortado a medida y le sentaba mejor que los pantalones de piel y la chaqueta encerada que había adquirido en Australia.

También Gwyneira y esa niñita arrebatadora y pelirroja que con ella se peleaba iban vestidas con elegancia.

Gwyneira llevaba un traje de noche de color turquesa que no respondía a la última moda, pero con un corte tan impresionantemente distinguido que también hubiera causado sensación en los mejores salones londinenses…, al menos lucido por una mujer tan bella como ella. A la niñita le habían puesto un vestido de tirantes color verde claro que casi quedaba totalmente cubierto por la abundancia de sus bucles cobrizos. Cuando el cabello de Fleur caía suelto, se abría un poco por los lados y se encrespaba como el oropel de un ángel. Al precioso vestidito le correspondían unos zapatos de un sutil color verde, pero era evidente que la niña prefería llevarlos en la mano que en los pies.

– ¡Me aprietan! -aseguró.

– ¡Fleur, no te aprietan! -contestó la madre-. Hace apenas cuatro semanas que los compramos y casi eran demasiado grandes. ¡Ni siquiera tú creces tan deprisa! E incluso si aprietan: una lady soporta un ligero dolor sin quejarse.

– ¿Como los indios? Ruben dice que en América tienen unos postes y se hacen daño para divertirse y para ver quién es el más valiente. Se lo ha contado su papá. Pero Ruben cree que es una tontería, como yo.

– Esto en cuanto al tema «comportarse como una lady» -observó Gwyneira, y miró a George en busca de ayuda-. Ven, Fleurette. He aquí un gentleman. Viene de Inglaterra, como yo y la mamá de Ruben. Si tus modales son distinguidos, tal vez te salude con un besamanos y te llame milady. Pero sólo si te pones los zapatos.

– El señor James siempre me llama milady, aunque vaya descalza.

– Pero él seguro que no viene de Inglaterra -señaló George, siguiendo el juego-. Y seguro que todavía no ha sido presentado a la reina… -Ese honor se había concedido a los Greenwood el año anterior y la madre de George probablemente viviría de ello el resto de su vida. A diferencia de su hija, a Gwyneira eso no pareció impresionarla.

– ¿De verdad? ¿La reina? ¿Has visto a una princesa? -preguntó la niña.

– A todas las princesas -afirmó George-. Y todas llevaban zapatos puestos.

Fleurette suspiró.

– Bueno -respondió, y se calzó los zapatos.

– Muchas gracias -dijo Gwyneira, guiñando el ojo a George-. Me ha sido usted de gran ayuda. En estos momentos, Fleurette no está del todo segura de si quiere ser reina de los indios en el salvaje Oeste o casarse con un príncipe y criar ponis en su castillo. Por añadidura encuentra a Robin Hood sumamente atractivo y piensa en la posibilidad de vivir al margen de la ley. Con lo cual, me temo que se decida por lo último. Por desgracia le gusta comer con los dedos y también practica el tiro con el arco. -Hacía poco que Ruben había construido un arco para él y su pequeña amiga.

George se encogió de hombros.

– Bueno, seguro que lady Marian comía con cuchillo y tenedor. Y en el bosque de Sherwood no se llega muy lejos sin zapatos.

– ¡Buen argumento! -exclamó Gwyn riendo-. Venga, mi suegro ya estará esperando.

Los tres juntos descendieron armoniosamente la escalera.

James McKenzie había acompañado al salón a Gerald Warden. Esto ocurría pocas veces, pero ese día había que firmar un par de facturas que McKenzie había traído de Haldon. Warden quería solucionarlo pronto: los Candler necesitaban su dinero y McKenzie se marcharía el día siguiente al amanecer para recoger la siguiente entrega. Kiward Station seguía estando en construcción: se estaba edificando un establo para el ganado vacuno. Desde que había estallado la fiebre del oro en Otago, la cría de bueyes florecía: todos los buscadores de oro debían ser abastecidos y no había nada que valorasen más que un buen filete. Los granjeros de Canterbury conducían cada dos meses rebaños enteros de bueyes hacia Queenstown. En esos momentos, el viejo Warden estaba sentado junto a la chimenea y examinaba las facturas. McKenzie contemplaba esa habitación decorada con todo lujo y se preguntaba en vano cómo sería vivir ahí. Entre todos esos muebles relucientes, las suaves alfombras…, con una chimenea que llenaba la habitación de una acogedora calidez y que no había que volver a encender en cuanto se regresaba a casa. A fin de cuentas, ¿para qué se tenían criados? James encontró todo eso tentador, pero bastante ajeno. Él no lo necesitaba ni tampoco aspiraba a ello. Pero tal vez Gwyneira sí. Bueno, cuando consiguiera hacerla suya también él construiría una casa como ésa y vestiría unos trajes como los de Lucas y Gerald Warden.

De la escalera llegaban ahora voces. James alzó la vista con curiosidad. La estampa de Gwyneira con el vestido de noche lo cautivó y su corazón empezó a latir más deprisa, así como ver a su hija, a la que raras veces contemplaba vestida de fiesta. Creyó al principio que el hombre que las acompañaba era Lucas. Un porte erguido, un elegante traje formal de color marrón…, pero luego distinguió a otro individuo bajando la escalera. En realidad debería de haberse percatado antes, pues nunca había visto a Gwyneira reír y bromear de forma tan alegre en compañía de Lucas. Ese caballero parecía divertirla. Gwyneira se burlaba de él, su hija o los dos, y él le devolvía igual de complacido la pulla. En James se despertaron los celos. ¿Quién demonios era ese hombre? ¿Quién le daba derecho para ir tonteando con su Gwyneira?

En cualquier caso, el extranjero tenía buena apariencia. Tenía un rostro delicado, de rasgos bellos e inteligentes, y unos ojos castaños de mirada algo sarcástica. Su cuerpo casi parecía larguirucho, pero era alto y fuerte y se movía con agilidad. Su actitud expresaba confianza en sí mismo y audacia.

¿Y Gwyn? James percibió el destello acostumbrado en sus ojos cuando la vio en el salón. ¿Pero era en realidad la chispa que en cada encuentro se reavivaba de las cenizas de su antiguo amor o sólo se reflejaba la sorpresa en la mirada de Gwyneira? Gwyneira no dejaba adivinar sentimientos si se percataba de la expresión adusta del joven capataz.

– ¡Señor Greenwood! -También Gerald Warden se había dado cuenta entretanto de la presencia de los tres en la escalera-. Por favor, disculpe que no estuviera aquí para recibirlo. Pero ya veo que Gwyneira le ha familiarizado con la casa. -Gerald tendió la mano al visitante.

De acuerdo, ése debía de ser el comerciante de Inglaterra cuya llegada había desbaratado los planes del día de Gwyneira. Pero ahora no parecía enojada por ello, sino que indicó a Greenwood con gentileza que tomara asiento.

A James, por el contrario, lo dejó en pie… Los celos de McKenzie se transformaron en ira.

– Las facturas, señor Gerald -señaló.

– Sí, de acuerdo, las facturas. Todo en orden, McKenzie, las firmo enseguida. ¿Un whisky, señor Greenwood? Tiene que contarnos cómo van las cosas en nuestra Good Old England.

Gerald estampó una apresurada firma en los documentos y a partir de entonces sólo tuvo ojos para el invitado… y la botella de whisky. La pequeña petaca que siempre llevaba consigo debía de haberse vaciado a principios de la tarde como mínimo y el humor de Gerald iba empeorando de forma proporcional. McAran le había contado a James acerca de una desagradable escena entre Gerald y Lucas en los establos. Se trataba de una vaca que había tenido complicaciones en el parto. Una vez más, Lucas no había estado a la altura de las circunstancias: no soportaba ver la sangre. Por este motivo, encargarle precisamente la cría de los bueyes no había sido la mejor idea del viejo Warden. En opinión de McKenzie, Lucas lo habría hecho mucho mejor ocupándose de la administración de los campos. A Lucas le funcionaba mejor la cabeza que las manos y cuando se trataba del cálculo de beneficios, empleo preciso de abonos y el cálculo de rentabilidad de la maquinaria agrícola siempre pensaba de manera que favorecía los beneficios.

El balido de los animales de cría lo sacaba de quicio y esa tarde la situación se había agravado de nuevo. No obstante, eso era una suerte para Gwyn. Cuando la ira de Gerald se dirigía hacia Lucas, a ella la dejaba en paz. Pero ella cumplía muy bien sus deberes. Este invitado, al menos, parecía estar encantado.

– ¿Algo más, McKenzie? -preguntó Gerald, sirviéndose whisky.

James se apresuró a despedirse. Fleur lo siguió cuando se marchaba.

– ¿Has visto? -preguntó-. Llevo zapatos como una princesa.

James rio, de nuevo sosegado.

– Son muy bonitos, milady. Pero su presencia siempre es arrebatadora sin importar qué zapatos lleve.

Fleurette frunció el entrecejo.

– Esto sólo lo dices tú porque no eres un gentleman -dijo-. Los gentlemen sólo respetan a una dama si lleva zapatos. Me lo ha contado el señor Greenwood.

En una situación normal, tal comentario habría divertido a James, pero ahora las llamas de su cólera se reavivaban. ¿Cómo se permitía ese tipo enfrentar a la hija con su padre? James apenas si logró dominarse.

– Entonces, milady, ponga cuidado en ir con los hombres adecuados en lugar de con grandes nombres sin sangre en las venas y bien trajeados. Pues si el respeto depende de unos zapatos, pronto se perderá.

Dirigió estas palabras a la sorprendida niña, pero llegaron a oídos de Gwyneira, que había ido tras su hija.

Ella lo contempló consternada, pero James le devolvió sólo una mirada sombría y se retiró a los establos. Hoy él también disfrutaría de un buen trago de whisky. ¡Que ella bebiera vino con su rico lechuguino!

El plato principal de la cena se componía de cordero y un gratinado de boniato, lo que confirmó las observaciones de George. Conservar las tradiciones no le importaba demasiado a la dueña de la casa, incluso si la sirvienta llevaba ahora zapatos y servía con toda corrección. Mientras lo hacía, mostraba tanto respeto por el señor de la casa, Gerald Warden, que casi rayaba en el miedo. El caballero de más edad parecía ser colérico y era manifiesto que poseía un temperamento vivo. Charlaba animado, aunque algo bebido, sobre Dios y el mundo y tenía una opinión sobre cualquier tema. El caballero joven, Lucas Warden, producía el efecto contrario, de ser más bien taciturno, casi enfermizo. Cuando su padre defendía ideas demasiado radicales parecía incluso sentir dolor físico. Salvo por eso, el esposo de Gwyneira era simpático, muy bien educado, un perfecto gentleman. Corregía afectuosamente, pero con determinación, los modales de su hija a la mesa: se le daba bien el trato con la niña. Fleur no andaba peleándose con él como con su madre, sino que desplegó obediente la servilleta sobre las rodillas y se llevó la carne de cordero a la boca con el tenedor en lugar de cogerla simplemente con las manos, como hacían antes los asilvestrados habitantes del bosque de Sherwood. Pero tal vez eso se debiera también a la presencia de Gerald. De hecho, nadie alzaba la voz en esa familia cuando el viejo estaba allí.

Pese al silencio que lo rodeaba, George se comportó como un buen conversador esa noche. Gerald contaba animadamente anécdotas relativas a la vida en la granja y George vio confirmadas las afirmaciones de la gente de Christchurch. El viejo Warden sabía de ovejas y de obtención de la lana, había tenido buen olfato adquiriendo bueyes y mantenía la granja en buenas condiciones. De todos modos, George mismo hubiera seguido hablando más rato con Gwyneira, y Lucas no le pareció tan aburrido como Peter Brewster y Reginald Beasley habían dado a entender. Gwyneira le había confesado antes que su esposo era el autor del retrato del salón. Se lo informó vacilante y casi con un poco de ironía, pero George contempló la imagen con suma atención. Él mismo no se hubiera calificado de conocedor del arte, pero en Londres solía acudir invitado a vernissages y subastas. Un artista como Lucas Warden habría encontrado allí a sus admiradores y, con algo de suerte, incluso habría alcanzado la fama y la riqueza. George reflexionó si valía la pena llevarse a Londres algunos de los cuadros. Por otra parte corría el riesgo de perder la simpatía de Gerald Warden. Seguramente, lo que menos deseaba el viejo era un artista en la familia.

De todos modos, esa noche la conversación no giró en torno al arte. Gerald se apropió del visitante de Inglaterra todo el rato, bebió toda una botella de whisky mientras tanto, y pareció no darse en absoluto cuenta de que Lucas se despedía lo antes posible. Gwyneira escapó incluso después de la cena a acostar a la niña. Aquí no había pues nodriza, lo que George encontró extraño. A fin de cuentas, el hijo de la casa había recibido, eso era evidente, una educación fundamentalmente inglesa. ¿Por qué Gerald se abstenía en el caso de su nieta? ¿No le había gustado el resultado? ¿O respondía al mero hecho de que Fleurette «sólo» era una niña?

A la mañana siguiente se desarrolló una conversación más definida con la joven pareja Warden. Gerald no bajó a desayunar, o al menos no a la hora acostumbrada. La borrachera del día anterior exigía su tributo. Por esa razón, Gwyneira y Lucas actuaban de forma más desenvuelta. Lucas pidió información sobre la vida cultural londinense y, a ojos vistas, se mostró sumamente contento de que George tuviera algo más que decir que «conmovedor» y «edificante». Ante los elogios al retrato casi pareció crecerse y enseguida invitó al visitante a su taller.

– ¡Puede venir cuando guste! Hoy por la mañana supongo que echará un vistazo a la granja, pero por la tarde…

George contestó con cierta vacilación. Gerald le había prometido un paseo a caballo por la granja, y George tenía mucho interés en hacerlo. Eso significaba a fin de cuentas que todas las demás empresas de la isla Sur competirían con Kiward Station. Pero Gerald no daba señales de vida…

– ¡Oh, yo puedo dar un paseo a caballo con usted! -se ofreció de forma espontánea Gwyneira, cuando George hizo una prudente observación al respecto-. Claro que Lucas también…, pero ayer no salí de casa en todo el día. Si le resulta agradable mi compañía…

– ¿A quién no podría resultarle agradable? -preguntó George galantemente, si bien no esperaba mucho de un paseo a caballo con la joven lady. En el fondo había contado con recibir las instrucciones de un experto y con formarse una idea de la cría y de la conducción a los pastizales. Más se sorprendió todavía cuando volvió a encontrarse a Gwyneira poco después en los establos.

– Por favor, ensille a Morgaine, señor James -indicó al capataz-. Necesita urgentemente doma, pero cuando está Fleur no me gusta montarla, es demasiado fogosa…

– ¿Se refiere a que el joven llegado de Londres le resulta demasiado fogoso? -preguntó el ovejero sarcástico.

Gwyneira frunció el entrecejo. George se preguntó por qué no reprendía a ese desvergonzado tipo.

– Eso espero -se limitó a contestar-. Si no tendrá que cabalgar detrás de mí. Y no se caerá. ¿Puedo dejar a Cleo con usted? A ella no le gustará, pero es una cabalgada larga y su estado ya es muy avanzado. -La perrita, que como siempre seguía a Gwyneira, pareció haber comprendido y bajó la cola disgustada.

– ¡Serán los últimos cachorros, Cleo, te lo prometo! -la consoló Gwyneira-. Iré con el señor George hasta los guerreros de piedra. A ver si descubro un par de carneros jóvenes. ¿Puedo hacer alguna tarea por el camino?

James pareció hacer casi una mueca de dolor ante los comentarios de Gwyn. ¿O era sarcasmo? ¿Reaccionaba así a su ofrecimiento de realizar alguna tarea de la granja?

En cualquier caso, no respondió, mientras que otro trabajador intervino con desenvoltura.

– Ah, sí, Miss Gwyn, uno de los carneros pequeños, el fanfarrón, el que el señor Gerald le ha prometido al señor Beasley, siempre se independiza. Va saltando entre las ovejas de cría y nos vuelve loco el rebaño. ¿Podría conducirlo de vuelta? O mejor, tráigase a los dos de Beasley, así habrá paz ahí arriba. ¿Te parece bien, James?

El capataz asintió.

– La semana que viene tendrán que irse de todos modos. ¿Quiere a Daimon, Miss Gwyn?

Al pronunciarse el nombre de Daimon, un macho grande, de color blanco y negro, se enderezó.

Gwyneira sacudió la cabeza.

– No, me llevo a Cassandra y Catriona. A ver cómo se las apañan. Ya hemos practicado suficiente.

Las dos perras tenían el mismo aspecto que Cleo. Gwyneira se las presentó a George como las hijas de la perra. También la briosa yegua descendía de dos caballos que ella había traído de Inglaterra. Gwyneira la montaba con silla de caballero y de nuevo pareció intercambiar con el capataz unas miradas extrañas cuando él se la llevó.

– Podría haber montado en silla de amazona -observó Gwyneira. En presencia de una visita de Londres había que salvaguardar la decencia.

George no entendió lo que el hombre contestó, pero Gwyneira enrojeció de ira.

– Venga, está claro que en esta granja fueron muchos los que ayer bebieron demasiado -se adelantó ella enfadada, y puso la yegua a trote. George la siguió desconcertado.

McKenzie se quedó atrás. Se hubiera abofeteado. ¿Cómo podía haberse dejado llevar de este modo? Una y otra vez acudía a su mente la insolente observación que había hecho:

– Disculpe, su hija se refería a que usted prefería sillas para «gente normal». Pero si milady hoy desea jugar a ser mujercita…

Era imperdonable. Y si hasta ahora Gwyneira no se había dado cuenta por sí misma de para qué iba a servir tal vez ese lechuguino inglés, a él no le habría costado nada indicárselo.

George estaba sorprendido por el experto recorrido que Gwyneira le había ofrecido una vez que se hubo tranquilizado y que hubo tirado de las riendas de su yegua, de modo que el caballo de alquiler pudiera seguirle el paso. Era evidente que Gwyn conocía el programa de cría de Kiward Station en profundidad y, de memoria, daba datos detallados del origen de los animales actuales y comentaba los éxitos y fracasos de la cría.

– Seguimos criando Welsh Mountains puras y las cruzamos con Cheviots: la mezcla es perfecta. Las dos son de lana gruesa, tipo Down. De las Welsh Mountain se pueden tejer de treinta y seis a cuarenta y ocho madejas con medio kilo de lana cruda; con la de las Cheviot de cuarenta y ocho a cincuenta y seis. Se complementan. La calidad de la lana es regular, mientras que trabajar con Merinas no es tan ideal. Es lo que siempre decimos a la gente que quiere tener Welsh Mountains de pura raza, pero algunos se creen más listos. Las Merinas producen Fine Wool, es decir, de sesenta a setenta madejas por cada medio kilo. Muy bien, pero aquí no se pueden criar de pura raza, no son tan resistentes. Y cruzadas con otras razas no dan un resultado regular.

George sólo entendía la mitad de todo ello, pero estaba bastante impresionado, sobre todo cuando llegaron felizmente a las estribaciones de la montaña donde pastaban en libertad los jóvenes carneros. Los frescos perros pastores de Gwyneira reunieron primero el rebaño, luego separaron los dos animales que habían sido adquiridos (que Gwyneira reconoció a la primera) y los condujeron sin dificultad al valle. Gwyn contuvo la yegua y cabalgó al paso de las ovejas. George aprovechó la oportunidad para apartarse por fin del tema «ovejas» y plantear una pregunta que pugnaba por salir de su corazón.

– En Christchurch me han dicho que conoce a Helen O’Keefe… -preguntó con cautela, y poco después fijó una nueva cita con la señora de Kiward Station. Le diría a Gerald que quería viajar a Haldon al día siguiente y Gwyneira lo acompañaría una parte del camino para llevar a Fleur a la escuela de Helen. De hecho, él la seguiría hasta la granja de los O’Keefe.

George tenía el corazón en un puño. ¡Mañana volvería a verla!

3

Si Helen hubiera tenido que describir su existencia en los últimos años, con franqueza y sin las excusas con que se consolaba y esperaba impresionar a los lectores de las cartas que enviaba a Inglaterra, habría elegido la palabra «supervivencia».

Mientras que cuando ella llegó, la granja de Howard todavía parecía ser una empresa prometedora, tras el nacimiento de Ruben iba cuesta abajo. Si bien el número de ovejas de cría había aumentado, la calidad de la lana parecía haber empeorado, las pérdidas en primavera habían sido grandes. Además, hacía un tiempo que, dados los exitosos intentos realizados por Gerald, Howard también intentaba criar ganado vacuno.

– ¡Es una locura! -le comentó al respecto Gwyneira a Helen-. Los bueyes necesitan mucha más hierba y forraje en invierno que las ovejas -explicó-. En Kiward Station esto no es un problema. Sólo con la tierra que ahora está roturada podríamos alimentar el doble de ovejas. Pero vuestra tierra es árida, y también está mucho más arriba. Aquí no es tan fértil y las ovejas no se sacian. ¡Y ahora los bueyes! No hay la menor esperanza. Podría intentarse con cabras. Pero lo mejor sería desprenderse de todo este ganado que va corriendo por ahí y empezar de nuevo con dos buenas ovejas. ¡Calidad, no cantidad!

Helen, para quien las ovejas sólo habían sido ovejas hasta el momento, debía escuchar con atención conferencias sobre razas y cruces y, si bien se había aburrido al principio, cada vez escuchaba con más atención cuanto Gwyneira explicaba sentando cátedra. Si había que hacer caso de lo que decía su amiga, al comprar sus ovejas Howard o bien había topado con unos comerciantes de ganado bastante cuestionables o bien simplemente no había querido gastar dinero. En cualquier caso, sus ovejas estaban cruzadas a la buena de Dios y era imposible conseguir una calidad regular de la lana. No importaba el cuidado que se pusiera en la elección de la comida ni que las llevara a los pastizales.

– Ya lo ves en los colores, Helen -señalaba Gwyneira-. Todas son distintas. Las nuestras, por el contrario, se parecen como gotas de agua. Es como debe ser, entonces sí puedes vender grandes cantidades de lana de calidad y te pagan un buen precio por ella.

Helen lo comprendió e intentaba alguna vez influir con prudencia en Howard en ese sentido. Sin embargo, éste se mostraba poco abierto a sus sugerencias. Incluso la reprendía con rudeza cuando ella sólo le hacía una insinuación. No podía soportar las críticas en absoluto y eso dificultaba que estableciera amistades entre ganaderos y comerciantes de lana. En los últimos tiempos se había enemistado con casi todos, salvo con el paciente Peter Brewster, quien, pese a que no le ofrecía ningún precio elevado por su lana de tercera calidad, siempre se la compraba. Helen no se atrevía ni a pensar en qué sucedería cuando los Brewster se mudaran realmente a Otago. Dependerían de su sucesor, y nada podía esperarse de la diplomacia de Howard. ¿Mostraría el hombre comprensión pese a ello o sólo ignoraría la granja en los futuros viajes comerciales?

De todos modos, la familia ya vivía ahora al día, y sin la ayuda de los maoríes, que daban a los pupilos piezas de caza, pescado o verduras para pagar las clases, Helen se habría visto con frecuencia sin saber qué hacer. Pedir ayuda para el cuidado del establo y el mantenimiento de la casa era del todo inconcebible, Howard cada vez exigía más de Helen en el trabajo de la granja porque ni siquiera podía permitirse a un ayudante maorí. Pero por desgracia, Helen no solía salir airosa de tales tareas y Howard la regañaba con dureza cuando ella se sonrojaba durante los partos de los animales o rompía a llorar cuando se los mataba.

– ¡No te pongas así! -gritaba, y la forzaba a mirar y a echar una mano. Helen intentaba tragarse el asco y el miedo y se sometía a sus exigencias haciendo de tripas corazón. No obstante, no podía soportar que tratara a su hijo de la misma forma y eso sucedía cada vez con mayor frecuencia.

Howard apenas si podía esperar a que el chico creciera y se hiciera «útil», si bien ya ahora se notaba que Ruben también se adaptaría poco al trabajo de la granja. Por su aspecto, el niño tenía algún parecido con Howard: era alto, con un cabello oscuro y ondulado, y no cabía duda de que sería un hombre fuerte. Los ojos grises y soñadores eran, sin embargo, de su madre, y la naturaleza de Ruben tampoco respondía a la dureza del negocio de la granja. El niño era el orgullo de Helen: amable, educado y de trato agradable, además de muy inteligente. Con cinco años ya sabía leer bien y devoraba mamotretos como Robin Hood e Ivanhoe. En la escuela se quedaban pasmados cuando resolvía problemas matemáticos propios de niños de doce y trece años, y, como era natural, hablaba el maorí con fluidez. No obstante, los trabajos manuales no eran lo suyo, incluso la pequeña Fleur era más habilidosa haciendo flechas para el recién construido arco para jugar a Robin Hood y dispararlas con él.

Pero Ruben era aplicado. Cuando Helen le pedía algo se esforzaba para cumplir la tarea cuanto le era posible. El tono rudo de Howard, sin embargo, lo asustaba y las sangrientas historias que su padre le contaba para endurecerle el ánimo lo aterrorizaban. Por esta razón, la relación de Ruben con su padre fue empeorando con los años, y Helen ya preveía un desastre similar al acontecido entre Gerald y Lucas en Kiward Station. Por desgracia, sin disponer de la fortuna que haría posible que Lucas contratara a un hábil administrador.

Cuando Helen reflexionaba sobre todo ello, sentía que su matrimonio no hubiera sido bendecido con más hijos. Si bien Howard reemprendió sus visitas nocturnas tras el nacimiento de Ruben, no volvió a quedarse embarazada. Tal vez a causa de la edad de Helen o al hecho de que Howard no volviera a dormir con ella de forma regular como el primer año de su matrimonio. La manifiesta inapetencia de Helen, la presencia del niño en el dormitorio y el creciente gusto por el alcohol de Howard no eran especialmente estimulantes. El hombre buscaba más a menudo el placer en la mesa de juego del bar de Haldon que en la cama con su esposa. Helen no quería saber nada de si allí había también mujeres y de si alguna ganancia en el juego pasaba tal vez al bolsillo de una prostituta.

Pero ése era un buen día. Howard no había bebido la noche anterior y había ido a caballo a la montaña antes del amanecer para supervisar las ovejas madre. Helen había ordeñado las vacas, Ruben había recogido los huevos y pronto llegarían los niños maoríes a la escuela. Helen esperaba también la visita de Gwyneira. Fleurette se quejaría si no la dejaban ir de nuevo a clase, en realidad todavía era demasiado pequeña, pero ardía en deseos de aprender a leer y no tener que depender más de que le leyera en voz alta su impaciente madre. Aunque su padre tenía más paciencia, los libros que le leía no le gustaban a Fleur. No quería saber nada de niñitas buenas que caían en la pobreza y la desdicha para, a través de la suerte o el azar, volver a salir de algún modo de ellas. Antes hubiera incendiado las casas de esas asquerosas madrastras, padres adoptivos o brujas que alimentado el fuego de la chimenea. Prefería leer las historias de Robin Hood y sus hombres o viajar con Gulliver. Helen sonrió al pensar en ese pequeño torbellino. Parecía increíble que el sosegado Lucas Warden fuera su padre.

A George Greenwood le dolía el costado del cuerpo a causa del trote ligero. Gwyneira se había rendido al principio de la decencia y había pedido que le engancharan el caballo. La elegante yegua Igraine tiraba con brío del carro de dos asientos: habría podido ganar cualquier carrera de carruajes. La mayoría de las veces, el caballo de alquiler de George la seguía sólo al trote, pero en general debía esforzarse y daba bastantes sacudidas al jinete. Por añadidura, Gwyneira tenía ganas de hablar y contó muchas cosas sobre Howard y Helen O’Keefe que a George le interesaban vivamente. Por eso intentaba galopar a su lado aunque le doliera todo.

No obstante, poco antes de llegar a la granja, Gwyn tiró de las riendas del caballo. A fin de cuentas no quería atropellar a ninguno de los niños maoríes que iban a la escuela. Ni tampoco debía sucederle nada al pequeño salteador de caminos que los acechaba tras cruzar el arroyo. Al parecer, Gwyneira ya había contado con ello, pero George se llevó un auténtico susto cuando el pequeño de cabello oscuro, con la cara pintada de color verde y una flecha y un arco en la mano, salió de un salto de los arbustos.

– ¡Alto ahí! ¿Qué hacéis en mis bosques? ¡Decid vuestros nombres y cuál es vuestra misión!

Gwyneira rio.

– Pero vos ya me conocéis, maestro Robin -respondió ella-. ¡Miradme! ¿Acaso no soy la dama de compañía de Lady Fleurette, la dama de vuestro corazón?

– ¡No es cierto! ¡Soy Little John! -cantó Fleur-. ¡Y él es un correo de la reina! -Señaló a George-. ¡Viene de Londres!

– ¿Os envía nuestro buen rey Ricardo Corazón de León? ¿O acaso venís de parte de Juan, el traidor? -preguntó Ruben receloso-. ¿O tal vez de la reina Leonor con el tesoro para liberar al rey?

– ¡Exacto! -respondió George con gravedad. El pequeño estaba muy gracioso con su disfraz de bandido y empleando esas palabras tan graves-. Y hoy todavía debo dirigirme a Tierra Santa. Así que, ¿nos dejaríais pasar ahora? Sir…

– ¡Ruben! -replicó el niño-. Ruben Hood, a su servicio.

Fleur saltó del coche.

– ¡No lleva tesoro! -se chivó-. Sólo ha venido a ver a tu mamá. Pero sí que ha llegado de Londres.

Gwyneira prosiguió la marcha. Los niños ya encontrarían solos la granja.

– Era Ruben -le explicó a George-. El hijo de Helen. Un niño espabilado, ¿verdad?

George asintió. «A ese respecto, lo ha hecho bien», pensó. Todavía tenía presente aquella aburrida e interminable tarde con el inútil de su hermano William en que Helen tomó la decisión. Pero antes de que pudiera decir algo, apareció a la vista la granja de los O’Keefe. Ante tal visión George se sintió tan horrorizado como la misma Helen seis años atrás. Y por añadidura, la cabaña ya no era nueva como antes, sino que mostraba los primeros signos de deterioro.

– Ella no se lo había imaginado así -dijo en voz baja.

Gwyneira detuvo su coche delante de la granja y desenganchó la yegua. Mientras, George tuvo tiempo para mirar a su alrededor y observar con detenimiento los pequeños y desperdigados establos, las vacas flacas y el mulo. Vio el pozo en el patio -era evidente que Helen debía cargar con cubos el agua a la casa- y el tajo para la leña. ¿Se ocuparía al menos el señor de la casa del abastecimiento? ¿O tenía que blandir Helen el hacha si quería que la casa estuviera caliente?

– Venga, la escuela está al otro lado. -Gwyneira arrancó a George de sus pensamientos y rodeó el edificio-. Debemos caminar un poco por el monte. Los maoríes han construido un par de chozas en el bosquecillo, entre la casa de Helen y su propio poblado. Pero no se ven desde la casa…, Howard no quiere tener niños cerca. Lo de la escuela, además, no le gusta, preferiría que Helen lo ayudara más en la granja. Pero últimamente así está mejor. Cuando su marido necesita ayuda urgente, Helen le envía uno de sus discípulos de mayor edad. Ellos hacen mucho mejor el trabajo.

Esto sí se lo podía figurar muy bien George. Llegaba a imaginarse a Helen realizando tareas del hogar en caso de urgencia. ¿Pero ayudando a castrar corderos o a parir terneros? ¡Nunca jamás!

El sendero que conducía al bosquecillo se recorría con frecuencia, pero también aquí distinguió George indicios de la triste situación de la granja. En unos corrales había un par de carneros y ovejas de cría, pero los animales se hallaban todos en mal estado: delgados, con la lana sucia y amazacotada. Los cercados estaban desatendidos, el alambre mal tensado y las puertas se salían de los goznes. Ni punto de comparación con la granja de los Beasley y nada que ver con Kiward Station. El conjunto ofrecía un aspecto más que desolador.

No obstante, del bosquecillo salían risas de niños. Allí parecía reinar un buen ambiente.

– Al principio -leía una vocecita cristalina y con un divertido acento- Dios creó el Cielo y la Tierra, rangi y papa.

Gwyneira sonrió a George.

– Helen vuelve a pelear de nuevo con la versión maorí de la Creación -observó-. Es bastante peculiar, pero ahora los niños la formulan de forma que Helen ya no se ruboriza más.

Mientras se hablaba alegre y tolerantemente de los dioses maoríes ávidos de amor, George espió a través de los arbustos el interior de las cabañas abiertas y cubiertas de palmas. Los niños estaban sentados en el suelo y escuchaban con atención las palabras de una niñita que leía en voz alta los acontecimientos del primer día de la Creación. Luego le tocó el turno al siguiente niño. Y entonces George descubrió a Helen. Estaba sentada en un pupitre improvisado al borde del escenario de la lectura, erguida y delgada, tal como él la conservaba en su recuerdo. El vestido gastado, pero limpio y con el escote cerrado, al menos de perfil era la institutriz correcta y contenida que recordaba. El corazón de George se puso a latir sin control cuando, al llamar a otro de sus alumnos, Helen volvió la cara hacia él…, todavía era bonita y siempre lo sería, más allá de los cambios que sufriera o de lo que envejeciera. Lo último, no obstante, le asustó. Helen Davenport O’Keefe se había marchitado mucho en los últimos años. El sol, que había oscurecido su fina tez blanca, no era algo que le hiciera bien. Además su rostro, antes delgado, era ahora más afilado y con una sombra casi de aflicción. Su cabello, sin embargo, seguía siendo de un color castaño reluciente. Lo llevaba recogido en una gruesa y larga trenza que le caía por la espalda. Un par de mechas se habían desprendido de ella y Helen las apartaba con descuido de su rostro, mientras bromeaba con los alumnos, con mayor frecuencia que cuando les daba clases a William y a él, observó celoso George. Helen en absoluto se la veía menos severa que antes, el trato con los niños maoríes parecía divertirla. Y era evidente que su pequeño maese Ruben le hacía bien.

Ruben y Fleurette acababan de reunirse con el grupo. Llegaban demasiado tarde, pero con la esperanza de que Helen no se diera cuenta. Algo, naturalmente, imposible. La profesora interrumpió la clase tras el tercer día de la Creación.

– Fleurette Warden. Me alegro de volver a verte. ¿Pero no crees que una lady debe dar cortésmente los buenos días cuando se reúne con un grupo? Y tú, Ruben O’Keefe, ¿te encuentras mal o hay algún motivo para que tengas la cara tan verde? Ve corriendo al pozo y lávate para tener el aspecto de un gentleman. ¿Dónde está tu madre, Fleur? ¿O has venido otra vez con el señor McKenzie?

Fleur intentó al mismo tiempo decir que sí y que no con la cabeza.

– Mamá está en la granja con el señor…, algo de Wood -explicó-. Pero yo he venido corriendo porque pensaba que seguiríamos leyendo la historia. La nuestra, no estas viejas tonterías de rangi y papa.

Helen puso los ojos en blanco.

– Fleur, nunca se ha escuchado lo suficiente la historia de la Creación. Y tenemos a unos niños aquí que todavía no la conocen, en ningún caso la versión cristiana. Siéntate y escucha con atención. Ya veremos qué sigue después… -Helen se disponía a llamar al siguiente niño, pero Fleur acababa de descubrir a su madre.

– Ahí están mamá y el señor…

Helen miró a través del enramado y pareció quedarse de piedra cuando reconoció a George Greenwood. Primero empalideció un momento y luego se ruborizó. ¿Era de alegría? ¿Del susto? ¿De vergüenza? George esperaba que venciera la alegría. Sonrió.

Helen recogió sus libros agitada.

– Rongo… -Su mirada erró por el grupo de niños y se detuvo en una de las muchachas mayores, que hasta el momento no había seguido la clase con especial atención. Al parecer era una de las niñas a quienes no les resultaba ajena la historia de la Creación. La muchacha había preferido hojear el libro que también Fleur encontraba más interesante-. Rongo, debo dejaros solos un par de minutos, tengo una visita. ¿Podrías encargarte tú de la clase? Pon atención en que los niños lean correctamente y no cuenten cualquier cosa ni dejen de leer ninguna palabra.

Rongo Rongo asintió y se puso en pie. Plenamente consciente de su importancia como profesora auxiliar, se sentó en el pupitre y llamó a una niña.

Mientras ésta se esforzaba en concentrarse en la lectura de la historia del cuarto día de la Creación, Helen se dirigió a Gwyn y George. George admiró como entonces su actitud. Cualquier otra mujer habría intentado recogerse el pelo precipitadamente, estirarse el vestido o lo que se le hubiera ocurrido para arreglarse un poco. Helen no hizo nada de eso. Se acercó tranquila y erguida al visitante y le tendió la mano.

– ¡George Greenwood! ¡Cuánto me alegro de verle!

– ¡Miss Helen, me ha reconocido! -respondió él contento-. No lo ha olvidado.

Helen se ruborizó tenuemente. Constató que él había dicho «lo» y no «me». Aludía a la promesa que le hizo entonces, al absurdo enamoramiento del joven y su intento desesperado por evitar que ella comenzara una nueva vida.

– ¿Cómo podría haberle olvidado, George? -respondió ella con afecto-. Era usted uno de mis más prometedores alumnos. Y ahora ha hecho su deseo realidad, viajar por el mundo.

– No todo el mundo, Miss Helen… ¿O debo llamarla señora O’Keefe? -George se la quedó mirando con su antigua insolencia en los ojos.

Helen se encogió de hombros.

– Todos me llaman Miss Helen.

– El señor Greenwood ha venido para fundar la filial de su empresa en Christchurch -explicó Gwyneira-. Se hará cargo del comercio lanar de Peter Brewster cuando él y su familia se vayan a Otago…

Helen esbozó una sonrisa un tanto forzada. No estaba claro si esto resultaría ser bueno o malo para Howard.

– Está… muy bien -titubeó-. ¿Y está ahora aquí para conocer a sus clientes? Howard volverá por la tarde…

George la miró con ironía.

– Estoy aquí, sobre todo, para volver a verla a usted, Miss Helen. El señor Howard puede esperar. Ya se lo dije entonces a usted, pero no quiso escuchar.

– George, deberías… ¡desde luego! -La voz de la vieja institutriz.

George esperaba un «¡Eres un impertinente!», pero Helen se contuvo. En lugar de eso pareció asustada porque ella le había tuteado sin querer. George se preguntó si la idea de Gwyneira tenía algo que ver con ello. ¿Tenía miedo Helen del nuevo comprador de lana? Por lo que se decía, no le faltaban razones para ello.

– ¿Cómo está su familia, George? -preguntó Helen, intentando entablar una conversación formal-. Me encantaría charlar largo y tendido con usted, pero los niños han recorrido cinco kilómetros para venir a clase y no puedo decepcionarlos. ¿Puede esperar?

George asintió sonriendo.

– Usted sabe que puedo esperar, Miss Helen… -De nuevo una alusión-. Y siempre he disfrutado de sus clases. ¿Puedo participar en ésta?

Helen pareció relajarse.

– La enseñanza todavía no ha hecho daño a nadie -dijo-. Siéntese con nosotros.

Los niños maoríes le dejaron sitio sorprendidos cuando George tomó asiento en el suelo, entre ellos. Helen explicó en inglés y en maorí que era un antiguo alumno que venía de la lejana Inglaterra y que había recorrido el trayecto más largo para llegar a la escuela. Los niños rieron y George volvió a notar que el tono de las clases de Helen se había transformado. Antes bromeaba en muy raras ocasiones.

Los niños saludaron a su nuevo compañero de clase en su lengua, por lo que George aprendió sus primeras palabras en maorí. Tras la clase, también él pudo leer el primer fragmento de la historia de la Creación, mientras, los niños fueron corrigiéndolo entre risas. A continuación, los escolares de mayor edad le hicieron preguntas y George les habló acerca de su período escolar, primero en su casa londinense con Helen y luego en la universidad, en Oxford.

– ¿Y qué le gustó más? -preguntó indiscreto uno de los chicos mayores. Helen lo llamaba Reti y hablaba muy bien el inglés.

George rio.

– Las clases con Miss Helen, claro. Cuando hacía buen tiempo nos sentábamos fuera, justo igual que aquí. Y mi madre insistía en que Miss Helen jugara a cróquet con nosotros, pero ella nunca aprendía y siempre perdía. -Le guiñó el ojo a Helen.

Reti no pareció sorprendido.

– Cuando llegó aquí tampoco sabía ordeñar una vaca -reveló-. ¿Qué es el cróquet, señor George? ¿Hay que saberlo si se quiere trabajar en Christchurch? Yo quiero trabajar con los ingleses y hacerme rico.

George archivó con cuidado el comentario. Tendría que hablar con Helen sobre este joven prometedor. Un maorí perfectamente bilingüe podría ser de enorme utilidad en Greenwood Enterprises.

– Si quieres actuar como un gentleman y conocer a una lady deberías al menos jugar tan bien al cróquet como para poder perder con educación.

Helen puso los ojos en blanco. Gwyneira se percató de cuán joven que se la veía de golpe.

– ¿Nos puedes enseñar? -preguntó Rongo Rongo-. Seguro que una lady también tiene que saber jugar.

– ¡A toda costa! -dijo en serio George-. Pero no sé si tendré tanto tiempo. Yo…

– ¡Yo os puedo enseñar! -intervino Gwyneira. El juego era una oportunidad inesperada para liberar a Helen antes de la clase-. ¿Qué os parecería si por hoy en lugar de leer y sumar nos ocupáramos de los mazos y los arcos? Yo os enseño cómo se juega y así Miss Helen dispondrá de tiempo para ocuparse de su visita. Seguro que quiere mostrarle la granja.

Helen y George le lanzaron una mirada de agradecimiento. Sin embargo, la institutriz dudaba de que a su amiga le hubiera entusiasmado demasiado el juego lento cuando era más joven, pero sin duda lo dominaba mejor que Helen y George juntos.

– Bien, necesitamos una pelota…, no, no una tan grande, Ruben, una pequeña…, sí, también podemos utilizar esa piedra. Y unos pequeños arcos…, buena idea la de trenzarlos, Tani.

Los niños se afanaban en el asunto cuando Helen y George se alejaron. Helen condujo a su antiguo alumno hacia la casa por el mismo camino por el que éste había llegado con Gwyneira.

El estado de la casa le pareció a George deplorable.

– Mi marido todavía no ha tenido tiempo de arreglar los corrales tras el invierno -se disculpó ella cuando pasaron junto a los cercados-. Tenemos mucho ganado en la montaña, dispersado por los prados, y ahora en primavera no dejan de nacer corderos…

George no hizo el menor comentario pese a que conocía lo suaves que eran los inviernos en Nueva Zelanda. Howard bien podía haber reparado los corrales también en la estación fría.

Helen lo sabía, era evidente. Permaneció unos minutos en silencio y luego se volvió de repente hacia él.

– ¡Oh, George, me avergüenzo tanto! Qué debe de pensar usted de mí, comparando lo que está viendo aquí con mis cartas…

La expresión de su rostro se le clavó como una espina en el corazón.

– No entiendo lo que dice, Miss Helen -respondió con dulzura-. He visto una granja que… no es grande, no es lujosa, pero está sólidamente construida y arreglada con cariño. Y aunque el ganado no se ve de gran valor, está alimentado y las vacas, ordeñadas. -Le guiñó el ojo-. ¡Y el mulo parece quererla de verdad!

Nepumuk lanzó su habitual y penetrante bramido cuando Helen pasó al lado del paddock.

– Sin duda saludaré a su esposo como un caballero que se esfuerza por alimentar bien a su familia y por administrar de forma modélica su granja. No se preocupe, Miss Helen.

La mujer lo miró con incredulidad. Luego sonrió.

– George, lleva usted unas gafas con cristales de color rosa.

Él se encogió de hombros.

– Usted me hace feliz, Miss Helen. Ahí donde está usted sólo veo belleza y bondad.

Helen se puso roja como un tomate.

– George, por favor. Realmente debería de dejar esto…

George le sonrió con ironía. ¿Lo había dejado? En cierto modo, sí, no podía negarlo. Su corazón había latido más fuerte en el reencuentro; se alegraba de volver a ver a Helen, de oír su voz, de su constante equilibrio entre la decencia y la originalidad. Pero ya no luchaba contra el deseo constante de imaginar cómo la besaba y como la amaba físicamente. Eso formaba parte del pasado. Por la mujer que ahora estaba delante de él sentía todavía, en cualquier caso, una vaga ternura. ¿Sucedería ahora lo mismo si ella no lo hubiera rechazado entonces? ¿Hubiera la pasión cedido también el paso a la amistad y al sentido de la responsabilidad? ¿Probablemente antes de que concluyera su carrera y hubiera podido unirse en matrimonio a ella? ¿Y se habría casado realmente con ella o habría esperado que las llamas de su amor volvieran a inflamarse por otra mujer?

George no habría podido responder con toda certeza a ninguna de estas preguntas, salvo la última.

– Cuando digo para siempre, también lo pienso. Pero no voy a molestarla con esto. Tampoco va a fugarse conmigo, ¿no es así? -La vieja mueca insolente.

Helen agitó la cabeza y tendió una zanahoria a Nepumuk.

– Nunca podré abandonar a este mulo -bromeó con lágrimas en los ojos. George era tan dulce y todavía tan ingenuo… Qué feliz haría a la muchacha que aceptara su promesa-. Pero entre y hábleme de su familia.

El interior de la cabaña respondía a las expectativas de George: un mobiliario modesto pero acogedor gracias a la mano incansable, pulcra y solícita de un ama de casa. La mesa estaba decorada con un mantel de colores y un jarrón lleno de flores, y unos cojines confeccionados por la misma Helen hacían más cómodas las sillas. Delante de la chimenea había una rueca y la vieja mecedora de Helen, y en una estantería, primorosamente ordenados, sus libros. Incluso había un par de ejemplares nuevos. Regalos de Howard, ¿o tal vez «préstamos» de Gwyneira? Kiward Station contaba con una biblioteca enorme, pese a que George no podía imaginar que Gerald leyera mucho.

George le habló de Londres mientras Helen preparaba el té. Trabajaba dándole la espalda, seguramente no quería que él viera sus manos. Esas manos ásperas y callosas de trabajar, en lugar de los suaves y cuidados dedos de su antigua institutriz.

– Madre sigue dedicándose a sus organizaciones benéficas, sólo ha abandonado el comité del orfanato debido al escándalo que se produjo. Además la culpa a usted. Las damas están totalmente convencidas de que usted echó a perder a las niñas durante la travesía.

– ¿Que yo hice qué? -preguntó Helen perpleja.

– En cualquier caso, cito, su «actitud emancipada» habría hecho olvidar a las chicas la humildad y la entrega debidas a quienes las empleaban. Sólo por esa razón podía haberse producido tal escándalo. Sin contar con que le habló del asunto al pastor Thorne. La señora Baldwin no manifestó nada al respecto.

– George, ¡eran niñas pequeñas y trastornadas! Una fue entregada a un delincuente sexual, la otra fue comprada para trabajar como una esclava. Una familia con ocho hijos, George, en la cual una niña de diez años como mucho debía ocuparse del trabajo de la casa. Incluso hacer de comadrona. ¡No es extraño que la niña se escapara! Y los llamados señores de Laurie no eran mucho mejores. Todavía escucho las palabras de esa inaceptable señora Lavender: «No, si nos llevamos dos se pasarán todo el día hablando en lugar de trabajar.» Y la niña agotó sus lágrimas de tanto llorar…

– ¿Se ha vuelto a oír hablar de las chicas? -preguntó George-. No volvió a escribir.

Sonaba como si el joven supiera de memoria cada una de las cartas de Helen.

Helen sacudió la cabeza.

– Sólo se sabe que Mary y Laurie desaparecieron el mismo día. Justo una semana después de que las separasen. Se sospecha que ya lo habían hablado. Pero yo no lo creo. Mary y Laurie nunca llegaban a acuerdos. La una siempre sabía lo que pensaba la otra, era casi inquietante. Luego no se volvió a saber nada más de ellas. Temo que hayan muerto. Dos niñas solas en tierras vírgenes… no es lo mismo que si hubieran estado viviendo a tres kilómetros de distancia la una de la otra y pudieran reunirse fácilmente. Esos… esos cristianos -escupió las palabras-. Enviaron a Mary a una granja más allá de Haldon y Laurie se quedó en Christchurch. Entre ambos lugares hay ochenta kilómetros de bosque. No puedo ni pensar en qué debieron de hacer las niñas.

Helen sirvió el té y se sentó con George a la mesa.

– ¿Y la tercera? -preguntó-. ¿Qué sucedió con ella?

– ¿Daphne? Oh, eso fue un escándalo, lo supimos semanas después. Escapó. Pero antes arrojó agua hirviendo a su señor, ese Morrison, en plena cara. Al principio parecía que no iba a sobrevivir. Luego lo consiguió, pero está ciego y tiene el rostro deformado por las cicatrices. Dorothy dice que Morrison tiene ahora el aspecto del monstruo que siempre fue. Lo vio una vez, ya que los Morrison van a comprar a Haldon. La mujer ha rejuvenecido después de que el marido sufriera el… accidente. Se busca a Daphne, pero si no entra justo en la comisaría de Christchurch, no la encontrarán. Si desea saber mi opinión, tenía buenas razones para escapar y para hacer lo que hizo. Lo que ignoro es qué futuro la aguarda…

George se encogió de hombros.

– Es probable que el mismo futuro que la esperaba en Londres. Pobre chica. Pero el comité del orfanato se llevó su merecido, de eso se encargó el reverendo Thorne. Y ese Baldwin…

Helen sonrió casi triunfal.

– Al hombre le han pasado a Harper por delante de las narices. Le han arrebatado el sueño de ser obispo de Canterbury. ¡Siento una alegría por su desgracia carente por completo de piedad cristiana! ¡Pero cuénteme! Su padre…

– Sigue dirigiendo su despacho en Greenwood Enterprises. La compañía crece y se expande. La reina apoya el comercio exterior y se amasan enormes fortunas en las colonias, con frecuencia a costa de los indígenas. He visto cosas… Sus maoríes deberían alegrarse de que tanto los inmigrantes blancos como ellos mismos sean pacíficos. Pero ni mi padre ni yo podemos cambiar la situación: también nosotros nos aprovechamos de la explotación de estos países. Y en Inglaterra mismo florece la industrialización, aun cuando con abusos que me gustan tan poco como el maltrato en ultramar. Las condiciones de trabajo son horribles en algunas fábricas. Pensándolo bien, ningún otro lugar me ha gustado tanto como Nueva Zelanda. Pero me estoy yendo por las ramas…

Mientras George volvía al tema, se dio cuenta de que no sólo había hecho tal comentario para halagar a Helen. Ese país le gustaba de verdad. Las personas rectas y tranquilas, el vasto paisaje con las majestuosas montañas, las extensas granjas con los bien alimentados ovejas y bueyes en los abundantes pastizales…, y Christchurch, que se disponía a ser una típica ciudad inglesa con obispado y universidad en el otro extremo del mundo.

– ¿Qué hace William? -preguntó Helen.

George suspiró con un expresivo parpadeo.

– William no fue nunca a la universidad, pero con eso ya contaba seriamente usted.

Helen sacudió la cabeza.

– Tuvo una serie de profesores privados que al principio fueron periódicamente despedidos por mi madre y luego por mi padre porque no le enseñaban nada. Trabaja en la compañía desde hace un año, si es que se puede hablar de trabajar. En el fondo está matando el tiempo, para lo cual no le faltan compañeros, ya sean varones o mujeres. Después de los bares, acaba de descubrir a las mujeres. Lamentablemente son en su mayoría de las que salen del arroyo. No las diferencia, al contrario. Las ladies le dan miedo, pero las mujeres de costumbres ligeras le maravillan. A mi padre lo pone enfermo y mi madre todavía no se da cuenta. Pero llegará un día en que…

No siguió hablando, pero Helen sabía lo que pensaba a la perfección: el día que el padre muriese, los dos hermanos heredarían la compañía. Entonces George debería o bien compensar a William (lo que destruiría una empresa como Greenwood) o seguir aguantándolo en la firma. Helen consideraba poco probable que resistiera esto último durante mucho tiempo.

Mientras bebían su té en silencio y ensimismados, se abrió la puerta de entrada y Fleur y Ruben se precipitaron al interior.

– ¡Hemos ganado! -Fleurette resplandecía y agitaba un improvisado mazo de cróquet-. ¡Ruben y yo somos los ganadores!

– Habéis hecho trampa -los reprendió Gwyneira, que apareció detrás de los niños. También ella ofrecía un aspecto sofocado y un poco desaseado, pero parecía habérselo pasado en grande-. He visto perfectamente bien cómo empujabas la bola de Ruben por el último arco.

Helen frunció el ceño.

– ¿Es verdad, Ruben? ¿Y no has dicho nada?

– Con esos mazos tan raros no es pre… pre… ¿Cómo se dice, Ruben? -defendió Fleur a su amigo.

– Preciso -completó Ruben-. ¡Pero la dirección era la correcta!

George rio.

– Cuando esté de vuelta en Inglaterra os enviaré unos buenos mazos -prometió-. Pero entonces, nada de trampas.

– ¿De verdad? -preguntó Fleur.

A Ruben, por el contrario, le rondaban otros asuntos por la cabeza. Examinó a Helen y a ese visitante de ojos castaños e inteligentes que era de su confianza. Finalmente, se volvió hacia George.

– Tú eres de Inglaterra. ¿Eres tú mi auténtico padre?

Gwyne se quedó sin aire y Helen se ruborizó.

– ¡Ruben! Pero qué tonterías dices. ¡Sabes muy bien que sólo tienes un padre! -Se volvió a Gerald para disculparse-. Espero que no piense nada equivocado. Es sólo que Ruben… no tiene muy buenas relaciones con su padre y últimamente alimenta la idea de que Howard…, bueno, de que tal vez tenga otro padre en algún lugar de Inglaterra. Supongo que se debe a que yo le he contado muchas cosas de su abuelo. Ruben se parece mucho a él, ¿sabe? Y esto lo desorienta. Ruben, pide por favor perdón ahora mismo.

George sonrió.

– No debe disculparse. Por el contrario, me siento halagado. A quién no le gustaría guardar parentesco con Ruben Hood, un intrépido aventurero y un destacado jugador de cróquet. ¿Qué piensas, Ruben, me aceptarías como tío? Uno puede tener varios tíos.

Ruben pensaba.

– ¡Ruben! ¡Quiere regalarnos unos mazos de cróquet! Está muy bien tener un tío así. Puedes ser mi tío, señor Greenwood -No cabía duda de que Fleur era una niña práctica.

Gwyneira puso los ojos en blanco.

– Si sigue siendo tan decidida frente a los asuntos financieros, será fácil casarla.

– Yo me caso con Ruben -dijo Fleur-. Y Ruben se casa conmigo, ¿no? -Agitaba el mazo de cróquet. Más le valía a Ruben no rechazar tal pretensión.

Helen y Gwyneira se miraron la una a la otra impotentes. Luego se echaron a reír y George con ellas.

– ¿Cuándo puedo hablar con el padre del novio? -preguntó el hombre, mirando la posición del sol-. He prometido al señor Warden volver para la cena y me gustaría mantener mi palabra. Mi conversación con el señor O’Keefe tendrá que esperar hasta mañana. ¿Existe la posibilidad de que me reciba por la mañana, Miss Helen?

Helen se mordió los labios.

– Estaré encantada de informarle y sé que se trata de un asunto prioritario. Pero Howard es a veces…, bueno, obstinado. Si se obsesiona con la idea de que quiere usted imponerle una cita… -Era evidente que le resultaba difícil hablar de la obstinación y falso orgullo de Howard, además de que no podía admitir con cuánta frecuencia sus humores y decisiones se guiaban por sus estados de ánimo y por el whisky.

Habló, como siempre contenida y con calma, pero George sabía leer en sus ojos, como ya antes durante las cenas en casa de los Greenwood. Vio rabia y rebelión, desesperación y desprecio. Antes, tales sentimientos se habían dirigido hacia su frívola madre, hoy contra el hombre a quien en una ocasión Helen había creído poder amar.

– No se preocupe, Miss Helen. No tiene que decir que vengo de Kiward Station. Basta con que le diga que voy hacia Haldon y que con gusto echaré un vistazo a la granja y le haré un par de propuestas comerciales.

Helen asintió.

– Lo intentaré…

Gwyneira y los niños ya habían salido para enganchar el caballo. Helen oyó las voces de los niños, peleándose por la almohaza y el cepillo. George no parecía tener tanta prisa. Echó un vistazo más a la cabaña antes de hacer el gesto de despedirse. Helen luchaba consigo misma. ¿Debía hablar con él o interpretaría él erróneamente su petición? Al final decidió abordar de nuevo el tema relacionado con Howard. Si George iba a encargarse del comercio de la lana de la región, toda su existencia dependería de él. Y era posible que Howard no tuviera nada mejor que hacer que provocar al visitante de Inglaterra.

– George… -empezó ella vacilante-, cuando mañana hable con Howard, sea por favor indulgente. Es muy orgulloso, todo se lo toma a mal enseguida. La vida no lo ha tratado bien y le cuesta dominarse. Es, es…

«No es un gentleman», quería decir, pero no consiguió articularlo.

George asintió con la cabeza y sonrió. En sus ojos, por lo habitual tan irónicos, había una dulzura y un eco de su antiguo amor.

– ¡No siga, Miss Helen! Estoy seguro de que con su marido llegaré a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. En materia de diplomacia he ido, a fin de cuentas, a las mejores escuelas… -Le guiñó el ojo.

Helen esbozó una tímida sonrisa.

– Entonces hasta mañana, George.

– ¡Hasta mañana, Helen! -George quería tenderle la mano, pero pensó otra cosa. Una vez, una única vez la besaría. La rodeó levemente con el brazo y acarició su mejilla con los labios. Helen lo permitió, y luego también ella cedió a su debilidad y se apoyó por unos segundos en su hombro. Tal vez otra persona además de ella sería fuerte. Tal vez había alguien capaz de cumplir su palabra.

4

– Mire, señor O’Keefe, he visitado hasta ahora varias granjas de esta región -dijo George. Estaban sentados en la terraza de la cabaña y Howard acababa de servir whisky. Helen encontró este hecho tranquilizador: su esposo sólo bebía con hombres que le caían bien. Así que la inspección previa de la granja había transcurrido sin contratiempos-. Y debo admitir -prosiguió George con voz mesurada- que estoy preocupado…

– ¿Preocupado? -gruñó Howard-. ¿En qué medida? Hay aquí todo tipo de lana para su negocio. No tiene por qué preocuparse. Y si no le gusta la mía…, bueno, a mí no tiene por qué engañarme. Ya me buscaré yo otro comprador. -Vació su vaso de un trago y se sirvió de nuevo.

Geoge levantó las cejas sorprendido.

– ¿Por qué iba yo a rechazar sus productos, señor O’Keefe? Por el contrario, estoy muy interesado en una colaboración. Justamente a causa de lo que me preocupa. Mire, he inspeccionado hasta ahora varias granjas y al hacerlo me ha parecido que algunos ganaderos aspiran a monopolizar el negocio, sobre todo Gerald Warden de Kiward Station.

– ¡Eso sí que es cierto! -exclamó irritado O’Keefe, tomando el siguiente trago-. Esos tipos quieren todo el mercado para ellos…, sólo los mejores precios para la mejor lana… Ya sólo el nombre que se han puesto: ¡barones de la lana! ¡Atajo de engreídos!

Howard agarró el whisky.

George asintió contenido y dio un sorbo a su vaso.

– Yo lo expresaría con mayor prudencia, pero en el fondo no anda usted equivocado. Y su observación sobre los precios es muy sagaz: Warden y los otros grandes productores los elevan. Es cierto que también aumentan la calidad que se espera, pero en lo que a mí respecta…, bien, mi posición como comerciante sería más ventajosa si hubiera más variedad.

– Entonces, ¿va a elevar usted la compra a los pequeños criadores? -preguntó Howard con ansiedad. En sus ojos había interés, pero también desconfianza. ¿Qué comerciante compraba de forma consciente artículos de menor calidad?

– Me gustaría, señor O’Keefe. Pero la calidad también tiene que ser buena. Si quiere saber mi opinión, debería romperse el círculo vicioso en que se han metido los pequeños granjeros. Usted mismo lo sabe: tiene un poco de tierra y demasiados animales, pero de poca calidad, los beneficios todavía son aceptables de forma cuantitativa, pero mediocres cualitativamente. Así que no quedan suficientes beneficios para adquirir animales de cría mejores y con los que ascendería a largo plazo la calidad de los productos.

O’Keefe asintió con fervor.

– Tiene usted toda la razón. ¡Es lo que intento que comprendan desde hace años esos banqueros de Christchurch! Necesito un préstamo…

George sacudió la cabeza.

– Necesita material de cría de primera clase. Y no sólo usted, sino también otros pequeños granjeros. La inyección de capital puede ayudar, pero no tiene por qué hacerlo. Imagínese que compra usted un carnero que ha ganado premios y al siguiente invierno le…

En realidad, George temía que el préstamo de Howard se perdiera en el pub de Haldon antes que invertirse en un carnero, pero había reflexionado largo tiempo sobre sus argumentos.

– Éste es ahora el ri… riesgo -contestó Howard, a quien ya empezaba a trabársele la lengua.

– Un riesgo que usted no debe asumir, O’Keefe. ¡Tiene usted una familia! No puede arriesgarse a quedarse sin casa ni granja. No, mi sugerencia es otra. Estoy pensando en que mi compañía, Greenwood Enterprises, adquiera un lote de ovejas de primera clase y yo lo ponga a disposición de los criadores como préstamo. En lo que respecta a la compensación, ya nos pondremos de acuerdo. Lo importante es que de ello resulte que usted cuide a los animales y después de un año los pase sanos y salvos al siguiente. Un año durante el cual un carnero cubrirá todo su rebaño de ovejas de cría o en que una oveja madre de pura raza le dará dos corderos que formen la base para un nuevo rebaño. ¿Estaría usted interesado en un tipo de colaboración así?

Howard sonrió con ironía.

– Y con el tiempo, Warden se quedará hecho polvo cuando de repente todos los granjeros que lo rodean tengan ovejas de raza. -Levantó su vaso para brindar con George.

George lo miró con gravedad.

– Bueno, seguro que el señor Warden no será más pobre por eso. Pero usted y yo tendremos mejores oportunidades comerciales. ¿De acuerdo? -tendió la mano al esposo de Helen.

Helen vio desde la ventana que Howard la estrechaba. No sabía de qué se trataba, pero pocas veces se veía a su marido tan satisfecho. Y George tenía esa expresión de pillo de antes y ya guiñaba un ojo en su dirección. El día anterior se había hecho reproches, pero hoy estaba contenta de haberle besado.

George estaba satisfecho consigo mismo cuando el día después dejó Kiward Station y volvió a caballo a Christchurch. Ni siquiera la expresión de desagrado de ese impertinente mozo de cuadra, James McKenzie, iba a aguarle la fiesta. El tipo se había limitado a no ensillarle el caballo después de que el día anterior, cuando George regresó con Gwyneira de la granja de Helen, casi provocara un escándalo. McKenzie había salido con la yegua de Gwyneira equipada con la silla de amazona, después de que Gwyn le hubiera pedido que le preparase la yegua para otro paseo a caballo con el visitante. La señora Warden le había dicho algo desagradable al respecto y él le había dado una respuesta seca, de la cual, George sólo había escuchado las palabras «como una dama». Después, Gwyneira había cogido furiosa a la pequeña Fleur, que McKenzie iba a colocar detrás de ella a lomos de Igraine y la puso en volandas delante de George, sentándola en la silla del caballo del joven.

– ¿Puede Fleurette ir con usted? -le preguntó dulce como la miel, al tiempo que lanzaba al conductor de ganado una mirada casi triunfal-. En la silla de amazona no se me puede agarrar.

McKenzie había mirado a George con una ira casi asesina cuando puso el brazo en torno a la niña para que estuviera sentada más segura. Algo había entre él y la señora de Kiward Station…, pero no cabía duda de que Gwyneira sabía defenderse si la importunaban. George decidió no entrometerse y, sobre todo, no mencionar nada frente a Gerald o Lucas Warden. Todo eso no era de su incumbencia y, sobre todo, necesitaba que Gerald estuviera del mejor humor posible. Tras una abundante comida de despedida y tres whiskys, le presentó una oferta por un rebaño de ovejas Welsh Mountain de pura raza. Una hora más tarde se había desprendido de una pequeña fortuna, pero la granja de Helen pronto estaría habitada por los mejores animales de cría que Nueva Zelanda podía ofrecer. George sólo tenía que encontrar a unos pocos pequeños granjeros más que necesitaran ayuda para empezar y así no despertar los recelos de Howard. Pero seguramente eso no presentaría dificultades: Peter Brewster le daría los nombres.

Este nuevo segmento empresarial (pues en calidad de tal debía vender George a su padre el compromiso recién adquirido con la cría de ovejas) significaba, además, que el joven Greenwood tenía que prolongar su estancia en la isla Sur. Había que distribuir las ovejas y supervisar a los criadores que participaban en el proyecto. Lo último no era obligatorio: seguramente Brewster le recomendaría socios que conocían su trabajo y que habían caído en la miseria sin ser responsables de ello. Pero si había que ayudar a Helen por un largo tiempo, Howard O’Keefe necesitaría una guía y control constantes, diplomáticamente disfrazados de asesoramiento y ayuda contra su enemigo acérrimo, Warden. Era probable que O’Keefe no siguiera unas simples indicaciones. Sin duda no, cuando procedían de un administrador empleado por los Greenwood. Así que George debía quedarse, y la idea le iba gustando cada vez más cuanto más avanzaba a caballo por el aire diáfano de las llanuras de Canterbury. Tantas horas en la grupa le dieron tiempo de reflexionar, incluso sobre su situación en Inglaterra. Transcurrido sólo un año junto con William en la dirección del negocio, éste ya casi lo había llevado a la desesperación. Mientras que su padre apartaba la vista intencionadamente, el mismo George descubrió en sus escasas estancias en Londres los errores de su hermano y las pérdidas, en parte exorbitantes, que la compañía debía asumir. La alegría que George experimentaba en viajar también residía en que la situación le resultaba insoportable: en cuanto ponía pie en suelo inglés, directores y gerentes se dirigían preocupados al director junior: «¡Debe hacer algo, señor George!»… «Tengo miedo de que se me acuse de deslealtad si esto sigue así, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?»… «Señor George, he dado los balances al señor William pero casi tengo la impresión de que ni siquiera sabe leerlos»… «¡Hable con su padre, señor George!»

Obviamente, George lo había intentado, pero no había remedio. Greenwood seguía intentando que William interviniera en la compañía de modo provechoso. En lugar de limitar su influencia, intentaba darle cada vez más responsabilidades para ponerlo en el buen camino. Pero George ya estaba harto y además temía tener que recoger él los añicos cuando su padre se retirase del negocio.

Esa filial en Nueva Zelanda, sin embargo, ofrecía alternativas. Si conseguía convencer a su padre de que le cediera el negocio de Christchurch en su totalidad como adelanto, por así decirlo, de su herencia… Entonces podría poner en marcha algo, protegido de las escapadas de William. Al principio, naturalmente, debería vivir de forma más modesta que en Inglaterra, pero las casas señoriales como Kiward Station parecían totalmente fuera de lugar en esa tierra recién colonizada. Además, George no necesitaba lujos. Una casa confortable en la ciudad, un buen caballo para viajar por el país y un pub agradable y en el que relajarse por las noches y charlar animadamente, seguro que encontraría todo eso en Christchurch. Todavía sería mejor tener una familia, claro está. Hasta ese momento, George nunca había pensado en fundar una familia, en cualquier caso, nunca desde que Helen le había dado calabazas. Pero ahora, desde que había vuelto a ver a su primer amor y se había despedido del entusiasmo de su juventud, la idea no se apartaba de su cabeza. Un casamiento en Nueva Zelanda: una «historia de amor» que conmoviera el corazón de su madre y la pudiera llevar a apoyar su proyecto… Sobre todo, sin embargo, un buen pretexto para permanecer en ese país. George decidió quedarse unos días en Christchurch y tal vez pedir consejo a los Brewster y al director del banco. Quizá conocieran a una muchacha adecuada. Pero lo primero que necesitaba era una vivienda. Si bien el White Hart era un hotel agradable, no se ajustaba a una permanencia estable en su nuevo hogar…

George acometió la empresa «Compra o alquiler de casa» al día siguiente. La noche en el White Hart había sido intranquila. Primero, un grupo musical interpretó melodías bailables en la sala inferior, luego los clientes varones se pelearon por las chicas, hecho éste que dejó en George la impresión de que la búsqueda de novia en Nueva Zelanda también tendría, si lugar a dudas, sus dificultades. El anuncio al que había contestado Helen se le apareció de repente desde otro punto de vista. Tampoco buscar un alojamiento resultó ser tan fácil. Quien llegaba allí, no solía comprar una casa, se la construía. Las viviendas edificadas raras veces se ponían a la venta y eran por ello muy solicitadas. Los mismos Brewster habían alquilado a largo plazo su casa en Christchurch hacía tiempo, antes de que llegara George. No querían vender, pues el futuro en Otago todavía les resultaba incierto.

George visitó, pues, las pocas direcciones que le facilitaron en el banco, el White Hart y algunos pubs, pero la mayoría eran alojamientos bastante sórdidos. Por regla general se trataba de familias o ancianas que vivían solas y buscaban subarrendar. Una opción con certeza más barata y conveniente que el hotel, que muchos emigrantes gustaban de aprovechar mientras intentaban echar raíces en el país. Pero George, que estaba acostumbrado a alojamientos señoriales, no iba tras algo así.

Abatido, se arrastró al final hacia el nuevo parque construido en las orillas del Avon. Ahí se celebraban las regatas estivales y había miradores y merenderos, si bien ahora, en primavera, se utilizaban poco. El tiempo inestable de esa estación permitía como mucho detenerse brevemente en uno de los bancos junto al río. Por lo pronto, sólo había gente transitando por los caminos más importantes. Sin embargo, un paseo por ese lugar casi despertaba la sensación de estar en Inglaterra, en Oxford o Cambridge. Las niñeras llevaban de paseo a los pequeños a su cargo, los niños jugaban a la pelota en los prados y algunas parejas de novios buscaban podorosos las sombras de los árboles. Todo esto ejercía un efecto tranquilizador en George, aunque no lo arrancaba por entero de sus cavilaciones. Acababa de ver el último inmueble para alquilar, un cobertizo que sólo con mucha fantasía podía calificarse de casa y que precisaría de tanto tiempo y dinero para su rehabilitación como la construcción, al menos, de una vivienda nueva. Además, se hallaba mal situado. Si no ocurría un milagro, George tendría que buscar parcelas al día siguiente y tomar en consideración la posibilidad de hacer construir un edificio nuevo. Cómo iba a explicárselo a sus padres, escapaba a su discernimiento.

Cansado y de mal humor deambulaba, contemplando los patos y cisnes del río, cuando inesperadamente una muchacha que cuidaba de dos niños atrajo su atención. La niña debía de tener siete u ocho años, era un poco regordeta y tenía unos bucles espesos y casi negros. Hablaba complacida con su niñera mientras lanzaba al agua pan duro para los patos desde una pasarela segura. El pequeño, un querubín rubio, demostraba, por el contrario, ser una auténtica calamidad. Había dejado la pasarela y deambulaba por el barro junto a la orilla.

La niñera parecía estar preocupada por ello.

– ¡Robert, no te acerques tanto al río! ¿Cuántas veces he de decírtelo? ¡Nancy, vigila a tu hermano!

La joven (George calculó que debía de tener como mucho dieciocho años) estaba bastante desamparada al borde de la franja embarrada de la orilla. Llevaba unos zapatos de cordones negros y brillantes y un vestido de paño azul oscuro y modesto. Si tenía que ir en busca del pequeño por el agua salobre se ensuciarían los dos. Lo mismo le ocurriría a la niña que iba delante. Iba limpia y aseada y seguramente le habían indicado que no se ensuciara la ropa.

– No me hace caso, missy -respondió obediente la pequeña.

El niño ya se había puesto perdido de barro el traje de marinero.

– Iré cuado me hagas barquitos -gritó travieso a su niñera-. Entonces iremos al lago para hacerlos navegar.

El «lago» no era más que una gran charca que se había formado con la crecida del río en invierno. No estaba limpia, pero al menos no había corrientes peligrosas en ella.

La joven parecía indecisa. Seguro que sabía que era erróneo meterse en negociaciones, pero era evidente que no quería caminar por el lodo y recoger al niño a la fuerza. Al final intentó presentar una contraoferta.

– ¡Pero primero repasamos los deberes! No quiero que hoy por la noche tampoco sepas nada cuando te pregunte tu padre.

George sacudió la cabeza. Helen nunca hubiera cedido ante William en situaciones similares. Pero esta institutriz era más joven y al parecer menos experimentada que Helen cuando estaba en casa de los Greenwood. Parecía al borde del desespero, y estaba claro que el niño la superaba. Pese a su expresión malhumorada, era hermosa: George distinguió en el dulce rostro con forma de corazón y de tez muy clara unos ojos azules y diáfanos y unos labios de un rosa pálido. Tenía el cabello fino y rubio, atado en un moño bajo en la nuca, pero que no quedaba firmemente sujeto. O bien tenía un pelo muy suave para mantenerse recogido o bien la joven era una mala peluquera de sí misma. En la cabeza llevaba una pulcra cofia a juego con el vestido. Todo modesto, pero sin llegar a ser el uniforme de una sirvienta. George corrigió su primera impresión. La muchacha era profesora particular, no una niñera.

– ¡Hago un problema y me das el barco! -gritó Robert con arrogancia. Acababa de descubrir una pasarela bastante destartalada que se adentraba más en el río y se columpiaba complacido encima de ella. George estaba alarmado. Hasta el momento, el niño sólo había sido rebelde, pero ahora corría un peligro real. La corriente era muy fuerte.

La profesora también era consciente de ello, pero no quería rendirse sin haber luchado.

– Resuelves tres problemas -sugirió. Tenía la voz quebrada.

– ¡Dos! -El niño, que debía de tener seis años, se meció como un demonio sobre una tabla suelta.

George ya tuvo suficiente. Llevaba unas recias botas de montar con las que podía pasar fácilmente por el barro. En tres pasos se plantó en la pasarela, atrapó al niño, que protestó, y lo llevó sin más ni más por la orilla hasta su profesora.

– ¡Aquí tiene, me parece que se le ha escapado! -George sonrió.

La joven dudó al principio, vacilante respecto a qué hacer en esa situación. Pero luego venció el alivio y también sonrió. Además resultaba cómico ver a Robert pataleando bajo el brazo del desconocido como un cachorro rebelde. Su hermana se reía de su desgracia.

– Tres problemas, jovencito, y te suelto -señaló George.

Robert dijo estar de acuerdo entre quejas y George lo dejó. La profesora lo agarró enseguida del cuello y lo sentó en el banco más cercano.

– Muchas gracias -dijo con los ojos castamente bajados-. Estaba preocupada. A veces es travieso…

George asintió y se dispuso a seguir su paseo, pero algo lo retuvo. Así que también él se buscó un banco no lejos de la profesora, quien obligaba ahora a su discípulo a estarse quieto. Mientras lo sujetaba en el banco, intentó, ya no que resolviera un problema, sino que diera una respuesta a una suma.

– Dos más tres… ¿Cuánto es, Robert? ¿Te acuerdas de que lo hemos visto con cubitos de madera?

– No me acuerdo. ¿Hacemos el barco? -Robert se agitó.

– Después de las cuentas. Mira, Robert, aquí hay tres hojas. Y aquí dos. ¿Cuánto suman?

El niño sólo tenía que contar. Pero era rebelde y no mostraba el menor interés. George volvió a tener a William ante sus ojos.

La joven profesora no perdía la paciencia.

– Basta con que cuentes, Robert.

El niño contó de mala gana.

– Uno, dos, tres, cuatro…, cuatro, missy.

La profesora suspiró, al igual que la pequeña Nancy.

– Vuelve a contar, Robert.

El niño era protestón y tonto. La compasión de George por la profesora aumentaba con cada problema para cuya solución ella tenía que avanzar cautelosa y esforzadamente. Sin duda no resultaba fácil seguir siendo amable, pero la joven sonreía estoicamente mientras Robert continuaba gritando: «¡El barquito, el barquito!» Desistió cuando Robert dio por fin la respuesta correcta al tercer y más fácil problema. Para hacer el barquito de papel, no mostró, por el contrario, ni paciencia ni habilidad. El modelo con el que Robert pareció al fin contentarse no parecía hallarse en buen estado para navegar. Como era de esperar, el niño volvió enseguida e interrumpió la clase de cálculo de Nancy. La hermana reaccionó malhumorada. La niña era buena en las sumas y a diferencia de su profesora sí era consciente de que tenía público. Cada vez que disparaba como una pistola la solución de un problema, miraba triunfal a George. Éste, a su vez, se concentraba más bien en la joven profesora. Planteaba los problemas con una voz baja y diáfana, pronunciando la ese con un poco de afectación, como los miembros de la clase alta inglesa o como una muchacha que de joven hubiera ceceado y que controlara ahora de forma consciente la pronunciación. Pero de nuevo, Robert volvía a privarles a ella y a su hermana de la mínima tranquilidad. George sabía perfectamente cómo se sentía la pequeña. Y en los ojos de la profesora leyó la misma reprimida impaciencia que antaño en los de Helen.

– ¡Se ha hundido, missy! ¡Haz otro! -exigió Robert, y lanzó el barco mojado al regazo de la profesora.

George decidió volver a intervenir.

– Ven aquí, yo sé construir un barquito de papel -le dijo a Robert-. Te enseñaré y luego lo podrás hacer tú solo.

– Pero no es necesario que usted… -La muchacha le arrojó una mirada desvalida-. Robert, estás molestando al señor -dijo con severidad.

– No, no -respondió George con un gesto desdeñoso de la mano-. Al contrario. Me gusta hacer barquitos. Y hace más de diez años que no he construido ninguno. Ya es hora de que lo vuelva a intentar, o me oxidaré.

Mientras la joven seguía haciendo cálculos con Nancy y George arrojaba miradas de soslayo de vez en cuando, éste fue plegando rápidamente el papel hasta construir el barquito. Intentó enseñar a Robert cómo hacerlo, pero el niño sólo se interesaba por el producto acabado.

– ¡Ven conmigo, lo haremos navegar! -insistió a George-. ¡En el río!

– ¡En el río ni hablar! -La profesora se puso en pie de un salto. Pese a que con ello seguro que ofendía a Nancy, estaba dispuesta, de forma manifiesta, a acompañar a Robert al «lago», siempre que no volviera a correr riesgos. George fue a su lado y admiró sus movimientos livianos y encantadores. Esa muchacha no era ninguna campesina como el par de chicas que estaban bailando la noche anterior en el White Hart. Era una pequeña lady.

– Es un joven difícil, ¿verdad? -preguntó George compartiendo sus sentimientos.

Ella asintió.

– Pero Nancy es amable. Tal vez Robert cambie al crecer -dijo esperanzada.

– ¿Lo cree así? -inquirió George-. ¿Ha tenido alguna experiencia similar?

La muchacha se encogió de hombros.

– No. Es mi primer empleo.

– ¿Tras los estudios de pedagogía? -quiso saber George. Parecía increíblemente joven para ser una profesora con formación.

La muchacha sacudió la cabeza cohibida.

– No he asistido a ninguna escuela. Todavía no las hay en Nueva Zelanda, al menos aquí, en la isla Sur. Pero sé leer y escribir, un poco de francés y muy bien maorí. He leído a los clásicos, aunque no en latín. Y los niños tampoco es que vayan a la universidad.

– ¿Y? -preguntó George-. ¿Le gusta?

La joven lo miró y frunció el ceño. George le señaló un banco junto al «lago» y se alegró cuando ella efectivamente tomó asiento.

– ¿Si me gusta? ¿Dar clase? Bueno, sí, no siempre. ¿Qué trabajo pagado gusta sin cesar?

George se sentó a su lado e intentó un acercamiento.

– Ya que estamos aquí conversando, ¿me permite que me presente? George Greenwood, de Greenwood Enterprises, Londres, Sidney y desde hace poco Christchurch.

Si quedó impresionada, al menos no lo dejó entrever. En lugar de eso, dijo su nombre tranquila y orgullosamente:

– Elizabeth Godewind.

– ¿Godewind? Parece danés. Pero no tiene usted acento escandinavo.

Elizabeth sacudió la cabeza.

– No, soy de Londres. Pero mi madre de acogida era sueca. Me adoptó.

– ¿Sólo madre? ¿No tuvo padre? -George se enfadó consigo mismo a causa de su curiosidad.

– La señora Godewind ya era mayor cuando fui a vivir con ella, como una especie de dama de compañía. Luego quiso que heredase la casa y lo más sencillo para eso era adoptarme. La señora Godewind fue lo mejor que me ha pasado… -La joven luchaba por reprimir las lágrimas. George apartó la vista para que ella no se sintiera avergonzada y se quedó mirando a los niños. Nancy recogía flores y Robert hacía cuanto podía para hundir el segundo barco.

Entretanto, Elizabeth encontró el pañuelo y recuperó la calma.

– Lo lamento. Pero apenas hace nueve meses que ha muerto y todavía me duele.

– Pero si es usted una persona acomodada, ¿por qué se ha buscado una colocación? -preguntó George. Hurgar tanto era indecoroso, pero la muchacha le fascinaba.

Elizabeth se encogió de hombros.

– La señora Godewind recibía una pensión de la que vivíamos, pero tras su muerte sólo conservamos la casa. Intentamos alquilarla al principio, pero no era lo correcto. No tengo la autoridad necesaria y Jones, el mayordomo, no la tiene en absoluto. La gente no pagaba el alquiler, era impertinente, ensuciaba la habitación y daba órdenes a Jones y su esposa. Era insoportable. En cierto modo dejaba de ser nuestra casa. Entonces me busqué este puesto. El trato con los niños me gusta mucho más. Sólo estoy con ellos durante el día, por las noches vuelvo a casa.

Así que por las noches estaba libre. George se preguntaba si podía pedirle una cita. Tal vez una cena en el White Hart o un paseo. Pero no, ella lo rechazaría. Era una muchacha bien educada, y esta conversación en el parque ya rayaba en los límites de la decencia. Una invitación sin la mediación de una familia conocida o en un marco adecuado era totalmente inconcebible. ¡Pero, maldita sea, no estaban en Londres. Estaban en el otro extremo del mundo y no quería, en ninguna circunstancia, perderla de vista. Debía simplemente atreverse. Ella debía atreverse… ¡Diablos, Helen también se había atrevido al final!

George se volvió a la muchacha e intentó expresar en su mirada tanto encanto como seriedad le era posible.

– Miss Godewind -dijo circunspecto-. La pregunta que ahora quisiera plantearle rompe todo tipo de convenciones. Naturalmente podría salvar las apariencias si la siguiera con discreción, por ejemplo, descubriera el nombre de las personas para quienes trabaja, me dejara introducir en su casa por algún miembro conocido de la sociedad de Christchurch y luego esperase que en algún momento nos presentaran oficialmente.

»Pero hasta entonces es posible que ya se hubiera casado con otro y a mí no me gusta arreglar mis asuntos dando rodeos. Así pues, si no desea usted pasar el resto de su vida alterándose con niños como Robert, présteme atención: tiene usted justamente lo que yo busco, y es usted una mujer bonita, atractiva y cultivada, con una casa en Christchurch…

Tres meses después, George Greenwood contraía matrimonio con Elizabeth Godewind. Los padres del novio no estaban presentes. Robert Greenwood había tenido que renunciar al viaje a causa de obligaciones laborales, pero dio su bendición a la pareja y sus mejores deseos y transfirió a George, como regalo de bodas, filiales en Nueva Zelanda y Australia. La señora Greenwood contó a todas sus amigas que su hijo se había casado con la hija de un capitán sueco e insinuó cierto parentesco con la casa real de Suecia. Nunca sabría que Elizabeth había nacido en realidad en Queens y que había sido desterrada al nuevo mundo por su propio comité del orfanato. No obstante, de ningún modo se advertían los orígenes de la joven novia. Estaba arrebatadora en su vestido de puntillas blanco, cuya cola Nancy y Robert llevaban solícitamente a sus espaldas. Helen observaba al niño con recelo y George podía estar seguro de que él no se atrevería a cometer ninguna insolencia. Puesto que entretanto George ya se había hecho un nombre como comerciante de lana y la señora Godewind era uno de los pilares de la comunidad, el obispo no permitió que fuera otro quien casara a la pareja. Al final el enlace se celebró por todo lo alto en el salón del hotel White Hart, y durante el festejo Gerald Warden y Howard O’Keefe se emborracharon en rincones opuestos de la sala. Helen y Gwyneira no se dejaron aguar la fiesta por ello y lograron imponerse por encima de todas las tensiones logrando que Ruben y Fleur arrojaran juntos flores. Con ello, Gerald Warden fue consciente por vez primera de que el matrimonio de Howard O’Keefe había sido bendecido con un hijo varón y en buenas condiciones, lo que todavía le avinagró más el humor. ¡Así que para la miserable granja de O’Keefe había un heredero! Gwyneira, sin embargo, seguía tan delgada como un junco. Gerald se hundió profundamente en la botella de whisky y Lucas, que observaba su expresión, se alegró de poder retirarse con Gwyneira a una de las habitaciones del hotel antes de que su padre descargara escandalosamente su cólera. De noche intentó de nuevo acercarse a Gwyneira y, como siempre, ella se mostró solícita e hizo lo mejor que pudo para animarlo. Pero Lucas fracasó una vez más.

5

Tras la visita de George, tuvo que pasar mucho tiempo antes de que las relaciones entre James McKenzie y Gwyneira volvieran a normalizarse. Ella estaba iracunda y él provocador. Sobre todo, ambos tomaron conciencia de que en realidad no habían superado nada. A Gwyn seguía partiéndosele el corazón cada vez que descubría el desespero con que James la miraba y James no podía soportar imaginarla en brazos de otro. Reanudar la relación era inconcebible: Gwyn sabía que nunca más podría desprenderse de James si volvía a tocarlo otra vez.

Por otra parte, la vida en Kiward Station cada vez se hacía más insoportable. Gerald se emborrachaba a diario y no daba ni un minuto de paz a Lucas y Gwyn. Incluso en presencia de invitados ambos sabían que iba a agredirlos. Entretanto, la joven estaba tan desesperada que se atrevió a hablar con Lucas sobre sus problemas sexuales.

– Mira, amor mío -le dijo una noche en voz baja, cuando Lucas volvía a estar tendido a su lado, agotado a causa de los esfuerzos y muerto de vergüenza. Gwyneira había sugerido tímidamente excitarlo acariciándole los genitales: lo más indecente que podían hacer una lady y un gentleman; pero por su experiencia con James cabía la posibilidad de salir con éxito. Lucas, sin embargo, no sintió la menor excitación, ni siquiera cuando ella acarició su piel lisa y suave y la frotó con delicadeza. Algo tenía que pasar. Gwyneira decidió recurrir a la fantasía de Lucas.

– Si yo no te gusto… a causa de mi cabello rojo o porque prefieres a mujeres más llenas… ¿por qué no tratas de imaginar a otra? No me lo tomaré a mal.

Lucas la besó con dulzura en la mejilla.

– Eres tan preciosa -suspiró-. Tan comprensiva. No te merezco. Lamento muchísimo todo esto. -Avergonzado quería apartarse.

– ¡No será por pena que me quede embarazada! -dijo Gwyneira con rudeza-. Es mejor que te imagines algo que te excite.

Lucas lo intentaba. Sin embargo, cuando apareció una imagen ante él que lo excitó, se quedó tan horrorizado que el susto lo desencantó de golpe. ¡No podía ser! No podía dormir con su mujer mientras estaba pensando en el delgado y bien formado George Greenwood…

La situación se agravó una noche de diciembre, una jornada de un verano abrasador en que no corría ni una ligera brisa. Era algo inusual en las llanuras de Canterbury y el bochorno azuzaba los nervios de todos los habitantes de Kiward Station. Fleur se quejaba y Gerald estuvo insoportable todo el día. Por la mañana había echado una bronca a los trabajadores porque las ovejas madres todavía no estaban en las montañas, y eso pese a que había dado antes indicaciones a James de conducir el rebaño después de que hubiera nacido el último cordero. Al mediodía discutió porque Lucas estaba en el jardín con Fleurette dibujando en lugar de trabajar en las cuadras y, al final, se peleó con Gwyneira, quien le dijo que por el momento no había nada que hacer con las ovejas. Lo mejor era dejar los animales en paz con el calor del mediodía.

Todos ansiaban que lloviera y no cabía duda de que se esperaba tormenta. Sin embargo, cuando se puso el sol y se convocó a la cena todavía no había ni una nubecilla en el cielo. Gwyneira se dirigió suspirando a su habitación incandescente para cambiarse. No tenía hambre y lo que más le habría gustado hubiera sido sentarse en la terraza del jardín y esperar allí a que la noche trajera un poco de alivio. Tal vez hasta hubiera sentido los primeros aires de la tormenta (o los hubiera provocado) pues los maoríes creían en la magia del estado del tiempo y Gwyneira llevaba todo el día con la extraña sensación de formar parte del cielo y la tierra, de ser señora sobre la vida y la muerte. Una emoción que siempre la embargaba cuando estaba presente o asistía a la llegada de una nueva vida. Recordaba con todo detalle que lo había sentido por primera vez durante el nacimiento de Ruben. Ese día el motivo era Cleo. La perrita había dado a luz cinco cachorros espléndidos. Ahora yacía en su cesto en la terraza, daba de mamar a los pequeños y hubiera agradecido la compañía y admiración de Gwyneira. Sin embargo, Gerald insistió en que estuviera presente a la mesa: tres largos platos en un estado de ánimo amenazado por la continua incerteza. Ya hacía tiempo que Gwyneira y Lucas habían aprendido a medir las palabras en el trato con Gerald, por eso Gwyn sabía que era mejor no hablar de los cachorros de Cleo y que Lucas no debía mencionar el paquete de acuarelas que había enviado el día anterior a Christchurch. George Greenwood quería hacerlas llegar a una galería londinense, estaba seguro de que Lucas encontraría allí reconocimiento. Por otra parte debía mantenerse la conversación en torno a la mesa, en caso contrario Gerald elegiría por sí mismo los temas y sin lugar a dudas serían desagradables.

Gwyneira se desprendió enfurruñada de su vestido de tarde. Lamentaba este constante cambiarse de ropa para la cena y el corsé la molestaba con ese calor. Aunque en realidad ya no lo necesitaba: estaba lo suficientemente delgada como para entrar en el holgado vestido de verano que había elegido para la ocasión. Sin esa coraza de espinas se sintió enseguida mejor. Se arregló un momento el cabello y corrió escaleras abajo. Lucas y Gerald estaban ya esperando delante de la chimenea, ambos con un vaso de whisky en la mano. Al menos la atmósfera era sosegada. Gwyneira les sonrió a los dos.

– ¿Se ha acostado ya Fleur? -preguntó Lucas-. Todavía no le he dado las buenas noches.

Éste era sin lugar a dudas un tema equivocado. Gwyneira tenía que cambiar de asunto lo antes posible.

– Estaba medio muerta de cansancio. Vuestra clase de pintura en el jardín ha sido emocionante, pero también agotadora a causa del calor. Y por lo mismo, tampoco ha podido dormir al mediodía. Y claro, también está la emoción con los cachorros…

Gwyn se mordió los labios. Era justo la entrada errónea. Tal como se esperaba, Gerald saltó de inmediato.

– Así que la perra ha parido de nuevo -gruñó-. Y otra vez sin dificultades, ¿no? ¡Si la señora aprendiera algo de eso! ¡Qué deprisa lo hace el ganado! En celo, montada, ¡crías! ¿Qué es lo que no te funciona, princesita mía? No estás en celo, o…

– Padre, queremos comer ahora -interrumpió Lucas, como siempre con palabras corteses-. Por favor, tranquilízate y no ofendas a Gwyneira. No puede hacer nada en contra de esto.

– Entonces eres tú… ¡el perfecto gentleman! -Gerald escupió esas palabras-. ¿Has perdido las agallas con toda esa educación tan distinguida?

– Gerald, no delante del servicio -intervino Gwyneira, mirando de reojo a Kiri que acababa de entrar con el primer plato. Algo ligero, una ensalada. Gerald no comería demasiado. Así pasaría la velada más deprisa, esperaba Gwyneira. Tras la cena podría retirarse.

Pero esta vez, precisamente Kiri, por lo general afable y poco problemática, provocó un incidente. La muchacha había pasado todo el día pálida y parecía cansada cuando servía a los señores. Gwyneira quería hablarle de ello, pero desistió. Gerald siempre censuraba las conversaciones confidenciales con el servicio. Así que no comentó que Kiri servía con torpeza y poco esmero. A fin de cuentas todo el mundo podía tener un mal día.

Moana, que entretanto se había convertido en una cocinera realmente diestra, conocía a la perfección lo que deseaban los señores. Conocía el gusto de Gwyn y Lucas por la cocina ligera de verano, pero sabía también que Gerald insistía al menos en comer un plato de carne. Así pues, el plato principal consistió en cordero y Kiri todavía parecía más agotada y rendida que antes cuando entró con la comida. El aromático olor del asado se mezclaba con el fuerte perfume de las rosas que Lucas había cortado antes. Gwyneira encontraba pesado ese cóctel de olores, casi nauseabundo, y a Kiri parecía ocurrirle lo mismo. Cuando quiso servir a Gerald una loncha de cordero, se tambaleó de repente. Gwyn saltó asustada cuando la chica se desplomó junto a la silla del señor de la casa.

Sin pensar siquiera un segundo si era o no conveniente, se arrodilló junto a Kiri y sacudió a la joven, mientras Lucas intentaba recoger los trozos de la bandeja y limpiar a toda prisa la salsa de la carne de la alfombra. Witi, que lo había visto todo, se puso a ayudar a su señor al tiempo que llamaba a Moana. La cocinera llegó corriendo y refrescó la frente de Kiri con un trapo empapado en agua helada.

Gerald Warden observaba ceñudo todo ese jaleo. Su ya de por sí mal humor, empeoró con el incidente. ¡Maldita sea, Kiward Station debería ser una casa aristocrática! ¿Pero se había visto alguna vez que en una mansión londinense las chicas del servicio se desmayaran y luego la mitad del servicio, la señora y el señor incluidos, se arremolinaran en torno a ella como criados?

Era evidente que no se trataba de nada grave. Kiri volvió en sí. Horrorizada miró el lío que había montado.

– ¡Lo siento, señor Gerald! No volverá a pasar, ¡seguro! -Temerosa, se dirigió al señor de la casa que la observaba sin piedad. Witi limpiaba el traje de Gerald, sucio de salsa.

– No ha sido culpa tuya, Kiri -dijo Gwyn afectuosa-. Son cosas que pueden pasar con este tiempo.

– No es el tiempo, Miss Gwyn. Es el bebé -explicó Moana-. Kiri tendrá un bebé en invierno. Por eso se siente mal todo el día y no soporta el olor de la carne. Yo decir que ella no servir, pero…

– Lo siento mucho, Miss Gwyn… -se lamentó Kiri.

Gwyneira pensó con un silencioso suspiro que ése era realmente el punto culminante de esa noche malograda. ¿Tenía esa desdichada que soltar esa historia justo delante de Gerald? Por otra parte, Kiri no podía evitar sentirse mal. Gwyneira se forzó por sonreír de forma apaciguadora.

– ¡Pero ésa no es razón para pedir perdón, Kiri! -dijo cordialmente-. Al contrario, es un motivo de alegría. Pero en las próximas semanas tienes que cuidarte un poco. Ahora ve a casa y acuéstate. Witi y Moana se encargarán de recoger…

Kiri desapareció deshaciéndose en disculpas e hizo al menos tres reverencias delante de Gerald. Gwyneira esperaba que esto lo tranquilizaría, pero su expresión no cambiaba y él no hacía ningún intento de serenar a la chica.

Moana intentó salvar una parte del plato principal, pero Gerald la espantó impaciente.

– ¡Déjalo estar, chica! De todos modos, ya no tengo hambre. Largo, vete con tu amiga…, o quédate también preñada. ¡Pero déjame en paz!

El anciano se levantó y se dirigió al mueble bar. Otro whisky doble. Gwyneira temía lo que todavía les aguardaba a su esposo y a ella. De todos modos, el servicio no tenía por qué enterarse.

– Ya has oído, Moana…, y tú también, Witi. El señor os da la noche libre. No os preocupéis demasiado por la cocina. Si luego nos queda tiempo, yo misma recogeré la mesa. Ya limpiaréis la alfombra mañana. Disfrutad de la noche.

– En el pueblo hay danza de la lluvia, Miss Gwyn -explicó Witi, como para disculparse-. Es útil. -Como para dar prueba de ello, abrió la mitad superior de la puerta de la terraza. Gwyneira esperaba que entrase un poco de brisa, pero fuera seguía imperando el calor. Desde el poblado maorí llegaba el percutir del tambor y los cánticos.

– ¿Lo ves? -dijo Gwyn amistosamente a su sirvienta-. En el pueblo puedes ser de mayor utilidad que aquí. Ve, no te preocupes. El señor Gerald no se siente bien.

Suspiró aliviada cuando la puerta se cerró tras los sirvientes. Seguro que Moana y Witi no perderían tiempo recogiendo la cocina. Reunirían sus cosas y en pocos minutos desaparecerían.

– ¿Un jerez para el susto, cariño mío? -preguntó Lucas.

Gwyn asintió. No era la primera vez que deseaba poder beber con tanto desenfreno como los hombres. Pero Gerald no le daba ni un segundo para disfrutar de su jerez. Había acabado deprisa con su whisky y los miraba a los dos con los ojos inyectados en sangre.

– Conque esa mujerzuela maorí también está embarazada. Y el viejo O’Keefe tiene un hijo. Aquí todos son fértiles, por todos sitios hay balidos, gritos y gañidos. Sólo entre vosotros no hay nada. ¿Cuál es el motivo, Miss Mojigata y señor Blando? ¿En quién está el motivo?

Gwyn miró avergonzada su vaso. Lo mejor era limitarse a no hacer caso. Fuera todavía sonaban los tambores. Gwyn intentó concentrarse en ellos y olvidarse de Gerald. Lucas, por el contrario, intentó serenarlo consolándole.

– No sabemos cuál es el motivo, padre. Debe de ser voluntad divina. Ya sabes que no todos los matrimonios son bendecidos con muchos hijos. Madre y tú sólo me tuvisteis a mí…

– Tu madre… -Gerald cogió otra vez la botella. Ya no se tomaba la molestia de llenarse el vaso, sino que bebía directamente de ella-. Tu maravillosa madre sólo pensaba en ese tipo, ese… Todas las noches me llenaba la cabeza, hasta al mejor amante se le quitan las ganas. -Gerald arrojó una mirada llena de odio al retrato de su fallecida esposa.

Gwyneira lo advirtió con un temor creciente. El viejo nunca se había abandonado tanto. Hasta el momento, sólo se había hablado de la madre de Lucas con respeto. Gwyn sabía que Lucas idolatraba su memoria.

Hasta ahora, Gwyneira había sentido nada más que desagrado, pero ahora la invadió el miedo. Hubiera preferido huir de ahí. Buscó un pretexto, pero no había escapatoria. Gerald ni siquiera le hubiera prestado atención. En lugar de eso se dirigió de nuevo a Lucas.

– ¡Pero yo no fracasé! -fanfarroneó arrastrando las palabras-. Al menos tú eres varón…, o por lo menos lo pareces. ¿Pero lo eres de verdad, Lucas Warden? ¿Eres un hombre? ¿Tomas a tu mujer como un hombre? -Gerald se puso en pie y se acercó en actitud amenazante a Lucas. Gwyneira veía que los ojos le llameaban de ira.

– Padre…

– ¡Contesta, blando! ¿Sabes cómo se hace? ¿O eres marica, como se chismorrea en la cuadra? Ah, sí, chismorrean, Lucas. El pequeño Jonny Oates opina que le lanzas miradas. Apenas si puede defenderse de ti… ¿es cierto?

Gerald miró a su hijo echando chispas.

Lucas se puso rojo como la grana.

– No lanzo miradas a nadie -susurró. Al menos no lo había hecho conscientemente. ¿Podía ser que estos hombres intuyeran sus pensamientos más secretos y pecaminosos?

– ¿Y tú, pequeña y pudibunda princesita? ¿No sabes cómo seducirlo? Pero sabes muy bien cómo calentar a los hombres. Me acuerdo con frecuencia de Gales, de cómo me miraste…, una diablilla, pensé, lástima de todos esos aristócratas ingleses… Ella necesita un hombre de verdad. ¡Y en la cuadra todos te miran, princesa! Todos esos tipos están locos por ti, ¿lo sabías? ¿Los estimulas, verdad? ¡Pero con tu distinguido esposo eres fría como el hielo!

Gwyneira se hundió más en la butaca. Las miradas ardientes del anciano la avergonzaban. Desearía haberse puesto un vestido menos escotado, menos ligero. La mirada de Gerald vagaba por su rostro pálido hasta el escote.

– ¿Y hoy? -volvió a resonar su voz sarcástica-. ¿No llevas corsé, princesa? ¿Esperas a que un hombre de verdad pase por aquí mientras tu blando está en su camita?

Gwyneira se levantó de un salto cuando Gerald se dirigió a ella. Instintivamente, se apartó de él. Gerald la siguió.

– Ajá, huyes cuando ves a un auténtico hombre. Ya me lo pensaba…, Miss Gwyn. ¡Te haces rogar! Pero un hombre de verdad no arroja la toalla…

Gerald la agarró por el corpiño. Gwyneira tropezó cuando la agarró. Lucas se puso entre los dos.

– Padre, ¡te estás propasando!

– ¿Ah, sí? ¡Que yo me insolento! No, mi querido hijo. -El viejo propinó a Lucas un colérico empujón en el pecho. Lucas no se atrevió a devolvérselo-. Los buenos espíritus me abandonaron cuando compré este caballito purasangre para ti. Demasiado bueno para ti…, demasiado bueno… Me lo tendría que haber quedado yo. Ahora la cuadra rebosaría de herederos.

Gerald se inclinó sobre Gwyneira, que volvió a caer en su butaca. Intentó ponerse en pie y huir, pero de un manotazo la arrojó al suelo y se puso encima de ella antes de que ella pudiera levantarse.

– Ahora te enseñaré… -jadeó Gerald. Estaba completamente borracho y se quedaba sin voz, pero no sin fuerza. Gwyneira distinguió puro deseo en sus ojos.

Llena de pánico intentó recordar. ¿Qué había pasado en Gales? ¿Lo había excitado ella? ¿Había sentido siempre lo mismo por ella y ella había sido tan ciega de no darse cuenta?

– Padre… -Lucas se acercó poco decidido, pero el puño de Gerald fue más rápido. Borracho o no, sus golpes eran certeros. Lucas fue impelido hacia atrás y perdió el conocimiento por unos segundos. Gerald se bajó los pantalones. Gwyneira oyó a Cleo ladrar en la terraza. La perra arañaba la puerta alarmada.

– Ahora te enseño, princesa… Ahora te mostraré cómo se hace…

Gwyneira gimió cuando le desgarró el vestido, le rompió la ropa interior de seda y la penetró de forma brutal. Olía a whisky, sudor y a la salsa del asado que se había derramado en su camisa, y Gwyneira se sintió invadida por el asco. Vio odio y triunfo en los ardientes y malvados ojos de Gerald. La sostuvo con una mano por debajo, le frotó con la otra los pechos y la besó ansioso en el cuello. Ella le mordió e intentó rechazar la lengua del hombre en su boca. Tras el primer shock empezó a luchar y quejarse con tal desespero que él tuvo que agarrarla por las dos manos para mantenerla quieta. Pero seguía penetrándola y apenas si podía soportar los dolores. Ahora sabía por fin a qué se refería Helen, y se aferró a las palabras de su amiga: «Al menos se acaba pronto…»

Gwyneira, desesperada, se quedó quieta. Oyó los tambores del exterior, los ladridos histéricos de Cleo. Esperaba que no intentase saltar por la mitad abierta de la puerta. Gwyn se obligó a tranquilizarse. En algún momento acabaría…

Gerald notó su resignación y la interpretó como conformidad.

– Qué… ¿te gusta, princesa? -jadeó y empujó más fuerte-. ¡A que te gusta! Ahora no tienes…, no tienes suficiente, ¿verdad? Eso es otra cosa…, un hombre de verdad, ¿eh?

Gwyneira ya no tenía fuerzas para insultarlo. Parecía que el dolor y la humillación no iban a acabar nunca. Los segundos se convirtieron en horas. Gerald gemía, jadeaba y pronunciaba palabras incomprensibles que se mezclaban con los tambores y los ladridos en una cacofonía que aturdía a la mujer. Gwyneira no sabía si había gritado o si había soportado la tortura en silencio. Lo único que quería era que Gerald se apartara de ella, incluso si eso significaba que él…

Gwyneira sintió un asco enorme cuando al final él eyaculó dentro de ella. Se sintió sucia, manchada, humillada. Llena de desesperación, apartó la cabeza cuando él se dejó caer sobre ella, jadeando, y hundió el rostro sofocado en su cuello. El peso del cuerpo del hombre la mantenía inmovilizada en el suelo. Gwyn tenía la sensación de no poder respirar. Intentó quitárselo de encima, pero no pudo. ¿Por qué no se movía? ¿Se había muerto sobre ella? Gwyn se habría alegrado. Si hubiera tenido un cuchillo se lo habría clavado.

Pero luego, Gerald se movió. Se levantó sin mirarla. ¿Qué sentía? ¿Satisfacción? ¿Vergüenza?

El viejo estaba en pie tambaleándose y volvió a coger la botella.

– Espero que esto os haya servido de lección… -dijo vacilante. Su tono no era triunfal sino más bien pesaroso. Lanzó una mirada de soslayo a Gwyneira, que gimoteaba-. Has tenido mala suerte, si te ha dolido. Pero al final te ha gustado, ¿verdad, princesa?

Gerald Warden subió dando traspiés las escaleras, sin volver la vista atrás. Gwyneira sollozaba en silencio.

Lucas se inclinó sobre ella.

– ¡No me mires! ¡No me toques!

– No voy a hacerte nada, cariño mío… -Lucas quería ayudarla a levantarse, pero ella le rechazó.

– Vete -dijo sollozando-. Ahora es demasiado tarde, ahora ya no puedes hacer nada.

– Pero… -Lucas se detuvo-. ¿Qué debería haber hecho?

A Gwyneira se le habrían ocurrido de golpe un montón de cosas. Ni siquiera hubiera necesitado un cuchillo: el atizador de hierro de la chimenea habría bastado para derribar a su padre.

Pero a Lucas no se le había pasado tal idea por la cabeza. Era evidente que le preocupaban otras cosas.

– Pero…, pero ¿es que no te ha gustado? -preguntó en voz baja-. ¿De verdad que no has…?

Le dolían todos los músculos del cuerpo, pero la ira la ayudó a levantarse.

– ¿Y si fuera así, tú…, cobarde? -respondió a Lucas. Nunca antes se había sentido tan ofendida, tan traicionada. ¿Cómo podía ese imbécil imaginar que ella había disfrutado con esa humillación. De repente, lo único que deseaba era herir a Lucas-. ¿Qué sucedería si hubiera otro que realmente lo hiciera mejor? ¿Irías a él y le pedirías explicaciones, al padre de Fleur? ¿Sí? ¿O de nuevo esconderías la cola como ahora, peleando contra un viejo? Maldita sea, ¡estoy harta de ti! Y de tu padre, que tan vigoroso está. ¿Qué es en realidad un «marica», Lucas? ¿Es también algo que vale más ocultar a las ladies? -Gwyneira vio el dolor en los ojos del hombre y olvidó su cólera. ¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Por qué se vengaba en Lucas por lo que había hecho su padre? Lucas no tenía la culpa de lo que era.

»Está bien, no quiero saberlo -dijo-. Sal de mi vista, Lucas. Desaparece. No quiero verte más. No quiero ver a nadie. Vete, Lucas Warden. ¡Desaparece!

Cautiva en su pena y dolor, no lo oyó marchar. Intentó concentrarse en los tambores para evitar los pensamientos que se agolpaban en su cabeza. Entonces pensó de nuevo en la perra. Ya no ladraba, Cleo sólo gimoteaba. Gwyneira se arrastró hasta la puerta de la terraza, dejó entrar a Cleo y tiró también del cesto con los cachorros a través del umbral, cuando las primeras gotas caían en el exterior. Cleo lamió las lágrimas del rostro de la joven y ésta escuchó con atención la lluvia que caía con fuerza sobre las baldosas…, rangi lloraba.

Gwyneira lloraba.

Consiguió llegar hasta su habitación cuando la tormenta descargó sobre Kiward Station, el aire refrescó y se aclaró su mente. Al final durmió sobre la suave alfombra de color azul pálido que Lucas había elegido para ella, junto a la perra y sus cachorros.

Ni se le ocurrió que Lucas fuera a abandonar la casa al amanecer.

Kiri no hizo ningún comentario acerca de lo que encontró cuando entró en la habitación de Gwyneira por la mañana. No dijo nada sobre la cama sin abrir, el vestido desgarrado o el cuerpo sucio y manchado de sangre de Gwyneira. Sí, esta vez había sangrado.

– Bañarse, Miss. Luego estar mejor, seguro -dijo Kiri compasiva-. El señor Lucas seguro no ser malo. Los hombres beben, muy enfadados, ayer mal día…

Gwyneira asintió y se dejó conducir al baño. Kiri dejó correr el agua y quería verter una esencia de flores; pero Gwyneira lo rechazó. Todavía tenía presente el embriagante aroma de rosas de la noche anterior.

– Yo traer desayuno a la habitación, ¿sí? -preguntó Kiri-. Moana preparar gofres para pedir perdón al señor Gerald. Pero él todavía no despierto…

Gwyneira se preguntaba cómo iba a volver a mirar a Gerald a la cara. Al menos se sentía algo mejor ahora que se había enjabonado varias veces seguidas y se había desprendido del sudor y el mal olor de Gerald.

No obstante, todavía estaba dolorida y cualquier movimiento le hacía daño, pero eso pasaría. La humillación, sin embargo, la sentiría durante toda su vida.

Al final se cubrió con un ligero albornoz y dejó el baño. Kiri había abierto la ventana de la habitación y los jirones de su vestido habían desaparecido. Tras la tormenta, el mundo exterior parecía recién lavado. El aire era fresco y límpido. Gwyneira respiró hondo e intentó serenar su mente. La experiencia de la noche anterior había sido espantosa, pero no peor que la que sufrían muchas mujeres cada noche. Si ponía empeño, conseguiría olvidarla. Debía actuar como si no hubiera pasado nada…

Sin embargo, se sobresaltó cuando oyó la puerta. Cleo gruñó. Sentía la tensión de Gwyneira. No obstante sólo entraron Kiri y Fleurette. La pequeña estaba de mal humor, lo que Gwyn podía comprender. Por lo general, ella misma despertaba a la niña con un beso y luego Lucas y Gwyn solían desayunar con ella. Esa «hora en familia» sin Gerald, que todavía dormía su borrachera, era sagrada para ellos y todos parecían disfrutarla. Gwyn había supuesto que Lucas se habría ocupado de Fleur esa mañana, pero era evidente que la niña había sido abandonada a su suerte. De ahí su descabellada vestimenta. Llevaba una faldita que hacía las veces de poncho sobre un vestido mal abrochado.

– Papá se ha ido -anunció la niña.

Gwyn sacudió la cabeza.

– No, Fleur, seguro que papá no se ha ido. A lo mejor se ha marchado a dar una vuelta a caballo. Él…, nosotros…, nosotros nos peleamos un poco ayer con el abuelo… -Lo admitió a su pesar, pero Fleur presenciaba con tanta frecuencia sus diferencias con Gerald que eso no podía resultar nada nuevo para ella.

– Sí, puede ser que papá se haya ido a caballo -respondió Fleur-. Con Flyer. Él tampoco está, me ha dicho el señor James. ¿Pero por qué papá se ha ido antes del desayuno?

A Gwyneira también le extrañaba esto. Salir a galopar por el monte para aclarar la cabeza respondía más a su estilo que al de Lucas. Pocas veces ensillaba él mismo el caballo. La gente bromeaba porque hacía que los pastores le llevaran la montura incluso cuando estaba trabajando en la granja. ¿Y por qué había escogido al más viejo caballo de trabajo? Lucas no era un jinete apasionado, pero sí bueno. El viejo Flyer lo aburriría, sólo Fleur lo montaba de vez en cuando. Pero tal vez Fleur y James se equivocaban y la desaparición de Flyer y Lucas no estaba relacionada. El caballo bien podría haberse escapado. Era algo que sucedía a menudo.

– Seguro que papá vuelve pronto -aseguró Gwyneira-. ¿Has mirado ya en el taller? Pero ven, come antes un gofre.

Kiri había dispuesto la mesa del desayuno junto a la ventana y sirvió café a Gwyneira. También Fleur obtuvo su chorrito de café con mucha leche.

– En habitación no está, miss -dijo la doncella a Gwyneira-. Witi ha mirado. La cama no tocada. Seguro en otro lugar de la granja, él vergüenza… -Lanzó una expresiva mirada a Gwyneira.

Ésta, por el contrario, estaba preocupada. Lucas no tenía ningún motivo por el que avergonzarse… ¿o sí? ¿Acaso Gerald no lo había humillado tanto como a ella? Y ella misma…, era imperdonable el modo en que había tratado a Lucas.

– Vamos a ir a buscarlo enseguida, Fleur. Lo encontraremos. -Gwyn no sabía si con ello estaba tranquilizando a la niña o a sí misma.

No encontraron a Lucas, ni en la casa ni en la granja. Ni tampoco volvió a aparecer Flyer. Además, James informó de que faltaban una silla viejísima y una rienda muchas veces parcheada.

– ¿Hay algo que deba saber? -preguntó con voz queda. Miraba el rostro pálido de Gwyneira y su andar cansino.

Gwyn sacudió la cabeza y se contentó con herir a James como antes había herido a Lucas.

– No es nada de tu incumbencia.

James, ella lo sabía, habría matado a Gerald.

6

Lucas siguió desaparecido las semanas posteriores. Circunstancia ésta que conllevó, inesperadamente, a que la relación entre Gwyneira y Gerald se normalizara un poco: a fin de cuentas debían arreglárselas de algún modo aunque fuera sólo por Fleur. Los primeros días tras la partida de Lucas, los dos compartieron la preocupación de que le hubiera ocurrido algo o incluso de que se hubiera él mismo hecho algo. La búsqueda en el entorno de la granja fue vana y, tras reflexionar en profundidad, Gwyneira llegó a la conclusión de que no se había suicidado. Entretanto había examinado las cosas de Lucas y confirmado que faltaba un par de trajes sencillos, justo aquellos, para su asombro, que menos le gustaban a su marido. Lucas se había llevado ropa de trabajo, prendas para la lluvia, ropa interior y muy poco dinero. Eso encajaba con el viejo caballo y la vieja silla: estaba claro que no quería llevarse nada de Gerald. La separación debía efectuarse limpiamente. A Gwyneira le dolía que la hubiera dejado sin decirle nada. Por lo que alcanzaba a ver, no se había llevado ningún recuerdo de ella ni de su hija, sólo una navaja que ella le había regalado una vez. Tenía la sensación de que nunca había significado nada para él, la amistad superficial que había unido a la pareja ni siquiera merecía una carta de despedida.

Gerald se informó en Haldon acerca de su hijo, lo que desencadenó los rumores, así como en Christchurch, de forma más discreta, con ayuda de George Greenwood. De nada sirvió, Lucas Warden no se había dejado ver en ninguno de los dos sitios.

– Sabe Dios dónde estará -dijo Gwyneira apenada a Helen-. En Otago, en los campos de los buscadores de oro, o en la costa Oeste, tal vez en la isla Norte. Gerald quiere emprender investigaciones, pero no hay esperanza. Si Lucas no quiere que lo encuentren, no lo encontrarán.

Helen hizo un gesto de resignación y sirvió el ineludible té.

– Quizá sea mejor así. Es posible que no le conviniera vivir siempre dependiendo de Gerald. Ahora puede demostrar quién es y Gerald ya no te fastidiará más con la falta de niños. ¿Pero por qué ha desaparecido tan de repente? ¿No ha habido una causa real? ¿Una pelea?

Gwyneira lo negó ruborizada. No había contado a nadie, ni siquiera a su mejor amiga, la violación. Esperaba que si se lo guardaba para sí, el recuerdo empezaría a difuminarse. Entonces sería como si esa noche nunca hubiera existido, como si sólo hubiera sido una horrible pesadilla. Gerald parecía ver el asunto del mismo modo. Era excepcionalmente cortés con Gwyneira, pocas veces la miraba y ponía atención en no tocarla. Ambos se veían en las comidas, para no dar motivo de conversación al servicio, y conseguían al mismo tiempo hablar con reservas entre sí. Gerald seguía bebiendo igual que antes, pero ahora, por lo general, tras la cena, cuando Gwyneira ya se había retirado. La joven empleó a la alumna favorita de Helen, Rongo Rongo, que ahora tenía quince años, como doncella personal, e insistió en que la muchacha durmiera en sus aposentos para estar siempre a su disposición. Esperaba impedir con ello los abusos de Gerald, pero sus inquietudes eran infundadas. La conducta de Gerald era impecable. Hasta ahí podría haber llegado a olvidarse de la funesta noche de verano. Sin embargo, el hecho tuvo sus consecuencias. Cuando por segundo mes no tuvo el período y Rongo Rongo rio elocuentemente y le acarició el vientre, Gwyn tuvo que reconocer que estaba embarazada.

– No quiero tenerlo -dijo entre sollozos después de una fatigosa cabalgada. No habría podido esperar a las horas de clase para hablar con su amiga. Pero Helen ya reconoció en su terrible expresión que algo horrible había tenido que pasar. Dio la tarde libre a los niños, envió a Fleur y Ruben a jugar en el monte y tomó a Gwyneira del brazo.

– ¿Han encontrado a Lucas? -preguntó en voz baja.

Gwyneira la miró como si estuviera loca.

– ¿Lucas? ¿Cómo Lucas…? ¡Ah, es mucho peor, Helen, estoy embarazada! ¡Y no quiero tener el niño!

– Estás hecha un lío -murmuró Helen, y condujo a su amiga a la casa-. Ven, te haré un té y hablaremos de ello. ¿Se puede saber por qué no te alegras de tener un niño, por el amor de Dios? Lo has intentado durante años y ahora… ¿O tienes miedo de que el niño pueda llegar demasiado tarde? ¿No es de Lucas?

Helen miró inquisitiva a Gwyneira. A veces había sospechado que el nacimiento de Fleur encerraba algo de misterioso: a ninguna mujer se le podía escapar el modo en que se iluminaban los ojos de Gwyn al mirar a James McKenzie. Pero en los últimos tiempos apenas si los había visto juntos. Y Gwyn no sería tan tonta como para tomar un amante justo después de la partida de su esposo. ¿O se había marchado Lucas porque ya tenía un amante? Helen no se lo podía imaginar, Gwyn era una lady. ¡Seguro que no infalible, pero sí infaliblemente discreta!

– El niño es un Warden -contestó con firmeza Gwyneira-. De ello no hay duda. ¡Pero no lo quiero!

– Pero esto no lo decides tú -dijo Helen impotente. No podía seguir los pensamientos de Gwyn-. Si se está embarazada, se está embarazada.

– ¡Y qué! Debe de haber una posibilidad de desprenderse del niño. Hay abortos continuamente.

– Pero no en mujeres jóvenes y sanas como tú. -Helen sacudió la cabeza-. ¿Por qué no vas a ver a Matahorua? Seguro que te dice si el niño está sano.

– Tal vez pueda ayudarme… -dijo Gwyn esperanzada-. Tal vez conozca una bebida o algo así. Cuando estábamos en el barco, Daphne le contó a Dorothy algo sobre abortos clandestinos…

– ¡Gwyn, no debes ni pensar en algo así! -Helen había oído rumores sobre esas personas que practicaban abortos en la clandestinidad. Su padre había sepultado a alguna de las víctimas de tales individuos-. ¡Es un acto impío! ¡Y peligroso! Puedes morirte. ¿Y por qué, Dios mío…?

– ¡Iré a ver a Matahorua! -declaró Gwyn-. No intentes disuadirme. ¡No quiero ese niño!

Matahorua pidió a Gwyneira que tomara asiento junto a una hilera de piedras detrás de las casas de la comunidad, donde las dos estaban a solas. También ella debió de notar en su rostro que había sucedido algo grave. Pero esta vez tendrían que apañárselas sin intérprete: Gwyn había dejado a Rongo Rongo en casa. Lo último que necesitaba era una cómplice.

Matahorua hizo una mueca vaga cuando invitó a Gwyn a tomar asiento sobre las piedras. Su expresión debía de ser amistosa, incluso tal vez mostraba una sonrisa, pero para Gwyneira resultaba amenazante. Los tatuajes en el rostro de la anciana hechicera parecían transformar toda mueca y su figura arrojaba extrañas sombras a la luz del sol.

– Bebé. Lo sé de Rongo Rongo. Bebé fuerte…, mucha fuerza. Pero también mucha ira…

– ¡No quiero el bebé! -declaró Gwyneira, sin mirar a la hechicera-. ¿Puedes hacer algo?

Matahorua buscó la mirada de la joven.

– ¿Qué hacer? ¿Matar al bebé?

Gwyneira se crispó. Hasta el momento no se había atrevido a formularlo de manera tan brutal. Pero se trataba justamente de eso. Sintió que despertaba en ella un sentimiento de culpa.

Matahorua la miraba con atención, su rostro y su cuerpo, y como siempre parecía estar contemplando a través de las personas un lugar alejado que sólo ella conocía.

– ¿Para ti importante bebé morir? -preguntó con suavidad.

Gwyneira sintió que de repente montaba en cólera.

– ¿Estaría aquí si no fuera así? -espetó.

Matahorua se encogió de hombros.

– Bebé fuerte. Si bebé morir, tú también morir. ¿Tan importante?

Gwyneira se estremeció. ¿Qué es lo que daba tanta seguridad a Matahorua? ¿Y por qué nunca se ponían en duda sus palabras por muy extravagantes que fueran? ¿Podía realmente ver el futuro? Gwyneira reflexionó. No sentía nada por el niño que llevaba en su vientre, en cualquier caso rechazo y odio. Lo mismo que por su padre. ¡Pero el odio no era tan intenso para que valiera la pena morir. Gwyneira era joven y le gustaba la vida. Además la necesitaban. ¿Qué pasaría con Fleurette si perdía a su segundo progenitor? Gwyn decidió esperar a que el asunto se calmara. Igual podía traer al mundo a esa desdichada criatura y luego olvidarse de ella. ¡Que se ocupara Gerald!

Matahorua rio.

– Veo, tú no morir. Tú vivir, bebé vivir…, no feliz. Pero vivir. Y haber alguien que quiere…

Gwyneira frunció el entrecejo.

– ¿Que quiere qué?

– Alguien querer al niño. Al fin. Hacer… círculo redondo… -Matahorua trazó con el dedo un círculo y rebuscó en su bolsillo. Al final sacó un trozo casi redondo de jade y se lo tendió a Gwyneira-. Toma, para el bebé.

Gwyneira cogió la pequeña piedra y dio las gracias. No sabía por qué, pero se sentía mejor.

Todo esto no impidió, claro está, que Gwyneira intentara cualquier forma concebible de abortar. Trabajaba hasta la extenuación en el jardín, a ser posible agachada, comía manzanas todavía verdes hasta casi morir de indigestión, y montaba la última hija de Igraine, un potro que sin duda era difícil. Para admiración de James consiguió incluso que el rebelde animal se acostumbrara a la silla de amazona: un último y desesperado esfuerzo, pues Gwyneira sabía que la silla lateral no era un asiento más frágil, sino más seguro. Los accidentes con las sillas de amazona se producían casi siempre cuando el caballo caía debajo de la silla y la amazona no podía soltarse del asiento y librarse de las correas. Tales accidentes solían ser, asimismo, mortales. Pero la yegua Viviane tenía unas patas tan recias como su madre; dejando de lado que Gwyneira no tenía la menor intención de morir con su hijo. Su última esperanza residía en las fuertes sacudidas que producía el caballo al trote y de las cuales no podía escapar en la silla de montar para damas. Tras media hora de trote, apenas podía mantenerse a lomos del caballo a causa de los dolores de costado, pero al niño eso no le molestaba. Sobrevivió los peligrosos primeros tres meses sin problemas y Gwyneira lloraba de ira cuando veía que su vientre empezaba a hincharse. Al principio intentó dominar la traicionera redondez con bandas, pero a la larga eso resultó inaguantable. Por último se resignó a su destino y se armó contra las inevitables felicitaciones. ¿Quién iba a sospechar cuán indeseado era el pequeño Warden que crecía en su vientre?

Las mujeres de Haldon, como era de esperar, se percataron del embarazo de Gwyneira enseguida y empezaron a chismorrear de inmediato. Esto dio pie a las más fantásticas especulaciones. A Gwyneira le daba igual. Le horrorizaba que Gerald abordara el tema. Y lo que más temía era la reacción de James McKenzie. Pronto se daría cuenta o al menos oiría hablar de ello, y ella no podía contarle la verdad. En realidad se apartaba de su camino desde que Lucas había desaparecido porque en su rostro se plasmaban las preguntas. Ahora querría tener respuestas: Gwyneira estaba preparada para sus reproches y enfados, pero no para su auténtica reacción. Sucedió de forma totalmente inesperada para ella, cuando se lo encontró una mañana en la cuadra, en traje de montar e impermeable, porque volvía a lloviznar, y con las alforjas listas. Había incluso cubierto con una manta los lomos de su huesudo caballo blanco.

– Me voy, Gwyn -dijo cuando ella lo miró interrogante-. Ya puedes imaginar por qué.

– ¿Te vas? -Gwyneira no comprendía-. ¿Adónde? Qué…

– Me marcho, Gwyneira. Dejo Kiward Station y busco otro trabajo. -James le dio la espalda.

– ¿Me abandonas? -Las palabras escaparon de sus labios antes de que Gwyneira pudiera retenerlas. Pero el dolor había llegado muy de repente, la conmoción había calado fondo. ¿Cómo podía dejarla sola? Ella lo necesitaba, justo ahora.

James se echó a reír, pero parecía más triste que divertido.

– ¿Te sorprende? ¿Crees que tienes algún derecho sobre mí?

– Claro que no. -Gwyn buscó apoyo en la puerta de la cuadra-. Pero pensaba que tú…

– No estarás esperando ahora declaraciones de amor, ¿verdad, Gwyn? No después de lo que has hecho. -James iba apretando las cinchas como si estuviera manteniendo una conversación ocasional.

– ¡Pero si yo no he hecho nada! -se defendió Gwyneira, consciente de lo falso que sonaba.

– ¿Ah, no? -James se dio la vuelta y la miró con frialdad-. Así que se trata de una nueva versión de la inmaculada concepción. -Señaló el vientre de la joven-. ¡No me vengas con cuentos, Gwyneira! Vale más que me cuentes la verdad. ¿Quién fue el semental? ¿Venía de mejor cuadra que yo? ¿Mejor pedigrí? ¿Mejores movimientos? ¿Posiblemente un título de nobleza?

– James, nunca quise… -Gwyn no sabía qué decir. Habría preferido desplegar toda la verdad ante él, abrirle su corazón. Pero entonces él pediría cuentas a Gerald. Entonces habría muertos o al menos heridos y después todo el mundo conocería el origen de Fleurette.

– Fue ese Greenwood, ¿verdad? Un auténtico gentleman. Un joven apuesto, cultivado, de buenos modales y seguramente muy discreto. Lástima que no lo hubieras conocido entonces, cuando…

– ¡No fue George! ¿Qué te crees? George vino a causa de Helen. Y ahora tiene esposa en Christchurch. Nunca hubo motivos para tus celos. -Gwyneira odiaba el tono implorante de su propia voz.

– ¿Y entonces quién fue? -James se acercó a ella casi amenazador. Irritado la agarró por los brazos como si fuera a zarandearla-. ¡Dímelo, Gwyn! ¿Alguien de Christchurch? ¿El joven Lord Barrington? ¡Ése sí te gusta! Dímelo, Gwyn. ¡Tengo derecho a saberlo!

Gwyn sacudió la cabeza.

– No te lo puedo decir y tampoco tienes derecho…

– ¿Y Lucas? Te ha descubierto, ¿verdad? ¿Te ha pillado, Gwyn? ¿En la cama con otro? ¿Te ha hecho vigilar y luego te lo ha dicho claramente? ¿Qué había entre tú y Lucas?

Gwyneira lo miró abatida.

– Nada de este tipo. No entiendes.

– Entonces, ¡explícamelo Gwyn! Explícame por qué un hombre te ha dejado al amparo de la noche y no sólo a ti, sino al viejo, a la niña y su herencia. Me gustaría entenderlo… -La expresión de James se suavizó, aunque todavía se esforzaba por no perder el control. Gwyn se preguntó por qué, a pesar de todo, no tenía miedo. Pero es que nunca había tenido miedo de James McKenzie. Tras la desconfianza y la cólera, siempre veía amor en sus ojos.

– No puedo, James. No puedo. Por favor, acéptalo, no te enfades. Te lo pido, ¡no me dejes! -Gwyneira se hundió en el hombro de él. Quería estar junto a él, daba igual si era bien recibida o no.

James no se lo impidió, pero tampoco la abrazó. Sólo se desprendió de ella y suavemente la apartó hasta que no hubo contacto físico.

– Sea lo que sea lo que haya pasado, Gwyn, no puedo quedarme. Tal vez podría si realmente tuvieras una explicación para todo esto…, cuando realmente confiaras en mí. Pero así no te entiendo. Eres tan obstinada, tan dependiente de nombres y herencias que incluso ahora quieres ser fiel a la memoria de tu marido…, y pese a ello te has quedado embarazada de otro hombre…

– ¡Lucas no está muerto! -balbució Gwyneira.

James hizo un gesto de impotencia.

– Eso carece de importancia. Da igual que esté muerto o vivo, tú nunca te unirías a mí. Y, lentamente, esto me está superando. No puedo verte cada día sin pedir nada de ti. Llevo cinco años intentándolo, Gwyn, pero siempre, cuando te dirijo la mirada tengo ganas de tocarte, de besarte, de estar contigo. En lugar de eso están los «Miss Gwyn» y los «señor James», eres cortés y distante, si bien el deseo es tan perceptible en ti como en mí. Esto me está matando, Gwyn. Lo hubiera soportado mientras tú también lo hubieras soportado. Pero ahora…, es demasiado, Gwyn. Lo del niño es demasiado. ¡Dime al menos de quién es!

Gwyn volvió a sacudir la cabeza. La desgarraba por dentro pero no reveló la verdad.

– Lo siento, James. No puedo. Si por eso tienes que irte, entonces vete.

Contuvo un sollozo.

James puso una brida al caballo y ya se disponía a sacarlo al exterior. Como siempre, Daimon se unió a él. James acarició el perro.

– ¿Vas a llevártelo? -preguntó Gwyn con la voz ahogada.

James dijo que no.

– No es mío. No puedo permitir que el mejor semental de Kiward Station se vaya conmigo.

– Pero te echará de menos… -Gwyneira contempló con el corazón partido cómo ataba al perro.

– Yo también echaré muchas cosas de menos, pero todos aprenderemos a vivir con ello.

– Te lo regalo. -Gwyneira deseó de repente que James se llevara al menos un recuerdo de ella. De ella y de Fleur. De los días en la montaña. De la demostración de los perros el día de su boda. De todas esas cosas que habían hecho juntos, de los pensamientos que habían compartido.

– No me lo puedes regalar, no te pertenece -dijo James en voz baja-. El señor Gerald lo compró en Gales, ¿no te acuerdas?

¡Que si lo sabía! Y recordaba Gales y las palabras amables que entonces había intercambiado con Gerald. Entonces lo había tenido por un gentleman, algo exótico quizá, pero honesto. Y qué bien recordaba esos primeros días con James, cuando ella le enseñó los trucos para adiestrar a los jóvenes perros. Él la respetaba, aunque fuera una mujer…

Gwyneira miró a su alrededor. Los cachorros de Cleo eran lo bastante mayores como para separarlos de su madre, si bien seguían corriendo tras ella y, por ello, pululaban ahora en torno a Gwyneira. Se agachó y levantó al cachorro más grande y bonito. Una joven perra casi negra, con la sonrisa típica de los collie de Cleo.

– Pero a ésta sí puedo regalártela. Es mía. Acéptala, James. ¡Por favor, acéptala! -Con resolución le puso a James el cachorro entre las manos. La perrita enseguida intentó lamerle la cara.

James sonrió y parpadeó turbado para que Gwyn no viera las lágrimas de sus ojos.

– Se llamará Friday, ¿verdad? Viernes, el compañero de Robinson Crusoe en la soledad.

Gwyn asintió.

– No tienes que estar solo… -dijo con un débil tono de voz.

James acarició al animal.

– A partir de ahora, nunca más. Muchas gracias, Miss Gwyn.

– James… -Se acercó y levantó el rostro hacia él-. James, desearía que fuera tu hijo.

James depositó un suave beso en sus labios, con tanta dulzura y serenidad como sólo Lucas la había besado.

– Te deseo suerte, Gwyn. Que tengas suerte.

Gwyneira lloró sin cesar cuando James se hubo ido. Lo siguió con la mirada desde su ventana, lo vio cabalgar por los prados, con la perrita delante de él, en la silla. Partía hacia tierras montañosas. ¿O tal vez iría a Haldon por el atajo que ella había descubierto? A Gwyn le daba lo mismo, lo había perdido. Había perdido a los dos hombres. Salvo Fleur, sólo le quedaban Gerald y ese maldito e indeseado niño.

Gerald Warden no habló del embarazo de su nuera, ni una sola vez, cuando era tan evidente que todos, a primera vista, lo reconocían. Por ello tampoco se habló de la cuestión de la asistencia al parto. Esta vez no se traería a ninguna comadrona a la casa, no se consultaría a ningún médico para que controlara el curso del embarazo. La misma Gwyneira intentaba ignorar en lo posible su estado. Siguió cabalgando hasta las últimas semanas, incluso los caballos más impetuosos, e intentaba no pensar en el nacimiento. Tal vez el niño no sobreviviera si no obtenía la ayuda de un especialista.

En contra de lo que Helen esperaba, los sentimientos de Gwyneira hacia el niño no cambiaron durante el embarazo. Ni siquiera mencionaba los primeros movimientos de la nueva vida que con tanto arrobo había celebrado cuando se trataba de Ruben y Fleur.

Y cuando en una ocasión el niño se agitó tanto que Gwyneira dio un respingo, no surgió después ningún alegre comentario respecto a la manifiesta buena salud del niño, sino sólo un desagradable: «Hoy está otra vez pesado. ¡A ver si esto acaba de una vez!»

Helen se preguntaba a qué se refería Gwyn. A fin de cuentas, con su nacimiento, el niño no desaparecería, sino que reclamaría con más firmeza sus derechos. Tal vez se despertaría entonces de una vez el instinto maternal de Gwyn.

Primero, sin embargo, se acercaba la hora de Kiri. La joven maorí se alegraba de la llegada de su hijo y continuamente intentaba involucrar a Gwyn en ello. Comparaba sonriente el tamaño de los vientres de las dos y bromeaba con su señora diciéndole que su bebé sería más joven pero mucho más grande. En efecto, el vientre de Gwyneira adquirió proporciones enormes. Intentaba ocultarlo en lo posible, pero a veces, en sus horas más oscuras, casi temía llevar mellizos.

– ¡Imposible! -dijo Helen-. Matahorua se habría dado cuenta.

También Rongo Rongo se limitaba a reírse de los temores de su señora.

– No, tú sólo un bebé. Pero guapo, fuerte. Un parto no fácil, Miss Gwyn. Pero no peligro. Mi abuela dice que será bebé espléndido.

Cuando Kiri empezó a sentir dolores, Rongo Rongo desapareció. Siendo una discípula aplicada de Matahorua estaba bien considerada como comadrona pese a su juventud y pasaba algunas noches en el poblado maorí. Ese día llegó por la mañana contenta: Kiri había dado a luz a una niña sana.

Apenas tres días después del nacimiento, Kiri llevó orgullosa su hija a Gwyneira.

– Yo la llamo Marama. Bonito nombre para niña bonita. Significa «luna». La traigo al trabajo. ¡Jugar con el hijo de Miss Gwyn!

Seguramente Gerald Warden tendría su propio parecer al respecto, pero Gwyneira no hizo comentarios. Si Kiri quería tener el bebé a su lado, podía traerlo. Gwyn, en lo que iba de tiempo, no encontraba más motivos para contradecir a su suegro. La mayoría de las veces Gerald se retiraba en silencio. Las relaciones de poder en Kiward Station se habían transformado sin que Gwyn comprendiera de hecho la causa de ello.

En esta ocasión no había nadie en el jardín cuando Gwyneira sufrió las contracciones, ni nadie a la espera en el salón. Gwyn no sabía si Gerald estaba informado de que el alumbramiento era inminente y también le daba lo mismo. Era posible que el viejo pasara la noche otra vez con una botella en sus aposentos, y hasta que el parto no hubiera concluido sería incapaz de entender la noticia.

Tal como Rongo Rongo había anunciado, el nacimiento no transcurrió tan exento de complicaciones como el de Fleurette. Era evidente que el niño era más grande y Gwyneira obraba a disgusto. En el caso de Fleurette había anhelado la llegada, prestado atención a cada una de las palabras de la comadrona y se había esforzado por ser una madre por excelencia. Ahora se limitaba a soportarlo todo con apatía, a veces aguantaba los dolores con estoicismo, otras veces protestando. La perseguían los recuerdos de los dolores con que ese niño había sido concebido. Volvía a sentir el peso de Gerald encima, a oler su sudor. Entre los dolores vomitó varias veces, se sintió débil y apaleada, y gritó al final de cólera y dolor. Al terminar estaba totalmente agotada y sólo quería morir. O mejor aún, que muriese ese ser que se aferraba a su vientre como un pernicioso parásito.

– ¡Sal de una vez! -gritó-. Sal de una vez y déjame en paz…

Tras casi dos días de tortura absoluta -y al final casi de odio hacia todos los que le habían hecho eso-, Gwyneira dio a luz un hijo. Sólo sintió alivio.

– ¡Un niño tan guapo, Miss Gwyn! -exclamó Rongo resplandeciente-. Como Matahorua lo dijo. Espere, lo lavo y luego se lo doy. Darle un poco de tiempo antes de cortar el cordón…

Gwyneira sacudió enloquecida la cabeza.

– No, córtalo, Rongo. Y llévatelo. No quiero tenerlo. Quiero dormir… tengo que descansar…

– Pero después lo hará. Primero ver el bebé. ¿A que es bonito? -Rongo había limpiado con esmero al bebé y lo colocó sobre el pecho de Gwyn. Hacía los primeros movimientos para mamar. Gwyneira lo apartó. Bien, era sano, perfecto con sus diminutos deditos en las manos y en los pies, pero a pesar de eso no lo quería.

– ¡Llévatelo, Rongo! -exigió con determinación.

Rongo no entendía.

– ¿Pero dónde quiere que lo lleve, Miss Gwyn? Necesita a usted. Necesita a su madre.

Gwyn se encogió de hombros.

– Llévaselo al señor Gerald. Quería un heredero, ahora ya lo tiene. Ya verá como se las apaña. Ahora, déjame tranquila. ¿Lo harás pronto, Rongo? Oh, Dios mío, no, vuelve a empezar… -Gwyneira gimió de dolor-. No puede ser que tengan que pasar tres horas hasta expulsar la placenta…

– Ahora cansada, Miss Gwyn. Es normal -dijo apaciguadora Kiri cuando Rongo llegó, agitada y con el bebé, a la cocina. Kiri y Moana estaban ocupadas recogiendo los platos de la cena que Gerald había tomado solo. La pequeña Marama dormía en una cestita.

– ¡No es normal! -protestó Rongo-. Matahorua ha ayudado en miles de nacimientos, pero ninguna madre ha reaccionado como Miss Gwyn.

– Ah, cada madre es distinta… -sostuvo Kiri, y pensó en la mañana en que encontró a Gwyneira con la ropa desgarrada durmiendo en el suelo de su habitación. Había muchos indicios de que el niño había sido concebido esa noche. Gwyn podría tener razones para no quererlo.

– ¿Y qué hago ahora con él? -preguntó Rongo vacilante-. No puedo llevarlo al señor Gerald. No le gustan los niños alrededor.

Kiri rio.

– El bebé también necesita leche y no whisky. Es demasiado pronto para empezar con eso. No, no, Rongo, déjalo aquí. -Se desabrochó con toda naturalidad la pulcra ropa de servicio, descubrió sus pechos hinchados y tomó al niño de los brazos de Rongo-. Así está mejor.

El recién nacido se puso de inmediato a mamar. Kiri lo mecía con dulzura. Cuando por fin se durmió junto a su pecho, lo dejó con Marama en la cestita.

– Di a Miss Gwyn que está bien cuidado.

Gwyneira no quería saber nada. Ya dormía y al día siguiente no preguntó por el niño. No mostró la menor emoción cuando Witi le llevó un ramo de flores y le señaló la tarjeta que lo acompañaba.

– Del señor Gerald.

En el rostro de la joven se dibujó una expresión de horror y de odio, pero también de curiosidad. Abrió el sobre.

«Te doy las gracias por Paul Gerald Terence.»

Gwyneira gritó, arrojó las flores al otro lado de la habitación y rompió la tarjeta en pedazos.

– ¡Witi! -ordenó a la asustada sirvienta-. ¡O mejor, Rongo, a ella no le fallarán las palabras! Ve corriendo al señor Gerald y dile que el niño sólo se llamará Paul Terence o lo estrangularé en la cuna.

Witi no entendió, pero Rongo estaba horrorizada.

– Yo decir -prometió en voz baja.

Tres días más tarde, el heredero de los Warden era bautizado con el nombre de Paul Terence Lucas. Su madre se mantuvo alejada de la celebración, estaba indispuesta. Pero sus criadas sabían que Gwyneira ni siquiera había dedicado una sola mirada al niño.

7

– ¿Cuándo me presentarás por fin a Paul? -preguntó Helen impaciente. Gwyneira no había podido montar a caballo justo después de dar a luz, naturalmente, y aun ahora, transcurridas ya cuatro semanas, había llegado con Fleur en el carruaje. Ya era la tercera vez y era evidente que se recuperaba del esfuerzo. Helen se preguntaba simplemente por qué no llevaba al bebé consigo. Tras el nacimiento de Fleur, Gwyn apenas si había logrado esperar a enseñarle su hijita a su amiga. A su hijo, sin embargo, apenas lo mencionaba. E incluso ahora que Helen preguntaba en concreto por él, su amiga sólo hacía un movimiento de rechazo con la mano.

– Ah, otro día. Es cansado cargar con él, además llora todo el tiempo cuando lo alejo de Kiri y Marama. Con ellas se siente bien, así que qué le vamos a hacer.

– Pero me gustaría verlo una vez -insistió Helen-. ¿Qué te pasa, Gwyn? ¿Hay algo que no va bien con el niño?

Fleurette y Ruben se habían ido a la aventura justo después de la llegada de Gwyn, los niños maoríes no asistirían hoy porque había festejos en su poblado. Helen encontraba que era el día ideal para tomar el pulso a su amiga.

Ésta sacudió indiferente la cabeza.

– ¿Qué es lo que no iba a ir bien? Lo tiene todo. Es un bebé fuerte, y por fin un niño. Ya he cumplido con mi obligación y ya he hecho lo que se esperaba de mí. -Gwyneira jugaba con la taza de té-. Y ahora, cuéntame las novedades. ¿Ha llegado por fin el órgano para la iglesia de Haldon? ¿Y cederá el reverendo ahora a que lo toques tú si no hay ningún organista varón?

– ¡Olvídate de ese absurdo órgano, Gwyn! -Helen se refugiaba fingiendo impaciencia, pero se sentía más bien desorientada-. ¡Te he preguntado por tu bebé! ¿Qué te está pasando? Hablas entusiasmada de todos los cachorros salvo de Paul. Y es tu propio hijo… ¡Tendrías que estar rebosante de alegría! ¿Y qué ocurre con el orgulloso abuelo? En Haldon ya se rumorea que pasa algo raro con el bebé porque Gerald no ha pagado ninguna ronda en el pub para celebrar el nacimiento de su nieto.

Gwyneira se encogió de hombros.

– No sé lo que piensa Gerald. ¿Podríamos ahora cambiar de tema?

En apariencia tranquila, tomó un pastelillo de té.

A Helen le hubiera gustado zarandearla.

– ¡No, no podemos, Gwyn! ¡Dime ahora mismo lo que está pasando! ¡A ti, al niño o a Gerald os ha sucedido algo! ¿Estás enfadada con Lucas porque te ha dejado?

Gwyn sacudió la cabeza.

– Bah, ya hace tiempo que lo he olvidado. Sus razones tendría.

De hecho, no sabía bien cuál era su postura frente a Lucas. Por una parte estaba enojada, porque la había dejado sola con su dilema; por otra parte entendía la huida. Pero, de todos modos, los sentimientos de Gwyneira apenas si se agitaban tras la partida de James y el nacimiento de Paul: era como si los guardara bajo una capa de calima. Si no sentía nada, tampoco era vulnerable.

– ¿Las razones no tenían nada que ver contigo o con el bebé? -siguió hurgando Helen-. No me engañes, Gwyn, tienes que plantar cara a este asunto. De lo contrario pronto todos hablarán de ello. En Haldon ya chismorrean y los maoríes también hablan. Ya sabes que educan en colectivo a los niños, la palabra «madre» no tiene para ellos el mismo significado que para nosotros y a Kiri no le importa ocuparse también de Paul. Pero tal falta de interés como la que muestras tú por tu hijo… ¡Deberías pedir consejo a Matahorua!

Gwyn sacudió la cabeza.

– ¿Y qué habría de aconsejarme? ¿Puede hacer que vuelva Lucas? ¿Puede…? -Se interrumpió asustada. Estaba a punto de decir más de lo que nadie en el mundo debía saber.

– Quizás ella podría ayudarte a entenderte mejor con el bebé -insistió Helen-. ¿Por qué no le das de mamar? ¿No tienes leche?

– Kiri tiene leche para dos -dijo Gwyneira con desdén-. Y yo soy una lady. En Inglaterra no es habitual que las mujeres como yo amamanten a los hijos.

– ¡Estás loca, Gwyn! -Helen sacudió la cabeza. Estaba empenzado a enfadarse-. Podrías buscarte pretextos mejores. El de que es porque eres una lady nadie se lo cree. Así que otra vez: ¿se marchó Lucas porque estabas embarazada?

Gwyn sacudió la cabeza.

– Lucas no sabe nada del bebé… -dijo en voz baja.

– ¿Entonces es que lo engañaste? Es lo que se dice por Haldon, y si sigue así…

– Maldita sea, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Ese maldito niño es un Warden! -Toda la ira de Gwyneira estalló de pronto y rompió a llorar. Ella no se había merecido todo eso. Había sido sumamente discreta con la concepción de Fleur. Nadie, nadie en absoluto, dudaba de su legitimidad. ¿Y ahora el auténtico Warden iba a ser tildado de bastardo?

Helen reflexionó en profundidad mientras Gwyneira no dejaba de sollozar. Lucas no sabía nada del embarazo y, según Matahorua, los problemas que hasta entonces tenía para concebir niños residían en él. Así pues, si era un Warden el que había concebido a ese niño, entonces…

– Dios mío, Gwyn… -Helen era consciente de que nunca debía pronunciar lo que sospechaba, pero veía la escena ante sí con claridad. Gerald Warden debía de haber dejado embarazada a Gwyneira, y no parecía que eso hubiera sucedido con el consentimiento de ella. Abrazó a su amiga para consolarla-. Oh, Gwyn, qué tonta he sido. Lo debería de haber sabido enseguida. Y, sin embargo, te he atormentado con una avalancha de preguntas. ¡Pero tú…, tú debes olvidarlo ahora! Es igual el modo en que haya sido concebido Paul. ¡Es tu hijo!

– ¡Lo odio! -dijo sollozando Gwyneira.

Helen sacudió la cabeza.

– Qué tontería. No puedes odiar a un niño pequeño. Sea lo que sea lo que haya sucedido, Paul no tiene nada que ver con ello. Tiene derecho a su madre, Gwyn. Igual que Fleur y Ruben. ¿Crees que disfruté especialmente con su concepción?

– ¡Lo hiciste por propia voluntad! -le gritó encolerizada Gwyn.

– Al niño le da igual. Por favor, Gwyn, inténtalo al menos. Tráete al niño, preséntaselo a las mujeres de Haldon, enorgullécete un poco de él. Después ya surgirá el amor.

A Gwyneira le había sentado bien llorar y se sentía aliviada de que Helen supiera lo sucedido y no la juzgara. Era evidente que en ningún momento su amiga había supuesto que Gwyn se hubiera unido de forma voluntaria a Gerald: una pesadilla que la perseguía desde que supo que estaba embarazada. Desde la partida de James corría ese rumor en la cuadra y Gwyn sólo se alegraba de que al menos eso no hubiera llegado a sus oídos. No hubiera soportado que James le hiciera preguntas al respecto. Pese a que el «carácter de criadora» de Gwyn le permitía seguir perfectamente el razonamiento que inducía a trabajadores y amigos a esa suposición. Después de que el fracaso de Lucas fuera evidente, concebir al heredero con Gerald habría sido una solución del todo natural. Gwyn se preguntaba por qué cuando buscaba padre para su primer hijo no se le había ocurrido esa idea…, tal vez porque el padre de Lucas era tan agresivo con ella que temía quedarse a solas o conversar con él. Pero el mismo Gerald debería de haber dado vueltas a esta idea con frecuencia y tal vez ahí residía la razón de que bebiera y estuviera resentido: quizá todo eso había servido para no dar rienda suelta al deseo prohibido y la escandalosa idea de concebir sin más ni más, él mismo, a su propio «nieto».

Gwyn estaba profundamente sumida en sus pensamientos cuando condujo el carro a su casa. Por suerte, no tenía que encargarse de Fleur: la niña cabalgaba orgullosa y feliz junto al carro. George Greenwood había regalado al pequeño Paul, con motivo de su bautismo, un poni. Debía de haber planeado con tiempo pedir la yegua en Inglaterra, en cuanto se enteró del embarazo de Gwyn. Fleurette, por supuesto, había acaparado el caballito de inmediato y desde el primer momento se había entendido con él estupendamente. No cabía duda de que no se desprendería de él cuando Paul creciera. Gwyn tendría que inventarse algo, pero tenía tiempo por delante. Primero debía solucionar el problema de que en Haldon se considerase a Paul un bastardo. Había que evitar los cotilleos en torno al heredero de los Warden. Gwyneira debía defender su honor y el de su familia.

Cuando por fin llegó a Kiward Station, se dirigió sin demora a sus estancias y buscó al niño. Tal como esperaba, encontró la cuna vacía. Tras algunos intentos vanos, descubrió a Kiri en la cocina con un bebé en cada pecho.

Gwyn forzó una sonrisa.

– Ahí está mi niño -dijo afectuosa-. Cuando esté listo, Kiri, ¿podría yo…, podría tenerlo un rato en brazos?

Si Kiri encontró ese deseo raro, no lo dejó entrever. En lugar de ello, sonrió radiante a Gwyn.

– ¡Claro! ¡Él contento de ver a su mamá!

Pero Paul no se puso en absoluto contento. Por el contrario, rompió a llorar en cuanto Gwyn lo separó de los brazos de Kiri.

– Lo hace sin querer -murmuró Kiri turbada-. Sólo no está acostumbrado.

Gwyn meció al niño y se esforzó por vencer la impaciencia que no tardó en aflorar. Helen tenía razón, el niño no era culpable de nada. Y visto de forma objetiva, Paul era realmente un jovencito precioso. Tenía ojos grandes y claros, todavía azules y redondos como canicas. El cabello parecía estar oscureciéndosele, ondulado y rebelde, y al observar la línea noble de sus labios Gwyn se acordó de Lucas. No debería ser muy difícil amar a ese niño…, pero primero tenía que aplacar los rumores…

– A partir de ahora me lo llevaré más a menudo para que se acostumbre a mí -explicó a la perpleja pero contenta Kiri-. Y mañana me acompañará a Haldon. Puedes venir si quieres. Como su nodriza…

«Al menos así no llorará todo el tiempo», pensó Gwyn cuando el niño, ni siquiera tras pasar media hora en brazos de su propia madre, no se había tranquilizado aún. Sólo cuando lo volvió a poner junto a Marama en la cestita improvisada (Kiri siempre se hubiera llevado a los niños consigo, pero Gerald no se lo permitía durante el trabajo) el niño se calmó. Moana cantó una canción a los bebés mientras cocinaba. Entre los maoríes, cualquier mujer emparentada de la generación adecuada servía como madre.

La señora Candler y Dorothy se mostraron encantadas cuando por fin les llevaron al heredero de los Warden. La señora Candler regaló a Fleur una piruleta y no se cansó de mirar al pequeño Paul. Gwyneira no tenía la menor duda de que comprobaría que no había discapacidad física y permitió a su vieja amiga que sacara a Paul de sus mantas y paños y lo meciera en sus brazos. El pequeño estaba de buen humor. El traqueteo en el carruaje les había gustado a él y a Marama. Los dos niños habían dormido dulcemente durante el viaje y, poco antes de la llegada, Kiri los había amamantado. Ahora ambos estaban despiertos y Paul contemplaba a la señora Candler con ojos bien abiertos y curiosos. Agitaba las piernas con vigor. Así se habían barrido las dudas de las amas de casa de Haldon respecto a si el niño era tal vez disminuido. Quedaba tan sólo la pregunta sobre su origen.

– ¡El cabello oscuro! ¡Y esas pestañas largas! ¡Igual que su abuelo! -le arrulló la señora Candler.

Gwyneira señaló la forma de los labios, así como la marcada zona del mentón propia tanto de Gerald como de Lucas.

– ¿Le han llegado noticias al padre de la fortuna que ha tenido? -intervino otra mujer que interrumpió en ese momento sus compras para examinar al bebé-. ¿O todavía está…? Oh, perdón, ¡esto no es en realidad asunto mío!

Gwyneira sonrió alegre.

– ¡Pues claro que sí! Aunque todavía no hemos recibido sus felicitaciones. Mi esposo está en Inglaterra, señora Brennerman; si bien no con el consentimiento de mi suegro. De ahí tantos secretos, ya sabe. Pero a Lucas le ha llamado una conocida galería de arte para exponer allí sus obras…

No era del todo mentira. En efecto, George Greenwood había atraído el interés de varias galerías londinenses hacia Lucas; aunque Gwyn había recibido tal información después de que su esposo abandonara Kiward Station. Pero tampoco tenía por qué contarle nada a esa dama.

– Oh, es maravilloso -se alegró la señora Candler-. Y nosotros que pensábamos…, ahora ¡olvídese! ¿Y el orgulloso abuelo? ¡Los hombres han echado de menos su fiesta de celebración!

Gwyneira se forzó por mostrar una expresión relajada, aunque algo afligida.

– En los últimos tiempos, el señor Gerald no se ha sentido muy bien -declaró, lo que no se alejaba demasiado de la verdad; a fin de cuentas su suegro luchaba cada día con los efectos del whisky que había bebido la jornada anterior-. Pero claro que ha planeado celebrar una fiesta. Tal vez una gran fiesta en el jardín, el bautizo fue de lo más espartano. Y vamos a compensarlo, ¿verdad, Pauly? -Cogió de los brazos de la señora Candler al niño y dio gracias al cielo de que éste no se pusiera a llorar.

Había realmente superado el examen. La conversación se desplazó de Kiward Station a la proyectada boda entre Dorothy y el hijo menor de los Candler. Ya hacía dos años que el mayor se había casado con Francine, la joven comadrona, y el mediano estaba recorriendo mundo. La señora Candler informó de que hacía poco que había recibido una carta de él desde Sidney.

– Creo que se ha enamorado -dijo con una sonrisa pícara.

Gwyneira se alegró sinceramente por la joven pareja, aunque se imaginaba muy bien lo que le esperaba a la señora Candler. El rumor: «Leon Candler se casó con una presidiaria de Botany Bay» (lo cual aludía a la procedencia australiana de la mujer) remplazaría la menos jugosa noticia de «Lucas Werden expone en Londres» a toda velocidad.

– Envíe con toda tranquilidad a Dorothy a mi casa para el vestido de novia -se despidió amistosamente-. Le prometí en una ocasión que le prestaría el mío cuando llegara el caso.

Esperemos que al menos se ponga contenta con esto, pensaba Gwyn cuando conducía a Kiri y su familia al carro.

Sea como fuere, lo sucedido había sido un éxito.

Y ahora Gerald…

– ¡Celebraremos una fiesta! -anunció Gwyneira en cuanto hubo puesto pie en el salón. Arrancó la botella de whisky de la mano de Gerald con determinación y la guardó en el armario correspondiente-. Lo organizaremos ahora mismo y necesitas tener la cabeza clara.

Gerald ya estaba un poco achispado. Al menos con los ojos húmedos, pero todavía estaba en condiciones de seguir las explicaciones de Gwyn.

– ¿Qué… qué es lo que tenemos que celebrar? -preguntó arrastrando la lengua.

Gwyneira lo miró.

– El nacimiento de tu «nieto» -respondió-. ¡A eso se le llama «un feliz acontecimiento», si te dignas a recordarlo!, y todo Haldon está a la espera de que le des el valor que le corresponde.

– Bo… bonita fiesta… Si la ma… madre está de morros y el pa… padre anda vagando por ahí… -apuntó Gerald irónico.

– No eres del todo inocente de la falta de entusiasmo de Lucas y mío -replicó Gwyneira-. Pero ya ves que no pongo morros. Estaré presente y sonreiré, y tú leerás una carta de Lucas, quien, a pesar nuestro, todavía está en Inglaterra. ¡La cosa está que arde, Gerald! En Haldon hablan de nosotros. Se chismorrea que Paul…, bueno, que no es un Warden.

La fiesta se celebró tres semanas más tarde en el jardín de Kiward Station. De nuevo corrió el champán a raudales. Gerald se mostró campechano e hizo que dispararan una salva. Gwyneira no cesó de sonreír y reveló a los invitados que Paul se llamaba como sus dos tatarabuelos. Además de ello señaló a casi todos los miembros de la comunidad el manifiesto parecido existente entre Paul y Gerald. El mismo niño dormitaba feliz en brazos de su nodriza. Gwyn se guardaba, con toda la razón, de presentarlo ella misma. Siempre lloraba a pleno pulmón cuando ella lo cogía, y ella siempre reaccionaba enfadada e impaciente cuando así lo hacía. Reconocía que tenía que acoger a ese niño en la familia y reafirmar su posición, pero no podía experimentar unos sentimientos profundos hacia el pequeño. Paul le resultaba ajeno y, aun peor, cada vez que miraba su rostro recordaba la expresión de deseo de Gerald en esa noche nefasta de su concepción. Una vez que por fin hubo superado la celebración, la joven huyó a la cuadra para llorar desconsoladamente en las suaves crines de Igraine como había hecho de niña cuando algo parecía ya no tener remedio. Gwyneira sólo deseaba que nada hubiera ocurrido. Añoraba a James, incluso a Lucas. Seguía sin saber nada de su esposo y las pesquisas de Gerald habían sido infructuosas. El país era, simplemente, demasiado grande. Quien deseaba desaparecer, desaparecía.

8

– ¡Golpea de una vez, Luke! Una vez, con fuerza, detrás de la cabeza. ¡Ahí no nota nada!

Mientras Roger todavía hablaba, aniquiló a otro cachorro siguiendo todas las normas del oficio de cazar focas: el animal murió sin que la piel se viera dañada. Los cazadores mataban con ayuda de una estaca con la que golpeaban en la nuca de la foca. Si se derramaba sangre, era por la nariz del joven animal. A continuación se ponían a despellejarlo sin comprobar antes que realmente estuviera muerto.

Lucas Warden levantó el garrote, pero no podía, sin más, hacer de tripas corazón y apalear con él el animalito que lo miraba confiado con sus grandes ojos de niño. Y eso sin contar con los lamentos de la foca madre que oía alrededor de él. Los hombres sólo iban en busca de las pieles especialmente blancas y valiosas de los cachorros. Se desplazaban por los bancos de focas donde las madres criaban a sus vástagos y mataban a los cachorros ante las miradas maternas. Las rocas de la bahía de Tauranga ya estaban teñidas de rojo a causa de la sangre y Lucas debía luchar para no vomitar. No podía entender cómo los hombres actuaban con tal falta de sensibilidad. El sufrimiento de los animales no parecía interesarles lo más mínimo; incluso bromeaban respecto a lo pacífica e ingenuamente que las focas esperaban a sus cazadores.

Hacía tres días que Lucas se había unido al grupo, pero hasta ese momento no había matado todavía ningún animal. Al principio, los hombres no advirtieron que se limitaba a ayudar a despellejar y a poner las pieles en los coches y en las estructuras portantes. Pero ahora exigían con vehemencia que también él participara en la matanza. Lucas se sentía mal sin remedio. ¿Era esto lo que haría de él un hombre? ¿Qué es lo que había de más honorable en matar animales indefensos que en pintar y escribir? Pero Lucas no quería planteárselo más. Estaba ahí para demostrarse, decidido, que iba a hacer el mismo trabajo con el que su padre había sentado las bases de su reino. En un principio, Lucas incluso se había enrolado en un ballenero, pero había fracasado vergonzosamente. Aunque no lo asumía de buen grado, había huido, y eso que ya había firmado un contrato y el hombre que lo había reclutado le había caído muy bien…

Lucas había conocido a Copper, un hombre alto y de cabello oscuro, con el rostro anguloso y curtido por el aire libre típico de los coasters, en un pub cerca de Greymouth. Justo después de huir de Kiward Station, cuando todavía lo invadía la ira y el odio hacia Gerald hasta tal punto que apenas lograba pensar con claridad. Entonces se había precipitado hacia la costa Oeste, Eldorado de los «hombres duros» que se autodenominaban con orgullo coasters y que ganaban su sustento primero con la pesca de ballenas y la caza de focas y, más recientemente, también buscando oro. Lucas había querido mostrar a todos que sabía ganarse su propio dinero, comportarse como un «auténtico hombre» y luego, en algún momento, regresar a casa envuelto en la gloria y cargado con… ¿con qué? ¿Oro? Entonces más bien tendría que haberse armado con una pala y un tamiz y dirigirse a caballo a las montañas en lugar de enrolarse en un ballenero. Pero Lucas no había reflexionado tanto. Sólo quería estar lejos, muy lejos, a ser posible en alta mar, y quería derrotar a su padre con sus propias armas. Así que, tras una azarosa cabalgada por las montañas, había llegado a Greymouth, una colonia miserable que, salvo una taberna y un muelle, no tenía mucho que ofrecer. No obstante, en el pub había un rinconcito seco en el que Lucas podía instalarse.

Por primera vez en varios días se hallaba de nuevo bajo un techo. Las mantas todavía estaban húmedas y sucias de pernoctar al aire libre. Lucas también habría disfrutado de un baño, pero en Greymouth no estaban equipados para eso. A Lucas no le extrañaba demasiado que los «hombres auténticos» se lavaran pocas veces. En lugar de agua, fluían en abundancia la cerveza y el whisky y, tras unos pocos vasos, Lucas había explicado sus planes a Cooper. Lo animó el hecho de que el coaster no lo rechazara de inmediato.

– No tienes aspecto de cazador de ballenas -advirtió, dedicando una larga mirada a la cara delicada de Lucas y sus dulces ojos grises-. Pero tampoco pareces blando… -El hombre agarró los brazos de Lucas y percibió la musculatura-. Por qué no. Otros han aprendido a manejar un arpón. -Rio. Pero luego su mirada se volvió inquisitiva-. ¿Pero conseguirás estar solo durante dos o tres años? ¿No echarás de menos a las guapas muchachas de los puertos?

Lucas ya había oído que en la actualidad había que comprometerse por tres o cuatro años si uno se enrolaba en un ballenero. La época dorada de la pesca de la ballena, cuando era fácil encontrar cachalotes junto a las costas de la isla Sur, cuando los maoríes los pescaban incluso en canoas, había pasado. En el presente, las ballenas ya casi se habían extinguido de las proximidades de la costa. Había que navegar mar adentro para encontrarlas, lo que duraba meses, cuando no años. Sin embargo, a Lucas le daba igual. La compañía masculina incluso le resultaba tentadora, siempre que no volviera a ser el hijo del jefe, como en Kiward Station. Ya se las arreglaría; no, ¡iba a ganarse también respeto y consideración! Lucas estaba firmemente decidido y Cooper no parecía rechazarlo. Al contrario, lo trataba casi con interés, le pasó el brazo por los hombros y le dio unas palmadas con las garras de un experimentado carpintero de barco y ballenero. Lucas se avergonzó un poco de sus cuidadas manos, los pocos callos y las uñas todavía relativamente limpias. En Kiward Station los hombres se habían burlado de que se las limpiara de forma periódica, pero Cooper no hizo ningún comentario al respecto.

Lucas acabó siguiendo a su nuevo amigo hasta el barco, fue presentado al capitán y había firmado un contrato que lo ataba durante tres años al Pretty Peg, un velero panzudo y no demasiado grande que parecía tan robusto como su propietario. El capitán Robert Milford era más bien pequeño, pero un manojo de músculos. Cooper hablaba con gran respeto de él y elogiaba sus habilidades como arponero jefe. Milford saludó a Lucas con un fuerte apretón de manos, le informó acerca de su sueldo (que le pareció escandalosamente bajo) y pidió a Cooper que le asignara un camarote. El Pretty Peg zarparía pronto. Lucas todavía contaba con dos días para vender su caballo, llevar sus cosas a bordo del pesquero y ocupar un sucio catre al lado de Cooper. Todo esto respondía a sus deseos. En caso de que Gerald mandara buscarlo, llevaría largo tiempo en alta mar antes de que llegara la noticia al aislado Greymouth.

La estancia a bordo, sin embargo, pronto le decepcionó. Ya la primera noche, las pulgas que pululaban bajo cubierta le impidieron dormir; además, intentaba no marearse. Por mucho que Lucas pretendiera dominarse, su estómago se rebelaba ante el balanceo del barco sobre las olas. En el oscuro espacio interior se estaba peor que en la cubierta, así que al final probó a pasar las noches en el exterior, donde el frío y la humedad (con la mala mar la cubierta estaba empapada) pronto lo empujaron a buscar refugio. Los hombres se rieron de nuevo de él, aunque en esta ocasión no le importó tanto porque Cooper estaba manifiestamente de su parte.

– ¡Así que nuestro Luke es un señorito distinguido! -observó con un tono jovial-. Todavía tiene que acostumbrarse. ¡Pero esperad a que lo bautice el aceite de ballena! ¡Lo hará bien, hacedme caso!

Cooper estaba bien considerado entre la tripulación. No sólo era un diestro carpintero, sino también un cazador de primera clase.

A Lucas le hizo bien su amistad e incluso los furtivos contactos que Cooper parecía querer establecer no le resultaban desagradables. Tal vez Lucas habría incluso disfrutado de ellos si las condiciones higiénicas del Pretty Peg no fueran tan horrorosas. Había poca agua potable y nadie pensaba en malgastarla para lavarse. Los hombres apenas se afeitaban y carecían de ropa de repuesto. Cuando transcurrieron unas pocas noches, los cazadores y sus alojamientos olían peor que los corrales de Kiward Station. El mismo Lucas intentaba lavarse como mejor podía con agua de mar, pero era difícil y levantaba de nuevo la hilaridad entre el resto de los hombres. Lucas se sentía sucio, tenía el cuerpo repleto de picaduras de pulga y se avergonzaba de estar así. Pero no tenía por qué hacerlo: los otros hombres disfrutaban, al parecer, de su compañía y no hacían caso del mal olor de su cuerpo. Lucas era el único al que eso le molestaba.

Puesto que había poco que hacer, porque el barco podría navegar con una tripulación mucho más reducida y sólo hubo trabajo para todos cuando empezó la caza, transcurrían mucho tiempo juntos. Contaban historias en las que fanfarroneaban sin el menor rubor, cantaban canciones obscenas y pasaban el tiempo jugando a cartas. Hasta hacía poco, Lucas había evitado jugar al póquer y al blackjack por ser juegos poco distinguidos, pero aun así, conocía las reglas y pasaba inadvertido. Por desgracia, no había heredado el talento de su padre. Lucas no conseguía echarse ningún farol ni poner cara de póquer. Se le notaba qué estaba pensando y eso no era agradable ni para los hombres ni para el juego. En un tiempo sumamente corto perdió el poco dinero que llevaba de Kiward Station y tuvo que contraer deudas.

Con toda seguridad habrían surgido nuevas dificultades si Cooper no lo hubiera protegido. El hombre, de más edad, no escondía sus elogios y Lucas empezaba a estar preocupado. No era engorroso, pero acabaría llamando la atención. Lucas todavía recordaba con espanto las indirectas de los conductores de ganado de Kiward Station cuando él se sentía mejor con el joven Dave que con los hombres más experimentados. No obstante, los comentarios de los cazadores del Pretty Peg todavía se mantenían en los límites. También entre otros hombres del ballenero había amistades estrechas y a veces, por la noche, surgían sonidos de los catres que ruborizaban a Lucas y despertaban en él deseo y envidia. ¿Era en eso en lo que había soñado en Kiward Station y en lo que había pensado cuando intentaba hacer el amor con Gwyneira? Lucas sabía que al menos algo tenía que ver con ello, pero había algo en él que rechazaba pensar en el amor en ese entorno. No tenía nada de excitante abrazar cuerpos apestosos y sucios, poco importaba si eran de hombres o de mujeres. Y tampoco tenía nada que ver con el único ejemplo literario de su deseo secreto que le era conocido, con el ideal griego del mentor que se encargaba de un niño bien educado para obsequiarlo no sólo con amor, sino también con sabiduría y experiencia.

Si tenía que ser franco, Lucas odiaba cada minuto de su estancia en el Pretty Peg. Le resultaba inimaginable pasar cuatro años a bordo de esa embarcación, pero no había ninguna posibilidad de cancelar el contrato. Además, el barco no atracaría durante meses. Cualquier pensamiento de huida era inútil. Lucas esperaba por eso acostumbrarse en algún momento a las estrecheces, el mar bravío y el hedor. Lo último demostró ser lo más fácil. Pasados unos pocos días, Cooper y los demás le repelían menos, tal vez porque él mismo se hallaba impregnado por el mismo olor. También acabó lentamente por no marearse más y había días en los que Lucas sólo vomitaba a lo sumo una vez.

Pero luego llegó la primera caza y con ella todo cambió.

En el fondo fue un hecho insólito y afortunado para el capitán que el timonel del Pretty Peg avistara ya, dos semanas después de zarpar, un cachalote. Su grito entusiasmado despertó a la tripulación, que aún dormía a primeras horas del día. La noticia puso de inmediato en pie a los hombres, que se precipitaron a la cubierta a la velocidad de un rayo. Estaban excitados y con la fiebre del cazador, lo que no era extraño. El éxito de la empresa significaba unas primas para los cazadores que mejoraban de forma considerable sus exiguas pagas. Cuando Lucas llegó a cubierta vio primero al capitán contemplando ceñudo la ballena que jugaba con las olas frente a la costa neozelandesa, todavía al alcance de la vista.

– ¡Un ejemplar espléndido! -exclamó complacido Milford-. ¡Enorme! ¡Espero que lo consigamos! Si lo hacemos, llenaremos hoy mismo la mitad de los barriles. ¡El bicho está gordo como un cebón antes de la matanza!

Los hombres soltaron una ruidosa carcajada mientras Lucas todavía no podía considerar una presa de caza ese animal majestuoso, que se presentaba ante ellos sin el menor temor. Para Lucas era el primer encuentro con uno de los enormes mamíferos marítimos. El imponente cetáceo, casi tan grande como todo el Pretty Peg, surcaba elegantemente las aguas, parecía saltar de alegría en ellas y girar en el aire y voltear como un travieso caballo encabritado. ¿Cómo iban a matar a ese fabuloso animal? ¿Y por qué tenían interés en destrozar tal belleza? Lucas no se cansaba de observar la gracia y ligereza con que se mostraba la ballena pese a su imponente masa.

El resto de los hombres no le dedicó ni un vistazo. Los cazadores se dividieron en grupos y se reunieron en torno a sus respectivos barqueros. Cooper llamó con un gesto a Lucas. Al parecer pertenecía al grupo de hombres escogidos que capitaneaba su propia chalupa.

– ¡Ahora es el momento! -El capitán corría excitado por la cubierta, ordenando que prepararan los botes. La tripulación formaba un equipo compenetrado. Los hombres bajaron al agua los pequeños y estables botes de remos, en cada uno de los cuales ocuparon sus lugares seis remeros, además del barquero y el arponero, a veces también un timonel. A Lucas los arponeros se le antojaban diminutos en relación con el animal que querían matar. Pero Cooper se limitó a reír cuando hizo un comentario al respecto.

– ¡Es la cantidad lo que vale, joven! Claro, un sólo disparo es como una cosquilla para el animal. Pero seis lo dejan fuera de combate. Luego lo arrastramos junto al barco y le quitamos la grasa. Un trabajo duro pero lucrativo. Y el capitán no es tacaño. Si lo conseguimos, a todos nos caerá un par de dólares extras. ¡Así que ponle ganas!

El mar no estaba ese día demasiado bravío y los botes de remos no tardaron en acercarse a la ballena. Ésta no parecía tener la intención de escapar. Al contrario, se diría que encontraba divertido el bullicio de los botes que la rodeaban y dio un par de saltos más como si quisiera con ello deleitar a los hombres… hasta que se le clavó el primer arpón. Un arponero del bote uno hundió una lanza en la aleta del animal. Sorprendida y enojada, la ballena se puso a la defensiva y nadó directamente hacia el bote de Cooper.

– ¡Cuidado con la cola! Si la herimos de gravedad golpeará con ella alrededor. ¡No nos acerquemos demasiado, chicos!

Cooper daba instrucciones mientras apuntaba hacia el tórax de la ballena. Acertó en el segundo disparo, que situó mucho mejor que el primero. La ballena pareció perder fuerzas. Pero entonces cayó una auténtica lluvia de arpones sobre ella. Lucas contemplaba, con una mezcla de fascinación y espanto, cómo la ballena se rebelaba contra los ataques para huir de ellos mientras era, de hecho, capturada. Los arpones estaban atados con unas cuerdas, con las cuales el animal iba a ser arrastrado, al barco. Ahora la ballena estaba casi enloquecida de dolor y miedo. Tirando de sus ataduras, consiguió liberarse de uno de los arpones. Sangraba a causa de las docenas de heridas y el agua en torno a ella espumeaba teñida de rojo. Lucas sentía repugnancia por la escena y la violencia inmisericorde empleada contra el majestuoso animal. La lucha del coloso con sus rivales duró horas y los hombres agotaron sus fuerzas de tanto remar, disparar y tirar de las cuerdas para vencer su presa. Lucas no advirtió cómo se le formaban ampollas en sus manos y reventaban. No sintió ningún miedo cuando Cooper, dispuesto a distinguirse del resto, osó acercarse cada vez más al animal moribundo que coleaba a su alrededor. Lucas sólo sentía rechazo y compasión por esa criatura dispuesta a luchar hasta su último suspiro. Apenas si podía asimilar que estaba participando en esa lucha desigual, pero tampoco podía dejar en la estacada a la tripulación. Ahora estaba en ello y su vida dependía de que la ballena fuera abatida. Ya reflexionaría más tarde…

La ballena flotaba inmóvil por fin en el agua. Lucas no sabía si realmente estaba muerta o totalmente extenuada, pero, en cualquier caso, los hombres lograron arrastrarla junto al barco. Y luego todo fue casi peor. Empezó la carnicería. Los hombres clavaron largos cuchillos en el vientre del animal para sacar la grasa, que de inmediato se recocía en el barco para convertirla en aceite. Lucas esperaba que la presa estuviera muerta cuando desgarraron los primeros trozos del cuerpo y los arrojaron a la cubierta. Minutos más tarde, los hombres caminaban entre la grasa y la sangre. Alguien abrió la cabeza del animal para sacar el codiciado blanco de ballena. Cooper había contado a Lucas que de ahí se obtenían velas y productos de limpieza y para el cuidado de la piel. Otros buscaban en el intestino del animal el todavía más preciado ámbar gris, un ingrediente básico de la industria del perfume. El hedor era terrible y Lucas se estremeció cuando recordó todos los perfumes que Gwyneira y él tenían en Kiward Station. Nunca había pensado que una porción de ellos se obtuviera de las entrañas pestilentes de un animal cruelmente sacrificado.

En el ínterin colocaron unas marmitas enormes al fuego y el olor de la grasa de ballena hirviendo invadió el barco. Se diría que el aire estaba cargado de grasa, que parecía pegarse a las vías respiratorias. Lucas se asomó por la borda, pero no podía escapar del hedor a pescado y sangre. Hubiera querido vomitar, pero ya hacía tiempo que tenía el estómago completamente vacío. Antes había sentido sed, pero ahora ya no lograba pensar en otro sabor que el del aceite de ballena. Recordó vagamente que de pequeño se lo habían administrado y lo horrible que lo había encontrado. Y ahora se hallaba en medio de una pesadilla de enormes pedazos de carne y grasa que se arrojaban en fétidas marmitas para luego verter el aceite ya listo en los toneles. El responsable de llenar y ordenar los toneles lo llamó para que lo ayudara a cerrar los recipientes. Lucas lo hizo, intentando no mirar al menos el interior de las marmitas, en las que hervían los trozos de la ballena.

Los demás hombres parecían no sentir ninguna aversión. Al contrario, se diría que el olor despertaba su apetito y ya se alegraban a ojos vistas de una comida a base de carne fresca. Para su pesar, la carne de la ballena no podía conservarse, puesto que se pudría con demasiada rapidez, así que la mayor parte del cuerpo, tras quitarle la grasa, se arrojó al mar. No obstante, el cocinero cortó durante dos días carne del animal y prometió a los hombres un banquete. Lucas sabía con certeza que él no probaría bocado.

Al final avanzaron tanto en la tarea que los restos de la ballena se soltaron del barco. La habían descuartizado considerablemente. La cubierta seguía llena de trozos de grasa y la tripulación se desplazaba en medio de una sustancia viscosa y sanguinolenta. Hervir la carne se prolongó muchas horas y pasarían días hasta que la cubierta quedara limpia. Lucas no lo creía posible, sin lugar a dudas no con las simples escobas y cubos de agua que solían utilizar para fregar la cubierta. Era probable que sólo con la próxima tormenta que cayera con intensidad e inundara la cubierta se borrarían todas las huellas de la matanza. Lucas casi deseaba una tromba de agua de tales proporciones. Cuanto más tiempo encontraba para elaborar mentalmente los acontecimientos de ese día, mayor era el pánico que le atenazaba las tripas. Tal vez podría acostumbrase a las condiciones de vida durante el viaje, al contacto de los cuerpos sin lavar; pero, con toda seguridad, no se acostumbraría a días como ésos. No a ese matar y destripar a un animal imponente, pero sí, de forma manifiesta, pacífico. Lucas no tenía ni idea de cómo iba a sobrevivir a los próximos tres años.

Sin embargo, acudió en su auxilio el hecho de que la primera ballena hubiera «caído en las redes» del Pretty Peg tan pronto. El capitán Milford decidió atracar en Westport y descargar el botín antes de volver a zarpar. Al fin y al cabo, esto le llevaría sólo unos pocos días a la tripulación, pero garantizaba un buen precio por el aceite fresco y dejaría los toneles vacíos para otro viaje. Los hombres saltaron de alegría. Ralphie, un hombrecillo rubio de origen sueco, ya soñaba con las mujeres de Westport.

– Todavía es un pueblucho de mala muerte, pero en expansión. Hasta ahora sólo hay balleneros y cazadores de focas, pero también están en camino algunos buscadores de oro. Incluso debe de haber auténticos mineros, alguien dijo algo de yacimientos de carbón. ¡En cualquier caso hay un pub y un par de chicas complacientes! ¡Una vez me tocó una pelirroja…, os aseguro que valía lo que costaba!

Cooper se acercó a Lucas por detrás, quien agotado y asqueado se asomaba por la borda.

– ¿También tú estás pensando en el siguiente burdel? ¿O puedes imaginarte celebrando la exitosa caza ya aquí en el barco? -Cooper había descansado la mano en el hombro de Lucas y la desplazaba ahora, despacio, casi como en una caricia, a lo largo del brazo. Lucas no podía fingir que no entendía la invitación que resonaba en las palabras de Cooper; sin embargo, no se decidía. Sin duda le debía algo a Cooper; ese hombre mayor había sido amable con él. ¿Y acaso no había pensado durante toda su vida una y otra vez en compartir su lecho con un hombre? ¿Acaso ante sus ojos no pasaban las imágenes de hombres cuando se masturbaba y (oh, Dios) cuando yacía con su esposa?

Pero esto…, Lucas había leído los textos de los griegos y los romanos. Entonces, el cuerpo masculino había constituido el ideal de belleza por antonomasia; el amor entre hombres y adolescentes no era escandaloso siempre que no se forzara al niño. Lucas había admirado las imágenes de las esculturas que entonces se tallaban de los cuerpos varoniles. ¡Qué bellos habían sido! ¡Qué lisos, qué limpios y tentadores…! El mismo Lucas se había colocado ante el espejo y se había comparado a ellos, había adoptado las posturas que mostraban los adolescentes, había soñado con estar en brazos de un querido mentor. Pero no se parecía a ese ballenero que, en efecto, era amable y bondadoso, pero voluminoso y hediondo. No había la menor posibilidad de lavarse en el Pretty Peg. Los hombres deambularían por la cubierta sudados, sucios, embadurnados de sangre y grasa. Lucas evitó la mirada inquisitiva de Cooper.

– No lo sé…, ha sido un largo día…, estoy cansado…

Cooper asintió.

– No te preocupes, ve al camarote. Descansa. Tal vez más tarde…, bien, podría llevarte algo de comer. Incluso puede que encuentre whisky.

Lucas tragó saliva.

– Otro día, Cooper. Quizás en Westport… Tú…, yo… No me malinterpretes, pero necesito un baño.

Cooper soltó una carcajada atronadora.

– ¡Mi pequeño gentleman! De acuerdo, yo mismo me encargaré en Westport de que las chicas te preparen un baño o, mejor todavía, ¡que nos lo preparen para los dos! ¡Puede que yo también lo necesite! ¿Te gustaría?

Lucas asintió. Lo importante era que el hombre lo dejara en paz al menos ese día. Lleno de odio y asco hacia sí mismo y los individuos con los que se envilecía, se retiró a su cama plagada de pulgas. ¡Quizás ellas al menos se asustaran del hedor a grasa y sudor! Una esperanza que no tardó en mostrarse vana. Por el contrario, eso parecía agradar todavía más a esos bichos inmundos. Lucas aplastó docenas contra su cuerpo y con ello se sintió todavía más mancillado. Sin embargo, mientras yacía despierto, oyó risas y gritos en la cubierta (era evidente que el capitán había repartido whisky) y al final el sonido de las canciones de borrachos de la tripulación hizo madurar un plan en su mente. Abandonaría el Pretty Peg en Westport. Poco importaba que de ese modo incumpliera o no el contrato. ¡Todo eso le resultaba insoportable!

La huida había sido en el fondo bastante sencilla. El único problema residía en que debía dejar todas sus cosas en el barco. Habría levantado sospechas si hubiera desembarcado con su saco de dormir y sus escasas prendas de vestir para la breve estancia en tierra que el capitán había permitido a la tripulación. No obstante, tomó algo de ropa para cambiarse, a fin de cuentas Cooper le había prometido un baño, lo que justificaba su acción. Cooper, claro está, se rio de ello; pero a Lucas le daba igual. Ahora sólo buscaba una oportunidad para escabullirse. Ésta pronto se le brindó cuando Cooper negociaba con una hermosa y pelirroja muchacha acerca de si había en algún sitio una bañera. Los otros hombres del pub no prestaron atención a Lucas; sólo pensaban en el whisky o estaban con la mirada fija en las exuberantes curvas de la muchacha. Lucas todavía no había pedido nada y por ello no se le podía acusar de marcharse sin pagar cuando salió del local y se escondió a continuación en la cuadra. Había una salida trasera. Lucas la tomó, pasó a hurtadillas por el patio de un herrero, luego por el taller de un fabricante de ataúdes y por unas cuantas casas más, todavía en construcción. Westport era un pueblucho, en eso Cooper había tenido razón, pero estaba en crecimiento.

La localidad estaba situada a las orillas de un río, el Buller. Ahí, justo en la desembocadura del mar, el río era ancho y tranquilo. Lucas vio unas playas de arena interrumpidas por unos bordes rocosos. Pero sobre todo, justo detrás de Westport, se encontraba el bosque de helechos, una naturaleza de un color verde oscuro que parecía por entero inexplorada y que posiblemente sí fuera virgen. Lucas miró a su alrededor, pero estaba solo allí. Al parecer nadie más buscaba la soledad al margen de las casas. Podría fugarse sin ser visto. Corrió a lo largo de la orilla del río con decisión, buscó refugio entre los helechos, siempre que era factible, y avanzó siguiendo el curso del río durante una hora antes de considerar la distancia lo bastante grande como para relajarse. El capitán tampoco se percataría de su ausencia tan pronto, pues el Pretty Peg debía zarpar a la mañana siguiente. Claro que Cooper lo buscaría, pero sin duda no junto al río, al menos, no al principio. Tal vez más tarde miraría en la orilla, pero seguro que se limitaría al entorno de Westport. Sin embargo, Lucas habría preferido internarse ya en la selva si el asco hacia su propio cuerpo sucio no lo hubiera detenido. ¡Había llegado el momento de lavarse! Lucas se desvistió tiritando y escondió su ropa sucia entre un par de piedras; al principio le pasó por la cabeza lavarlas y llevárselas, pero se estremeció sólo de pensar en lavar la sangre y la grasa. Así que conservó sólo la ropa interior, debía dar por perdidos la camisa y los pantalones. Naturalmente era una pena, pues cuando se atreviera a volver a reunirse con seres humanos, no poseería nada más que lo que llevaba puesto. Pero cualquier cosa era preferible a la matanza a bordo del Pretty Peg.

Al final, Lucas se deslizó tiritando en las aguas heladas del río Buller. Sintió que el frío se le clavaba en la piel, pero el agua lavó toda la suciedad. Lucas se sumergió en el fondo, cogió un guijarro y empezó a restregarse la piel con él. Se frotó el cuerpo hasta ponerse rojo como un cangrejo y no sentir apenas el frío del agua. Al fin dejó el río, se vistió con ropa limpia y se internó en el bosque. Éste atemorizaba: húmedo, espeso y lleno de plantas desconocidas y enormes. Pero ahí pudo sacar provecho de su interés por la flora y la fauna de su tierra. Había visto en los libros científicos muchos de los formidables helechos cuyas hojas a veces se enroscaban como orugas y casi parecían estar vivas y superó el miedo intentando clasificarlos. Por lo general no eran venenosos e incluso el mayor weta de los árboles era menos agresivo que las pulgas que había a bordo del ballenero. Tampoco los múltiples sonidos de los animales que resonaban por la selva lo asustaban. Ahí no había más que insectos y pájaros, sobre todo papagayos que llenaban la espesura con sus singulares chillidos, pero que eran totalmente inofensivos. Al final, Lucas se hizo una cama de helechos y no sólo durmió en un sitio más mullido, sino con más tranquilidad que las semanas que había pasado en el Pretty Peg. Aunque lo había perdido todo, la mañana siguiente se despertó con ánimos renovados; algo sorprendente, si se consideraba que había huido de la persona que le daba trabajo, había incumplido un contrato, había contraído deudas de juego y no las había pagado. De todos modos, pensó casi divertido, nadie volverá a llamarme gentleman.

A Lucas le hubiera gustado permanecer en el bosque, pero pese a toda la desbordante fecundidad de esa guarida verde, no había nada comestible. Al menos, no para Lucas; un maorí o un auténtico explorador tal vez lo habrían visto de otro modo. Así que los gruñidos de su estómago lo forzaban a buscar una colonia humana. Pero ¿cuál? En Westport no debía ni pensar. Allí todos sabrían ahora que el capitán buscaba a un marinero fugado. Era incluso posible que el Pretty Peg lo estuviera esperando.

Luego recordó que el día anterior Cooper había mencionado Tauranga Bay. Bancos de focas, a veinte kilómetros de Westport. Los cazadores de focas sin duda no sabrían nada del Pretty Peg ni tampoco se interesarían por él. La caza, sin embargo, prosperaba en Tauranga: seguro que encontraba trabajo allí. Lucas emprendió animado el camino. La caza de focas no podía ser peor que la pesca de la ballena…

Los hombres de Tauranga lo recibieron de hecho amistosamente y el mal olor de su campamento se mantenía en límites aceptables. A fin de cuentas estaba al aire libre y los hombres no se apelotonaban. Por supuesto, la gente debió de pensar que había algo raro en Lucas, pero nadie le formuló ninguna pregunta acerca de su aspecto desaliñado, la ausencia de equipaje y la falta de dinero. Con un gesto de mano rechazaron las manidas explicaciones de Lucas.

– No pasa nada, Luke, nosotros también te daremos de comer. Tú sé útil, mata un par de crías. El fin de semana llevaremos las pieles a Westport. Entonces volverás a tener dinero. -Norman, el cazador de mayor edad, aspiró con calma una bocanada de humo de su pipa. Lucas sintió la oscura sospecha de que ahí no era el único fugitivo.

Hasta podría haberse sentido bien entre esos coasters silenciosos y sosegados… ¡si no hubiera existido la caza! Si es que así podía designarse la matanza de crías indefensas ante los ojos de sus horrorizadas madres. Vacilante, miró el palo que tenía en la mano y al animalito que estaba ante él.

– ¡Dale, Lucas! ¡Píllate esa piel! ¿O te crees que en Westport van a darte dinero el domingo porque nos hayas ayudado a despellejar los animales? ¡Aquí todos nos ayudamos, pero sólo pagan por las pieles de cada uno!

Lucas no veía otra salida. Cerró los ojos y golpeó.

9

Al concluir la semana, Lucas casi tenía treinta pieles de foca y todavía sentía más vergüenza y odio hacia sí mismo que tras el episodio a bordo del Pretty Peg. Estaba firmemente decidido a no regresar al banco de focas después del fin de semana en Westport. Westport era una colonia floreciente, así que alguna colocación debería de haber allí que le resultara más conveniente, aunque con ello admitiera no ser un auténtico hombre.

El comerciante de pieles, un hombre bajito y nervudo, que también administraba las tiendas de Westport, se mostró muy optimista en este sentido. Como Lucas había esperado, no relacionó al nuevo cazador del banco de focas con el ballenero que se había escapado del Pretty Peg. Tal vez era incapaz de hacer tal esfuerzo o le era indiferente. En cualquier caso, le dio un par de centavos por cada piel y respondió servicialmente a sus preguntas acerca de la posibilidad de encontrar otro trabajo en Westport. Como era de esperar, Lucas no reconoció que no soportaba la matanza; en vez de ello admitió que le pesaban la soledad y la compañía de hombres.

– Quiero vivir en la ciudad -afirmó-. Tal vez encontrar a una mujer y fundar una familia…, simplemente, no ver más ballenas y focas muertas. -Lucas dejó el dinero por el saco de dormir y la ropa que acababa de comprar en el mostrador para que le devolvieran el cambio.

El comerciante y los nuevos amigos de Lucas estallaron en sonoras carcajadas.

– Bueno, trabajo no te costará encontrar, pero ¿una mujer? Las únicas chicas que hay aquí están en el local de Jolanda, encima del bar. ¡Claro que están en edad casadera!

Los hombres pillaron el chiste. En cualquier caso, apenas lograban dejar de reír.

– ¡Puedes preguntar ahora mismo! -dijo Norman en tono alegre-. ¿Te vienes con nosotros al pub?

Lucas no podía negarse. En realidad habría preferido ahorrar sus escasas ganancias, pero no le sentaría mal un whisky: un poco de alcohol tal vez lo ayudaría a olvidar los ojos de las focas y el coleteo desesperado de la ballena.

El comerciante de pieles mencionó a Lucas otras posibilidades de ganarse la vida en Westport. Quizás el herrero necesitara ayuda. ¿Había Lucas trabajado alguna vez con el hierro? Lucas se maldijo por no haber prestado atención en Kiward Station a cómo herraba James McKenzie los caballos. Tener las aptitudes para ello podría haberle proporcionado dinero, pero Lucas nunca había tocado un martillo y un clavo. Sabía montar a caballo, eso era todo.

El hombre interpretó de forma correcta el silencio de Lucas.

– No es un artesano, ¿verdad?, no ha aprendido otro oficio que no sea arrear golpes a las focas en la cabeza. ¡Pero la construcción podría ser una posibilidad! Los carpinteros siempre andan buscando ayuda. No dan de sí para todos los encargos; de repente todo el mundo quiere casas junto al Buller. ¡Nos estamos convirtiendo en una ciudad como es debido! Pero no pagan demasiado. ¡Ni comparación con lo que ganas con esto! -Señaló las pieles.

Lucas asintió.

– Lo sé. Pero a pesar de ello seguiré buscando… Siempre… siempre me había imaginado que trabajaría con la madera.

El pub era pequeño y no estaba especialmente limpio. Pero Lucas comprobó aliviado que ninguno de los parroquianos se acordaba de él. Seguro que no habían dedicado ni un segundo vistazo a los marineros del Pretty Peg. Sólo la muchacha pelirroja, que también servía ese día, pareció observarlo de arriba abajo cuando limpió la mesa antes de depositar unos vasos de whisky delante de Norman y Lucas.

– Siento que esto vuelva a tener el aspecto de una pocilga -dijo la muchacha-. Ya le he dicho a Miss Jolanda que el chino no limpia bien… -El «chino» era un empleado de la barra bastante exótico-. Pero mientras nadie se queje… ¿Sólo el whisky o quieren algo también para comer?

A Lucas le habría gustado comer algo. Algo que no oliera a mar y algas marinas y sangre y que no fuera asado en el fuego de los cazadores de focas a toda prisa y a menudo servido medio crudo. Además, parecía que la chica tenía en cuenta la limpieza. Quizá la cocina no estuviera tan sucia como era de temer a primera vista.

Norman rio.

– ¿Tienes algo que «tirarse» al galeto, pequeña? Ya podemos comer en el campamento, pero ahí no hay postrecitos dulces como tú… -Pellizcó a la muchacha en el trasero.

– Ya sabes que eso cuesta un centavo, ¿verdad, pequeño? -respondió ella-. Se lo digo a Miss Jolanda y te lo cargamos a cuenta. Pero no quiero ser así…, por el centavo también te dejo agarrar esto. -La pelirroja se señaló el pecho. Acompañado por los gritos alborozados del resto de los hombres, Norman puso la mano con ganas, de la que luego se desprendió hábilmente la muchacha-. Después te daré más, cuando hayas pagado.

Los hombres rieron cuando ella se alejó taconeando. Llevaba zapatos altos de un rojo subido y un vestido en distintos tonos de gris. Era viejo y se había remendado con frecuencia, pero estaba limpio y el volante de puntillas, que lo hacía más provocativo, estaba cuidadosamente planchado y almidonado. A Lucas le recordó un poco a Gwyneira. Claro, ella era una lady, y esa jovenzuela una puta, pero las dos tenían el cabello rojo y rebelde, la tez clara y ese brillo en los ojos que no anunciaba en absoluto que fuera a conformarse con su destino. Esa muchacha, con toda certeza, no había llegado todavía a la estación término.

– Qué bomboncito, ¿verdad? -observó Norman, que percibió la mirada de Lucas interpretándola de forma no del todo errónea-. Daphne. El mejor caballo de la cuadra de Miss Jolanda además de su mano derecha. Ya te digo yo que, sin ella, aquí nada funciona. Lo tiene todo bajo control. Si la vieja fuera lista, adoptaría al bomboncito. Pero sólo piensa en sí misma. En algún momento la chica se marchará, llevándose los mejores atractivos del local. ¿Qué te parece? ¿La quieres tú primero? ¿O tienes ganas de algo salvaje? -Miró guiñando los ojos alrededor.

Lucas no sabía qué decir.

Por fortuna, Daphne apareció en ese momento con la segunda ronda de whisky.

– Las chicas ya están listas arriba -anunció una vez que hubo repartido los vasos-. Bebed con toda tranquilidad y si queréis os traigo también la botella y luego subís. -Sonrió animosa-. Pero no nos hagáis esperar. Ya sabéis, un poco de alcohol levanta los ánimos, pero cuando se abusa produce flojera. -Y tan deprisa como Norman le había puesto la mano en el trasero, se vengó ella agarrándole la entrepierna.

Norman se sobresaltó, pero luego se echó a reír.

– ¿Me darás a mí también un centavo?

Daphne agitó la cabeza haciendo ondear su cabello rojo.

– ¿Puede que un vaso? -gorjeó, y desapareció antes de que Norman tuviera tiempo de responder. Los hombres silbaron a sus espaldas.

Lucas bebió su whisky y se sintió mareado. ¿Cómo iba a salir de aquí sin haber fracasado antes una vez más? Daphne no lo excitaba lo más mínimo. Y además parecía que le había echado el ojo. Acababa de posar su mirada sobre su rostro y su figura delgada pero musculosa un poco más de tiempo que sobre los cuerpos de los demás. Lucas sabía que las mujeres lo encontraban atractivo y con las putas de Westport no sucedería de otra forma que con las matronas de Christchurch. ¿Qué iba a hacer si Norman realmente lo arrastraba consigo?

Lucas pensó en otra huida, pero eso no valía la pena ni planteárselo. Sin caballo no tenía ninguna posibilidad de salir de Westport; debía permanecer en la ciudad por ahora. Y esto no iba a funcionar, si ya el primer día se ponía en ridículo huyendo de una prostituta pelirroja.

La mayoría de los hombres ya se tambaleaba un poco cuando Daphne volvió a aparecer y pidió a la compañía, ahora con insistencia, que fueran hacia arriba. En cualquier caso, ninguno estaba lo suficiente borracho para no advertir la ausencia de Lucas en caso de duda. Y además estaban las miradas que Daphne seguía lanzándole…

La muchacha condujo a los hombres a un salón repleto de muebles tapizados y delicadas mesitas que, en todos los aspectos, producían un efecto ordinario. Cuatro muchachas, todas en pomposos negligés, ya los estaban aguardando, así como, naturalmente, Miss Jolanda, una mujer bajita y gorda, de mirada fría, que lo primero que hizo fue cobrar un dólar a cada uno de los hombres.

– Así al menos ninguno se me marcha antes de haber pagado -dijo con aplomo.

Lucas pagó el peaje a regañadientes. Pronto no quedaría nada de su sueldo semanal.

Daphne lo condujo hacia un sillón rojo y le puso en la mano otro vaso de whisky.

– Bien, forastero, ¿cómo puedo hacerte feliz? -susurró. Hasta el momento era la única que no llevaba negligé, pero se desató como sin querer el corsé-. ¿Te gusto? Pero te lo advierto: ¡el rojo abrasa como el fuego! Ya he quemado a varios… -Mientras hablaba, le pasó una de sus largas mechas de cabello por el rostro.

Lucas no reaccionó.

– ¿No? -susurró Daphne-. ¿No te atreves? Vaya, vaya. Pero está bien, quizá los otros elementos se ajusten más a lo que tu deseas. Tenemos para todos los gustos. El fuego, el aire, el agua, la tierra… -Fue señalando a las otras tres muchachas que ya se estaban ocupando del resto de los hombres.

La primera era una criatura pálida, de aspecto casi etéreo, con el cabello liso y rubio claro. Sus extremidades eran delicadas, casi delgadas, pero, sin embargo, bajo la fina blusa con que se cubría se percibían unos voluminosos pechos. Lucas lo encontró repugnante. Sin duda alguna sería incapaz de hacer el amor con esa chica. El elemento «agua» estaba encarnado por una joven de cabellos castaños vestida de azul y con ojos risueños y de color topacio. Parecía vivaracha y bromeaba con Norman, quien, a ojos vistas, estaba cautivado. La «tierra» era una joven de tez morena y con bucles también oscuros, sin lugar a dudas, la criatura exótica de la galería de Miss Jolanda, aunque no era realmente bonita: los rasgos de su rostro eran toscos y su cuerpo achaparrado. De todos modos, parecía embelesar a los hombres con los que coqueteaba. Lucas se sorprendía, como era frecuente en él, de los criterios según los cuales los individuos de su mismo género escogían a sus compañeras de cama. En cualquier caso, Daphne era la más hermosa de las muchachas. Lucas debería sentirse halagado por ser su elegido. Si al menos lo hubiera excitado, aunque sólo hubiera sido un poco, si ella tal vez…

– Dime, ¿tenéis quizás algo más joven que ofrecer? -preguntó al final Lucas. La pregunta le resultó a sí mismo detestable, pero si esa noche no quería convertirse en el hazmerreír de todos, lo lograría, como mucho, con una muchacha delgada y aniñada.

– ¿Todavía más joven que yo? -preguntó Daphne pasmada. Tenía razón, era jovencísima. Lucas calculó que como mucho debería tener diecinueve años. Sin embargo, antes de que él pudiera responder, ella lo miró evaluándolo.

– ¡Ahora sé de qué te conozco! ¡Tú eres el tipo que huyó de los balleneros! Mientras que ese gordo marica, Cooper, pedía un baño para vosotros. ¡Casi me parto de la risa con ese tipo que apenas había visto el jabón en toda su vida! En fin, un amor no correspondido…; pero, ¿te gustan los niños?

Lucas se ruborizó de tal manera que se ahorró la respuesta a la observación que la joven había formulado a medias como una pregunta y a medias como una confirmación.

Daphne rio, algo taimada, aunque comprensiva.

– Y además tus distinguidos amigos no lo saben, ¿verdad? Y ahora no querrías llamar la atención. Mira, amigo mío, tengo algo para ti. No, no se trata de un niño, no comerciamos con ellos. Pero algo especial y sólo para mirar, las chicas no se venden. ¿Te interesa?

– ¿El… el qué? -titubeó Lucas. Daphne le ofrecía lo que parecía una salida de escape. ¿Algo especial, que le daría prestigio pero que no exigiría hacer el acto? Lucas presintió que en eso invertiría el resto de su salario.

– Es una especie de…, bueno, de danza erótica. Son dos niñas muy jóvenes, de sólo quince años. Mellizas. ¡Te prometo que nunca has visto algo igual!

Lucas se resignó a su suerte.

– ¿Cuánto? -preguntó apesadumbrado.

– ¡Dos dólares! -respondió Daphne de inmediato-. Uno para cada niña. Y el que ya has pagado para mí. No las dejo solas con los hombres.

Lucas carraspeó.

– Con… conmigo no corren ningún peligro.

Daphne rio. Lucas se maravilló de lo joven y cristalina que resonaba su risa.

– Ya te creo. Está bien, como excepción. ¿No tienes dinero o qué? Todo se quedó en el Pretty Peg, ¿verdad? ¡Eres realmente un héroe! Pero ahora, vete arriba, a la habitación uno. Te envío a las chicas. Yo voy a ver si puedo darle una alegría al tío Norman.

Se dirigió pausadamente hacia Norman y, al momento, hizo empalidecer a la rubia «agua». Daphne, sin lugar a dudas, irradiaba; aun más, casi tenía algo así como estilo.

Lucas entró en la habitación número uno, donde se confirmaron sus expectativas. La habitación estaba amueblada como un hotel de tercera clase: mucho tapizado, una cama ancha… ¿debería tenderse en ella? ¿O daría eso miedo a las chicas? Lucas se decidió al final por un sillón tapizado, también porque la cama no pareció merecer su confianza. Por fin había conseguido desembarazarse de las pulgas del Pretty Peg.

La llegada de las mellizas se anunció con un murmullo general y exclamaciones de admiración que subían desde el «salón», que las chicas tenían que cruzar. Era evidente que se consideraba un lujo, y seguramente un honor especial, el llamar a las mellizas. Daphne no había dejado el menor asomo de duda de que las chicas estaban bajo su protección.

La atención que se les brindaba no pareció ser del agrado de las mellizas, aunque una amplia capa escondía sus cuerpos de las miradas lujuriosas de los hombres. Se deslizaron en la habitación, apretadas la una contra la otra, y a continuación levantaron ligeramente la amplia capucha bajo la cual se habían guarecido las dos cabezas cuando se creyeron en lugar seguro. Si es que en ese sitio podía hablarse de seguridad… Las dos mantuvieron por un tiempo las rubias cabezas inclinadas; era posible que lo hicieran siempre, hasta que Daphne entraba y las presentaba. Puesto que ese día no era el caso, una de ellas levantó por fin la vista. Lucas contempló un rostro delgado y unos ojos de color azul claro y desconfiados.

– Buenas noches, señor. Nos sentimos honradas de que nos haya contratado -dijo recitando un pequeño discurso que evidentemente había practicado-. Soy Mary.

– Y yo soy Laurie -comunicó la segunda-. Daphne nos ha dicho que usted…

– Sólo os miraré, no os inquietéis -dijo Lucas con amabilidad. Nunca habría tocado a esas niñas, pero en una cosa sí se ajustaban a sus expectativas: cuando Mary y Laurie dejaron caer la capa y quedaron ante él como Dios las había traído al mundo, percibió su aniñada delgadez.

– Espero que disfrute con nuestra representación -dijo Laurie con un dócil tono de voz, y tomó la mano de su hermana. Fue un gesto tranquilizador, más bien una búsqueda de protección que el comienzo de un acto sexual. Lucas se preguntaba cómo habían ido a parar esas niñas allí.

Las pequeñas se dirigieron a la cama, se deslizaron en ella pero no se cubrieron con las sábanas. En lugar de eso se arrodillaron la una frente a la otra y empezaron a abrazarse y besarse. En la media hora que siguió, Lucas vio gestos y posturas ante los cuales la sangre se le agolpó en el rostro y se le heló en las venas de forma alterna. Lo que las chicas hacían entre sí era indecente en la más extrema medida. Pero Lucas no lo encontró repugnante. Aquello le recordaba demasiado sus propias fantasías en torno a la unión con un cuerpo que semejara al suyo: una unión amorosa digna y respetuosa por ambas partes. Lucas no sabía si las muchachas encontraban satisfacción con esos actos obscenos, pero no lo creía. Sus rostros permanecían demasiado relajados y tranquilos. Lucas no creyó reconocer ni éxtasis ni deseo. No obstante había, sin lugar a dudas, amor en las miradas que las hermanas se lanzaban y ternura en sus caricias. El juego amoroso desconcertaba al observador…, a medida que transcurría el tiempo, las fronteras entre sus dos cuerpos parecían desaparecer, las chicas se semejaban tanto la una a la otra que su unión, en algún momento, creaba la ilusión de que uno se hallaba ante una diosa danzante con cuatro brazos y dos cabezas. Lucas recordó las imágenes al respecto de la colonia de la Corona, la India. Encontró la visión singularmente excitante, incluso si prefería desear dibujar a las muchachas más que hacer el amor con ellas. Su danza tenía casi algo artístico. Finalmente, las dos se detuvieron estrechamente enlazadas sobre la cama y sólo se separaron cuando Lucas aplaudió.

Laurie lanzó una mirada estimativa a su entrepierna cuando salió de su ensimismamiento.

– ¿No le ha gustado? -preguntó azorada, cuando notó que Lucas conservaba el pantalón abrochado y su rostro no mostraba la menor señal de haberse masturbado-. Nosotras… nosotras también podemos acariciarle, pero…

La expresión de las niñas daba pruebas de que no eran proclives a hacerlo, pero era evidente que había hombres que exigían su dinero de vuelta si no alcanzaban el clímax.

– Pero suele hacerlo Daphne -prosiguó Mary.

Lucas agitó la cabeza.

– No será necesario, gracias. Vuestra danza me ha gustado mucho. Tal como dijo Daphne, ha sido algo muy especial. ¿Pero cómo habéis llegado hasta aquí? Uno no se espera algo así en un establecimiento como éste.

Las muchachas respiraron aliviadas y volvieron a cubrirse con la capa, aunque se quedaron sentadas en el borde de la cama. Al parecer, ya no consideraban a Lucas una amenaza para ellas.

– ¡Oh, fue una idea de Daphne! -respondió Laurie con franqueza. Las dos muchachas tenían unas voces dulces, algo cantarinas; otro signo de que todavía no habían abandonado la infancia.

– Teníamos que ganar dinero -siguió hablando Mary-. Pero nosotras no queríamos…, no podíamos…, es impío dormir con un hombre por dinero.

Lucas se preguntaba si también habrían aprendido esto de Daphne. Ella misma no parecía compartir tal convicción.

– ¡Aunque, claro, a veces es necesario! -defendió Laurie a su compañera-. Pero Daphne dice que para ello hay que ser mayor. Sólo que Miss Jolanda no lo creía y entonces…

– Entonces Daphne descubrió algo en uno de sus libros. Un libro extraño lleno… de guarradas. Pero Miss Jolanda dijo que el lugar de donde procede el libro, no es irreverente que…

– ¡Y lo que nosotras hacemos no lo es en absoluto! -declaró Mary en tono convencido.

– Sois unas chicas como Dios manda -dijo Lucas, dándoles la razón. De repente deseaba saber más acerca de ellas-. ¿De dónde venís? Daphne no es vuestra hermana, ¿verdad?

Laurie ya iba a contestar cuando la puerta se abrió y entró la joven pelirroja. Era evidente que se sintió aliviada al encontrar a las niñas vestidas y conversando relajadamente con su extraño cliente.

– ¿Estás satisfecho? -preguntó, sin poder evitar ella tampoco arrojar una mirada a la entrepierna de Lucas.

Éste asintió.

– He disfrutado mucho con tus protegidas -dijo-. Ahora mismo iban a contarme de dónde venís. De algún sitio os habréis escapado, ¿no? ¿O acaso saben vuestros padres lo que estáis haciendo?

Daphne se encogió de hombros.

– Depende de lo que uno crea. Si mi mamá y la de ellas está sentada en una nube en el cielo tocando el arpa nos podrá ver. Pero si han aterrizado donde suelen terminar normalmente los de nuestra especie, ven los nabos desde abajo.

– Entonces vuestros padres están muertos -dijo Lucas, haciendo caso omiso del cinismo de la joven-. Lo siento. Pero ¿cómo habéis llegado precisamente aquí?

Daphne se plantó con aplomo delante de él.

– Escúchame bien, Luke o como te llamen. Si algo no nos gusta, son los curiosos. ¿Has entendido?

Lucas quería contestar que no lo había hecho con mala intención. Por el contrario, había pensado de qué modo podría ayudar a esas muchachas a salir de la miseria en que habían caído. Laurie y Mary todavía no eran unas putillas, y, para una muchacha tan hábil y a ojos vistas inteligente como Daphne, debía de haber también otras salidas. Pero por el momento, al menos, él tenía tan pocos recursos como las tres muchachas. Incluso estaba más necesitado, pues Daphne y las mellizas se habían ganado tres dólares…, de los cuales la avara Jolanda probablemente les dejara como mucho uno.

– Lo siento -contestó por eso Lucas-. No quería ofenderos. Escuchad, yo…, yo necesito un lugar donde dormir esta noche. No puedo quedarme aquí. Por acogedoras que sean estas habitaciones… -Con un gesto señaló el hotel por horas de Miss Jolanda, tras lo cual Daphne emitió su risa cristalina y hasta las mellizas se echaron a reír con ganas-. Pero me resulta demasiado caro. ¿Hay quizá lugar en el corral o en un sitio similar?

– ¿No quieres volver al banco de focas? -preguntó sorprendida Daphne.

Lucas sacudió la cabeza.

– Busco un trabajo en el que no corra tanta sangre. Me han dicho que los carpinteros contratan hombres.

Daphne arrojó una mirada a las delgadas manos de Lucas, que ya no estaban en absoluto tan cuidadas como un mes antes, pero que tampoco se encontraban tan encallecidas ni trabajadas como las de Norman o Cooper.

– ¡Entonces, presta atención a no pillarte los dedos demasiadas veces! -dijo-. ¡Un martillazo en un dedo provoca más sangre que dar un porrazo a una foca, y tu piel vale menos, compañero!

Lucas no pudo contener la risa

– Sabré cuidar de mí mismo. Siempre que las pulgas no me dejen antes sin sangre. ¿Me equivoco o también aquí pican un poco? -Se rascó desenfadado en el hombro, lo que, por supuesto, era impropio de un gentleman, pero los caballeros tampoco solían pelearse con frecuencia con picadas de insectos.

Daphne se encogió de hombros.

– Debe de ser en el salón. La habitación uno está limpia, la limpiamos nosotras. A fin de cuentas, sería desagradable que las mellizas acabaran su espectáculo llenas de picaduras. Por eso tampoco permitimos que ninguno de esos repugnantes tipos duerman aquí, paguen lo que paguen. Lo mejor es que lo intentes en el corral de alquiler. Allí suelen dormir los muchachos que están de paso. Y David lo mantiene en orden. Creo que te gustará. ¡Pero no lo perviertas!

Con estas palabras se despidió Daphne de su cliente y sacó a las mellizas de la habitación. Lucas permaneció todavía un poco más allí. A fin de cuentas, los hombres, fuera, imaginarían que se había desnudado con las chicas y que necesitaba algo de tiempo para vestirse. Cuando al final entró de nuevo en el salón, lo recibieron unos cuantos vítores de borrachuzos. Norman alzó su vaso y le dedicó un brindis.

– ¡Ahí lo tenéis! ¡Nuestro Luke! ¡Se lo monta con las tres mejores muchachas y luego aparece de punta en blanco! ¿Alguno ha hecho algún comentario? ¡Pedid perdón inmediatamente, chicos, antes de que también se tire a vuestras mujeres!

10

Lucas se dejó homenajear unos instantes más y luego salió del pub hacia el corral de alquiler. Daphne no había prometido demasiado. El recinto daba la impresión de orden. Por supuesto olía a caballo, pero el acceso estaba barrido, los caballos se hallaban en boxes amplios y las riendas en la sala de las sillas eran viejas, pero estaban bien cuidadas. Una única linterna de establo bañaba las instalaciones de una débil luz, la suficiente para orientarse y localizar los caballos por la noche, pero no demasiado clara como para molestar a los animales.

Lucas buscó un lugar donde dormir; pero al parecer ese día él era el único huésped nocturno. Reflexionó en si bastaba con prepararse un lecho en algún lugar sin hacerse grandes preguntas. Sin embargo, una voz clara, más asustada que inquisitiva, resonó en el establo oscuro:

– ¿Quién anda ahí? ¡Di tu nombre y qué deseas, forastero!

Lucas alzó los brazos temeroso.

– Lucas…, hum…, Denward. No vengo con malos propósitos, sólo estoy buscando un lugar donde dormir. Y esa joven, Miss Daphne, me dijo…

– Aquí dejamos dormir a la gente que ha traído su caballo -respondió la voz, mientras se aproximaba. Al final, también su propietario se dejó ver. Un joven rubio, de unos dieciséis años tal vez, asomó la cabeza por el tabique de un box-. ¡Pero usted va sin montura!

Lucas asintió.

– Es cierto. Pero a pesar de ello podría pagar dos centavos. Y tampoco necesito todo un box. Un rinconcito bastará.

El muchacho asintió.

– ¿Cómo ha llegado hasta aquí sin caballo? -preguntó entonces curioso, dejándose ver de cuerpo entero. Era alto, pero flaco, y todavía tenía un rostro infantil. Lucas vio unos ojos redondos y claros, cuyo color no alcanzó a distinguir en la penumbra. Pero el joven parecía franco y amable.

– Vengo de los bancos de focas -explicó Lucas, como si eso fuera una aclaración de cómo cruzar los Alpes sin montura. Pero tal vez el joven dedujera por sí mismo que el visitante debía de haber llegado por barco. Lucas esperaba que no recordara de golpe al desertor del Pretty Peg.

– ¿Ha cazado focas? Yo también quería hacerlo antes, se gana con ello mucho dinero. Pero era incapaz…, cómo te miran esos animales…

Lucas se enterneció.

– Precisamente por eso yo también estoy buscando otro trabajo -le confesó al joven.

El muchacho hizo gesto de entender.

– Puede ser de ayuda para los carpinteros o los leñadores. Hay suficiente trabajo. Venga conmigo el lunes. Yo también estoy en la construcción.

– Pensaba que eras el mozo de cuadra de aquí -replicó Lucas perplejo-. ¿Cómo te llamas? ¿David?

El joven se encogió de hombros.

– Así me llaman. En realidad, mi nombre es Steinbjörn, Steinbjörn Siglefson. Pero nadie sabe pronunciarlo aquí. Así que esa chica, Daphne, me llamó simplemente David. Como David Copperfield. Creo que una vez escribió un libro.

Lucas sonrió y una vez más sintió admiración por Daphne. ¿Una camarera que leía a Dickens?

– ¿Y en qué lugar llaman a sus hijos «Steinbjörn Sigleifson»? -preguntó Lucas. Entretanto, David lo había conducido a un cobertizo que había arreglado para hacerlo acogedor. Balas de paja hacían las veces de mesas y asientos, y el heno se había convertido en una cama. Había más en una esquina y David indicó a Lucas que se sirviera de él.

– En Islandia -contestó, y se puso manos a la obra para ayudar a Lucas-. Vengo de ahí. Mi padre era ballenero, pero mi madre siempre quería marcharse, era irlandesa. Para ella, lo mejor hubiera sido volver a su isla, pero luego su familia inmigró a Nueva Zelanda y ella también quería venir a toda costa, pues no podía soportar el clima de Islandia, siempre oscuro, siempre frío… Entonces enfermó y en el viaje en barco hacia aquí murió. Un día de sol. Creo que eso era importante para ella… -David se secó los ojos con disimulo.

– ¿Pero tu padre todavía estaba contigo? -preguntó Lucas con calidez, al tiempo que desplegaba su saco de dormir.

David asintió.

– Pero no por mucho tiempo. En cuanto oyó que aquí se cazaban ballenas se puso loco de contento. Así que nos desplazamos de Christchurch a la costa Oeste y se enroló enseguida en el primer ballenero. Quería llevarme como grumete, pero no necesitaban a ninguno. Eso fue lo que sucedió.

– ¿Y se limitó a dejarte solo? -Lucas estaba horrorizado-. ¿Qué edad tenías? ¿Quince?

– Catorce -respondió David sin inmutarse-. Lo suficiente mayor para sobrevivir solo, pensaba papá. Y yo ni siquiera sabía inglés. Pero ya ve, tenía razón. Aquí estoy, vivo, y no creo que fuera la persona adecuada para cazar ballenas. Me mareaba cada vez que llegaba mi padre a casa y olía a aceite de ballena.

Mientras que los dos se acomodaban en sus sacos de dormir, el joven contó con toda franqueza sus experiencias con los rudos hombres de la costa Oeste. Al parecer, se sentía tan incómodo entre ellos como Lucas y se había alegrado mucho de encontrar ahí un puesto como mozo de cuadra. Mantenía los establos en orden y además podía dormir. Durante el día trabajaba en la construcción.

– Me gustaría hacerme carpintero y construir casas -le dijo al final a Lucas.

Éste sonrió.

– Para construir casas tienes que ser arquitecto, David. Pero no es sencillo.

El chico le dio la razón.

– Lo sé. Cuesta mucho dinero y hay que ir durante un largo tiempo a la escuela. Pero no soy tonto, incluso sé leer.

Lucas decidió regalarle el próximo ejemplar que encontrara de David Copperfield. Se sentía feliz, sin motivo alguno, cuando los dos al final se desearon las buenas noches y se acurrucaron en sus lechos. Lucas oía los ruidos del joven mientras dormía, su respiración regular, y pensó en sus movimientos flexibles pese a su delgadez, la voz viva y cristalina. Habría podido amar a un joven así…

David cumplió su palabra y ya al día siguiente presentó a Lucas al propietario de la cuadra, quien amablemente le asignó un lugar donde dormir y no le pidió que pagara por ello.

– Ayuda un poco a David en el establo, el chico ya trabaja demasiado. ¿Sabes de caballos?

Lucas contó, fiel a la verdad, que sabía limpiar los animales, ensillarlos y montar, lo que, al parecer, era suficiente para el propietario del lugar. David pasaba el domingo limpiando a fondo los establos (durante la semana no siempre lo conseguía) y Lucas lo ayudaba de buen grado. Mientras se ocupaban de tal tarea, el joven hablaba todo el tiempo, contaba sus aventuras, sus sueños y deseos, y Lucas lo escuchaba con atención. Mientras, agitaba la horquilla del estiércol con un vigor insospechado. ¡Nunca le había divertido tanto una tarea!

El lunes, David lo condujo al trabajo en la obra y el jefe enseguida le asignó una brigada de leñadores. Para las nuevas obras había que roturar bosques y las maderas preciosas que se encontraban al hacerlo se depositaban a continuación en Westport y más tarde se empleaban para la construcción o se vendían en otros lugares de la isla e incluso en Inglaterra. El precio de la madera era elevado y seguía subiendo; además, en la actualidad había vapores que circulaban entre Inglaterra y Nueva Zelanda que simplificaban la exportación también de artículos más voluminosos.

Sin embargo, los carpinteros de Westport no pensaban más allá de la nueva casa que tenían que construir. Prácticamente ninguno de ellos había aprendido su oficio, y menos aún oído hablar de arquitectura. Construían sencillas casas de madera para las cuales tallaban también muebles igual de sencillos. Lucas lamentaba el despilfarro de maderas nobles; además, el trabajo en el monte era duro y peligroso, siempre se producían accidentes a causa de las sierras o cuando caían los árboles. Pero Lucas no se quejaba. Desde que conocía a David, tenía la impresión de que se tomaba la vida de una forma mucho más despreocupada y fácil, y siempre estaba de buen humor. También el joven parecía, a su vez, buscar su compañía. Hablaba durante horas con Lucas y, obviamente, pronto se percató de que ese compañero de más edad sabía sobre muchos más temas y podía dar respuesta a muchas más preguntas que todos los otros hombres que lo rodeaban. A veces Lucas tenía que esforzarse para no revelar demasiado sobre su origen. Entretanto, apenas se distinguía ya, al menos en su aspecto, de los demás coasters. Su indumentaria estaba raída y no tenía prácticamente nada para cambiarse. Constituía una demostración de fuerza mantenerse, pese a todo, limpio. Para su satisfacción, también David se preocupaba de la higiene corporal y se bañaba con regularidad en el río. A ese respecto, se diría que el joven no conocía el frío. Mientras que Lucas ya se ponía a temblar con sólo acercarse al agua, David nadaba a la otra orilla riendo.

– ¡Pero si no está fría! -bromeaba con Lucas-. ¡Deberías ver los ríos de mi país! ¡Los cruzaba con nuestro caballo cuando todavía flotaban témpanos por allí!

Luego, cuando el joven desnudo y mojado llegaba a la orilla y se tendía allí, Lucas creía que sus amadas estatuas de los adolescentes griegos habían cobrado vida ante él. Para él, no era el David de Dickens, sino el David de Miguel Ángel. Hasta el momento, el joven había oído tan poco del pintor y escultor italiano, como del escritor inglés. Pero en eso Lucas le prestaba su ayuda. Con unos rápidos trazos hizo un esbozo de las esculturas más famosas sobre una hoja.

Dave apenas si lograba salir de su asombro, aunque no eran tanto los adolescentes de mármol lo que le interesaban, sino el arte de dibujar de Lucas en sí mismo.

– Siempre intento dibujar casas -confesó a su amigo de mayor edad-. Pero nunca me sale bien del todo.

Lucas se sentía alegre mientras explicaba a Dave dónde residía el problema y luego le introducía en el arte de la perspectiva. David aprendía deprisa. A partir de entonces invertían cada minuto que tenían libre en las clases. Cuando el maestro de obras los vio en una ocasión, se apresuró a separar a Lucas del grupo de los leñadores y lo colocó en la construcción. Hasta entonces, Lucas no había sabido gran cosa de estática y construcción, sólo los conceptos básicos que cualquier auténtico amante del arte adquiere de forma inevitable cuando se interesa por iglesias románicas y palacios florentinos. Tan sólo eso ya era mucho más que lo que la mayoría de la gente sabía en la obra; además, Lucas era un matemático dotado. No tardó nada en ayudar a trazar los bocetos de los edificios y dar indicaciones mucho más precisas en los aserraderos que las que habían dado los obreros de la construcción hasta ese momento. Sin embargo, no era muy diestro en el manejo de la madera, pero David dio muestras de gran talento en ese ámbito y pronto intentó hacer los muebles siguiendo los diseños de Lucas. Los futuros inquilinos de la nueva casa, el comerciante de pieles y su esposa, apenas si podían dar crédito a lo que veían cuando les mostraron las primeras piezas.

Es innegable que Lucas pensaba con frecuencia en aproximarse también físicamente a su joven discípulo y amigo. Soñaba con abrazos íntimos y despertaba con una erección o, peor aún, entre las sábanas húmedas. Pero se reprimía con obstinación. En la antigua Grecia hubiera sido totalmente normal que surgiera una relación amorosa entre el mentor y el adolescente; pero en el moderno Westport ambos serían condenados por ello. Sin embargo, David se aproximaba a su amigo sin prejuicios. Cuando a veces, tras el baño, yacía a su lado desnudo para secarse al todavía tímido sol, solía acariciarle un brazo o una pierna y, cuando pasado el invierno hizo más calor y Lucas también disfrutaba chapoteando en el agua, el joven lo animaba a enzarzarse en fogosas peleas. No escondía ninguna intención cuando rodeaba a Lucas con las piernas o apretaba su tórax contra la espalda de Lucas. Éste agradecía entonces que el río Buller también llevara aguas frías en verano que no le permitieran mantener durante largo tiempo su erección. La relación se hubiera consumado compartiendo el lecho con David, pero Lucas sabía que no tenía que ser demasiado ambicioso. Lo que en ese tiempo experimentaba ya era más de lo que nunca había esperado. Pedir todavía más habría sido una temeridad. Lucas también era consciente de que su fortuna no podía durar para siempre. En algún momento, David crecería, tal vez se enamoraría de una muchacha y le olvidaría. Pero Lucas esperaba que para entonces el joven hubiera aprendido a asegurarse el sustento como ebanista. Él haría cuanto estuviera en su mano para ello. Intentaba enseñar también al chico los conceptos básicos de las matemáticas y el cálculo, para no ser sólo un buen artesano, sino también un comerciante listo. Lucas amaba a David desinteresada, apasionada y tiernamente. Se alegraba de cada día que pasaba con él e intentaba no pensar en el inevitable fin. ¡David era tan joven! Todavía les quedaban años para estar juntos.

Sin embargo, David -o Steinbjörn, como él mismo todavía se consideraba- no estaba tan satisfecho de su situación como Lucas. El joven era listo, aplicado y estaba sediento de logros y de vida. Pero, sobre todo, estaba enamorado, un secreto que no había revelado a nadie, ni siquiera a Lucas, su paternal amigo. El amor de Steinbjörn también era la razón por la que había adoptado tan dócilmente el nuevo nombre y por la que utilizaba cada minuto que tenía libre para empeñarse en leer David Copperfield. Por fin podría hablar acerca de él con Daphne, con toda naturalidad e inocencia, y nadie sospecharía de cuánto se consumía por la muchacha. Por supuesto, era consciente de que nunca tendría la menor posibilidad con ella. Era probable que ella ni siquiera se lo llevara a su habitación cuando él consiguiera reunir el dinero para pasar una noche a su lado. Para Daphne no era más que un niño al que había que proteger como a las mellizas, por quien se preocupaba, pero, con toda certeza, no era un cliente.

En el fondo, el joven tampoco pretendía serlo. No veía a Daphne como una puta, sino como una esposa digna de respeto junto a él. Un día ganaría mucho dinero, le compraría a Jolanda los derechos sobre la joven y convencería a Daphne de que merecía llevar una vida respetable. Podría llevarse a las mellizas con ella… En sus fantasías, David también podía mantenerlas económicamente.

Pero para que eso se convirtiera algún día en realidad, necesitaba ganar dinero, mucho dinero, y deprisa. Le partía el corazón ver a Daphne sirviendo en el pub y luego desapareciendo con cualquier hombre en el primer piso. Ella no iba a hacer eso siempre, no iba, sobre todo, a quedarse ahí para siempre. Daphne maldecía estar bajo el yugo de Jolanda. Tarde o temprano se marcharía y comenzaría de cero en otro lugar.

A no ser que David se presentara ante ella con una proposición de matrimonio.

Ahora el joven tenía claro que en ningún caso iba a obtener el dinero necesario trabajando en la construcción o como ebanista. Debía amasar su fortuna más deprisa y el destino quería que justo en ese momento y en esa región de la isla Sur surgieran nuevas oportunidades. Muy cerca de Westport, a pocos kilómetros, remontando el río Buller, se había encontrado oro. Cada vez eran más los buscadores que inundaban la ciudad, se abastecían de provisiones, palas y tamices y desaparecían en el bosque o en las montañas. Al principio, nadie los tomaba demasiado en serio; sin embargo, cuando regresaron los primeros con el pecho henchido de orgullo y una pequeña fortuna en pepitas de oro guardadas en bolsas de tela colgadas al cinto, la fiebre del oro también se apoderó de los coasters establecidos en torno a Westport.

– ¿Por qué no probamos nosotros también, Luke? -preguntó David un día, cuando estaban sentados a la orilla del río y otro grupo más de buscadores de oro pasaron a su lado remando en una canoa.

Lucas le estaba explicando al joven en ese momento una técnica de dibujo especial y alzó la vista sorprendido.

– ¿Probar el qué? ¿Ir a cavar en busca de oro? No seas ridículo, Dave, eso no está hecho para nosotros.

– ¿Pero por qué no? -La mirada ávida de los ojos redondos de David agitó el corazón de Lucas. No había nada en ella de la codicia de los astutos buscadores de oro que ya habían recorrido unos yacimientos antes de que la noticia de que se habían encontrado otros nuevos los empujara hacia Westport. No se hallaba en ella ninguna reminiscencia de antiguas decepciones, de inviernos interminables en campamentos primitivos, de veranos abrasadores en los que se excavaba, desviaba arroyos y se contemplaban cantidades ingentes de arena pasando por el tamiz esperando, esperando, esperando…, hasta que de nuevo eran otros los que encontraban las pepitas del grueso de un dedo en el río o en las ricas vetas de oro de las rocas. No, la mirada de David era la de un niño ante un fabricante de juguetes. Ya se veía en posesión de los nuevos tesoros, si el padre reacio a comprar no contrariaba sus proyectos. Lucas suspiró. Le habría gustado satisfacer el deseo del joven, pero no veía perspectivas de éxito.

– David, no sabemos nada de yacimientos de oro -dijo pacientemente-. Ni siquiera sabríamos dónde buscar. Además, yo no soy ningún trampero ni me gustan las aventuras. ¿Cómo nos las apañaríamos por allí?

Para ser francos, Lucas ya había tenido suficiente con las horas pasadas en el bosque tras huir del Pretty Peg. Por mucho que le fascinara la rara flora del entorno, no dejaba de inquietarle la idea de que tal vez se extraviaran por ese entorno. Al menos, había tenido entonces el río como ayuda para orientarse. Para emprender una nueva aventura, debería alejarse mucho de ahí. Bien, quizá podía seguirse un arroyo, pero Lucas no compartía la idea de David de que, luego, el oro simplemente les llovería.

– Por favor, Luke, ¡intentémoslo al menos! Tampoco tenemos que abandonarlo todo aquí. ¡Démonos un fin de semana! Seguro que el señor Miller me presta un caballo. Podemos ir con él la noche del viernes remontando el río y echar un vistazo el sábado por ahí arriba…

– Ese «por ahí arriba», ¿dónde se supone que está, Dave? -preguntó con cautela Lucas-. ¿Tienes alguna idea?

– Rochford ha encontrado oro en Lyell Creek y en Buller Gorge. Lyell Creek está a sesenta y cinco kilómetros río arriba…

– Y es probable que allí ya haya buscadores de oro a rebosar -señaló escéptico Lucas.

– ¡No tenemos que buscarlo allí! Es probable que haya oro por todas partes, ¡necesitamos de todos modos nuestra propia concesión! Venga, Luke, ¡no seas cenizo! ¡Sólo un fin de semana! -David suplicó tanto que Lucas se sintió alagado. A fin de cuentas, el joven podría haberse unido a algún grupo de buscadores, pero era evidente que quería estar con él. No obstante, Lucas dudaba. La aventura le parecía demasiado arriesgada. Lucas, prudente por naturaleza, tenía presentes los peligros de una incursión a lomos de un caballo por el bosque de lluvia, por senderos desconocidos lejos de la colonia más cercana. Tal vez nunca habría aceptado, pero entonces aparecieron Norman y un par de cazadores de focas más en el corral de alquiler. Saludaron complacidos a Lucas, sin desaprovechar la oportunidad de recordarse a sí mismos y a él, a voz en grito, la noche con las mellizas. Norman le dio unas joviales palmadas en la espalda.

– ¡Hombre, y nosotros que habíamos pensado que no tenías lo que hay que tener! ¿A qué te dedicas ahora? ¡He oído decir que estás hecho un as de la construcción! Me alegro por ti. Pero no te harás rico. ¡Oye, vamos a remontar el Buller para buscar oro! ¿Te vienes? ¿No quieres probar tú también suerte?

David, que acababa de aprovisionar con sillas y alforjas los mulos que el grupo de Norman había alquilado, miró al hombre más maduro con los ojos centelleantes.

– ¿Ya lo ha hecho alguna vez? Me refiero a lavar oro -preguntó emocionado.

Norman sacudió la cabeza.

– Yo no. Pero Joe sí, en algún lugar de Australia. Él nos enseñará. No debe de ser difícil. ¡Tú aguantas el tamiz en el agua y las pepitas entran solas! -Rio.

Lucas, por el contrario, suspiró. Ya sospechaba lo que iba a sucederle.

– ¡Lo ves, Luke, todos dicen que es fácil! -observó como era inevitable David-. ¡Probémoslo, por favor!

Norman vio el entusiasmo en sus ojos y sonrió por igual a Lucas y Dave.

– Bien, ¡el muchacho arde de ganas de ir! ¡A éste no le retendrá nada aquí por mucho tiempo, Luke! ¿Y ahora qué, venís con nosotros o lo pensáis un poco más?

Si había algo que a Lucas seguro que no lo motivaba, era salir a buscar oro con todo el grupo. Por otra parte, sin embargo, le resultaba atractivo dejar en manos de otro la organización del asunto o al menos repartirla entre varios. Era probable que algunos hombres tuvieran más experiencia como cazadores, aunque seguro que no tenían ni idea de mineralogía. Fuera como fuese, si encontraban oro, sería por puro azar y luego, con toda certeza, se producirían peleas. Lucas rechazó la oferta.

– No podemos irnos de golpe y porrazo -contestó-. Pero tarde o temprano… ¡Nos veremos, Norman!

Norman rio y se despidió con un apretón de manos que dejó los dedos de Luke doloridos por unos minutos.

– ¡Nos vemos, Luke! ¡Y es posible que para entonces seamos ricos los dos!

Se levantaron el sábado al amanecer. En efecto el señor Miller le había prestado un caballo a David, de todos modos sólo quedaba uno disponible. Así que David arrojó sobre la grupa desnuda del animal un par de alforjas y se montó detrás de Lucas. No avanzarían deprisa, pero el caballo era fuerte y el bosque de helechos, además, pronto se espesaría, de modo que no se podría ni trotar ni galopar. Lucas, que en un principio se había montado de mala gana, empezó a disfrutar del paseo a caballo. Había llovido en los días pasados, pero ese día relucía el sol. Sobre el bosque ascendían vapores de niebla, cubrían la cima de la montaña y envolvían la tierra de una luz extraña e irreal. El caballo era de paso seguro y tranquilo y Lucas disfrutaba sintiendo el cuerpo de David detrás de sí. El joven no tenía otra opción que estrecharse contra él y lo rodeaba con los brazos. Luke sentía el movimiento de sus músculos, y el roce del aliento del joven en la nuca le ponía la piel de gallina. Con el tiempo, el muchacho llegó incluso a adormilarse y hundió la cabeza en el hombro de Lucas. La niebla se disipó y el río brillaba a la luz del sol, reflejando las paredes rocosas que ahora a menudo se elevaban muy cerca de la orilla. Al final se acercaron tanto al río que era imposible proseguir y Lucas tuvo que retroceder un trecho para encontrar un lugar para iniciar el ascenso. Descubrió una especie de camino de herradura -tal vez abierto por maoríes o por anteriores buscadores de oro- por el cual podía seguir el curso del río por encima de las rocas. Avanzaron con lentitud hacia el interior. En algún lugar, expediciones anteriores habían descubierto yacimientos de oro y carbón. Cómo y con qué procedimiento seguía siendo para Lucas, de todos modos, un enigma. Para él, ahí todo tenía el mismo aspecto: un paisaje montañoso en el que había menos rocas que colinas de bosques de helechos. De vez en cuando se veían paredes que conducían a una altiplanicie, arroyos que con frecuencia desembocaban en mayores o menores cascadas en el río Buller. En alguna ocasión aparecían también playas de arena abajo, junto al río, que invitaban al descanso. Lucas se preguntaba si no habría sido mejor emprender la excursión con una canoa en lugar de a caballo. Probablemente la arena de las playas contenía también oro, pero Lucas debía asumir que no tenía conocimientos al respecto. ¡Si se hubiera interesado antes por la geología o la mineralogía en lugar de por las plantas y los insectos! Sin lugar a dudas las formaciones terrestres, la tierra o el tipo de rocas permitían deducir la presencia de oro. Pero no, ¡él no había encontrado nada mejor que hacer que dibujar wetas! Así que, lentamente, Lucas llegó a la conclusión de que las personas que se hallaban en su entorno -sobre todo Gwyneira- no estaban del todo equivocadas. Sus intereses correspondían a profesiones poco lucrativas; sin el dinero que su padre había cosechado en Kiward Station, él era un don nadie y sus posibilidades de administrar la granja con éxito siempre habían sido limitadas. Gerald estaba en lo cierto: Lucas había fracasado de plano.

Mientras que Lucas daba vueltas a tales oscuros pensamientos, David, a sus espaldas, despertó.

– ¡Eh, creo que me he dormido! -dijo con tono alegre-. Pero, Luke, ¡vaya vista! ¿Es esto Buller Gorge?

Más abajo del sendero, el río quebraba su curso entre paredes rocosas. La visión del valle fluvial y las montañas que lo rodeaban era arrebatadora.

– Lo supongo -contestó Lucas-. Pero quien haya encontrado oro por aquí, no ha colocado letreros indicadores.

– ¡Entonces hubiera sido demasiado fácil -respondió complacido David-. ¡Y seguramente ya habrían desaparecido todos, ¡con lo que hemos tardado! Oye, ¡tengo hambre! ¿Hacemos un descanso?

Lucas hizo un gesto de aprobación. Sin embargo, el camino en el que estaban no le parecía ideal para hacer una pausa; era rocoso y no había hierba para el caballo. Así que ambos acordaron seguir avanzando media hora y buscar un lugar mejor.

– Aquí no parece que haya oro -observó David-. Y si paramos, echaré un vistazo alrededor.

La paciencia de ambos pronto halló recompensa. Poco tiempo después encontraron una altiplanicie en la que no sólo crecían los siempre presentes helechos, sino también hierba abundante para el caballo. El Buller seguía su curso muy por debajo de ellos, pero justo bajo el lugar donde se habían instalado había una pequeña playa. De arena dorada.

– ¿Se le habrá ocurrido a alguien alguna vez lavarla? -David mordió el bocadillo y desarrolló la misma idea que antes se le había ocurrido a Lucas-. ¡Tal vez esté llena de pepitas!

– ¿No sería demasiado sencillo? -sonrió Lucas. El entusiasmo del joven le divertía. Pero David no deseaba dejar pasar así una oportunidad.

– ¡Justo! ¡Por eso mismo todavía no lo ha intentado nadie! ¿Qué te apuestas a que abren los ojos como platos si encontramos ahora, como si nada, un par de pepitas?

Lucas rio.

– Inténtalo en una playa a la que sea más fácil acceder. Aquí deberías saber volar para bajar.

– Otra razón más por la que nadie lo haya intentado antes. ¡Aquí, Luke, está nuestro oro! ¡Estoy totalmente convencido! ¡Voy a bajar!

Lucas agitó preocupado la cabeza. El chico parecía firme en su propósito.

– Dave, la mitad de todos los buscadores de oro avanzan río arriba. Ya han pasado por aquí y seguramente han descansado en la playa, como nosotros aquí. ¡Hazme caso, allí no hay oro!

– ¿Cómo puedes saberlo? -David se levantó de un brinco-. ¡En cualquier caso, yo creo en mi suerte! Voy a bajar y a echar un vistazo.

El joven buscó un buen punto de partida para el descenso, mientras Lucas miraba horrorizado el precipicio.

– David, ¡aquí hay al menos cuarenta y cinco metros! ¡Y esto desciende en picado! ¡No puedes bajar por ahí!

– ¡Claro que puedo! -El chico ya desaparecía por el borde de la peña.

– ¡Dave! -Lucas tenía la impresión de que estaba chillando-. ¡Dave, espera! ¡Deja que al menos te ate!

Lucas no tenía la menor idea de si las cuerdas que habían cogido eran lo suficientemente largas, pero buscó lleno de pánico en las alforjas.

Sin embargo, David no esperó. No parecía advertir el peligro. El descenso parecía divertirle y era evidente que no sentía ningún vértigo. No obstante, no era un alpinista experimentado y no podía reconocer si el saledizo de una roca era firme o quebradizo, y no calculó que la tierra del saliente, aparentemente seguro, en el que incluso crecía hierba y en el que dejó caer sin preocupación alguna todo su peso, todavía estaba húmeda a causa de la lluvia y era resbaladiza.

Lucas oyó el grito antes de que hubiera reunido todas las cuerdas. Su primer impulso fue correr hacia el precipicio, pero luego tomó conciencia de que David debería de estar muerto. Nadie sobreviviría a una caída desde tal altura. Lucas empezó a temblar y apoyó la frente por unos segundos contra las alforjas que todavía estaban sobre el paciente caballo. No sabía si reuniría el valor para mirar el cuerpo destrozado de su amado.

De repente oyó una voz débil y ahogada.

– ¡Luke…, ayúdame! ¡Luke!

Lucas corrió. No podía ser verdad, era imposible que él…

Entonces divisó al joven sobre un saliente rocoso, tal vez veinte metros por debajo de él. Le sangraba una herida sobre el ojo y tenía la pierna extrañamente torcida; pero estaba vivo.

– Luke, creo que me he roto la pierna. Me hace tanto daño…

David parecía asustado, luchando por contener las lágrimas; ¡pero vivía! Y su situación tampoco era muy peligrosa. La peña ofrecía espacio suficiente para una e incluso dos personas. Lucas se descolgaría, ataría al joven consigo en la cuerda y lo tendría que ayudar durante el ascenso. Reflexionó acerca de si emplear o no el caballo, pero sin silla, en cuyo cuerno debería anudar la cuerda, no resultaba viable. Además, no conocía al animal. Si se desbocaba cuando estaban colgados de la cuerda, podía matarlos. ¡Entonces una de las rocas! Lucas la rodeó con la cuerda. No era lo suficientemente larga para descolgarse hasta el valle del río, pero sí llegaría con facilidad hasta el lugar donde se hallaba David.

– ¡Ahora voy, Dave! ¡Tranquilo! -Lucas avanzó hacia el borde de la roca. El corazón le latía con fuerza y tenía la camisa empapada de sudor. Lucas nunca había escalado, las alturas elevadas le daban miedo. Sin embargo, descolgarse fue más sencillo de lo que pensaba. La roca no era lisa e iba encontrando apoyo en salientes, lo que le daba valor para el posterior ascenso. Lo único que debía evitar era mirar abajo…

David se había arrastrado al borde del saliente y esperaba a Lucas con los brazos extendidos. Éste, sin embargo, no había calculado correctamente la distancia. Había llegado demasiado a la izquierda del joven, a la altura del saliente. Debería hacer oscilar la cuerda hasta que el chico la agarrara. Lucas se sintió mal sólo de pensarlo. Hasta el momento siempre había encontrado un poco de apoyo en las rocas, pero para balancearse tenía que renunciar a todo contacto con la piedra.

Inspiró una profunda bocanada de aire.

– ¡Voy, David! Coge la cuerda y tira de mí hacia ti. En cuanto pueda apoyar un pie, avanzas hacia arriba y yo te recojo. ¡Yo te aguanto, no tengas miedo!

David asintió. Tenia el rostro pálido y bañado en lágrimas. Sin embargo, obró con serenidad y destreza. Seguro de que conseguiría alcanzar la cuerda.

Lucas se separó de las rocas. Se dio impulso para llegar a Dave enseguida, a ser posible sin tener que oscilar largo tiempo. La primera vez, no obstante, se balanceó en la dirección errónea y quedó demasiado lejos del chico. Colgado de las manos, buscó apoyo para los pies y luego lo intentó una segunda vez. En esta ocasión lo logró. David agarró la cuerda, mientras el pie de Lucas intentaba hallar apoyo.

¡Pero entonces la cuerda cedió! O bien la roca que estaba en lo alto del precipicio se había movido, o el nudo que Lucas había hecho con torpeza se había soltado. Al principio, su cuerpo pareció resbalar un trozo. Gritó. Luego todo sucedió en cuestión de segundos. La cuerda que estaba por encima de la roca se desprendió del todo. Lucas cayó y David se agarró a la cuerda. El joven intentó desesperadamente detener la caída del amigo, pero en la posición en que se encontraba, tendido, era imposible. La cuerda se deslizaba entre sus dedos cada vez más deprisa. Cuando llegara al final, no sólo caería Lucas al fondo, sino que también David habría perdido su última oportunidad. Con la cuerda tal vez podría todavía descolgarse hasta el lecho del río. Sin ella se moriría de hambre y sed en el saliente. Los pensamientos se agolpaban en la mente de Lucas al tiempo que seguía resbalando hacia abajo. Debía tomar una determinación: David no lograría detenerlo y si conseguía llegar abajo con vida, lo haría sin lugar a dudas herido. Entonces la cuerda no serviría de ayuda a ninguno de los dos. Lucas decidió hacer lo correcto por una vez en la vida.

– ¡No sueltes la cuerda! -gritó a David-. ¡Agárrala fuerte y no la sueltes pase lo que pase!

Arrastrada por su peso, la cuerda se deslizaba cada vez más deprisa entre los dedos de David. Ya debían de estar quemados, por lo que era posible que pronto tuviera que soltarla de dolor.

Lucas alzó la vista hacia él, vio el rostro joven, desesperado y, sin embargo, hermoso, que él tanto amaba, y se dispuso a morir por él. Entonces Lucas se soltó.

El mundo era un mar de dolor clavándose como puñales en su espalda. No estaba muerto, pero deseaba estarlo en cada uno de esos espantosos segundos. La muerte no tardaría mucho en sorprenderlo. Tras una caída de casi veinte metros, Lucas había llegado a la «playa dorada» de David. No podía mover las piernas y tenía el brazo izquierdo paralizado: una rotura abierta, los huesos astillados habían atravesado la carne. Con tal de que acabara pronto…

Lucas apretó los dientes para no gritar y oyó la voz de David desde arriba.

– ¡Lucas! ¡Aguanta, ya voy!

Y, en efecto, el joven había conservado la cuerda y la había atado hábilmente a algún lugar de la peña. Lucas rezaba para que David no resbalara también, pero sabía en el fondo de su corazón que los nudos de David aguantaban…

Temblando de miedo y dolor, contempló al joven mientras se descolgaba. Pese a la pierna rota y los dedos, sin duda desollados, descendió diestramente por la roca y llegó por fin a la playa. Con prudencia, descansó el peso en la pierna sana, pero tuvo que arrastrarse hasta llegar al lugar donde se hallaba Lucas.

– Necesito una muleta -dijo con fingida alegría-. Y luego intentamos volver a casa a lo largo del río, o en el río, si así hay que hacerlo. ¿Qué te pasa, Luke? ¡Estoy contento de que vivas! El brazo se curará y…

El joven se agachó junto a Lucas y examinó el brazo.

– Yo… yo me muero, Dave -susurró Lucas-. No es sólo el brazo. Pero tú… tú regresa, Dave. Prométeme que no te rendirás…

– ¡Nunca me rindo! -replicó David, si bien no consiguió sonreír al decirlo-. Y tú…

– Yo…, escúchame, Dave, ¿lo harías…, podrías…, abrazarme? -El deseo surgió de Lucas, él no pudo dominarse-. Yo… deseo…

– ¿Quieres ver el río? -preguntó David solícito-. Es precioso y brilla como el oro. Pero… tal vez sea mejor que permanezcas quieto…

– Me muero, Dave -repitió Lucas-. Un segundo antes o después…, por favor…

Cuando David lo irguió, el dolor era rabioso, pero pareció desaparecer de repente. Lucas no sentía nada más que el brazo del muchacho en torno a su cuerpo, su aliento y su hombro, sobre el que se inclinó. Olió su sudor, que le pareció más dulce que el jardín de rosas de Kiward Station, y oyó el sollozo que en ese momento David era incapaz de seguir reprimiendo. Lucas inclinó la cabeza hacia un lado y depositó un beso furtivo en el pecho de David. El joven no lo percibió, pero estrechó al moribundo más firmemente contra sí.

– ¡Todo irá bien! -susurró-. ¡Todo irá bien! Duerme ahora un poco y luego…

Steinbjörn meció al hombre agonizante entre sus brazos como había hecho con él su madre cuando todavía era pequeño. También él halló consuelo en ese abrazo, lo alejó del temor a ser abandonado en ese momento, solo, herido y sin refugio ni provisiones en esa playa. Al final, hundió el rostro en el cabello de Lucas buscando protección.

Lucas cerró los ojos y se abandonó a esa espléndida sensación de felicidad. Todo iba bien. Tenía lo que había deseado. Estaba en el lugar que le pertenecía.

11

George Greenwood condujo su caballo al corral de alquiler de Westport e indicó al propietario que lo alimentara bien. El hombre parecía de confianza y el recinto daba la impresión de estar relativamente cuidado. Esa pequeña ciudad en la desembocadura del río Buller no le gustaba en absoluto. Hasta entonces había sido una aldea diminuta, de apenas doscientos habitantes, pero cada vez afluían más buscadores de oro y, a la larga, también llegarían en pos del carbón. En cuanto a George, se interesaba mucho más por esta materia prima que por el oro. Los descubridores de los yacimientos de carbón buscaban inversores que se ocuparan a largo plazo de la construcción de una mina, pero que antes lo hicieran de un enlace ferroviario. Mientras no hubiera la posibilidad de transportar el carbón a buen precio, su explotación no resultaría rentable. George quería aprovechar su visita a la costa Oeste para obtener, entre otras cosas, una impresión acerca de la zona y de la posibilidad de establecer comunicaciones en ella. Siempre era positivo para un comerciante observar las condiciones que lo rodeaban y ese verano, por primera vez, su floreciente empresa le permitía viajar de una granja de ovejas a otra sin intereses comerciales inmediatos. En enero, después de esquiladas las ovejas y de que ya hubiera pasado el período agotador en que éstas parían, podía atreverse a abandonar a su propia suerte durante dos semanas el siempre problemático caso de Howard O’Keefe.

¡George suspiraba sólo de pensar en el esposo sin remedio de Helen! Gracias a su apoyo, a los valiosos animales de cría y al asesoramiento intensivo, la granja de O’Keefe daba por fin algún beneficio; pero Howard seguía siendo un candidato incierto. El hombre tendía a encolerizarse y beber y no escuchaba consejos de buen grado, y si los aceptaba, sólo tenían que proceder del mismo George, no de sus subordinados, y ni hablar de Reti, el antiguo discípulo de Helen que, paulatinamente, se había ido convirtiendo en la mano derecha de George. Cada conversación, cada exhortación, por ejemplo a conducir de una vez las ovejas en abril para no perder ningún animal con la llegada brusca del invierno, exigía una cabalgada de Christchurch a Haldon. Y por mucho que George y Elizabeth disfrutaran de la compañía de Helen, el exitoso y joven comerciante tenía otras cosas que hacer que arreglar los asuntos de un pequeño granjero. Además, le molestaba la obstinación de Howard y el modo en que trataba a Helen y Ruben. Ambos atraían siempre la cólera del respectivo esposo y padre, paradójicamente porque, según la opinión de Howard, Helen se ocupaba demasiado de los intereses de la granja y Ruben demasiado poco. Ya hacía tiempo que la mujer había comprendido que la ayuda de George era la única que no sólo podía salvar su existencia económica, sino mejorar en lo sucesivo, de forma drástica, sus condiciones de vida: estaba en disposición, contrariamente a su marido, de entender las sugerencias de George y sus motivos. Ella siempre instaba a Howard a llevarlas a la práctica, lo que a él lo encolerizaba de inmediato. La relación empeoraba cuando George salía en defensa de ella. Asimismo, la evidente admiración del pequeño Ruben por «tío George» era como un incordio para O’Keefe. Greenwood era generoso suministrando al joven los libros que deseaba, y le había regalado una lupa y un contenedor de muestras botánicas para fomentar sus intereses científicos. Howard, por el contrario, opinaba que eso era absurdo: Ruben tenía que hacerse cargo de la granja y para ello bastaba con los conocimientos básicos de lectura, escritura y cálculo. Ruben, de todos modos, no se interesaba en absoluto por los quehaceres de la granja y sólo, de forma limitada, por la flora y la fauna. A este respecto era más bien su pequeña amiga Fleur quien emprendía tales «investigaciones». Ruben compartía más las dotes intelectuales de su madre. Ya leía a los clásicos en sus lenguas originales y su marcado sentido de la justicia lo predestinaban para el sacerdocio o también para la carrera de Derecho. George no se lo imaginaba como granjero: se preveía un conflicto fuerte entre padre e hijo. Greenwood temía que incluso su propia colaboración con O’Keefe fracasara con el tiempo y ni quería plantearse las consecuencias que ello tendría para Helen y Ruben.

Pero ya se ocuparía más tarde de ello. Su excursión actual a la costa Oeste constituía para él una especie de vacaciones: quería conocer la isla Sur más de cerca y descubrir nuevos mercados. Además, le motivaba otra tragedia entre un padre y un hijo: aunque no se lo había confesado a nadie, George iba en busca de Lucas Warden.

Ya había pasado más de un año desde que el heredero desapareciera de Kiward Station y las habladurías en Haldon se habían apaciguado mucho. Los rumores acerca del hijo de Gwyneira se habían acallado, se aceptó en general que el esposo estaba en Londres. Dado que de todos modos la gente del lugar no había llegado a ver a Lucas Warden, no lo echaron en falta. Además, el banquero local no era el más discreto, por lo que siempre circulaban noticias de los inmensos logros financieros de Lucas en la madre patria.

La gente de Haldon aceptó de forma natural que Lucas ganaba ese dinero pintando nuevos cuadros. De hecho, sin embargo, las galerías compraban en la capital las obras que ya existían largo tiempo atrás. Accediendo a los ruegos de George, Gwyneira había enviado una tercera selección de acuarelas y óleos a Londres, donde cada vez aumentaban de valor, y George participaba en las ganancias; otra razón, junto a la curiosidad, para seguir las huellas del artista perdido.

No obstante, la curiosidad desempeñaba también una función. En opinión de George Greenwood las pesquisas de Gerald tras su hijo habían sido demasiado superficiales. Se preguntaba por qué el viejo Warden no había enviado al menos a mensajeros para que buscaran a Lucas o por qué no se había puesto él mismo en camino, lo que no hubiera constituido ningún problema dado que Gerald conocía la costa Oeste como la palma de su mano y Lucas probablemente no había pensado en muchos otros «escondites». Si Lucas no había conseguido en algún lugar documentación falsa (lo que George consideraba improbable), no había abandonado la isla Sur, pues las listas de pasajeros de los barcos eran fiables y el nombre de Lucas no constaba en ellas. En cualquier caso, no se encontraba en las granjas de ovejas de la costa Este, porque se habría hablado al respecto. Y para refugiarse en una tribu maorí, Lucas era, sencillamente, demasiado inglés. No podría haberse adaptado a la forma de vida indígena y no hablaba ni una palabra de la lengua autóctona. Así que la costa Oeste era el lugar, y allí sólo había un puñado de colonias. ¿Por qué Gerald no las había investigado a fondo? ¿Qué había pasado antes para que fuera obvio que el viejo Warden estuviera contento de haberse librado de su hijo? ¿Y por qué había reaccionado primero con tanto retraso y casi de forma forzada ante el nacimiento de su nieto? George quería saberlo, y Westport era la tercera colonia en la que pensaba preguntar por Lucas. ¿Pero a quién? ¿Al propietario del establo? Por algún sitio había que empezar.

Miller, el encargado del establo de alquiler sacudió, sin embargo, la cabeza.

– ¿Un joven gentleman con un viejo caballo castrado? No, que yo sepa. Por aquí no pasan muchos caballeros. -Rio-. Pero también puede ser que me haya pasado por alto. Hasta hace poco tenía un mozo de cuadra, pero él…, bueno, es una larga historia. En cualquier caso era muy de fiar y con frecuencia atendía solo a la gente que únicamente se quedaba una noche. Lo mejor es que pregunte en el pub. ¡A la pequeña Daphne no se le escapa, con toda seguridad, nada que tenga que ver con hombres!

George rio, como se esperaba que hiciera, por lo que evidentemente era una broma, si bien no la había entendido del todo y acto seguido dio las gracias por la información. De todos modos, quería ir al bar. A fin de cuentas, allí tendrían habitaciones para alquilar y, además, estaba hambriento.

El local le causó tan buena impresión como el establo de alquiler. Reinaba allí también un orden y una limpieza relativos. De todos modos, la taberna y el burdel no parecían estar separados. La joven pelirroja que en cuanto George entró le preguntó qué deseaba iba muy maquillada y llevaba la llamativa ropa de una chica de bar.

– Una cerveza, algo que comer y una habitación si es que hay -pidió George-. Y busco a una muchacha llamada Daphne.

La pelirroja sonrió.

– Enseguida le sirvo la cerveza y el bocadillo, pero sólo alquilamos habitaciones por horas. En cualquier caso, si quiere reservarme a mí también y no es estrecho de miras, le dejaré que descanse. ¿Quién le ha aconsejado tan vivamente que pregunte por mí sólo al entrar?

George le devolvió la sonrisa.

– Así que tú eres Daphne. Pero tengo que desengañarte. No me has sido recomendada por tu gran discreción, sino más bien porque al parecer conoces a todo el mundo aquí. ¿Te dice algo el nombre de Lucas Warden?

Daphne frunció el ceño.

– Así de golpe, no. Pero me suena… Voy a buscar su comida y me lo pienso.

Entretanto, George había sacado un par de monedas del bolsillo con las que esperaba aumentar la disposición de Daphne para darle información. Sin embargo, no tuvo que recurrir a ellas: la joven no parecía fingir. Por el contrario, salió resplandeciente de la cocina.

– ¡Había un señor Warden en el barco con el que llegué de Inglaterra! -informó solícita-. Sabía que conocía el nombre. Pero ese hombre no se llamaba Lucas, sino Harald o algo así. Ya era mayor. ¿Por qué pregunta por él?

George se quedó desconcertado. No había contado en absoluto con tal respuesta. Pero bien, era evidente que Daphne y su familia habían zarpado en el Dublin hacia Christchurch con Helen y Gwyneira. Una extraña coincidencia, pero que no tenía que servirle forzosamente de ayuda.

– Lucas Warden es el hijo de Gerald -respondió George-. Un hombre alto, delgado, rubio, con ojos grises y muy buenos modales. Hay razones para suponer que se encuentra en algún lugar de la costa Oeste.

La expresión de Daphne manifestó desconfianza.

– ¿Y lo está buscando? ¿Es usted policía o algo así?

George agitó la cabeza.

– Un amigo -explicó-. Un amigo con muy buenas noticias para él. Estoy convencido de que el señor Warden se alegraría de verme. Así que en caso de que sepa algo…

Daphne se encogió de hombros.

– Lo mismo daría -murmuró-. Pero por si le interesa, corría por aquí un hombre llamado Luke, no conozco su apellido, pero se ajusta a la descripción. Lo cual es, como decía, indiferente ahora. Luke está muerto. Pero si lo desea, puede hablar con David…, en caso de que él quiera hacerlo con usted. Hasta ahora apenas habla con nadie. Está bastante destrozado.

George se estremeció y supo, en ese mismo momento, que la joven tenía razón. Con toda certeza no había muchos hombres como Lucas Warden en la costa Oeste y esta muchacha era una aguda observadora. George se levantó. Aunque el bocadillo que Daphne le había llevado tenía buen aspecto, había perdido el apetito.

– ¿Dónde puedo encontrar a ese David? -preguntó-. Si Lucas…, si está realmente muerto, quiero saberlo. Enseguida.

Daphne asintió.

– Lo lamento, señor, si es el Lucas al que busca. Era un hombre amable. Un poco extraño, pero legal. Venga conmigo, lo acompañaré a ver a David.

Para sorpresa de George no lo condujo fuera del local, sino escaleras arriba. Ahí debían de estar las habitaciones por horas…

– Pensaba que no alquilaban a largo plazo -dijo cuando la muchacha cruzó decidida un salón tapizado del que partían varias habitaciones numeradas.

Daphne asintió.

– Por eso Miss Jolanda puso el grito en el cielo cuando hice venir a David. ¿Pero, adónde iban a llevarlo estando tan enfermo? Todavía no tenemos médico. El barbero le entablilló la pierna, ¡pero no iban a dejarlo en un establo con fiebre y medio muerto de hambre! Así que puse mi cuarto a su disposición. Comparto ahora los clientes con Mirabelle y la vieja se queda con la mitad de mi sueldo por el alquiler. Pero los clientes pagan con gusto el doble y seguro que yo no estoy ganando menos. Bueno, la vieja racanea que da gusto. En cuanto pueda me voy de aquí. Cuando Dave esté bien, cojo a mis niñas y me busco algo nuevo.

Así que también tenía hijos. George suspiró. ¡La muchacha debía de llevar una vida muy dura! Pero luego concentró su atención en la habitación que en ese momento abría Daphne y en cuya cama yacía un joven.

David no era un niño. Parecía pequeño en la cama doble y tapizada, y la pierna derecha, entablillada y con un grueso vendaje, que se mantenía en alto sobre una complicada construcción de puntales y cuerdas, reforzaba todavía más esa impresión. El joven tenía los ojos cerrados. Su hermoso rostro, bajo un cabello rubio y enmarañado, estaba pálido y se veía afligido.

– ¿Dave? -saludó Daphne cariñosa-. Tienes visita. Un señor de…

– Christchurch -concluyó George.

– Dice que conoció a Luke. Dave, ¿cómo se llamaba de apellido? ¿Te acuerdas?

Para George, que había echado entretanto un breve vistazo a la habitación, la pregunta ya estaba contestada. Sobre la mesilla de noche del joven había un cuaderno de bocetos con dibujos realizados con un estilo absolutamente particular.

– Denward -respondió el joven.

Una hora más tarde, George sabía toda la historia. David contó los últimos meses de Lucas como trabajador de la construcción y encargado de los planos de las obras y describió al final la fatal expedición en busca del oro.

– ¡Todo fue culpa mía! -se lamentó entristecido-. Luke no quería…, y luego tuve que intentar bajar por esas rocas. ¡Yo lo maté! ¡Soy un asesino!

George sacudió la cabeza.

– Cometiste un error, muchacho, puede que varios. Pero si ocurrió tal como tú lo has contado, fue un accidente. Si Lucas hubiera anudado mejor la cuerda, todavía estaría con vida. No debes hacerte reproches eternamente, de ese modo no le haces ningún favor a nadie.

En silencio pensaba que ese accidente se ajustaba a la personalidad de Lucas. Un artista, irremediablemente falto de habilidad para la vida práctica. ¡Con tanto talento, qué pérdida!

– ¿Y cómo te salvaste? -quiso saber George-. Me refiero a que, si he entendido bien, ambos estabais muy lejos de aquí.

– Nosotros… Nosotros no estábamos tan lejos -le respondió David-. Los dos calculamos mal. Yo pensaba que habíamos cabalgado más de sesenta kilómetros, pero sólo eran veinticuatro. De todos modos, no lo habría conseguido a pie… con la pierna rota. Estaba seguro de que iba a morir. Pero primero… primero enterré a Luke. Justo en la playa. No muy profundamente, me temo, pero… pero aquí no hay lobos, ¿verdad?

George le aseguró que no había ningún animal salvaje en Nueva Zelanda que fuera a desenterrar el cadáver.

– Y luego esperé… esperé mi muerte. Tres días, creo…, en algún momento perdí el conocimiento, tenía fiebre y no podía llegar al río para beber agua… Pero entretanto nuestro caballo llegó a casa y el señor Miller pensó que algo no había salido bien. Quería enviar un equipo de salvamento de inmediato, pero los hombres se rieron de él. Luke… Luke no era tan hábil con los caballos, ¿sabe? Todos creyeron que simplemente no lo había atado bien y que se le había escapado. Pero como no regresábamos, enviaron una barca. Hasta el barbero los acompañó. Y enseguida me encontraron. Sólo dos horas remando, dijeron. Pero yo no me enteré de nada. Cuando desperté, estaba aquí…

George asintió y acarició el cabello del joven. David parecía muy joven. A George le resultaba inevitable pensar en el niño que Elizabeth llevaba dentro de sí. Tal vez en pocos años, él también tuviera un hijo así: tan valiente y aplicado, pero era de esperar que con mejor fortuna que el muchacho de esa habitación. ¿Qué debía de haber visto Lucas en David? ¿El hijo que hubiera deseado? ¿O más bien el amante? George no era un necio y procedía de una gran ciudad. El que alguien tuviera preferencia por personas de su mismo sexo no le resultaba extraño, y la conducta de Lucas (además de todos los años de Gwyneira sin hijos) había despertado desde el principio la sospecha de que el joven Warden prefería los muchachos en lugar de las muchachas. Pero eso a él le era indiferente. Y en cuanto a David, las miradas enamoradas que arrojaba a Daphne no dejaban lugar a dudas respecto a su orientación sexual. Pero Daphne no correspondía a tales miradas. Otro inevitable desengaño para el joven.

George reflexionó unos minutos.

– Escúchame, David -dijo entonces-. Lucas Warden…, Luke Denward…, no estaba tan sólo en el mundo como tú habías pensado. Tenía familia, y creo que su esposa tiene derecho a saber cómo murió. Cuando vuelvas a encontrarte bien, un caballo en el establo de alquiler te estará esperando. Dirígete con él a las llanuras de Canterbury y pregunta por Gwyneira Warden en Kiward Station. ¿Lo harás…, por Luke?

David asintió con una expresión de seriedad.

– Si usted cree que él así lo habría querido…

– Estoy seguro de ello, David -contestó George-. Luego viajas a Christchurch y vienes a mi compañía: Greenwood Enterprises. Allí no encontrarás oro, pero sí un trabajo más lucrativo como mozo de cuadra. Si eres un joven listo, y no me cabe duda de que lo eres, pues si no Lucas no te habría tomado bajo su protección, a la larga prosperarás.

David volvió a asentir, aunque esta vez de mala gana.

Daphne, por el contrario, miró a George con una expresión amistosa.

– Le dará un trabajo que pueda realizar sentado, ¿verdad? -preguntó cuando acompañó después a George de vuelta-. El barbero dice que cojeará para siempre, la pierna está rota. No podrá volver a trabajar en la construcción ni en el establo. Pero si le consigue el trabajo en un despacho…, entonces también cambiará de idea respecto a lo que toca a las chicas. Le hizo bien no huir de Luke, pero yo no soy la novia adecuada para él.

Habló tranquila y sin amargura, y George sintió una tenue pena de que esa solícita e inteligente criatura fuera una muchacha. Como hombre, Daphne podría haber encontrado la felicidad en esa tierra nueva. Como mujer, sin embargo, sólo podía ser lo que también en Londres habría sido: una puta.

Pasaría más de medio año hasta que Steinbjörn Sigleifson realmente encaminase los pasos de su caballo hacia Kiward Station. El joven había pasado mucho tiempo en cama y luego había vuelto a aprender a caminar con esfuerzo. Además, la despedida de Daphne y las mellizas le había resultado dura, aunque las chicas lo animaban cada día para que se fuera. Al final, sin embargo, no le había quedado otro remedio. Miss Jolanda le exigía con insistencia que abandonara la habitación del burdel y, pese a que el señor Miller le permitió que volviera a instalarse en el establo, ya no podía ofrecer nada como contrapartida. Para un tullido no había ningún trabajo en todo Westport; los endurecidos coasters ya se lo habían comunicado sin la menor piedad. Si bien el joven volvía a moverse con soltura, sufría una fuerte cojera y no podía permanecer largo tiempo de pie. Así que se había marchado a lomos de su caballo y se hallaba, desconcertado a causa de la sorpresa, frente a la fachada de la casa señorial en que había vivido Lucas Warden. Seguía sin tener la menor idea de por qué su amigo había abandonado Kiward Station, pero debería de haber tenido razones de peso para renunciar a tal lujo. ¡Gwyneira Warden debía de ser un ogro! Steinbjörn (después de haber dejado a Daphne no veía ningún motivo para seguir conservando el nombre de David) pensó seriamente en marcharse con las manos vacías. ¡A saber lo que le diría la esposa de Luke! Era posible que ella también lo hiciera responsable de la muerte del amigo.

– ¿Qué haces aquí? ¡Di tu nombre y qué te trae por estas tierras!

Steinbjörn se sobresaltó cuando oyó a sus espaldas la vocecita cantarina. Procedía de un arbusto bajo y el joven islandés, educado en la creencia de hadas y elfos que habitaban las piedras, pensó en un primer momento que se trataba de un espectro.

La niñita que apareció detrás de él a lomos de un poni daba de hecho esa impresión, y más cuando amazona y montura producían un efecto tiernamente mágico. Steinbjörn nunca había visto un poni tan pequeño, ni en su isla de origen, donde los caballos no eran grandes. Sin embargo, esa diminuta yegua roana, el color de cuyo pelaje tan bien armonizaba con el cobrizo de su amazona, daba la impresión de un purasangre en miniatura. La niña acercó la yegua al muchacho.

– ¿Vas a tardar mucho? -preguntó con insolencia.

Steinbjörn no pudo reprimir la risa.

– Mi nombre es Steinbjörn Sigleifson y busco a Lady Gwyneira Warden. Esto es Kiward Station, ¿verdad?

La niña asintió con gravedad.

– Sí, pero ahora es temporada de esquileo y mamá no está en casa. Ayer se encargó del cobertizo tres y hoy le toca el número dos. Alterna con el capataz. El abuelo se encarga del cobertizo uno.

Steinbjörn no sabía de qué le hablaba la niña, pero estaba convencido de que tenía razón.

– ¿Puedes dejarme entrar? -preguntó.

La niña frunció el ceño.

– Eres una visita, ¿no? Entonces, en realidad tengo que llevarte a la casa y tendrás que dejar una tarjeta en la bandeja de plata. Luego vendrá Kiri y te dará la bienvenida, y luego Wite, y luego pasarás al saloncito y te darán té…, bueno, y yo tengo que entretenerte, dice Miss Helen. Significa que tenemos que hablar. Sobre el tiempo y esas cosas. ¿Eres un gentleman o qué? -Steinbjörn seguía sin entender nada, pero no podía negar que la niña tenía una cierta disposición para dar conversación-. Además, soy Fleurette Warden, y ella es Minty -añadió señalando el poni.

Steinbjörn contempló a la niña con mayor interés. Fleurette Warden… ¡tenía que ser la hija de Luke! Así que también había abandonado a esa niña encantadora… Steinbjörn cada vez entendía menos a su amigo.

– Creo que no soy un gentleman -comunicó a la pequeña-. En cualquier caso, no tengo tarjeta. ¿No podríamos simplemente…, quiero decir, no podrías llevarme simplemente hasta donde está tu madre?

Fleurette tampoco parecía tener muchas ganas de proseguir una conversación cortés y cedió. Colocó su poni delante del caballo de Steinbjörn, que tuvo que esforzarse para seguirle el paso. La pequeña Minty daba pasos cortos pero muy rápidos y Fleurette la dirigía de forma magistral. En el breve camino hasta los cobertizos de esquileo informó a su nuevo amigo de que acababa de llegar de la escuela, adonde en realidad no debía ir sola, pero que en el período en que se esquilaban las ovejas no había nadie disponible para acompañarla. Le habló de su amigo Ruben y de su hermanito Paul, al que encontraba bastante tonto porque no hablaba, sólo chillaba cuando Fleurette lo cogía en brazos.

– No nos quiere, sólo quiere a Kiri y Marama -dijo-. Mira, ése es el cobertizo dos. ¿A que mamá está dentro?

Los cobertizos de esquileo eran edificios alargados que daban acogida a varios corrales y que permitían esquilar a los animales tanto si llovía como si apretaba el sol. Delante y detrás se encontraban otras cercas en las que esperaban las ovejas que todavía no estaban esquiladas y las que ya estaban listas para ser conducidas de nuevo a los prados. Steinbjörn sabía poco de esos animales, pero había visto muchos en su tierra y, en comparación con éstos, hasta un lego en la materia se percataba de que se hallaba ante unos especímenes de primera categoría. Antes del esquileo, las ovejas de Kiward Station semejaban ovillos de lana limpios y suaves sobre patas. Luego las bañaban y se diría que estaban desplumadas, pero bien alimentadas y vivaces. Mientras tanto, Fleurette había desmontado y atado su poni delante del cobertizo con un nudo digno de un profesional.

Steinbjörn la imitó y la siguió hacia el interior, donde enseguida le golpeó el penetrante olor a estiércol, sudor y juarda. Fleurette no pareció notarlo. Se desplazó decidida a través del ordenado caos de hombres y ovejas. Steinbjörn observaba fascinado cómo los esquiladores agarraban los animales con la velocidad de un rayo, los tendían de espaldas y los desprendían a toda velocidad de la lana. Parecía como si apostaran entre ellos. No dejaban de gritarse unos a otros, y sobre todo al supervisor del cobertizo, nuevas cifras en tono triunfal.

Quien llevara ahí las cuentas debía de andarse con muchísimo cuidado. Pero la mujer joven que paseaba entre los hombres y que anotaba sus resultados no parecía superada por la situación. Bromeaba relajada con los esquiladores y no producía la impresión de que se cuestionaran sus anotaciones. Gwyneira Warden llevaba un sencillo vestido de montar de color gris y había recogido descuidadamente su largo cabello rojo en una trenza. No era alta, pero a ojos vistas era igual de enérgica que su hija, y cuando volvió el rostro hacia Steinbjörn él se quedó pasmado ante su belleza. ¿Qué es lo que habría llevado a Luke Warden a abandonar a esa mujer? Steinbjörn no se cansaba de contemplar su rasgos nobles, la sensualidad de sus labios y los fascinantes ojos de color índigo. Se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente cuando la sonrisa de la mujer cedió el paso a una mueca irritada y el joven apartó de inmediato la vista.

– Es mamá. Y éste es Stein…, Stein…, algo con Stein -anunció Fleur, intentando proceder a la presentación según la norma.

Steinbjörn había recobrado la serenidad entretanto y se dirigió cojeando hacia Gwyneira.

– ¿Lady Warden? Soy Steinbjörn Sigleifson. Vengo de Westport. El señor Greenwood me pidió…, bueno, yo estaba junto a su fallecido esposo, cuando… -Estrechó la mano de la mujer.

Gwyneira asintió.

– Señora Warden, no lady -lo corrigió de forma mecánica mientras lo saludaba-. Pero sea usted bienvenido. George mencionó de hecho…, pero éste no es lugar para conversar. Espere un momento.

La joven buscó a su alrededor y distinguió a un hombre mayor, de cabello oscuro entre los esquiladores, con el que intercambió un par de palabras. Luego informó a los hombres del cobertizo de que Andy McAran se ocuparía del control a partir de ese momento.

– ¡Y espero que mantengáis la ventaja! Hasta ahora este cobertizo va claramente por delante del uno y del tres. ¡Que no os la arrebaten! Ya sabéis: ¡a los ganadores les espera un tonel de whisky de la mejor categoría! -Saludó a los hombres amistosamente y se dirigió a Steinbjörn-. Venga, vayamos a casa. Pero antes iremos a buscar a mi suegro. También él debe escuchar lo que usted tiene que contarnos.

Steinbjörn siguió a Gwyn y su hija hacia los caballos. Allí Gwyneira montó velozmente y sin ayuda sobre una sólida yegua castaña. El joven se percató también entonces de los perros que la seguían a todas partes.

– Finn y Flora, ¿es que no os necesitan? Corriendo a los cobertizos. Tú te vienes, Cleo. -La joven envió dos de los collies a donde se hallaban los esquiladores y el tercero, una perra vieja, cuyo pelo empezaba a encanecer alrededor del morro, se unió a los jinetes.

El cobertizo uno, donde Gerald llevaba el control, se encontraba en el lado oeste del edificio principal. Los jinetes habían recorrido apenas un kilómetro y medio. Gwyneira cabalgaba en silencio y Steinbjörn tampoco le dirigía la palabra. Sólo Fleur se ocupaba de la conversación general, contando emocionada lo que había sucedido en la escuela, donde era evidente que se había producido una pelea.

– El señor Howard estaba muy enfadado con Ruben porque se había quedado en la escuela y no le había ayudado con las ovejas. Aunque los esquiladores llegarán en un par de días. El señor Howard todavía tiene ovejas en los prados de montaña y Ruben tendría que haber ido a buscarlas, ¡pero Ruben es terriblemente torpe con las ovejas! Le he dicho que mañana iré a ayudarlo. Me llevaré a Finn o a Flora y todo irá la mar de bien.

Gwyneira suspiró.

– Exceptuando que O’Keefe no estará especialmente contento de que una Warden conduzca sus ovejas con un par de collies Silkham mientras su hijo aprende latín… ¡Vigila que no te pegue un tiro!

Steinbjörn encontró la forma de expresarse de la madre tan extraña como la de la hija, pero, al parecer, Fleur entendió.

– Dice que a Ruben debería gustarle hacer todo eso porque es un chico -señaló Fleurette.

Gwyn volvió a suspirar y detuvo su caballo delante del siguiente cobertizo de esquileo, que era idéntico al otro.

– En eso no es el único. Por aquí…, venga señor Sigleifson, aquí trabaja mi suegro. O mejor espere, voy a buscarlo. Ahí dentro reina el mismo alboroto que en el mío…

Pero Steinbjörn ya había desmontado y la seguía hacia el recinto. No hubiera sido cortés saludar al anciano desde la silla. Además, odiaba que la gente le tratara con miramientos a causa de su cojera.

En el cobertizo uno reinaba la misma intensa y ruidosa actividad que en el edificio de Gwyneira, pero la atmósfera era distinta, más tensa y no tan amigable. Los hombres parecían estar menos motivados, más presionados y azuzados. Y el hombre de edad avanzada y complexión fuerte que se movía entre los esquiladores censuraba en lugar de bromear. Además, junto a la tabla donde anotaba los resultados había una botella de whisky medio llena y un vaso. Tomó incluso un trago cuando Gwyneira entró y habló con él.

Steinbjörn observó un rostro hinchado y marcado por el whisky y unos ojos inyectados en sangre.

– ¿Qué haces tú aquí? -ladró a Gwyneira-. ¿Ya has terminado con las cinco mil ovejas del cobertizo dos?

Gwyneira sacudió la cabeza. Steinbjörn se percató de la mirada, a un mismo tiempo preocupada y llena de reproches, que la joven lanzaba a la botella.

– No, Gerald, Andy se encarga del control. He dejado el puesto. Y creo que tú también deberías venir.

»Gerald, éste es el señor Sigleifson. Ha venido para contarnos cómo murió Lucas. -Presentó a Steinbjörn, pero el rostro del anciano sólo reflejaba desprecio.

– ¿Y por eso dejas el cobertizo? ¿Para oír lo que el amiguito de tu blando esposo tiene que contar?

Gwyneira se alarmó, pero para su alivio el joven visitante no daba la impresión de haber comprendido. Gerald ya se había percatado antes de su acento nórdico y probablemente no había prestado atención a sus palabras o no las había entendido.

– Gerald, el joven fue el último que vio a Lucas con vida… -Lo intentó de nuevo con calma, pero el anciano la miró furioso.

– Y os disteis un beso de despedida, ¿no? Ahórrame estas historias, Gwyn. Lucas está muerto. Que descanse en paz, ¡pero déjame también a mí en paz! Y a ese tipo no quiero verlo en mi casa cuando haya terminado con esto.

Warden le dio la espalda.

Gwyneira condujo a Steinbjörn fuera del recinto con el rostro compungido.

– Perdone a mi suegro, es el whisky el que habla. Nunca ha olvidado que Lucas fuera…, bueno, que fuera como era, que al final dejara la granja, que desertara, según la expresión de Gerald. Dios sabe que él también fue responsable de ello. Pero todo esto son viejas historias, señor Sigleifson. En cualquier caso le agradezco que esté aquí. Vayamos a casa, seguro que no le vendrá mal un trago…

Steinbjörn apenas si osaba entrar en la casa señorial. Estaba seguro de que cometería un error tras otro. Luke le había enseñado a comportarse con corrección a la mesa y las reglas de cortesía, y también Daphne parecía desenvolverse bien a ese respecto. Pero él mismo no tenía ni idea de cómo actuar y temía ponerse en ridículo delante de Gwyneira. Ella, por su parte, lo condujo con toda naturalidad por una puerta lateral, le cogió la chaqueta, no llamó a la criada, sino que se topó enseguida con la nodriza, Kiri, en el salón. En los últimos tiempos, Gerald ya no se oponía a que la joven llevara siempre consigo a los niños mientras limpiaba o realizaba otras labores domésticas. Si desterraba a Kiri a la cocina, al final Paul crecería con toda certeza en ese lugar.

Gwyneira saludó afablemente a Kiri y sacó a uno de los bebés de la canasta.

– Señor Sigleifson, mi hijo Paul -le presentó, pero las últimas palabras fueron apagadas por un grito ensordecedor del bebé. A Paul no le gustaba que lo arrancaran del lado de su hermana de leche, Marama.

Steinbjörn reflexionó de nuevo. Paul era otro bebé. Debería de haber nacido durante la ausencia de Luke.

– Me rindo -gimió Gwyneira, y volvió a dejar al niño en la canasta-. Kiri, podrías llevarte a los niños, también a Fleur, todavía tiene que comer y no está bien que escuche lo que tenemos que hablar. Y tal vez podrías prepararnos un té… ¿o prefiere café, señor Sigleifson?

– Llámeme Steinbjörn, por favor… -dijo el joven con timidez-. O David. Luke me llamaba David.

La mirada de Gwyneira se posó en sus rasgos y en su cabello revuelto. Luego sonrió.

– Siempre sintió un poco de envidia de Miguel Ángel -observó después-. Venga, tome asiento. Ha sido un largo viaje a caballo…

Para sorpresa de Steinbjörn la conversación con Gwyneira Warden se desarrolló con fluidez. Al principio había temido que todavía no supiera nada sobre la muerte de Lucas, pero George Greenwood ya la había preparado. Gwyneira había superado hacía tiempo la primera pena y sólo preguntó compasivamente por el tiempo que Steinbjörn había pasado con su marido, cómo lo había conocido y cómo habían sido los últimos meses de su vida.

Finalmente, Steinbjörn describió las circunstancias de su muerte, no sin culpabilizarse de nuevo por ello.

Sin embargo, Gwyneira consideró el asunto del mismo modo que Greenwood y se expresó incluso de forma más tajante.

– Usted no tiene la culpa de que Lucas no supiera hacer un nudo. Era una buena persona, sabe Dios que yo lo apreciaba. Y al parecer también era un artista de mucho talento. Pero carecía de destreza para desenvolverse en la vida. Pero…, creo que siempre había deseado ser un héroe. Y al final lo consiguió, ¿no es cierto?

Steinbjörn asintió.

– Todos hablan de él con mucho respeto, señora Warden. La gente está pensando en poner su nombre a la roca. La roca de la que… caímos.

Gwyneira estaba conmovida.

– Creo que es todo cuanto podía desear -dijo en voz baja.

Steinbjörn se temía que fuera a romper en llanto y no tenía la menor idea de cómo consolar educadamente a una lady. Pero ella se tranquilizó y planteó nuevas preguntas al joven. Para sorpresa del muchacho, preguntó mucho por Daphne, a la que todavía recordaba muy bien. Después de que Greenwood le contara su encuentro con la muchacha, Helen había escrito de inmediato a Westport, pero todavía no había obtenido ninguna respuesta. Steinbjörn confirmó ahora su suposición de que la pelirroja Daphne de Westport era idéntica a su pupila. Gwyneira se puso fuera de sí cuando oyó hablar de Laurie y Mary.

– ¡Así que Daphne encontró a las niñas! ¿Cómo lo consiguió? ¿Y están todas bien? ¿Daphne se ocupó de ellas?

– Bueno, ella… -Steinbjörn se puso un poco rojo-. Ellas… ellas también hacen algo. Bailan…, aquí…, aquí, Luke las retrató.

El joven llevaba unas alforjas y buscó una carpeta en la que se puso a hojear acto seguido. En cuanto sacó los dibujos, tuvo claro que no eran los adecuados para los ojos de una dama. Gwyneira, sin embargo, los miró sin pestañear. Gwyneira había ordenado a fondo el estudio de Lucas y ya no era tan ignorante como un par de meses atrás. Lucas ya había pintado desnudos antes: al principio jóvenes cuyas poses semejaban a las del «David», pero también hombres en posturas más inequívocas. Algunas imágenes mostraban huellas de haberse manoseado con frecuencia. Lucas las había cogido en repetidas ocasiones, las había mirado y…

Gwyneira advirtió que también los desnudos de las mellizas y, sobre todo, un estudio de la joven Daphne, presentaba huellas digitales. ¿Lucas? ¡Ni hablar!

– ¿Le gusta Daphne? -preguntó con cautela al joven visitante.

Steinbjörn todavía se sonrojó más.

– ¡Oh, mucho! Quería casarme con ella. Pero no me quiere. -En la voz del muchacho resonaba todo el dolor del amante despechado. Ese joven ¡nunca había sido el «amiguito» de Lucas!

– Se casará con otra muchacha -dijo Gwyneira para consolarlo-. ¿A usted… a usted le gustan las chicas?

Steinbjörn se la quedó mirando como si esa fuera la pregunta más absurda que una persona pudiera hacerle. Luego dio de buena gana más información sobre sus proyectos de futuro. Buscaría a George Greenwood y entraría en su compañía.

– En realidad hubiera preferido construir casas -confesó afligido-. Quería ser arquitecto. Luke decía que tenía talento. Pero para eso tendría que ir a Inglaterra, estudiar en academias y no me lo puedo permitir. Pero aquí hay algo más… -Steinbjörn cerró la carpeta con los bocetos de Lucas y se la tendió a Gwyneira-. Le he traído los dibujos de Luke. Todos…, el señor Greenwood opina que es posible que tengan valor. No quiero enriquecerme con ellos. Si sólo pudiera conservar uno… El de Daphne…

Gwyneira sonrió.

– Puede conservarlos todos, naturalmente… -Reflexionó durante unos breves segundos, y pareció tomar una determinación-. Póngase la chaqueta, David, y vaya a Haldon. Allí hay algo que Lucas habría querido.

El director del banco de Haldon pareció pensar que Gwyneira se había confundido. Encontró mil razones para oponerse a sus deseos, pero al final se sometió a sus exigencias. En contra de su voluntad, puso la cuenta en que se reunían las ganancias de Lucas por la venta de los cuadros a nombre de Steinbjörn Sigleifson.

– Se arrepentirá, señora Warden. Hay una fortuna acumulada ahí. Sus hijos…

– Mis hijos ya tienen fortuna. Son los herederos de Kiward Station y, al menos mi hija, no se preocupa lo más mínimo por el arte. No necesitamos el dinero, pero ese joven era el discípulo de Lucas. Un hermano del alma… por decirlo de alguna manera. ¡Necesita el dinero, sabe valorarlo y debe tenerlo! Aquí, David, tiene que firmar. Con el nombre completo, es importante.

Steinbjörn se quedó sin respiración cuando vio la suma que había en la cuenta. Pero Gwyneira le hizo un gesto amistoso.

– Ahora haga lo que tenga que hacer, yo debo ir a mis cobertizos para aumentar la fortuna de mis hijos. Y lo mejor es que se preocupe usted mismo de las galerías en Londres. Para que no le den gato por liebre cuando compre el resto de los cuadros. Es usted, por así decirlo, el administrador de la herencia artística de Lucas. ¡Sáquele pues partido!

Steinbjörn no dudó largo tiempo, sino que puso su nombre en el documento.

El «David» de Lucas había encontrado su mina de oro.