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Llanuras de Canterbury – Otago
1870-1877
– Paul, Paul, ¿dónde te has vuelto a meter?
Helen llamaba al más rebelde de sus discípulos, aunque sabía perfectamente que el niño no la oiría. Paul Warden estaría jugando, y no de forma pacífica, con los niños maoríes en los alrededores inmediatos de su improvisada escuela. Por regla general sus desapariciones acarreaban problemas. O bien estaba peleándose en algún lugar con su enemigo mortal, Tonga (el hijo del jefe de la tribu del poblado maorí establecido en Kiward Station), o bien acechaba a Ruben y Fleurette para hacerles una mala pasada. Además, sus travesuras no siempre eran divertidas. Ruben había estado bastante afligido cuando Paul, pocos días antes, le había derramado un tintero sobre su libro nuevo. No sólo se había disgustado porque el joven hacía tiempo que deseaba ese código de leyes que George Greenwood acababa de traérselo de Inglaterra, sino también porque el libro era sumamente caro. Gwyneira, por supuesto, les había restituido el dinero, pero ella estaba igual de escandalizada que Helen por lo que su hijo había hecho.
– ¡Ya no es tan pequeño! -exclamó enfadada, mientras que Paul, de once años de edad, permanecía como si no hubiera pasado nada a su lado-. ¡Paul, sabías lo que costaba el libro! ¡Y no ha sido por descuido! ¿Crees que el dinero crece de los árboles en Kiward Station!
– No, ¡pero sí de las ovejas! -respondió Paul, no del todo falto de razón-. ¡Y nosotros nos podemos permitir un tocho así de tonto cada semana si nos da la gana! -Al decirlo miró iracundo y con maldad a Ruben. El niño sabía de buena tinta cuál era la situación económica de las llanuras de Canterbury. Si bien Howard O’Keefe había incrementado de forma considerable sus beneficios desde que Greenwood Enterprises lo protegía, se hallaba muy lejos de obtener el título honorífico de barón de la lana que ostentaba Gerald. Los rebaños y la fortuna de Kiward Station tampoco habían dejado de aumentar en los últimos diez años y, de hecho, no había deseo de Paul Warden que quedara insatisfecho. Los libros no solían estar entre sus debilidades. Paul prefería el poni más veloz y disfrutaba con rifles de juguete y pistolas, y ya habría tenido su propia escopeta de aire comprimido si George Greenwood no se la hubiera vuelto a «olvidar» en sus pedidos a Inglaterra. Helen contemplaba preocupada el modo en que estaba creciendo Paul. En su opinión, no se le marcaban suficiente los límites. Aunque tanto Gwyneira como Gerald le hacían regalos caros, apenas se ocupaban de él. Paul ya era lo bastante mayor para alejarse de la influencia de su ama de leche, Kiri. Hacía tiempo que había hecho propia la opinión de su idolatrado abuelo de que la raza blanca era superior a la de los maoríes. Esto se había convertido recientemente en el desencadenante de las eternas peleas con Tonga. El hijo del jefe se sentía tan seguro de sí mismo como el heredero del barón de la lana, y los jóvenes luchaban de manera encarnecida por la propiedad de la tierra en la que habitaban el pueblo de Tonga y los Warden. A Helen también la intranquilizaba este asunto. Era muy probable que Tonga sucediera a su padre, al igual que Paul sería el heredero de Gerald. Si persistía la rivalidad cuando fueran hombres la situación se complicaría. Cada nariz ensangrentada con la que los chicos llegaban a sus casas, ahondaba el abismo que los separaba.
Al menos estaba Marama. Esto tranquilizaba un poco a Helen, pues la hija de Kiri, la «hermana de leche» de Paul, tenía una especie de sexto sentido para las confrontaciones de los chicos y procuraba aparecer en los campos de batalla para mediar entre ellos. Si en esos momentos jugaba brincando inocentemente con un par de amigas, eso significaba que Paul y Tonga no estarían enredados en una pelea. Marama dirigió una sonrisa apaciguadora a Helen. Era una criatura encantadora, al menos según el criterio de Helen. Su rostro era más fino que el de la mayoría de las chicas maoríes y su tez aterciopelada tenía el color del chocolate. Todavía no llevaba tatuajes, pero era probable que no la adornaran según las costumbres tradicionales. Los maoríes se desprendían cada vez más de ese hábito y apenas llevaban la indumentaria tradicional. Era evidente que se habían esforzado por adaptarse a los pakeha, lo que para Helen era por una parte motivo de alegría, pero por otra, a veces, de cierta tristeza.
– ¿Dónde está Paul, Marama? -le preguntó directamente Helen a la chica. Paul y Marama solían llegar juntos a la clase desde Kiward Station. Si Paul se hubiera enfadado por algo y hubiera regresado antes a su casa, ella lo sabría.
– Se ha ido a caballo, Miss Helen. Anda tras la pista de un secreto -reveló Marama con su voz cristalina. La pequeña cantaba bien, una virtud que su gente apreciaba.
Helen suspiró. Acababan de leer un par de libros en los que se hablaba de piratas y tesoros escondidos, tierras y jardines misteriosos y ahora todas las chicas intentaban hallar jardines de rosas encantados, mientras que los chicos trazaban emocionados mapas del tesoro. También Ruben y Fleur habían actuado así cuando tenían esa edad, pero con Paul siempre cabía el temor de que sus secretos no fueran del todo inofensivos. Poco antes, por ejemplo, había puesto a Fleurette fuera de sí cuando secuestró a su querida yegua Minette, hija de la poni Minty y el semental Madoc, y la escondió en el jardín de rosas de Kiward Station. Desde la muerte de Lucas, esa parcela apenas recibía cuidados y a nadie se le ocurrió, obviamente, buscar allí el caballo, sobre todo porque Minette había sido secuestrada en la granja de los O’Keefe y no en su propio corral. Helen estaba muerta de angustia pensando en que Gerald hiciera responsable a su marido de la pérdida del valioso animal. Al final, la misma Minette había llamado la atención relinchando y galopando por el jardín. Pero esto ocurrió después de que se hubiera hartado de comer la abundante hierba que crecía en la parcela, es decir, horas en las cuales la desesperada Fleurette creía que su caballo estaría vagando en la montaña o que lo habían robado los ladrones de ganado.
Sobre todo los ladrones de ganado…, éste también era un tema que desde hacía pocos años inquietaba a los granjeros de las llanuras de Canterbury. Mientras que apenas una década antes los neozelandeses eran famosos por no descender de presidiarios, como los australianos, sino por formar una sociedad de colonos honrados, estaban apareciendo ahora, allí también, delincuentes. En el fondo no era extraño, la elevada cantidad de ganado en granjas como Kiward Station y el aumento constante de la fortuna de su propietario despertaban la codicia. Sobre todo porque a los nuevos inmigrantes ya no les resultaba tan sencillo su ascenso social en esos días. Las primeras familias se habían establecido, la tierra ya no se conseguía por nada o casi por nada y hacía tiempo que se había agotado la pesca de la ballena y los bancos de focas. No obstante, todavía se producían espectaculares hallazgos de oro. Al igual que antes, todavía era factible, pues, amasar una fortuna de la nada, pero no necesariamente en las llanuras de Canterbury. Sin embargo, justo las tierras de las estribaciones de los Alpes y los rebaños de los grandes barones de la lana se habían convertido en los últimos tiempos en campo de operaciones y presa de brutales ladrones de ganado. Y todo ello había comenzado con un hombre que era un antiguo conocido de Helen y los Warden: James McKenzie.
Helen, al principio, no había querido dar crédito cuando Howard llegó maldiciendo a casa desde el pub y mencionó el nombre del que una vez fuera capataz de Gerald.
– Sabe Dios por qué Warden mandó a ese tipo a tomar vientos y ahora lo tenemos que pagar todos. Los trabajadores hablan de él como si fuera un héroe. Sólo roba los mejores animales, dicen, los de los ricos. Deja en paz los bichos de los pequeños granjeros. ¡Qué tontería! ¿Cómo los va a distinguir? Pero disfruta robando. No me extrañaría que pronto se formara una banda alrededor de ese tipo.
Como Robin Hood, fue lo primero que pensó Helen; pero luego se censuró por sus accesos de romanticismo. Glorificar el robo de ganado entre la gente humilde era, a su entender, también parte del reino de la fantasía.
– ¿Cómo se las debe arreglar un hombre solo? -observó hablando con Gwyn-. Reunir las ovejas, seleccionarlas, esquilarlas, llevarlas a la montaña… Para eso se necesita toda una tropa…
– O un perro como Cleo… -contestó Gwyneira incómoda, pensando en el cachorro que había regalado a James de despedida. McKenzie era un dotado adiestrador de perros. Friday seguramente estaría, en el tiempo que había transcurrido, a la altura de su madre o aun más; ya hacía tiempo que la habría aventajado. Cleo había envejecido mucho y estaba casi sorda. Seguía pegándose a Gwyn como si fuera su sombra, pero ya no podía realizar ninguna labor.
No hubo que esperar mucho a que los himnos de alabanza en honor a James McKenzie incluyeran a su genial perro pastor. Gwyn salió de dudas cuando se mencionó por primera vez el nombre de Friday.
Por fortuna, Gerald no hizo ningún comentario sobre las habilidades de James como pastor y la ausencia del cachorro, que, en realidad, ya debería de haber notado antaño. Por otra parte, en ese desafortunado año, Gerald y Gwyneira tenían otras cosas en que pensar. Era probable que el barón de la lana hubiera simplemente olvidado al perrito. En cualquier caso, y debido a las acciones de McKenzie, estaba perdiendo cada año algunas cabezas de ganado y lo mismo les sucedía a Howard, los Beasley y a todos los grandes ganaderos. A Helen le hubiera gustado saber qué pensaba Gwyneira al respecto, pero su amiga no pronunciaba el nombre de aquel hombre si podía evitarlo.
Helen ya estaba harta de andar buscando absurdamente a Paul. Empezaría la clase tanto si el niño estaba como si no. La probabilidad de que apareciera en algún momento era, de todos modos, bastante alta. Paul respetaba a Helen, tal vez ella era la única persona a quien solía escuchar y a veces ella pensaba que sus continuos ataques a Ruben, Fleurette y Tonga estaban causados por los celos. El espabilado hijo del jefe era uno de sus discípulos preferidos y Ruben y Fleurette ya ocupaban, de por sí, un lugar especial. Paul, a su vez, no era tonto pero no destacaba por unos especiales logros escolares. Prefería convertirse en el payaso de la clase y con ello creaba problemas a Helen y a sí mismo.
Ese día, no obstante, no existía la posibilidad de que Paul apareciera en la escuela durante la clase. Estaba demasiado lejos. En cuanto Ruben se había vuelto a Fleur para asociarse con ella, Paul se había pegado a los talones de los dos mayores. Ya sabía que los secretos casi siempre giraban en torno a algo prohibido y para Paul no había nada más hermoso que sorprender a Fleur en cualquier pequeña infracción. No tenía entonces el menor reparo en divulgarlo todo, incluso si los resultados que obtenía de ese modo pocas veces eran satisfactorios. Kiri, en especial, nunca castigaba realmente a los niños y también la madre de Paul era bastante indulgente cuando pillaba a Fleurette diciendo alguna mentirijilla o si ésta rompía algún jarrón o vidrio jugando a lo loco. Tales contratiempos pocas veces le ocurrían a Paul. Era hábil por naturaleza y, además, había crecido prácticamente con los maoríes. Al igual que su rival Tonga, había aprendido a caminar con la agilidad del cazador y a acercarse a su presa con sigilo. Los hombres maoríes no hacían ninguna diferencia entre el pequeño pakeha y su propio descendiente. Cuando había niños, se ocupaban de ellos, y entre las labores del cazador se hallaba la de instruir a los jóvenes en sus artes, al igual que las mujeres enseñaban a las chicas. Paul siempre había estado entre los alumnos aventajados y ahora esas habilidades le servían para seguir furtivamente a Fleurette y Ruben. Lástima que se tratara, casi con toda probabilidad, de un secreto del joven O’Keefe en lugar de un error de Fleur. Seguramente, el castigo de Miss Helen no sería tan duro como para que valiera la pena que lo sermoneara por ser un chivato. El resultado habría sido mejor si hubiera delatado a Ruben a su padre, pero Paul no se atrevía con Howard O’Keefe. Sabía que ese hombre y su abuelo no se caían bien, y Paul no iba a ponerse al servicio del rival de Gerald, ¡era una cuestión de honor! Paul sólo esperaba que su abuelo supiera apreciarlo. Siempre intentaba impresionar a Gerald, pero la mayoría de las veces el viejo Warden no reparaba en él. Paul no se lo tomaba a mal. Su abuelo tenía cosas más importantes que hacer que jugar con niños pequeños: a fin de cuentas, Gerald Warden era en Kiward Station casi como Dios. Pero en algún momento Paul haría una gran jugada y a Gerald no le quedaría más remedio que prestarle atención. Lo único que el niño deseaba era ganarse la admiración de Gerald.
Pero ¿qué habrían tramado Ruben y Fleurette? Paul desconfió en cuanto Ruben no cogió su propio caballo, sino que montó a Minette delante de Fleur. Después de todo, ¡qué forma tan rara de cabalgar! Minette iba sin ensillar, así que los dos jinetes se sentaban a lomos del animal. Ruben iba delante y llevaba las riendas; Fleurette se había colocado detrás y estrechaba el torso contra el del chico, incluso tenía las mejillas apretadas contra su espalda y los ojos cerrados. Sus cabellos de color rojo y dorado se desparramaban sobre los hombros. Paul recordó que uno de los conductores de ganado había dicho que la pequeña estaba para comérsela. Eso significaba que al tipo le habría gustado montárselo con ella. Algo de cuyo significado Paul, por el momento, sólo tenía una vaga idea. Pero una cosa era segura: Fleurette era la última en la que Paul hubiera pensado para montárselo. Relacionar la palabra belleza con su hermana le resultaba inconcebible. ¿Por qué se acurrucaba así contra Ruben? ¿Tenía miedo a caerse? Era del todo impensable, pues era una amazona sumamente competente.
No había más remedio, Paul tenía que acercarse más y escuchar lo que los dos andaban cuchicheando. ¡Qué tontería que su poni Minty diera esos pasos tan cortos y rápidos! Resultaba casi imposible ir al compás de Minette y pasar desapercibido. Al menos, era evidente que Fleurette y Ruben no sospechaban nada. Deberían de haber oído el sonido de los cascos, pero no prestaron atención. Gracie, la perra pastora de Fleur, que seguía siempre a su ama como Cleo a Gwyneira, era la única que lanzaba recelosas miradas de soslayo a los matorrales. Pero Gracie no ladraría porque conocía a Paul.
– ¿Crees que encontraremos esas dichosas ovejas? -preguntó justo entonces Ruben. Su voz tenía un timbre nervioso, casi asustado.
Fleurette alzó la cabeza de mala gana de la espalda del muchacho.
– Sí, seguro -murmuró-. No te preocupes. Gracie las reunirá en un santiamén. Puede que… hasta tengamos tiempo para hacer un descanso.
Paul observó desconcertado que las manos de su hermana jugueteaban por la camisa de Ruben y sus dedos avanzaban con cautela entre botón y botón por el pectoral desnudo del muchacho.
Éste no parecía poner trabas. Incluso se volvió un momento y acarició el cuello de Fleur.
– Ah, no sé…, las ovejas…, mi padre me mata si no las llevo a casa.
Eso era. Otra vez se le habían escapado las ovejas a Ruben. Paul ya se imaginaba muy bien de cuáles se trataban. El día anterior, camino de la escuela, había visto de qué forma tan chapucera se había parcheado la cerca del corral de los jóvenes carneros.
– ¿Has arreglado al menos la cerca? -preguntó Fleur. Los dos jinetes llegaron en ese momento a un arroyo y pasaron por un lugar de la orilla especialmente bello y cubierto de hierba que estaba protegido por rocas y palmeras de Nikau. Las manitas morenas de Fleurette se separaron del pecho de Ruben y agarraron con destreza las riendas. Detuvo a Minette, se deslizó de sus lomos y se tendió en la hierba, donde se estiró de modo provocativo. Ruben ató el caballo a un árbol y se tendió junto a ella.
– Sujétala bien, si no se marchará enseguida… -indicó Fleur. Pese a tener los ojos entrecerrados se percató de que Ruben no había atado bien las riendas. La muchacha amaba a su amigo, pero también se desesperaba a causa de su torpeza, como había hecho antaño Gwyneira con el hombre al que Fleur consideraba su padre. No obstante, Ruben no sentía inclinación por el arte, sino que anhelaba viajar a Dunedin para estudiar Derecho en la universidad. Helen lo apoyaría; pero a Howard todavía no le había contado nada por si acaso.
El joven se levantó ahora de mala gana y se ocupó del caballo. Nunca se tomaba a mal la firmeza de la chica. Conocía sus propias debilidades y admiraba sin reservas la eficacia de ella.
– Mañana arreglaré el cercado -murmuró en esos momentos, lo que provocó que Paul, en el escondite que acababa de encontrar tras las rocas, sacudiera la cabeza. Si Ruben volvía a encerrar los carneros en el corral roto, éstos se escaparían de nuevo al día siguiente.
Fleurette opinó lo mismo.
– Te ayudaré -prometió, y luego los dos callaron por un tiempo. Paul se impacientó porque desde donde se encontraba no podía ver nada, así que acabó rodeando a hurtadillas las piedras situándose en un lugar desde donde tenía mejor visión. Lo que descubrió casi lo dejó sin respiración. Los besos y caricias que Ruben y Fleur se prodigaban en el lecho bajo los árboles se acercaban bastante a los que Paul entendía por «montárselo». Fleur estaba tendida en la hierba, con el cabello desparramado como una resplandeciente maraña de hilos y una expresión extasiada en su rostro. Ruben le había desabotonado la blusa y acariciaba y besaba sus pechos, que Paul, a su vez, observaba con atención. Hacía cinco años, de eso estaba seguro, que no veía desnuda a su hermana. También Ruben parecía feliz; era evidente que se tomaba su tiempo y que no tenía prisa por moverse hacia delante y hacia atrás como el hombre de la pareja maorí que Paul había visto desde lejos. Tampoco estaba completamente encima de Fleur, sino más bien junto a ella: así que no se lo estaban montando del todo. Sin embargo, Paul estaba seguro de que Gerald Warden encontraría el dato de sumo interés.
Fleurette rodeaba con sus brazos a Ruben y le acariciaba la espalda. Al final los dedos de la chica avanzaron por debajo de la cintura de sus pantalones de montar y lo tocaron. Ruben gimió de placer y se colocó totalmente encima de ella.
Así que…
– No, déjalo, amor mío… -Fleurette lo apartó con suavidad. No parecía tener miedo, pero obraba con determinación-. Tenemos que reservarnos un poco para la noche de bodas… -Ahora había abierto los ojos y sonreía a Ruben. El joven le devolvió la sonrisa. Ruben era un muchacho apuesto, que había heredado de su padre los rasgos faciales un poco rudos, pero viriles, y el cabello oscuro y ondulado. Por lo demás se parecía a Helen. El conjunto de su cara era más delicado que la de Howard y tenía los ojos grises y soñadores. Era más alto, más esbelto que macizo, y fibroso. En su dulce mirada había deseo, pero se trataba de alegría anticipada más que de pura lascivia. Fleurette suspiró feliz. Se sentía amada.
– Si es que en efecto hay noche de bodas… -observó Ruben con preocupación-. No me imagino que tu abuelo y mi padre se alegren de la noticia.
Fleurette se encogió de hombros.
– Pero nuestras madres no se opondrán -replicó con optimismo-. Deberán hacer frente común. ¿Qué es lo que tienen en contra el uno del otro? Me refiero a que una hostilidad de tantos años… ¡es enfermiza!
Ruben le dio la razón. Era de natural conciliador, mientras que Fleurette estallaba más deprisa. Así visto podría esperarse de ella que mantuviera con alguien una pelea de por vida. Ruben era capaz de imaginarse muy bien a Fleurette con una espada en llamas. Sonrió, pero luego se puso serio de nuevo.
– ¡Yo sé la historia! -le reveló al final a su amiga-. Tío George se la sonsacó a ese banquero parlanchín de Haldon y luego se la contó a mi madre. ¿Quieres saberla? -Ruben jugueteaba con una mecha de cabello cobrizo.
Paul aguzó el oído. ¡Eso iba a mejor! Al parecer, ese día no sólo iba a descubrir los secretos de Fleur y Ruben, sino también los detalles de la historia familiar.
– ¿Bromeas? -preguntó Fleurette-. ¡Estoy deseándolo! ¿Por qué no me lo has contado nunca?
Ruben se encogió de hombros.
– ¿Será porque siempre tenemos otras cosas que hacer? -preguntó con picardía, y le dio un beso.
Paul suspiró. ¡Ahora basta de demoras! Lentamente tenía que ponerse en camino si quería llegar más o menos puntual a casa. Si Marama regresaba sola, Kiri y su madre empezarían a preguntar y entonces averiguarían que se había saltado la clase.
Pero también Fleur estaba más deseosa de oír la historia que de renovar las caricias. Apartó con dulzura a Ruben y se sentó. Se estrechó contra él, mientras él iba contando, pero aprovechó la ocasión para abotonarse la blusa. También ella debía de haberse dado cuenta de que había llegado el momento de salir en busca de las ovejas.
– Pues bien, mi padre y tu abuelo ya estaban en los años cuarenta aquí, cuando todavía no había colonos, sólo balleneros y cazadores de focas. Pero entonces se ganaba mucho dinero de esa forma y, además, los dos jugaban muy bien al póquer y al blackjack. Sea como fuere, ambos llevaban una fortuna en el bolsillo cuando llegaron a las llanuras de Canterbury. Mi padre sólo iba de paso, quería dirigirse a los alrededores de Otago, donde había oído hablar del oro. Pero Warden pensó en construir una granja de ovejas y trató de convencer a mi padre para que invirtiera dinero en ella. Y en el terreno. Gerald enseguida entabló buenas relaciones con los maoríes. Enseguida empezó a trapichear con ellos. A lo que los kai tahu no fueron del todo contrarios. La tribu ya había vendido tierra en una ocasión y llegaron a un acuerdo con los compradores.
– ¿Y? -preguntó Fleur-. Así que compraron la tierra…
– No tan deprisa. Mientras que se prolongaban las negociaciones y Howard no acababa de decidirse, estuvieron viviendo con unos colonos…, Butler se llamaban. Y Leonard Butler tenía una hija: Barbara.
– ¡Pero ésa era mi abuela! -El interés de Fleur se reavivó en ese momento.
– Exacto. Pero en realidad tendría que haber sido mi madre -explicó Ruben-. Sea como fuere, mi padre se enamoró de Barbara y ella también de él. Pero el padre de ella no estaba tan entusiasmado con Howard, y éste pensó que necesitaba todavía más dinero para ganarse sus simpatías…
– Así que se marchó a Otago y encontró oro y… ¿entretanto Barbara se casó con Gerald? ¡Oh, qué triste, Ruben! -Fleur gimió fantaseando sobre la supuesta historia romántica.
– No del todo -respondió Ruben sacudiendo la cabeza-. Howard quería hacer dinero aquí y ahora. Jugaron a las cartas…
– ¿Y perdió? ¿Gerald se llevó todo el dinero?
– Fleurette, déjame acabar de hablar -protestó Ruben con firmeza, y esperó a que Fleurette le diera la razón y se disculpara. A ojos vistas ardía en deseos de que siguiera con la historia.
Howard ya se había declarado antes de asociarse con Gerald para criar ovejas, incluso tenían un nombre para la granja: Kiward Station, por Warden y O’Keefe. Pero entones no sólo se jugó su propio dinero, sino también el que Gerald le había dado para pagar la tierra de los maoríes.
– ¡Oh, no! -exclamó Fleur, entendiendo de golpe por qué Gerald estaba tan enfurecido-. ¡Seguro que mi abuelo lo habría matado!
– Se produjeron escenas horribles -explicó Ruben-. Al final, el señor Butler le prestó algo de dinero a Gerald, lo necesario para no defraudar a los maoríes a quienes se les había prometido comprar la tierra. Gerald adquirió una parte de ella, que es la que constituye hoy en día Kiward Station, y Howard no quiso tirar la toalla. Conservaba la esperanza de que se casaría con Barbara. Invirtió entonces sus últimos centavos en un trozo de tierra pedregosa y un par de ovejas medio muertas de hambre. Pero ya hacía tiempo que Barbara se había prometido a Gerald. El dinero era su dote. Y claro, más tarde heredó las tierras del viejo Butler. No es de extrañar que Gerald ascendiera como un cohete a la categoría de barón de la lana.
– ¡Y que Howard lo odie! -señaló Fleur-. Oh, qué historia tan terrible. ¡Y la pobre Barbara! ¿Quería a Gerald?
Ruben hizo un gesto de ignorancia.
– Tío George no contó nada al respecto. Pero si lo que realmente deseaba era casarse con mi padre…, su amor por Gerald no debió de ser muy grande.
– Lo que Gerald le reprochó a Howard. ¿O puede que no fuera de su agrado tener que casarse con Barbara? No, ¡qué horrible habría sido! -Fleur había empalidecido. Las buenas historias siempre la afectaban.
– Éstos son, en cualquier caso, los secretos de Kiward y O’Keefe Station -concluyó Ruben-. Y con este legado vamos a llegar y decirles a mi padre y a tu abuelo que queremos casarnos. Unas condiciones previas insuperables, ¿no crees? -Rio con amargura.
Y todavía serán peores cuando Gerald oiga sonar campanas, pensó Paul alegrándose ya de la tristeza ajena. ¡Había merecido la pena la excursión a los pies de los Alpes! Pero ahora debía marcharse. Volvió sin hacer ruido a su caballo.
Paul llegó a la granja de los O’Keefe justo cuando la clase estaba finalizando, pero no se atrevió a penetrar en el campo visual de Helen, sino que esperó a los otros niños de Kiward Station en el recodo más próximo del camino. Marama le sonrió alegre y montó en el poni detrás de él sin hacerle grandes preguntas.
Tonga observaba con expresión amarga. El hecho de que Paul tuviera un caballo, mientras que él tenía que recorrer el largo camino a la escuela a pie o alojarse en otro poblado durante el período escolar, echaba más sal a su herida. Por regla general, Tonga prefería lo primero, pues se situaba en el centro de los acontecimientos y no quería de ninguna de las maneras perder de vista a su enemigo. Al mismo tiempo, el cariño que Marama profesaba a Paul era como llevar una espina clavada. Sentía la inclinación de la niña hacia el joven como una traición; un punto de vista que los adultos de la tribu no compartían con él. Para los maoríes, Paul era el hermano de leche de Marama, y ella, como era natural, lo quería. No consideraban a los pakeha rivales, ni tampoco a sus hijos. Tonga cada vez se apartaba más de tal opinión. En los últimos tiempos anhelaba muchas cosas de las que Paul y los otros blancos ya disponían. Le habría gustado tener caballos, libros y juguetes de colores y vivir en una casa como Kiward Station. Su familia y su tribu, incluida Marama, no lo entendían, pero Tonga se sentía engañado.
– ¡Le diré a Miss Helen que has hecho novillos! -gritó a su enemigo mortal, mientras Paul se alejaba trotando. Pero el joven sólo se burló. Tonga hizo rechinar los dientes. Era factible que no llegara a chivarse. No era digno del hijo de un jefe descender al rango de soplón. El castigo, relativamente suave, que Paul se ganaría no era proporcionado.
– ¿Dónde estabas? -preguntó Marama con su voz cantarina cuando los dos se hubieron alejado lo suficiente de Tonga-. Miss Helen te buscaba.
– ¡He descubierto secretos! -contestó Paul dándose importancia-. ¡No te podrás creer lo que he encontrado!
– ¿Has encontrado un tesoro? -inquirió Marama con dulzura. No parecía que el asunto le resultara especialmente interesante. Como la mayoría de los maoríes no se preocupaba demasiado por las cosas que los pakeha consideraban de valor. Si hubieran tendido a Marama un lingote de oro y una piedra de jade, seguramente se habría decantado por la segunda.
– No, ya te lo he dicho, ¡un secreto! Sobre Ruben y Fleur. ¡Se lo montan! -Paul esperaba impaciente la reacción de Marama. Ésta no tardó en llegar.
– ¡Ah, ya sé que se quieren! ¡Todo el mundo lo sabe! -afirmó con toda tranquilidad Marama. Probablemente consideraba algo natural que los dos pasaran de los sentimientos a los actos. En las tribus, la moral sexual era muy laxa. Mientras una pareja se amara a puerta cerrada, la gente se limitaba a no prestar atención. Sin embargo, si los dos se preparaban un lecho común en la casa de la comunidad, el matrimonio quedaba establecido. Esto ocurría de forma discreta la mayoría de las veces, sin las gestiones preliminares de los padres. Asimismo, las grandes celebraciones para festejar un enlace no solían ser habituales.
– ¡Pero no pueden casarse! -dijo fanfarroneando Paul-. Hay un viejo litigio entre mi abuelo y el padre de Ruben.
Marama rio.
– ¡Pero los que se casan no son el señor Gerald y el señor Howard, sino Ruben y Fleur!
El chico resopló.
– ¡No lo entiendes! ¡Se trata del honor de la familia! Fleur traiciona a sus antepasados…
Marama frunció el ceño.
– ¿Qué tienen que ver aquí los antepasados? Los antepasados velan por nosotros, nos desean lo mejor. No se los puede traicionar. Al menos eso es lo que yo creo. En cualquier caso, nunca lo he oído decir. Además, todavía no se está hablando de boda.
– ¡Pero pronto se hablará! -replicó Paul huraño-. En cuanto le diga al abuelo lo de Fleur y Ruben, todo el mundo hablará de ello. ¡Hazme caso!
Marama suspiró. Esperaba no estar en la casa grande en ese momento, siempre sentía un poco de miedo cuando el señor Gerald andaba vociferando por ahí. Le gustaba Miss Gwyn y, en realidad, también Fleur. No entendía qué tenía Paul en contra de ella. Pero el señor Gerald… Marama decidió marcharse inmediatamente al poblado y ayudar allí a preparar la comida en lugar de echar una mano a su madre en Kiward Station. Así al menos quizá tuviera ocasión de apaciguar a Tonga. La había mirado con mucha rabia cuando había montado con Paul en el caballo. Y Marama detestaba que se enfadaran con ella.
Gwyneira aguardaba a su hijo en el recibidor, que en el tiempo transcurrido había transformado en una especie de despacho. A fin de cuentas, las visitas nunca dejaban ahí su tarjeta para esperar luego a que la familia las invitara a tomar un té. Así que podía darse otra utilidad a ese espacio. Ya había perdido un poco el miedo a las reacciones de su suegro. En el ínterin, Gerald le dejaba manos libres en casi todas las decisiones que afectaban a la casa si no se mezclaban con los asuntos de la granja. Aunque, también en ese ámbito, ambos trabajaban bien en colaboración. Tanto Gerald como Gwyneira eran granjeros y ganaderos natos, y después de que, años atrás, Gerald también hubiera adquirido bueyes, las competencias se iban cristalizando cada vez más con mayor claridad: Gerald se ocupaba de los Longhorn, Gwyneira se cuidaba de la cría de ovejas y caballos. En el fondo, esto último es lo que requería más trabajo, pero no se mencionaba que Gerald solía estar demasiado borracho para tomar decisiones rápidas y complejas. En lugar de eso, los trabajadores se limitaban a dirigirse a Gwyn cuando no les parecía conveniente hablar con el propietario de la finca y recibían entonces instrucciones claras. Gwyneira, en realidad, había hecho las paces con su existencia y con Gerald. En especial, a partir del momento en que conoció la historia de él y Howard, fue incapaz de odiarlo profundamente, como en los primeros años tras el nacimiento de Paul. Para ella estaba claro que él nunca había amado a Barbara Butler. Sus pretensiones, sus expectativas acerca de la vida en una casa señorial y educar a su hijo como un gentleman tal vez le habían fascinado, pero al final seguro que también le habían desalentado. Gerald carecía de la naturaleza del aristócrata rural, era un jugador, un viejo soldado y aventurero…, y además, también un hábil granjero y hombre de negocios. Nunca sería ni nunca había querido ser el honorable gentleman con quien Barbara contraía un matrimonio por conveniencia tras haber tenido que renunciar a su auténtico amor. El encuentro con Gwyneira le había puesto frente a los ojos el tipo de mujer que él realmente ansiaba, y sin duda le había exasperado que Lucas no supiera qué hacer con ella. En el tiempo que había transcurrido, Gwyneira había tomado conciencia de que Gerald había sentido por ella algo así como amor cuando la llevó a Kiward Station y que, aquella funesta noche de diciembre, no sólo había descargado su cólera por la apatía de Lucas, sino también la presión de todos esos años en que había estado forzado a limitarse a ser un «padre» para la mujer que deseaba.
Gwyn también había comprendido que Gerald se arrepentía de su comportamiento, incluso si nunca había salido una palabra de disculpa de sus labios. Su constante forma de beber sin medida, su reserva, su indulgencia para con ella y Paul hablaban por sí mismas.
Gwyn alzó entonces la cabeza de los documentos relativos a la cría de ovejas y vio cómo su hijo se precipitaba al interior.
– ¡Hola, Paul! ¿Por qué tienes tanta prisa? -preguntó sonriendo. Al hacerlo, le resultó difícil, como siempre, alegrarse sin reservas del regreso a casa de Paul. Su acuerdo de paz con Gerald era una cosa, las relaciones con Paul, otra. No conseguía amar al muchacho. No como quería a Fleur, de forma tan natural y sin condiciones. Si quería sentir algo por Paul, debía recurrir a la razón: tenía una buena apariencia, con su cabello abundante de color castaño oscuro con matices rojizos; de Gwyneira sólo había heredado el color, no la forma. En lugar de ricitos, su cabellera tenía la espesura que todavía hoy caracterizaba el cabello de Gerald. El rostro recordaba al de Lucas, pero tenía rasgos más resueltos, menos suaves y soñadores que los de su hermanastro. Era inteligente, pero las dotes de Paul destacaban más en el ámbito de las matemáticas que en el del arte. Con certeza se convertiría en un buen comerciante. Y era espabilado. Gerald no podría haber deseado un heredero mejor para la granja. Sin embargo, Gwyneira encontraba que el chico carecía de sentimientos hacia los animales y, sobre todo, hacia la gente de Kiward Station, y se reprochaba a sí misma por tener esa sensación. Quería ver lo bueno de Paul, quería amarlo, pero cuando lo miraba no sentía más que lo que sentía por Tonga: un chico amable, inteligente y educado para asumir las tareas para las que estaba destinado. Pero no era el amor profundo y desgarrador que sentía por Fleurette.
Sólo esperaba que Paul no se percatara de tal carencia y se esforzaba sin cesar en ser especialmente afable y benévola. También en ese momento estaba dispuesta a disculpar que pretendiera pasar por su lado sin saludarla.
– ¿Ha sucedido algo, Paul? -preguntó preocupada-. ¿Ha pasado algo en la escuela? -Gwyn sabía que para Helen el trato con Paul no siempre era fácil y también conocía su rivalidad con Tonga.
– No, nada. Tengo que hablar con el abuelo, mamá. ¿Dónde puede estar? -Paul no se detuvo en cortesías.
Gwyn alzó la vista a un reloj de pie que dominaba una pared del despacho. Todavía faltaba una hora para la cena. Gerald ya debía de haber empezado con el aperitivo.
– Donde siempre está a estas horas -observó-. En el salón. Y ya sabes que ahora es mejor no hablarle. Sobre todo si uno está sin lavar ni peinar como tú. Si quieres seguir mi consejo, ve primero a tu habitación y cámbiate antes de presentarte ante él.
No obstante, ya hacía tiempo que el mismo Gerald no daba especial importancia al acto de cambiarse de ropa para cenar, y tampoco Gwyneira se ponía otro vestido a no ser que hubiera estado en los establos. Conservaría el vestido de tarde que llevaba en esos momentos también para la cena. Pero con los niños, Gerald era severo, precisamente a esa hora del día buscaba siempre un motivo para pelearse con alguien. De ahí que la hora que precedía a la cena en familia fuera la más peligrosa. En cuanto se servía la comida, el nivel de alcohol de Gerald solía haber llegado a un punto que ya no posibilitaba ningún estallido mayor.
Paul calculó en unos segundos sus posibilidades. Si corría a Gerald con la novedad, éste explotaría; pero en ausencia de la «víctima» eso no surtiría gran efecto. No cabía la menor duda de que era mejor delatar a Fleur cara a cara, entonces tal vez Paul tendría la oportunidad de observar con todo detalle el enfrentamiento subsiguiente. Además, su madre estaba en lo cierto: si Gerald estaba realmente de mal humor, quizá ni le dejara comunicarle la noticia, sino que descargaría su cólera de inmediato sobre Paul.
Así que el joven decidió encaminarse primero a su habitación. Aparecería vestido de forma adecuada para la comida, mientras que Fleur llegaría tarde con toda seguridad y, encima, con el traje de montar. Entonces él balbucearía una disculpa y al final… ¡haría explotar la bomba! Paul subió las escaleras satisfecho de sí mismo. Vivía en la antigua habitación de su padre, que en la actualidad no estaba hasta los topes de útiles de dibujo y libros, sino de juguetes y utensilios de pesca. El joven se cambió de ropa con esmero. Rebosaba de alegría anticipada.
Fleurette no había exagerado en sus promesas. En efecto, su perra Gracie reunió las ovejas descarriadas en un abrir y cerrar de ojos en cuanto Ruben y la muchacha las encontraron. Pero tampoco eso resultó difícil. Los jóvenes carneros se dirigían a las montañas, a los pastizales de las ovejas madre. Flanqueados por Gracie y Minette regresaron de buen grado hacia la granja. Gracie no estaba para bromas y enseguida devolvía al redil a cualquier animal fugitivo. El grupo era, asimismo, reducido y abarcable. Así que Fleurette pudo cerrar la puerta del corral detrás de los animales antes de que oscureciera y, sobre todo, mucho antes de que Howard regresara de la obra, en que se ocupaba de sus últimos bueyes. Por fin iban a venderse los animales, después de que Howard, siempre desoyendo los consejos de George, se hubiera aferrado a la cría de ganado vacuno como segundo puntal donde apoyarse. O’Keefe Station no era una tierra apropiada para bueyes; ahí sólo podían crecer ovejas y cabras.
Fleurette observó la posición del sol. Todavía no era tarde, pero si ahora se ponía a ayudar a Ruben a reparar la cerca, como de hecho le había prometido, no llegaría puntual a la cena. Pero eso tampoco era grave: después de comer, su abuelo solía retirarse enseguida a sus habitaciones con un último vaso de whisky, era seguro que Kiri y su madre le guardarían algo de comer. Fleur, sin embargo, odiaba dar al personal más trabajo del que era necesario.
Además, no tenía ningún interés en toparse con Howard y luego (¡para colmo!) irrumpir en medio de la cena en casa. Por otra parte, no podía dejar que Ruben arreglara solo la cerca. Estaba garantizado que los carneros se escaparían de nuevo al día siguiente camino de las montañas.
Para alivio de Fleurette, la madre de Ruben se acercaba ahora con su obediente mulo, que ya había cargado con herramientas de trabajo y material para el cercado.
Helen le guiñó un ojo.
– Vete tranquila a casa, Fleur, nosotros lo haremos -le indicó con afabilidad-. Has sido muy amable ayudando a Ruben a traer de vuelta las ovejas. De verdad que no mereces una regañina cuando llegues a casa. Y te la darán seguro si llegas tarde.
Fleurette asintió agradecida.
– Entonces volveré mañana a la escuela, Miss Helen -dijo. Un pretexto que siempre utilizaba para estar junto a Ruben cada día. En sí, Fleurette ya casi había terminado la escuela. Sabía aritmética y había leído a los clásicos más importantes, al menos el comienzo; aunque no en la lengua original como Ruben. Fleur consideraba superfluos por entero los conocimientos del griego y el latín. Por lo tanto, Helen apenas podía enseñarle ya nada más. Por otra parte, tras la muerte de Lucas, Gwyneira había llevado muchos de los manuales de botánica y zoología a la escuela de Helen. Fleur los leía con interés, mientras Ruben se concentraba en sus estudios secundarios. El año próximo debería ir a Dunedin si realmente quería estudiar. Helen todavía ni quería pensar en cómo presentárselo a Howard de forma que viera un aspecto positivo. Y por añadidura no tenían dinero para pagar la carrera: Ruben debería aceptar la generosa ayuda de George Greenwood, al menos hasta que no se distinguiera lo suficiente como para obtener una beca. Sin embargo, la carrera en Dunedin separaría por primera vez a Ruben y Fleurette. Helen veía con la misma claridad que Marama el manifiesto amor entre los dos y ya había hablado de ello con Gwyn. En principio, ninguna de las madres tenía nada que oponer al enlace, pero, como era natural, temían las reacciones de Warden y de O’Keefe y estaban de acuerdo, asimismo, en que el asunto debería esperar un par de años más. Ruben acababa de cumplir diecisiete años y Fleur todavía no había llegado a los dieciséis. Helen y Gwyn convenían en que los dos eran muy jóvenes para una unión fija.
Ruben la ayudó a ensillar de nuevo la yegua, pues habían cabalgado juntos a pelo.
La besó a escondidas antes de montar.
– ¡Hasta mañana, te quiero! -dijo el chico en voz baja.
– ¿Sólo hasta mañana? -respondió ella sonriendo.
– No, hasta el cielo. ¡Y un par de estrellas más lejos! -Ruben le acarició la mano y Fleurette sonrió resplandeciente al abandonar la granja. Ruben la siguió con la mirada hasta que el último resplandor de su cabello rojo dorado y la cola ruana de su yegua se fundieron con la luz del atardecer. Sólo la voz de Helen lo sacó de su arrobamiento.
– Venga, Ruben, la cerca no se levantará sola. ¡Tenemos que acabar antes de que tu padre llegue a casa!
Fleurette guio a su caballo a paso alegre y casi habría llegado puntual a la cena de Kiward Station, pero no encontró a nadie en el establo que guardara a Minette y tuvo, por consiguiente, que hacerlo todo ella sola. Cuando hubo cepillado la yegua, ésta hubo bebido y la hubo abastecido de forraje, ya se habría servido con toda seguridad el primer plato. Fleurette suspiró. Claro que podía entrar en la casa sin que nadie se percatara de ella y saltarse la cena, pero, aun así, temía que Paul la hubiera visto cuando llegaba a la granja: había distinguido movimientos tras la ventana de su hermano y seguro que la delataría. Así que Fleurette se enfrentó con lo inevitable. Siempre le darían algo de comer. Decidió tomarse el asunto con optimismo y esbozó una sonrisa deslumbrante cuando entró en el comedor.
– ¡Buenas noches, abuelo, buenas noches, mamá! Hoy llego un poquito de nada tarde, porque me he pasado un poquito de nada calculando el tiempo cuando…, hum… bueno…
Demasiado tonto, tan deprisa no se le ocurriría ningún pretexto. Además, era inconcebible que le contara a Gerald que había pasado el día reuniendo las ovejas de Howard O’Keefe.
– ¿Cuando has ayudado a tu amado a buscar las ovejas? -preguntó Paul con una sonrisa sardónica.
Gwyneira montó en cólera
– ¿Qué es esto, Paul? ¿Es que siempre tienes que meterte con tu hermana?
– ¿Lo has hecho o no lo has hecho? -preguntó Paul con insolencia.
Fleurette enrojeció.
– Yo…
– ¿Con quién has estado buscando ovejas? -preguntó Gerald. Estaba bastante bebido. Tal vez no le hubiera armado ningún alboroto especial a la joven, pero había captado parte de los comentarios de Paul.
– Con…, bueno, con Ruben. Se les habían escapado a él y a Miss Helen un par de carneros.
– A él y a su honrado padre, quieres decir -ironizó Gerald-. Es típico del viejo Howard: demasiado tonto o demasiado tacaño para encerrar a sus animales. Y su distinguido hijito tiene que pedirle a una chica que le ayude a conducir el ganado… -El anciano se echó a reír.
Paul frunció el ceño. Las cosas no se desarrollaban en absoluto como él se había imaginado.
– ¡Fleur se lo monta con Ruben! -soltó, y al principio le respondió con unos silenciosos segundos de desconcierto.
La primera en reaccionar fue de nuevo Gwyneira.
– Paul, ¿dónde has aprendido esta expresión? Pide perdón inmediatamente y…
– ¡Un… un momento! -Gerald la interrumpió con una voz vacilante pero enérgica-. ¿Qué… qué ha dicho el chico? Se… se lo está montando con… con el hijo de O’Keefe?
Gwyneira esperaba que Fleurette se limitara a negarlo, pero bastaba con mirar a la muchacha para distinguir que en el malintencionado comentario de Paul había algo de verdad.
– ¡No es lo que tú piensas, abuelo! -protestó Fleur-. Nosotros…, bueno…, claro que nosotros no nos lo montamos, nosotros…
– ¿Ah, no? ¿Entonces qué? -tronó Gerald.
– ¡Lo he visto, lo he visto! -canturreó Paul.
Gwyneira le ordenó con determinación que se callara.
– Nosotros… nosotros nos queremos. Queremos casarnos -declaró Fleur. Ahora, al menos, ya lo había dicho. Incluso si no era la situación ideal para hacer tal revelación.
Gwyneira intentó quitar hierro al asunto.
– Fleur, cariño, ¡todavía no has cumplido dieciséis años! ¡Y Paul irá el año que viene a la universidad!
– ¿Que queréis qué? -vociferó Gerald-. ¿Casaros? ¿Con el vástago de ese O’Keefe? ¿A quién se le ocurre?
Fleur se encogió de hombros. En cualquier caso no se la podía acusar de cobarde.
– No es algo que uno escoja, abuelo. Nos queremos. Es así y no se puede cambiar.
– ¡Ya veremos si eso se puede o no cambiar! -replicó Gerald-. En cualquier caso, ¡tú no vuelves a ver a ese tipo! Por ahora quedas bajo arresto domiciliario. Basta de escuela. ¡Ya me estaba preguntando, de todos modos, qué más le queda por enseñarte a la esposa de O’Keefe! Ahora mismo me voy a Haldon y agarro a ese O’Keefe. ¡Witi! ¡Tráeme la escopeta!
– Gerald, estás exagerando. -Gwyneira intentó conservar la calma. Quizá podría convencer a Warden de que abandonara esa idea descabellada de arreglar cuentas ese mismo día con Ruben, ¿o tal vez con Howard?-. La niña apenas tiene dieciséis años y es la primera vez que se enamora. Nadie está hablando todavía de boda…
– ¡La niña heredará una parte de Kiward Station, Gwyneira! Está claro que el viejo O’Keefe está pensando en boda. ¡Pero aclararé este asunto de una vez por todas! Y tú, encierra a la niña. ¡Pero ya! No necesita comer más, que ayune y piense en sus pecados. -Gerald agarró la escopeta que la horrorizada Witi le había llevado y se puso el abrigo encerado. Luego se precipitó fuera de la casa.
Fleurette hizo el gesto de seguirlo.
– Debo marcharme para advertir a Ruben -dijo.
Gwyneira sacudió la cabeza.
– ¿De dónde vas a sacar un caballo? Todos están en el establo y montar uno de los potros sin silla por el monte…, no, no te lo permito, Fleur, te harás daño a ti y al caballo. Sin contar con que Gerald te alcanzaría. ¡Deja que esos hombres se las arreglen entre sí! Estoy segura de que nadie saldrá malherido. Cuando se encuentre con Howard se gritarán y quizá se rompan la nariz…
– ¿Y si se encuentra con Ruben? -preguntó Fleur con el rostro blanco.
– ¡Entonces lo matará! -intervino alegremente Paul.
Fue un error. En ese momento atrajo la atención de madre e hija.
– ¡Soplón asqueroso! -gritó Fleurette-. ¿Eres realmente consciente de lo que has hecho, desgraciado?
– Fleurette, tranquilízate, tu amigo sobrevivirá -la sosegó Gwyneira con total convencimiento de lo que decía. Conocía el temperamento impetuoso de Gerald. Además volvía a estar muy borracho. Por otra parte confiaba en el carácter conciliador de Ruben. Seguro que el hijo de Helen no se dejaba provocar-. Y tú, Paul, vete ahora mismo a tu habitación. No quiero volver a verte aquí, al menos hasta pasado mañana. Estás bajo arresto domiciliario…
– ¡Fleur también, Fleur también! -Paul no quería arrojar la toalla.
– Es algo totalmente distinto -respondió Gwyneira con severidad, y de nuevo le resultó difícil sentir aunque fuera una chispa de simpatía por el niño que había dado a luz-. El abuelo ha castigado a Fleur porque cree que se ha enamorado del chico equivocado. Pero a ti te castigo yo porque eres malo, porque espías a la gente y la traicionas y, además, porque te alegras de hacerlo. Así no se comporta un gentleman, Paul Warden. ¡Así sólo se comporta un monstruo! -Gwyneira supo en el momento en que pronunció esa palabra que Paul nunca se lo perdonaría. Pero había salido de sus labios. Aun ahora, sólo podía sentir odio por ese niño que le habían forzado a tener, que había sido la causa última de la muerte de Lucas y que ponía todo de su parte para hacer tambalear los cimientos de la ya de por sí vacilante armonía de la familia de Helen y destrozar también la vida de Fleur.
Paul miró a su madre con una palidez cadavérica ante el abismo que distinguió en los ojos de ella. No era un acceso de rabia como el de Fleurette. Gwyneira parecía creer en lo que decía. Paul rompió a llorar, aunque hacía un año al menos que había decidido ser un hombre y no volver a llorar nunca más.
– ¿Vas a tardar mucho? ¡Desaparece! -Gwyneira se odió a sí misma por hablar así, pero no logró contenerse-. ¡Vete a tu habitación!
Paul se marchó corriendo. Fleurette miró a su madre desconcertada.
– Ha sido duro -observó desolada.
Gwyneira cogió su copa de vino con dedos temblorosos, pero se lo pensó mejor, se dirigió al armario y se sirvió una copa de brandy.
– ¿También tú, Fleurette? Creo que las dos necesitamos tranquilizarnos. Y luego sólo nos queda esperar. En algún momento regresará Gerald, si es que no se cae del caballo por el camino y se rompe la crisma.
Se bebió el brandy de un trago.
– Y en lo que respecta a Paul…, lo siento.
Gerald Warden cruzó el bosque como alma que lleva el diablo. La rabia que sentía por el joven Ruben O’Keefe parecía querer desgarrarlo. Hasta el momento nunca había contemplado a Fleurette como una mujer. Para él, siempre había sido una niña, la hijita de Gwyneira, mona pero relativamente carente de interés. Y ahora resultaba que la pequeña se independizaba, ahora alzaba la cabeza orgullosa igual que su madre cuando tenía diecisiete años e incluso contestaba con la misma seguridad que aquélla. Y Ruben, ese cabroncete, se atrevía a acercarse a ella. ¡A una Warden! ¡A su propiedad!
Gerald volvió a calmarse un poco cuando llegó a la granja de O’Keefe y comparó los miserables graneros, establos y sobre todo la casa con la suya. Howard no pensaría en serio que él fuera a permitir que su nieta se casara con su hijo.
Tras la ventana de la casa había luz encendida. El caballo de Howard y el mulo estaban en el corral delante del edificio. Así que el cabrón estaba en casa. Y su degenerado hijo también, pues Gerald distinguió las siluetas de tres personas en torno a la mesa, en la cabaña. Arrojó sin cuidado las riendas de su caballo sobre uno de los postes del cercado y sacó la escopeta de la funda. Un perro ladró cuando fue hacia la casa, pero dentro nadie reaccionó.
Gerald abrió la puerta de par en par. Como había esperado, vio a Howard, Helen y su hijo a la mesa, donde en ese momento se servía un cocido. Los tres miraron sobresaltados hacia la puerta, incapaces de reaccionar al momento. Gerald aprovechó la ventaja que le daba la sorpresa. Entró en la habitación y volcó la mesa cuando se precipitó en dirección a Ruben.
– ¡Confiesa, niñato! ¿Qué tienes con mi nieta?
Ruben se volvió.
– Señor Warden… ¿no podríamos hablar… como personas razonables?
Gerald montó en cólera. Justo así habría reaccionado su degenerado hijo Lucas ante una acusación de ese tipo. Golpeó. Con el impulso del gancho de izquierda Ruben salió disparado a través de media habitación. Helen gritó. En ese mismo instante, Howard alcanzó a Gerald. Aunque poco certeramente. O’Keefe acababa de llegar del pub de Haldon. Tampoco él estaba sobrio. Gerald evitó sin esfuerzo el golpe de O’Keefe y se concentró de nuevo en Ruben, que se levantaba sangrando por la nariz.
– Señor Warden, por favor…
Howard hizo una llave a Gerald antes de que lograra alcanzar una vez más a su hijo.
– ¡Ya basta! ¡Hablemos como personas razonables! -siseó-. ¿Qué pasa, Warden, para que aterrices aquí y te pongas a zurrar a mi hijo?
Gerald intentó darse la vuelta para mirarlo.
– ¡El maldito desgraciado de tu hijo ha seducido a mi nieta! ¡Esto es lo que pasa!
– ¿Que tú has hecho qué? -Howard dejó a Gerald y se volvió hacia Ruben-. ¡Dime ahora mismo que esto no es verdad!
El rostro de Ruben era tan expresivo como poco antes lo había sido el de Fleur.
– ¡Claro que no la he seducido! -aclaró de inmediato-. Sólo…
– ¿Sólo qué? ¿Sólo la has desflorado un poco? -tronó Gerald.
Ruben estaba blanco como un cadáver.
– ¡Le pido que no hable de Fleur en este tono -dijo sosegadamente-. Señor Warden, amo a su nieta. Me casaré con ella.
– ¿Que vas a hacer qué? -bramó Howard-. Ya veo que esa bruja te ha sorbido el seso…
– ¡En ningún caso vas a casarte con Fleurette, mocoso de mierda! -amenazó furioso Gerald.
– ¡Señor Warden! Quizá podríamos encontrar una forma de expresarnos menos drástica -intervino Helen conciliadora.
– Claro que me casaré con Fleurette, da igual lo que vosotros dos tengáis en contra… -Ruben habló tranquilo y con convencimiento.
Howard agarró a su hijo y lo sujetó por la pechera, igual que Gerald había hecho antes.
– ¡Ahora mismo vas a cerrar el pico! Y tú, Warden, ¡lárgate! Rápido. Y te guardas a la putilla de tu nieta. No quiero volver a verla por aquí, ¿entiendes? Que te quede claro, o yo mismo tomaré cartas en el asunto y luego no podrá seducir a nadie más…
– Fleurette no es…
– ¡Señor Warden! -Helen se interpuso entre los dos hombres-. Por favor, márchese. Howard no quería decir eso. Y en lo que concierne a Ruben…, aquí todos tenemos a Fleurette en gran estima. Tal vez los chicos se hayan dado algún beso, pero…
– ¡Nunca más volverás a tocar a Fleurette! -Gerald hizo el gesto de volver a golpear a Ruben, pero luego desistió al ver al chico desamparado entre las garras de su padre.
– Te prometo que no volverá a tocarla nunca más. ¡Y ahora sal! ¡Ya ajustaré yo las cuentas con él, Warden, puedes confiar en esto!
De repente, Helen ya no estuvo tan segura de si realmente quería que Gerald se marchara. La voz de Howard era tan amenazadora que temía seriamente por la seguridad de Ruben. Howard ya estaba iracundo antes de que apareciera Gerald. Había tenido que volver a reunir los jóvenes carneros al llegar a casa, pues los esfuerzos de Helen y Ruben por arreglar el cercado no habían reprimido las ansias de libertad de los animales. Por suerte, Howard había podido conducir los carneros al establo antes de que huyeran a la montaña. No obstante, esa tarea adicional no había servido, precisamente, para mejorar su humor. En cuanto Gerald abandonó la cabaña, lanzó a su hijo una mirada asesina.
– Así que te lo montas con la pequeña Warden -afirmó-. Y acaricias grandes planes, ¿no es eso? Acabo de encontrarme con el chico maorí de Greenwood en el pub y me ha «felicitado» porque la universidad de Dunedin te ha aceptado. ¡Para estudiar Derecho! ¡Sí, todavía no lo sabes, esas cartas te las envían a través de tu querido tío George! Pero ahora mismo voy a quitarte esta costumbre, hijo mío. Haz cuentas, Ruben O’Keefe, a contar sí que has aprendido. Y el derecho estudia la justicia, ¿no? Ojo por ojo, diente por diente. Vamos a estudiar derecho ahora. ¡Éste va por las ovejas!
Propinó un golpe a su hijo.
– ¡Y éste por la chica! -Un gancho con la derecha-. ¡Éste por tío George! -Un gancho izquierdo. Ruben cayó al suelo.
»¡Por la carrera de Derecho! -Howard le propinó una patada en las costillas. Ruben emitió un fuerte gemido.
»¡Y éste por tu arrogancia! -Otra patada brutal, esta vez en la zona de los riñones; Ruben se acurrucó. Helen intentó separarlos.
»¡Y éste es para ti, porque siempre estás haciendo cosas con ese tío de mierda! -Howard propinó el siguiente golpe en el labio superior de Helen. Ella se desplomó, pero siguió intentando proteger a su hijo.
Sin embargo, Howard pareció volver en sí entonces. La sangre en el rostro de Helen disipaba las brumas del alcohol.
– No valéis nada… vosotros… -balbuceó, y se dirigió dando traspiés al armario de la cocina en que Helen guardaba el whisky. Una botella de calidad, no el más barato. Lo tenía preparado para las visitas; George Greenwood, en especial, necesitaba un trago cuando había terminado de hablar con Howard. En esos momentos, Howard había echado unos buenos tragos y quería volver a colocar la botella en su sitio. Pero cuando iba a cerrar el armario, cambió de opinión y se la llevó.
– Voy a dormir al establo -informó-. No soporto veros más…
Helen suspiró cuando desapareció.
– Ruben, ¿te duele mucho? Estás…
– Todo está bien, mamá -susurró Ruben, si bien su aspecto transmitía lo contrario. Le sangraban las heridas en los ojos y el labio y la hemorragia de la nariz había empeorado, y tenía dificultades para levantarse. El ojo izquierdo estaba hinchado. Helen lo ayudó a levantarse.
– Ven, tiéndete en la cama. Te curaré -se ofreció. Pero Ruben sacudió la cabeza.
– ¡No quiero meterme en su cama! -rechazó con firmeza, y en lugar de ello se arrastró al pequeño catre que había junto a la chimenea y en el que solía dormir en invierno. Desde hacía años, en verano, se buscaba un sitio para dormir en el establo, para no molestar a sus padres.
Temblaba cuando Helen se acercó a él con un cuenco de agua y un paño para lavarle la cara.
– No es nada, mamá…, Dios mío, espero que no le pase nada a Fleur.
Helen lavó con cuidado la sangre de los labios.
– A Fleur no le pasará nada. Pero ¿cómo se ha enterado? Maldita sea, no tendría que haberle sacado el ojo de encima a ese Paul.
– De todos modos, en algún momento lo habrían sabido -contestó Ruben-. Y ahora…, mañana me voy de aquí, mamá. Acéptalo. No me quedo ni un día más en su casa… -Señaló hacia el lugar por donde Howard había desaparecido.
– Mañana estarás enfermo -dijo Helen-. Y no deberíamos precipitarnos. George Greenwood…
– Tío George ya no puede ayudarnos más, madre. No iré a Dunedin. Iré a Otago. Allí hay oro. Yo… yo encontraré algo y luego recogeré a Fleur. Y a ti también. Él… ¡él no tiene que pegarte nunca más!
Helen guardó silencio. Cubrió las heridas de su hijo con un ungüento frío y se quedó sentada junto a él hasta que se durmió. Entonces recordó todas las noches que había pasado así a su lado, cuando estaba enfermo, una pesadilla lo había asustado o simplemente quería que le hiciera compañía. Ruben siempre la había hecho feliz. Pero también esto lo había destrozado Howard. Helen no durmió esa noche.
Lloró.
También Fleurette pasó la noche llorando. Tanto ella como Gwyneira y Paul oyeron llegar a Gerald ya entrada la noche, pero ninguno tuvo valor para preguntarle al anciano qué había ocurrido. Por la mañana, Gwyneira fue la única que bajó a desayunar, como de costumbre. Gerald dormía la mona y Paul no osaba dejarse ver mientras no tuviera oportunidad de que su abuelo se pusiera de su parte y lo liberase del encierro. Fleurette estaba acurrucada y apática en un rincón de su cama, con Gracie pegada a ella como Cleo se estrechaba antaño contra Gwyn, y atormentada por las más horribles sospechas. Ahí la encontró Gwyneira una vez que Andy McAran le informara de que tenía una visita no anunciada en el corral. Gwyn se cercioró escrupulosamente de que ni Gerald ni Paul se hubieran levantado, antes de deslizarse a la habitación de su hija.
– ¿Fleurette? ¡Fleurette, son las nueve! ¿Qué haces todavía en la cama? -Gwyneira agitó la cabeza con la misma determinación que si fuera un día completamente normal y Fleur se hubiera dormido y llegara tarde a la escuela-. Ahora vístete, pero deprisa. Hay una persona esperándote en el establo. Y seguro que no puede esperarte una eternidad.
Dedicó a su hija una sonrisa cómplice.
– ¿Hay una persona, mamá? -Fleurette se puso en pie de un brinco-. ¿Quién? ¿Es Ruben? Ay, ojalá sea Ruben, ojalá esté vivo…
– Claro que vive, Fleurette. Tu abuelo es un hombre que enseguida lanza amenazas y saca los puños. ¡Pero no mata a nadie! Al menos no de inmediato… Si ahora encuentra al joven en el granero, no me hago responsable de sus actos. -Gwyneira ayudó a Fleur a ponerse el vestido de montar.
– Tú vigila que no venga, ¿vale? Ni Paul… -Fleurette parecía temer casi tanto a su hermano como a su abuelo-. ¡Es tan canalla! No creerás de verdad que nosotros…
– Considero al chico lo bastante inteligente como para no correr el riesgo de dejarte embarazada -respondió Gwyneira con sensatez-. Y tú, Fleurette, eres tan lista como él. Ruben quiere ir a estudiar a Dunedin y tú todavía tienes que crecer un par de años antes de empezar a pensar en un matrimonio. Y entonces las oportunidades para un joven abogado que posiblemente trabaje para la compañía de George Greenwood serán mucho mejores que para un joven granjero cuyo padre vive al día. Tenlo presente también esta mañana, cuando te reúnas con el chico. Aunque…, por lo que me ha contado McAran, hoy no está en situación de dejar a nadie embarazada…
El último comentario de Gwyneira reavivó los peores temores de Fleur. En lugar de coger su abrigo encerado, pues llovía a mares, sólo se puso un chal sobre los hombros y corrió escaleras abajo. Tampoco se había cepillado el cabello. Desenredarlo habría durado horas. Solía peinárselo y trenzarlo por las noches, pero el día anterior no había tenido ánimos para hacerlo. En ese momento revoloteaba en torno a su delicado rostro, pero a Ruben O’Keefe le parecía, pese a ello, la muchacha más hermosa que jamás había visto. El joven se hallaba más tendido que sentado sobre un montón de heno. Cualquier movimiento seguía produciéndole dolor. Su rostro estaba hinchado y los ojos cerrados, y todavía estaban húmedas las heridas.
– ¡Por Dios, Ruben! ¿Ha sido mi abuelo? -Fleurette quería arrojarse en sus brazos, pero Ruben la detuvo.
– Cuidado -advirtió-. Las costillas…, no sé si están rotas o sólo con alguna fisura…, en cualquier caso me hacen un daño de mil demonios.
Fleurette lo abrazó con más suavidad. Se deslizó junto a él y él posó su rostro arañado sobre el hombro de la muchacha.
– ¡Que se lo lleve el diablo! -maldijo ella-. ¡O es que te crees eso de que no mata a nadie! Casi lo consigue contigo.
Ruben negó con la cabeza.
– No fue el señor Warden. Fue mi padre. Y casi lo hacen los dos en perfecta armonía. Ambos se odian a muerte, pero en lo que a nosotros respecta están totalmente de acuerdo. Me marcho, Fleur. ¡Ya no lo soporto más!
Fleurette lo miró desconcertada.
– ¿Te vas? ¿Y me abandonas?
– ¿Debo esperar aquí hasta que nos maten a los dos? No vamos a estar viéndonos a escondidas toda la eternidad… No, desde luego, con el pequeño topo que tienes en casa. ¿Ha sido Paul, verdad, quien nos ha delatado?
Fleur asintió.
– Y siempre lo hará. Pero tú… ¡No puedes marcharte! ¡Voy contigo! -Se enderezó decidida y ya parecía estar empaquetando sus cosas mentalmente-. Espérame aquí, no necesito casi nada. ¡En una hora ya estaremos lejos!
– Ah, Fleur, así no se hace. Pero no te abandono. Cada minuto, cada segundo, pensaré en ti. Te quiero. Pero de ninguna de las maneras puedo llevarte conmigo a Otago… -Ruben la acarició con unos torpes movimientos, mientras que Fleur seguía pensando febril. Si quería huir con él, todo acabaría en una cabalgada salvaje: sin lugar a dudas, Gerald enviaría un equipo de salvamento en cuanto se percatara de su ausencia. Pero Ruben no podía en absoluto, en su estado actual, cabalgar deprisa…, ¿y qué estaba diciendo sobre Otago?
– ¿No querías ir a Dunedin? -preguntó, besándole en la frente.
– He cambiado de parecer -le explicó Ruben-. Siempre habíamos pensado que tu abuelo permitiría que te casaras conmigo cuando fuera abogado. Pero nunca dará su autorización, ayer por la noche me quedó definitivamente claro. Si tenemos que hacer algo juntos, debo ganar dinero. No un poco, sino una fortuna. Y en Otago se ha encontrado oro…
– ¿Quieres intentarlo excavando en una mina? -preguntó sorprendida Fleur-. Pero… ¿quién te dice que vayas a encontrarlo?
Para sus adentros, Ruben encontró que era una buena pregunta, pues no tenía ni la menor idea de cómo empezar a buscar oro. Pero, diablos, ¡otros lo habían conseguido!
– En el área de Queenstown todos encuentran oro -aseguró-. Allí hay pepitas tan grandes como la uña de un dedo.
– ¿Y están simplemente por ahí? -preguntó recelosa Fleurette-. ¿No necesitas una concesión para explotar la mina? ¿Un equipo? ¿Llevas dinero, Ruben?
Ruben asintió.
– Un poco. Unos ahorros. Tío George me pagó cuando el año pasado lo ayudé en la compañía y también por hacer de intérprete con los maoríes cuando Reti no estaba disponible. Claro que no es mucho.
– Yo no tengo nada -dijo Fleurette preocupada-. Si no te lo daría. ¿Y un caballo? ¿Cómo quieres llegar al lago Wakatipu?
– Tengo el mulo de mi madre -contestó Ruben.
Fleurette alzó los ojos al cielo.
– ¿Nepumuk? ¿Quieres ir por la montaña con el viejo Nepumuk? ¿Cuántos años tiene ahora? ¿Veinticinco? Es totalmente imposible, Ruben, ¡coge uno de nuestros caballos!
– ¿Para que el viejo Warden me persiga por ladrón? -preguntó Ruben con amargura.
Fleurette sacudió la cabeza.
– Llévate a Minette. Es pequeña pero fuerte. Y es mía. Nadie puede prohibirme que te la preste. Pero debes cuidar bien de ella, ¿me oyes? Y tienes que devolvérmela.
– Sabes que regresaré en cuanto pueda. -Ruben se levantó con esfuerzo y tomó a Fleurette entre sus brazos. Ella notó el sabor de su sangre cuando la besó-. Vendré a buscarte. Es… es tan seguro como que mañana saldrá el sol. Encontraré oro y después vendré a buscarte. ¿Confías en mí, verdad Fleurette?
Ella asintió y le devolvió el abrazo tierna y cuidadosamente. No dudaba de su amor. Si al menos estuviera segura respecto a su futura riqueza…
– ¡Te amo y te esperaré! -contestó con dulzura.
Ruben la besó una vez más.
– Me daré prisa. No hay tantos buscadores de oro en Queenstown. Todavía es algo así como si me hubieran soplado la información. Así que todavía habrá buenas concesiones y montones de oro, y…
– ¿Pero volverás de todos modos, aunque no encuentres oro, verdad? -insistió Fleurette-. ¡Entonces ya pensaremos otra cosa!
– ¡Encontraré oro! -afirmó Ruben-. No hay otra posibilidad. Pero tengo que marcharme. Ya he pasado demasiado tiempo aquí. Si tu abuelo me ve…
– Mi madre está vigilando. Quédate un poco más aquí, Ruben, voy a ensillar a Minette, apenas te tienes en pie. Lo mejor es que primero te busques un refugio y te cures. Podríamos…
– No, Fleurette. No más riesgos, nada de largas despedidas. Me las apañaré, no es tan malo como parece. Mira sólo de intentar de algún modo devolver el mulo a mi madre. -Ruben se levantó con dificultad e hizo, al menos, el gesto de ayudar a Fleurette a ensillar. Cuando ya estaba poniéndole las bridas al caballo, apareció Kiri por la puerta con dos alforjas llenas a rebosar en la mano. Sonrió a Fleurette.
– Toma, lo envía tu madre. Para el joven que en realidad no está ahí. -Kiri atravesó con la mirada, siguiendo instrucciones, a Ruben-. Algo de comida para el viaje para un par de días y ropa de abrigo del señor Lucas. Dice que lo necesitará.
Al principio Ruben quiso rechazarlo, pero la maorí no le hizo caso, dejó las alforjas y se volvió acto seguido para marcharse. Fleurette sujetó las alforjas a la silla y luego condujo a Minette al exterior.
– ¡Cuida de él! -le susurró a la yegua-. ¡Y tráemelo de vuelta!
Ruben montó con esfuerzo en la silla, pero consiguió inclinarse sobre Fleurette y darle un beso de despedida.
– ¿Cuánto me quieres? -preguntó él a media voz.
Ella sonrió.
– Hasta el cielo y un par de estrellas más allá. ¡Nos veremos pronto!
– ¡Hasta pronto! -afirmó Ruben.
Fleurette lo siguió con la mirada hasta que desapareció tras la cortina de lluvia que ese día tapaba la vista de los Alpes. Le dolía el corazón ver a Ruben tan inclinado y encogido a causa del dolor a lomos del caballo.
La huida juntos habría fracasado. Ruben sólo podía avanzar sin estorbos.
Paul también lo vio alejarse a caballo. Había vuelto a hacer guardia en su ventana y pensaba en si tenía que ir a despertar a Gerald. Pero para cuando llegara hasta él, Ruben ya habría alcanzado las montañas; sin contar con que su madre debía de estar controlándolo. Todavía tenía presente el arrebato de ésta, la noche anterior. Había confirmado lo que Paul siempre había sabido: Gwyneira quería a su hermana mucho más que a él. No tenía nada que esperar de ella. Por parte de su abuelo, sin embargo, todavía tenía esperanzas. Su abuelo era previsible y si Paul aprendía a tratarlo como era debido, lo apoyaría. A partir de ese momento, Paul decidió que había dos facciones opuestas en la familia Warden: su madre con Fleur, y Paul con Gerald. ¡Sólo tenía que convencer a Gerald de lo útil que podía resultarle!
Gerald se enfureció al descubrir adónde había ido a parar la yegua Minette. A Gwyneira le costó esfuerzo refrenarlo para que no pegara a Fleurette.
– ¡Al menos ese tipo se ha marchado! -se consoló él al final-. A Dunedin o a donde sea, poco me importa. Si aparece por aquí otra vez, le disparo como a un perro rabioso, que te quede claro, Fleurette. Pero entonces ya no estarás aquí. Te casaré con el primer hombre que resulte más o menos conveniente.
– Todavía es demasiado joven para casarse -intervino Gwyneira. En el fondo también ella daba gracias al cielo de que Ruben hubiera abandonado las llanuras de Canterbury. Fleur no le había contado hacia dónde se había marchado, pero ella ya se lo figuraba. Lo que en tiempos de Lucas habían sido la pesca de la ballena y la caza de focas, ahora se había convertido en fiebre del oro. Quien quisiera hacer fortuna deprisa y demostrar su hombría, partía hacia Otago. De todos modos valoraba las aptitudes de Ruben como minero con el mismo pesimismo que Fleurette.
– Era lo bastante mayor como para entregarse en el bosque a ese cabrón. También podrá compartir cama con un hombre honorable. ¿Cuántos años tiene? ¿Dieciséis? El año que viene diecisiete. Ya puede prometerse. Me acuerdo muy bien de una muchacha que a la edad de diecisiete años se vino a Nueva Zelanda…
Gerald se quedó mirando a Gwyneira, que empalideció y percibió una sensación rayana en el pánico. Cuando tenía diecisiete años, Gerald se había enamorado de ella y se la había traído a ultramar para su hijo. ¿Acaso el anciano empezaba a mirar también a Fleur con otros ojos? Gwyneira no se había preocupado demasiado hasta el momento de que la joven se pareciera mucho a ella. Si se prescindía de que Fleurette era todavía más grácil que su madre, su cabello algo más oscuro y el color de sus ojos distinto, podrían haber confundido a Fleur y la joven Gwyneira… ¿Habría conseguido Paul con su estúpido chivatazo que Gerald se diera cuenta de ello?
Fleurette sollozó e intentó replicar con valentía que ella nunca y bajo ninguna circunstancia se casaría con otro hombre que no fuera Ruben O’Keefe, pero Gwyneira se superpuso y la hizo callar haciéndole una indicación con la cabeza y un gesto de la mano. De nada servía pelearse. Además, encontrar a un hombre que fuera «más o menos conveniente» no sería fácil. Los Warden pertenecían a las familias más antiguas y respetadas de la isla Sur, sólo unos pocos eran de su alcurnia. Sus hijos se contaban con los dedos de las dos manos y ya estaban todos comprometidos, casados o eran demasiado pequeños para Fleurette. El hijo del joven Lord Barrington, por ejemplo, había acabado de cumplir diez años y el primogénito de George Greenwood tenía cinco. Cuando la cólera de Gerald se hubiera disipado, él mismo caería en la cuenta. A Gwyn le parecía mucho más real el peligro que corría en su propia casa, pero tal vez se tratara de imaginaciones suyas. En todos esos años, Gerald sólo la había tocado una sola vez, completamente borracho y en un arrebato, y parecía arrepentirse de ello hasta el día de hoy. Así que no había razón para que el caballo se desbocara.
Gwyneira se forzó a mantener la calma y exhortó también a Fleurette para que se tranquilizara. Ese lamentable asunto estaría olvidado en pocas semanas.
Pero se equivocaba. Al principio no sucedió nada, pero ocho semanas después de la partida de Ruben, Gerald se encaminó a una reunión de ganaderos en Christchurch. El motivo oficial para ese «banquete con la borrachera subsiguiente» como lo llamaba Gwyneira era el constante aumento de robos de ganado en las llanuras de Canterbury. En los últimos meses habían desaparecido alrededor de mil ovejas sólo en la región y el nombre de McKenzie seguía en boca de todos.
– ¡Sabe Dios dónde se meterá con los animales! -vociferaba Gerald-. ¡Pero seguro que anda detrás de esto! El tipo conoce las tierras altas como la palma de su mano. Tendremos que enviar todavía más patrullas, ¡formaremos una milicia como Dios manda!
Gwyneira se encogía de hombros y esperaba que nadie se percatara de lo fuerte que su corazón aún latía cuando pensaba en James McKenzie. En silencio se reía de los soldaditos de Gerald y de que tuviera que mandar a dos patrullas más a las montañas. Por el momento sólo estaban explotadas algunas partes de las tierras situadas a los pies de los Alpes; pero la región era enorme y debía de esconder grandes valles y pastizales. Vigilar las ovejas ahí era por entero imposible, aunque los criadores de ganado enviaban, al menos formalmente, guardianes a la montaña. Éstos pasaban medio año en unas cabañas de madera rudimentarias y construidas en especial para ello, por lo general en número de dos para no estar del todo solos. Pasaban el tiempo jugando a cartas, cazando y pescando, por completo fuera del control de las personas que los habían empleado. Los más dignos de confianza vigilaban las ovejas, los otros se cuidaban tanto como nada de ellas. Un hombre y un buen perro podían llevarse cada día una docena de animales sin que nadie se percatara. Si era cierto que James había encontrado un lugar donde huir y, sobre todo, un sistema de venta del ganado robado, los barones de la lana nunca lo encontrarían, a no ser que fuera por azar.
No obstante, las acciones de McKenzie constituían tema de conversación y un buen motivo para convocar reuniones de ganaderos o expediciones en grupo a las montañas. También en esta ocasión se hablaría mucho y se lograría poco. Gwyneira estaba contenta de que nunca hubieran solicitado su intervención. Dirigía de facto la cría de ovejas de Kiward Station, pero el único que disfrutaba de consideración era Gerald. Suspiró cuando salió de la granja, llevando a remolque, sorprendentemente, a Paul. El joven y Gerald estaban más unidos desde el asunto de Ruben y Fleurette. Al parecer, Gerald había por fin comprendido que no bastaba con procrear un heredero. El futuro propietario de Kiward Station debía también ser instruido en las tareas de la granja e introducido en la comunidad de sus semejantes. Así que Paul cabalgaba orgulloso junto a Gerald hacia Christchurch y Fleurette podía por fin relajarse un poco. Gerald seguía dándole órdenes severas acerca de adónde ir y cuándo debía volver a casa. Paul vigilaba a Fleur y contaba a su abuelo cualquier mínima infracción de sus órdenes. Después de las primeras sartas de insultos, Fleurette lo soportaba con serenidad, pero era un fastidio. Aun así la muchacha disfrutaba mucho con su nuevo caballo. Gwyneira le había confiado la doma de la última hija de Igraine, Niniane. El potro de cuatro años semejaba en temperamento y aspecto a su madre, y cuando Gwyn vio a su hija volar a lomos de Niniane por los prados, la sobrecogió de nuevo la desagradable sensación que había experimentado poco tiempo atrás en el salón: también a Gerald debería parecerle tener ante los ojos a la joven Gwyneira. Tan hermosa, tan indómita y tan totalmente fuera de su alcance como sólo una muchacha podía estarlo.
El modo en que él reaccionaba aumentaba sus temores: se mostraba de peor humor que de costumbre, albergaba una ira inexplicable hacia cualquiera que lo tratara y consumía todavía más whisky. Únicamente Paul parecía sosegarlo esas noches.
A Gwyn se le hubiera helado la sangre en las venas si hubiese sabido lo que ambos decían en la sala de caballeros.
Todo empezaba con Gerald animando a Paul a que le contara cosas de la escuela y de sus aventuras en el monte y terminaba con el joven hablando de Fleur, a quien el muchacho no describía, por supuesto, como la presa encantadora e ingenua que antaño Gwyn había sido, sino como alguien perverso, traicionero y malvado. Gerald soportaba así mejor sus fantasías prohibidas en torno a su nieta, dado que éstas giraban en torno a una bestezuela; pero, obviamente, era consciente de que tenía que librarse de la muchacha lo antes posible.
En Christchurch se presentó una oportunidad para ello. Cuando Gerald y Paul regresaban de la reunión de ganaderos, los acompañaba Reginald Beasley.
Gwyneira saludó al viejo amigo de su familia con gentileza y le expresó sus condolencias de nuevo por la muerte de su esposa. La señora Beasley había fallecido de forma repentina a finales del pasado año: un ataque de apoplejía en su jardín de rosas. Gwyneira encontraba que la anciana dama no habría podido morir de forma más hermosa, lo que no impedía, claro está, que el señor Beasley la echara dolorosamente en falta. Gwyn pidió a Moana que preparase una comida especialmente sabrosa y eligió un vino de primera categoría. Beasley era famoso por su buen paladar y sus conocimientos sobre el vino, y su cara redonda y rubicunda destelló cuando Witi descorchó la botella en la mesa.
– Yo también acabo de recibir un envío de un vino de primera calidad de Ciudad del Cabo -contó, dirigiéndose, a ojos vistas, a Fleurette en especial-. Muy ligero, a las damas les encantará. ¿Qué prefiere usted, Miss Fleur? ¿Vino blanco o tinto?
Fleurette no había reparado en este asunto. Pocas veces consumía vino y, cuando lo hacía, bebía el que se servía en la mesa. Pero Helen le había enseñado, claro está, a comportarse como una dama.
– Depende del tipo, señor Beasley -contestó educada-. Los tintos suelen ser muy pesados, y los blancos resultan en general ácidos. Me contentaría con cederle a usted la elección de la bebida adecuada.
El señor Beasley pareció quedar sumamente complacido con tal respuesta y a continuación procedió a contar con todo detalle por qué en el transcurso del tiempo había empezado a preferir los vinos sudafricanos a los franceses.
– Ciudad del Cabo también está mucho más cerca -dijo Gwyneira al final para concluir con el tema-. Y el vino es también más barato allí.
Fleur rio para sus adentros. También a ella era ésta la primera idea que se le había ocurrido; pero Miss Helen le había enseñado que bajo ninguna circunstancia hablaba una dama con un caballero acerca del dinero. Su madre, a ojos vistas, no era de la misma escuela.
Beasley se extendió en explicaciones acerca de que la economía no desempeñaba en realidad ninguna función a ese respecto y desvió la conversación hacia otras inversiones en el fondo más elevadas que había realizado en los últimos tiempos. Había importado más ovejas, aumentado la cría de bueyes y demás.
Fleurette se preguntaba por qué el pequeño barón de la lana no dejaba de mirarla entretanto como si ella albergara algún interés personal por sus rebaños de Cheviot. Sólo se despertó su curiosidad cuando la conversación viró en torno a la cría de caballos. Beasley seguía criando purasangres.
– Por supuesto que podríamos cruzarlos con uno de sus caballos de trabajo si para usted un purasangre resultara demasiado fuerte -explicó solícito a Fleurette-. Sería un comienzo interesante…
Fleurette frunció el ceño. No podía imaginarse un purasangre más dócil que Niniane, aunque fuera, claro está, más rápido. Pero, por todos los cielos, ¿por qué iba ella a tener algún interés por los purasangres? Según la opinión de su madre eran demasiado sensibles para las largas y duras cabalgadas por el monte.
– Se hace en Inglaterra con frecuencia -interrumpió Gwyneira que, entretanto, estaba igual de sorprendida que Fleurette por el comportamiento de Beasley. ¡Era ella la criadora de caballos de la familia! ¿Por qué entonces Beasley no se dirigía a ella cuando se hablaba de cruces de razas?-. En parte se convierten en buenos cazadores. Pero también suelen adquirir la cabezonería y resistencia de los caballos como los suyos, unidas al carácter explosivo y asustadizo de los purasangres. En realidad, no es lo que yo desearía para mi hija.
Beasley sonrió transigente.
– Oh, era sólo una sugerencia. Miss Fleurette gozará, por supuesto, de total libertad en lo que a su caballo se refiere. Podríamos organizar de nuevo una cacería. En los últimos tiempos he descuidado este asunto, pero… ¿Le gustaría participar en una cacería, Miss Fleur?
Fleurette asintió.
– Claro, ¿por qué no? -contestó con moderado interés.
– Si bien siempre faltarán los zorros -señaló Gwyn sonriendo-. ¿Ha pensado alguna vez en importarlos?
– ¡Por todos los cielos! -intervino exaltado Gerald, con lo cual la conversación dio un giro en torno a la escasa fauna neozelandesa.
También Fleurette pudo aportar algo al respecto, con lo que al final la comida transcurrió en animada conversación. Fleur se disculpó pronto para retirarse a sus habitaciones. Pasaba últimamente las tardes escribiendo largas cartas a Ruben y viajaba esperanzada a Holden, aunque el encargado de correos se mostraba poco optimista: «Ruben O’Keefe, Minas de oro, Queenstown» no le parecía ser una dirección de fiar. Las cartas, de todos modos, no eran devueltas.
Gwyneira se ocupó al principio de la cocina, pero luego decidió reunirse un rato con los caballeros. Se sirvió una copa de oporto en el salón y se deslizó con ella a la habitación contigua en la que los caballeros solían, tras la comida, fumar, beber y, a veces, jugar a las cartas.
– Tenía usted razón, ¡es encantadora!
Gwyneira se detuvo interesada frente a la puerta entreabierta cuando oyó la voz de Beasley.
– Al principio era un poco escéptico: una chica tan joven, casi una niña. Pero ahora que la he visto: es muy madura para su edad. ¡Y tan bien educada! ¡Una auténtica pequeña dama!
Gerald asintió.
– Ya se lo había dicho. Está totalmente madura para el matrimonio. Entre nosotros le diré que debemos andarnos con cuidado. Usted mismo ya sabe lo que pasa con tantos hombres circulando por las granjas. Algunas gatas pierden la razón cuando están en celo.
Beasley soltó unas risitas.
– Pero si es… No confunda mis palabras, me refiero a que no estoy obsesionado con ello, yo me habría interesado sino por una…, bueno, quizá por una viuda, más bien de mi edad. Pero si ya en esa edad tiene relaciones…
– ¡Reginald, se lo suplico! -lo interrumpió con vehemencia Gerald-. La virtud de Fleur está fuera de cualquier duda. Y es sólo para que así se conserve que pienso en un matrimonio temprano. La manzana está madura, si entiende a qué me estoy refiriendo.
Beasley volvió a reírse.
– ¡Una imagen ciertamente paradisíaca! ¿Y qué dice la muchacha al respecto? ¿Será usted quien le comunique mi proposición o debo… declararme yo mismo?
Gwyneira apenas si podía dar crédito a lo que estaba escuchando. ¿Fleurette y Reginald Beasley? El hombre debía de haber superado los cincuenta o era más bien sexagenario. ¡Tan viejo como para ser su abuelo!
– Déjelo en mis manos, ya me encargo yo. Le caerá un poco por sorpresa. Pero estará de acuerdo, no se preocupe. A fin de cuentas es una lady, como usted mismo ha dicho. -Gerald volvió a levantar la botella de whisky-. ¡Por la unión de nuestras familias! -rio-. ¡Por Fleur!
– ¡No, no y otra vez no!
La voz de Fleurette resonó desde la sala de caballeros, donde Gerald la había convocado para hablar, a través de todo el salón hasta el despacho de Gwyneira. Su tono no era el propio de una damisela, tanto más cuanto la joven Fleurette le estaba haciendo a su abuelo la escena de su vida. Gwyneira había preferido no intervenir de inmediato en ese episodio. Gerald tenía que enfrentarse solo a Fleur y luego ella podría mediar. Al final, Beasley sería rechazado sin herir sus sentimientos. A pesar de que un pequeño desaire no le haría daño a ese hombre maduro. ¿Cómo podía pensar en una novia de dieciséis años? De todos modos, Gwyneira se había cerciorado de que Gerald no estuviera demasiado borracho cuando llamó a Fleur, y había advertido previamente a su hija.
– Recuérdalo, Fleur, no puede forzarte. Puede que lo hayan comentado por ahí y que se produzca un pequeño escándalo. Pero te aseguro que Christchurch ya ha superado otros asuntos. Limítate a permanecer tranquila y deja claro tu punto de vista.
No obstante, Fleurette no permaneció tranquila.
– ¿Tengo que conformarme? -le replicó a Gerald también-. ¡Ni pensarlo! Antes de casarme con ese viejo me tiro al agua. ¡En serio, abuelo, me tiro al lago!
Gwyneira no pude evitar una sonrisa. ¿De dónde había sacado Fleur esa vena dramática? Seguramente de los libros de Helen. De hecho un remojón en las charcas de Kiward Station no le sentaría mal. En primer lugar, no había corrientes, y en segundo lugar, Fleur sabía nadar estupendamente gracias a los amigos maoríes de ella y Ruben.
– ¡O me meto en un convento! -proseguía Fleurette. No había ninguno en Nueva Zelanda, pero le pareció adecuado para la situación. Gwyneira conseguía tomárselo por el lado cómico. Pero luego oyó la voz de Gerald y volvió a alarmarse. Arrastraba algo las palabras…, el anciano había bebido, con toda certeza, más de lo que Gwyneira creía. ¿Mientras ella había preparado a Fleur? ¿O justo ahora mientras Fleur lanzaba sus pueriles amenazas?
– ¡Tú no quieres meterte en un convento, Fleurette! Es el último lugar al que te marcharías. Ahora que le has encontrado el gusto a revolcarte por la paja con el guarro de tu amiguito. Pero espera, pequeña, otros han acabado domados. Necesitas un hombre, Fleur, tú…
Fleurette pareció sentir también ahora la amenaza.
– Mi madre tampoco permite que me case ahora… -dijo en voz mucho más baja. Pero esto todavía encolerizó más a Gerald.
– ¡Tu madre hará lo que yo quiera! A partir de ahora las cosas van a cambiar. -Gerald empujó dentro a la muchacha, que acababa de abrir la puerta en ese momento para huir de él-. ¡Todos vais a hacer de una vez por todas lo que yo diga!
Gwyneira, que entretanto se había acercado llena de miedo a la sala de caballeros, se precipitó al interior. Todavía vio cómo Fleurette era arrojada a un sillón y permanecía allí sentada sollozante y amedrentada. Gerald hizo el gesto de abalanzarse sobre ella, con lo que la botella de whisky se rompió. No fue una pérdida, la botella estaba vacía. A Gwyneira le cruzó por la mente que poco antes estaba llena en sus tres cuartas partes.
– Es respondona la yegüita, ¿eh? -siseó Gerald a su nieta-. ¿Todavía sin domar? Bueno, esto lo arreglaremos ahora. Vas a aprender a obedecer a tu jinete…
Gwyneira lo apartó con violencia del lado de su hija. La rabia y el miedo por Fleur hizo crecer en ella una fuerza enorme. Reconoció con exactitud ese brillo en los ojos de Gerald que la perseguía en sus peores pesadillas desde la concepción de Paul.
– ¡Cómo te atreves a tocarla! -le dijo-. ¡Déjala inmediatamente en paz!
Gerald temblaba.
– ¡Apártala de mi vista! -farfulló entre dientes-. Está bajo arresto domiciliario. Hasta que haya pensado el asunto con Beasley. ¡Está prometida a él! ¡No voy a romper mi palabra!
Reginald Beasley había esperado arriba en sus habitaciones, pero era evidente que la escena no le había pasado del todo inadvertida. Penosamente conmovido salió a la puerta y se topó con Gwyneira y su hija en la escalera.
– Miss Gwyn…, Miss Fleur…, les pido por favor que me disculpen.
Beasley estaba sobrio ese día y una mirada al joven y alterado rostro de la muchacha y a los ojos brillantes de ira de su madre le dijeron que no tenía posibilidades de salir airoso.
– Yo… yo no podía sospechar que iba a significar para usted tal… hum, tal exigencia aceptar mi proposición. Mire usted, ya no soy joven, pero tampoco tan viejo… Yo le rendiría todos los honores.
Gwyneira le miró furiosa.
– Señor Beasley, mi hija no quiere que le rindan honores, sino crecer primero. Y entonces es probable que elija a un hombre de su edad; al menos un hombre que se le declare él mismo y no que le envíe como anticipo a otro viejo chivo para que la obligue a meterse en su cama. ¿Me he explicado con claridad?
En realidad querría haber conservado los modales, pero la visión del rostro de Gerald sobre Fleurette la había asustado profundamente. Debía librarse antes de nada de ese viejo verde. Pero eso no iba a ser difícil. Y luego tenía que ocurrírsele alguna cosa respecto al asunto con Gerald. Ni ella misma se había dado cuenta de sobre qué volcán estaba sentada. ¡Pero tenía que proteger a Fleurette!
– Miss Gwyn, yo…, lo dicho, Miss Fleur, lo siento. Y en estas circunstancias estaré desde luego dispuesto…, hum, a renunciar al compromiso.
– ¡Yo no estoy comprometida con usted! -respondió Fleur con voz temblorosa-. No puedo en absoluto, yo…
Gwyneira siguió tirando de su hija.
– Esta decisión me alegra y le honra -comunicó a Reginald Beasley con una sonrisa forzada-. Tal vez podría informar también de ello a mi suegro para acabar con este lamentable asunto. Siempre le he tenido en gran consideración y no sería de mi agrado perderlo como amigo de la casa.
Con un porte majestuoso, pasó por el lado de Beasley. Fleurette quiso detenerse. Parecía querer añadir algo más, pero Gwyneira no le permitió que se quedara parada.
– No le cuentes nada de Ruben, si no también se sentirá herido en su honor -le susurró a su hija-. Quédate ahora en tu habitación, y lo mejor es que permanezcas ahí hasta que se haya ido. Y, por todos los cielos, no salgas mientras tu abuelo esté borracho.
Gwyneira cerró temblorosa la puerta tras su hija. Habían logrado parar el golpe. Esa noche, Gerald y Beasley beberían juntos, no habría que temer más arrebatos. Y al día siguiente se avergonzaría profundamente de su acceso. ¿Pero qué pasaría luego? ¿Cuánto tiempo servirían para mantenerlo alejado de su nieta los reproches que el mismo Gerald se hacía? ¿Y bastaría la seguridad de la puerta de la habitación para detenerlo cuando estuviera demasiado borracho y posiblemente se le metiera en la cabeza que tenía que «domar» a la chica para su futuro esposo?
Gwyn ya había tomado una decisión. Debía sacar de ahí a su hija.
Poner en práctica esa decisión resultó difícil, sin embargo. O bien no se encontraba un pretexto para alejar a la joven o no se daba con la familia adecuada para que la acogiera. Gwyn había pensado en una familia con niños: en Christchurch seguían faltando institutrices y una hija de buena familia tan guapa y cultivada como Fleur sería bien recibida en cualquier hogar. De hecho, sólo se podía tomar en consideración a los Barrington y los Greenwood, y Antonia Barrington, una joven poco agraciada, enseguida rechazó tal oferta cuando Gwyn se la presentó cautelosamente. Gwyn no podía reprochárselo. Ya las primeras miradas que el joven lord arrojó a la hermosa Fleurette la convencieron de que en esa casa su hija iría de mal en peor.
Elizabeth Greenwood, por otra parte, habría acogido con agrado a Fleur. El amor que George Greenwood sentía por ella y su fidelidad estaban fuera de cualquier duda. Para Fleur era también un «tío» estimado y en su casa, por añadidura, habría aprendido más sobre contabilidad y administración de empresas. Sin embargo, los Greenwood estaban a punto de marcharse a Inglaterra. Los padres de George querían conocer de una vez a sus nietos y Elizabeth apenas si podía contener su impaciencia.
– Sólo espero que su madre no me reconozca -dijo a Gwyneira, confiándole sus temores-. Se cree que procedo de Suecia. Si ahora comprueba que…
Gwyneira sacudió riendo la cabeza. Era totalmente imposible reconocer en la joven, bella y de buena presencia de hoy, cuyas maneras impecables la habían convertido en uno de los puntales de la sociedad de Christchurch, aquella huérfana medio muerta de hambre y tímida que casi veinte años atrás había dejado Londres.
– Te querrá -aseguró Gwyneira a la joven-. Y no hagas ninguna tontería ni intentes hablar con acento sueco o algo así. Les dices que has crecido en Christchurch, y es cierto. Así que hablas inglés y se acabó.
– Pero se darán cuenta de que hablo cockney -replicó preocupada Elizabeth.
Gwyn se echó a reír.
– Elizabeth, comparados contigo, todos hablamos un inglés horrible, exceptuando, naturalmente, a Helen, de quien tú has aprendido. Así que no te inquietes.
Elizabeth asintió insegura.
– Bueno, de todos modos George dice que no tendré que hablar demasiado. Su madre es la que lleva la voz cantante.
Gwyneira volvió a reír. Los encuentros con Elizabeth siempre resultaban refrescantes. Era mucho más inteligente que la obediente y algo aburrida Dorothy de Haldon y la bonita Rosemary, que entretanto se había prometido con el socio de la panadería de su padre adoptivo. De nuevo volvió a preguntarse qué habría sucedido con las otras tres niñas que zarparon con ellos en el Dublin. Helen había recibido por fin respuesta de Westport. Una Mistress Jolanda respondió disgustada que Daphne, junto con las mellizas (y los ingresos de todo un fin de semana), habían desaparecido sin dejar rastro. La dama había tenido la desfachatez de reclamar el dinero a Helen. Ésta no contestó la carta.
Al final, Gwyn se despidió cariñosamente de Elizabeth, no sin antes entregarle la lista de compras que toda mujer de Nueva Zelanda ponía en las manos de una amiga que viajaba a la madre patria. Claro que a través de la compañía de George podía pedirse prácticamente todo lo que había de adquirible en Londres, pero siempre había un par de deseos íntimos que no se confiaban de buena gana a esa lista de encargos. Elizabeth prometió vaciar las tiendas londinenses siguiendo las órdenes de Gwyn y ésta se marchó en perfecta armonía; pero sin haber hallado una solución para Fleurette.
De todos modos, en el transcurso de los siguientes meses, la situación en Kiward Station también se relajó. Después de haber agredido a Fleur, Gerald estaba más sobrio. Evitaba a su nieta y Gwyneira se ocupaba de que Fleurette hiciera lo mismo con él. En cuanto a Paul, el anciano puso mayor empeño en que se familiarizase con las tareas de la granja. Ambos desaparecían con frecuencia de buena mañana en algún lugar de los pastizales y no volvían a presentarse de vuelta hasta el anochecer. Tras ello, Gerald bebía su whisky de la tarde, pero nunca alcanzaba el nivel de embriaguez de sus anteriores borracheras, que duraban un día entero. La relación con su abuelo también le sentó bien a Paul, mientras que Kiri y Marama más bien manifestaban preocupación. Gwyneira oyó una conversación entre su hijo y la muchacha maorí que la inquietó bastante.
– Wiramo no es un mal tipo, Paul. Es diligente, un buen cazador y un buen pastor. Despedirlo es una injusticia.
Marama limpiaba la plata en el jardín. A diferencia de su madre, lo hacía con agrado, le gustaba que el metal reluciera. A veces cantaba mientras lo hacía, pero a Gerald no le gustaba oírla porque no soportaba la música de los maoríes. A Gwyn le sucedía en cierto modo lo mismo, pero porque ella recordaba los tambores de aquella nefasta noche. Aun así, las baladas de Marama, interpretadas con dulce voz, sin embargo, la complacían y, sorprendentemente, también Paul parecía escucharlas con agrado. Pero ese día tenía que jactarse ante su amiga contándole la excursión que había hecho con su abuelo el día antes. Los dos habían estado controlando los carneros mientras iban camino a la montaña. Ahí se encontraron al joven maorí Wiramu. Éste llevaba a su tribu de Kiward Station el botín de una pesca sumamente exitosa. No había razón en sí para castigarlo, pero el joven pertenecía a una de las patrullas de guardianes de ganado que Gerald había nombrado hacía poco para poner fin a las acciones de James McKenzie. Por eso, Wiramu tendría que haber estado en la montaña, y no en el pueblo con su madre. Gerald había sido presa de una ataque de rabia y había echado una reprimenda al chico. A continuación pidió a Paul que decidiera el castigo que había que darle al maorí. Paul decidió despedir a Wiramu sin sueldo.
– ¡El abuelo no le paga para que esté pescando! -explicó Paul con arrogancia-. ¡Tiene que quedarse en su sitio.
Marama sacudió la cabeza.
– Pero yo pienso que, de todos modos, las patrullas no están quietas. En realidad da igual dónde esté Wiramu. Y todos los hombres pescan. Tienen que pescar y cazar. ¿O les dais vosotros provisiones?
– ¡Esto es igual! -respondió Paul con presunción-. McKenzie no roba las ovejas al lado de la casa, sino en la montaña. Ahí es donde los hombres deben patrullar. Pueden pescar y cazar para satisfacer sus propias necesidades. Pero no para cubrir las de todo el pueblo. -El joven estaba firmemente convencido de que tenía la razón.
– ¡Es que no lo hacen! -Marama insistió. Intentaba con todas sus fuerzas que Paul comprendiera el punto de vista de su gente. No entendía por qué resultaba tan difícil. Paul había crecido prácticamente con los maoríes. ¿Era posible que no hubiera aprendido nada con ellos salvo las técnicas de caza y pesca?-. Pero acaban de descubrir el río y la tierra de esa zona. Nadie había pescado antes allí, las nasas estaban llenas. No podían comérselo todo ni dejar secar el pescado, a fin de cuentas tienen que patrullar. Si nadie hubiera ido al pueblo, el pescado se habría podrido. ¡Y Paul, tú ya sabes que eso es una vergüenza! ¡No hay que dejar que la comida se eche a perder, los dioses no lo permiten!
Wiramu había sido elegido por el grupo, formado en su mayoría por maoríes, para que llevara la captura al poblado e informara a los más ancianos acerca de la abundante pesca que había en las aguas recién descubiertas. También la tierra de la región debía de ser fértil y rica en animales de caza. Era muy posible que la tribu pronto se pusiera en marcha y pasara un tiempo allí pescando y cazando. Eso habría sido una forma de actuar ventajosa para Kiward Station. Nadie robaría ganado en ese entorno si los maoríes estaban allí vigilando. Pero ni Gerald ni su nieto habían podido, o no habían querido, ir hasta tan lejos con sus pensamientos. En lugar de eso habían enojado a los maoríes. Con toda seguridad, la gente de Wiramu que estaba en las montañas pasaría por alto los robos de ganado y la tarea de la patrulla, en el futuro, sería menos efectiva.
– El padre de Tonga dice que reclamará la nueva tierra para sí y su tribu -explicó Marama además-. Wiramu lo empujará a ello. Si el señor Gerald hubiera sido amable con él, os la habría enseñado y vosotros habríais podido apearla.
– ¡Ya nos arreglaremos! -contestó Paul dando muestras de superioridad-. Nosotros no necesitamos ser amables con un bastardo cualquiera.
Marama sacudió la cabeza; desistió, sin embargo, de informar al joven de que Wiramu no tenía nada de bastardo, sino que era el respetado sobrino del jefe de la tribu.
– Tonga dice que los kai tahu se inscribirán como propietarios de las tierras en Christchurch -prosiguió ella-. Puede leer y escribir tan bien como tú, y Reti les ayudará también. Ha sido una tontería despedir a Wiramu, Paul. ¡Una gran tontería!
Paul se levantó iracundo y tiró el cajón con los cubiertos de plata que Marama acababa de limpiar. No cabía duda de que lo había hecho con mala intención, pues siempre solía moverse con más agilidad.
– Eres una chica y sólo eres una maorí. ¿Cómo vas a saber tú lo que es tonto?
Marama rio y recogió con toda tranquilidad los cubiertos de plata. No era fácil hacerla enfadar.
– ¡Ya verás quién se queda al final con las tierras! -contestó sin inmutarse.
Esa conversación reafirmó los temores de Gwyneira. Paul se granjeaba innecesariamente enemigos. Confundía la fuerza con la dureza, lo que tal vez fuera normal a su edad. Pero Gerald habría tenido que reprenderlo en lugar de barrer para su propia casa. ¿Cómo podía permitir que un chico de doce años decidiera si había que despedir o no a un trabajador?
Fleurette volvió a su vida cotidiana e incluso fue a visitar a Helen en O’Keefe Station, claro que sólo cuando Gerald y Paul estaban de viaje y no era previsible que Howard apareciera de repente. Gwyn lo encontraba imprudente y prefería que las mujeres se reuniesen en Haldon. Ya había devuelto el mulo Nepumuk a Helen.
Fleurette seguía escribiendo largas cartas a Queenstown, pero sin obtener respuesta. A Helen le sucedía lo mismo: también ella estaba muy preocupada por su hijo.
– Si al menos hubiera ido a Dunedin… -suspiraba. En Haldon se había abierto recientemente una tetería en la que también podían entrar mujeres respetables, encontrar un sitio donde sentarse e intercambiar novedades-. Podría haber ocupado un puesto como mozo de los recados en un despacho. Pero ir a buscar oro…
Gwyn se encogió de hombros.
– Quiere hacerse rico. Y tal vez tenga suerte, los yacimientos de oro parecen ser realmente enormes.
Helen puso los ojos en blanco.
– Gwyn, amo a mi hijo por encima de todas las cosas. Pero el oro debería crecer de los árboles y caérsele en la cabeza para que lo encontrara. Es como mi padre, Gwyn, y él sólo era feliz cuando se encerraba en su estudio y estaba inmerso en los textos bíblicos. En el caso de Ruben son los códigos legales. Creo que sería un buen abogado o un buen juez, posiblemente un buen comerciante también. George Greenwood dijo que se desenvolvía bien con la clientela: es un hombre complaciente. Pero desviar arroyos para lavar oro o cavar galerías o lo que haya que hacer, no es lo suyo.
– ¡Lo hará por mí! -intervino Fleur con una expresión iluminada en el rostro-. Por mí lo hace todo. ¡Al menos lo intentará!
Por el momento, en Haldon se hablaba menos de los hallazgos de oro de Ruben O’Keefe que de los cada vez más audaces robos de ganado de James McKenzie. Un criador de ovejas de nombre John Sideblossom, era la última mayor víctima de los asaltos de McKenzie.
Sideblossom vivía en el extremo occidental del lago Pukaki, ya en lo alto de las montañas. Visitaba pocas veces Haldon y prácticamente nunca Christchurch, pero era propietario de unos terrenos enormes en las estribaciones de los Alpes. Vendía los animales en Dunedin, por lo que no se contaba entre la clientela de George Greenwood.
Sin embargo, Gerald parecía conocerlo. De hecho se alegró como un niño cuando un día recibió la noticia de que Sideblossom quería reunirse en Haldon con ganaderos de su mismo parecer para plantear formar una nueva expedición de castigo a las montañas contra James McKenzie.
– ¡Está totalmente convencido de que ese McKenzie se ha establecido en su región! -explicó Gerald mientras se tomaba el obligado whisky previo a las comidas-. En algún lugar por encima de los lagos, y que debe de estar explotando nuevas tierras. John apuesta a que desaparece por un pasaje que nosotros no conocemos. Y saca provecho de extensas superficies. Debemos reunir a nuestros hombres y acabar con ese sujeto de una vez por todas.
– ¿Sabe Sideblossom de qué está hablando? -preguntó Gwyneira impasible.
En los últimos años, casi todos los barones de la lana habían proyectado batidas junto al fuego de su chimenea. La mayoría, no obstante, jamás llegaba a realizarse porque nunca había gente suficiente para peinar las tierras de sus vecinos. Se precisaba de una figura carismática como Reginald Beasley para reunir a los aislados criadores de ovejas.
– ¡Yo mismo te lo puedo asegurar! -vociferó Gerald-. Johnny Sideblossom es el perro más salvaje que puedas haberte encontrado. Lo conozco de la pesca de ballenas, era un novato total, de la misma edad que Paul ahora… -El chico aguzó el oído-. Se enroló como grumete con su padre. Pero el viejo bebía como una cuba y un día, mientras se lanzaban los arpones y la ballena iba dando coletazos alrededor como una loca, el animal lo tiró del barco, dicho con más precisión, volcó el bote y todos cayeron al agua. Sólo el niño se quedó hasta el último segundo y disparó los arpones antes de que la barcucha zozobrara. ¡Johnny Sideblossom acabó con la ballena! ¡Con diez años! A su padre lo pilló, pero a partir de entonces perdió el miedo. Se convirtió en el arponero más temido de la costa Oeste. Pero en cuanto oyó que había oro en Westport, ahí estaba él. Al final compró tierras arriba, junto al lago Pukaki. Y ganado de la mejor calidad, aparte del mío. Si no me equivoco, ese bribón de McKenzie le condujo uno de mis rebaños a la montaña. Pronto hará veinte años de eso.
Diecisiete, pensó Gwyneira. Se acordaba de que James se había encargado de esa misión sobre todo para no cruzarse en su camino. ¿Habría ya entonces explorado nuevas rutas durante el recorrido y encontrado la tierra de sus sueños?
– Le informaré por carta de que nos reuniremos aquí. ¡Sí, es una buena idea! Invitaré a un par de personas más y haremos que de una vez por todas las cosas se hagan bien. Cogeremos a ese tipo, no hay que preocuparse. Todo lo que Johnny empieza acaba bien. -Gerald habría preferido coger la pluma y el tintero en ese mismo instante, pero Kiri apareció con la comida. No obstante, al día siguiente puso manos a la obra y Gwyn suspiró ante la idea del festín y la borrachera que precedería a la gran expedición de castigo. A pesar de eso, Johnny Sideblossom la había intrigado. Si eran ciertas sólo la mitad de las historias que Gerald había contado durante la comida en torno a la mesa, Sideblossom debía de ser un diablo, y posiblemente un peligroso rival para James McKenzie.
Casi todos los ganaderos de la región aceptaron la invitación de Gerald y, en esta ocasión, parecía realmente no interesarles la fiesta. No cabía duda de que James McKenzie había ido demasiado lejos. Y John Sideblossom parecía tener, en efecto, las aptitudes para ponerse a la cabeza de los hombres. Gwyneira lo encontró totalmente imponente. Cabalgaba a lomos de un semental negro y fuerte, con una bella estampa, pero también bien domado y de fácil manejo. Era probable que supervisara sus pastizales con ese caballo y vigilara la conducción del ganado. Además era alto, les pasaba casi una cabeza incluso a los barones de la lana más corpulentos. Su cuerpo era macizo y musculoso, el rostro quemado por el sol y de rasgos hermosos, el cabello oscuro, abundante y ondulado. Lo llevaba medio largo, lo que resaltaba su rudeza. Al mismo tiempo era de carácter chispeante y seductor. Enseguida tomó el mando de la conversación, palmeó en el hombro a los viejos amigos, soltó unas fuertes carcajadas con Gerald y parecía capaz de consumir whisky como si de agua se tratara sin que nadie se diera cuenta.
Con Gwyneira y las pocas otras mujeres que habían acompañado a sus esposos al encuentro fue de una cortesía exquisita. No obstante, a Gwyn no le gustó sin que pudiera acertar el porqué. Ya a primera vista, sintió cierto rechazo. ¿Era porque tenía los labios finos y duros y su sonrisa no se le reflejaba en los ojos? ¿O eran esos ojos en sí, tan oscuros que casi parecían negros, fríos como la noche y calculadores? Gwyneira notó que su mirada claramente se posaba en ella y que la repasaba de arriba abajo, evitando el rostro, observando la figura, todavía delgada, y las formas femeninas. En su juventud se habría ruborizado, pero en la actualidad le devolvió una mirada llena de aplomo. Ella era allí la dueña de la casa, y él un invitado, y ella no estaba interesada en ningún tipo de contacto que pudiera surgir del encuentro. Habría preferido mantener alejada a Fleurette del viejo amigo y compañero de borracheras de Gerald, pero, naturalmente, era imposible, pues se esperaba que la muchacha participara del banquete nocturno. Aun así, Gwyn rechazó la idea de advertir a su hija: Fleur haría todo lo que estuviera en su mano por parecer poco atractiva y probablemente volvería a despertar la cólera de Gerald.
Así que Gwyn observó recelosa a su singular huésped cuando Fleur apareció escaleras abajo, tan resplandeciente y bellamente engalanada como Gwyneira la primera noche en Kiward Station. La joven llevaba un sencillo vestido de color crema que realzaba el ligero bronceado de su tez, por lo demás clara. En las mangas, el escote y la cintura estaba adornado con unas aplicaciones doradas y marrones que conjugaban con ese color bastante singular, avellana casi dorado, de sus ojos. No se había recogido el cabello, sino que se había trenzado unos finos mechones a ambos lados de la cabeza y los había unido por detrás. Era un peinado bonito, pero sobre todo práctico porque le despejaba el rostro. Fleurette se peinaba ella misma; a ese respecto, siempre había rechazado la ayuda de la doncella.
La dulce figura de Fleur y su cabello suelto le daban un carácter élfico. Por mucho que su aspecto y temperamento semejaran a los de su madre, Fleurette irradiaba algo distinto por completo. La muchacha era más cariñosa y dócil que la joven Gwyn y de los ojos de color castaño dorado surgía antes una sonrisa que un destello provocador.
Los hombres reunidos en el salón se quedaron arrobados ante su aparición, y mientras que la mayoría parecía encantada, Gwyneira reconoció en la mirada de John Sideblossom una expresión de deseo. A su entender, el hombre retuvo la mano de Fleurette un momento demasiado largo al saludarla cortésmente.
– ¿Existe también una señora Sideblossom? -preguntó Gwyn cuando los invitados y el anfitrión se hubieron por fin sentado a comer. Gwyneira se había situado como compañera de mesa junto a John Sideblossom, pero el hombre le hacía tan poco caso que casi rayaba en la mala educación. En lugar de eso, sólo tenía ojos para Fleur, quien mantenía una aburrida conversación con el anciano Lord Barrington. El lord había cedido sus negocios en Christchurch a su hijo y se había retirado a descansar en una granja de las llanuras de Canterbury donde criaba con mucho éxito caballos y ovejas.
John Sideblossom miró a Gwyn como si se percatara por vez primera de su presencia.
– No, ya no existe ninguna señora Sideblossom -respondió a la pregunta de Gwyn-. Mi esposa murió hace tres años cuando nació mi hijo.
– Lo siento -dijo Gwyn, y nunca había expresado una fórmula de cortesía con tanta franqueza-. Y también por el niño, ¿he entendido bien que el niño sobrevivió?
El granjero asintió.
– Sí, mi hijo crece prácticamente con los empleados domésticos maoríes. No es una solución del todo acertada, pero mientras sea pequeño bastará. A la larga tendré que buscarme algo distinto. Pero no es fácil encontrar a la mujer adecuada… -Al tiempo que hablaba seguía contemplando a Fleur, sacando con ello de sus casillas a Gwyn. Ese individuo hablaba de una mujer como si se tratara de un pantalón de montar-. ¿Está su hija prometida a alguna persona? -preguntó completamente en serio-. Parece ser una muchacha muy bien educada.
Gwyn estaba tan perpleja que no sabía qué responder. Sea como fuere, ese hombre no se andaba con rodeos.
– Fleurette todavía es muy joven… -respondió al final, eludiendo el tema.
Sideblossom se encogió de hombros.
– Esto no dice nada en su contra. Siempre he sido de la opinión de que nunca es demasiado pronto para casar a esas pollitas, en caso contrario empiezan a ocurrírseles tonterías. Y mientras son jóvenes dan a luz con mayor facilidad. Me lo dijo la comadrona cuando murió Marylee. Ella ya había cumplido veinticinco años.
Dicho esto apartó la vista de Gwyneira. Algo de lo que estaba diciendo Gerald debía de haber atraído su atención y pocos minutos después estaba inmerso en una animada charla con algunos de los otros ganaderos.
Gwyneira conservó la calma, pero en su interior ardía de cólera. Estaba acostumbrada a que las jóvenes no fueran cortejadas por su personalidad, sino por razones dinásticas o financieras. Pero era obvio que ese sujeto se pasaba de la raya. Ya sólo por el modo que tenía de hablar de su fallecida esposa: «Marylee ya había cumplido veinticinco años.» Sonaba como si hubiera muerto prematuramente por los achaques de la vejez sin importar si antes le había dado o no un hijo a Sideblossom.
Cuando los invitados se reunieron más tarde para charlar en grupos sueltos en el salón y dar por terminado el último tema tratado a la mesa, antes de que las damas se retirasen al salón de Gwyneira para tomar té y licor y los hombres se encaminaran al refugio de Gerald para fumar sus puros y tomar whisky, Sideblossom dirigió sus pasos directamente hacia Fleurette.
Gwyneira, que no podía interrumpir la conversación con Lady Barrington, observaba nerviosa cómo le hablaba a Fleur. Al parecer era cortés y prodigaba sus encantos. Fleurette sonreía turbada y luego participó de buen grado en la conversación. Por la expresión de su rostro, el tema giraba en torno a perros y caballos. De otro modo, a Gwyneira no le habría llamado la atención que Fleur estuviera tan atenta e interesada. Cuando por fin logró librarse de Lady Barrington y deslizarse discretamente en dirección a Sideblossom confirmó su suposición.
– Claro que gustosamente le mostraré la yegua. Si lo desea podemos dar juntos un paseo a caballo mañana. He visto su semental, ¡es realmente bonito! -Fleurette parecía encontrar simpático al invitado-. ¿O ya se marcha mañana?
La mayoría de los presentes volvería a sus granjas ya al día siguiente. Habían acabado de organizar la expedición de castigo y los hombres se proponían encontrar en los alrededores a la gente que estuviera lista para participar. Algunos criadores de ovejas querían formar parte ellos mismos de la expedición, al menos contribuir con un par de jinetes armados.
No obstante, John Sideblossom sacudió la cabeza.
– No, me quedaré un par de días aquí, Miss Warden. Hemos acordado reunir a la gente de la región de Christchurch aquí y luego cabalgar todos juntos hacia mi granja. Será el punto de partida de todas las demás actividades. En estas condiciones, acepto su oferta. El semental lleva además sangre árabe. Hace un par de años pude adquirir un caballo del desierto en Dunedin y he cruzado con él los caballos de nuestra granja. El resultado es muy hermoso, pero a veces algo ligero.
Gwyn se tranquilizó en un principio. Mientras que ambos hablaran de caballos, Sideblossom se comportaría. Y era posible que a Fleurette de hecho le gustara. La unión sería adecuada: Sideblossom era respetado y poseía casi más tierras que Gerald Warden, si bien eran menos fértiles. Claro que el hombre era bastante viejo para Fleur, pero se mantenía en los límites. ¡Si no fuera porque no le producía una buena impresión! ¡Si el sujeto no pareciera tan frío y falto de sentimientos! Y luego estaba también el asunto con Ruben O’Keefe. Con toda seguridad, Fleurette no estaría dispuesta a despedirse de su amor.
Sin embargo, en los días que siguieron, la joven pareció disfrutar de la compañía de John Sideblossom. Era un jinete osado, lo que a Fleur le gustaba, un narrador cautivador y un buen oyente. Por añadidura tenía encanto y una malicia que la muchacha encontraba atractivos. Fleur rio cuando, practicando el tiro al pichón con Gerald, Sideblossom no apuntó al pichón sino que disparó al tallo de una de las rosas abandonadas del jardín para regalarle la flor.
– ¡La rosa de la rosa! -dijo; aunque poco original, Fleur pareció sentirse halagada.
Paul, por el contrario, se disgustó. Admiraba a John Sideblossom desde que Gerald le había hablado de él y en cuanto lo conoció en persona, empezó a idolatrarlo. Sideblossom no prestaba atención al muchacho. O bien bebía y conversaba con Gerald o bien se ocupaba de Fleur. Paul reflexionaba sobre cómo iba a lograr contarle la cruda verdad sobre su hermana. De momento, a su pesar, no había encontrado la oportunidad.
John Sideblossom era un hombre de decisiones rápidas y acostumbrado a conseguir lo que quería. Había visitado Kiward Station, sobre todo, para movilizar de una vez a los criadores de ovejas. Pero cuando conoció a Fleurette, pronto tomó la decisión de aprovechar la oportunidad de solucionar otro problema. Necesitaba una nueva esposa y ahí había salido a su paso, de improviso, una buena candidata. Joven, deseable, de buena familia y a todas luces bien educada. Al menos podría ahorrarse los primeros años el profesor particular del pequeño Thomas. La unión con los Warden le abriría nuevas puertas en la buena sociedad de Christchurch y Dunedin. Si había entendido bien, la madre de Fleurette procedía incluso de la nobleza inglesa. La muchacha parecía, de todos modos, algo asilvestrada y resultaba evidente que la madre era dominante. Sideblossom en ningún caso habría permitido que una mujer se inmiscuyera en la dirección de la granja e incluso en la conducción del ganado. Pero eso era asunto de Warden; ya se encargaría él de enderezar a Fleurette. Por añadidura, ella podría aportar ese animal que evidentemente tanto quería: la yegua traería al mundo unos potros fantásticos y también la perra pastora era, sin lugar a dudas, un hallazgo. Pero cuando la muchacha estuviera embarazada, era obvio que no podría montarla ella misma. Sideblossom se esforzó ya por engatusar a Gracie, lo que aumentaría la simpatía de Fleurette hacia él. Tres días después, el granjero estaba convencido de que Fleur no lo rechazaría. Y Gerald Warden seguramente estaría satisfecho de casar tan bien a la joven.
Gerald había observado con sentimientos encontrados el modo en que John se ganaba los favores de Fleurette. Esta vez la joven no parecía poner reparos; Gerald encontró incluso que su nieta coqueteaba de forma bastante desvergonzada con su viejo amigo. Sin embargo, su alivio se mezclaba con los celos. John tendría lo que Gerald no podía obtener. Sideblossom habría de conseguir a Fleur sin violencia, ella se entregaría por voluntad propia. Gerald ahogó sus pensamientos prohibidos en el whisky.
Al menos estaba preparado cuando Sideblossom se reunió con él el cuarto día de su estancia en Kiward Station y le comunicó sus intenciones de casarse.
– Ya sabes, viejo amigo, que conmigo estará bien cuidada -dijo Sideblossom-. Lionel Station es grande. Si admitimos que la mansión tal vez no es tan estupenda como ésta, sí es muy confortable. Tenemos servicio en abundancia. Cuidaremos de la muchacha en todos los aspectos. Claro que ella misma tendrá que ocuparse del niño. Pero seguro que pronto tiene hijos propios y todos caerán en el mismo saco. ¿Tienes algo que objetar a que le haga una proposición de matrimonio? -Sideblossom se sirvió un whisky.
Gerald sacudió la cabeza y dejó que le sirviera un vaso a él también. Sideblossom tenía razón, lo que sugería era la mejor solución.
– No tengo nada que oponer. Pero la granja no dispone de mucho dinero líquido para la dote. ¿Te bastaría con un rebaño de ovejas? También podríamos contar con dos yeguas de cría…
Los dos hombres pasaron la hora siguiente pactando apaciblemente cuál sería la dote de Fleurette. Ambos se las sabían todas en lo que al comercio de ganado concernía. Las ofertas iban de un lado a otro. Gwyneira, que de nuevo prestaba oídos a lo que decían, no se inquietó: entendía que se iba a renovar la sangre de los rebaños de Lionel Station. El nombre de Fleurette no se mencionó ni una sola vez.
– ¡Pero… pero te lo tengo que advertir! -dijo Gerald una vez que se hubieron puesto de acuerdo y el importe de la dote quedó determinado con un apretón de manos y sellado con mucho más whisky-. La pe… pequeña no es fácil. Se ha… se ha obsesionado con un asunto con… con un joven vecino… es pura tontería, el chico también se ha… largado ahora. Pero tú… ya co… conoces a las mujeres…
– En realidad no tenía la impresión de que Fleurette fuera a oponerse -contestó asombrado Sideblossom. También ahora parecía, como siempre, totalmente sobrio, si bien ya hacía rato que la primera botella de whisky estaba vacía-. ¿Por qué no hacemos las cosas bien ahora mismo y se lo preguntamos a ella? Vamos, ¡llámala! ¡Estoy de humor para un beso de compromiso! Y mañana estarán de vuelta otros ganaderos. Así se lo podremos comunicar enseguida.
Fleurette, que acababa de llegar de un paseo a caballo y se disponía a cambiarse para la cena, se sorprendió de que Witi llamara tímidamente a su puerta.
– Miss Fleur, el señor Gerald desearía hablar con usted. Él… ¿cómo lo ha dicho? Le pide que se presente sin la menor tardanza a su habitación. -Era evidente que el sirviente maorí quería introducir una observación más, y al final se decidió-: Lo mejor es que se dé prisa. Los hombres mucho whisky, poca paciencia.
Tras lo sucedido con Reginald Beasley, Fleur recelaba de las invitaciones repentinas de Gerald a su habitación. De forma instintiva decidió no hacer gala de sus atractivos y se puso de nuevo el traje de montar en lugar del vestido de seda verde oscuro que Kiri le había preparado. Habría preferido consultar a su madre, pero no sabía dónde se había metido. Tantas visitas y el trabajo adicional de la granja requerían a Gwyneira mucha dedicación. En la actualidad no había, sin embargo, mucho que hacer: era enero. Había concluido la esquila y los corderos habían nacido, las ovejas ya vagaban en su mayoría libres por los pastizales de la montaña. Pero el verano de ese año era inusualmente húmedo y había que hacer constantes reparaciones; además, la recolección del heno se convertiría en un juego de azar. Fleur decidió no esperar a Gwyn y, sobre todo, no malgastar el tiempo buscándola. Fuera lo que fuese lo que Gerald quisiera, ella misma debía arreglarlo con él. Y no había que temer ningún acto de violencia. A fin de cuentas, Witi se había referido a «los hombres». Sideblossom estaría también presente y haría de moderador.
John Sideblossom se llevó una desagradable sorpresa cuando Fleur entró en la sala de caballeros con el traje de montar todavía y el cabello alborotado. Podría haberse arreglado un poco mejor, si bien su aspecto era, sin duda, encantador. No, no le resultaría difícil comportarse con cierto romanticismo.
– Miss Fleur -dijo-, ¿me permite que tome la palabra? -Sideblossom se inclinó educadamente ante la muchacha-. A fin de cuentas soy yo el más interesado y no soy de ese tipo de hombres que envían antes a otro para presentar una petición de matrimonio. -Miró los ojos asustados de Fleur y creyó que el centelleo nervioso que en ellos descubrió era una forma de estímulo-. Hace sólo tres días que la vi por primera vez, Miss Fleur, y desde el primer momento me sentí cautivado por usted, por sus maravillosos ojos y su dulce sonrisa.
»La amabilidad que ha tenido para conmigo en los últimos días ha alimentado mi esperanza de que tampoco usted rechazaba mi compañía. Y por eso (soy un hombre de decisiones osadas, Miss Fleur, y creo que sabrá apreciarlo en mí), por eso me he decidido a pedirle a su abuelo su consentimiento para que nos unamos en matrimonio. Él ha aceptado con satisfacción nuestro enlace. Así pues, me permito aquí, con el beneplácito de su tutor, pedir formalmente su mano.
Sideblossom sonrió y se hincó sobre una rodilla delante de Fleur. Gerald reprimió la risa cuando se dio cuenta de que Fleur no sabía hacia dónde mirar.
– Yo…, señor Sideblossom, es muy amable por su parte, pero yo amo a otra persona -respondió al final-. Mi abuelo ya debería habérselo dicho, en realidad, y…
– Miss Fleur -la interrumpió Sideblossom con resolución-, sea quien sea aquel a quien usted cree amar, no tardará en olvidarlo entre mis brazos.
Fleurette sacudió la cabeza.
– Nunca lo olvidaré, sir. Le he prometido que me casaré con él…
– ¡Fleur, deja de decir tonterías! -estalló Gerald-. ¡John es el hombre que te conviene! Ni demasiado joven, ni demasiado viejo, apropiado por su nivel social y también rico. ¿Qué más quieres?
– ¡Tengo que amar a mi marido! -replicó llena de desesperación Fleurette-. Y yo…
– El amor nace con el tiempo -explicó Sideblossom-. ¡Venga, muchacha! ¡Has pasado los tres últimos días conmigo! ¡No debo resultarte tan desagradable!
En sus ojos brillaba la impaciencia.
– Usted… usted no me resulta desagradable, pero… pero no por eso voy a… casarme con usted. Lo encuentro amable, pero… pero…
– ¡Déjate de remilgos, Fleurette! -intervino Sideblossom, interrumpiendo el balbuceo de la joven. Los reparos de Fleur no le importaban en absoluto-. Di que sí, y luego ya hablaremos de los detalles. Creo que podremos celebrar la boda este otoño, justo después de que hayamos solventado del todo ese penoso asunto de James McKenzie. Tal vez puedas marcharte ya conmigo a Lionel Station…, naturalmente, acompañada de tu madre, todo debe desarrollarse de la forma correcta…
Fleurette tomó una profunda bocanada de aire, atrapada entre el enfado y el pánico. ¿Por qué, maldita sea, nadie la escuchaba? Decidió decir claramente y sin ambages lo que opinaba. Esos hombres tenían que ser capaces de aceptar hechos sencillos.
– Señor Sideblossom, abuelo… -Fleurette alzó la voz-. Ya lo he dicho varias veces y siento tener que repetirme. ¡No me casaré con usted! Le agradezco su proposición y aprecio el afecto que me tiene, pero yo ya estoy comprometida. Y ahora me retiraré a mi habitación. Disculpa que no asista a la cena, abuelo, pero estoy indispuesta.
Fleur se obligó a no salir corriendo de la habitación sino a darse la vuelta despacio y comedidamente. Salió de allí con la cabeza alta y orgullosa y no cerró la puerta tras de sí. Pero luego se precipitó, como alma que lleva el diablo, a través del salón y escaleras arriba. Lo mejor sería que se enclaustrara en su habitación hasta que Sideblossom se hubiera marchado. No le había gustado en absoluto el brillo de sus ojos. Seguro que ese hombre no estaba acostumbrado a que lo rechazaran. Y algo le decía que podía ser peligroso si algo no salía como él pensaba.
El día siguiente, Kiward Station estaba atestada de hombres y caballos. Los barones de la lana de las llanuras de Canterbury eran generosos: el número de los participantes en la «expedición de castigo» había crecido en refuerzos. Entre ellos, pocos fueron los hombres reclutados por los amigos de Gerald que resultaron del agrado de Gwyneira. Apenas había pastores maoríes y había relativamente pocos trabajadores de las granjas. En vez de eso, los criadores parecían haber buscado gente en los bares o en las cabañas de los nuevos colonos, y muchos de ellos tenían aspecto de aventureros cuando no de gentuza aun más ruin. También por ello se felicitó de que Fleurette se mantuviera alejada de los establos ese día. Sobre todo porque Gerald se mostraba desprendido y permitió que saquearan las reservas de alcohol. Los hombres bebían y festejaban en los cobertizos de esquileo, mientras que los pastores de ganado de Kiward Station, en general viejos amigos de McKenzie, se retiraban avergonzados.
– Por Dios, Miss Gwyn. -Andy McAran llegó al quid de la cuestión cuando expuso sus pensamientos-. Vamos a perseguir a James como si fuera un lobo sarnoso. ¡Hablan en serio de matarlo! No se merece que esta chusma se le tire al cuello. ¡Y todo por un par de ovejas!
– La chusma no conoce las tierras altas -respondió Gwyneira, y con ello no sabía si quería tranquilizar al viejo pastor o a sí misma-. ¡Andarán tropezando unos con otros y McKenzie se tronchará de risa de ellos! Espera y verás, todo quedará en nada. ¡Si al menos ya se hubieran ido! A mí tampoco me gusta tener a esa gente en la granja. Ya he echado a Kiri y Moana y a Marama también. Y espero que los maoríes vigilen sus campamentos. ¿Le estáis echando un ojo a nuestros caballos y los arreos? No quiero que desaparezca nada.
En cuanto a este tema, a Gwyn le esperaba, sin embargo, otra sorpresa muy desagradable. Una parte de los hombres había acudido a pie y Gerald, en un principio con mucha resaca, borracho de nuevo al mediodía y sumamente exasperado por el nuevo rechazo de Fleur, prometió cederles los caballos de Kiward Station. Sin embargo, no se lo comunicó enseguida a Gwyn para que no tuviera tiempo de mandar a recoger los caballos de tiro de las cercas de verano. En lugar de ello, por la tarde Warden puso a disposición de los hombres, a voz en cuello, sus preciados caballos. Fleurette observaba impotente desde su ventana cómo uno tras otro intentaban quedarse con Niniane.
– Madre, ¡no puede simplemente dársela! ¡Es nuestra! -se lamentó.
Gwyneira puso un gesto de impotencia.
– ¡Sólo se la está prestando, no tienen que quedársela! Aunque yo tampoco estoy de acuerdo. La mayoría de esos tipos ni siquiera sabe montar bien. Pero eso es también una ventaja. Ya verás cómo los caballos se los sacan de encima. Cuando regresen, deberemos repetir toda la doma.
– Pero Niniane…
– No puedo hacer nada, hija. También quieren llevarse a Morgaine. Puede que mañana tenga oportunidad de hablar otra vez con Gerald, pero hoy está totalmente enloquecido. Y ese Sideblossom se comporta como si fuera su socio como mínimo: distribuye las habitaciones de la gente y va dando órdenes de un lado para otro, y a mí me trata como si no existiera. Me alegraré de que se vaya. Además, hoy por la noche no vendrás al banquete. Estás dispensada. Estás enferma. ¡No quiero que Sideblossom vuelva a verte otra vez!
Naturalmente, Gwyneira había planeado para sus adentros poner a buen resguardo los caballos durante la noche. De ninguna manera iba a enviar sus valiosas yeguas de cría a la montaña con la patrulla. En vez de eso había convenido con Andy McAran, Poker Livingston y otros hombres de confianza que se llevarían las yeguas. Que disfrutaran en algún pastizal, ya tendrían tiempo suficiente después para volver a reunirlas. Los hombres las sustituirían por caballos de tiro que colocarían en los boxes. Tal vez eso levantara algunas protestas por la mañana, pero Sideblossom no postergaría su empresa sólo porque de repente habían aparecido otros caballos que no eran los prometidos.
Aun así no le confesó nada a Fleurette. Tenía demasiado miedo de que la muchacha quisiera participar de la acción.
– ¡A más tardar, Niniane estará pasado mañana de nuevo aquí! -consoló a Fleur-. Tirará al fanfarrón de su jinete y volverá a casa. Tales tonterías son inadmisibles. Pero ahora debo cambiarme de ropa: cena con los cabecillas de la expedición de guerra. ¡Qué despliegue por un solo hombre!
Gwyn se marchó y Fleurette se quedó enfurruñada y meditabunda. No podía resignarse a su impotencia. Dar a Niniane era pura maldad por parte de Gerald. Entonces Fleur urdió un plan: pondría el caballo a salvo mientras los hombres se emborrachaban en el salón. Eso la obligaría a deslizarse a toda prisa fuera de su habitación, pues para llegar a los establos no había otro remedio que pasar por el salón, que ahora, no obstante, estaría completamente vacío. Los invitados al banquete se estaban cambiando y fuera reinaba un caos total. Tampoco llamaría la atención si se cubría el cabello con un pañuelo y se apresuraba. Desde la puerta de la cocina hasta el granero sólo había unos pasos. Si alguien la veía, la tomaría por una empleada de la cocina.
Tal vez el plan de Fleur habría resultado si Paul no hubiera estado vigilando a su hermana. El chico volvía a estar de mal humor. Su ídolo, John Sideblossom, no le prestaba atención y Gerald había rechazado con brusquedad su petición de que le permitiera reunirse con la expedición de castigo. Así que no tenía nada bueno que hacer, ganduleaba por las caballerizas y, claro está, se sintió sumamente interesado cuando vio que Fleurette se escondía en el granero. Paul podía deducir lo que ella tenía planeado, pero ya se cuidaría él de que Gerald la pillara con las manos en la masa.
Gwyneira tuvo que hacer acopio de toda su paciencia e indulgencia para aguantar el banquete nocturno. Salvo ella, sólo había hombres presentes y todos sin excepción estaban bebidos a la hora de empezar a cenar. Ya habían vaciado antes un par de vasos y durante la cena se sirvió vino, y pronto empezaron todos a balbucear. Todos se reían por la más mínima sandez, intercambiaban obscenidades y se comportaban, incluso frente a Gwyneira, con unas maneras que andaban muy lejos de ser consideradas.
Aunque se sintió incómoda de verdad cuando John Sideblos-som se dirigió directamente a ella tras el primer plato.
– Tenemos que hablar de un par de cosas, Miss Gwyn -dijo sin rodeos, como era su estilo, y de nuevo pareció ser el único sobrio en medio de esa horda de borrachines. Pese a su apariencia, Gwyneira había aprendido en lo que iba de tiempo a reconocer los signos de la embriaguez. Sus miembros colgaban un poco más y su mirada no era fría y distante, sino suspicaz y centelleante. Sideblossom refrenaba sus sentimientos, pero bullían bajo la superficie en calma.
– Creo que sabe que ayer pedí la mano de su hija. Fleurette me ha rechazado.
Gwyneira se encogió de hombres.
– Está en su derecho. En las regiones civilizadas se consulta a las jóvenes antes de casarlas. Y si usted no le ha gustado a Fleur, no hay nada que podamos hacer.
– Usted podría mediar en mi favor… -contestó Sideblossom.
– Me temo que no serviría para nada -respondió Gwyn, y sintió cómo también en su interior los sentimientos pugnaban por salir a la superficie-. Y yo tampoco lo haría sin más. No lo conozco muy bien, señor Sideblossom, pero por lo que he visto, usted no es de mi agrado.
Sideblossom soltó una carcajada sardónica.
– ¡Mira por dónde! ¡Así que no le gusto a la señora! ¿Y qué tiene que decir de mí, Lady Warden? -preguntó con frialdad.
Gwyneira suspiró. En realidad no quería embarcarse en una discusión…, pero bueno, ¡si ése era su deseo!
– Esta guerra contra un único hombre -empezó- no me parece conveniente. Y ejerce usted una mala influencia sobre los otros ganaderos. Sin sus insinuaciones un Lord Barrington jamás se hubiera rebajado a reunirse con tal tropa de pendencieros como la que aguarda ahí fuera. Su comportamiento hacia mí es ofensivo y no hablemos de Fleurette. Un gentleman, señor Sideblossom, en su situación se esforzaría por convencer a una joven. Por el contrario, usted la desairó iniciando ese asunto con el caballo. Pues ésa era su intención, ¿verdad? ¡Gerald está demasiado borracho para intrigar!
Gwyneira habló deprisa y con rabia. Todo eso le destrozaba los nervios. Y encima estaba Paul, que se había reunido con ellos y seguía con atención su arrebato.
Sideblossom rio.
– ¡Touché, querida! Una pequeña reprimenda. No me gusta que me desobedezcan. Pero espere. Todavía conseguiré a su niña. Cuando hayamos vuelto, proseguiré con la petición. ¡En contra, incluso, de su voluntad, lady!
Lo único que ansiaba Gwyneira era poner punto final a la conversación.
– Entonces le deseo mucho éxito -respondió secamente-. Y tú, Paul, ven por favor conmigo arriba ahora mismo. ¡Odio que te escondas tras de mí y pongas el oído!
El chico se sobresaltó. Pero lo que había oído ahí, bien valía una bronca. Tal vez Gerald no fuera el interlocutor adecuado para tratar el asunto de Fleurette. Haría mucho más daño si le comunicaba a ese hombre el «robo del caballo».
Mientras Gwyneira se retiraba a su habitación, Paul volvió sobre sus pasos y buscó a John Sideblossom. El granjero parecía aburrirse cada vez más en compañía de los otros. No era extraño; excepto él, los otros estaban completamente borrachos.
– ¿Usted… usted quiere casarse con mi hermana? -le dijo Paul.
– Tengo la intención, sí. ¿Hay alguien más que se interponga a ello? -preguntó ligeramente divertido.
Paul sacudió la cabeza.
– Por mí, puede usted quedársela. Pero debe saber algo. Fleurette parece muy afectuosa; pero en realidad ya tenía un novio: Ruben O’Keefe.
Sideblossom asintió.
– Lo sé -respondió sin el menor interés.
– ¡Pero ella no se lo ha contado todo! -contestó presumiendo de sus conocimientos el chico-. ¡Lo que no le ha dicho es que ya se lo ha montado con él! ¡Yo lo vi!
El interés de Sideblossom se reavivó.
– ¿Qué estás diciendo? ¿Tú hermana ya no es virgen?
Paul se encogió de hombros. El concepto «virgen» no significaba nada para él.
– Pregúnteselo a ella -respondió-. Está en el granero.
John Sideblossom encontró a Fleurette en el box de la yegua Niniane, donde la muchacha se estaba preguntando en ese momento qué era lo mejor que podía hacer. ¿Dejar simplemente a Niniane en libertad? Corría entonces el riesgo de que no se marchara de la cuadra, sino que se quedara junto a los demás caballos. Tal vez fuera mejor alejarla de ahí y guardarla en uno de los cercados distantes. A Fleurette le pareció demasiado osado. Al final tendría que regresar a pie y pasar por todos los edificios anejos que estaban a rebosar de borrachos de la patrulla.
Mientras reflexionaba, acariciaba al caballo debajo del flequillo y hablaba con él. Los demás animales se inquietaron y Gracie husmeó en la paja. Pese a ello, Fleurette no se dio cuenta de que alguien abría la puerta sigilosamente. Cuando Gracie se percató y ladró, era demasiado tarde. John Sideblossom estaba en el corredor del establo y sonreía, irónico, a Fleurette.
– Vaya, vaya, si es mi pequeña. Así que por las noches rondamos los establos. Me sorprende un poco, encontrarla sola por aquí.
Fleur se asustó y se escondió tras el caballo de forma instintiva.
– Son nuestros establos -respondió con valentía-. Puedo venir aquí cuando quiera. Y no estoy rondando por aquí, he venido a ver a mi caballo.
– Conque vienes a ver a tu caballo. Qué conmovedor… -Sideblossom se acercó. Para Fleurette, el modo cauteloso de aproximarse semejaba al de un ladrón de ganado y en los ojos del hombre volvía a resplandecer el peligroso brillo que había visto antes-. ¿No tendrás que ir a ver a nadie más después?
– No sé a qué se refiere -contestó Fleurette, esperando que su voz no temblara.
– Lo sabes perfectamente. No finjas conmigo ser un corderito inocente que se ha prometido con un joven novato y que de hecho se lo monta con él en el pajar. No te esfuerces, Fleurette, lo sé de fuentes fidedignas, incluso si hoy no os he pillado in fraganti. Pero tienes suerte, tesoro. También acepto artículos usados. No me interesan tanto las solteronas tímidas. Cuesta demasiado hincarles el diente. Así que no te preocupes, irás de blanco al altar. Pero podré disfrutar antes de una prueba, ¿verdad?
Con un rápido movimiento sacó a Fleurette de detrás del ca-ballo. Niniane se espantó y huyó a un rincón del box. Gracie empezó a ladrar.
– ¡Suélteme! -La joven empezó a dar patadas a su atacante, pero Sideblossom se limitaba a reír. Sus fuertes brazos la apretaban contra la pared del establo y sus labios recorrían el rostro de la muchacha.
– ¡Está usted borracho, suélteme! -Fleur intentó morderlo, pero pese a todo el whisky, los reflejos del hombre seguían reaccionando con velocidad. Éste hizo un movimiento brusco hacia atrás y golpeó a la joven en la cara. Fleur cayó de espaldas fuera del box sobre una bala de paja. Sideblossom ya estaba encima de ella antes de que pudiera levantarse y huir.
– Enséñame ahora lo que tienes que ofrecerme… -Sideblossom le desgarró la blusa y admiró sus todavía pequeñas redondeces.
– Hermoso… ¡justo para llenar la mano! -Riendo, la agarró. Fleurette intentó propinarle otra patada, pero él puso la pierna sobre su rodilla, manteniéndola sujeta.
– Y ahora deja de encabritarte como un caballo al que se monta por primera vez. Me han dicho que ya tienes experiencia. Así que déjame. -Buscó el cierre de la falda, pero no lo encontró fácilmente dado el refinado corte de la prenda de montar. Fleurette intentó gritar y le mordió la mano cuando él se lo impidió.
– ¡Me gusta que una mujer tenga temperamento! -balbuceó él sonriendo.
Fleur rompió a llorar. Los ladridos de Gracie, histéricos y estridentes, no cesaban. Y entonces una voz cortante se alzó por encima del tumulto en el establo.
– ¡Deje a mi hija antes de que pierda el control! -Junto a la puerta estaba Gwyneira con una escopeta en la mano y apuntando a John Sideblossom. Fleur reconoció a sus espaldas a Andy McAran y Poker Livingston.
– Despacio, yo… -Sideblossom se separó de Fleurette y movió apaciguador las manos.
– Ahora mismo hablaremos. Fleur, ¿te ha hecho algo? -Gwyn le tendió el arma a Andy y abrazó a su hija.
Fleurette sacudió la cabeza.
– No. Él… él acababa de agarrarme. ¡Oh, mamá, ha sido horrible!
Gwyneira asintió.
– Lo sé, hija. Pero ahora ya ha pasado. Ve corriendo a casa. Por lo que he visto, la fiesta en el salón ha terminado. Pero podría ser que tu abuelo todavía estuviera en la sala de caballeros con el núcleo duro, así que sé prudente. Vendré enseguida.
Fleurette no esperó a que se lo dijeran dos veces. Tiritando se cubrió el pecho con los jirones de la blusa y huyó. Los hombres la dejaron pasar respetuosamente cuando salió al granero y de allí corrió a la puerta de la cocina. Ansiaba la seguridad de su habitación: y su madre confiaba en que cruzaría el salón volando…
– ¿Dónde está Sideblossom? -Para Gerald Warden todavía no había llegado el momento de concluir la velada. Claro que estaba muy borracho, al igual que los demás criadores que todavía brindaban en la sala de caballeros. Pero eso no impidió que todavía propusiera jugar a cartas. Reginald Beasley ya había aceptado, tan borracho como pocas veces lo había estado, y tampoco Barrington había declinado la invitación. Sólo faltaba el cuarto hombre. Y John Sideblossom había sido el compañero favorito de Gerald cuando se trataba de jugar en parejas al blackjack.
– Ya hace rato que se ha marchado. Posiblemente a la cama -informó Barrington-. Eshtos novatosh no… no shoportan nada…
– Johnny Sideblossom todavía no se ha escaqueado jamás de una ronda -afirmó Gerald, saliendo en defensa de su amigo-. Hasta ahora, él siempre ha aguantado mientras los demás ya estaban debajo de las mesas. Debe de estar por alguna parte… -Gerald estaba lo suficiente borracho como para buscar a Sideblossom debajo de la mesa. Beasley echó un vistazo en el salón, pero ahí sólo estaba Paul (a primera vista inmerso en un libro, pe-ro en realidad a la espera). En algún momento iban a volver Fleur y Sideblossom. Y ahí se presentaba otra oportunidad de poner a su hermana en un compromiso.
– ¿Está buscando al señor Sideblossom? -preguntó amablemente y, en voz lo bastante clara para que todos pudieran oírlo desde el salón, añadió-: Está con mi hermana en el establo.
Gerald Warden se precipitó fuera de la sala de caballeros llevado por una furia tan intensa como sólo el whisky podía de-sencadenar.
– ¡Esa putilla! Al principio hace como sin nunca hubiera roto un plato y luego desaparece con Johnny en el pajar. Sabiendo a la perfección que eso aumenta la dote. Ahora sólo se la llevará si obtiene también la mitad de la granja.
Beasley lo siguió apenas menos escandalizado. Había rechazado su petición. ¿Y ahora se revolcaba con Sideblossom en la paja?
Al principio, los hombres parecían indecisos acerca de si debían ir por la puerta principal o por la de la cocina para atrapar a la pareja en el granero, así que por unos segundos reinó el silencio, que rompió el sonido de la puerta de la cocina: Fleurette se deslizó al salón y se quedó asustada frente a su abuelo y su compañero de borracheras.
– ¡Tú, mujerzuela indecente! -Gerald le propinó la segunda bofetada de la noche-. ¿Dónde has dejado a tu amante, eh? ¿Dónde está Johnny? Diablo de hombre está hecho, ¡llevarte al huerto delante de mis narices! ¡Pero éstos no son modales, Fleurette, no lo son! -Le dio un empujón en el pecho, pero ella no cayó. Sin embargo, no consiguió sujetar los jirones de su camisa. Sollozó cuando la fina tela cayó dejando sus pechos a la vista de todos los hombres.
La visión pareció devolver a Gerald la sobriedad. Si hubiera estado solo, seguramente habría despertado en él otro sentimiento que el del pudor, pero antes que nada se avivó su sensato interés comercial. Después de esta historia, nunca podría desprenderse de Fleurette dejándola en manos de un hombre decente. Sideblossom tenía que quedarse con ella y eso significaba que la dignidad de la joven debía mantenerse más o menos salvaguardada.
– ¡Ahora, tápate y ve a tu habitación! -ordenó, mientras retiraba la mirada de ella-. Mañana comunicaremos tu compromiso, incluso si debo llevar a ese tipo frente al altar apuntándolo con una pistola. ¡Y a ti también! ¡Y ahora basta de tonterías!
Fleurette estaba demasiado asustada y agotada para responder nada. Se recogió la blusa y huyó escaleras arriba.
Gwyneira se reunió con ella una hora más tarde, sollozaba y temblaba bajo las sábanas. La misma Gwyn temblaba, pero de rabia. Primero contra sí misma, porque antes había llamado a capítulo a Sideblossom y luego había puesto a salvo los caballos en vez de acompañar a Fleurette. Por otra parte, eso no habría servido para mucho. Las dos mujeres simplemente habrían tenido que escuchar juntas la perorata de Gerald, pero una hora más tarde. Pues los hombres, claro está, todavía no se habían retirado. John Sideblossom se había reunido con ellos después de que Gwyn le soltara el sermón en el establo y les había explicado sabe Dios qué. En cualquier caso, Gerald ya estaba esperando a Gwyneira para arrojar sobre ella más o menos los mismos reproches y amenazas que antes había lanzado contra Fleur. Era obvio que mostraba tan poco interés como sus «testigos» por que le describieran los hechos desde otro punto de vista. Al día siguiente, insistió el anciano, Fleur y John se prometerían en matrimonio.
– Y… y lo peor es, que tiene razón… -balbuceó Fleur-. A mí… a mí no me creerá nadie más ahora. Lo contarán por… por toda la región. Si ahora digo que no delante del… del sacerdote, todos se reirán de mí.
– ¡Pues que se rían! -respondió con firmeza Gwyn-. ¡No te casarás con ese Sideblossom, ni por encima de mi cadáver!
– Pero… pero el abuelo es mi tutor. Me forzará a hacerlo -replicó Fleur llorando.
Gwyneira tomó una resolución. Fleur debía marcharse de ahí. Y sólo se marcharía si le revelaba la verdad.
– Escucha, Fleur, Gerald Warden no puede obligarte a nada. En rigor, ni siquiera es tu tutor…
– Pero…
– Hace las veces de tutor porque se considera tu abuelo. Pero no es así. Lucas Warden no era tu padre.
Ya lo había dicho. Gwyneira se mordió los labios.
El llanto de Fleurette se interrumpió de pronto.
– Pero…
Gwyn se sentó a su lado y la cogió entre sus brazos.
– Escucha, Fleur: Lucas, mi esposo, era una buena persona. Pero él… él no podía concebir hijos. Lo intentamos, pero no salió bien. Y tu abu…, y Gerald Warden nos hacía la vida imposible porque no tenía heredero para Kiward Station. Y entonces yo… yo…
– ¿Engañaste a mi pad…, a tu marido, quiero decir? -La voz de Fleurette reflejaba su desconcierto.
Gwyn sacudió la cabeza.
– No sé si me entiendes, pero no lo engañé con el corazón. Sólo para tener un hijo. Luego siempre le fui fiel.
Fleurette frunció el ceño. Gwyn veía lo que estaba pasando realmente por la cabeza de la joven.
– ¿Y de dónde viene Paul? -preguntó al final.
Gwyn cerró los ojos… Y ahora eso todavía…
– Paul es un Warden -dijo-. Pero no hablemos de Paul, Fleurette, creo que tendrías que marcharte de aquí…
Fleur no parecía estar escuchándola.
– ¿Quién es mi padre? -preguntó en voz baja.
Gwyneira reflexionó por unos segundos. Pero decidió contar la verdad.
– El que antes fuera nuestro capataz: James McKenzie.
Fleurette la miró con ojos desorbitados.
– ¿«Ese» McKenzie?
Gwyneira asintió.
– Precisamente él. Lo siento, Fleur…
En un principio, Fleurette pareció enmudecer. Pero luego sonrió.
– Qué emocionante. Romántico de verdad. ¿Te acuerdas de cuando Ruben y yo jugábamos a Robin Hood? Y ahora resulta que soy, por así decirlo, ¡la hija de un pequeño propietario!
Gwyneira puso los ojos en blanco.
– Fleurette, ¡madura! La vida en las tierras altas no es romántica, es dura y peligrosa. Ya sabes lo que quiere hacer Sideblossom con James cuando lo encuentre.
– ¿Lo amabas? -preguntó Fleurette con los ojos resplandecientes-. Me refiero a tu James. ¿Lo amabas de verdad? ¿Te pusiste triste cuando se marchó? ¿Y por qué se fue? ¿Por mi culpa? No, no puede ser por eso. Me acuerdo de él. Un hombre alto con el cabello castaño, ¿verdad? Me montaba en su caballo y siempre reía…
Gwyneira asintió con dolor. Pero no debía fomentar las fantasías de Fleurette.
– No lo amé. Sólo era un acuerdo, una especie de… negocio entre nosotros. Cuando naciste, ya había concluido. Y no tuvo nada que ver conmigo el hecho de que se marchara.
En rigor no era del todo mentira. La partida había tenido que ver con Gerald y Paul. Gwyneira seguía sintiendo dolor. Pero Fleurette no debía saber nada de eso. ¡No debía saberlo!
– Y ahora dejemos este tema, Fleur, si no se nos habrá pasado la noche. Debes salir de aquí antes de que mañana se festeje un gran compromiso matrimonial y lo empeore todo aún más. Empaqueta un par de cosas. Te traigo dinero del despacho. Puedes quedarte con todo lo que tengo, pero no es mucho porque la mayoría de los ingresos se hacen directamente en el banco. Andy todavía estará despierto e irá a buscar a Niniane. Y luego ¡vuela!, así ya estarás lejos cuando mañana los hombres hayan dormido la mona.
– ¿Tienes algo en contra de que me reúna con Ruben? -preguntó Fleurette sin aliento.
Gwyneira suspiró.
– Preferiría estar segura de que lo encontrarás. Pero es la única posibilidad, al menos mientras los Greenwood permanezcan en Inglaterra. Maldita sea, ¡debería haberte enviado allí con ellos! Pero ahora es demasiado tarde. ¡Busca a Ruben, cásate con él y sé feliz!
Fleur la abrazó.
– ¿Y tú? -preguntó en voz baja.
– Yo me quedo aquí -contestó Gwyn-. Alguien tiene que ocuparse de la granja y, como tú ya sabes, a mí me gusta. Gerald y Paul…, bueno, a ellos tengo que aceptarlos como son.
Una hora más tarde, Fleurette galopaba hacia las montañas a lomos de la yegua Niniane. Había acordado con su madre que cabalgaría directa hacia Queenstown. Gerald podría pensar que saldría en busca de Ruben y enviar a sus hombres tras ella.
– Escóndete un par de días en la montaña, Fleur -le aconsejó Gwyn-. Y luego avanzas por las estribaciones de los Alpes hacia Otago. Tal vez encuentres a Ruben por el camino. Por lo que sé, Queenstown no es el único lugar donde han descubierto oro.
Fleurette era más bien escéptica.
– Pero Sideblossom se dirige a la montaña -respondió temerosa-. Si me busca…
Gwyn sacudió la cabeza.
– Fleur, el camino a Queenstown está trillado, pero las tierras altas son extensas. No te encontrará, sería como buscar una aguja en un pajar. Y ahora, vuela.
Al final, Fleur lo había comprendido, pero sentía un miedo de muerte cuando se encaminó hacia Haldon y luego a los lagos, donde en algún lugar se encontraba la granja de Sideblossom.
Y donde también acampaba su padre… La idea le produjo una extraña alegría. No estaría sola en las tierras altas. También James McKenzie era un perseguido.
Las tierras situadas por encima de los lagos Tekapo, Pukaki y Ohau eran maravillosas. Fleurette no se hartaba de contemplar las aguas cristalinas de los lagos y arroyos, las caprichosas formaciones rocosas y el aterciopelado verdor de los prados. Justo detrás se alzaban los Alpes. Sideblossom tenía razón: no podía excluirse la posibilidad de que ahí todavía quedaran valles y lagos aguardando a quien los descubriese.
Loca de alegría, Fleurette dirigió su yegua montaña arriba. Tenía tiempo. ¡Tal vez encontrara oro! De todos modos, no tenía ni idea de la mejor manera de buscarlo. Una observación más precisa de los arroyos fríos como el hielo donde bebió y en los que apenas si se remojó tiritando, no le había revelado la existencia de ninguna pepita de oro. Pero como contrapartida, había pescado y, tres días después, se había atrevido a encender un fuego para asar sus presas. Al principio había tenido demasiado miedo para hacerlo y había estado constantemente a la espera de que aparecieran los hombres de Sideblossom. En el ínterin se había aproximado a la opinión de su madre: esa región era demasiado grande para peinarla. Sus perseguidores no sabrían por dónde empezar y, además, también había llovido. Incluso si quienes iban en su busca empleaban sabuesos (y al menos en Kiward Station no había ningún animal apropiado), las huellas ya hacía tiempo que habrían desaparecido y estarían frías.
Mientras tanto, Fleur se desenvolvía segura de sí misma por las tierras altas. Había jugado con frecuencia con niños maoríes de su edad y visitado a amigos en sus poblados. Por eso sabía perfectamente dónde encontrar raíces comestibles, cómo amasar la harina de takakau y cocerla, pescar y encender hogueras. No dejó rastros de su presencia. Cubrió con meticulosidad los fuegos apagados con tierra y enterró los desperdicios. No cabía duda de que nadie la seguía. En un par de días giraría al este, hacia el lago Wakatipu, donde se hallaba Queenstown.
¡Si al menos no tuviera que vivir esa aventura completamente sola! Tras casi dos semanas de cabalgada, Fleur se sentía sola. Era bonito acurrucarse por las noches junto a Gracie, pero ansiaba mucho más disfrutar de compañía humana.
Al parecer no era la única que añoraba a representantes de su misma especie. También Niniane relinchaba a veces perdida en esa amplitud de espacio, pese a que seguía obedientemente las instrucciones de Fleurette.
Al final fue Gracie la que encontró compañía. La perrita se había adelantado mientras Niniane se aventuraba por un paso accidentado. También Fleurette tenía que concentrarse en el camino, así que cuál no fue su sorpresa cuando detrás de una roca, donde la tierra pedregosa de nuevo desembocaba en una planicie cubierta de hierba, vio jugar a dos perros tricolores. Fleurette creyó al principio que se trataba de una alucinación. Pero si hubiera visto a Gracie por duplicado, ¡ambos animales deberían moverse a la par! Sin embargo, los dos saltaban uno al lado del otro, se perseguían y disfrutaban a ojos vistas de estar juntos. ¡Y se parecían como dos gotas de agua!
Fleurette se aproximó para llamar a Gracie. Distinguió entonces las diferencias entre los dos perros. Uno era algo más grande que Gracie y con el hocico más largo. Pero no había duda de que se trataba de un Border collie de pura raza. ¿A quién debía de pertenecer? Fleur estaba segura de que los Border collies no vagabundeaban ni cazaban por allí. Sin su amo no se desplazarían hasta tan lejos por la montaña. Además, ese animal daba la impresión de estar cuidado.
– ¡Friday! -Era una voz masculina-. Friday, ¿dónde te has metido? ¡Ya es hora de que las reúnas!
Fleur se dio la vuelta, pero no pudo ver al hombre que gritaba. Friday, la perra, se volvió hacia el oeste, donde la llanura se extendía hasta el infinito. Pero entonces debería distinguirse también a su amo. A Fleur le pareció extraño. Friday, por su parte, no parecía dispuesta a separarse de Gracie de buen grado. Pero de repente ésta se puso a olfatear, volvió los ojos brillantes hacia Fleurette y su caballo, e inmediatamente los dos perros se pusieron en movimiento como tirados por unos hilos invisibles.
Fleur los siguió a lo que parecía ser la nada, pero de golpe cayó en la cuenta de que era presa de una ilusión óptica. En ese lugar el prado no se extendía hasta el horizonte, sino que descendía en terrazas. Friday y Gracie corrieron hacia abajo. Luego, también Fleur reconoció lo que de forma tan mágica atraía a los perros. En la terraza inferior, ahora perfectamente visibles, pastaban unas cincuenta ovejas guardadas por un hombre que tiraba de un mulo por las riendas. Cuando vio a Friday llevando a remolque a Gracie, pareció tan desconcertado como antes Fleur, y luego dirigió la vista con desconfianza hacia el lugar de donde procedían las perras. Fleurette dejó que Niniane saltara terraza abajo.
Sentía más curiosidad que temor. A fin de cuentas, el desconocido pastor no tenía aspecto de ser peligroso y mientras ella se mantuviera a lomos de su caballo, él no lograría hacerle ningún daño. El mulo, con su pesada carga, no podría perseguirla.
Entretanto, Gracie y Friday se habían puesto a reunir las ovejas. Trabajaban con tanta destreza y autonomía, formando un equipo, que parecían haberlo hecho toda la vida.
El hombre se quedó de piedra cuando vio que Fleur y su yegua se acercaban saltando.
Fleur contempló un rostro anguloso y curtido por el tiempo con una abundante barba castaña, como el cabello, en el que ya asomaban algunas hebras grises. El hombre era fuerte, pero delgado, vestía una ropa desgastada, como las alforjas del mulo, pero limpia y cuidada. Sin embargo, los ojos del pastor miraban a Fleurette como si hubieran visto un fantasma.
– No puede ser -dijo en voz baja, cuando la muchacha detuvo el caballo delante de él-. No es posible…, y el perro tampoco. Pronto… pronto tendrá veinte años. ¡Dios mío… -El hombre pareció intentar calmarse. Como buscando apoyo, se agarró a su silla de montar.
Fleur se encogió de hombros.
– No sé quién dice que no soy. Pero usted sí tiene un bonito perro.
El hombre intentaba recobrar la calma. Respiraba hondo y todavía miraba a Fleur con incredulidad.
– No me queda más remedio que devolverle el elogio -respondió un poco más sosegado-. ¿Está… está adiestrado? Me refiero si como perro pastor.
Fleur tuvo la impresión de que el hombre no se interesaba realmente por Gracie, sino que quería ganar tiempo mientras su mente seguía trabajando de manera febril. Pero Fleur asintió y buscó una tarea adecuada con la que probar a los perros. Luego sonrió y dio una orden a Gracie. La perrita salió volando.
– ¿Ve el carnero ese grande de la derecha? Lo conducirá entre esas dos rocas. -Fleurette se acercó a las rocas. Gracie ya había separado el carnero y esperaba más instrucciones. Friday permanecía al acecho, dispuesta en todo momento para saltar junto a la otra perra.
Pero ésta no necesitaba ayuda. El carnero trotó relajadamente entre las piedras.
El hombre asintió y también él sonrió. Parecía mucho más tranquilo. Era evidente que había llegado a una conclusión.
– La oveja madre de ahí -dijo señalando a un animal preñado y silbó a Friday. Acto seguido la perrita salió volando para rodear el rebaño, separar la oveja indicada y llevarla a las rocas. Pero la oveja madre era menos dócil que el carnero de Gracie. Friday requirió tres intentos hasta conducirla felizmente entre las rocas.
Fleurette sonrió complacida.
– ¡He ganado! -exclamó.
Los ojos del hombre centellaron y Fleur creyó reconocer en ellos ternura.
– Tiene usted unas bonitas ovejas -prosiguió atropelladamente-. Sé de qué estoy hablando. Yo soy…, vengo de una granja donde se crían ovejas.
El hombre volvió a asentir.
– Usted es Fleurette Warden, de Kiward Station -dijo él-. Por Dios, en un principio pensaba estar viendo fantasmas…, Gwyneira, Cleo, Igraine… Es usted realmente la imagen misma de su madre. Cabalga con la misma elegancia. Pero ya se preveía. Todavía recuerdo cuánto refunfuñaba de pequeña hasta que la dejaba montar -sonrió-. Pero usted no se acordará de mí. Permita que me presente…, James McKenzie.
Fleurette se lo quedó mirando a su vez, hasta que bajó la vista turbada. ¿Qué esperaba el hombre de ella? ¿Debía ella actuar como si no conociera su fama de ladrón de ganado? ¿Silenciar el hecho, todavía inconcebible, de que ese hombre era su padre?
– Yo…, escuche, no tiene que creer que yo…, que yo he venido hasta aquí porque quiera apresarlo o algo así… -añadió al final-. Yo…
McKenzie soltó una carcajada, se repuso luego y respondió a la adulta Fleur tan en serio como antaño respondía a la niña de cuatro años.
– Nunca lo hubiera esperado de usted, Miss Fleur. Siempre tuvo una debilidad por los bandidos. ¿Acaso no permaneció durante un tiempo en la banda de un tal Ruben Hood? -Ella descubrió el brillo travieso de sus ojos y lo reconoció de repente. De niña lo había llamado señor James y para ella siempre había sido un amigo especial.
Fleurette abandonó su reserva.
– ¡Todavía! -respondió siguiendo la broma-. Ruben Hood y yo nos hemos prometido… Ésta es la razón de que esté aquí.
– Ajá -respondió McKenzie-. El bosque de Sherwood es demasiado pequeño para el creciente número de vuestros partidarios. Entonces, puedo serle de ayuda, Lady Fleur…, aunque ahora deberíamos llevar las ovejas a un lugar seguro. Este sitio se está poniendo muy peligroso para mí. ¿Desea acompañarme, Miss Fleur, para contarme más acerca de usted y su madre?
Fleurette asintió solícita.
– Con gusto. Pero… lo mejor sería que se pusiera usted en marcha hacia un lugar donde esté realmente a salvo. Y devolver simplemente las ovejas. El señor Sideblossom está en camino con un grupo de búsqueda…, medio ejército, dice mi madre. Mi abuelo también está con ellos. Quieren atraparlo a usted y a mí…
Fleurette echó una mirada alerta alrededor de ella. Hasta el momento se había sentido segura, pero si las sospechas de Sideblossom eran ciertas, se encontraba ahora en el terreno de Lionel Station, la zona de Sideblossom. Y posiblemente tenía el punto de referencia para saber dónde se hallaba McKenzie.
McKenzie volvió a reírse.
– ¿A usted, Miss Fleur? ¿Qué habrá hecho usted para que le envíen un grupo de búsqueda?
Fleur suspiró.
– Ah, es una larga historia.
McKenzie asintió.
– Bien, entonces dejémoslo mejor para cuando estemos a bueno recaudo. Sígame, y su perra puede ir con Friday. Nos marcharemos a toda prisa. -Dio un silbido a Friday, que de inmediato pareció entender lo que se esperaba de ella. Condujo las ovejas por la terraza hacia un lado, hacia el oeste, en dirección a los Alpes.
McKenzie se subió al mulo.
– No tiene que preocuparse, Miss Fleur. En las tierras por las que ahora cabalgaremos está fuera de cualquier peligro.
Fleurette se unió a él.
– Llámeme simplemente Fleur -le pidió-. Aunque sea… muy extraño, pero todavía resulta más raro que mi…, bueno, que alguien como usted me llame Miss.
McKenzie le lanzó una mirada inquisitiva.
Ambos cabalgaron durante un rato, uno al lado del otro, en silencio, mientras los perros conducían las ovejas por un terre-no al principio poco atractivo y accidentado. Allí crecía poca hierba y el camino iba pendiente arriba. Fleur se preguntaba si McKenzie la estaría llevando realmente a la montaña, pero le costaba imaginárselo.
– Cómo es que usted…, me refiero a cómo ha llegado usted… -explotó al final curiosa, mientras Niniane se adentraba hábilmente por el camino pedregoso. Éste cada vez era más difícil y se extendía ahora por el angosto cauce de un arroyo flanqueado por paredes rocosas-. Usted era capataz de Kiward Station y…
McKenzie esbozó una sonrisa irónica.
– ¿Te refieres a por qué un trabajador respetado y con un sueldo aceptable se convierte en ladrón de ganado? Ésta también es una larga historia…
– Pero el camino también es largo.
McKenzie posó en ella de nuevo una mirada casi tierna.
– Pues bien, Fleur. Cuando me marché de Kiward Station lo que en realidad había planeado era comprar mi propia tierra y empezar con la cría de ovejas. Había ahorrado un poco y los dos años anteriores habían sido exitosos. Pero ahora…
– ¿Pero ahora? -preguntó Fleur.
– Es casi imposible adquirir pastizales a precios aceptables. Los grandes criadores de ovejas (Warden, Beasley, Sideblossom) lo roban todo. La tierra maorí es, desde hace un par de años, propiedad de la Corona. Sin la autorización del gobernador, los maoríes no pueden comprarla. Y esa autorización sólo la obtienen unas escogidas personas interesadas. Por añadidura, las fronteras están poco definidas. A Sideblossom, por ejemplo, le pertenece el pastizal entre el lago y las montañas. Hasta ahora reclama el terreno que llega hasta las terrazas en las que nos hemos encontrado. Pero si se descubre más, sostendrá asimismo, naturalmente, que ese terreno también es suyo. Y nadie protestará a no ser que los maoríes se animen y reclamen sus derechos de propiedad. Pero casi nunca lo hacen. Su actitud frente a la tierra difiere por completo de la nuestra.
»Precisamente aquí, al pie de los Alpes, pocas veces se instalan por largo tiempo. A lo sumo, vienen un par de semanas en verano para pescar y cazar. Al menos los criadores de ovejas no se lo impiden, si son listos. Los menos listos se enfadan. Éstos son los incidentes que califican en Inglaterra de «guerras de los maoríes».
Fleurette asintió. Miss Helen había hablado de levantamientos, pero habían acaecido sobre todo en la isla Norte.
– En cualquier caso, en aquel tiempo no encontré tierras. El dinero hubiera alcanzado, como mucho, para una granja diminuta y yo no habría podido comprarme ganado. Así que me marché a Otago en busca de oro. Sin embargo, yo prefería un proyecto distinto. Sé un poco de qué estoy hablando, Fleur, pues conocí la fiebre del oro en Australia. Así que pensé en dar un rodeo y echar un vistazo…, así lo hice, y entonces encontré esto.
McKenzie abarcó el paisaje con un gesto amplio y enfático de los brazos y Fleurette abrió los ojos como platos. Durante los últimos minutos de cabalgada, el cauce del río se había ensanchado: la vista se extendía por una altiplanicie. Había hierba en abundancia y pastizales que se dilataban por las suaves pendientes. Las ovejas enseguida se esparcieron por el terreno.
– Permítame: ¡McKenzie Station! -anunció James sonriendo-. Ocupada hasta el momento por mí y una tribu maorí que pasa por aquí una vez al año, y que tanto pueden conceder a Sideblossom como a mí. Recientemente él está cercando grandes pastizales y con ello ha cortado a los maoríes el paso a uno de sus santuarios. De todos modos tienen buenas relaciones conmigo. Acampamos juntos, intercambiamos regalos…, no me delatarán.
– ¿Y dónde vende usted las ovejas? -preguntó curiosa Fleur.
James rio.
– ¡Realmente quieres saberlo todo! Pues bueno, tengo un comerciante en Dunedin. No investiga a fondo si le llegan animales de calidad. Y sólo vendo los que he criado yo mismo. Cuando los animales de cría ya están quemados, no los doy, se quedan aquí, primero me desprendo de los corderos. Ven, aquí cerca está mi campamento. Es bastante básico, pero no quiero construir una cabaña. Por si acaso un pastor se extravía. -McKenzie condujo a Fleurette a una tienda y un fogón-. Puedes atar allí al caballo, he tendido una cuerda entre los árboles. Hay mucha hierba y se llevará bien con el mulo. Una yegua preciosa. ¿Emparentada con la de Gwyn?
Fleurette asintió.
– Su hija. Y Gracie es la hija de Cleo. Naturalmente, son iguales.
McKenzie rio.
– Un auténtico encuentro familiar. Friday también es hija de Cleo. Gwyn me lo dio como regalo de despedida.
De nuevo asomó una expresión de ternura en sus ojos al hablar de Gwyneira.
Fleur meditó. ¿Había sido el asunto de su concepción una simple relación comercial? El rostro de James expresaba otra cosa. Y Gwyneira le había regalado un cachorro de despedida, de ahí que tuviera los rasgos típicos de la prole de Cleo. Para Fleur había que examinar el asunto más a fondo…
– Mi madre debía de tenerle bastante estima… -dijo con cautela.
James se encogió de hombros.
– Tal vez no la suficiente… Pero cuenta, Fleur, ¿cómo le va? ¿Y al viejo Warden? He oído decir que el joven murió. ¿Pero tienes un hermano?
– ¡Desearía no tener ninguno! -soltó irritada, y en el mismo momento se sintió contenta del hecho de que Paul fuera sólo su hermanastro.
McKenzie sonrió.
– Vaya, esa larga historia. ¿Quieres un té, Fleur, o prefieres whisky? -Prendió el fuego, puso agua a calentar y sacó una botella de las alforjas-. Bien, yo me permitiré tomar uno ahora. ¡Por el susto que me ha dado el fantasma! -Vertió whisky en un vaso y brindó a la salud de la muchacha.
Fleurette reconsideró su decisión.
– Un traguito -dijo entonces-. Mi madre dice que a veces sirve de medicina…
James McKenzie era un buen oyente. Estaba sentado relajadamente junto al fuego mientras Fleur le contaba la historia de Ruben y Paul, de Beasley y Sideblossom y de que no quería que ninguno de estos últimos se convirtieran en su esposo.
– Entonces, ahora vas camino de Queenstown -concluyó él al final-. Para ir a buscar a tu Ruben… Dios mío, si tu madre hubiera tenido entonces tantas agallas… -Se mordió los labios y luego siguió hablando más tranquilo-. Si quieres, podemos recorrer un trecho del camino juntos. Se diría que el asunto de Sideblossom no carece de peligro. Creo que llevaré las ovejas a Dunedin y desapareceré por un par de meses. Ya veremos, ¡tal vez pruebe suerte en los yacimientos de oro!
– Estaría bien -murmuró Fleur.
McKenzie parecía saber de qué hablaba cuando se trataba de yacimientos de oro. Si lo convencía para que colaborase con Ruben, la aventura tal vez llegara incluso a buen puerto.
McKenzie le estrechó la mano.
– Entonces, ¡por una buena colaboración! Pero ya sabes, claro está, en qué te estás embarcando. Si nos pillan, te verás involucrada, pues soy un ladrón de ganado. En derecho, deberías entregarme a la policía.
Fleurette sacudió la cabeza.
– No debo entregarle -le rectificó ella-. No como miembro de la familia. Diré simplemente que usted… es mi padre.
El rostro de James McKenzie se iluminó.
– ¡Entonces, Gwyneira te lo ha dicho! -respondió con una sonrisa resplandeciente-. ¿Y te ha explicado lo que sucedió entre nosotros, Fleur? Te ha dicho tal vez que…, te ha dicho al final que ella me amó?
Fleur se mordió el labio inferior. No podía repetirle lo que Gwyn había dicho. Pero también ella estaba convencida de que no había sido la verdad. En los ojos de su madre había resplandecido el mismo brillo que veía ahora en el rostro de James.
– Ella… ella se preocupa por ti -respondió al final. Y no faltaba a la verdad-. Estoy segura de que le gustaría volver a verte.
Fleurette pasó la noche en la tienda de James. Él se quedó durmiendo junto al fuego. Al día siguiente quería ponerse temprano en marcha, pero se tomaron algo de tiempo para pescar en un arroyo y cocer pan ácimo para el camino.
– No quiero descansar al menos hasta que hayamos dejado a nuestras espaldas los lagos -explicó McKenzie-. Cabalgaremos durante la noche y pasaremos las zonas habitadas durante las horas más oscuras. Fleur, será cansado, pero hasta ahora no era peligroso. Las grandes granjas están apartadas. Y en las pequeñas, la gente mantiene los ojos cerrados y las orejas tapadas. A veces encuentran una cría como recompensa entre sus ovejas, cuyos orígenes no se remontan a las grandes granjas ovejeras, sino que ha nacido aquí. La calidad de los pequeños rebaños en torno a los lagos no deja de mejorar.
Fleur rio.
– ¿Sólo se puede salir de esta zona por el cauce del río, en realidad? -preguntó.
McKenzie sacudió la cabeza.
– No, también puedes ir a caballo por el pie de la montaña hacia el sur. Es el recorrido más fácil, hay una suave pendiente cuesta abajo y en algún momento basta con seguir el curso de un riachuelo hacia el oeste. De todos modos es el camino más largo. Conduce más bien a Fiordland que a las llanuras de Canterbury. Un camino de huida, pero no apto para recorrer todos los días. Así que, ensilla tu caballo. Vayámonos antes de que Sideblossom descubra nuestro rastro.
McKenzie no parecía preocupado en absoluto. Condujo las ovejas, una cantidad considerable, por el mismo camino que había tomado el día antes. Los animales no reaccionaron de buen grado al hecho de que los alejaran de sus pastizales habituales. Sobre todo las ovejas de cría «propias» de McKenzie emitieron unos balidos de protesta cuando las perras las reunieron.
En Kiward Station, Sideblossom no había perdido nada de tiempo buscando los caballos que habían sido sustituidos. A él le daba igual que a los hombres se les proporcionara caballos de tiro o de cría: lo principal era que avanzaran. Esto último todavía le pareció más importante cuando los hombres descubrieron que Fleurette había huido.
– ¡Los atraparé a los dos! -vociferó iracundo Sideblossom-. A ese tipo y a la chica. ¡Que lo cuelguen el día de la boda! Y ahora, en marcha, Warden, nos vamos… ¡No, no después del desayuno! Quiero ir tras ese bichejo mientras la pista todavía esté caliente.
Naturalmente, sus esperanzas se frustraron. Fleur no había dejado rastro tras de sí. Los hombres sólo podían esperar estar realmente tras su pista si la joven se había dirigido hacia los lagos y la granja de Sideblossom. Warden sospechaba, no obstante, que Fleur había escapado a las tierras altas. Aunque envió un par de hombres a lomos de caballos rápidos directos hacia Queens-town, no contaba seriamente con salir airoso de la empresa. Niniane no era un caballo de carreras. Si Fleur quería alejarse de sus perseguidores, sólo lo haría por las montañas.
– ¿Y por dónde quiere usted ahora buscar a ese McKenzie? -preguntó Reginald desalentado, cuando al final el grupo llegó a Lionel Station. La granja estaba situada en un lugar idílico a la orilla del lago, detrás se elevaban las interminables montañas de los Alpes. McKenzie podía estar en cualquier rincón de aquella zona.
Sideblossom rio con ironía.
– Tenemos un pequeño explorador -confesó a los hombres-. Creo que ya debe de estar listo para guiarnos. Antes de que me marchara todavía era algo…, cómo diría…, poco cooperativo…
– ¿Un explorador? -preguntó Barrington-. ¡Hable usted claro, hombre de Dios!
Sideblossom saltó de su caballo.
– Poco antes de partir hacia las llanuras de Canterbury, envié a un chico maorí a recoger un par de caballos a las tierras altas. Pero no los encontró. Dijo que se habían escapado. Cuando lo… presionamos un poco nos contó algo de un paso o del cauce de un río o algo así, en cualquier caso, detrás de eso parece que todavía hay tierra sin explorar. Mañana nos lo enseñará. ¡O lo tengo a pan y agua hasta que el cielo caiga sobre nuestras cabezas!
– ¿Ha encerrado al chico? -preguntó sorprendido Bar-rington-. ¿Qué dice la tribu de ello? No incomode a sus maoríes…
– Ah, ya hace una eternidad que el muchacho trabaja para mí. Es probable que no pertenezca a las tribus de la región, y si es así no me importa. Sea como fuere, mañana nos conducirá al paso.
El chico resultó ser un niño y estar desnutrido y muerto de miedo. En efecto, durante la ausencia de Sideblossom había permanecido todos los días encerrado en un cobertizo oscuro y sólo era un ovillo tembloroso. Barrington suplicó a Sideblossom que dejara de inmediato en libertad al niño, pero éste se limitó a reír.
– Si ahora lo dejó ir, desaparecerá. Que se largue mañana, cuando nos haya enseñado el camino. Nosotros nos pondremos en marcha pronto, cuando despunte el primer rayo de sol. ¡Así que conténganse con el whisky, si no lo aguantan bien!
Era de imaginar que comentarios como ése no fueran bien recibidos por los granjeros de las llanuras, aunque algunos representantes moderados de los barones de la lana, como Barrington y Beasley, ya hacía tiempo que no se sentían entusiasmados por el carismático guía. A diferencia de las anteriores expediciones tras los pasos de McKenzie, ésta no parecía una relajada cacería, sino una operación militar.
Sideblossom había peinado las estribaciones de los Alpes, por encima de las llanuras de Canterbury, de forma sistemática, para lo que había dividido a su gente en grupos más reducidos y realizado un minucioso control. Hasta el momento, los hombres habían pensado que se trataba en primer lugar de buscar a McKenzie. Pero ahora, cuando era evidente que Sideblossom tenía puntos de referencia concretos acerca de dónde se escondía el ladrón de ganado, cayeron en la cuenta de que en realidad había estado todo el tiempo tras Fleurette Warden, lo que una parte de los hombres encontró exagerado. La mitad era simplemente de la opinión de que Fleur volvería a aparecer motu proprio. Y si ella no quería casarse con Sideblossom, pues bien, había que dejar que ella decidiera.
No obstante, obedecieron de mala gana las indicaciones del granjero y se despidieron de la idea de encontrar ahí, antes de detener a McKenzie, una buena cena y un whisky de primera calidad.
– La fiesta -Sideblossom lo dejó bien claro- se celebrará tras la cacería.
Por la mañana el granjero ya estaba esperando a los hombres en los establos con el niño maorí, sucio y lloroso, a su lado. Sideblossom dejó que el chico los precediera no sin antes amenazarlo con unos castigos horribles en el caso de que se escapara.
Eso parecía poco probable ya que, a fin de cuentas, todos iban a caballo y el niño a pie.
Aun así, el muchacho demostró ser un buen corredor de fondo y brincaba con pies ligeros por las tierras pedregosas de las estribaciones de los Alpes, donde los purasangres de Barrington y Beasley, en especial, tenían dificultades.
En algún momento pareció dudar del camino, pero un par de imprecaciones de Sideblossom lograron someterlo. El pequeño maorí guio a la patrulla por un arroyo hasta el lecho seco de un río que parecía haber sido cortado a cuchillo entre las paredes de piedra…
McKenzie y Fleur tal vez habrían escapado si los perros, que los precedían, no hubieran conducido las ovejas precisamente en ese momento por un recodo del río, donde además el lecho se ensanchaba. Por añadidura, las ovejas balaban de forma cada vez más desgarradora: una ventaja más para los perseguidores que, a la vista del rebaño en el cauce del río, se abrieron en forma de abanico para cortar el avance.
La mirada de McKenzie cayó directamente sobre Sideblossom, cuyo caballo iba a la cabeza del destacamento. El ladrón de caballos detuvo el mulo. Se quedó inmóvil.
– ¡Ya los tenemos! ¡Son dos! -gritó de repente alguien de la patrulla. El grito arrancó a McKenzie de su inmovilismo. Tendría una ventaja si se daba la vuelta: los hombres deberían pasar entre un rebaño de trescientas cabezas de ovejas que se apelotonaban en el cauce. Pero llevaban caballos veloces y él sólo un mulo, que además cargaba con todas sus pertenencias. No había esperanzas. Pero sí para Fleurette…
– Fleur, ¡da la vuelta! -le gritó James-. Ve por donde te he dicho. Intentaré pararlos.
– Pero tú…, nosotros…
– ¡Ve, Fleurette! -McKenzie se llevó la mano corriendo a la riñonera, ante lo cual un par de hombres abrieron fuego. Por suerte lo hicieron con poca decisión y sin apuntar bien. El ladrón sacó una pequeña bolsa y se la arrojó a la muchacha.
– ¡Toma! ¡Y ahora, ve, maldita sea, vete!
Mientras, Sideblossom se había abierto camino entre las ovejas a lomos de su semental y ya casi estaba a la altura de McKenzie. En pocos segundos distinguiría a Fleurette, que hasta el momento se ocultaba tras un par de rocas. La muchacha venció el intenso deseo de permanecer junto a McKenzie: él tenía razón, no le quedaba otro remedio.
Todavía algo insegura, pero dando instrucciones claras a Niniane, se volvió mientras McKenzie se dirigía despacio hacia Sideblossom.
– ¿De quién son estas ovejas? -preguntó lleno de odio el criador.
McKenzie lo miró impasible.
– ¿Qué ovejas?
Fleur todavía vio con el rabillo del ojo que Sideblossom desmontaba del mulo a James y empezaba a golpearlo, fuera de sí. Luego siguió su camino. Niniane regresaba a galope tendido a «las tierras altas de McKenzie». Gracie la seguía, pero no así Friday. Fleur se reprochó no haber llamado a las perras, pero ya era demasiado tarde. Respiró aliviada cuando dejó tras de sí las peligrosas y rocosas tierras del lecho fluvial y los cascos de Niniane de nuevo pisaron la hierba. Cabalgó hacia el sur tan deprisa como le permitía su montura.
Nadie volvería a alcanzarla.
Queenstown, Otago, yacía en una bahía natural a orillas del lago Waikatipu, rodeada de montañas imponentes y escarpadas. La naturaleza del entorno era espléndida, el lago enorme y de un azul acerado, los bosques de helechos y los prados, extensos y de un verde brillante, las montañas majestuosas y salvajes y, seguramente, todavía totalmente vírgenes. Sólo la ciudad en sí era diminuta. Incluso Haldon se veía como una gran ciudad en comparación con ese puñado de edificios de un solo piso que, como era evidente, se construían a toda prisa ahí. El único inmueble que destacaba era una construcción de madera de dos pisos con el rótulo «Hotel de Daphne».
Fleurette se esforzó por no desanimarse cuando pasó a caballo por la polvorienta calle Mayor. Había esperado una colonia más grande; a fin de cuentas, se tenía a Queenstown en esos momentos por el centro de la fiebre del oro en Otago. Por otra parte, no podía lavarse oro en la calle principal. Era probable que los mineros vivieran en sus concesiones, en algún lugar del bosque que rodeaba la ciudad. Y si el lugar era abarcable, también tenía que resultar fácil encontrar a Ruben. Fleur se aven-turó a detenerse en el hotel y ató a Niniane delante de él. De hecho, había esperado que el establecimiento dispusiera de sus propias cuadras, pero al penetrar en el local, advirtió que ofrecía un aspecto totalmente distinto al del hotel de Christchurch en el que a veces se había alojado con la familia. En lugar de una recepción, había una taberna. Saltaba a la vista que el negocio del hotel estaba vinculado al del bar.
– ¡Todavía está cerrado! -resonó la voz de una muchacha detrás de la barra cuando Fleur se internó más en el lugar. Distinguió a una joven rubia que trajinaba diligente. Cuando vio a Fleur, se quedó impresionada.
– ¿Es usted… una chica nueva? -preguntó pasmada-. Pensé que vendría con la diligencia. No antes de la semana próxima… -La muchacha tenía unos ojos azules y dulces y una piel clara y suave.
Fleurette le sonrió.
– Necesito una habitación -anunció un poco vacilante a causa del extraño recibimiento-. ¿Esto es un hotel, no?
La muchacha miró a Fleur desconcertada.
– Quiere… ¿ahora? ¿Sola?
Fleurette se ruborizó. Naturalmente era inusual que una chica de su edad viajara sola.
– Acabo de llegar. Vengo en busca de mi prometido.
La joven pareció aliviada.
– Entonces no tardará en llegar el… prometido. -Pronunció la palabra «prometido» como si Fleur no la hubiera dicho en serio.
Fleur se preguntaba si su aparición era de hecho tan rara. ¿O estaba esa chica un poco mal de la cabeza?
– No, mi prometido no sabe que he venido. Y yo tampoco sé con exactitud dónde está él. Por eso necesito una habitación. Me gustaría saber al menos dónde voy a dormir esta noche. Y puedo pagar la habitación, llevo dinero.
Eso era cierto. Fleurette no sólo tenía el poco dinero de su madre, sino también la bolsa que McKenzie le había lanzado en el último momento y que contenía una pequeña fortuna en dólares de oro, al parecer todo cuanto su padre había «ganado» en los últimos años con el robo de ovejas. Fleur sólo ignoraba si debía guardárselo a él o si era para ella. Pero ya se ocuparía más tarde de este asunto. Abonar la factura del hotel, en cualquier caso, no le supondría ningún problema.
– ¿Entonces quiere quedarse toda la noche? -preguntó la muchacha, que a todas luces no estaba en sus cabales-. ¡Voy a buscar a Daphne! -Claramente aliviada por esta idea, la muchacha rubia desapareció en la cocina.
Un par de minutos más tarde apareció una mujer algo mayor. Su rostro ya mostraba las primeras arrugas y huellas dejadas por las noches demasiado largas y el exceso de whisky. Sin embargo, sus ojos eran de un verde brillante y despiertos, y sus cabellos rojos y abundantes estaban recogidos con coquetería.
– ¡Vaya, una pelirroja! -exclamó sonriendo cuando vio a Fleur-. ¡Y con ojos dorados, una extraña joyita! Bien, si lo que quieres es empezar a trabajar conmigo, te contrataría de inmediato. Pero Laurie me ha dicho que sólo te interesaba una habitación…
Fleurette volvió a contar su historia.
– No sé qué encuentra su empleada tan raro en esto -concluyó un poco irritada.
La mujer rio.
– No hay nada de raro en ello, lo que sucede es que Laurie no está acostumbrada a tener clientes de hotel. Mira, pequeña, no sé de dónde has salido, pero apuesto a que debe de ser de Christchurch o Dunedin, donde la gente rica se aloja en hoteles finos para dormir por la noche. Aquí se trata más bien de «no dormir», si entiendes lo que te digo. La gente alquila la habitación por una o dos horas, y nosotras ponemos la compañía.
Fleurette se puso roja como un tomate. ¡Había ido a parar en medio de unas prostitutas! Eso era un…, no, no quería ni pensar en la palabra.
Daphne se la quedó mirando sonriente y la detuvo cuando intentó salir corriendo del local.
– ¡Pero espera, pequeña! ¿Adónde quieres ir? ¡Aquí nadie abusará de ti.
Fleur permaneció en el interior. Puede que fuera realmente absurdo escapar de ahí. Daphne no le infundía miedo, y la otra muchacha en absoluto.
– ¿Dónde puedo entonces dormir? Hay aquí una… una…
– ¿Pensión respetable? -preguntó Daphne-. Lamentablemente, no. Los hombres que pasan por aquí duermen en el establo, con sus caballos. O se marchan enseguida a uno de los campamentos. Allí los nuevos siempre encuentran un lugar donde dormir.
Fleur asintió.
– Bien. Entonces…, es lo que haré ahora. Tal vez encuentre allí a mi prometido. -Y cogió su bolsa de viaje con resolución, dispuesta a volver a marcharse.
Daphne sacudió la cabeza.
– ¡De esto ni hablar, chica! Una niña como tú, sola entre cien, doscientos tipos, hambrientos a más no poder, que como mucho ganan lo suficiente para permitirse venir aquí dos veces al año para disfrutar de una muchacha, ésos no son unos gentlemen, señorita. Y tu «prometido»… ¿Cómo has dicho que se llama?…, tal vez lo conozca.
Fleurette volvió a ruborizarse, esta vez de indignación.
– Ruben nunca…, nunca…
Daphne rio.
– Entonces será un extraño ejemplar de su género. Hazme caso, niña, todos acaban viniendo por aquí. A no ser que sean maricas. Pero en tu caso no lo tendremos en consideración.
Fleur no sabía el significado de esa palabra, pero de todos modos estaba segura de que Ruben nunca había entrado en ese establecimiento. Pese a ello, le dijo a Daphne el nombre. La mujer reflexionó un largo rato y al final sacudió la cabeza.
– Nunca lo he oído. Y tengo buena memoria para los nombres. Parece que tu amor todavía no se ha hecho rico por aquí.
Fleur asintió.
– Si se hubiera hecho rico habría ido a buscarme -dijo con convicción-. Pero ahora debo marcharme, pronto oscurecerá. ¿Dónde ha dicho que se encuentran los campamentos?
Daphne suspiró.
– No puedo enviarte ahí, muchacha, con la mejor de las intenciones. Y menos aún siendo de noche. Seguro que no saldrías de ahí intacta. Así que no me queda otro remedio que alquilarte una habitación. Toda la noche.
– Pero yo…, yo no quiero… -Fleur no sabía cómo salir del atolladero. Por otra parte parecía no haber ninguna alternativa más.
– Pequeña, las habitaciones tienen puertas y las puertas tienen llave. Puedes quedarte en la habitación número uno. Suele ser de las mellizas, pero pocas veces reciben clientes. Ven, te la enseñaré. El perro… -contempló a Gracie, que yacía delante de Fleur y le dirigía su suplicante y familiar mirada de collie-. Puedes llevarlo contigo. No debes tener miedo -prosiguió al ver que Fleurette vacilaba. Luego se encaminó escaleras arriba.
Fleurette la siguió nerviosa, pero el segundo piso del Hotel de Daphne se parecía, para su alivio, más al White Hart de Christchurch que a un semillero de vicios. Otra muchacha rubia, que se parecía sorprendentemente a la de abajo, sacaba brillo al pasillo. Saludó asombrada cuando Daphne pasó a su lado con la huésped.
Daphne se detuvo y le sonrió.
– Ésta es Miss… ¿Cómo te llamas? -preguntó-. Urge que consiga formularios de ingreso como Dios manda si quiero alquilar las habitaciones en lo sucesivo por más horas. -Guiñó un ojo.
Fleurette reflexionó a toda prisa. Seguro que no era conveniente dar su auténtico nombre.
– Fleurette -respondió al final-. Fleur McKenzie.
– ¿Pariente o familiar de un cierto James? -inquirió Daphne-. Él también tiene un perro así.
Fleur se ruborizó una vez más.
– Ah…, no que yo sepa… -balbuceó.
– Por cierto, que lo han atrapado, al pobre. Y ese Sideblossom de Lionel Station quiere colgarlo -explicó Daphne, pero luego recordó la idea que tenía en la cabeza-. Ya lo has oído, Mary: Fleur McKenzie. Una vez alquiló nuestra habitación.
– ¿Para… para toda la noche? -se informó también Mary.
Daphne suspiró.
– Para toda la noche, Mary, nos estamos volviendo honradas. Bien, ésta es la habitación número uno. ¡Entra, pequeña!
Abrió la puerta de la habitación y Fleurette entró en un pequeño cuarto amueblado de forma admirablemente acogedora. Los muebles eran sencillos y de maderas autóctonas toscamente labradas y la cama era ancha y de sábanas impolutas. El establecimiento relucía por su limpieza y orden. Fleur decidió no darle más vueltas.
– ¡Es bonita! -exclamó, y lo pensaba de verdad-. Muchas gracias, señorita Daphne. ¿O señora?
Daphne sacudió la cabeza.
– Señorita, miss. En mi oficio, pocas veces nos casamos. Aunque por todas las experiencias que he tenido con hombres (y son muchas, hija mía), te juro no me he perdido nada digno de mención. Así que te dejo ahora sola para que te refresques. Mary o Laurie te traerán enseguida agua para que te laves. -Quiso cerrar la puerta, pero Fleurette la detuvo.
– Sí…, no…, debo ocuparme primero de mi caballo. ¿Dónde dijo que había un establo de alquiler? ¿Y dónde puedo preguntar por mi… por mi prometido?
– El establo de alquiler está a la vuelta de la esquina -respondió Daphne-. Ahí puedes informarte, pero no creo que el viejo Ron sepa nada. De todos modos, no es que sea un portento, estoy segura de que nunca se fija en sus clientes, como mucho en sus caballos. Quizá sepa algo Ethan, el empleado de correos. Se encarga tanto de la tienda como de la oficina de telégrafos. No te perderás, está enfrente en diagonal. Pero date prisa, Ethan cierra pronto. Siempre es el primero en entrar en el pub.
Fleurette volvió a dar las gracias y siguió a Daphne escaleras abajo. Tenía también interés en acabar pronto. Más le valía atrincherarse en la habitación cuando se pusiera en marcha el bar.
La tienda, en efecto, era fácil de encontrar. Ethan, un hombre de mediana edad, seco y calvo, estaba justamente arreglando los escaparates para cerrar.
– De hecho, conozco a todos los buscadores de oro -respondió a la pregunta que le había formulado Fleurette-. Yo recibo sus cartas. Y en general ahí no se lee nada más que «John Smith. Queenstown». Las recogen aquí, por lo que a veces hay dos muchachos que pelean diciendo ser John Smith…
– Mi amigo se llama Ruben. Ruben O’Keefe -explicó diligente Fleur, aunque su razón le advertía que no llegaría muy lejos en ese lugar. Si era cierto lo que Ethan decía, sus cartas habrían acabado ahí. Y era evidente que nadie las había recogido.
El empleado reflexionó.
– No, miss, lo siento. Conozco el nombre…, todo el tiempo llegan cartas para él. Las tengo todas aquí. Pero al joven…
– ¿Quizás haya dado otro nombre? -se le ocurrió a Fleurette tratando de aliviarse-. ¿Y Davenport? ¿Qué hay de Ruben Davenport?
– Tengo tres Davenport -respondió reposado Ethan-. Pero ningún Ruben.
Amargamente desilusionada, Fleur ya iba a salir cuando decidió hacer otro intento más.
– Tal vez se acuerde de él por su aspecto. Un hombre alto y delgado…, bueno, más bien un muchacho, tiene dieciocho años. Y tiene los ojos grises, un poco como el cielo antes de que llueva. Y el cabello castaño oscuro, revuelto, con un matiz rojizo… Nunca consigue llevarlo bien peinado. -La muchacha sonreía soñadora mientras lo describía, pero la expresión del empleado de correos enseguida la hizo volver a la realidad.
– No lo conozco. ¿Y tú, Ron? ¿Te suena? -Ethan se volvió a un hombre bajo y gordo que acababa de entrar y que esperaba apoyado en el mostrador de la tienda.
El gordo se encogió de hombros.
– ¿Cómo es el mulo que lleva?
Fleurette recordó que Daphne había llamado Ron al propietario del establo de alquiler y volvió a alimentar esperanzas.
– ¡Tiene un caballo, señor! Una yegua pequeña, muy maciza, parecida a la mía… -Señaló por la puerta abierta a Niniane, que seguía esperando frente al hotel-. Pero más pequeña y de pelaje rojizo. Se llama Minette.
Dan asintió pensativo.
– Elegante caballo -dijo, con lo cual no dejó adivinar si se refería a Niniane o a Minette. Fleurette apenas si podía controlar su impaciencia.
– Suena como si fuera el pequeño Rube Kays. Ese que tiene con Stue Peters la parcela esa rara, arriba junto al río Shotover. A Stue sí lo conoces. Es aquel…
– Ese que siempre se queja de que no le sirven mis herramientas. ¡Ah, sí, de ése me acuerdo! Y del otro también, pero no cuenta mucho. Es verdad, tiene un caballo así. -Se volvió hacia Fleur-. Pero ahí ya no puede ir hoy, lady. Son seguro dos horas por la montaña.
– ¿Y se alegrará de verte…? -inquirió Ron-. No quiero decir nada, pero cuando un tipo pone tanto empeño en cambiar su nombre y largarse al último rincón de Otago para escaparse de ti…
Fleurette se encendió, pero estaba demasiado feliz de su hallazgo para enfadarse.
– Seguro que se alegra de verme -aseveró-. Pero hoy ya es realmente demasiado tarde. ¿Puedo alojar mi caballo en su establo, señor… señor Ron?
Fleur pasó una noche inesperadamente tranquila en su habitación del Hotel de Daphne. Pese a que resonaba la música de piano procedente de abajo y en el bar también había baile (además de que hasta la media noche más o menos se sucedieron en el hotel entradas y salidas constantes). Nadie molestó a Fleur, y en algún momento ella concilió apaciblemente el sueño. A la mañana siguiente se despertó pronto y no se extrañó demasiado del hecho de que, salvo ella, nadie más se hubiera levantado. Para su sorpresa, abajo la esperaba una de las muchachas rubias.
– Tengo que prepararle el desayuno, Miss Fleur -anunció servicialmente-. Daphne dice que la espera una larga cabalgada, Shotover arriba, para ir en busca de su prometido. ¡Laurie y yo lo encontramos muy romántico!
Entonces, ésta era Mary. Fleur dio las gracias por el café, el pan y el huevo y no se sintió molesta cuando Mary se sentó confiada con ella después de haber servido también a Gracie un platito con restos de carne.
– Qué perro más mono, miss. Una vez conocí uno igual. Pero hace mucho tiempo de eso… -El rostro de Mary casi adoptó una expresión soñadora. La joven no respondía en absoluto a la idea que Fleur tenía de una prostituta-. Antes, nosotras también pensábamos que encontraríamos a un muchacho amable -siguió hablando Mary, mientras acariciaba a Gracie-. Pero lo absurdo es que un hombre no puede casarse con dos chicas. Y nosotras no queremos separarnos. Tendríamos que encontrar unos mellizos.
Fleurette rio.
– Pensaba que en su profesión no se casaban -apuntó, repitiendo el comentario que había hecho Daphne el día anterior.
Mary le dirigió una mirada grave con sus redondos ojos azules.
– Ésta no es nuestra profesión, miss. Somos chicas como Dios manda y todo el mundo lo sabe. De acuerdo, bailamos un poco, pero no hacemos nada indecente. Es decir, nada «realmente» indecente. Nada con hombres.
Fleurette se extrañó. ¿Podía permitirse un establecimiento como el de Daphne dos cocineras?
– También limpiamos las casas del señor Ethan y del peluquero, el señor Fox, para ganar algo más. Pero siempre trabajamos de forma respetable; ya se encarga Daphne de ello. Si alguien nos pone un dedo encima, arma un alboroto. ¡Un escándalo de padre y muy señor mío! -Los ojos de niña de Mary se iluminaron. Parecía de hecho un poco retrasada. ¿Sería por eso que Daphne se cuidaba de ellas? Pero ahora tenía que irse.
Mary se negó a cobrarle la habitación.
– Ya lo arreglará usted con Daphne, miss, cuando vuelva a pasar por aquí. Tengo que decirle que puede usted volver otra vez esta noche. En caso de que suceda algo con su… con su amigo.
Fleurette asintió agradecida y sonrió para sus adentros. Era evidente que ya se había convertido en la comidilla de Queenstown. Y la comunidad no parecía ser muy optimista respecto a su asunto amoroso. Fleurette, a su vez, estaba aun más contenta cuando cabalgó a lo largo del lago, rumbo al sur, y luego remontó el ancho río hacia el oeste. No pasó por grandes campamentos de buscadores de oro. Se hallaba en los terrenos de viejas granjas de ovejas, la mayoría más cercanas a Queenstown que la concesión de Ruben. Los hombres habían construido allí barracones, pero a ojos de Mary se trataban más bien de una especie de versión nueva de Sodoma y Gomorra. La joven se lo había explicado de forma muy plástica; por lo visto, conocía muy bien la Biblia. Sea como fuere, Fleur estaba contenta de no tener que buscar a Ruben entre una horda de toscos compañeros. Dirigió a Niniane por la orilla del río y disfrutó del aire limpio y bastante frío. En las llanuras de Canterbury todavía hacía calor a finales de verano, pero esa región era más alta y los árboles que bordeaban el camino ya anticipaban los colores del otoño que aparecerían en esa zona. En pocas semanas los lupinos estarían en flor.
Fleur encontró extraño que hubiera tan pocos seres humanos en la zona. Si ahí se podían obtener concesiones, eso debería de estar hecho un hervidero de buscadores de oro.
Ethan, el empleado de correos, había realizado unos detallados apuntes sobre la situación de cada una de las concesiones y le había descrito con precisión el área de excavaciones de Ruben y Stue. Pero no debería de ser muy difícil de encontrar. Los hombres acampaban junto al río, y tanto Gracie como también Niniane se percataban más de su presencia que Fleur. Niniane erguía las orejas y emitía un relincho estridente que enseguida era respondido. También Gracie husmeaba y corría de un lado a otro deseosa de saludar a Ruben.
Lo primero que vio Fleur fue a Minette. La yegua estaba algo alejada de la orilla del río, atada al lado de un mulo y la miraba excitada. Junto al río, Fleur distinguió un fogón y una tienda primitiva. Demasiado cerca del río, le pasó por la cabeza. Si el Shoover sufría una crecida repentina -y eso sucedía con frecuencia en los ríos de montaña- arrastraría consigo el campamento.
– ¡Minnie! -Fleurette llamó a su yegua y Minette le contestó con un profundo y alegre relincho. Niniane aceleró el paso. Fleur descendió de la silla para abrazar a su caballo. ¿Pero dónde estaba Ruben? Desde el interior del bosque, que empezaba justo detrás del campamento, oyó el ronquido de una sierra y un martilleo, que de repente enmudecieron. Fleurette sonrió: Gracie debía de haber descubierto a Ruben.
En efecto, el joven salió corriendo de inmediato del bosque. Fleurette vio su sueño convertido en realidad. ¡Ahí estaba Ruben, lo había encontrado! A primera vista, tenía buen aspecto. Su rostro delicado estaba bronceado y los ojos le brillaban como siempre que la veía. Sin embargo, cuando la estrechó entre sus brazos, ella le notó las costillas, estaba muchísimo más delgado. Además se advertían en sus rasgos las huellas del cansancio y el agotamiento, y tenía las manos ásperas y llenas de heridas y arañazos. Ruben seguía siendo poco diestro en trabajos manuales.
– ¡Fleur, Fleur! ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Cómo me has encontrado? ¿Has perdido la paciencia o te has escapado? ¡Eres tremenda, Fleurette! -Sonrió a la muchacha.
– He pensado en encargarme yo misma de eso de hacerse rico! -contestó Fleurette, y sacó la bolsa de su padre del bolsillo de su traje de montar-. Mira, ya no necesitas encontrar oro. Pero no me he escapado por eso. Tuve que… que…
Ruben no hizo ni caso de la bolsa, sino que le cogió la mano.
– Ya me lo explicarás más tarde. Primero te enseño el campamento. Éste es un lugar maravilloso, mucho mejor que esas horribles granjas donde crían ovejas y donde malvivimos al principio. Ven, Fleur…
Se encaminó hacia el bosque, pero Fleur sacudió la cabeza.
– ¡Primero tengo que atar el caballo, Ruben! ¿Cómo has conseguido no perder a Minette en todos estos meses?
Ruben hizo una mueca.
– Es ella quien se ha encargado de no perderme a mí. Era su tarea, ¡admítelo, Fleur! ¡Le dijiste que cuidara de mí! -Acarició a Gracie, que saltó gimoteando hacia él.
Al final, Niniane quedó amarrada junto a Minette y el mulo, y Fleurette siguió al emocionado Ruben a través del campamento.
– Aquí es donde dormimos…, nada del otro mundo, pero limpio. No puedes ni imaginarte lo que era en esas granjas…, y aquí, el arroyo. ¡Que lleva oro! -Señaló un arroyuelo angosto pero vivaz que fluía hacia el Shotover.
– ¿Cómo lo ves? -preguntó Fleur.
– ¡No se ve, se sabe! -explicó Ruben-. Hay que lavarlo para que salga. Después te enseño cómo se hace. Pero estamos construyendo un lavadero. ¡Ah…, éste es Stue!
El compañero de Ruben también había dejado ahora su lugar de trabajo y se dirigía a su encuentro. Fleurette lo encontró simpático a la primera. Se trataba de un gigante musculoso, de claros y rubios cabellos, cara ancha y risueña y ojos azules.
– Stuart Peters, para servirla, ma’am. -Se presentó, dando a Fleurette un fuerte apretón que hizo desaparecer la mano de la muchacha en las suyas.
– Es usted tan hermosa como Ruben me había contado, si me permite la observación.
– Es usted un adulador, Stue. -Fleurette rio y echó un vistazo a la obra en la que Stuart había estado trabajando. Se trataba de un canalón de madera apoyado en postes y alimentado por un pequeña cascada.
– ¡Esto es un lavadero de oro! -explicó Ruben con fervor-. Se llena de tierra y se vierte agua. Ésta empuja la arena y el oro se queda aquí en los nervios.
– En los canales -corrigió Stuart.
Fleurette estaba impresionada.
– ¿Sabe usted algo sobre la extracción de oro, señor Peters? -preguntó.
– Stue. Llámeme simplemente Stue. Bueno, en realidad soy herrero -admitó Stuart-. Pero ya he ayudado a construir este tipo de cosas antes. De hecho es muy fácil. Aunque los viejos mineros hacen de ello toda una ciencia. Por la velocidad de la corriente y eso…
– ¡Es absurdo! -exclamó Ruben dándole la razón-. Si algo pesa más que la arena, enseguida se extrae por lavado, es lógico. Da igual lo deprisa que fluya el agua. ¡Así que el oro permanece aquí!
Fleurette no estaba de acuerdo. La velocidad de la corriente también arrastraría las pepitas pequeñas al menos. Pero claro que eso dependía del tamaño de las pepitas que los chicos querían encontrar. Tal vez uno podía permitirse allí filtrar sólo las más grandes. Así que asintió dócilmente y siguió a los dos de vuelta hacia el campamento. Stue y Ruben pronto se pusieron de acuerdo en hacer un descanso. Poco después, el café hervía en un tosco recipiente sobre el fuego. Mientras, Fleurette tomaba nota de lo austero que era el hogar de ambos buscadores de oro. Sólo había una cazuela y dos cubiertos, y tuvo que compartir su taza de café con Ruben. Nada indicaba que la búsqueda de oro hubiera sido exitosa.
– Bueno, acabamos de empezar -se defendió Ruben cuando Fleur le hizo, en este sentido, una prudente observación-. Hace apenas dos semanas que conseguimos la concesión y ahora acabamos de construir nuestro lavadero.
– ¡Lo que hubiera ido mucho más deprisa si ese Ethan, el usurero de Queenstown, no nos hubiera vendido una porquería de herramientas! -gruñó Stuart-. En serio, Fleur, en tres días hemos gastado tres hojas de sierra. Y anteayer volvió a romperse una pala. ¡Una pala! Esas cosas suelen durar toda una vida. Y ya puedo ir cambiando el mango cada dos días, no hay manera de que se quede fijo en la pala. No tengo ni idea de dónde saca el material Ethan, pero es caro y no dura nada.
– Pero la concesión es bonita, ¿verdad? -preguntó Ruben, y miró con los ojos iluminados los terrenos situados en la orilla. Fleur le dio la razón. Pero a ella todavía le hubiera parecido más bonito si también hubiera visto oro.
– Esto… ¿quién os ha recomendado que pidieseis la concesión? -preguntó con cautela-. Me refiero a que por el momento estáis solos. ¿Fue una especie de soplo?
– ¡Fue inspiración! -explicó Stuart con orgullo-. Vimos el lugar y nos gustó. Es nuestra concesión. ¡Aquí nos haremos ricos!
Fleurette frunció el entrecejo.
– Significa esto que… hasta ahora nadie ha encontrado todavía oro en esta zona.
– No mucho -reconoció Ruben-. ¡Pero nadie lo ha buscado aún!
Los dos muchachos la miraron con entusiasmo. Fleur sonrió incómoda y decidió hacerse cargo ella misma del asunto.
– ¿Ya habéis intentado lavar el oro? -preguntó-. En el arroyo, me refiero. Querías enseñarme cómo se hace.
Ruben y Stuart asintieron a la vez.
– Ya hemos encontrado un poco allí -afirmaron, y cogieron solícitos un tamiz.
– Ahora te lo enseñamos y luego puedes lavar un poco de oro mientras nosotros seguimos trabajando en el lavadero -dijo Ruben-. ¡Seguro que nos traes suerte!
Puesto que era evidente que Fleurette no necesitaba dos profesores y Stuart quería darles la oportunidad de estar solos, se retiró de nuevo río arriba. En las horas que siguieron no volvieron a oír nada más de él, salvo algún que otro improperio cuando una herramienta se rompía.
Fleurette y Ruben aprovecharon la intimidad para saludarse adecuadamente primero. Tenían que volver a comprobar lo dulces que eran sus besos y cómo reaccionaban sus cuerpos.
– ¿Te casarás ahora conmigo? -preguntó Fleurette somnolienta al final-. Quiero decir que… no puedo quedarme a vivir con vosotros si no estamos casados.
Ruben asintió con gravedad.
– Es cierto, no puede ser. Pero el dinero…, Fleur, quiero ser franco. Hasta ahora no he podido ahorrar nada. Lo poco que gané en los yacimientos de oro de Queenstown se gastó en el equipo de aquí. Y lo poco que hemos ganado aquí hasta ahora, lo invertimos en herramientas nuevas. Un par de viejos mineros todavía tienen tamices, picos y palas que se han traído desde Australia, pero lo que compramos aquí dura sólo un par de días ¡Y cuesta una pequeña fortuna!
Fleur rio.
– Entonces, mejor que nos gastemos esto en otra cosa -dijo, y sacó por segunda vez en ese día la bolsa de su padre. Esta vez Ruben prestó atención y se quedó extasiado ante la visión de los dólares de oro.
– ¡Fleur! ¡Esto es maravilloso! ¿De dónde lo has sacado? ¡No me digas que se lo has robado a tu abuelo! ¡Tanto dinero! Con él podemos acabar de montar bien el lavadero, construir una cabaña de madera y quizás emplear a un par de ayudantes. Fleur, con esto sacaremos de la tierra todo el oro que hay en ella.
Fleurette no dijo nada respecto a estos planes, sino que le contó la historia de su huida.
– ¡No lo entiendo! ¡James McKenzie es tu padre!
Fleurette había abrigado la pequeña sospecha de que Ruben quizá ya lo supiera. A fin de cuentas, sus madres no tenían secretos entre sí y Helen solía filtrar la información de que disponía a Ruben. Pero el joven no estaba al corriente y supuso que tampoco lo estaba Helen.
– Siempre pensé que algo misterioso había en torno a Paul -dijo, sin embargo-. Ahí sí que parece que mi madre sabe algo. Pero sólo ella. Nunca me ha contado nada.
Entretanto, los dos se habían puesto en serio a trabajar junto al río y Fleur aprendió el manejo del tamiz. Hasta entonces siempre había pensado que el oro se tamizaba, pero de hecho también se trabajaba con el método de extracción sumamente sencillo que seguía el principio de lavado con abundancia de agua. Exigía algo de destreza para inclinar el tamiz y sacudirlo de modo que los componentes más ligeros de la tierra fueran arrastrados por el agua hasta que, al final, sólo quedaba primero una masa oscura, llamada «arena negra» y luego, por fin, salía a la luz el oro. Ruben no era muy habilidoso, pero Fleurette pronto se desenvolvió con soltura. Tanto Ruben como Stuart expresaron su admiración por su manifiesto talento natural. Pero poco importaba la destreza con que lavara: sólo muy de vez en cuando quedaban en el tamiz unas diminutas huellas de oro. Por la tarde llevaba casi seis horas trabajando de forma intensiva, mientras los jóvenes habían roto dos hojas de sierra más construyendo el lavadero sin haber realizado ningún auténtico avance.
En el ínterin, Fleurette dejó de preocuparse. Consideraba que buscar oro con un tamiz era, sin más, inútil. Los insignificantes rastros del preciado metal que había lavado ese día habrían sido fruto de la corriente del río. ¿Valía la pena el esfuerzo? Stuart estimó el valor de lo que ella había obtenido en menos de un dólar.
Aun así, los chicos seguían fantaseando con los grandes hallazgos de oro mientras asaban los pescados que Fleurette había capturado, de paso, en el río. Con la venta de los pescados, pensó ella con amargura, seguro que habría ganado más dinero que con todo el tamizado del oro.
– Mañana tenemos que ir primero a Queenstown para comprar nuevas hojas de sierra -gimió Stuart, cuando al final se retiró, comprensivo de nuevo con la pareja. Sostenía que podía dormir tan bien bajo los árboles, junto a los caballos, como en la tienda.
– ¡Y para casarnos! -anunció Ruben con gravedad, tomando a Fleurette en sus brazos-. ¿Crees que sería muy malo si anticipáramos la noche de bodas?
Fleur sacudió la cabeza y se estrechó contra él.
– Bastará con no decírselo a nadie.
El sol salió por las montañas como concebido para un día de boda. Los Alpes parecían resplandecer en tonos dorados tirando a rojos y malvas, el perfume del bosque flotaba en el aire y el murmullo del arroyo se mezclaba con el susurro del río en una singular felicitación. Fleurette se sentía feliz y satisfecha tras despertar en brazos de Ruben y sacó la cabeza fuera de la tienda. Gracie la saludó con un húmedo beso canino.
Fleur la acarició.
– Malas noticias, Gracie, pero ¡he encontrado a alguien que besa mejor que tú! -dijo sonriendo-. Venga, despierta tú a Stuart mientras yo me encargo del desayuno. ¡Hoy tenemos muchas cosas que hacer, Gracie! ¡No permitas que estos hombres pasen este gran día durmiendo!
El bonachón de Stuart hizo la vista gorda al hecho de que durante los preparativos del viaje a caballo Fleurette y Ruben apenas pudieran separarse el uno del otro. Sin embargo, los dos chicos encontraron extraño que Fleur insistiera en llevarse la mitad de la casa.
– A más tardar, mañana estaremos de nuevo aquí -observó Stuart-. Claro, si realmente nos detenemos en ello, compramos para la mina y eso, tal vez tardemos algo más, pero…
Fleur sacudió la cabeza. Esa noche no sólo había conocido nuevas delicias del placer, sino que también había reflexionado profundamente. No pretendía en absoluto invertir el dinero de su padre en una mina sin futuro. Por supuesto, se lo tendría que comunicar a Ruben con mucha diplomacia.
– Oídme, chicos, lo de la mina no dará resultado -planteó con cautela-. Vosotros mismos decíais que el almacén de material es insuficiente. ¿Creéis que algo va a cambiar porque ahora tengamos un poco más de dinero?
Stuart resopló.
– Seguro que no. El viejo Ethan nos volverá a vender uno de sus artículos inservibles.
Fleur asintió.
– Entonces hagamos las cosas bien. Tú eres herrero. ¿Puedes distinguir una herramienta buena de otra mala? ¿No cuando ya estás trabajando con ella, sino cuando la estás comprando?
Stuart asintió.
– A eso me refiero. Si tengo la elección…
– Bien -le interrumpió Fleur-. Así que alquilaremos o incluso compraremos un carro en Queenstown. Engancharemos los caballos y seguro que consiguen tirar de él. Y luego nos vamos a… ¿cuál es la ciudad grande más cercana? ¿Dunedin? Nos vamos a Dunedin. Y allí compramos vuestras herramientas y el material que haga falta y que necesiten aquí los buscadores de oro.
Ruben convino admirado.
– Muy buena idea. La mina no se nos escapará. Pero no necesitaremos un carro de inmediato, Fleur, podemos cargar el mulo.
Fleurette sacudió la cabeza.
– Compraremos el carro más grande del que puedan tirar los caballos y lo cargaremos con tanto material como haya. Lo traeremos a Queenstown y lo venderemos a los mineros. Si es cierto que todos están descontentos con la tienda de Ethan, sacaremos partido de ello.
Ese día por la tarde, el juez de paz de Queenstown casó a Fleurette McKenzie y Ruben Kays, quien recuperó su auténtico nombre de O’Keefe. Fleurette se puso su traje color crema que, pese al viaje, no tenía ni una arruga. Mary y Laurie insistieron en plancharlo antes del enlace. Las dos también adornaron emocionadas el cabello de Fleur con flores y pusieron guirnaldas en lo arreos de Niniane y Minette para el trayecto al pub, donde, a falta de iglesia o de una sala de asambleas, se celebró el acontecimiento. Stuart hizo las veces de padrino de bodas de Ruben, y Daphne fue la madrina de Fleur, mientras que Mary y Laurie lloraron sin cesar de la emoción.
Ethan entregó a Ruben todo el correo del último año como regalo de boda. Ron no cabía en sí de orgullo porque Fleurette le había contado a todo el mundo que el feliz encuentro con su esposo se había producido sólo gracias a su gran conocimiento sobre caballos. Al final, Fleurette aflojó unas monedas e invitó a toda la ciudad de Queenstown a festejar su boda, no sin haber calculado que eso le daría la oportunidad no sólo de conocer a todos los habitantes, sino de tantearlos un poco. No, en la zona de la concesión de Ruben nadie había encontrado oro, le aseguró el peluquero, que se había instalado cuando se fundó la ciudad y que al principio, por supuesto, también había acudido en busca de oro.
– Pero de todos modos hay poco que ganar, Miss Fleur -explicó-. Demasiada gente para tan poco oro. Es cierto que siempre hay alguien que encuentra una pepita enorme. Pero la mayoría de las veces malgasta el dinero. ¿Y qué queda? Doscientos o trescientos dólares para el gran afortunado. Eso no llega ni para una granja y un par de bueyes. Sin contar con que el tipo no se vuelva loco e invierta todo el dinero en otras concesiones, todavía más lavaderos y todavía más ayudantes maoríes. Al final, se gastan todo el dinero pero no descubren nuevos yacimientos. Por el contrario, como peluquero y barbero… Por esta región deambulan miles de hombres y todos tienen que cortarse el pelo. Y siempre hay alguno que se clava el pico en la pierna o que se pelea o que se pone enfermo…
De igual modo lo veía Fleurette. Las preguntas que había dirigido a los buscadores, una docena de los cuales había entrado entretanto en el Hotel de Daphne y bebido whisky gratis en abundancia, desencadenaron casi un levantamiento. La sola mención del material que suministraba Ethan calentó los ánimos. Al final, Fleur estaba convencida de que, abriendo su planeada tienda de artículos de ferretería, no sólo se harían ricos, sino que habrían salvado una vida: si no se hacía algo pronto, los hombres acabarían linchando a Ethan.
Mientras Fleurette seguía recabando información, Ruben hablaba con el juez de paz. El hombre no era abogado, sino que trabajaba en realidad haciendo ataúdes y de sepulturero.
– Alguien tenía que encargarse -respondió con un gesto resignado a la pregunta de Ruben acerca de cómo había elegido esa profesión-. Y los tipos pensaron que yo estaría interesado en evitar que se mataran entre sí. Porque me ahorra trabajo…
Fleurette miró con buenos ojos la conversación de ambos hombres. Si Ruben encontraba allí la oportunidad de cursar estudios de abogacía, no insistiría a la vuelta de Dunedin en volver a su concesión.
Fleurette y Ruben pasaron su segunda noche de bodas en la confortable cama doble del Hotel de Daphne.
– En el futuro la llamaremos la Suite de la Boda -anunció la dueña.
– De todos modos, aquí no es frecuente desvirgar a nadie -bromeó Ron.
Stuart, que ya había consumido bastante whisky, le hizo una expresiva mueca.
– ¡Pues ha ocurrido! -reveló.
Al día siguiente, hacia mediodía, los amigos se pusieron en camino rumbo a Dunedin. Ruben había conseguido un carro gracias a su nuevo amigo: «Cógelo con toda tranquilidad, chico, también puedo transportar los ataúdes hasta el cementerio con la carretilla.» Y Fleurette había entablado otras conversaciones interesantes. Esta vez con las pocas mujeres respetables del lugar: la esposa del juez de paz y la del peluquero. Al final llevaba otra lista de la compra para Dunedin.
Cuando dos semanas después regresaron con el carro cargado hasta los topes, sólo faltaba un almacén para empezar con la venta. Fleurette no se había preocupado antes al respecto porque había contado con que haría buen tiempo. Sin embargo, el otoño en Queenstown era lluvioso y en invierno nevaba. En los últimos tiempos no se había producido en Queenstown ninguna muerte. Por consiguiente, el juez de paz puso a disposición su almacén de ataúdes para realizar la venta. Fue el único que no pidió ninguna herramienta nueva. En lugar de ello dejó que Ruben le hablara sobre los libros de leyes, a cuya compra fueron destinados algunos dólares de la fortuna de McKenzie.
Con la venta de la carga pronto se recuperó el dinero. Los buscadores de oro acudían en masa al negocio de Ruben y Stuart. Ya al segundo día de su apertura se habían agotado algunas herramientas. Las damas necesitaron algo más de tiempo para hacer su selección, aun más por cuanto la esposa del juez de paz dudó un poco al principio sobre si poner el salón de su casa a disposición de todas las mujeres del lugar… como probador.
– Pero pueden utilizar la habitación contigua del almacén de ataúdes -propuso, lanzando una mirada de desaprobación a Daphne y sus chicas, que ardían en deseos de probarse los vestidos y la lencería que Fleur había comprado en Dunedin-. Es donde Frank a veces amortaja a los muertos.
Daphne se encogió de hombros.
– Si ahora está libre, a mí me da igual. Ya, y además, ¿qué te apuestas a que hasta ahora ninguno de esos tipos ha tenido una muerte tan bonita?
No resultó difícil convencer a Stuart y Ruben de emprender una vez más el camino a Dunedin y, tras la segunda venta, Stuart estaba totalmente colado por la hija del peluquero y no quería de ninguna de las maneras volver a las montañas. Ruben había asumido la contabilidad del pequeño negocio y confirmó, para su sorpresa, lo que Fleurette ya hacía tiempo sabía: con cada viaje entraba mucho más dinero en caja que en todo un año en el yacimiento de oro. Sin contar con que él se desenvolvía mucho mejor como comerciante que como buscador del preciado metal. Cuando las últimas ampollas y heridas de las manos curaron, y tras seis semanas de manejar una pluma en lugar de un pico y una pala, era partidario total de la idea de abrir una tienda.
– Tenemos que construir un cobertizo -dijo al final-. Una especie de gran almacén. De este modo podríamos aumentar también el surtido.
Fleurette asintió.
– Artículos domésticos. Las mujeres necesitan urgentemente cazos como es debido y cubertería bonita… No digas que no enseguida, Ruben. A la larga la demanda de estos artículos aumentará, porque habrá más mujeres aquí. ¡Queenstown se está convirtiendo en una ciudad!
Seis meses más tarde, los O’Keefe celebraron la inauguración de los Almacenes O’Kay en Queenstown, Otago. El nombre se le había ocurrido a Fleurette y estaba muy orgullosa de ello. Además de las nuevas dependencias comerciales, la joven empresa disponía de dos carros más y seis caballos de tiro de sangre fría. La muchacha podía montar de nuevo a lomos de sus caballos y los muertos de la comunidad volvieron a ser elegantemente transportados al cementerio por caballos en lugar de por una carretilla. Stuart Peters había consolidado los vínculos comerciales con Dunedin y abandonó su puesto de jefe de compras. Quería casarse y estaba cansado de los constantes viajes a la costa. En lugar de ello, abrió con la parte de las ganancias que le correspondía una herrería en Queenstown, que no tardó en demostrar ser una «mina de oro» mucho más productiva que las minas del entorno. Fleurette y Ruben emplearon para sustituirlo como jefe de transportes a un antiguo buscador de oro. Leonard McDunn era un hombre tranquilo, sabía de caballos y también sabía tratar con la gente. Fleurette sólo estaba preocupada por los suministros de las damas.
– Realmente no puedo dejar que elija él la ropa interior -explicó quejumbrosa a Daphne, de la cual, para horror de las mujeres respetables de Queenstown, ahora ya en número de tres, se había hecho amiga-. Se pondrá rojo en cuanto me traiga el catálogo. Al menos tendré que acompañarlo cada dos o tres viajes…
Daphne hizo un gesto despreocupado.
– Que lo hagan mis mellizas. No brillan por su inteligencia y no hay que dejar a su cargo las negociaciones, pero tienen buen gusto, y eso siempre lo he valorado. Saben cómo se viste una dama y también, claro está, lo que necesitamos en el «hotel». Además, así salen y ganan su propio dinero.
Al principio Fleurette reaccionó con cierto escepticismo, pero luego no tardó en convencerse. Mary y Laurie llevaron una combinación ideal de ropa decente y unas fantásticas y perversas prendas menudas que, para sorpresa de Fleur, se vendieron como rosquillas, y no sólo entre las prostitutas. La joven esposa de Stuart adquirió ruborizada un corsé negro, y un par de montañeros creyeron que alegrarían a sus mujeres maoríes con ropa interior de colores. Fleur dudaba, sin embargo, de que las cautivara, pero el negocio era el negocio. Y también había, naturalmente, unos discretos probadores, provistos de espejos grandes en lugar de la deprimente tarima para los ataúdes.
El trabajo en la tienda todavía dejaba a Ruben tiempo suficiente para sus estudios de Derecho, que seguían interesándole aunque hubiera enterrado ya su sueño de convertirse en abogado. Para su satisfacción, pronto pudo poner en práctica lo que había aprendido: el juez de paz solicitaba cada vez más sus consejos y al final le pidió que colaborase en la resolución de los pleitos. Ruben demostró ser diligente y correcto, y cuando se convocaron elecciones, el juez en activo quiso darle una sorpresa. En lugar de presentarse para ser reelegido, propuso al joven como sucesor.
– Consideradlo de este modo, chicos -explicó el viejo constructor de ataúdes en su discurso-. Siempre sufrí un conflicto de intereses. Cuando he evitado que la gente se matara entre sí, no necesitábamos más ataúdes. Visto así, yo mismo he echado a perder mi propio negocio. Con el joven O’Keefe ocurre de otro modo, pues quien se rompa la crisma, no volverá a comprarse una herramienta. Así pues, por su propio interés, se encargará de que reinen la paz y el orden. ¡Votadlo pues y a mí dejadme vivir en paz!
Los ciudadanos de Queenstown siguieron su consejo y Ruben fue elegido, por una mayoría aplastante, nuevo juez de paz.
Fleurette se alegró por él, pero no veía claro el argumento.
– También puede uno romperse la crisma con una de nuestras herramientas -le dijo por lo bajo a Daphne-. Y espero de corazón que Ruben no haga desistir a sus clientes con demasiada frecuencia de cometer tan loable acto.
Las únicas gotas de amargura que empañaban la felicidad de Fleurette y Ruben en la floreciente ciudad de los yacimientos de oro era la falta de contacto con sus familias. A ambos les hubiera gustado escribir a sus madres, pero no se atrevían.
– No quiero que mi padre sepa dónde estoy -declaró Ruben cuando Fleurette ya se disponía a escribir a su madre-. Y es mejor que tu abuelo no se entere. Quién sabe lo que harían esos dos. No cabe duda de que cuando nos casamos eras menor de edad. Puede que se les ocurra causarnos problemas. Además temo que mi padre descargue su furia en mi madre. No sería la primera vez. Así y todo, no puedo ni pensar en qué habrá ocurrido allí tras mi partida.
– ¡Pero de algún modo tenemos que informarlas! -dijo Fleurette-. ¿Sabes qué? Escribiré a Dorothy. Dorothy Candler. Ella se lo contará a mi madre.
Ruben se llevó las manos a la cabeza.
– ¿Estás loca? Si escribes a Dorothy también lo sabrá la señora Candler. Y luego ya puedes anunciarlo a gritos en la plaza del mercado de Haldon. Si lo deseas, escribe mejor a Elizabeth Greenwood. Confío en su discreción.
– Pero tío George y Elizabeth están en Inglaterra -replicó Fleurette.
Ruben se encogió de hombros.
– ¿Y qué? En algún momento tendrán de regresar. Hasta entonces, nuestras madres habrán de esperar. Y quién sabe, tal vez Miss Gwyn tenga noticias sobre James McKenzie. Está en alguna cárcel de Canterbury. Es posible que se ponga en contacto con él.
James McKenzie fue procesado en Lyttelton. El principio fue algo caótico porque John Sideblossom recomendó que el juicio se hiciera en Dunedin. Presentó como argumento el hecho de que allí habría más posibilidades de descubrir al colaborador del ladrón de ganado y desmontar así todo el entramado criminal.
Sin embargo, Lord Barrington se declaró enérgicamente en contra. Según su opinión, Sideblossom sólo pretendía llevar a la víctima a Dunedin porque allí conocía mejor al juez y albergaba esperanzas de que al final el ladrón de ganado fuera condenado a la horca.
Sideblossom habría preferido resolverlo todo enseguida y sin llamar más la atención, justo después de haber atrapado a McKenzie. Se adjudicó este triunfo sólo a sí mismo, pues a fin de cuentas él había derrotado y apresado a McKenzie. En opinión de los otros hombres la reyerta en el cauce del río había sido innecesaria se mirase por donde se mirase. Por el contrario, si Sideblossom no hubiera tirado al ladrón del mulo y no le hubiera golpeado, habrían podido perseguir a su cómplice. Así que el segundo hombre (algunos de los miembros de la patrulla sostenían que era una muchacha) no habría huido.
Los demás barones de la lana tampoco habían aprobado que Sideblossom vejara a McKenzie haciéndole caminar junto al caballo, una vez reducido, como si fuese un esclavo. No veían ninguna razón para que el hombre, ya gravemente maltrecho, tuviera que ir a pie cuando disponía de un mulo. En algún momento, hombres sensatos como Barrington y Bealey asumieron la responsabilidad y censuraron a Sideblossom por su forma de proceder. Puesto que McKenzie había cometido la mayoría de sus hurtos en Canterbury, se decidió casi por unanimidad que respondiera allí de sus actos. A pesar de las protestas de Sideblos-som, los hombres de Barrington liberaron al ladrón el día después de haberlo detenido, aceptaron su palabra de honor de que no escaparía y lo condujeron, desprovisto casi de ataduras, a Lyttelton, donde fue encarcelado hasta su juicio. No obstante, Sideblossom insistió en quedarse con el perro de James, lo que a éste pareció dolerle más que las contusiones que siguieron a la pelea y las cadenas con que Sideblossom le había atado de pies y manos incluso durante la noche que pasó encerrado en un cobertizo. Pidió a los hombres con voz ronca que permitieran que el perro lo acompañara.
Pero Sideblossom no cedió.
– El animal puede trabajar para mí -declaró-. Ya encontraré pronto a alguien que pueda impartirle instrucciones. Un perro pastor de primera clase como éste es caro. Me lo quedaré como una pequeña compensación por los daños que me ha ocasionado ese tipo.
Así que Friday se quedó atrás y aulló de forma lastimera cuando los hombres se llevaron a su amo de la granja.
– John no sacará demasiado provecho de esto -opinó Gerald-. Esos chuchos obedecen a un solo pastor.
Durante la polémica en torno de McKenzie, Gerald apenas tomó partido. Por una parte, Sideblossom era uno de sus más antiguos amigos; por otra parte, debía llegar a un entendimiento con los hombres de Canterbury. Y, como casi todos los demás, también él tenía, a su pesar, en gran estima al genial ladrón. Claro que estaba rabioso por las pérdidas que había sufrido, pero, por su naturaleza de jugador, entendía que alguien se ganara la vida no siempre de la manera más honrada. Y si esa persona conseguía además que durante más de diez años no lo atraparan, merecía todo su respeto.
Tras la pérdida de Friday, McKenzie se sumergió en un hermético silencio que ni una sola vez rompió hasta que las rejas de la cárcel de Lyttelton se cerraron tras él.
Los hombres de Canterbury estaban decepcionados: les habría gustado saber de primera mano cómo había realizado McKenzie los hurtos, cómo se llamaba su agente de compras y quién era el cómplice que había huido. No obstante, no tuvieron que esperar demasiado al juicio. Éste se fijó, bajo la presidencia del honorable juez de justicia Stephen, para el mes siguiente.
Lyttelton disponía ya de su propia sala de audiencias y los juicios ya no se realizaban en el pub o al aire libre como había sido usual durante los primeros años. No obstante, durante el proceso contra James McKenzie, la sala demostró ser demasiado reducida para acoger a todos los ciudadanos de Canterbury ansiosos por conocer al famoso ladrón. Incluso los barones de la lana que habían salido perjudicados viajaron con sus familias y se pusieron temprano en camino para conseguir un buen asiento. Gerald, Gwyneira y el emocionado Paul se alojaron el día antes en el hotel White Hart de Christchurch para dirigirse luego en carro a Lyttelton a través del Bridle Path.
– Iremos a caballo -dijo Gwyneira sorprendida cuando Gerald le comunicó sus planes-. ¡A fin de cuentas pasaremos el Bridle Path!
Gerald rio satisfecho.
– Te sorprenderás de cómo ha cambiado el camino -respondió alegremente-. Con el tiempo se ha ampliado y se puede circular fácilmente por él. Así que iremos en el coche de caballos, descansados y convenientemente vestidos.
El día en que se celebraba el juicio se puso sus mejores prendas. Y Paul, vestido con un terno, parecía muy mayor.
Gwyneira, por el contrario, se atormentó cavilando qué significaba ir convenientemente vestido. Si tenía que ser franca, hacía tiempo que no se preocupaba por qué ropa llevaba. Pero por mucho que se dijera que a fin de cuentas poco importaba lo que vistiera una dama de edad madura en un juicio, mientras fuera arreglada y no llamara demasiado la atención, su corazón latía con fuerza al pensar en que iba a volver a ver a James McKenzie. Aunque, él también la vería a ella, y, naturalmente, la reconocería. ¿Pero qué sentiría al contemplarla? ¿Volverían a brillar los ojos del hombre como entonces, como cuando ella no supo apreciarlo? ¿O sentiría él compasión porque ella había envejecido, porque las primeras arrugas surcaban su rostro, porque las preocupaciones y el miedo habían dejado en él sus huellas? Tal vez sólo sintiera indiferencia; tal vez ella sólo fuera un recuerdo pálido y lejano, difuminado por diez años de vida salvaje. ¿Y si el misterioso «cómplice» era una mujer? ¡Su mujer!
Gwyneira se reprendió por dar vueltas a unos pensamientos que a veces se convertían en fantasías propias de una adolescente, al volver a recordar las semanas que había pasado con James. ¿Habría olvidado él los días a la orilla del lago? ¿Las maravillosas horas en el círculo de piedras? Pero no, se habían separado peleados. Él nunca la perdonaría por haber dado a luz a Paul. Algo más de todo lo que Paul también había destrozado…
Gwyneira se decidió al final por un vestido azul oscuro con pelerina, abrochado por delante, con botones de broquel que eran como pequeñas joyas. Kiri le recogió el cabello en un moño, un peinado sobrio que fue soltándose con el coqueto sombrerito que acompañaba el vestido. Gwyneira tenía la impresión de estar pasando horas delante del espejo para recoger sus rizos, cambiar un poco de sitio el sombrerito y arreglar los puños de las mangas del vestido para que los botones quedaran a la vista. Cuando al final tomó asiento en el coche de caballos estaba pálida de impaciencia, miedo y también por una especie de alegría anticipada. Si seguía así tendría que pellizcarse las mejillas para darles un poco de color antes de entrar en la sala. Pero prefería eso a ruborizarse: Gwyn esperaba no sonrojarse en presencia de McKenzie. Temblaba y se convenció de que era a causa del frío día de otoño. No podía tener las manos quietas y fruncía con dedos crispados las cortinillas del coche.
– ¿Qué sucede, madre? -le preguntó Paul al cabo de un rato, y Gwyn se sobresaltó. Paul tenía un sexto sentido para las debilidades humanas. De ninguna de las maneras debía descubrir que había algo entre ella y James McKenzie-. ¿Estás nerviosa por el señor McKenzie? -insistió-. El abuelo me ha contado que lo conociste, también él. Era capataz de Kiward Station. Madre, qué locura que se marchara de repente de allí y se pusiera a robar ovejas, ¿verdad?
– Sí, ¡una completa locura! -balbuceó Gwyneira-. Ojalá no hubiera…, no hubiéramos todos confiado en él.
– ¡Y ahora es posible que lo cuelguen! -observó complacido Paul-. ¿Iremos a ver cómo lo ahorcan, abuelo?
Gerald resopló.
– No colgarán a ese canalla. Ha tenido suerte con el juez. Stephen no es un ganadero. A él le deja frío que haya empujado a la gente al borde de la ruina…
Gwyneira esbozó una sonrisa. Por lo que ella sabía, los robos de McKenzie no eran, para ninguno de los afectados, más que una leve picadura.
– Pero pasará un par de años tras los barrotes. Y quién sabe, puede que hoy nos cuente algo sobre los individuos que están detrás de él. Parece que no lo ha hecho todo solo… -Gerald no creía en esas historias que afirmaban que una mujer acompañaba a McKenzie. Más bien pensaba que era un joven cómplice, pero sólo habían divisado su silueta.
– Sería especialmente interesante conocer al intermediario. Desde este punto de vista, habríamos tenido mejores posibilidades si el tipo se hubiera presentado ante el tribunal de Dunedin. En eso Sideblossom tenía razón. ¡Por cierto, ahí está! ¡Mirad! Ya sabía yo que no iba a perderse el juicio contra el ladrón.
John Sideblossom pasó galopando con su semental negro junto al coche de Warden y saludó con cortesía. Gwyneira gimió. ¡Cuánto le hubiera gustado evitar el reencuentro con el barón de la lana de Otago!
Sideblossom no se había disgustado porque Gerald tomara partido por los hombres de Canterbury e incluso había reservado sitio para él y su familia. Saludó calurosamente a Gerald, algo condescendiente a Paul y de forma gélida a Gwyneira.
– ¿Ya ha vuelto a aparecer su encantadora hija? -preguntó sarcástico, cuando ella se sentó lo más lejos posible de él en los cuatro asientos que tenían reservados.
Gwyneira no respondió. Pero Paul se apresuró a asegurar a su ídolo que no habían vuelto a tener noticias de Fleurette.
– En Haldon se dice que ha caído en una especie de semillero de vicios.
Gwyneira no reaccionó. En las últimas semanas se había acostumbrado a no contradecir apenas a Paul. El chico ya hacía tiempo que estaba fuera de su influencia, si es que alguna vez había ejercido alguna sobre él. Él sólo se guiaba por Gerald y apenas acudía ya a las clases de Helen. Gerald siempre hablaba de contratar a un profesor privado para el joven, pero Paul era de la opinión que ya había aprendido en la escuela lo suficiente para ser granjero y ganadero. Mientras trabajaba en la granja, seguía absorbiendo como una esponja los conocimientos sobre la conducción del ganado y el esquileo. Sin lugar a dudas era el heredero que Gerald había deseado; aunque no el socio con que soñaba George Greenwood. Reti, el joven maorí que dirigía los negocios de George mientras éste se hallaba en Inglaterra, se había quejado a Gwyneira. A su parecer, Gerald recurría a un segundo, tan ignorante como Howard O’Keefe, pero con menos experiencia y más poder.
– Al chico no puede hacérsele la menor indicación -se lamentó Reti-. Desagrada a los trabajadores de la granja y los maoríes lo odian sin más. Pero el señor Gerald se lo tolera todo. ¡La supervisión de un cobertizo de esquileo! ¡A un chico de doce años!
Los mismos esquiladores le habían confesado a Gwyneira que se sentían injustamente tratados. En su afán por hacerse el importante y ganar la tradicional competición entre los cobertizos, Paul se había anotado más ovejas esquiladas que las que en realidad había habido. A los esquiladores les convenía, pues a fin de cuentas se les pagaba por unidad. Pero luego las cantidades de lana no se ajustaban con las anotaciones. Gerald montó en cólera y culpó a los esquiladores. Los otros esquiladores se quejaron porque la apuesta estaba manipulada y los premios se habían distribuido mal. En conjunto se armó un lío horrible y Gwyn, al final, tuvo que pagar a todos un sueldo mucho más elevado para garantizar que las cuadrillas de esquiladores regresaran al año siguiente.
En realidad, Gwyneira ya estaba harta de las fechorías de Paul. Habría preferido enviarlo a un internado en Inglaterra por dos años, o al menos a Dunedin. Pero Gerald no quería ni oír hablar de ello, así que Gwyneira hizo lo que siempre había hecho desde que Paul había nacido: ignorarlo.
Gracias a Dios, en esos momentos y en la sala de la audiencia, se mantenía callado. Escuchaba la conversación entre Gerald y Sideblossom y los fríos saludos que dedicaban los otros barones de la lana al visitante de Otago. La sala pronto estuvo llena y Gwyn saludó a Reti, que fue el último en colarse dentro de la habitación: le pusieron algún obstáculo, pues algunos pakeha no querían dejar sitio al maorí, pero la sola mención del nombre Greenwood le abría a Reti todas las puertas.
Por fin dieron las diez y el honorable juez Sir Stephen entró puntualmente en la sala y abrió el juicio. El interés de la mayoría de los espectadores se despertó, no obstante, cuando el imputado fue conducido al interior. La aparición de James McKenzie desencadenó una mezcla de improperios y vítores. El mismo James no reaccionó ni a unos ni a otros, sino que mantuvo la cabeza hundida y pareció alegrarse de que el juez pidiera silencio al público.
Gwyneira se asomaba por encima de los corpulentos granjeros tras los cuales se había sentado, una elección equivocada, pues tanto Gerald como Paul disfrutaban de mejor visión, pero había querido evitar la cercanía de Sideblossom. James McKenzie llegaría a vislumbrarla cuando fuera conducido junto a su abogado defensor de oficio, que parecía bastante abatido. El inculpado alzó finalmente la vista ante todos, una vez que hubo ocupado su sitio.
Hacía días que Gwyneira se preguntaba qué sentiría cuando volviera a ver a James. Si lo reconocería de verdad y volvería a ver en él lo que entonces…, sí ¿qué? ¿Lo que entonces la había impresionado, cautivado? Fuera lo que fuese lo que había sido, se remontaba a doce años atrás. Tal vez su excitación estuviera de más. Tal vez sería sólo un extraño para ella al que siquiera hubiese reconocido por la calle.
Sin embargo, ya la primera mirada sobre el hombre alto que se hallaba en el banquillo de los acusados la iluminó. James McKenzie no había cambiado nada, al menos para Gwyneira. Por las ilustraciones de los periódicos que habían informado sobre su detención, había contado con encontrarse a un individuo barbudo y asilvestrado, pero ahora McKenzie estaba recién afeitado y llevaba ropa limpia y sencilla. Al igual que antes, seguía siendo delgado y fibroso, pero, bajo la camisa blanca y algo gastada, la musculatura revelaba un cuerpo vigoroso. Tenía el rostro quemado por el sol, salvo en los lugares que antes había cubierto la barba. Los labios parecían más finos, señal de que estaba preocupado. Gwyneira había visto con frecuencia esa expresión en su rostro. Y sus ojos… Nada, nada en absoluto había cambiado en su expresión osada y despierta. Claro que ahora no mostraba aquella sonrisa sardónica, sino tensión y tal vez algo parecido al miedo, pero las arruguitas de entonces seguían estando allí, aunque algo más marcadas, dando a todo el semblante de James un aspecto más duro, más maduro y mucho más grave. Gwyneira lo habría reconocido a primera vista. Ah, sí, lo habría reconocido entre todos los hombres de la isla Sur, cuando no de todo el mundo.
– ¡James McKenzie!
– ¿Señoría?
Gwyneira también habría reconocido su voz. Esa voz oscura y cálida que podía ser tan tierna, pero firme y segura cuando daba instrucciones a sus hombres o a sus perros pastores.
– Señor McKenzie, se le acusa de haber cometido numerosos robos de ganado tanto en las llanuras de Canterbury como en la región de Otago. ¿Se declara usted culpable?
McKenzie se encogió de hombros.
– En la región se roba mucho. No sabría, en lo que a mí concierne…
El juez aspiró una profunda bocanada de aire.
– Existen declaraciones de personas respetables que afirman que fue usted sorprendido con un rebaño de ovejas robadas por encima del lago Wanaka. ¿Admite esto al menos?
James McKenzie repitió el mismo gesto.
– Hay muchos McKenzie. ¡Hay muchas ovejas!
Gwyneira casi se echó a reír; pero en realidad estaba preocupada. Ése era el mejor método para que el honorable juez Sir Stephen montara en cólera. Además no tenía ningún sentido negarlo. El rostro de McKenzie todavía mostraba las señales de la pelea con Sideblossom y también Sideblossom debía de haberse llevado una buena paliza. Gwyn encontró cierta satisfacción en que el ojo de éste estuviera todavía mucho más morado que el de James.
– ¿Puede alguien en la sala dar fe de que se trata aquí del ladrón de ganado McKenzie y no, por azar, de otra persona que responde a este nombre? -preguntó el juez suspirando.
Sideblossom se levantó.
– Yo lo puedo atestiguar. Y tenemos una prueba aquí que puede disipar cualquier duda. -Se volvió hacia la entrada de la sala, donde había apostado a un ayudante-. ¡Suelta al perro!
– ¡Friday! -Una sombra pequeña y oscura pasó volando por la sala de audiencias directa hacia James McKenzie. Éste pareció olvidarse al instante del papel que había pensado jugar delante del tribunal. Se inclinó, cogió a la perrita y la acarició-. ¡Friday!
El juez puso los ojos en blanco.
– Podría haber sido una irrupción menos dramática, pero sea. Haga constar en el acta que el hombre fue confrontado con el perro pastor que conducía el rebaño de ovejas robadas y que ha reconocido al animal como suyo. Señor McKenzie, ¿no me contará que el perro también tiene un doble?
James esbozó su vieja sonrisa.
– No -respondió-. ¡Este perro es único! -Friday jadeaba y lamía las manos de James-. Su señoría, nosotros… nosotros podríamos detener un momento este juicio. Lo diré todo y lo admitiré todo mientras usted me asegure que Friday puede quedarse conmigo. También en la prisión. Eche un vistazo al animal, es evidente que apenas ha comido desde que lo separaron de mí. La perra no le sirve a ese…, al señor Sideblossom, no obedece a nadie…
– Señor McKenzie, ¡no estamos deliberando aquí sobre su perro! -contestó con firmeza el juez-. Pero si es así como está dispuesto a confesar… Los robos en Lionel Station, Kiward Station, Beasley Farms, Barrington Station… ¿corren todos de su cuenta?
McKenzie reaccionó con el ya conocido encogimiento de hombros.
– Hay muchos robos. Lo dicho, puede que de vez en cuando me haya apropiado de alguna oveja… Un perro como éste necesita adiestramiento. -Señaló a Friday, lo que desencadenó una fuerte carcajada en la sala-. Pero mil ovejas…
El juez volvió a suspirar.
– Bien. Si así lo quiere. Llamaremos a los testigos. El primero será Randolph Nielson, capataz de Beasley Farms…
La intervención de Nielson abrió una ronda de testimonios de trabajadores y ganaderos que sin excepción confirmaron que habían robado cientos de animales en las granjas mencionadas. Muchos habían sido recuperados en el rebaño de McKenzie. Todo eso era agotador y James habría podido abreviar el proceso, pero se mostraba obstinado y negó todo conocimiento sobre el ganado robado.
Mientras los testigos recitaban monótonamente cifras y fechas, McKenzie paseaba los dedos por el pelaje de Friday, acariciándola y sosegándola, dejando errar la mirada por la sala. Había cosas que antes de ese procedimiento le habían tenido más ocupado que el miedo a la soga. El juicio se celebraba en Lyttelton, en las llanuras de Canterbury, relativamente cerca de Kiward Station. ¿Estaría ella también ahí? ¿Acudiría Gwyneira? En las noches que precedieron al juicio, James recordó cada momento, cada acontecimiento por diminuto que fuera relacionado con ella. Desde su primer encuentro en el establo hasta la despedida, cuando ella le regaló a Friday. ¿Después de que lo hubiera engañado? Desde entonces no había pasado día sin que James pensara en ello. ¿Qué sucedió entones? ¿A quién había preferido antes que a él? ¿Y por qué parecía tan desesperada y triste cuando él la presionaba para que hablase? En realidad debería de haberse sentido satisfecha. El pacto con el otro había sido igual de efectivo que el que había cerrado con él…
James vio a Reginald Beasley en la primera fila, junto a los Barrington; también había sospechado del joven lord, pero Fleurette le había asegurado, respondiendo a sus cautas preguntas, que no mantenía ningún contacto con los Warden. ¿No se habría interesado más por Gwyneira si fuera el padre de su hijo? Al menos parecía ocuparse de forma conmovedora de los niños que estaban sentados entre él y su invisible esposa. George Greenwood no estaba presente. Pero según las declaraciones de Fleur, tampoco él entraba en consideración. Si bien mantenía un vivo contacto con todos los granjeros, siempre había protegido más a Ruben, el hijo de Helen O’Keefe.
Y ahí estaba ella. En la tercera fila. Casi escondida por un par de robustos ganaderos que se sentaban delante y que probablemente todavía tenían que declarar. Se inclinaba hacia delante y debía torcerse un poco para mantenerlo en su campo de visión, pero lo conseguía sin esfuerzo, delgada y ágil como estaba. ¡Sí, era hermosa! Igual de hermosa, despierta y vigilante como siempre. Su cabello se liberaba una y otra vez del rígido peinado con que había intentado domarlo. Tenía el semblante pálido y los labios entreabiertos. James intentó no cruzar su mirada con la de ella, habría sido demasiado doloroso. Tal vez más tarde, cuando su corazón dejara de latir frenético y cuando ya no temiera que sus ojos revelaran lo que todavía sentía por ella…
Primero se obligó a apartar la vista de la mujer y seguir paseándola por los bancos de los asistentes. Junto a Gwyneira esperaba ver a Gerald, pero ahí había un niño, un muchacho, quizá de doce años. James contuvo el aliento. Claro, debía de ser Paul, su hijo. Paul ya debía de ser lo bastante mayor para acompañar a su abuelo y su madre al juicio. James contempló al chico. Tal vez semejaba a su padre en los rasgos… Fleurette apenas se parecía a él, pero con cada hijo ocurría de modo distinto. Y con éste…
McKenzie se quedó helado al contemplar el rostro del joven con mayor detenimiento. ¡Era imposible! Pero así era: el hombre a quien Paul se parecía como si fueran dos gotas de agua estaba sentado justo a su lado: Gerald Warden.
McKenzie distinguió en ambos el mismo mentón anguloso, los ojos castaños y vivos, situados muy cerca en el rostro, la nariz carnosa. Rasgos marcados, una expresión igual de decidida en el semblante del anciano y en el del joven. No cabía duda, ese niño era un Warden. Los pensamientos de James se agolpaban en su cabeza. Si Paul era hijo de Lucas, ¿por qué entonces el padre se había marchado a la costa Oeste? O…
El descubrimiento le cortó la respiración, como si le hubieran propinado un puñetazo inesperado en el estómago. ¡El hijo de Gerald! No podía ser de otro modo, el niño no se parecía en nada al esposo de Gwyneira. Y ésa debía de ser la razón de que Lucas huyera. Había sorprendido a su mujer engañándolo, pero no con un desconocido, sino con su propio padre… ¡pero eso era totalmente imposible! Gwyneira nunca se habría entregado de buen grado a Gerald. Y si lo hubiera hecho, habría actuado con discreción. Lucas nunca lo habría sabido. Entonces…, Gerald tenía que haber forzado a Gwyneira.
James sintió un profundo arrepentimiento y rabia contra sí mismo. Ahora por fin veía con claridad por qué Gwyn no había podido hablar de ello, por qué se había sentido frente a él enferma de vergüenza e impotente ante el miedo. No podía contarle la verdad, todo habría empeorado aún más. James habría matado al viejo.
En lugar de eso, él, James, había abandonado a Gwyneira. Todavía lo había empeorado todo dejándola sola con Gerald y obligándola a criar a ese niño nefasto del que Fleurette había hablado con una aversión total. James sintió que crecía en él la desesperación. Gwyn nunca se lo perdonaría. Debería haberlo sabido o haber aceptado al menos su rechazo a hablar de ello sin plantearle preguntas. Debería de haber confiado en ella. Pero así…
James dirigió de nuevo una mirada de soslayo hacia su delicado rostro y se sobresaltó cuando ella levantó la cabeza y clavó la vista en él. Y entonces, de repente, todo desapareció. Se disolvió la sala de la audiencia ante sus ojos y los de Gwyneira; nunca había existido Paul Warden. En un círculo mágico sólo Gwyn y James estaban uno frente a otro. La vio como la muchacha que se había lanzado sin miedo a la aventura de Nueva Zelanda pero que no sabía cómo conseguir tomillo para preparar un plato inglés. Todavía recordaba con todo detalle el modo en que ella le sonrió cuando le tendió el ramito de hierbas. Y luego la insólita petición de si quería ser el padre de su hijo…, los días juntos en el lago y las montañas. La increíble sensación que experimentó el primer día que vio a Fleur en brazos de Gwyn.
Entre Gwyneira y James, en ese momento, se cerró un lazo largo tiempo roto, y nunca más volvería a soltarse.
– Gwyn… -Los labios de James dibujaron de forma inaudible su nombre, y Gwyneira sonrió aliviada, como si le hubiera comprendido. No, no tenía nada en contra de él. Se lo había perdonado todo y era una mujer libre. Ahora estaba por fin libre para él. ¡Si sólo hubiera podido hablar con ella! Tenían que volver a intentarlo, se pertenecían el uno al otro. ¡Ojalá no existiera ese juicio funesto! Por todos los cielos, si no lo colgaran…
– Señoría, creo que podemos abreviar este asunto. -James McKenzie pidió la palabra justo cuando el juez iba a llamar al siguiente testigo.
El juez Stephen alzó la vista sin esperanzas.
– ¿Quiere usted declarar?
McKenzie asintió. En las próximas horas informó con tono pausado acerca de sus robos y también del modo en que llevaba las ovejas a Dunedin.
– Pero debe usted comprender que no puedo dar el nombre del intermediario que compraba los animales. Nunca preguntó de dónde sacaba los míos, ni yo pregunté por los suyos.
– ¡Pero debe de conocerlo! -exclamó enojado el juez.
De nuevo, McKenzie se encogió de hombros.
– Conozco un nombre, pero ¿será el suyo…? Además, no soy un delator, su señoría. El hombre no me ha engañado y me ha pagado como convenido, no me exija que me convierta en un traidor.
– ¿Y tu cómplice? -gritó alguien de la sala-. ¿Quién era el tipo que se escapó?
McKenzie consiguió parecer desconcertado.
– ¿Qué cómplice? Siempre he trabajado solo, su señoría, solo con mi perro. Lo juro por Dios.
– ¿Y quién era el hombre que estaba con usted cuando lo detuvieron? -preguntó el juez-. Algunos también opinan que se trataba de una mujer.
McKenzie asintió con la cabeza hundida.
– Sí, correcto, su señoría.
Gwyneira se estremeció. ¡Entonces, sí se trataba de una mujer! James se había casado o al menos vivía con una mujer. Pero… cuando la había mirado… había pensado que todavía…
– ¿Qué significa eso de «sí, correcto»? -preguntó el juez irritado-. ¿Un hombre, una mujer, un fantasma?
– Una mujer, su señoría. -McKenzie seguía con la cabeza baja-. Una muchacha maorí con la que estoy viviendo.
– ¡Y le das el caballo a ella cuando tú vas en mulo y se escapa como alma que lleva el diablo! -gritó alguien de la sala provocando una carcajada general-. ¡Eso se lo contarás a tu abuela!
El juez pidió silencio en la sala.
– Debo admitir -observó entonces- que esta historia suena también un poco extraña a mis oídos.
– La muchacha me era muy preciada -contestó McKenzie con calma-. Es lo… lo más valioso que me ha ocurrido. Siempre le daría el mejor caballo, lo haría todo por ella. Daría mi vida. ¿Y por qué no iba a saber montar a caballo?
Gwyneira se mordió los labios. Así que era cierto que James había encontrado un nuevo amor. Y si sobrevivía, volvería con ella…
– Ajá -intervino el juez con sequedad-. Una chica maorí. ¿Tiene esa hermosa muchacha un nombre y una tribu?
McKenzie pareció pensar unos segundos.
– No pertenece a ninguna tribu. Tendríamos que remontarnos muy lejos para contarlo todo aquí, pero procede de la unión de un hombre y una mujer que nunca compartieron el lecho en una casa común. Su unión fue, empero, bendecida. Tuvo lugar para… para… -Buscó los ojos de Gwyn-. Para secar las lágrimas de un dios.
El juez frunció el ceño.
– Bien, no he pedido una introducción en las ceremonias de procreación paganas. ¡Hay menores en la sala! La muchacha fue desterrada de la tribu y no tiene nombre…
– No, sí tiene nombre. Se llama Pua…, Pakupaku Pua -McKenzie miró a Gwyn a los ojos cuando pronunció el nombre y ella esperó que nadie le dirigiera la mirada, pues pasaba alternativamente de la palidez al rubor. Si era cierto lo que ella había creído entender…
Cuando el juzgado se retiró para deliberar unos minutos más tarde, salió corriendo entre las filas, sin disculparse antes de Gerald o Sideblossom. Necesitaba a alguien que se lo confirmara, a alguien que supiera maorí mejor que ella. Ya sin aliento, encontró a Reti.
– ¡Reti! ¡Qué suerte que estés aquí! Reti, ¿qué… qué significa pua? ¿Y pakupaku?
El maorí rio.
– Eso realmente debería saberlo usted, Miss Gwyn. Pua significa flor y pakupaku…
– Significa pequeña… -susurró Gwyneira. Tenía la sensación de que podría haber gritado de alivio, llorado, bailado. Pero sólo sonrió.
La muchacha se llamaba Florecita. Ahora entendía Gwyn lo que la mirada evocadora de James quería decirle. Debía de haber encontrado a Fleurette.
James McKenzie fue condenado a cinco años de encierro en una prisión de Lyttelton. Naturalmente, no pudo conservar el perro. John Sideblossom debía ocuparse del animal, siempre que eso le interesara. Al juez Stephen le daba totalmente igual. El tribunal, volvió a subrayar, no era responsable de animales domésticos.
Lo que siguió fue odioso. Los alguaciles y los agentes de policía tuvieron que separar usando la violencia a McKenzie y Friday. La perrita, a su vez, mordió a Sideblossom cuando éste le puso la correa. Paul contó después, alegrándose del pesar ajeno, que el ladrón de ganado había llorado.
Gwyneira no le hizo caso. Tampoco estuvo presente cuando se falló la sentencia, estaba demasiado alterada. Paul haría preguntas cuando la viera así y temía su intuición, que con frecuencia era sorprendente.
En lugar de eso esperó fuera con el pretexto de tomar aire fresco y de necesitar moverse un poco. Para evitar a la multitud que esperaba delante del edificio del juzgado la sentencia, caminó alrededor de la audiencia, y, sin haberlo esperado, tuvo un último encuentro con James McKenzie. El condenado se retorcía entre dos hombres corpulentos que lo arrastraban de malos modos por una salida posterior hasta el vehículo carcelario que estaba aguardándolo. Había estado luchando acaloradamente hasta ese momento, pero a la vista de Gwyn se sosegó.
– Volveré a verte -dibujaron sus labios-. ¡Gwyn, volveré a verte!
Apenas habían pasado seis meses desde el proceso de James McKenzie, cuando Gwyneira vio interrumpidas sus labores diarias por una excitada niña maorí. Como siempre, tenía a sus espaldas una mañana ajetreada y enturbiada una vez más a causa de otra discusión con Paul. El joven había vuelto a ofender a dos pastores maoríes, y eso justo antes del esquileo y de que las ovejas fueran conducidas a los pastizales de la montaña, para lo que se necesitaban todas las manos disponibles. Ambos hombres eran insustituibles, experimentados, leales y no había la menor razón para violentarlos por que hubieran aprovechado el invierno para realizar una de las tradicionales migraciones de su tribu. Era normal: cuando se agotaban las provisiones que la tribu había almacenado para el invierno, los maoríes desaparecían para ir a cazar a otras zonas de la región. Las casas junto al lago se abandonaban de la noche a la mañana y nadie acudía a trabajar a excepción de unos pocos empleados domésticos de confianza. Para los recién llegados pakeha esto resultaba al principio insólito, pero los colonos que llevaban allí largo tiempo, ya hacía mucho que se habían acostumbrado. Aun más cuanto las tribus tampoco desaparecían en cualquier época, sino sólo cuando no encontraban nada más que comer cerca de sus asentamientos o cuando habían ganado lo suficiente con los pakeha para ir a comprar. Cuando era la estación de la siembra en sus campos y el esquileo y la conducción del ganado ofrecían abundante trabajo, regresaban. Así también los dos trabajadores de Gwyneira, que no entendían en absoluto por qué Paul los reprendía rudamente por su ausencia.
– ¡El señor Paul ya debe saber que regresamos! -dijo uno de los hombres enfadado-. Ha compartido mucho tiempo el campamento con nosotros. Era como un hijo cuando era pequeño, como el hermano de Marama. Pero ahora…, sólo problemas. Sólo porque problemas con Tonga. Dice que no obedecemos a él, sólo a Tonga. Y Tonga querer que él marcharse. Pero es absurdo. ¡Tonga todavía no llevar tokipoutangata, hacha de jefe…, y el señor Paul todavía no señor de la granja!
Gwyneira suspiró. Por el momento, el último comentario de Ngopinis le dio una buena arma para tranquilizar a los hombres. Al igual que Tonga todavía no era jefe, a Paul todavía no le pertenecía la granja, así que no debía amonestar ni despedir a nadie. Bastaban como disculpa unas semillas, dijeron los maoríes, dispuestos al final a seguir trabajando para Gwyn. Pero cuando Paul tomara las riendas del negocio la gente se le iría. Probablemente Tonga trasladaría todo el campamento, cuando un día tuviera la dignidad de jefe, para no tener que ver más a Paul.
Gwyneira salió en busca de su hijo y le reprochó todo eso, pero Paul sólo hizo un gesto de indiferencia.
– Entonces, me limitaré a contratar a colonos recién llegados. ¡Son más fáciles de dirigir! Y de todos modos, Tonga no se atreverá a marcharse. Los maoríes necesitan el dinero que ganan aquí y la tierra en la que viven. ¿Quién va a permitirles que ocupen sus propiedades? Ahora toda la tierra pertenece a los ganaderos blancos. ¡Y lo menos que necesitan es a alguien que provoque disturbios!
Enfadada, Gwyn tuvo que admitir que Paul tenía razón. La tribu de Tonga no sería bien recibida en ningún lugar. Pero ese pensamiento no la tranquilizaba, sino que más bien le producía temor. Tonga era una persona impulsiva. Nadie podía predecir lo que ocurriría cuando fuera consciente de lo que Paul acababa de mencionar.
Y ahora llegaba esa muchacha a la cuadra, donde Gwyn estaba ensillando su caballo. Otra maorí a ojos vistas turbada. Esperaba que no tuviera más quejas contra Paul.
Pero la muchacha no pertenecía a la tribu vecina. Gwyn reconoció a una de las pequeñas pupilas de Helen. Se acercó con timidez e hizo una pequeña inclinación delante de Gwyn como una aplicada alumna inglesa.
– Miss Gwyn, me envía Miss Helen. Tengo que decirle que en O’Keefe Farm la espera alguien. Y tiene que ir deprisa, antes de que oscurezca, antes de que vuelva el señor Howard, si hoy por la noche no se va al bar. -La niña hablaba un inglés excelente.
– ¿Quién puede estar esperándome ahí, Mara? -preguntó Gwyneira desconcertada-. Todo el mundo sabe dónde vivo…
La pequeña adoptó una expresión seria.
– ¡Es un secreto! -respondió gravemente-. Y no se lo debo decir a nadie más, sólo a usted.
El corazón de Gwyneira empezó a palpitar con fuerza.
– ¿Fleurette? ¿Es mi hija? ¿Fleur ha regresado? -No daba crédito, aunque esperaba que su hija ya hiciera tiempo que viviera con Ruben en algún lugar de Otago.
Mara sacudió la cabeza.
– No, miss, es un hombre…, hum, un gentleman. Y tengo que decirle que se dé usted prisa. -Al pronunciar las últimas palabras volvió a hacer una reverencia.
Gwyneira asintió.
– Bien, pequeña. Coge deprisa unos dulces de la cocina. Moana ha preparado antes galletas. Mientras, voy a enganchar el cabriolé. Así podrás volver conmigo.
La chica sacudió la cabeza.
– Yo iré a pie, Miss Gwyn. Es mejor que coja su caballo. Miss Helen dice que se dé mucha… mucha prisa.
Gwyneira no entendía absolutamente nada, pero acabó de ensillar obedientemente el caballo. Así que hoy, nada de inspeccionar los cobertizos de esquileo, sino visita a casa de Helen. ¿Quién sería el misterioso individuo? Puso las riendas a Raven, una hija de la yegua Morgaine, a toda prisa, un ritmo que agradaba a la joven yegua. Raven se pasó diligente al trote en cuanto Gwyneira dejó tras de sí los edificios de Kiward Station. En lo que iba de tiempo, el atajo que unía las granjas estaba tan bati-do que casi no tenía que tirar de las riendas del caballo para ayudarle a pasar los tramos complicados. Raven saltó el arroyo con un poderoso brinco. Gwyneira pensó con una sonrisa triunfal en la última cacería que había organizado Reginald Beasley. El hombre había contraído segundas nupcias con una viuda de Christchurch cuya edad se ajustaba a la de él. Administraba la casa de forma excelente y cuidaba sin descanso del jardín de rosas. No obstante, no parecía ser muy apasionada, así que Beasley seguía entreteniéndose con la cría de caballos de carreras. Su rabia era pues mayor por el hecho de que Gwyneira y Raven hubieran ganado todas las cazas con rastro simulado. El hombre planeaba para el futuro la construcción de un hipódromo. ¡Entonces los caballos de Gwyn no volverían a dejar atrás a los purasangres!
Poco antes de llegar a la granja de Helen, Gwyn tuvo que tirar de las riendas del caballo para no atropellar a ninguno de los niños que salían de la escuela.
Tonga y uno o dos maoríes más de la colonia del lago la saludaron desabridos, sólo Marama sonrió tan amistosamente como siempre.
– ¡Estamos leyendo un libro nuevo, Miss Gwyn! -le explicó complacida-. ¡Uno para adultos! De Edward Bulwer-Lytton. ¡Es muy famoso en Inglaterra! Se trata de un campamento de romanos, es una tribu muy antigua de Inglaterra. Su campamento está junto a un volcán y entra en erupción. Es taaan triste, Miss Gwyn… sólo espero que las chicas no se mueran. ¡Con lo que Glauco quiere a Iona! Pero en serio que la gente debería ser más lista. Nadie monta su campamento tan cerca de un volcán. Y encima uno tan grande, con dormitorios y todo. ¿Cree que a Paul le gustaría leer también este libro? Lee muy poco últimamente y esto no es bueno para un gentleman, dice Miss Helen. ¡Después iré a buscarlo y le llevaré el libro! -Marama se marchó dando brincos y Gwyneira sonrió para sus adentros. Todavía sonreía cuando se detuvo ante la granja de Helen.
– Tus niños dan muestras de tener sentido común -le dijo de broma a Helen, que salió de la casa en cuanto oyó el golpeteo de los cascos. Pareció aliviada al reconocer a Gwyn y no a otro visitante-. Nunca supe qué era lo que me disgustaba de Bulwer-Lytton, pero Marama ha dado en el clavo: todo es culpa de los romanos. Si no se hubieran instalado junto al Vesuvio, Pompeya no habría sido destruida y Edwar Bulwer-Lytton se podría haber ahorrado las quinientas páginas. Sólo tendrías que haber enseñado a los niños que todo eso no sucede en Inglaterra…
La sonrisa de Helen parecía forzada.
– Marama es un chica inteligente -dijo-. Pero ven, Gwyn, no debemos perder tiempo. Si Howard lo encuentra aquí, lo matará. Todavía está furioso de que Warden y Sideblossom no contaran con él al reunir la patrulla de búsqueda.
Gwyneira frunció el ceño.
– ¿Qué patrulla? ¿Y a quién matará?
– Bueno, a McKenzie. ¡James McKenzie! Ah, es cierto, no le he dicho el nombre a Mara, por seguridad. Pero está aquí, Gwyn. ¡Y quiere hablar urgentemente contigo!
Gwyneira tuvo la impresión de que le flaqueaban las piernas.
– Pero…, James está en Lyttelton en la cárcel. No puede…
– ¡Se ha escapado, Gwyn! Y ahora ve, dame el caballo. McKenzie está en el granero.
Gwyneira se dirigió volando al granero. Se le agolpaban los pensamientos en la mente. ¿Qué iba a decirle a James? ¿Qué quería decirle él a ella? Pero James estaba ahí…, estaba ahí, y ellos…
En cuanto Gwyneira entró en el granero, James McKenzie la estrechó entre sus brazos. Ella no tuvo tiempo de resistirse y tampoco quiso hacerlo. Sin aliento se estrechó contra el hombro de James. Habían pasado trece años, pero era una sensación tan maravillosa como la de antes. Ahí estaba segura. Daba igual lo que sucediera a su alrededor, cuando James la rodeaba con sus brazos, se sentía protegida de todo.
– Gwyn, cuánto tiempo… No hubiera debido abandonarte -susurró James en su cabello-. Debería haber sabido lo de Paul. En lugar de eso…
– Yo tendría que habértelo dicho -respondió Gwyneira-. Pero no me atreví a contártelo… Pero dejémonos ahora de disculpas, siempre supimos lo que queríamos… -Le dirigió una sonrisa pícara. McKenzie no se hartaba de contemplar la expresión feliz en su rostro sofocado por la cabalgada. Naturalmente, aprovechó la oportunidad y besó la boca que de buen grado se le ofrecía.
– ¡Bien, vayamos al grano! -dijo luego resueltamente, mientras que un brillo travieso danzaba en sus ojos-. Antes que nada aclaremos un tema, y sólo quiero oír la verdad y nada más que la verdad. Ahora que ya no existe ningún esposo a quien debas tu lealtad y ningún hijo al que haya que engañar: ¿se trató entonces sólo de un pacto, Gwyn? ¿Se trataba sólo de tener un hijo? ¿O me amaste? ¿Aunque fuera un poco?
Gwyneira sonrió, frunció el ceño como si tuviera que meditar la respuesta.
– ¿Un poco? Bueno, pensándolo bien, un poco sí que te quise.
– Bien. -James a su vez se puso serio-. ¿Y ahora? Puesto que has reflexionado largo tiempo sobre ello y has criado a una hija tan preciosa. Puesto que eres libre, Gwyneira, y nadie puede darte más órdenes, ¿sigues queriéndome todavía un poco?
Gwyneira sacudió la cabeza.
– No creo -respondió lentamente-. ¡Ahora te quiero mucho más!
James la volvió a estrechar entre sus brazos y ella saboreó su beso.
– ¿Me quieres lo suficiente como para venir conmigo? -preguntó-. ¿Lo suficiente como para huir? La prisión es horrible, Gwyn. ¡Debo escapar de eso!
Gwyneira sacudió la cabeza.
– ¿Qué te imaginas que vamos a hacer? ¿Adónde quieres ir? ¿A robar ovejas otra vez? Si vuelven a atraparte, ¡esta vez te ahorcarán! Y a mí me meterán en la cárcel.
– ¡No me han pillado en más de diez años! -protestó él.
Gwyn suspiró.
– Porque encontraste esas tierras y ese paso. El escondite ideal. Ahora lo llaman McKenzie Highland. Seguramente seguirá llamándose así cuando nadie más se acuerde de John Sideblos-som y Gerald Warden.
McKenzie sonrió irónico.
– Pero ¡no puedes creer en serio que vayamos a encontrar otra vez algo así! Debes pasar los cinco años que te quedan en prisión, James. Cuando recuperes realmente la libertad, ya veremos qué hacemos. De todos modos, tampoco podría marcharme de aquí tan fácilmente. Las personas de este lugar, los animales, la granja…, James, todo depende de mí. Toda la cría de las ovejas. Gerald bebe más de lo que trabaja y, cuando lo hace, sólo se ocupa de la cría de los bueyes. Pero también en eso delega cada vez más en Paul…
– Con lo que el niño no es especialmente apreciado… -gruñó James-. Fleurette me ha contado un poco, incluso el agente de policía de Lyttelton. Lo sé todo sobre las llanuras de Canterbury. Mi celador se aburre y yo soy el único con quien puede pasar todo el día charlando.
Gwyn sonrió. Conocía vagamente al policía de haberlo visto en acontecimientos sociales y sabía que le gustaba hablar.
– Sí, Paul es difícil -reconoció-. Y por ello, todavía me necesita más la gente. Al menos por ahora. Dentro de cinco años todo será distinto. Entonces Paul casi será mayor de edad y no permitirá que le diga nada. Todavía no sé si quiero vivir en una granja administrada por él. Pero tal vez podamos quedarnos con un trozo de tierra. Después de todo lo que he hecho por Kiward Station, me corresponde.
– ¡No será tierra suficiente para la cría de ovejas -apuntó James entristecido.
Gwyn se encogió de hombres.
– Pero tal vez para la cría de perros o caballos. Tu Friday es famoso, y mi Cleo…, todavía vive, pero pronto morirá. Los granjeros se pelearían por un perro adiestrado por ti.
– Pero cinco años, Gwyn…
– ¡Sólo cuatro y medio! -Gwyneira se estrechó de nuevo contra él. También a ella le parecían cinco años eternos, pero no podía imaginarse otra solución. Y, de ninguna de las maneras, una huida a las montañas o la vida junto a un yacimiento de oro.
McKenzie suspiró.
– De acuerdo, Gwyn. ¡Pero debes darme ahora una oportunidad! Ahora soy libre. No me gusta pensar en volver a una celda. Si no me cogen, me abriré paso en los yacimientos. Y, hazme caso, Gwyn, ¡encontraré oro!
Gwyneira sonrió.
– Es cierto que también has encontrado a Fleurette. ¡Pero no vuelvas a hacerme lo de la chica maorí delante de un juzgado! ¡Pensé que se me paraba el corazón cuando hablaste de tu gran amor!
James hizo una mueca irónica.
– ¿Pues qué iba a hacer? ¿Confesarles que tenía una hija? Nunca buscarán a la chica maorí, saben exactamente que no tienen la menor posibilidad de encontrarla. Si bien Sideblossom sostenía, como es natural, que ella se ha quedado con todo el dinero.
Gwyn frunció el ceño.
– ¿Qué dinero, James?
McKenzie le dedicó una sonrisa más ancha.
– Bueno, me he permitido darle a mi hija una dote suficiente, dado que en este aspecto los Warden no han sido generosos. Es todo el dinero que he ganado con las ovejas en estos años. ¡Créeme, Gwyn, era un hombre rico! Y espero que Fleur haga un sensato uso de él.
Gwyn sonrió.
– Esto me tranquiliza. Ella y su Ruben me tenían asustada. Ruben es un buen chico, pero no es hábil en trabajos manuales. Ru-ben como buscador de oro…, sería como si tú pretendieras ponerte a trabajar de juez de paz.
McKenzie le arrojó una mirada de reproche.
– ¡Oh, tengo un marcado sentido de la justicia, Miss Gwyn! ¿Por qué te crees que me comparan con Robin Hood? ¡Sólo he robado los sacos de los ricos, nunca a la gente que gana el pan con el sudor de su frente! Bueno, tal vez mi forma de actuar sea poco convencional…
Gwyneira rio.
– Digamos que no eres ningún gentleman y que yo ya he dejado de ser una lady después de todo lo que me he permitido hacer contigo. Pero ¿sabes qué? ¡Me da igual!
Se besaron de nuevo y James condujo suavemente a Gwyneira hacia el heno; pero entonces Helen les interrumpió.
– Me desagrada molestaros, pero acaban de estar aquí unas personas de la oficina de policía. He sudado sangre, pero sólo andan preguntando por los alrededores y no han dado señales de ir a registrar la granja. Sin embargo, parece que se ha armado mucho alboroto. Los barones de la lana ya se han enterado de su huida, señor McKenzie, y se han apresurado a enviar gente para capturarlo. Dios mío, ¿no podría haber esperado usted un par de semanas más? En medio del esquileo nadie lo hubiera perseguido, pero ahora sobran trabajadores que desde hace meses no tienen nada concreto que hacer. ¡Están deseando lanzarse a la aven-tura! En cualquier caso debería quedarse aquí hasta que oscurezca y luego desaparecer lo antes posible. Lo mejor es que vuelva a la cárcel. Lo más seguro sería que se entregara. Pero eso debe decidirlo usted mismo. Y tú, Gwyn, regresa a casa lo antes posible. No es momento para que tu familia recele. No va de broma, señor McKenzie, los hombres que han estado aquí tenían orden de dispararle.
Gwyneira temblaba de pavor cuando dio a James un beso de despedida. Otra vez más debería temer por su suerte. Y justo ahora que por fin se habían reencontrado.
También ella le sugirió, por supuesto, que regresara a Lyttelton, pero James se negó. Quería ir a Otago. Primero a recoger a Friday y luego dirigirse a los campamentos de oro.
– ¡Qué insensatez! -comentó Helen.
– ¿Le darás al menos algo de comer? -preguntó Gwyn con tristeza cuando su amiga la acompañó al exterior-. Y muchas gracias, Helen. Soy consciente del riesgo que has corrido.
Helen hizo un gesto de rechazo.
– Si todo sucede con nuestros hijos como está planeado, acabará siendo el suegro de Ruben… ¿O seguirás negando que es el padre de Fleurette?
Gwyn sonrió.
– ¡Siempre lo has sabido, Helen! Tú misma me enviaste a Matahorua y oíste su consejo. ¿Y acaso no elegí un hombre bueno?
James McKenzie fue detenido la noche siguiente, con lo que tuvo suerte dentro de la desgracia. Cayó en manos de una patrulla de búsqueda de Kiward Station dirigida por sus viejos amigos Andy McAran y Poker Livingston. Si ambos hubieran estado solos, con toda seguridad lo hubieran dejado huir, pero habían emprendido la marcha con dos nuevos trabajadores y no quisieron correr el riesgo. No hicieron ningún intento de disparar a James, pero el sensato McAran compartía la opinión de Helen y Gwyn.
– Si alguien de las granjas de Beasley o Barrington te encuentra, te matará a tiros como si fueras un perro. ¡Y no hablemos de Sideblossom! El mismo Warden (dicho entre nosotros) es un estafador y, en cierto modo, todavía te entiende un poco. Pero a Barrington le has decepcionado profundamente. A fin de cuentas le habías dado tu palabra de honor de que no te escaparías.
– Pero sólo en el trayecto hasta Lyttelton! -protestó James, defendiendo su honor-. ¡Eso no era válido para cinco años de cárcel!
Andy se encogió de hombros.
– En cualquier caso, está enfadado. A Beasley le horroriza perder todavía más ovejas. Los dos sementales que ha traído de Inglaterra valen una fortuna. Bastantes preocupaciones tiene ya la granja. ¡Ése no conoce el perdón! Lo mejor es que cumplas la condena.
Aun así, el policía no estaba enfadado cuando McKenzie regresó.
– Ha sido por mi propia culpa -gruñó-. ¡En lo sucesivo lo encerraré, McKenzie! ¡Esto es lo que ha conseguido!
McKenzie permaneció obedientemente tres semanas enteras en la prisión; sin embargo, cuando escapó de nuevo se dieron unas circunstancias especiales que obligaron al agente a llamar a la puerta de Gwyneira en Kiward Station.
Gwyneira estaba examinando una última vez un grupo de ovejas madres y sus corderos antes de que fueran conducidos a la montaña, cuando vio llegar a Laurence Hanson, máximo guardián de la ley del condado de Canterbury. Hanson avanzaba lentamente debido a que arrastraba con una correa algo pequeño y negro. El perro se resistía con vehemencia y sólo daba un par de pasos hasta que corría el peligro de estrangularse. Luego plantaba de nuevo las cuatro patas en el suelo.
Gwyn frunció el ceño. ¿Se había escapado uno de los perros de su granja? De hecho, algo así no sucedía jamás. Y si ocurría, no se hacía cargo el jefe de la policía. Despidió a toda prisa a los dos pastores maoríes y los envió con las ovejas a la montaña.
– ¡Os veré en otoño! -dijo a los hombres que iban a pasar el verano con los animales en una de las cabañas del pastizal-. ¡Cuidaos sobre todo de que mi hijo no os vea antes del otoño! -Suponer que los maoríes fueran a quedarse todo el verano en los pastos, sin visitar en ese período a sus mujeres, era pura fantasía. Pero tal vez las mujeres se reunirían con ellos en las tierras altas. Nunca se sabía con certeza: las tribus se movían. Gwyneira sólo sabía que Paul desaprobaría una u otra solución.
Acto seguido, no obstante, se dirigió a la casa para saludar al acalorado agente de policía, que ya iba a su encuentro. Sabía dónde estaban los establos y al parecer quería guardar allí su caballo. Así que no tenía prisa. Gwyn suspiró. En realidad tenía otras cosas que hacer antes que pasar el día charlando con Hanson. Pero, por otra parte, éste seguro que la informaría de todos los pormenores acerca de James.
Cuando Gwyn entró en las cuadras, Hanson estaba desatando al perro, cuya correa había ligado a la silla. No cabía duda de que el animal era un collie, pero se hallaba en un estado digno de compasión. El pelaje no tenía brillo y estaba apelmazado, y el animal estaba tan flaco que se le marcaban las costillas pese a la longitud del pelo. Cuando el sheriff se inclinó junto a él, enseñó los dientes y gruñó. Un hocico tan agresivo no era normal en un Border. Sin embargo, Gwyneira reconoció de inmediato a la perrita.
– ¡Friday! -dijo con ternura-. Déjeme, sheriff, a lo mejor me recuerda. A fin de cuentas era mía cuando tenía cinco meses.
Hanson mostró cierto escepticismo ante la hipótesis de que la perra realmente recordara a la mujer que le había dado las primeras lecciones en la guía de ganado; pero Friday reaccionó a la voz de Gwyneira. Al menos no se resistió cuando ella la acarició y desató la correa de la silla de montar.
– ¿De dónde la ha sacado? Es…
Hanson asintió.
– Es la perra de McKenzie, en efecto. Llegó hace dos días a Lyttelton totalmente agotada. Ya ve qué aspecto tiene. McKenzie la ha visto desde la ventana y ha armado un escándalo. Pero qué iba a hacer yo, ¡no puedo dejarla entrar en la cárcel! ¿Cómo acabaríamos? Si él puede tener un perro, el siguiente querrá un gato y si el gato se come al canario del tercero habrá un motín en la cárcel.
– Bueno, no será para tanto -Gwyn sonrió. La mayoría de los presidiarios de Lyttelton no pasaban tiempo suficiente en la cárcel para comprarse un animal doméstico. En general dormían la mona y estaban en la calle al día siguiente.
– En cualquier caso eso es inadmisible -dijo el sheriff con determinación-. Me llevé el animal a casa pero no quería quedarse ahí. En cuanto se abría la puerta, corría de nuevo a la cárcel. Por la noche, McKenzie se ha escapado. Esta vez ha forzado un cerrojo y ha robado carne para el chucho rápidamente. Por suerte no ha sido nada grave. El carnicero sostuvo después que se trataba de un regalo y no habrá otro juicio…, y a McKenzie ya lo tenemos de vuelta a la cárcel. Pero, naturalmente, esto no puede seguir así. El hombre lo arriesga todo por el perro. En fin, entonces he pensado que…, como usted crio al animal y el suyo acaba de morir…
Gwyneira tragó saliva. Incluso ahora no podía pensar en Cleo sin que las lágrimas no humedecieran sus ojos. Todavía no había elegido un nuevo perro. La herida era demasiado reciente. Pero ahí estaba Friday. Y se parecía a su madre en el pelaje.
– ¡Ha dado en el clavo! -dijo serenamente-. Friday puede quedarse aquí. Dígale al señor McKenzie que yo cuidaré de ella. Hasta que él nos…, hum, hasta que la recoja. Pero ahora venga y tómese un refresco, agente. Debe de estar sediento tras la larga cabalgada.
Friday yacía jadeando a la sombra. Todavía llevaba la correa y Gwyn sabía que corría un riesgo cuando se inclinó sobre ella y desató la cuerda.
– ¡Ven, Friday! -dijo dulcemente.
Y la perra la siguió.
Un año después de que James McKenzie fuera procesado, George y Elizabeth Greenwood regresaron de Inglaterra y Helen y Gwyneira por fin recibieron noticias de sus hijos. Fleur había rogado a Elizabeth que fuera discreta y ésta se tomó la advertencia en serio, así que ella misma se dirigió en su pequeño cabriolé a Haldon para entregar las cartas en mano. Ni siquiera había informado a su marido cuando se reunió con Helen y Gwyn en la granja de los O’Keefe. Naturalmente, ambas mujeres la asaltaron con preguntas acerca de su viaje, que, por su aspecto, debería de haberle sentado bien. Elizabeth parecía relajada y tranquila consigo misma.
– ¡Londres estaba maravilloso! -contó con la mirada iluminada-. La madre de George, la señora Greenwood, es un po-co…, bueno, necesita hacerse a la idea. ¡Pero reconoció que me encontraba muy bien educada! -Elizabeth resplandecía como la muchacha de antaño y miró a Helen buscando aprobación-. Y el señor Greenwood es encantador y muy amable con los niños. El que no me gusta nada es el hermano de George. ¡Y con qué mujer se ha casado! Es realmente ordinaria. -Elizabeth arrugó la naricita de forma autocomplaciente y plegó la servilleta. Gwyneira observó que seguía haciendo exactamente los mismos gestos que Helen les había inculcado tiempo atrás a las muchachas-. Pero ahora, al encontrar las cartas, me ha sabido mal que hayamos prolongado tanto el viaje -se disculpó Elizabeth-. Deben de haber estado muy preocupadas, Miss Helen y Miss Gwyn. Pero al parecer, Fleur y Ruben están bien de salud.
En efecto, Helen y Gwyneira se sintieron muy aliviadas, no sólo por las noticias acerca de Fleur, sino también por lo que explicaba con todo detalle acerca de Daphne y las mellizas.
– Daphne debió de encontrar a las niñas en algún lugar de Lyttelton -leyó en voz alta Gwyn en una de las cartas de Fleur-. Al parecer vivían en la calle y se mantenían a flote gracias a pequeños hurtos. Daphne se ha hecho cargo de las chicas y se ha ocupado de ellas de un modo conmovedor. Miss Helen, puede estar orgullosa de ella, aunque, naturalmente…, la palabra debe más bien deletrearse…, es una p-u-t-a. -Gwyneira rio.
– Así que has encontrado de nuevo a todas tus ovejitas. Pero ¿ahora qué hacemos con las cartas? ¿Las quemamos? Me daría mucha pena, pero ni Gerald ni Paul deben encontrarlas de ninguna de las maneras, ¡y Howard tampoco!
– Tengo un escondite -dijo Helen en tono conspirador, y se dirigió a uno de los armarios de la cocina. En la pared del fondo había una tabla suelta tras la cual podían depositarse pequeños objetos que no llamaran la atención. Helen también guardaba allí algo de dinero ahorrado y un par de recuerdos de cuando Ruben era pequeño. Enseñó emocionada a las otras dos mujeres unos dibujos y un rizo de su hijo.
– ¡Qué mono! -exclamó Elizabeth, y confesó a las dos amigas que llevaba un mechón de George en un medallón.
Gwyneira casi habría envidiado esa prueba tangible del amor de Elizabeth, pero luego arrojó una mirada a la perrita que descansaba delante de la chimenea y que la miraba con adoración. Nada podía unirla más estrechamente a James que Friday.
Un año más tarde, Gerald y Paul regresaron encrespados de una reunión de ganaderos celebrada en Christchurch.
– ¡El gobierno no sabe lo que hace! -protestó Gerald, sirviéndose un whisky. Tras pensarlo unos segundos llenó tam-bién un vasito para Paul, que ya tenía catorce años-. ¡Destierro a perpetuidad! ¿Quién va a controlarlo? Si ahí no le gusta, volverá en el próximo barco.
– ¿Quién volverá? -preguntó Gwyneira sin mucho interés.
Enseguida iba a servirse la comida y Gwyneira se llenó un vaso de oporto para acompañar a los hombres y no perder de vista a Gerald. No le gustaba nada que ya invitara a Paul a tomar una copa. El joven aprendería demasiado pronto. Por añadidura, su temperamento era difícil de controlar estando sobrio y bajo la influencia del alcohol se complicaría aún más.
– ¡McKenzie! ¡El maldito ladrón de ganado! ¡El gobernador lo ha indultado! -gritó Gerald, y Gwyneira sintió cómo la sangre se agolpaba en su rostro. ¿James estaba libre?- Pero con la condición de que abandone el país de inmediato. Lo embarcan con el próximo barco rumbo a Australia. Cuanto mayor sea la distancia, mejor: nunca estará lo bastante lejos. Pero ahí será un hombre libre. ¿Quién le impedirá que regrese? -vociferó.
– ¿No sería poco inteligente? -preguntó Gwyneira sin dejar traslucir ninguna emoción en la voz. Si James se marchaba realmente para siempre a Australia… Se alegraba por él a causa del indulto, pero ella, entonces, lo había perdido.
– En los próximos tres años, sí -respondió Paul. Dio un sorbo al whisky y miró con atención a su madre.
Gwyn luchó por mantener la calma.
¿Pero luego? Su condena se habría cumplido. Un par de años más y estaría prescrita. Paul dijo:
– Y si todavía tiene suficiente cabeza para no pasar por Lyttelton, sino por Dunedin tal vez… También puede cambiar de nombre, nadie hace caso de la lista de pasajeros. ¿Qué pasa, madre? No tienes buen aspecto…
Gwyneira se aferró a la idea de que Paul sin duda tenía razón. James encontraría una oportunidad de regresar. ¡Pero debía verlo una vez más! Debía escuchar de su propia boca que regresaría antes de que ella albergara alguna esperanza.
Friday se apretó contra Gwyn, quien la acarició distraída. De repente se le ocurrió una idea.
¡La perra, claro! Gwyn se dirigiría al día siguiente a Lyttelton para devolver a Friday al policía y que éste, a su vez, se la diera a James. Entonces le pediría si podía ver a James. A fin de cuentas había cuidado del animal durante casi dos años. Seguro que Hanson no se lo negaba. Era un tipo bondadoso y con toda certeza ignoraba totalmente su relación con McKenzie.
¡Si al menos eso no significara que tenía que separarse de Friday! A Gwyn se le encogía el corazón sólo de pensar en ello. Pero eso no servía de nada, Friday pertenecía a James.
Como era de esperar, Gerald se enfadó cuando Gwyn explicó que al día siguiente devolvería el animal a su amo.
– ¿Para que ese tipo se ponga enseguida a seguir robando? -preguntó sarcástico-. ¡Estás loca, Gwyneira!
La mujer puso un gesto de impotencia.
– Puede ser, pero él es su dueño. Y le resultará más fácil encontrar un empleo respetable si se lleva al perro pastor.
Paul resopló.
– ¡Ése no se busca ningún empleo respetable! Si uno ha sido un buscavidas, buscavidas se queda.
Gerald ya se proponía darle la razón, pero Gwyn sólo sonrió.
– Sé de jugadores profesionales que luego han ascendido al honorable nivel de barones de la lana -replicó ella con serenidad.
Al día siguiente partió de madrugada hacia Lyttelton. Era un largo trayecto, e incluso la briosa Raven sólo trotaba, tras cinco horas de intensa cabalgada por el Bridle Path. Friday, que las seguía, ya estaba hecha polvo.
– Podrás descansar en comandancia -le dijo Gwyn afablemente-. Quién sabe, quizás Hanson hasta te deje reunirte con tu amo. Y yo reservaré una habitación en el White Hart. Por un día que yo no esté, Paul y Gerald no harán ninguna de las suyas.
Laurence Hanson estaba justo ordenando su despacho, cuando Gwyn abrió la puerta de la oficina de policía, tras la cual también se hallaban las celdas de los presos. Nunca había estado ahí, pero bullía por dentro de alegría anticipada. ¡Pronto vería a James! ¡Por vez primera en casi dos años!
Hanson resplandeció al reconocerla.
– ¡Señora Warden! ¡Miss Gwyn! Ésta sí es una sorpresa. Espero que su presencia no se deba a ningún hecho desagradable. ¿No querrá denunciar un robo? -El policía guiñó un ojo. Al parecer eso le parecía imposible: una mujer respetable habría enviado a un miembro varón de la familia-. ¡Y qué perra más guapa está hecha la pequeña Friday! ¿Qué tal, pequeña, todavía quieres morderme?
Se inclinó sobre la perra, que esta vez se acercó confiada a él.
– ¡Qué pelaje más suave tiene! De verdad, Miss Gwyn, está muy bien cuidada.
Gwyneira asintió y le devolvió rápidamente el saludo.
– El perro es la causa de que esté aquí, agente -dijo, yendo directa al grano-. He oído que el señor McKenzie ha sido indultado y que pronto estará libre. Quería devolverle el perro.
Hanson frunció el ceño. Gwyn, que lo que en realidad quería era pedirle que la dejara pasar a ver a James, se contuvo cuando vio su expresión.
– Es muy loable por su parte -respondió el policía-. Pero llega usted demasiado tarde. El Reliance ha zarpado esta mañana rumbo a Botany Bay. Y por orden del gobernador tuvimos que embarcar al señor McKenzie.
A Gwyneira se le cayó el alma a los pies.
– ¿Pero no quería él esperar a que yo llegara? Seguro que no… que no quería irse sin el perro…
– ¿Qué le sucede, Miss Gwyn? ¿No se siente bien? ¡Tome asiento, por favor, con gusto le prepararé un té! -Hanson, preo-cupado, enseguida le acercó una silla. Acto seguido respondió a su pregunta.
– No, naturalmente que no quería marcharse sin su perro. Me pidió que fueran a buscarlo, pero es evidente que yo no podía acceder a sus deseos. Y luego…, luego es cierto que dijo que usted vendría. Nunca lo hubiera pensado…, todo este camino por este canalla. ¡Y también usted se ha encariñado con el perro en lo que va de tiempo! Pero McKenzie estaba seguro. Me suplicó que aplazara la orden, pero ésta era clara: se lo expulsaba en el siguiente barco, y era el Reliance. Y no podía perder esta oportunidad. ¡Pero espere, le ha dejado una carta! -El oficial inició una afanosa búsqueda. Gwyn habría podido estrangularlo. ¿Por qué no se lo había dicho enseguida?
– Aquí está, Miss Gwyn. Supongo que le da las gracias por cuidar del perro… -Hanson le puso en las manos un sobre sencillo pero cerrado como es debido y esperó intrigado. Sin duda no había abierto hasta el momento la carta porque suponía que ella la leería en su presencia, pero Gwyn no le hizo tal favor.
– Ha dicho… ha dicho usted el Reliance… ¿Y es seguro que ya ha zarpado? ¿No podría ser que aún estuviera en el puerto? -Gwyneira guardó la carta en la bolsa de viaje fingiendo despreocupación-. A veces se retrasa la partida.
Hanson se encogió de hombros.
– No lo he comprobado. Pero si es así, no está en el muelle, sino anclado en algún lugar de la bahía. Ahí no podrá usted subir, como mucho en un bote de remos…
Gwyneira se puso en pie.
– Echaré un vistazo de todos modos, agente, nunca se sabe. Pero antes de nada, muchas gracias. También por… el señor McKenzie. Creo que él es perfectamente consciente de lo que usted ha hecho por él.
Gwyneira había abandonado el despacho antes de que Hanson pudiera reaccionar. Montó en Raven, que esperaba en el exterior, y dio un silbido a la perra.
– Venga, vamos a intentarlo. ¡Al puerto!
Gwyn enseguida se percató, al llegar al muelle, de que había perdido la partida. Ahí no había anclado ningún barco apto para surcar alta mar y hasta Botany Bay había más de mil millas marinas. A pesar de eso, preguntó a uno de los pescadores que andaban por el puerto.
– ¿Hace rato que ha zarpado el Reliance?
El hombre echó un breve vistazo a la acalorada mujer. Luego señaló al agua.
– ¡Lo tiene ahí al fondo, ma’am! Ahora mismo se marcha. A Sidney, dicen…
Gwyneira asintió. Le escocían los ojos al ver el barco a lo lejos. Friday se apretó contra ella y gimoteó como si supiera exactamente lo que estaba sucediendo. Gwyn la acarició y sacó la carta de la bolsa.
Mi querida Gwyn,
Sé que vendrás para verme otra vez antes de este funesto viaje, pero es demasiado tarde. Deberás conservar todavía mi imagen en tu corazón. En cualquier caso, yo veo la tuya sólo al pensar en ti y no pasa ni una hora en la que no lo haga. Gwyn, en los próximos años nos separarán unos cuantos kilómetros más que los que hay entre Haldon y Lyttelton, pero para mí eso no marca ninguna diferencia. Te he prometido que volvería y siempre he cumplido mi palabra. Así que espérame, no pierdas la esperanza. Volveré en cuanto me parezca seguro hacerlo. Si al menos cuentas conmigo, ¡yo estaré allí! Mientras Friday esté contigo, ella te hará pensar en mí. Sé feliz y dichosa, Milady, y dile a Fleur, cuando tengas noticias de ella, que no dude de que la quiero.
Te amo,
James
Gwyneira estrechó la carta contra sí y siguió contemplando el barco que lentamente se perdió en la inmensidad del mar de Tasmania. Volvería, si es que sobrevivía a esta aventura. Pero ella sabía que James consideraba el destierro como una oportunidad. Prefería la libertad en Australia que la monotonía de la celda.
– Y esta vez ni siquiera hemos tenido la posibilidad de acompañarle -suspiró Gwyn, acariciando el suave pelaje de Friday-. Ven, volvamos a casa. ¡Ya no alcanzaremos el barco por muy rápido que nademos!
Los años en Kiward y O’Keefe Station transcurrieron con su rutina habitual. Gwyneira seguía disfrutando del trabajo en la granja, mientras Helen lo detestaba. Precisamente ella debía realizar cada vez más tareas del campo: todo eso lo soportaba gracias a la enérgica ayuda de George Greenwood.
Howard O’Keefe no se sobrepuso a la pérdida de su hijo. Sin embargo, apenas había dirigido ninguna palabra amable a su hijo mientras había estado allí y, de hecho, tendría que haberse dado cuenta de que el joven no era diestro en el trabajo de la granja. Pero era el heredero y Howard había supuesto que en algún momento Ruben entraría en razón y se encargaría de la granja. Además, durante años había pensado en el hecho de que O’Keefe Station tenía un heredero, a diferencia de la espléndida granja de Gerald Warden. Ahora, no obstante, Gerald había vuelto a tomarle la delantera. Su nieto Paul cogía con ímpetu las riendas de Kiward Station, mientras que el heredero de Howard llevaba años desaparecido. Una y otra vez atormentaba a Helen para que le revelara el lugar donde vivía el joven. Estaba convencido de que ella sabía algo, pues ya no lloraba cada noche contra su almohada como había hecho en los primeros años de la huida de Ruben y, en lugar de hacerlo, parecía orgullosa y confiada. Helen, sin embargo, se mantenía en silencio, no le importaba que la acosara y que no siempre actuase con delicadeza. En especial, las noches en que regresaba tarde del pub y había visto a Gerald y Paul orgullosamente apoyados en la barra y discutiendo sobre algún tema concerniente a Kiward Station, necesitaba una válvula de escape para su cólera.
¡Si al menos Helen le confesara por dónde andaba el chico! Se dirigiría allí y lo arrastraría de vuelta por los cabellos. Lo apartaría de esa putilla que se había escapado poco después que él y le haría entrar a bastonazos la palabra «deber». Sólo de pensar en ello, Howard cerraba los puños de alegría anticipada.
Por el momento, sin embargo, no encontraba sentido a conservar la herencia para Ruben. Que reconstruyera él la granja cuando volviera. ¡Bien se merecía tener que renovar las cercas y reparar las cubiertas de los barracones de esquila! Howard se dedicaba en esos tiempos a ganar dinero rápidamente. Entre las tareas para conseguirlo estaba la de vender la nueva generación de animales, que prometía mucho, antes que correr el riesgo de seguir criándolos él mismo y de perder los animales en la montaña. Era una pena que George Greenwood y ese soberbio chico maorí, en quien George tanto confiaba y al que le plantaba siempre delante de la nariz como consejero, no lo entendieran.
– ¡Howard, el resultado de la última esquila fue totalmente insuficiente! -señaló George a Howard, motivo constante de sus preocupaciones, para que reflexionara-. La lana ni siquiera llegaba a un nivel medio de calidad y además estaba bastante sucia. ¡Y, sin embargo, habíamos alcanzado una calidad realmente alta! ¿Dónde están todos los rebaños de excelente clase que usted tenía? -George se esforzaba en no perder los estribos. Y eso porque Helen estaba sentada junto a ellos y ya parecía apenada y habiendo abandonado sus esperanzas.
– Hace un par de meses se vendieron los tres mejores carneros a Lionel Station -intervino Helen acongojada-. A Sideblossom.
– ¡Eso es! -presumió Howard, sirviéndose un whisky-. Los quería a toda costa. ¡Según su opinión eran mejores que todos los animales de cría que Warden le había ofrecido! -Y buscando aprobación, miró a su interlocutor.
George Greenwood suspiró.
– Seguro. Porque Gwyneira Warden se guarda los mejores carneros, como es lógico, para ella. Sólo vende la segunda selección. ¿Y qué pasará ahora con los bueyes, Howard? Ha vuelto a adquirir otros más. Pero nos habíamos puesto de acuerdo en que su terreno no es…
– ¡Gerald Warden gana mucho dinero con sus bueyes! -repitió Howard pese a los repetidos argumentos en contra.
George tuvo que hacer un esfuerzo para no zarandearlo, así como para no caer él mismo en los viejos reproches. Howard no lo entendía, era así de sencillo: vendía unos valiosos animales de cría, para comprar con ello forraje adicional para los bueyes. Obviamente, a éstos los vendía por el mismo precio que alcanzaban los de los Warden y que, a primera vista, parecía bastante elevado. Sólo Helen, que veía que la granja estaba al borde de la ruina, como un par de años antes, podía entenderlo.
Pero también los socios más inteligentes en el ámbito del comercio, como los Warden de Kiward Station, daban que pensar a George en los últimos tiempos. Si bien la cría de ovejas, al igual que la de bueyes, seguía prosperando, algo se cocía bajo la superficie. George se había dado cuenta sobre todo por el hecho de que Gerald y Paul Warden no incluían a Gwyneira en sus negociaciones. Como consecuencia, Gerald había tenido que introducir a Paul en los negocios y la madre de éste, al parecer, suponía para ellos más un estorbo que una ayuda.
– ¡Es que no da cuerda al chico, si entiende a qué me refiero! -explicó Gerald mientras se servía más whisky-. Ella siempre lo sabe todo mejor, me pone de los nervios. ¿Cómo va a aprender Paul, que acaba de empezar?
George no tardó en comprobar, al hablar con los dos, que Gerald ya hacía tiempo que había perdido la visión global de la cría de ovejas en Kiward Station. Y a Paul le faltaban el conocimiento y la perspicacia, lo que no era de extrañar en un chico que acababa de cumplir los dieciséis años. En cuestiones de crianza desarrollaba unas teorías fantásticas que contradecían toda experiencia. En su opinión, por ejemplo, era preferible criar ovejas merinas.
– La lana fina está bien. Cualitativamente es mejor que la de tipo Down. Si cruzamos suficientes ovejas merinas, obtendremos una mezcla nueva por completo que lo revolucionará todo.
Ante esta postura, George sólo podía sacudir la cabeza, pero Gerald escuchaba con atención al joven y con los ojos iluminados. Justo lo contrario que Gwyneira, que montaba en cólera.
– Si permito que el chico haga lo que quiere, todo se irá a la ruina -se acaloró cuando George se reunió con ella un día más tarde y le contó bastante inquieto la conversación que había mantenido con Gerald y Paul-. Bueno, a la larga él heredará la granja y entonces ya no tendré nada más que decir. Pero hasta entonces tiene un par de años todavía para entrar en razón. ¡Si Gerald fuera sólo un poco más razonable y lo influyera de forma consecuente! No entiendo qué le pasa. Dios mío, ¡era un hombre que entendía de la cría de ovejas!
George hizo un gesto de impotencia.
– Ahora entiende mucho más de whisky. Se está emborrachando el entendimiento. Disculpe que lo diga así, pero cualquier otra cosa sería disimular. Por eso necesito urgentemente apoyo. El problema de Paul con sus ideas sobre la cría no es el único. Por el contrario, es el más pequeño. Gerald disfruta de buena salud, pasarán años hasta que Paul se encargue de la granja. Y hasta si se le pierden un par de ovejas, el negocio resistirá. Pero los conflictos con los maoríes están por desgracia a la orden del día. Entre ellos no existe algo así como la mayoría de edad, o la definen de otro modo. En cualquier caso, han elegido ahora a Tonga como jefe de la tribu…
– Tonga es el joven a quien Helen ha dado clases, ¿lo recuerdo correctamente? -preguntó George.
Gwyneira asintió.
– Un chico muy inteligente. Y el enemigo del alma de Paul. No me pregunte por qué, pero ambos se han estado peleando desde que eran bebés. Creo que se trata de Marama. Tonga le ha echado el ojo, pero ella adora a Paul desde que dormían juntos en la cuna. Incluso ahora: ningún maorí quiere establecer relaciones con él, pero Marama siempre está ahí. Habla con él, intenta arreglar las cosas. ¡Paul no se da cuenta del tesoro que tiene a su lado! Tonga, sin embargo, lo odia y creo que anda tramando un plan. Los maoríes están mucho más reservados desde que Tonga lleva el hacha sagrada. Todavía vienen a trabajar, pero ya no son tan diligentes, tan… inofensivos. Tengo la sensación de que algo se está cocinando, aunque todos me tachan de loca.
George reflexionó.
– Podría decirle a Reti que se acercara. Tal vez él averigüe algo. Entre ellos seguro que serán más locuaces. Pero el conflicto entre la dirección de Kiward Station y la tribu maorí que está junto al lago siempre será crítico. ¡Necesita a los trabajadores!
Gwyneira le dio la razón.
– Además los aprecio. Kiri y Moana, mis sirvientas, hace tiempo que se hicieron amigas mías, pero ahora casi no hablan de nada personal conmigo. Sí, Miss Gwyn; no, Miss Gwyn, eso es todo lo que sale de ellas. Lo odio. Ya he pensado en dirigirme yo misma a Tonga…
George negó con la cabeza.
– Veamos primero qué descubre Reti. Si están maquinando alguna acción contra Paul y Gerald, usted no mejorará las cosas.
Greenwood montó la guardia y lo que descubrió fue tan alarmante que una semana después ya estaba de vuelta en Kiward Station acompañado de su asistente Reti.
Esta vez insistió en que Gwyneira participara en la conversación con Gerald y Paul, aunque habría preferido hablar sólo con el primero y Gwyn. El viejo Warden, sin embargo, insistió en que su nieto estuviera presente.
– Tonga ha presentado una demanda en la oficina del gobernador de Christchurch, pero es obvio que a la larga llegará a Wellington. Se refiere al tratado de Waitangi. Según éste, los maoríes fueron engañados en la adquisición de Kiward Station. Tonga exige que se declare nulo el documento de propiedad o que se llegue al menos a un acuerdo. Esto significa una devolución de la tierra o un pago compensatorio.
Gerald tragó un sorbo de whisky.
– ¡Tonterías! ¡Los kai tahu ni siquiera firmaron entonces el contrato!
George asintió.
– Eso no cambia para nada su validez. Tonga se referirá a que hasta el momento el contrato se cumplió en beneficio del pakeha. Ahora reclama los mismos derechos para los maoríes. Sin importar lo que decidiera su abuelo en 1840.
– ¡Ese imbécil! -exclamó Paul furioso-. Lo…
– ¡Cierra el pico! -le interrumpió Gwyneira con severidad-. Si no hubieras empezado con esta pelea infantil, no habría surgido todo el problema. ¿Tienen posibilidades de ganar los maoríes, George?
Greenwood se encogió de hombros.
– No es imposible.
– Incluso es muy posible -intervino Reti-. El gobernador está muy interesado en que haya buen entendimiento entre maoríes y pakeha. La Corona tiene en gran estima el hecho de que los conflictos se mantengan dentro de los límites. No se arriesgará a que se produzca un levantamiento a causa de una granja.
– ¡Levantamiento es mucho decir! Nos hacemos con un par de fusiles y fumigamos a todo el equipo -amenazó Gerald iracundo-. Esto pasa por ser demasiado bueno. Durante años he dejado que ocuparan la zona del lago, podían moverse libremente por mis tierras y…
– Y han trabajado siempre para usted por un mísero sueldo -lo interrumpió Reti.
Paul hizo gesto de abalanzarse sobre él.
– No se engañe, un joven inteligente como Tonga puede, por supuesto, provocar un levantamiento -convino también George-. Si instiga también a las otras tribus… empezará con la que está al lado de O’Keefe cuyos terrenos fueron adquiridos, asimismo, antes de 1840. ¿Y qué sucederá con los Beasley? Dejando este tema aparte, ¿cree que gente como Sideblossom han manejado algún contrato antes de quedarse con la tierra de los maoríes a base de trapicheos? Si Tonga empieza a comprobar los libros de cuentas, desatará un incendio que se propagará con facilidad. Y lo último que necesitamos es a un joven… -lanzó una mirada a Paul- o un viejo impulsivo que dispare a Tonga por la espalda. Entonces se desencadenará la tormenta. El gobernador hará bien apoyando un acuerdo.
– ¿Hay ya propuestas? -preguntó Gwyn-. ¿Ha hablado usted con Tonga?
– En cualquier caso reclama la tierra donde se encuentra el asentamiento -empezó Reti, levantando de inmediato las protestas de Gerald y Paul.
– ¿La tierra justo al lado de la granja? ¡Imposible!
– ¡No quiero tener a ese tipo por vecino! ¡Nunca funcionará!
– De lo contrario, preferiría dinero… -prosiguió Reti.
Gwyn reflexionó.
– Bueno, lo del dinero es difícil, se lo tenemos que dejar claro. Mejor tierra. Tal vez se podría lograr un trueque. Vivir al lado de unos gallos de pelea no es, con toda certeza, muy inteligente…
– ¡Esto pasa de castaño oscuro! -exclamó Gerald montando en cólera-. ¡No dirás en serio que vamos a negociar con ese tipo, Gwyn! Ni hablar de ello. No obtendrá ni el dinero ni la tierra. ¡Si acaso, una bala entre los ojos!
El conflicto se agravó aún más cuando, al día siguiente, Paul derribó a un trabajador maorí. El hombre afirmaba no haber hecho nada, como mucho había obedecido una orden con demasiada lentitud. Paul, por el contrario, aseguraba que el trabajador se había insolentado y había aludido a las reivindicaciones de Tonga. Un par de maoríes más atestiguaron a favor de su hermano de tribu. Esa noche, Kiri se negó a servirle la cena a Paul, e incluso la dulce Witi le hizo el vacío. Gerald, de nuevo borracho como una cuba, despidió a continuación a todo el personal doméstico. Aunque Gwyn esperaba que no se lo tomaran en serio, ni Kiri ni Moana acudieron al trabajo al día siguiente. También el resto de maoríes se mantuvieron a distancia de los establos y de los jardines, sólo Marama se ocupó, más bien con torpeza, de la cocina.
– No sé cocinar bien -confesó a Gwyneira disculpándose, aunque siempre conseguía preparar las galletas favoritas de Paul para desayunar. No obstante, y dentro de sus limitaciones, para el mediodía consiguió servir pescado con boniatos. Por la noche hubo de nuevo pescado con boniatos y al mediodía del día siguiente boniatos con pescado.
Esto también contribuyó a que Gerald, la tarde del segundo día, se dirigiera iracundo al poblado maorí. Sin embargo, ya a mitad del camino hacia el lago, se encontró con unos guardias apostados y armados con lanzas. Los dos maoríes le informaron con firmeza que en ese momento no podían dejarlo pasar. Tonga no estaba en el poblado y nadie más tenía atribuciones para llevar a término las negociaciones.
– ¡Es la guerra! -dijo impasible uno de los jóvenes guardias-. ¡Tonga decir, desde ahora guerra!
– Tendrá que buscarse nuevos trabajadores en Christchurch o Lyttelton -le dijo apenado Andy McAran dos días después a Gwyn. El trabajo se retrasaba sin que nada pudiera hacerse por remediarlo, pero Gerald y Paul sólo reaccionaban con ira cuando uno de los hombres lo atribuía a la huelga de los maoríes-. La gente del poblado no se dejará ver más por aquí antes de que el gobernador haya tomado una decisión respecto al asunto de la tierra. ¡Y usted, Miss Gwyn, no le quite los ojos de encima, por Dios, a su hijo! El señor Paul está a punto de explotar. Y Tonga está alborotando el poblado. Si uno levanta la mano contra el otro, ¡habrá muertos!
Howard O’Keefe quería ganar dinero. Hacía mucho tiempo que no estaba tan furioso. ¡Si esa noche no iba al pub, se asfixiaría! O pegaría a Helen, pese a que esta vez ella no podía poner remedio. El culpable de todo ese asunto era más bien ese Warden, que había soliviantado a sus maoríes. ¡Y Ruben, ese mal hijo que vagaba por algún lugar en vez de estar ayudando a su padre a esquilar las ovejas y llevarlas a los pastizales!
Howard registró febril la cocina de su mujer. Estaba seguro de que Helen guardaba el dinero en algún lugar seguro, sus reservas intocables, como ella las llamaba. ¡A saber cómo lo desviaba del escaso dinero para la casa! ¡Seguro que allí había algo turbio! Y además, a fin de cuentas, el dinero era suyo. ¡Todo lo que ahí había le pertenecía!
Howard abrió otro armario, al tiempo que maldecía también a George Greenwood. Ese día el comerciante de lana había sido portador de malas noticias. La cuadrilla de esquiladores que normalmente trabajaba en esa parte de las llanuras de Canterbury y que solía visitar primero Kiward Station y luego la granja de O’Keefe se negaba a trabajar para los Warden. No tenían nada contra Howard, pero en los últimos años los esquiladores se habían sentido tan maltratados y cargados con tanto trabajo adicional que rechazaron hacer el rodeo.
– ¡Gente consentida! -les maldijo Howard, y no le faltaba del todo razón: los barones de la lana mimaban a los esquiladores, que se consideraban a sí mismos la crème de la crème de los trabajadores de la granja. Los grandes ganaderos se superaban otorgando premios a los mejores cobertizos de esquileo, velaban para que la comida de esos especialistas fuera de primera calidad y les preparaban fiestas al finalizar el trabajo. Naturalmente, los esquiladores a destajo no hacían otra cosa que blandir las tijeras; eran los pastores de las granjas los que se encargaban del conducir de un lado a otro las ovejas y reunirlas antes del esquileo. O’Keefe era el único que no podía competir en eso. Tenía sólo unos pocos ayudantes, en general jóvenes e inexperimentados maoríes de la escuela de Helen, por lo que los esquiladores tenían que ayudar a reunir las ovejas y a volver a repartirlas por los corrales después de la esquila para dejar sitio en los cobertizos. Howard, sin embargo, no les pagaba por eso, sino sólo por la esquila. Incluso había rebajado los sueldos el último año, pues la calidad de los vellones no era suficiente, de lo que en parte se les culpaba a ellos. Ese día estaba pagando el precio por eso.
– Tendrá que ver si encuentra ayuda en Haldon -dijo George, con un gesto de resignación-. Aunque en Lyttelton la mano de obra sea más barata, la mitad de los trabajadores procede de la gran ciudad y en su vida han visto una oveja. Hasta que haya enseñado el oficio a un número de personas suficiente, habrá pasado el verano. Y dese prisa. Los Warden también se informarán en Haldon. Pero ellos siguen teniendo la cantidad habitual de trabajadores y todos saben esquilar. Bien, necesitarán tres o cuatro veces más de tiempo para concluir el esquileo, pero Miss Gwyn lo conseguirá.
Helen se había animado a pedir ayuda a los maoríes. En realidad era la mejor idea, pues desde que la tribu de Tonga no quería trabajar para los Warden, había muchos pastores con experiencia y sin ocupación. Howard refunfuñó porque la idea no se le había ocurrido a él, pero no protestó cuando Helen se encaminó presta hacia el poblado. Él, por su cuenta, se marcharía a Haldon… ¡y para eso necesitaba dinero!
Entretanto, había revuelto ya el tercer armario de cocina, con lo que había echado a perder dos tazas y un plato. Irritado, arrojó todos los platos del último armario de pared directamente al suelo. De todos modos, no había más que tazas de té desportilladas…, pero ahí; espera, ¡ahí había algo! Lleno de avidez, Howard desprendió la última tabla de la pared trasera del armario. ¡Vaya, tres dólares! Satisfecho, se metió el dinero en el bolsillo! Pero… ¿qué más debería esconder Helen aquí? ¿Guardaba secretos?
Howard echó un vistazo al dibujo de Ruben y su rizo, luego los tiró a un lado. ¡Cursiladas sentimentales! Pero esto: cartas. Howard metió la mano dentro del escondite y sacó una pila de cartas pulcramente atadas.
Howard se sentó a la mesa con las cartas y las sostuvo junto a la lámpara de petróleo. Por fin podía distinguir quién era el emisor.
«Ruben O’Keefe, Almacenes O’Kay, Calle Mayor, Queenstown, Otago.»
¡Lo había pillado! ¡Y a ella! Había estado en lo cierto: ya hacía tiempo que Helen estaba en contacto con el desgraciado de su hijo! Durante cinco años le había estado tomando el pelo. Vaya, ¡se las iba a ver con ella en cuanto volviera!
Pero primero Howard se dejó llevar por la curiosidad. ¿Qué hacía Ruben en Queenstown? Howard esperaba ardientemente que el muchacho estuviera, como mínimo, muriéndose de hambre…, y no tenía la menor duda de que así era. Sólo algunos buscadores de oro conseguían enriquecerse, y sin lugar a dudas Ruben no era de los más hábiles. Impaciente, abrió la última carta.
Querida madre,
Tengo la gran alegría de informarte del nacimiento de tu primera nieta. La pequeña Elaine Florence vino al mundo el doce de octubre. Fue un alumbramiento fácil y Fleurette se encuentra en buen estado de salud. El bebé es tan pequeño y delicado que al principio no podía creer que un ser tan diminuto estuviera vivo y capacitado para la vida. La comadrona, sin embargo, nos aseguró que todo está en orden y tras el potente grito que lanzó Elaine debo reconocer que tanto por su delicada figura como por su capacidad de imponerse será igual que mi querida esposa. El pequeño Stephen está totalmente fascinado con su nueva hermana e insiste en mecerla para que duerma. Fleurette teme que pueda volcar la cuna, pero a Elaine parece gustarle que la balanceen y gorjea complacida cuanto más fuerte la columpia su hermano.
Por lo demás, sólo puedo darte buenas noticias de nuestra empresa. Almacenes O’Kay prospera, así como el departamento de señoras. Fleurette tenía razón cuando propuso su creación. Queenstwon está convirtiéndose en una ciudad y la población femenina no deja de aumentar.
Mi actividad como juez de paz me satisface ampliamente. En breve se creará el puesto de oficial de policía, este lugar está cambiando en todos los aspectos.
Lo único que enturbia nuestra felicidad es la falta de contacto contigo y la familia de Fleurette. Tal vez el nacimiento de nuestro segundo hijo sea una buena oportunidad para poner al corriente a padre. Cuando oiga que nos hemos de-senvuelto con éxito en Queenstown, reconocerá que hice bien en marcharme de O’Keefe Station. El almacén produce muchos más beneficios que los que yo habría podido obtener en la granja. Entiendo que padre siga aferrado a su tierra, pero aceptará que yo prefiera otro tipo de vida. A Fleurette le gustaría, además, visitaros. Según su parecer, Gracie está desesperadamente desocupada desde que sólo cuida de niños y de ninguna oveja más.
Te saludan a ti, y quizá también a padre, tu hijo Ruben que te quiere, tu nuera Fleurette y los niños.
Howard resoplaba encolerizado. ¡Unos almacenes! Así que Ruben no había seguido su ejemplo, sino, cómo no, ¡el de su idolatrado tío George! Era probable que éste le hubiera prestado incluso el capital para empezar…, y todo a la chita callando. ¡Él era el único que no sabía nada! ¡Y los Warden burlándose de él! Ya podían estar contentos con el yerno en Queenstown que, por azar, se llamaba O’Keefe. ¡Ellos ya tenían su heredero!
Howard tiró las cartas de la mesa y se puso en pie de un salto. Ya le enseñaría él esa noche a Helen lo que pensaba de su querido hijo y del próspero negocio. ¡Pero primero iría al bar! Echaría un vistazo a ver si encontraba a un par de esquiladores como es debido y tomaría unos buenos tragos. En caso de que ese Warden anduviera por ahí…
Howard agarró su escopeta, que colgaba junto a la puerta. ¡Ése iba a enterarse! ¡Todos iban a enterarse!
Gerald y Paul Warden estaban sentados a una mesa en el rincón del pub de Haldon e inmersos en negociaciones con tres jóvenes que acababan de ofrecerse como esquiladores. Dos de ellos entraban seriamente en consideración, uno incluso había trabajado en una patrulla de esquiladores. La razón de por qué no lo habían conservado pronto quedó clara: el hombre vaciaba la botella de whisky todavía más deprisa que Gerald. Pero en el momento de emergencia en que se encontraban, era un tesoro, sólo habría que vigilarlo con atención. El segundo hombre había trabajado en distintas granjas como pastor y aprendido entretanto a esquilar. Seguro que no era tan rápido, pero serviría. En cuanto al tercer hombre, Paul no estaba seguro. Hablaba mucho, pero no mostraba indicios de sus conocimientos. Paul decidió ofrecer un contrato fijo a los dos primeros y hacer una prueba con el tercero. Los dos elegidos aceptaron enseguida cuando les hizo la propuesta. El tercero, sin embargo, miró interesado a la barra.
Howard O’Keefe estaba comunicando en ese momento que buscaba esquiladores. Paul mostró indiferencia. Bueno, si no estaba interesado en hacer una prueba en Kiward Station, que se lo quedara O’Keefe.
De todos modos, O’Keefe ya había echado un vistazo a la primera elección de los Warden. Joe Triffles, el Bebedor. Al parecer los hombres se conocían. Aun así, O’Keefe se acercó a ellos y saludó a Triffles sin dirigir ni una mirada a Paul y Gerald.
– ¡Qué tal, Joe! Estoy buscando a un par de buenos esquiladores. ¿Te interesa?
Joe Triffles hizo un gesto de impotencia.
– Me gustaría, pero acabo de aceptar un puesto aquí. Una buena oferta, cuatro semanas a sueldo fijo y un extra por cada oveja esquilada.
Howard se inclinó iracundo sobre la mesa.
– Yo pago más -anunció.
Joe sacudió apenado la cabeza.
– Demasiado tarde, Howie, he dado mi palabra. No sabía que habría una subasta, en ese caso hubiera esperado…
– ¡Y habrías pringado! -rio Gerald-. Este hombre va fanfarroneando por ahí, pero el año pasado no pudo pagar a los esquiladores. Por eso este año nadie quiere ir con él. Además, su cobertizo tiene goteras.
– Por eso pido un suplemento -intervino el tercer hombre, a quien George todavía no había aceptado-. Uno acaba con reuma.
Todos los hombres rieron y Howard echaba chispas.
– ¿Así que yo no puedo pagar? -vociferó-. Puede ser que mi granja no rinda tanto como tu distinguida Kiward Station. Pero yo no tuve que arrastrar a la fuerza a mi cama a la heredera de los Butler. ¿Lloró por mí, Gerald? ¿Te contó lo feliz que era conmigo? ¿Y eso te puso cachondo?
Gerald se puso en pie de un salto y miró a Howard con una expresión sarcástica.
– ¿Que si me puso cachondo? ¿Barbara, esa llorona? ¿Es minucia sin color ni agallas? ¡Presta atención, Howard, si por mí fuera te podrías haber quedado con ella! Ni con unas tenazas habría tocado yo a esa cosa tan flaca. ¡Pero tú te tuviste que jugar la granja! ¡Mi dinero, Howard! El dinero que yo había ganado con mi esfuerzo. Y tan cierto como hay Dios, que antes de volver a la pesca de la ballena preferí montar a la pobre Barbara. Y luego, después de que pasara la noche de bodas berreando, me importó un comino.
Howard se lanzó sobre él.
– ¡Estaba prometida a mí! -le gritó a Gerald-. ¡Era mía!
Gerald le paró el golpe. Ya estaba muy bebido, pero consiguió todavía evitar los poco certeros puñetazos de Howard. Entonces distinguió la cadenita con el trozo de jade que Howard siempre llevaba al cuello. Se la arrancó de un tirón y la sostuvo en alto para que todos en el bar la vieran.
– ¡Por eso sigues llevando su regalo! -se burló-. ¡Qué conmovedor, Howie! ¡Un signo de amor eterno! ¿Qué dice Helen de esto?
Los hombres del pub se echaron a reír. En su rabia impotente, Howard intentó recuperar su recuerdo, pero Gerald no estaba dispuesto a devolvérselo.
– Barbara no se había prometido a nadie -prosiguió Gerald sin hacerle caso-. Por muchas baratijas que intercambiarais. ¿Crees que Butler se la habría dado a un don nadie y jugador como tú? ¡Podrías haber acabado con tus huesos en la cárcel por malversación de fondos! Pero gracias a la indulgencia mía y de Butler obtuviste tu granja, tuviste tu oportunidad. ¿Y qué has hecho de ella? Una casa ruinosa y un par de ovejas mal cuidadas. De nada sirves a la mujer que te agenciaste en Inglaterra. ¡No es extraño que tu hijo huyera de ti!
– ¡Así que tú también lo sabes! -O’Keefe se abalanzó sobre él y propinó un puñetazo a Howard en la nariz-. Todo el mundo sabe de mi maravilloso hijo y su maravillosa mujer… ¿Acaso los has financiado, Warden? ¿Para jugarme una mala pasada?
Anegado por la cólera, Howard pensaba que todo era posible. Sí, debía de haber sucedido así. Los Warden estaban detrás del matrimonio que había alejado a su hijo de él, detrás de los almacenes que habían dado a Ruben la posibilidad de ignorar a Howard y su granja…
O’Keefe se inclinó ante el gancho de derecha de Gerald, bajó la cabeza y la hundió con ímpetu en el estómago de Howard. Éste se encogió. Howard aprovechó la oportunidad para lanzarle un gancho certero en la mandíbula que envió a Gerald hasta el centro del bar. Se oyó un horrible crujido cuando golpeó con la cabeza el borde de la mesa.
En el local reinaba un silencio aterrador cuando Gerald se desplomó en el suelo.
Paul vio fluir un delgado reguero de sangre de la oreja de Gerald.
– ¡Abuelo! ¡Abuelo, escúchame! -Horrorizado, Paul se acuclilló al lado del hombre que gemía en voz baja. Gerald abrió despacio los ojos, pero parecía mirar fijamente a través de Paul y de todo el decorado del bar. Haciendo un esfuerzo, intentó incorporarse.
– Gwyn… -susurró. Luego sus ojos se tornaron vidriosos.
– ¡Abuelo!
– ¡Gerald! ¡Dios mío, no era mi intención, Paul! ¡No era mi intención!
Howard se hallaba de pie, atenazado por el horror, delante del cadáver de Gerald Warden.
– Dios mío, Gerald…
Los demás hombres empezaron a salir con lentitud de su inmovilismo. Alguien llamó a un médico. La mayoría, no obstante, sólo tenía ojos para Paul, que se estaba levantando de forma pausada y con una mirada, fija y letalmente gélida, clavada en Howard.
– ¡Usted lo ha matado! -dijo Paul en voz baja.
– Pero yo… -Howard retrocedió. Casi podía sentir en su cuerpo el frío y el odio de los ojos de Paul. Howard no sabía en qué ocasión había experimentado un miedo así. Instintivamente tendió la mano hacia la escopeta, que antes había apoyado en una silla. Pero Paul se adelantó. Desde la revuelta maorí en Kiward Station ostentaba un revólver. Él sostenía que en defensa propia, pero, al fin y al cabo con él en cualquier momento podía atacar a Tonga. Pero hasta entonces, Paul nunca había sacado el arma. Tampoco ahora se precipitó. No era uno de esos pistoleros de las revistas malas que su madre había devorado de joven, sólo un asesino frío que desenvainó sin prisas el arma, apuntó y disparó. Howard O’Keefe no tuvo oportunidad de reaccionar. Sus ojos todavía reflejaban miedo e incredulidad cuando la bala lo tiró de espaldas. Estaba muerto antes de chocar contra el suelo.
– ¡Paul, por todos los cielos, qué has hecho! -George Greenwood había sido el primero en entrar en el bar después de que corriera la voz de la riña entre Gerald y Howard. Ahora quiso intervenir, pero Paul dirigió el arma hacia él. Su mirada centellaba.
– Yo he… ¡ha sido en defensa propia! ¡Todos lo habéis visto! ¡Ha cogido la escopeta!
– Paul, ¡aparta el revólver! -Lo único que George todavía esperaba era evitar otro baño de sangre-. Podrás explicárselo todo al oficial. Iremos a buscar al señor Hanson.
El pacífico y pequeño Haldon todavía no tenía un guardián de la ley.
– ¡Que venga Hanson! Ha sido en defensa propia, todos pueden dar fe de ello. ¡Ha matado a mi abuelo! -Paul se arrodilló junto a Gerald-. ¡Yo lo he vengado! Es lo justo. ¡Te he vengado, abuelo! -Los sollozos sacudían los hombros de Paul.
– ¿Tenemos que coger a Paul? -preguntó en voz baja Clark, el propietario del pub, a los presentes.
Richard Candler se negó horrorizado.
– ¡En absoluto! Mientras vaya armado… ¡Queremos seguir vivos! Ya se las apañará Hanson con él. Lo primero es que vayamos a buscar al doctor. -Haldon sí disponía de médico y, por lo visto, ya había sido informado. Apareció enseguida en el pub y confirmó la muerte de Howard O’Keefe. No se atrevió a acercarse a Gerald mientras Paul lo tenía entre sus brazos sollozando.
– ¿Puede hacer algo para separarlos? -preguntó Clark, dirigiéndose a George Greenwood. Era evidente que tenía interés en sacarse de encima lo antes posible el cadáver. A ser factible, antes de la hora de cierre: el tiroteo seguro que reavivaría el local.
Greenwood se encogió de hombros.
– Déjelo. Al menos mientras llore, no disparará. Y no lo irrite más. Si dice que fue en defensa propia, entonces es que fue en defensa propia. Lo que mañana cuente al oficial ya es otro asunto.
Paul se recompuso lentamente y permitió que el médico examinara a su abuelo. Con una última chispa de esperanza, observó cómo el doctor auscultaba al anciano.
El doctor Miller sacudió la cabeza.
– Lo siento, Paul, no hay nada que hacer. Fractura craneal. Se ha golpeado contra el borde de la mesa. El puñetazo en la mandíbula no lo ha matado, pero sí esa desafortunada caída. En el fondo, fue un accidente, chico, lo siento. -Dio unas palmadas de consuelo a Paul. Greenwood se preguntó si sabía que el joven había disparado a Howard.
– Llevémoslos al sepulturero, Hanson les dará allí un vistazo -convino Miller-. ¿Hay alguien que pueda acompañar al chico a su casa?
George Greenwood se ofreció, mientras los ciudadanos de Haldon reaccionaban con cierta reserva. No estaban acostumbrados a tiroteos, hasta los disparos en sí eran escasos. Por lo general enseguida se habría separado a los dos gallos de pelea, pero, en este caso, la disputa entre Gerald y Howard había sido demasiado fascinante. Probablemente cualquiera de los presentes se habría alegrado de ir a contar el intercambio de improperios a sus esposas. Al día siguiente, pensó George, lo ocurrido sería la comidilla del pueblo. Pero en el fondo eso no desempeñaba ningún papel. Ahora tenía que acompañar a Paul a su casa y luego reflexionar acerca de qué hacer. ¿Un Warden en un juicio por asesinato? George se resistía en su interior. Tenía que haber una posibilidad para zanjar esta cuestión.
Por regla general, Gwyneira no habría esperado despierta el regreso de Paul y Gerald. En los últimos meses todavía estaba más agotada que de costumbre, pues junto al trabajo de la granja también dependían ahora de ella las tareas domésticas. Si bien Gerald había tenido que aprobar a la fuerza que se contrataran trabajadores blancos en la granja, no admitió personal doméstico. Así que Marama seguía echándole una mano. Pese a que la muchacha había ayudado en la casa a su madre, Kiri, desde que era pequeña, Marama no era hábil en esas labores. Su talento residía en el ámbito artístico: desempeñaba ahora las funciones de pequeña tohunga en su tribu, instruía a otras niñas en las disciplinas del canto y la danza y contaba unas historias llenas de fantasía en las que se mezclaban las sagas de su pueblo y las leyendas pakeha. Era capaz de administrar una casa maorí, encender un fuego y cocer los alimentos sobre piedras calientes o sobre las brasas. No era lo suyo pulir muebles, sacudir alfombras y servir los platos con elegancia. Pero Gerald concedía extrema importancia precisamente a la cocina y, para no irritarlo, Gwyn y Marama intentaron aprender las recetas de la difunta Barbara Warden. Por fortuna, Marama leía con fluidez en inglés. Así que la Biblia ya había dejado de ser necesaria en la cocina.
Esa noche, Paul y Gerald ya habrían cenado en Haldon. Marama y Gwyn se habían contentado con pan y fruta. Después aprovecharon para sentarse juntas delante de la chimenea.
Gwyn le preguntó si los maoríes se tomaban a mal que ella no apoyara la huelga, pero Marama respondió negativamente.
– Claro que Tonga está enfadado -explicó con su voz cantarina-. Quiere que todos hagan lo que él dice. Pero eso no es costumbre entre nosotros. Cada uno decide por sí mismo y yo todavía no me he acostado nunca con él en la casa de la comunidad, aunque él cree que un día lo haré.
– ¿Tienen tu madre y tu padre algo que opinar al respecto? -Gwyneira todavía no acababa de comprender las tradiciones de los maoríes. Seguía sin entender que las muchachas escogieran por sí mismas a sus hombres y que incluso que cambiaran de compañía con frecuencia.
Marama sacudió la cabeza.
– No. Lo único que dice mi madre es que sería extraño que me acostara con Paul porque somos hermanos de leche. Sería indecente si fuera uno de nosotros, pero es un pakeha y eso lo cambia todo…, no es en absoluto un miembro de nuestra tribu.
Gwyneira casi podría haberse atragantado al oír hablar de forma tan sensata a Marama del hecho de dormir con su hijo de diecisiete años. Sin embargo, despertaba ahora en ella la sospecha de por qué Paul reaccionaba con agresividad frente a los maoríes. Quería que lo expulsaran. ¿Para poder dormir un día junto a Marama? ¿O simplemente para que no lo considerasen «diferente» entre los pakeha?
– Entonces, ¿te gusta Paul más que Tonga? -preguntó con cautela Gwyn.
Marama asintió.
– Amo a Paul -respondió simplemente-. Igual que rangi amaba a papa.
– ¿Por qué? -La pregunta salió de los labios de Gwyneira antes de que pudiera reflexionarla. Entonces se sonrojó. Al final había admitido que en su propio hijo no encontraba nada digno de ser amado-. Me refiero -añadió para suavizar la respuesta-, a que Paul es difícil y…
Marama volvió a asentir.
– El amor tampoco es fácil -explicó-. Paul es como un río impetuoso que primero hay que vadear para llegar luego a los mejores caladeros. Pero es una corriente de lágrimas, Miss Gwyn. Hay que sosegarlo con amor. Sólo entonces podrá… podrá convertirse en un ser humano…
Gwyn había meditado largo tiempo sobre las palabras de la muchacha. Como era frecuente, se avergonzaba de todo lo que le había hecho a Paul al privarlo de su amor. ¡Pero en realidad había tenido pocas razones para ello! Mientras seguía dando vueltas en la cama sin conciliar el sueño, Friday ladró. Era algo inusual. Si bien se oían voces masculinas en la planta baja, la perra no solía reaccionar cuando Paul y Gerald regresaban. ¿Habrían traído a un invitado?
Gwyneira se cubrió con una bata y salió.
Todavía no era tarde y quizá los hombres todavía estaban lo suficientemente sobrios para informarla sobre el éxito de su búsqueda de esquiladores. Y en caso de que se hubieran traído un contertulio, sabría al menos lo que le esperaba al día siguiente.
Para poder retirarse en caso de duda sin ser vista se dirigió a hurtadillas escaleras abajo y se asombró de ver a George Greenwood en el salón. Estaba conduciendo a Paul, que presentaba un aspecto agotado, a la sala de caballeros de Gerald y encendió allí las luces. Gwyneira los siguió.
– Buenas noches, George…, ¿Paul? -les saludó-. ¿Dónde está Gerald? ¿Qué ha pasado?
George Greenwood no respondió al saludo. Había abierto con determinación la vitrina del bar, de donde sacó una botella de brandy, que prefería al omnipresente whisky, y llenó tres vasos con el líquido ambarino.
– Toma, Paul, bebe. Y usted, Miss Gwyn, también necesitará un poco. -Tendió un vaso a la mujer-. Gerald está muerto, Gwyneira. Howard O’Keefe le golpeó. Y Paul ha matado a Howard O’Keefe.
Gwyneira necesitó tiempo para entenderlo todo. Se bebió pausadamente el brandy, mientras George la ponía en antecedentes.
– ¡Fue en defensa propia! -se defendió Paul. Oscilaba entre el sollozo y una obstinada resistencia.
Gwyn miró a George de forma inquisitiva.
– Puede considerarse de este modo -dijo Greenwood vacilante-. Es cierto que O’Keefe cogió su escopeta. Pero en la práctica habría durado una eternidad hasta que la hubiera levantado, quitado el seguro y apuntado con ella. Los otros hombres podrían haberlo desarmado en ese tiempo. El mismo Paul podría haberle detenido con un puñetazo certero o al menos podría haberle arrancado el arma. Me temo que sea así como los testigos describan los hechos.
– ¡Entonces fue una venganza! -se vanaglorió Paul, bebiéndose un trago de brandy-. ¡Él fue el primero en matar!
– Entre un puñetazo de desdichadas consecuencias y un tiro certero en el pecho hay una diferencia -contestó George, también algo enojado en ese momento. Tomó la botella de brandy antes de que Paul se sirviera de nuevo-. No cabe duda de que O’Keefe habría sido acusado como mucho de homicidio. Si acaso. La mayoría de la gente del bar declarará que la muerte de Gerald fue accidental.
– Y por lo que yo sé, uno no tiene derecho a vengarse -gimió Gwyn-. Lo que tú has hecho, Paul, es tomarte la justicia por tu mano…, y eso se castiga.
– ¡No pueden encerrarme! -A Paul se le quebró la voz.
George asintió.
– Claro que sí. Y me temo que eso sea justamente lo que haga el oficial cuando mañana se presente aquí.
Gwyneira cogió de nuevo su vaso. No recordaba haber tomado nunca más de un sorbo de brandy, pero ese día lo necesitaba.
– ¿Y ahora qué, George? ¿Podemos hacer algo?
– ¡Yo no me quedo aquí! -gritó Paul-. Huiré, me marcho a la montaña. ¡Sé vivir como los maoríes! ¡Nunca me encontrarán!
– ¡Deja de decir tonterías, Paul! -le increpó Gwyneira.
George Greenwood jugueteaba con su vaso entre las manos.
– Tal vez no esté tan equivocado, Gwyneira -intervino-. Es probable que no tenga otro remedio que desaparecer de aquí hasta que se haya echado algo de tierra sobre este asunto. En uno año más o menos, los parroquianos del bar se habrán olvidado de lo sucedido. Y, dicho entre nosotros, no creo que Helen O’Keefe se ocupe con mucha energía de este caso. Está claro que cuando Paul regrese se abrirá un juicio. Pero entonces podrá defender la teoría de la defensa propia de forma más verosímil. ¡Ya sabe usted cómo es la gente, Gwyn! Mañana todavía recordarán que uno llevaba una vieja escopeta y el otro un revólver de tambor. En tres meses contarán que los dos iban armados con cañones…
Gwyneira le dio la razón.
– Al menos nos ahorraremos el escándalo en torno a un proceso, mientras ese delicado tema de los maoríes todavía coletee. Tonga le sacará el jugo a todo esto…, sírvame un poco más de brandy, George, por favor. No doy crédito a todo esto. ¡Estamos aquí sentados y charlando sobre qué ingeniosa estrategia seguir mientras han muerto dos seres humanos!
Mientras George volvía a llenar su vaso, Friday ladró una vez más.
– ¡La policía! -Paul se llevó la mano al revólver, pero George lo agarró por el brazo-. ¡Por todos los cielos, no hagas de ti un desgraciado, chico! Si matas a otra persona o simplemente amenazas a Hanson, te ahorcarán, Paul Warden. Y de nada servirá ni tu fortuna ni tu apellido.
– Tampoco puede ser el agente de policía -intervino Gwy-neira, y se levantó tambaleándose ligeramente. Aun si la gente de Haldon había enviado un mensajero a Lyttelton, era imposible que Hanson llegara antes del día siguiente por la tarde.
En lugar de ello, Helen O’Keefe estaba tiritando y empapada por la lluvia en la puerta que unía la cocina con el salón. Desconcertada por las voces que se oían en la sala de caballeros, no había osado entrar y pasaba ahora insegura la mirada de Gwyneira a George Greenwood.
– George… ¿Qué haces…? Da igual, Gwyn, esta noche tienes que hospedarme en algún lugar. No me importa dormir en el establo, si me das un par de mantas secas. Estoy totalmente empapada. Nepumuk no va muy deprisa.
– ¿Pero qué haces tú aquí? -Gwyneira abrazó a su amiga. Helen nunca había estado en Kiward Station.
– Yo…, Howard ha encontrado las cartas de Ruben…, las ha tirado por la casa y ha roto la vajilla…, Gwyn, si esta noche regresa borracho a casa, ¡me matará!
Cuando Gwyn informó a su amiga de la muerte de Howard, ésta se mostró muy serena. Las lágrimas que derramaba más bien respondían a toda la pena, dolor e injusticia que había experimentado y contemplado. Hacía ya tiempo que el afecto por su marido había desaparecido. Manifestó mucha más preocupación por el hecho de que Paul fuera juzgado de asesinato.
Gwyneira reunió todo el dinero que pudo encontrar en la casa e indicó a Paul que se dirigiera a su habitación y empaquetara sus cosas. Sabía que debería ayudarle a hacerlo, pues el joven estaba demasiado confuso y extenuado. Era indudable que no tenía la mente clara. Sin embargo, mientras Paul estaba subiendo por la escalera, Marama salió a su encuentro con un hatillo.
– Necesito tus alforjas, Paul -dijo con dulzura-. Y luego iremos a la cocina, tendremos que llevarnos algo que comer, ¿no te parece?
– ¿Nosotros? -preguntó Paul de mal humor.
Marama asintió.
– Claro. Yo voy contigo. Estoy a tu lado.
No fue poca la sorpresa que se llevó el oficial Hanson cuando al día siguiente no se encontró a Paul Warden en Kiward Station sino a Helen O’Keefe. Como es obvio, la situación no le entusiasmó demasiado.
– Miss Gwyn, en Haldon hay gente que acusa a su hijo de asesinato. Y ahora también ha eludido la investigación del caso. No sé qué opinar de esto.
– Estoy convencida de que volverá -respondió Gwyn-. Todo lo ocurrido…, la muerte de su abuelo y, aún más, que Helen se presentara de golpe aquí… Se ha avergonzado enormemente ante su presencia. Todo esto le ha superado.
– Bueno, entonces esperemos a que ocurra lo mejor. No se tome usted este asunto a la ligera, Miss Gwyn. Al parecer disparó al hombre directamente en el pecho. Y O’Keefe, en eso todos los testigos están de acuerdo, estaba prácticamente desarmado.
– Pero él le obligó -intervino Helen-. Mi marido, que en paz descanse, podía ser muy provocador, sheriff. Y estoy segura de que el joven no estaba sobrio.
– Es probable que el chico no pudiera calibrar bien la situación -añadió George Greenwood-. La muerte de su abuelo le desconcertó totalmente. Y al ver que Howard O’Keefe agarraba el arma…
– ¡No pretenderá en serio echarle la culpa a la víctima! -lo reprendió Hanson con severidad-. ¡Esa antigua escopeta de caza no representaba ninguna amenaza!
– Es cierto -respondió George cambiando de tono-. Me refería más bien a que…, bueno, las circunstancias eran sumamente adversas. Esa estúpida pelea, el horrible accidente. Todos deberíamos haber intervenido antes. Pero pienso que la investigación puede esperar hasta que Paul regrese.
– ¡Si es que regresa! -refunfuñó Hanson-. No tengo ningunas ganas de enviar tras él una patrulla de búsqueda.
– Mis hombres se pondrán de buen grado a su disposición -anunció Gwyneira-. Créame, preferiría ver a mi hijo bajo su segura custodia que en algún lugar montaña arriba. Sobre todo cuando no puede esperar ningún apoyo de las tribus maoríes.
No cabía duda de que en eso tenía razón. Si bien el sheriff había renunciado en un principio a emprender una investigación y no había cometido el error de interrumpir a los barones de la lana en medio del esquileo para formar una patrulla de búsqueda, Tonga no se conformó tan fácilmente. Paul tenía a Marama. No importaba si ella había ido con él de forma voluntaria o a la fuerza: Paul tenía a la muchacha que Tonga quería para sí. Y ahora, por fin, las paredes de las casas pakeha habían dejado de proteger a Paul. El rico ganadero y el joven maorí a quien nadie tomaba realmente en serio ya no existían. Ahora sólo había dos hombres en la montaña. Para Tonga, Paul era libre como un pájaro. Pero primero esperó. No era tan tonto como los blancos para ponerse a perseguir sin más al forajido. En algún momento se enteraría de dónde se escondían Paul y Marama. Y entonces lo encontraría.
Gwyneira y Helen dieron sepultura a Gerald Warden y Howard O’Keefe. A continuación, ambas reanudaron sus vidas, con lo cual la de Gwyneira no experimentó muchos cambios. Organizó el esquileo y luego propuso a los maoríes restablecer la paz.
Llevando a Reti como intérprete, se dirigió al poblado y emprendió las negociaciones.
– Podéis quedaros con la tierra en la que está situado vuestro poblado -anunció con una sonrisa vacilante. Tonga, de pie frente a ella, la miraba fijamente, protegido por el hacha santa, signo de su condición de jefe tribal-. En caso contrario deberemos pensar otra cosa. No tengo mucho dinero en efectivo, pero después del esquileo la situación mejorará un poco y tal vez podamos vender otras propiedades de valor. Todavía no he llegado a fondo en lo que a los bienes del señor Gerald se refiere. Pero si no… ¿Se podría llegar a algún acuerdo con las tierras que se extienden entre los prados de nuestra propiedad y los de O’Keefe Station?
Tonga alzó una ceja.
– Miss Gwyn, aprecio su buena voluntad, pero no soy tonto. Sé exactamente que usted carece de autoridad para venir a hacer aquí cualquier tipo de oferta. No es usted la heredera de Kiward Station; de hecho, la granja le pertenece a su hijo Paul. ¿No pretenderá hacerme creer que le ha dado poderes para negociar en su nombre?
Gwyneira bajó la mirada.
– No, no lo ha hecho. Pero Tonga, convivimos aquí. Y siempre hemos vivido en paz…
– ¡Su hijo ha roto la paz! -replicó con dureza Tonga-. Nos ha ofendido a mí y a mi gente…, el señor Gerald, además, engañó a mi tribu. Soy consciente de que hace mucho de ello, pero hemos requerido más tiempo para descubrirlo. Hasta el momento nadie nos ha ofrecido sus disculpas…
– ¡Lo lamento! -dijo Gwyn.
– ¡Usted no lleva el hacha sagrada! Yo la acepto, no obstante, Miss Gwyn, como tohunga. Usted entiende más de la crianza de ganado que la mayoría de sus hombres. Pero desde el punto de vista legal usted no es nada y no tiene nada. -Señaló a una muchachita, que jugaba junto al lugar donde negociaban-. ¿Puede hablar esta niña en nombre de los kau tahu? No. Pues en igual medida representa usted, Miss Gwyn, a la tribu de los Warden.
– Entonces, ¿qué hacemos? -preguntó Gwyn desesperada.
– Lo mismo que antes. Nos encontramos en estado de guerra. No la vamos a ayudar, al contrario, le causaremos dificultades en lo que sea posible. ¿Acaso no le extraña que nadie quiera esquilar sus ovejas? Lo impediremos. También cerraremos sus vías de comunicación, pondremos obstáculos al transporte de su lana, no dejaremos en paz a los Warden, Miss Gwyn, hasta que el gobernador haya pronunciado una sentencia y su hijo esté dispuesto a aceptarla.
– No sé cuánto tiempo estará Paul ausente -contestó impotente Gwyn.
– Entonces, tampoco nosotros sabemos cuánto tiempo lucharemos. Lo siento, Miss Gwyn -concluyó Tonga, volviéndole la espalda.
Gwyneira gimió.
– Yo también.
Durante las semanas siguientes, la mujer salió airosa del período de esquileo firmemente apoyada por sus hombres y los dos trabajadores que Gerald y Paul habían contratado en Haldon. Aunque no había que quitarle el ojo de encima a Joe Trif-fle, cuando se le mantenía alejado del alcohol rendía como tres pastores normales. Helen, quien hasta entonces nunca había tenido asistentes, envidiaba a Gwyn por contar con ese hombre.
– Te lo cedería -dijo Gwyn-. Pero hazme caso, tú sola no puedes controlarlo, sólo funciona si todo el batallón tira de la misma cuerda. De todos modos, te los enviaré a todos en cuanto hayamos terminado aquí. Lo que sucede es que dura una eternidad. ¿Podrás alimentar las ovejas durante todo este tiempo?
En esa época los animales ya se habían comido casi toda la hierba de los prados que circundaban las granjas. Los animales se conducían en verano a las tierras altas.
– Más mal que bien -susurró Helen-. Les doy el forraje que estaba destinado a los bueyes. A éstos, George los vendió en Christchurch, de otro modo no habría podido pagar el entierro. A la larga tendré que desprenderme de la granja. Yo no soy como tú, Gwyn, no lo lograré sola. -Acarició con torpeza al primer joven perro pastor que Gwyn le había regalado. Era un animal completamente adiestrado y le prestaba una enorme ayuda en el trabajo de la granja. No obstante, Helen no lo controlaba lo suficiente.
La única ventaja con que contaba respecto a Gwyn consistía en que sus relaciones con los maoríes seguían siendo amistosas. Sus discípulos la ayudaban de forma espontánea en el trabajo en el jardín y gracias a ellos Helen tenía al menos verdura en el huerto, huevos, leche y carne en abundancia cuando los jóvenes practicaban la caza o sus padres les daban pescado con que obsequiar a su maestra.
– ¿Ya has escrito a Ruben? -preguntó Gwyn.
Helen asintió.
– Pero ya sabes cuánto tarda. El correo se distribuye primero en Christchurch y luego en Dunedin…
– Pese a ello, los coches de los almacenes O’Key pronto podrían recogerlo -observó Gwyneira-. Fleur contaba en su última carta que se espera una entrega en Lyttelton. Deberán enviar a alguien a recogerla. Es probable que ya estén en camino. Pero hablemos ahora de mi lana: los maoríes amenazan con cerrar los caminos que conducen a Christchurch y creo que Tonga es capaz de robar simplemente la lana como un pequeño anticipo de las compensaciones que el gobernador le asignará. Bueno, creo que nos aguará la fiesta. ¿Estás de acuerdo en que lo llevemos todo a tu granja, lo almacenemos en tu establo hasta que hayas terminado tú el esquileo y luego lo transportemos todo junto a Haldon? Pondremos el producto a la venta algo más tarde que el resto de los ganaderos, pero no podemos hacer más…
Tonga se enfureció, pero le plan de Gwyn funcionó. Mientras los hombres vigilaban los caminos, con cada vez menor atención, George Greenwood transportó la lana de Kiward Station y O’Keefe Station a Haldon. La gente de Tonga, a la que él había prometido unos pingües beneficios, empezó a impacientarse y le reprochó que en esa época solían ganar dinero con los pakeha.
– ¡Casi lo suficiente para todo el año! -se quejó el marido de Kiri-. En vez de eso, ahora tendremos que cambiar de lugar y cazar como antes. ¡Kiri no se alegra de pasar el invierno en la montaña!
– Puede que allí se reúna otra vez con su hija -respondió Tonga de mal humor-, y con su marido pakeha. Que se le queje a él; a fin de cuentas, él es el responsable.
Tonga todavía no había oído nada acerca de Paul y Marama. Pero era paciente. Permanecía a la espera. Y entonces, al cerrar los caminos cayó en las redes un carro entoldado. Éste, sin embargo, no procedía de Kiward Station sino de Christchurch. No contenía vellones, sino ropa de señora y en realidad no había razón justificada para detenerlo. Pero los hombres de Tonga se iban descontrolando de forma paulatina. Y con ello desencadenaron unos acontecimientos que Tonga nunca habría sospechado.
Leonard McDunn conducía su pesado vehículo por la todavía bastante accidentada carretera que unía Christchurch a Haldon. Hacía, sin lugar a dudas, un rodeo, pero su patrón, Ruben O’Keefe, le había encargado que entregara un par de cartas en Haldon y echara un vistazo a una granja de la zona.
– ¡Pero con discreción, McDunn, por favor! Si mi padre descubre que mi madre está en contacto conmigo la pondré en un apuro. Mi esposa opina que es arriesgarse demasiado, pero tengo una desagradable sensación… No puedo creer que la granja esté prosperando tanto en realidad como afirma mi madre. Probablemente bastará con que pregunte un poco por Haldon. Todos se conocen en la región y al menos la dueña de la tienda es muy parlanchina…
McDunn había asentido amistosamente y había anunciado con una sonrisa que en ese caso practicaría un poco la técnica de la audición discreta. En el futuro, así pensaba de nuevo satisfecho, la necesitaría. Era su último viaje como transportista para O’Keefe. La población de Queenstown lo había elegido poco antes constable de la policía. McDunn, un hombre tranquilo, rechoncho y en la cincuentena, sabía valorar el honor y la mayor estabilidad que comportaba esa ocupación. Llevaba cuatro años encargado del transporte con O’Keefe y ya tenía suficiente.
Además, disfrutaba de ese paseo a Christchurch gracias también a la amable compañía de que disfrutaba. Laurie estaba sentada a su derecha en el pescante y Mary, a la izquierda, o al re-vés, pues aún ahora no conseguía distinguir a las mellizas entre sí. No obstante, a ellas no parecía importarles lo más mínimo. Tanto la una como la otra se dirigían con igual alegría a McDunn, preguntaban con avidez y miraban con los ojos curiosos de un niño el paisaje que los rodeaba. McDunn sabía que Mary y Laurie realizaban una tarea de valor inestimable como chicas para todo y compradoras en los Almacenes O’Kay. Eran amables y estaban bien educadas e incluso sabían leer y escribir. De natural, sin embargo, eran simples: se impresionaban con la misma facilidad con que se ponían contentas, y también podían caer en profundas crisis cuando no se las trataba de la forma idónea. Pero eso ocurría pocas veces, en general las dos estaban de un humor óptimo.
– ¿Tenemos que parar pronto, señor McDunn? -preguntó alegremente Mary.
– ¡Hemos comprado comida para hacer un picnic, señor McDunn! Hasta muslo de pollo asado de esa tienda china de Christchurch… -prosiguió Laurie.
– ¿Es realmente pollo, señor McDunn? ¿No es perro? En el hotel nos han contado que en China se come carne de perro.
– ¿Se imagina que alguien se comiera a Gracie, señor McDunn?
McDunn sonrió satisfecho al tiempo que se le hacía la boca agua. El señor Lin, el chino de Christchurch, sin duda no ofrecía a sus clientes ningún muslo de perro, sino de pollo.
– Los perros pastores como Gracie son demasiado caros para comérselos -respondió-. ¿Qué más lleváis en los cestos? También habéis ido a la panadería, ¿verdad?
– ¡Ah, sí, hemos visitado a Rosemary! Recuerde, señor McDunn, que vinimos a Nueva Zelanda en el mismo barco.
– Y ahora está casada con el panadero de Christchurch. ¿A que es sensacional?
McDunn no encontraba que estar casado con el panadero de Christchurch fuera especialmente emocionante, pero se abstuvo de hacer comentarios. En vez de hacerlo buscó un lugar adecuado para descansar. No tenían prisa. Si encontraba algún lugar acogedor, desengancharía los caballos y los dejaría pastar dos horas.
Pero entonces sucedió algo imprevisto. La carretera hacía un recodo que dejaba a la vista un pequeño lago y una especie de barrera. Alguien había atravesado el tronco de un árbol en la vía, que estaba siendo supervisada por unos guerreros maoríes. Los hombres ofrecían un aspecto marcial y atemorizante. Sus rostros estaban cubiertos de tatuajes o pinturas similares, presentaban el dorso desnudo y brillante y llevaban una especie de taparrabo que concluía justo encima de las rodillas. Iban además armados con lanzas que alzaron de forma amenazadora frente a McDunn.
– ¡Poneos detrás, chicas! -advirtió a Mary y Laurie intentando no asustarlas.
Se detuvo al llegar al lugar.
– ¿Qué querer en Kiward Station? -preguntó uno de los guerreros maoríes con un tono de voz intimidatorio.
McDunne se encogió de hombros.
– ¿No es éste el camino a Haldon? Llevo mercancías a Queenstown.
– ¡Tú mentir! -le increpó el guerrero-. El camino a Kiward Station, no a Wakatipu. Tú comida para los Warden.
McDunn puso los ojos en blanco y mantuvo la calma.
– En absoluto llevo comida a los Warden, sean quienes sean. Ni siquiera transporto víveres, sólo ropa de mujer.
– ¿Mujer? -El guerrero frunció el entrecejo-. ¡Enseñar!
Con un veloz movimiento saltó en medio del pescante y desgarró el toldo. Mary y Laurie chillaron asustadas. Los otros guerreros lanzaron vítores a su vez.
– ¡Con cuidado! -gruñó McDunn-. ¡Van a romperlo todo! De buen grado les mostraré el interior, pero…
Entretanto, el guerrero había sacado un cuchillo y cortado el toldo desprendiéndolo del fijador. Para regocijo de sus compañeros la carga yacía expuesta ante él, así como las mellizas, que se estrechaban la una contra la otra temblorosas.
McDunn estaba ahora preocupado de verdad. Por fortuna no había en el carro armas u objetos de hierro que pudieran ser utilizados como tales. Él mismo contaba con una escopeta pero, mucho antes de que pudiera servirse de ella, los hombres lo habrían desarmado. Sacar su cuchillo también resultaba demasiado arriesgado. Además, los muchachos no parecían realmente salteadores de caminos profesionales, sino más bien pastores jugando a la guerra. Al menos no se les veía peligrosos.
Entre la ropa interior que el maorí sacaba ahora del carro para embeleso de todos sus hermanos de tribu y que se ponía delante del pecho mientras reía, había también artículos explosivos. Si los hombres encontraban los barriles de brandy de primera calidad y lo probaban in situ, la situación se pondría crítica. Entretanto otra gente se había ido acercando a observar. Al parecer, se encontraban en las proximidades de un poblado maorí. Sea como fuere, un par de adolescentes y hombres mayores, la mayoría de los cuales iban vestidos al estilo occidental y no estaban tatuados, se aproximaron. Uno de ellos descubrió justo entonces una caja de un exquisito Beaujolais (un encargo privado del señor Ruben) bajo una capa de corsés.
– ¡Vosotros venir! -dijo con determinación uno de los recién llegados-. Esto vino para los Warden. Yo antes criado, ¡conocer! ¡Os llevamos al jefe! Tonga saber qué hacer.
McDunn contuvo su entusiasmo ante el hecho de ser conducido en presencia del jefe de la tribu. Seguía sintiéndose fuera de peligro, pero si ahora dirigía el carro hacia el campamento de los sublevados, ya podía dar por perdida la carga y, posiblemente, también el carro y los caballos.
– ¡Seguir a mí! -insistió el que antes fuera sirviente, y se puso en marcha. McDunn lanzó una mirada estimativa al paisaje. Era una superficie considerablemente plana y a unos casi doscientos metros de distancia el camino se bifurcaba: seguramente era allí donde habían tomado la dirección equivocada. Ése debía de ser un pasaje privado y los maoríes estarían peleados con el propietario. El hecho de que el acceso a Kiward Station estuviera en mejor estado que la carretera pública había inducido a McDunn a apartarse de la dirección correcta. Pero si ahora conseguía escaparse a campo traviesa por la izquierda volvería a llegar, de hecho, al camino oficial que conducía a Haldon… Lamentablemente, el guerrero maorí seguía estando frente a él, esta vez posando con un sujetador en la cabeza y con una pierna en el pescante y la otra en el interior del carro.
– Culpa tuya si te haces daño -farfulló McDunn, mientras ponía en movimiento el carro. Los pesados Shires tardaban un poco en echarse a andar, pero una vez que arrancaban, y Leonard era consciente de ello, eran fogosos. Una vez que los caballos hubieron dado los primeros pasos, los azuzó con el látigo al tiempo que giraba bruscamente hacia la izquierda. El guerrero que bailaba con la ropa interior perdió el equilibrio cuando la montura se puso al trote de forma inesperada. Sin embargo, no consiguió mover la lanza antes de que McDunn lo empujara fuera del carro. Laurie y Mary gritaron. Leonard esperaba no atropellarlo con el carro.
– ¡Agachaos, chicas, y agarraos fuerte! -gritó hacia atrás, donde una lluvia de lanzas cayó sobre las cajas de ropa interior. Sin embargo, las ballenas de los corsés lo soportarían. Los dos Shires galopaban ahora y la tierra se estremecía bajo sus cascos. Con un caballo de carreras se podría haber alcanzado fácilmente el carro, pero, para alivio de McDunn, nadie los seguía.
– ¿Todo bien, chicas? -preguntó a gritos a Mary y Laurie, mientras espoleaba a los caballos por si se relajaban, al tiempo que rezaba para que el terreno no se hiciera de golpe irregular. No podría detener tan repentinamente a los caballos de sangre fría y lo último que podía permitirse en tales circunstancias era que se le rompiera un eje. No obstante, la superficie seguía siendo plana y pronto tuvo a la vista un camino. McDunn ignoraba si ése era realmente el que conducía a Haldon, ya que era dema-siado estrecho y tortuoso. Sin embargo, era transitable y mostraba huellas de vehículos tirados por caballos, en realidad bugys ligeros en lugar de carros entoldados, pero cuyos conductores, con toda certeza, tampoco se arriesgarían a romper los ejes de las ruedas introduciéndose por caminos accidentados. McDunn siguió espoleando a los caballos. Sólo cuando creyó que el campamento maorí se encontraba al menos a dos kilómetros a sus espaldas, puso las monturas al paso.
Laurie y Mary se asomaron tomando aliento.
– ¿Qué ha sido esto, señor McDunn?
– ¿Querían hacernos algo?
– Los indígenas suelen ser amistosos.
– Sí, Rosemary dice que son amables.
McDunn suspiró aliviado cuando las mellizas reanudaron su animosa charla. Parecía que habían salido bien librados. Ahora sólo tenía que averiguar hacia dónde conducía ese camino.
Una vez superada la prueba, Mary y Laurie recuperaron el apetito, pero los tres estuvieron de acuerdo en que era preferible disfrutar del pan, el pollo y los deliciosos pastelitos de té de Rosemary sin bajar del pescante. A McDunn cada vez le resultaba más extraño lo sucedido con los maoríes. Había oído que se producían levantamientos en la isla Norte. ¿Pero ahí? ¿En medio de las pacíficas llanuras de Canterbury?
La pista seguía dirigiéndose hacia el oeste. No se trataba en absoluto de un camino oficial, más bien parecía un paso transitado durante años y trillado por el uso. Tanto arbustos como arboledas se rodeaban en lugar de haber sido destruidos. Y ahora aparecía otro riachuelo…
McDunn suspiró. El vado no parecía peligroso y seguramente lo habían cruzado poco antes. Sin embargo, era probable que nunca lo hubieran hecho con un carro tan pesado como el suyo. Por si acaso, pidió a las chicas que bajaran e introdujo con prudencia los caballos y el carro en el agua. Luego se detuvo para que las mellizas volvieran a subir y se sobresaltó al oír que Mary soltaba un grito.
– ¡Allí, señor McDunn! ¡Maoríes! ¡Seguro que no traen buenas intenciones!
Las chicas se encogieron aterrorizadas bajo la carga, mientras McDunn buscaba dónde estaban los guerreros. No obstante, sólo divisó a dos niños que conducían una vaca.
Ambos se acercaron curiosos al ver el carro.
McDunn les sonrió y los niños saludaron con timidez. Luego, para su sorpresa, los pequeños lo saludaron en un inglés muy correcto.
– Buenos días, señor.
– ¿Podemos ayudarle, señor?
– ¿Es usted un viajante de comercio, señor? ¡Hemos leído historias sobre buhoneros! -La niña observó con curiosidad en el interior del toldo, sujeto ahora de forma provisional.
– Qué va, Kia, seguro que son más vellones de los Warden. Miss Helen les ha dejado que los guardaran en su casa -dijo el niño, y evitó con destreza que la vaca escapara.
– ¡Tonterías! Los esquiladores llevan tiempo aquí y se lo han traído todo. ¡Seguro que esto es un Tinker! ¡Sólo que los caballos no tienen pintas!
McDunn sonrió.
– Somos comerciantes, señorita, no buhoneros -dijo, dirigiéndose a la niña-. Queríamos llegar en carro a Haldon, pero creo que nos hemos perdido.
– No mucho -le consoló la niña.
– Si coge el camino adecuado al lado de la casa, después de recorrer tres kilómetros estará en la carretera de Haldon -explicó el niño con mayor precisión al tiempo que miraba admirado a las mellizas, que entretanto habían osado salir de nuevo a la luz-. ¿Por qué las dos mujeres son iguales?
– Ésta sí es una buena noticia -dijo McDunn, sin responder al niño-. ¿Podrías también decirme dónde estoy? Esto ya no es… ¿cómo se llamaba? ¿Kiward Station?
Los niños soltaron una risita, como si hubiera dicho un chiste.
– No, esto es O’Keefe Station. Pero el señor O’Keefe está muerto.
– ¡Lo ha matado el señor Warden! -intervino la niña.
McDunn pensó divertido que, como oficial de policía, no podía desearse seres más dispuestos a suministrar información que ésos. En Haldon la gente era comunicativa, en eso Ruben tenía toda la razón.
– Y ahora está en la montaña, y Tonga lo está buscando.
– Chisss, Kia, ¡no tienes que contarlo!
– ¿Quiere ver a Miss Helen, señor? ¿La vamos a llamar? Está en el cobertizo de esquileo o…
– No, Mati, está en casa. ¿No te acuerdas? Ha dicho que tenía que preparar la comida para toda la gente…
– ¿Miss Helen? -gritó Laurie.
– ¿Nuestra Miss Helen? -resonó la voz de Mary como un eco.
– ¿Siempre dicen lo mismo también? -preguntó el niño maravillado.
– Creo que es mejor que nos lleves a esa granja -dijo McDunn con toda calma-. Al parecer acabamos de encontrar justo lo que estábamos buscando.
Y el señor Howard, pensó con una sonrisa irónica, ya no pondría ni el más mínimo obstáculo.
Media hora más tarde, habían desenganchado los caballos y estaban en la cuadra de Helen. Ésta, totalmente arrebatada por la alegría y la sorpresa, estrechaba entre sus brazos a las pupilas del Dublin que ya había dado por perdidas. Todavía no acababa de creerse que las dos niñas medio muertas de hambre de aquel entonces se hubieran convertido en las dos jóvenes tan alegres, e incluso algo gorditas, que ahora se hacían cargo con toda naturalidad del regimiento que tenía en la cocina.
– ¿Esto tiene que servir para toda una compañía de hombres, Miss Helen?
– De ninguna de las maneras, Miss Helen, lo tenemos que estirar.
– ¿Pensaba hacer pastelitos de carne, Miss Helen? Entonces más nos vale poner más boniatos y no tanta carne.
– Los hombres tampoco la necesitan, se animan demasiado.
Las mellizas se rieron complacidas.
– ¡Y así no tiene que amasar pan, Miss Helen! Espere, primero prepararemos un té.
Mary y Laurie habían cocinado durante años para la clientela del Hotel de Daphne. Abastecer a un pelotón de esquiladores no les suponía ninguna dificultad. Mientras ellas se afanaban canturreando en la cocina, Helen se sentó con Leonard McDunn a la mesa de la cocina. Éste le contó el peculiar asalto de los maoríes que le había conducido hasta allí, mientras ella le informaba de las circunstancias de la muerte de Howard.
– Claro que lloro la muerte de mi marido -dijo, y alisó el modesto vestido azul oscuro que, tras la muerte de su esposo, siempre vestía-. Pero en cierto modo también representa para mí un alivio… Discúlpeme, debe de pensar usted que soy una persona totalmente despiadada…
McDunn sacudió la cabeza. En absoluto encontraba a Helen O’Keefe falta de corazón. Por el contrario, no se había cansado de observar la alegría con la que había estrechado entre sus brazos a las mellizas. Además, con su cabellera castaña y brillante, su delicado rostro y sus serenos ojos de color gris, le había parecido sumamente atractiva. Aun así, parecía rendida y sin fuerzas, y estaba pálida pese a la piel tostada por el sol. Se notaba que la situación la superaba. Era evidente que se desenvolvía tan mal en la cocina como en el establo. Antes se había sentido muy aliviada cuando los niños maoríes se ofrecieron a ordeñar la vaca.
– Su hijo ha dejado entrever que su padre no siempre ha sido un hombre fácil. ¿Qué quiere hacer ahora con la granja? ¿Venderla?
Helen se encogió de hombros.
– Si alguien la quiere… Lo más sencillo sería anexarla a Kiward Station. Howard nos maldeciría desde la tumba, pero a mí me da igual. En el fondo, la granja, como empresa individual, no es rentable. Aunque tiene mucho terreno, éste no es suficiente para alimentar a los animales. Pese a ello, si se quiere explotar, es necesario tener conocimientos especializados y un capital de entrada. La granja se está desmoronando por una mala administración, señor McDunn. Ésta es la dolorosa realidad.
– Y su amiga de Kiward Station… ¿es la madre de Fleurette, verdad? -preguntó Leonard-. ¿No estaría ella interesada en el traspaso?
– Interesada, sí… ¡Oh!, muchas gracias, Laurie, sois simplemente maravillosas. ¡Qué habría hecho sin vosotras! -Helen tendió la taza a Laurie, que se acercó a la mesa con té recién hecho.
Laurie se la llenó con la destreza con que Helen le había enseñado a hacerlo en el barco.
– ¿Cómo sabe que es Laurie? -preguntó Leonard desconcertado-. No conozco a nadie que pueda distinguirlas.
Helen rio.
– Si no se les da instrucciones, Mary se encarga de poner la mesa y Laurie de servir. Ponga atención: Laurie es la más extrovertida, a Mary no le importa mantenerse en un segundo plano.
Leonard nunca se había percatado de ello, pero admiró la capacidad de observación de Helen.
– ¿Qué sucederá ahora con su amiga?
– Bueno, Gwyneira ya tiene sus propios problemas -contestó Helen-. Usted mismo acaba de caer de lleno en ellos. Ese jefe maorí intenta someterla y ella no tiene ninguna posibilidad de actuar sin contar con Paul. Tal vez cuando el gobernador por fin tome una decisión…
– ¿Y existe la posibilidad de que ese Paul regrese y resuelva sus problemas por sí mismo? -preguntó Leonard. Le parecía bastante poco correcto dejar a las dos mujeres solas en medio de toda esa miseria. No obstante, todavía no había conocido a Gwyneira Warden. Si era igual que su hija, sería capaz de apañárselas con medio continente lleno de obstinados salvajes.
– Resolver problemas no es, justamente, el punto fuerte de los varones Warden. -Helen sonrió con tristeza-. Y en lo que al regreso de Paul se refiere…, en Haldon los ánimos se van calmando, en eso George Greenwood tenía razón. Al principio todos querían lincharlo, pero en lo que va de tiempo ha tomado más peso la compasión por Gwyn. Creen que necesita un hombre en la granja y ahora ya están dispuestos a hacer la vista gorda a una minucia como un asesinato.
– ¡Qué cínica es usted, Miss Helen! -la censuró Leonard.
– Soy realista. Paul disparó al pecho sin previo aviso a un hombre desarmado. Delante de veinte testigos. Pero dejémoslo, tampoco quiero verlo colgado. ¿Qué cambiaría eso? Si es que viene, el conflicto con el jefe de la tribu adquirirá mayores dimensiones. Y entonces es probable que lo ahorquen por otro asesinato.
– El joven parece, en efecto, andar coqueteando con la soga -señaló Leonard, suspirando-. Yo…
Le interrumpieron unas llamadas a la puerta. Laurie abrió. Inmediatamente, un perrito se deslizó al interior pasando entre sus piernas. Friday saltó jadeante sobre Helen.
– ¡Mary, ven corriendo! ¡Creo que es Miss Gwyn! ¡Y Cleo! ¡Miss Gwyn!
Pero Gwyneira no parecía ver a las mellizas. Estaba tan furiosa, que no las reconoció.
– Helen -soltó-, ¡voy a matar a ese Tonga! Todavía he sido capaz de contenerme para no ir a caballo y con la escopeta al pueblo. Andy me ha contado que su gente ha asaltado un carro entoldado, sabe Dios qué querían y dónde estarán ahora. Aun así, en el poblado se lo están pasando en grande y van por ahí con sostenes y bragas… Oh, discúlpeme, señor, yo… -Gwyneira se puso colorada cuando vio que Helen tenía una visita masculina.
McDunn se echó a reír.
– No se preocupe, señora Warden. Estoy informado acerca de la existencia de ropa interior femenina y ni que decir tiene que soy yo quien la he perdido. El carro es mío. Permita que me presente: Leonard McDunn, de Almacenes O’Kay.
– ¿Por qué no se viene simplemente conmigo a Queenstown? -preguntó McDunn un par de horas después, contemplando a Helen.
Gwyneira se había tranquilizado y con Helen y las mellizas había dado de comer a los hambrientos esquiladores. A todos los alabó por el buen resultado de su trabajo, si bien se quedó bastante sorprendida de la calidad de la lana. Ya había oído decir que O’Keefe producía mucho desecho, pero no se había imaginado que el problema fuera tan grave. Ahora estaba sentada con Helen y McDunn delante de la chimenea y acababa de abrir una de las botellas de Beaujolais que por fortuna había quedado intacta.
– ¡Por Ruben y su exquisito gusto! -brindó alegremente-. ¿Dónde lo habrá aprendido, Helen? ¡Ésta es, con toda certeza, la primera botella de vino que se descorcha en años en esta casa!
– En las obras de Edward Bulwer-Lytton, que suelo leer con mis alumnos, se consume de vez en cuando vino en los círculos refinados, Gwyn -respondió Helen con afectación.
McDunn tomó un sorbo y luego insistió en su propuesta de llevarla a Queenstown:
– En serio, Miss Helen, seguro que desea ver a su hijo y sus nietos. Ésta es la oportunidad. En un par de días habremos llegado.
– ¿Ahora, en pleno esquileo? -Helen rechazó la idea con un gesto.
Gwyneira rio.
– ¡Helen, no irás a creerte en serio que mis empleados vayan a esquilar una oveja de más o de menos porque tú estés aquí! Y no querrás conducir las ovejas a la montaña, ¿no?
– Pero…, pero alguien tendrá que abastecer a la gente… -Helen estaba indecisa. La propuesta había surgido de forma repentina, no podía aceptarla. ¡Y, sin embargo, era sumamente tentadora!
– También en mi granja se las han apañado ellos mismos. O’Toole sigue preparando un cocido irlandés mucho mejor del que Moana y yo hayamos hecho jamás. De ti mejor no hablar. Eres mi amiga más querida, pero tu cocina…
Helen se ruborizó. En una situación normal ese comentario no la habría afectado. Pero delante del señor McDunn le resultaba penoso.
– Permita que los hombres maten un par de ovejas y dejémosles también un par de botellitas de esas que yo defendería con mi propia vida. Aunque sea un pecado, porque la bebida es demasiado buena para esa pandilla, ¡al final se habrá ganado usted para siempre su cariño! -propuso McDunn con toda tranquilidad.
Helen sonrió.
– No sé -respondió dudosa.
– ¡Pero yo sí! -intervino decidida Gwyn-. A mí me encantaría ir, pero nadie puede sustituirme en Kiward Station. Así que te nombramos nuestra común delegada. Mira cómo andan las cosas en Queenstown. Temo que Fleurette no haya adiestrado como es debido al perro. Además, llévales el poni a los nietos. ¡Para que no sean unos jinetes tan torpes como tú!
Helen amó Queenstown en el mismo momento en que vio brillar la pequeña ciudad a la orilla del imponente lago Wakatipu. Las casitas nuevas y primorosas se reflejaban en la superficie plana del lago y el pequeño puerto daba acogida a barcos de remo y vela. Las montañas, con sus cumbres nevadas, enmarcaban la imagen. ¡Y sobre todo, durante medio día, Helen no había tenido ante su vista ni una sola oveja!
– Te resignas -confesó a Leonard McDunn, a quien tras pasar ocho días en el carro había contado más cosas sobre sí misma que a Howard durante todos los años de matrimonio-. Cuando hace un montón de tiempo llegué a Christchurch lloré porque la ciudad no tenía nada en común con Londres. Y ahora me alegro de ver una ciudad diminuta, porque allí me relacionaré con seres humanos y no con rumiantes.
Leonard rio.
– Oh, Queenstown tiene mucho en común con Londres, ya verá. Claro que no en tamaño, pero sí en vitalidad. ¡Algo está sucediendo aquí, Miss Helen, aquí siente usted el progreso, el arranque! Christchurch es hermosa, pero allí se trata más de conservar los antiguos valores y de ser más inglés que los ingleses. ¡Piense sólo en la catedral y la universidad! ¡Uno cree estar en Oxford! Pero aquí todo es nuevo, todo prospera. No cabe duda de que los buscadores de oro son unos salvajes y causan alborotos. ¡Es inconcebible tener la comisaría de policía más cercana a sesenta y cinco kilómetros de distancia! Pero esos muchachos también aportan dinero y vida a la ciudad. ¡Le encantará, Miss Helen, hágame caso!
A Helen ya le gustó cuando el carro pasó traqueteando por la calle Mayor que estaba tan poco pavimentada como Haldon, pero poblada de seres humanos: ahí un buscador de oro discutía con el empleado de correos porque éste, supuestamente, había abierto una carta. Ahí dos muchachas se reían por lo bajo y curioseaban en la barbería, donde un joven apuesto se hacía un nuevo corte de pelo. En la herrería se herraban caballos, y dos viejos mineros hablaban de asuntos profesionales a lomos de un mulo. Y el «Hotel» estaba siendo pintado de nuevo. Una mujer pelirroja con un llamativo vestido verde supervisaba a los pintores, mientras juraba en latín.
– ¡Daphne! -gritaron alegres las mellizas, y casi se cayeron del carro-. ¡Daphne, hemos traído a Miss Helen!
Daphne O’Rouke se dio la vuelta. Helen contempló el conocido rostro felino. Daphne parecía envejecida, tal vez un poco gastada por la vida e iba muy maquillada. Cuando vio a Helen en el carro, sus miradas se cruzaron. Conmovida, Helen se percató de que Daphne se ruborizaba.
– Buenos… buenos días, Miss Helen.
McDunn no daba crédito, pero la decidida Daphne hizo una inclinación ante su profesora como si fuera una niña pequeña.
– ¡Deténgase, Leonard! -gritó Helen. No pudo ni esperar a que McDunn tirase de las riendas de los caballos, ya había saltado del pescante y abrazado a Daphne.
– Aquí, no, Miss Helen, si alguien lo ve… -dijo Daphne-. Es usted una dama. No tienen que verla con alguien como yo. -Bajó la mirada-. Lamento haberme convertido en esto, Miss Helen.
Helen rio y la rodeó de nuevo con sus brazos.
– ¿Qué hay de horrible en lo que tú eres, Daphne? ¡Una mujer de negocios! Una maravillosa madre de acogida para las mellizas. Nadie podría desear una mejor discípula que tú.
Daphne volvió a sonrojarse.
– Quizá nadie le ha explicado el tipo de… de negocio que llevo -contestó en voz baja.
Helen la estrechó contra sí.
– Los negocios se construyen según la oferta y la demanda. Esto lo he aprendido de otro de mis discípulos, George Greenwood. Y en lo que a ti respecta…, si la demanda hubiera sido de biblias, seguro que habrías vendido biblias.
Daphne soltó una risita.
– Con el mayor placer, Miss Helen.
Mientras Daphne saludaba a las mellizas, McDunn llevó a Helen a los Almacenes O’Kay. Por mucho que Helen hubiera disfrutado del reencuentro con su antigua pupila y las mellizas, aún más hermoso fue estrechar en sus brazos a su propio hijo, Fleurette y sus nietos.
El pequeño Stephen enseguida se agarró a sus faldas, aunque Elaine mostró a todas luces mayor entusiasmo cuando descubrió el poni.
Helen miró su melena rojiza y los vivos ojos que ya ahora mostraban un azul profundo distinto al de la mayoría de los niños.
– Definitivamente, la nieta de Gwyn -dijo Helen-. No tiene nada de mí. ¡Ten cuidado, para su tercer cumpleaños pedirá un par de ovejas!
Leonard McDunn saldó concienzudamente las cuentas de su último viaje comercial con Ruben O’Keefe antes de emprender sus nuevas tareas. Primero había que pintar la oficina de policía y proveer de barrotes la cárcel con ayuda de Stuart Peters. Helen y Fleur colaboraron con colchones y sábanas del almacén para que las celdas estuvieran habilitadas de forma adecuada.
– ¡Sólo falta que pongáis flores! -gruñó McDunn, y también Stuart se quedó impresionado.
– ¡Me quedo con la copia de una llave! -bromeó el herrero-. Por si un día tengo huéspedes que alojar.
– Puedes hacer la prueba ahora mismo -le amenazó McDunn-. Pero ahora en serio: me temo que hoy mismo ya las llenaremos. Miss Daphne ha planeado una velada irlandesa. ¿Qué te apuestas a que al final la mitad de los parroquianos se pelean?
Helen frunció el ceño.
– ¿Pero no será peligroso, verdad Leonard? ¡Tenga usted cuidado! Yo…, nosotros…, nosotros… ¡necesitamos a nuestro constable por mucho tiempo!
McDunn resplandeció. Que Helen se preocupara de él le encantaba sobremanera.
Apenas tres semanas después, McDunn tuvo que enfrentarse con un problema más grave que las acostumbradas riñas entre buscadores de oro.
Esperaba en los Almacenes O’Kay a que Ruben dispusiera de tiempo para él y pudiera prestarle su ayuda. De las habitaciones traseras del cobertizo salían voces y risas, pero Leonard no quería importunar. Y aún menos estando en misión oficial. A fin de cuentas, Leonard no aguardaba a su amigo, sino al juez de paz. No obstante, respiró aliviado cuando Ruben por fin abandonó lo que estaba haciendo y se acercó a él.
– ¡Leonard! Disculpa que te haya hecho esperar. -O’Keefe tenía un aire un tanto achispado-. Es que tenemos algo que celebrar. ¡Al parecer, voy a ser padre por tercera vez! Pero ahora dime qué sucede. ¿En qué puedo ayudarte?
– Se trata de un problema de carácter oficial. Y una especie de dilema legal. Ha aparecido en mi despacho un tal John Sideblossom, un granjero acomodado que quiere invertir en las minas de oro. Estaba muy excitado. Ha dicho que tenía que arrestar urgentemente a un hombre que había visto en el campamento de oro. A cierto James McKenzie.
– ¿James McKenzie? -preguntó Ruben-. ¿El ladrón de ganado?
McDunn asintió.
– Enseguida me sonó el nombre. Lo detuvieron hace un par de años en la montaña y lo condenaron a prisión en Lyttelton.
Ruben asintió.
– Lo sé.
– ¡Siempre has tenido buena memoria, señor Juez! -lo elogió Leonard-. ¿Sabes también que lo indultaron? Sideblossom afirma que lo enviaron a Australia.
– Lo desterraron -informó Ruben-. Australia era lo que estaba más cerca. Los barones de la lana hubieran preferido enviarlo a la India o a otra parte. Y aún más que se lo hubieran da-do a comer a los leones.
McDunn rio.
– Justamente, ésa era la impresión que causaba Sideblossom. Pues bueno, si es cierto lo que dice, McKenzie está de vuelta aunque debía de mantenerse alejado de aquí por el resto de su vida. Dice Sideblossom que ésta es la razón por la que debo arrestarlo. ¿Pero qué hago con él? No puedo tenerlo encerrado para siempre. Y tampoco tiene el menor sentido que lo encarcele durante cinco años pues, en rigor, ésos ya los ha cumplido. Sin contar con que no tengo sitio. ¿Se te ocurre qué hacer, señor Juez?
Ruben fingió estar meditando algo. Sin embargo, para McDunn su expresión reflejaba más bien alegría. Pese a ese McKenzie. ¿O era gracias a él?
– Fíjate bien, Leonard -dijo Ruben al final-. Primero de todo, averigua si ese McKenzie es realmente el mismo al que se refiere Sideblossom. Luego lo encarcelas exactamente el tiempo que ese tipo permanezca en la ciudad. Dile que está en arresto preventivo. Que Sideblossom lo ha amenazado y que no quieres alborotos. -McDunn hizo una mueca irónica-. ¡Pero no le cuentes a mi esposa nada de esto -le advirtió Ruben-. Será una sorpresa. Ah, sí, y si es necesario, antes de encerrarlo regálale al señor McKenzie un afeitado y un corte de pelo como es debido. ¡Recibirá la visita de unas damas justo después de su entrada en tu Grand Hotel!
Si Fleurette había pasado llorando la primera semana de su embarazo, también los ojos se le anegaron en lágrimas cuando visitó a McKenzie en la cárcel. No concretó si eran de alegría por el reencuentro o de pena a causa de su nueva encarcelación.
Por el contrario, James McKenzie no parecía muy conmovido. Por el contrario, había estado de un humor excelente hasta que Fleurette rompió a llorar. Ahora la estrechaba entre sus brazos y le acariciaba la espalda con torpeza.
– No llores, pequeña, aquí no me pasará nada. Es más peligroso estar fuera. Con ese Sideblossom todavía tengo algo pendiente.
– ¿Por qué has tenido que caer de nuevo en sus manos? -gimió Fleurette-. ¿Qué has hecho en los campamentos de oro si puede saberse?
McKenzie sacudió la cabeza. Su aspecto no era, de ninguna de las maneras, el de un buscavidas de los que montaban sus campamentos en las antiguas granjas de ovejas al lado de los yacimientos de oro, y McDunn no había tenido que obligarle a que se bañara y afeitara ni que prestarle dinero. James McKenzie más bien parecía un ranchero de viaje, una persona bien situada. Por su vestimenta y pulcritud no se le habría podido distinguir de su viejo enemigo Sideblossom.
– A lo largo de mi vida ya he obtenido concesiones suficientes e incluso he sacado buenos beneficios de una de ellas en Australia. El secreto reside en no despilfarrar las ganancias de inmediato en un establecimiento como el de Miss Daphne. -Sonrió a su hija-. Como es natural, busqué en los yacimientos de oro de esta área a tu marido. Hasta descubrir al final que había acabado residiendo en la calle Mayor y que mete en chirona a viajeros inofensivos. -Guiñó el ojo a Fleurette. Antes del encuentro había conocido a Ruben y estaba muy contento con su yerno.
– ¿Y ahora qué pasará? -preguntó Fleurette-. ¿Volverán a enviarte a Australia?
McKenzie gimió.
– Espero que no. Aunque puedo permitirme pagar el pasaje sin esfuerzo…, bueno, no me mires así, Ruben, ¡me he ganado honradamente ese dinero! ¡Juro que no he robado en Australia ni una sola oveja! Pero representaría una nueva pérdida de tiempo. Está claro que regresaría de inmediato, aunque esta vez con otra documentación. No volverá a sucederme lo que ha pasado con Sideblossom. Sin embargo, Gwyn tenía que esperar mucho tiempo. Y estoy seguro de que lamenta la espera…, igual que yo.
– La documentación falsa tampoco resolvería nada -intervino Ruben-. Funcionaría si quisiera quedarse en Queenstown, en la costa Oeste o en algún lugar de la isla Norte. Pero si le he entendido correctamente, desea regresar a las llanuras de Canterbury y casarse con Gwyneira Warden. Sólo que ahí lo conoce todo el mundo.
McKenzie puso un gesto de impotencia.
– Esto también es cierto. Tendría que secuestrar a Gwyn. ¡Pero esta vez no tendré escrúpulos!
– Lo mejor sería legalizar su situación -replicó Ruben con firmeza-. Escribiré al gobernador.
– ¡Pero es lo que está haciendo Sideblossom! -Fleurette parecía estar a punto de echarse a llorar de nuevo-. El señor McDunn nos ha contado que ha montado en cólera porque tratamos a mi padre como si fuera un conde…
Sideblossom había pasado al mediodía por la oficina de policía, cuando las mellizas servían una opípara comida a los celadores y a los prisioneros. Y no había reaccionado con mucho entusiasmo.
– Sideblossom es un ranchero y un viejo jugador. Es su palabra contra la mía y el gobernador sabrá qué hacer -dijo Ruben tranquilizador-. Le describiré la situación con todos los detalles, incluidos su estable situación económica, sus vínculos familiares y su proyecto de contraer matrimonio. Así destacaré sus aptitudes y ganancias. De acuerdo, robó un par de ovejas. No obstante, también se le debe el descubrimiento de las tierras altas de McKenzie, donde están pastando ahora las ovejas de Sideblossom. ¡Debería estar dándole las gracias, James, en lugar de tramar su asesinato! Además es usted un pastor y criador de ganado experimentado, y su presencia será realmente beneficiosa para Ki-ward Station justo ahora, tras la muerte de Gerald Warden.
– ¡También podríamos ofrecerle un empleo! -intervino Helen-. ¿Le gustaría ser el administrador de O’Keefe Station, James? Sería una alternativa en caso de que Paul pusiera en la calle a Gwyneira en breve.
– O Tonga -señaló Ruben. Había estudiado recientemente desde el punto de vista legal el enfrentamiento de Gwyneira con los maoríes y era poco optimista. De hecho, lo que Tonga reivindicaba era justo.
James McKenzie se encogió de hombros.
– Para mí es lo mismo O’Keefe Station que Kiward Station. Sólo quiero estar junto a Gwyneira. Además, tengo la impresión de que Friday necesita un par de ovejas.
La carta que Ruben dirigió al gobernador salió al día siguiente, pero, obviamente nadie contaba con que la respuesta llegara de inmediato. Así que James McKenzie se aburría en la celda, mientras Helen disfrutaba de unos días maravillosos en Queenstown. Jugaba con sus nietos, observaba con el corazón en un puño cómo Fleurette sentaba por vez primera a Stephen sobre la grupa del poni e intentaba consolar a Elaine, que protestaba por ello. Llena de leves esperanzas, inspeccionó la pequeña escuela que acababa de inaugurarse. Tal vez existiera la posibilidad de ser útil allí y quedarse para siempre en Queenstown. Hasta el momento sólo había diez alumnos y con ellos se las apañaba la mar de bien la joven profesora, una simpática muchacha de Dunedin. Tampoco en la tienda de Ruben y Fleurette podía Helen ocuparse de gran cosa; las mellizas competían entre sí por liberar a su adorada Miss Helen de cualquier tarea. Helen se enteró por fin de toda la historia de Daphne. Invitó a la joven a tomar el té, aunque las damas respetables de Queenstown se rasgaron las vestiduras por ello.
– Cuando me deshice de ese tipo me marché a Lyttelton -contó Daphne acerca de su huida del vicioso Morrison-. Habría preferido embarcarme en el primer barco y regresar a Londres, pero, naturalmente, eso era inviable. Nadie se habría llevado a una chica como yo. También pensé en Australia. Pero bien sabe Dios que allí ya tienen…, bueno, suficientes muchachas de costumbres ligeras que no encontraron un empleo de vendedoras de biblias. Y entonces me topé con las mellizas. Compartíamos la misma obsesión: fuera de aquí, y «fuera» significaba «barco».
– ¿Cómo consiguieron reunirse? -preguntó Helen-. Estaban en zonas totalmente distintas.
Daphne se encogió de hombros.
– Por eso son mellizas. Lo que se le ocurre a una, también se le ocurre a la otra. Créame, hace más de veinte años que están conmigo y no han dejado de ser un misterio para mí. Si comprendí correctamente, se encontraron en Bridle Path. Cómo lograron llegar hasta allí, no lo sé. Sea como fuere, deambulaban por el puerto, robaban juntas algo que comer y querían embarcarse de polizones. ¡Absurdo, enseguida las habrían descubierto! ¿Qué tenía que hacer? Me las quedé. Fui un poco amable con un marinero y me dio los documentos de una muchacha que en el viaje de Dublín a Lyttelton había muerto. Mi nombre oficial es Bridey O’Rourke. Como soy pelirroja, todos lo creyeron. Pero las mellizas, claro está, me llamaban Daphne, así que conservé el nombre. Es también un buen nombre para una… Quiero decir que es un nombre bíblico y uno se desprende de mala gana de él.
Helen rio.
– Un día te harán santa.
Daphne soltó una risita y adquirió el aspecto de la niña que había sido.
– Así que llegamos a la costa Oeste. Dimos algunas vueltas al principio y finalmente acabamos en un burdel…, hum, un establecimiento administrado por una tal Madame Jolanda. Bastante decrépito. Lo primero que hice fue poner orden y encargarme de que el negocio tuviera beneficios. Ahí fue donde dio conmigo el señor Greenwood, aunque él no fue el causante de mi marcha. Fue más por el hecho de que Jolanda no estaba contenta con nadie. ¡Un día llegó a comunicarme que quería subastar a mis mellizas el siguiente sábado! Dijo que ya era hora de que las montaran por primera vez…, bueno, de que conocieran varón en el sentido bíblico.
Helen no pudo reprimir la risa.
– Realmente, tienes tu Biblia en la cabeza, Daphne -observó-. Luego comprobaremos tus conocimientos sobre David Copperfield.
– En cualquier caso, el viernes me fui de juerga como es debido y luego cogimos lo que había en la caja y nos marchamos. Está claro que no como hubiera partido una dama.
– Digamos: ojo por ojo, diente por diente -señaló Helen.
– Pues sí, y luego acudimos a la «llamada del oro» -prosiguió Daphne con una mueca-. ¡Gran éxito! Diría que el setenta por ciento de los ingresos de todas las minas de oro del entorno van a parar a mí.
Ruben se sintió desconcertado y hasta un poco inquieto cuando, seis semanas después de haber escrito la carta al gobernador, recibió un sobre de aspecto muy oficial. El encargado de correos le tendió la misiva casi ceremoniosamente.
– ¡De Wellington! -anunció con solemnidad-. ¡Del gobierno! ¿Van a hacerte noble, Ruben? ¿Pasará la reina por aquí?
Ruben rio.
– Es improbable Ethan, sumamente improbable. -Contuvo el deseo de rasgar el sobre ahí mismo, pues Ethan lo miraba lleno de curiosidad y por encima del hombro y también Ron, de la cuadra de alquiler, que andaba ganduleando por ahí.
Poco después, Ruben, McDunn y McKenzie se inclinaban impacientes sobre la carta. Todos se quejaron de los largos preámbulos del gobernador, que aprovechaba para elogiar todas las aportaciones de Ruben al desarrollo de la joven ciudad de Queenstown. Pero luego el gobernador fue por fin al grano.
… nos alegramos de poder responder de forma positiva a su petición de indulto del ladrón de ganado James McKenzie, cuyo caso ha expuesto de forma tan esclarecedora. También nosotros somos de la opinión de que McKenzie podría prestar sus servicios a la joven comunidad de la isla Sur, siempre que en el futuro se limite al empleo legal de las aptitudes de que sin duda dispone. Esperamos con ello obrar también y en especial en interés de la señora Gwyneira Warden, a quien, desafortunadamente, acabamos de comunicar una mala noticia respecto a otro caso presentado que determinar. Le rogamos que mantenga todavía el silencio acerca del antes mencionado asunto, pues la sentencia todavía no se ha hecho saber a las partes interesadas…
– Maldita sea, ¡esto es el litigo con los maoríes! -gimió James-. Pobre Gwyn…, y al parecer sigue estando totalmente sola en este asunto. Debería marcharme inmediatamente a Canterbury.
McDunn le dio la razón.
– Por mi parte, no hay nada en contra -dijo con una sonrisa irónica-. Al contrario, volveré a tener, por fin, una habitación libre en mi Grand Hotel.
– En realidad debería marcharme ahora mismo con usted, James -dijo Helen con cierto pesar. Las diligentes mellizas habían acabado de servir el último plato de un gran banquete de despedida. Fleurette había insistido en convidar a su padre una vez más antes de que desapareciera, posiblemente por años, en Canterbury. Naturalmente, él había jurado volver a visitarlos lo antes posible con Gwyneira, pero Fleur conocía cómo iban las cosas en una gran granja de ovejas: siempre surgía algo en lo que ocuparse.
– Esto ha sido maravilloso, pero debo empezar lentamente a retomar el trabajo en la granja. Y no quiero ser una carga para vosotros. -Helen plegó su servilleta.
– ¡No eres una carga para nosotros! -protestó Fleurette-. ¡Al contrario! ¡No sé cómo nos las arreglaremos sin ti, Helen!
Helen rio.
– No mientas, Fleur, nunca lo has sabido hacer. En serio, pequeña, por mucho que me guste estar aquí, tengo que ocuparme en algo. Toda mi vida he dado clases. Estar por ahí mano sobre mano y jugando un poco con los niños es malgastar el tiempo para mí.
Ruben y Fleurette se miraron. Parecían vacilar respecto a cómo entrar en materia. Al final, Ruben tomó la palabra.
– Pues bien, en realidad queríamos consultártelo más tarde, cuando hubiéramos rematado el asunto -dijo, mirando a su madre-. Pero es mejor que lo expongamos antes de que te vayas de forma precipitada. Fleurette y yo, y también Leonard McDunn, no nos olvidemos, ya habíamos pensado en qué podrías hacer tú aquí.
Helen sacudió la cabeza.
– Ya he ido a ver la escuela, Ruben…
– ¡Pero olvídate de la enseñanza, Helen! -intervino Fleur-. ¡Ya has hecho suficiente por ella! Hemos pensado que…, bueno, lo primero es que hemos planeado comprarnos una granja en las afueras de la ciudad. O mejor dicho, una casa, no pensábamos tanto en poner en marcha una granja.
»Aquí en la calle Mayor hay para nosotros demasiada actividad. Demasiado ruido, demasiado tráfico…, desearía que mis hijos tuvieran más libertad. ¿Puedes imaginarte, Helen, que Stephen todavía no ha visto nunca un weta?
Helen pensó que su nieto también podía crecer sin perjuicio alguno sin haber pasado por esa experiencia.
– En cualquier caso, vamos a mudarnos de esta casa -explicó Ruben, abarcando con un amplio movimiento el hermoso edificio urbano de dos pisos. Hasta el año anterior no se había concluido la construcción y no se había ahorrado nada en su equipamiento-. Por supuesto que podríamos venderla. Pero Fleurette pensó que sería el lugar ideal para un hotel.
– ¿Un hotel? -preguntó Helen desconcertada.
– ¡Sí! -exclamó Fleurette-. Mira, tiene muchas habitaciones porque habíamos contado con formar una familia grande. Si tú vives en la planta baja y alquilas las habitaciones de arriba…
– ¿Quieres que me ponga a dirigir un hotel? -preguntó Helen-. ¿Estás en tu sano juicio?
– Tal vez una pensión -intervino McDunn, dirigiendo a Helen una mirada animosa.
Fleurette asintió.
– No debes confundir la palabra hotel -se apresuró a puntualizar-. Se trataría de una casa respetable. No como el tabernucho de Daphne, donde anidan bandidos y muchachas de costumbres ligeras. No, pensaba que…, si atraemos a gente como es debido, un médico o un empleado de banco que tiene que instalarse en algún lugar… Y también…, bueno, pues mujeres jóvenes… -Fleurette jugueteó con un periódico que como por azar había puesto sobre la mesa, la hoja informativa de la parroquia anglicana de Christchurch.
– No será lo que estoy pensando, ¿verdad? -preguntó, y le arrancó de la mano el delgado folleto. Estaba abierto en la página de pequeños anuncios.
Queenstown, Otago. Qué muchacha cristiana, de creencias sólidas y animada por el espíritu pionero tiene interés en establecer una relación decente con un miembro respetable y bien situado de la comunidad…
Helen sacudió la cabeza. No sabía si ponerse a reír o a llorar.
– ¡Entonces eran balleneros y hoy buscadores de oro! ¿Sabrán en realidad esas honorables esposas de los párrocos y puntales de la comunidad, lo que les están haciendo a las chicas con esto?
– Bueno, es Christchurch, madre, no es Londres. Si a las chicas no les gusta, en tres días están de vuelta en su casa -la tranquilizó Ruben.
– ¡Y luego les creerán cuando digan que siguen siendo tan castas y virtuosas como antes de partir! -se burló Helen.
– No, si se hospedan en el Hotel de Daphne -respondió Fleurette-. No tengo nada en contra de ella, aunque me hubiera contratado cuando llegué aquí -dijo riendo-. ¿Pero y si las chicas se hospedan en una pensión limpia y arreglada, dirigida por Helen O’Keefe, una de las notables del lugar? Querida Helen, se hablará de ello. ¡Se informará a las chicas y quizá también a sus padres en Christchurch!
– Y tendrá la oportunidad, Helen, de sentarles la cabeza a esas jovencitas -observó Leonard McDunn, quien parecía tener la misma opinión que Helen de la idea de reclutar novias-. Sólo ven las pepitas de oro que hoy lleva en el bolsillo un hombre de rompe y rasga y ojos ardientes, pero no las miserables cabañas a las que llegarán al día siguiente cuando se vaya al próximo yacimiento de oro.
Helen miró risueña.
– ¡Puede usted confiar en ello! No haré de madrina de boda de ninguna pareja después de tres días.
– ¿Te encargas entonces del hotel? -preguntó Fleurette ansiosa-. ¿Te atreves?
Helen le lanzó una mirada ofendida.
– Querida Fleurette, en esta vida he aprendido a leer la Biblia en maorí, a ordeñar una vaca, matar pollos e incluso a amar un mulo. Puedes estar segura de que conseguiré sacar adelante una pequeña pensión.
Los demás rieron, pero McDunn hizo tintinear las llaves para llamar la atención. La señal de la partida. Mientras todavía no existiera el hotel de Helen, había permitido a un antiguo preso que pernoctara en la celda. Según su opinión, ningún pecador por mucho que hubiera purgado, podía superar una noche con Daphne sin reincidir.
Cualquier otro día, Helen habría acompañado a Leonard al exterior para charlar un poco con él en la terraza, pero en esta ocasión McDunn prefirió buscar la compañía de Fleurette. Casi avergonzado se dirigió a la joven mientras James se despedía de Helen y Ruben.
– Yo…, hum, no quiero ser indiscreto, Miss Fleur, pero…, ya sabe usted de mi interés por Miss Helen…
Fleur prestó oídos a ese balbuceo con el ceño fruncido. Por todos los cielos, ¿qué querría McDunn? Si se trataba de una petición de matrimonio, más le valía que se dirigiera directamente a Helen.
Al final, Leonard reunió fuerzas y planteó la pregunta.
– Esto…, hum, Miss Fleur: por todos los demonios, ¿a qué se refería Miss Helen con eso del mulo?
Paul Warden nunca se había sentido tan feliz.
En el fondo, ni siquiera él mismo entendía qué le había pasado. A fin de cuentas conocía a Marama desde que era un niño, ella siempre había formado parte de su vida y a veces hasta había sido una carga para él. Incluso había permitido, con sentimientos encontrados, que le acompañara en su huida a la montaña y, el primer día, había realmente montado en cólera al ver que el mulo que ella montaba trotaba lentamente y sin remedio detrás de su caballo. Marama era un fastidio para él, no la necesitaba.
Se avergonzaba ahora al pensar en todo lo que le había reprochado durante esa cabalgada. Sin embargo, la muchacha no parecía prestarle atención, nunca parecía escucharlo cuando Paul hacía maldades. Marama sólo veía su lado bueno. Sonreía cuando él era amable y callaba cuando él se dejaba ir. Descargar la ira en Marama no era divertido. Paul ya lo sabía desde niño, por eso ella nunca se había convertido en blanco de sus travesuras. Y ahora…, en esos últimos meses, en algún momento, Paul había descubierto que amaba a Marama. En algún momento, cuando comprobó que ella le daba libertad, no lo criticaba, ella no se horrorizaba al mirarlo. Marama lo había ayudado con toda naturalidad a encontrar un buen lugar donde acampar. Lejos de las llanuras de Canterbury, en el recientemente descubierto territorio que llamaban McKenzie Highlands. Marama le contó que los maoríes ya lo conocían. Ella ya había estado en ese lugar con su tribu cuando era pequeña.
– ¿No te acuerdas de lo mucho que lloraste, Paul? -preguntó Marama con su voz cantarina-. Hasta entonces siempre habíamos estado juntos y llamabas mamá a Kiri, igual que yo. Pero entonces hubo una mala cosecha y el señor Warden empezó a beber cada vez más y tenía arrebatos de cólera. Había muchos hombres que no querían trabajar para él y todavía faltaba mucho para el esquileo…
Paul asintió. En esos años, Gwyneira solía dar a los maoríes un anticipo para conservarlos hasta los atareados meses de primavera. Aun así, era un riesgo: una parte de los hombres, no obstante, se quedaba y recordaba también el dinero que les había pagado; la otra parte cogía el dinero y desaparecía, y aun había otros que olvidaban el adelanto después del esquileo y exigían de malos modos toda la paga. Por eso Gerald y Paul habían desistido. Que los maoríes migraran tranquilamente. Cuando llegara la esquila ya habrían regresado y, si no era así, encontrarían otros refuerzos. Paul no recordaba haberse convertido él mismo en víctima de esa política.
– Kiri te puso en los brazos de tu madre, pero tú sólo llorabas y gritabas. Y tu madre dijo que, por ella, podíamos quedarnos contigo, y el señor Gerald se enfadó con ella. Yo tampoco lo sé todo, Paul, pero Kiri me lo contó más tarde. Me dijo que siempre te disgustó que te dejáramos cuando nos íbamos. ¿Pero qué podíamos hacer? Seguro que Miss Gwyn no tenía mala intención, te tenía cariño.
– ¡Nunca me ha querido! -respondió Paul con dureza.
Marama sacudió la cabeza.
– No, erais como dos ríos que no fluyen juntos. Tal vez os encontréis un día. Todos los ríos van al mar.
Paul sólo pretendía levantar un campamento sencillo, pero Marama deseaba una auténtica casa.
– ¡No tenemos nada más que hacer, Paul! -dijo sosegadamente-. Y tendrás que permanecer mucho tiempo lejos. ¿Por qué vamos a morirnos de frío?
Así que Paul cortó un par de árboles, había un hacha en las pesadas alforjas que cargaba el mulo de Marama. La había transportado con ayuda del paciente mulo hasta una altiplanicie que estaba junto a un arroyo. Marama había elegido el lugar porque justo al lado surgían del suelo varias rocas enormes. Ahí están contentos los espíritus, afirmaba ella. Y los espíritus felices sentían afecto por los nuevos colonos. Pidió a Paul que hiciera un par de tallas de madera en la casa para decorarla y que papa no se sintiera ofendido. Cuando la casa hubo por fin satisfecho sus expectativas, la muchacha condujo con solemnidad a Paul al interior, un espacio relativamente grande y vacío.
– ¡Ahora te tomo por esposo! -anunció con gravedad-. Dormiré contigo en la casa del sueño, aunque la tribu no esté presente. Nuestros ancestros estarán aquí para dar testimonio. Yo, Marama, su descendiente, que llegué a Aotearoa con la uroao, te quiero, Paul Warden. ¿Así lo decís vosotros, verdad?
– Bueno, es un poco más complicado.
Paul no sabía del todo qué tenía que pensar de todo eso, pero ese día Marama estaba preciosa. Llevaba una cinta de colores en la frente, se había atado a las caderas una manta y llevaba los pechos descubiertos. Paul nunca la había visto así, en casa de los Warden y en la escuela siempre iba decorosamente vestida al estilo occidental. Sin embargo, en esos momentos se hallaba frente a él, medio desnuda, con la tez brillante y morena, una chispa de dulzura en los ojos, y lo miraba con la misma adoración con que papa había contemplado a rangi. Ella lo amaba. Sin reservas, sin importar lo que él era y lo que había hecho.
Paul la rodeó con sus brazos. No sabía con exactitud si los maoríes se besaban en tales ocasiones, así que se limitó a frotar suavemente su nariz contra la de ella. Marama soltó una risita, como si fuera a estornudar. Luego se desprendió de la manta. Paul contuvo la respiración cuando ella se quedó totalmente desnuda. Si bien era de complexión más delicada que la mayoría de las mujeres de su raza, tenía las caderas anchas, los pechos rotundos y las nalgas respingonas. Paul tragó saliva, pero Marama extendió con naturalidad la manta en el suelo y tiró de Paul para que se tendiera encima.
– Quieres ser mi esposo, ¿verdad? -preguntó.
Paul debería haber contestado que nunca había pensado en ello. Hasta entonces raramente había pensado en el matrimonio y, cuando lo había hecho, imaginaba un enlace concertado con una muchacha amable y blanca, tal vez una hija de los Greenwood o de los Barrington hubiera sido lo adecuado. Pero ¿qué expresión habría visto en los ojos de esta muchacha? ¿Lo habría detestado como su propia madre? Al menos habría tenido sus reservas. A más tardar ahora, tras el asesinato de Howard. ¿Y sería capaz él de amarla? ¿No estaría siempre alerta, receloso?
Por el contrario, era sencillo amar a Marama. Ahí estaba ella, benévola y tierna, totalmente rendida a él…
No, eso tampoco era cierto, era independiente. Él nunca había podido forzarla a hacer algo. Pero tampoco había querido hacerlo. Tal vez eso fuera la esencia del amor: tenía que darse por propia voluntad. Un amor forzado como el de su madre no valía nada.
Así que Paul hizo un gesto afirmativo. Pero eso no le pareció suficiente. No era noble confirmar su amor según el rito de ella, él también debía reafirmarlo con el suyo.
Paul Warden recordó los votos del matrimonio.
– Yo, Paul, te tomo a ti, Marama, ante Dios y los hombres…, y los ancestros…, como legítima esposa…
A partir de ese momento, Paul fue un hombre feliz. Vivía con Marama igual que las parejas maoríes. Él cazaba y pescaba mientras ella cocinaba e intentaba cultivar un huerto. La muchacha había llevado algunas semillas, razones había para que el mulo, con la pesada carga, no pudiera seguir el paso del caballo, y Marama se alegró como una niña cuando las semillas brotaron. Por las noches, entretenía a Paul con leyendas y canciones. Le contaba historias de sus ancestros quienes, en tiempos remotos, partieron de Polinesia con la canoa uruao rumbo a Aotearoa. Reveló a Paul que todos los maoríes se sentían orgullosos de esa canoa con la que los antepasados habían emprendido el viaje. En los acontecimientos oficiales, la embarcación formaba parte de su propio nombre. Obviamente, todos conocían la crónica del descubrimiento de la nueva tierra.
– Procedíamos de un país llamado Hawaiki -le contó Marama, y su historia sonaba como una canción-. Vivía entonces un hombre llamado Kupe que amaba a una muchacha cuyo nombre era Kura maro tini. Pero no podían casarse porque ella ya había dormido en la casa del sueño con su primo Hoturapa.
Paul se enteró de que Kupe ahogó a Hoturapa y por eso tu-vo que huir de su país. Y de que Kura maro tini, que se marchó con él, vio sobre el mar una preciosa nube blanca que luego se reveló como el país de Aotearoa. Marama cantó las peligrosas gestas con pulpos y espíritus que acontecieron al tomar esa tierra, así como el regreso de Kupe a Hawaiki.
– Allí habló a los hombres de Aotearoa, pero él nunca regresó. Nunca regresó…
– ¿Y Kura maro tini? -preguntó Paul-. ¿Kupe simplemente la abandonó?
Marama asintió con tristeza.
– Sí. Se quedó sola… pero tuvo dos hijas. Y eso debió de consolarla. ¡Pero Kupe no se comportó nada bien!
Las últimas palabras eran tan propias de la alumna ejemplar de Miss Helen que Paul no pudo reprimir la risa. Atrajo a la muchacha entre sus brazos.
– Yo jamás te dejaré, Marama. ¡Aunque nunca me haya comportado bien!
Tonga supo de Paul y Marama gracias a un joven que había huido del duro régimen laboral de John Sideblossom en Lionel Station. El joven había oído hablar del «alzamiento» de Tonga contra los Warden y ardía en deseos de unirse a los supuestos guerrilleros contra los pakeha.
– Arriba, en tierras altas, vive otro -informó irritado-. Con una mujer maorí. Parecen ser buenas personas. El hombre es hospitalario. Comparte la comida con nosotros cuando migramos. Y la muchacha es cantante. ¡Tohunga! Pero yo digo. ¡Todos los pakeha están podridos! Y no tienen que quedarse con nuestras muchachas.
Tonga asintió.
– Tienes razón -dijo con gravedad-. Ningún pakeha debería deshonrar a nuestras mujeres. Serás mi guía y marcharás a la cabeza del hacha del jefe para vengar la injusticia.
El joven resplandeció. Al día siguiente mismo condujo a Tonga a las tierras altas.
Tonga y su guía encontraron a Paul delante de su casa. El joven había reunido leña y ayudaba a Marama a cavar un hoyo para el fuego. En su poblado eso no hubiera sido habitual, pero ambos habían oído hablar de esa costumbre maorí y querían llevarla a la práctica. Marama reunía satisfecha piedras y Paul clavaba una laya en la tierra todavía reblandecida por la última lluvia.
Tonga surgió de detrás de las rocas que, según Marama, hacían dichosos a los dioses.
– ¿A quién estás cavando la fosa, Warden? ¿Has vuelto a matar?
Paul se dio la vuelta y sostuvo la laya frente a él. Marama dejó escapar un leve grito de sorpresa. Ese día estaba preciosa, sólo llevaba una falda y se había recogido el cabello con una cinta bordada. Su piel brillaba tras el esfuerzo realizado y un instante antes había estado riendo. Paul se puso delante de ella. Sabía que era una niñería, pero no quería que nadie la viera tan ligera de ropa, incluso si los maoríes no iban a escandalizarse por ello.
– ¿Qué pasa, Tonga? Asustas a mi mujer. ¡Vete de aquí, ésta no es tu tierra!
– ¡Más mía que tuya, pakeha! Pero por si te interesa, Kiward Station no va a pertenecerte por mucho más tiempo. Vuestro gobernador se ha decidido por mí. Si no puedes pagarme, tendremos que repartir. -Tonga se apoyó con dejadez en el hacha de jefe que había llevado consigo para dar la debida solemnidad a su aparición.
Marama se puso entre los dos. Reconoció en Tonga el maquillaje del guerrero y no estaba simplemente pintado, sino que, en los últimos meses, el joven jefe se había tatuado de la forma tradicional.
– Tonga, vamos a negociar de manera justa -sugirió con suavidad-. Kiward Station es grande, cada uno recibirá su parte. Y Paul ya no será tu enemigo. Es mi esposo y me pertenece a mí y a mi pueblo. También es, pues, tu hermano. ¡Haz las paces, Tonga!
Tonga rio.
– ¿Ése? ¿Mi hermano? ¡Entonces también debe vivir como hermano mío! Tomaremos sus propiedades y arrasaremos su hogar. Los dioses recuperarán la tierra en la que se levanta la casa. Claro está que los dos podréis vivir en nuestra casa del sueño… -Tonga se acercó a Marama. Deslizó una expresiva mirada sobre los pechos desnudos-. Pero puede que para entonces quieras compartir el campamento también con otro. Todavía no está nada decidido…
– ¡Tú, desgraciado!
Cuando Tonga tendió la mano hacia Marama, Paul se abalanzó sobre él. Minutos después se revolcaban por el suelo los dos enzarzados en una pelea, gritando e insultándose. Se golpeaban, se retorcían, arañaban y mordían ahí donde podían herir al otro. Marama contemplaba la contienda con serenidad. No sabía cuántas veces había observado a ambos rivales en tan indigno enfrentamiento. ¡Qué tontos!
– ¡Basta! -gritó al final-. Tonga, eres el jefe de una tribu. Piensa en tu dignidad. Y tú, Paul…
Pero ninguno de los dos le prestaba atención, sino que seguían inmersos en esa lucha encarnizada. Marama tendría que esperar hasta que uno de ellos hubiera sometido al otro. Los dos tenían aproximadamente la misma fuerza.
Marama sabía que la suerte no estaba echada, así que hasta el final de su vida tendría que pensar en qué hubiese sucedido si el desenlace hubiera sido otro y la fortuna no se hubiera decantado por Paul, pues al final Tonga yació vencido con la espalda contra el suelo. Paul estaba sentado sobre él, jadeante, con la cara ensangrentada y llena de arañazos. Pero con un aire triunfal. Sonriendo, alzó el puño.
– ¿Vas a seguir dudando que Marama es mi esposa, miserable? ¿Para siempre? -preguntó, zarandeando a Tonga.
El joven que había acompañado al jefe de la tribu contemplaba el combate, lleno de ira y desconcierto a diferencia de Marama. Para él no se trataba de una pelea infantil, sino de una guerra de poder entre maoríes y pakeha, entre guerreros tribales y explotadores. Y la chica tenía razón, ese tipo de enfrentamiento no era propio del jefe de una tribu. Tonga no debería pelear como un niño. ¡Y encima había sido derrotado! Estaba a punto de perder lo que le quedaba de dignidad… El joven no podía permitirlo. Alzó la lanza.
– ¡No! ¡No, chico, no! ¡Paul! -Marama gritó y quiso detener el brazo del joven maorí. Pero ya era tarde. Paul Warden, que estaba acuclillado sobre el rendido rival, se desplomó con el pecho atravesado por una lanza.
James McKenzie silbó complacido. Si bien le aguardaba una misión delicada, nada había ese día que pudiera afectar su buen humor. Hacía dos días que había regresado a las llanuras de Canterbury y su reencuentro con Gwyneira había colmado todos sus deseos. Era como si todos los malentendidos y los años que habían transcurrido desde su amor de juventud no hubieran pasado. James sonreía ahora satisfecho al pensar en los esfuerzos que había hecho Gwyn antaño para evitar siempre hablar de amor. Ahora lo hacía con toda naturalidad y, además, ya nada se percibía en ella de aquella mojigatería de princesa galesa.
¿Ante quién iba ahora a avergonzarse Gwyn? La gran mansión de los Warden les pertenecía a ella y a él. James experimentaba una extraña sensación al entrar en la casa ya no como un empleado al que se le toleraba el acceso, sino tomando posesión de ella. Así como de las butacas del gran salón, los vasos de cristal, el whisky y los nobles cigarros de Gerald Warden. James, sin embargo, todavía seguía sintiéndose más a sus anchas en la cocina o en los establos, y ahí era donde pasaba más tiempo con Gwyneira. Seguían sin tener empleados maoríes y los pastores blancos eran demasiado caros y, sobre todo, demasiado orgullosos para realizar labores sencillas. Gwyneira transportaba por sí misma el agua, cosechaba las verduras del huerto y recogía los huevos del gallinero. Todavía no tenía carne y pescado frescos, carecía de tiempo para pescar y no conseguía romperles el pescuezo a los pollos. Por eso el menú era más variado desde que James estaba junto a ella. Él se alegraba de hacerle la vida más fácil, aun si todavía se sentía como un invitado cuando entraba en su dormitorio, más propio de una muchacha. Gwyneira le había contado que Lucas había decorado la habitación para ella. Aunque las coquetas cortinas de puntillas y los delicados muebles no se correspondían en realidad con el estilo de Gwyn, ella los conservaba para honrar la memoria de su marido.
¡Lucas Warden debía de ser una persona peculiar! Ahora se percataba James de lo poco que lo había conocido y de lo mucho que se habían aproximado los comentarios de los trabajadores a la verdad. Pero Lucas había amado algo en Gwyneira o, al menos, la había respetado. Y también los recuerdos que Fleurette conservaba de su supuesto padre estaban llenos de cariño. James empezaba a sentir pena y compasión por Lucas. Un ser bueno, aunque vulnerable, nacido en el tiempo y el lugar equivocados.
James dirigió su caballo hacia el poblado maorí que yacía junto al lago. En realidad podría haber ido a pie hasta allí, pero se presentaba en misión oficial, como negociador de Gwyneira, por decirlo de algún modo, y se sentía más seguro, y sobre todo más importante, a lomos del símbolo de estatus de los pakeha. Y por añadidura, le encantaba su caballo. Fleurette se lo había regalado: un hijo de la yegua Niniane y un caballo de carreras, semental de sangre árabe.
A decir verdad, McKenzie había esperado encontrarse antes con una barrera en el camino entre Kiward Station y el poblado maorí. A fin de cuentas, McDunn había contado algo así y también Gwyn estaba enfadada porque intentaban cortarle el acceso a Haldon.
Sin embargo, James llegó al poblado sin obstáculos. Pasó junto a los primeros edificios y ante su vista apareció la gran casa de asambleas. No obstante se respiraba un ambiente extraño en el lugar.
Nada había del rechazo abierto y provocador del que habían hablado no sólo Gwyneira, sino también Andy McAran y Poker Livingston. Sobre todo, no se respiraba ningún aire triunfal a causa de la sentencia del gobernador. James percibía más bien una tensa espera. La gente no lo rodeaba amistosa y parlanchina como en anteriores visitas, pero su actitud no era amenazadora. Si bien distinguió algunos hombres aislados con tatuajes de guerra, llevaban en general pantalones y camisas, y no el traje tradicional ni tampoco lanzas. Un par de mujeres realizaban las labores cotidianas y se esforzaban por no dirigir la mirada al visitante.
Finalmente, Kiri salió de una de las casas.
– Señor James, he oído decir que usted volver -saludó de manera formal-. Es una gran alegría para Miss Gwyn.
James sonrió. Siempre había sospechado que Kiri y Moana lo sabían.
Pero Kiri no le devolvió la sonrisa, sino que miraba a James con expresión grave mientras seguía hablándole. Elegía las palabras con cuidado, incluso con cautela.
– Y quiero decirle…, me da pena. También lo sienten Moana y Witi. Si ahora hay paz, nosotras volver con gusto a la casa. Y sentir señor Paul. Marama dice él cambiar. Buen hombre. Para mí, buen hijo.
James asintió.
– Gracias, Kiri. Es algo bueno también para el señor Paul. Miss Gwyn espera que vuelva pronto. -Se sorprendió cuando Kiri le volvió la espalda.
Nadie más le dirigió la palabra hasta que James llegó ante la casa del jefe. Desmontó. Estaba seguro de que Tonga ya estaría al corriente de su llegada, pero era evidente que el joven jefe quería hacerse rogar.
James alzó la voz.
– ¡Tonga! ¡Debemos hablar! Miss Gwyn ha recibido el fallo del gobernador. Quiere negociar.
Tonga salió lentamente de la casa. Llevaba la indumentaria y los tatuajes de guerrero, pero ninguna lanza, sino el hacha sagrada de su cargo. James reconoció en su rostro las huellas de una pelea. ¿Acaso el joven jefe ya no era incuestionable? ¿Tenía competidores en su propia tribu?
James le tendió la mano, pero Tonga no se la estrechó.
James se encogió de hombros. Si no quería… En su opinión, Tonga se comportaba de modo infantil, pero ¿qué cabía esperar de un hombre tan joven? James decidió no participar en el juego y actuar, en cualquier circunstancia, de manera afable. Tal vez sirviera de algo apelar al honor del muchacho.
– Tonga, pese a tu juventud, ya eres jefe. Esto significa que tu gente te considera un hombre razonable. También Miss Helen te aprecia mucho y lo que has conseguido con el gobernador es digno de admiración. Has dado prueba de valor y de capacidad de resistencia. Pero ahora debemos llegar a un acuerdo. El señor Paul no está, pero Miss Gwyn negociará por él. Y responde a que él se atendrá a lo convenido. Así deberá hacerlo, pues el gobernador ya ha declarado su sentencia. Así pues, ¡demos por terminada esta guerra, Tonga! Incluso por el bien de tu propia gente. -James mostró las manos extendidas, no iba armado. Tonga tenía que reconocer que acudía en son de paz.
El joven jefe se irguió todavía más, en la medida que ello era posible considerando su ya elevada estatura. Aun así, era más bajo que James. Incluso más bajo que Paul, algo que le había preocupado durante los años de su infancia. Pero ahora le correspondía la dignidad de jefe. ¡No tenía que avergonzarse de nada! Ni siquiera del asesinato de Paul…
– Dile a Gwyneira Warden que estamos preparados para negociar -anunció con frialdad-. No nos cabe la menor duda de que los acuerdos serán respetados. Desde la última luna llena, Miss Gwyn es la voz de los Warden. Paul Warden está muerto.
– No fue Tonga… -James sostenía a Gwyneira entre sus brazos y le contaba la muerte de su hijo. Ella gemía sin llorar. Era incapaz de derramar ni una sola lágrima y se odiaba por ello. Paul había sido su hijo, pero no podía llorar por él.
Kiri depositó ante ellos, en silencio, una tetera sobre la mesa. Ella y Moana habían acompañado a James a la casa. Con toda naturalidad, ambas mujeres tomaron posesión de la cocina y de las salas.
– No debes recriminárselo a Tonga o es probable que fracasen las negociaciones. Creo que él mismo se hace reproches. Por lo que he entendido, uno de sus guerreros perdió el dominio de sí mismo. Vio que peligraba el honor de su jefe y clavó la lanza a Paul, por la espalda. Tonga tiene que estar muerto de vergüenza. Y además, el asesino ni siquiera pertenece a la tribu de Tonga. Éste no tiene pues ninguna autoridad sobre él. Por eso no pudieron castigarlo. Sólo lo ha enviado de vuelta con su gente. Si quieres, puedes investigar este asunto de forma oficial. Tanto Tonga como Marama fueron testigos y no mentirían ante un tribunal. -James sirvió té y mucho azúcar en una taza e intentó que Gwyneira la cogiera.
Gwyneira rechazó con un gesto.
– ¿Qué cambiaría esto? -preguntó en voz baja-. El guerrero vio amenazado su honor, Paul vio amenazada a su esposa, Howard se sintió ofendido…, Gerald se casó con una muchacha a la que no quería… Una cosa lleva a la otra y esto nunca se detiene. Todo esto me entristece tanto, James. -Temblaba de la cabeza a los pies-. Y me hubiera gustado tanto decirle a Paul que lo quería…
James la estrechó contra él.
– Él habría sabido que mentías -susurró-. Y no lo puedes cambiar, Gwyn.
Ella asintió.
– Tendré que vivir con eso y me odiaré cada día que pase. Hay algo extraño en el amor. Yo no podía sentir nada por Paul, pero Marama le amó…, con la misma naturalidad con la que respiraba, sin poner reparos, sin importarle lo que Paul hiciera. ¿Has dicho que era su esposa? ¿Dónde está? ¿Le ha hecho Tonga algo?
– Supongo que de modo oficial era la esposa de Paul. Tonga y Paul, en cualquier caso, se pelearon por ella. Tu hijo, por lo tanto, se lo había tomado en serio. No sé nada del paradero de Marama. No conozco la ceremonia del duelo de los maoríes. Probablemente enterró a Paul y se marchó. Tendremos que preguntar a Tonga o a Kiri.
Gwyneira se enderezó. Con manos todavía temblorosas consiguió calentarse los dedos con la taza y acercársela a los labios.
– Debemos averiguarlo. No debemos permitir que le suceda algo a la muchacha. De todos modos, he de ir al poblado lo antes posible, quiero acabar con esto. Pero por hoy es suficiente. No esta noche. Necesito esta noche para mí. Quiero estar sola, James…, debo reflexionar. Mañana, cuando el sol esté en lo alto, hablaré con Tonga. ¡Lucharé por Kiward Station, James! Tonga no se quedará con ella.
James abrazó a Gwyneira y la condujo, protector, a su dormitorio.
– Lo que tú quieras, Gwyn. Pero no te dejaré sola. Yo estaré ahí, también esta noche. Puedes llorar o hablar de tu hijo…, también debes de guardar buenos recuerdos. Alguna vez te habrás sentido orgullosa de él. Cuéntame cosas de Paul y Marama. O deja simplemente que te tenga entre mis brazos. No tienes por qué hablar si no lo deseas. Pero no estás sola.
Gwyneira vistió de negro cuando se reunió con Tonga a la orilla del lago, entre Kiward Station y el poblado maorí. Las negociaciones no se desarrollaban en espacios cerrados, pues dioses, espíritus y ancestros debían presenciarlas. Detrás de Gwyneira se encontraban James, Andy, Poker, Kiri y Moana. Detrás de Tonga unos veinte guerreros de miradas feroces.
Tras intercambiar unos saludos formales, el jefe comunicó a Gwyn sus condolencias por la muerte de su hijo con solemnidad y en perfecto inglés. Gwyneira reconoció las marcas de la educación de Helen. Tonga era una extraña mezcla de salvaje y caballero.
– El gobernador ha decidido -dijo a continuación Gwyneira con voz firme- que la venta de la tierra que hoy recibe el nombre de Kiward Station no siguió en todos los aspectos las directivas del tratado de Waitangai…
Tonga rio sarcástico.
– ¿No en todos los aspectos? La venta fue ilegal.
Gwyneira sacudió la cabeza.
– No, no lo fue. Se realizó antes de que se cerrara el acuerdo que garantizaba a los maoríes un precio mínimo. Es imposible faltar a un contrato que todavía no se había aprobado, y que los kai tahu, por añadidura, nunca han firmado. Sin embargo, el gobernador ha considerado que Gerald Warden os engañó. -Tomó una profunda bocanada de aire-. Y tras un análisis a fondo de la documentación, yo he de daros la razón. Gerald Warden os despachó con unas cuantas monedas. Sólo habéis recibido dos tercios de la suma que os corresponde como mínimo.
»El gobernador ha decidido que debemos pagaros esa suma o devolveros los terrenos que os corresponden. Lo último me parece más justo porque la tierra ha aumentado ahora de precio.
Tonga la miró con una expresión mordaz.
– ¡Nos sentimos muy honrados, Miss Gwyn! -respondió al tiempo que hacía una reverencia-. ¿Desea realmente repartir su preciada Kiward Station con nosotros?
Gwyneira habría querido dar una lección a ese arrogante petimetre, pero no era el momento. Así que se contuvo y siguió hablando de forma comedida, como había empezado.
– Quisiera ofreceros como compensación la granja que se conoce como O’Keefe Station. Sé que soléis migrar allí y que en la montaña la pesca y la caza son más abundantes que en Kiward Station. Por el contrario, es poco adecuada para la cría de ovejas. Todos saldríamos ganando. En lo que respecta a las dimensiones de la superficie, O’Keefe es la mitad de grande que Kiward Station. Así que obtendréis más tierra que la que os ha asignado el gobernador.
Gwyneira había trazado este plan en cuanto conoció el fallo del gobernador. Helen quería vender. Iba a quedarse en Queens-town y Gwyneira le pagaría la granja a plazos. Las cuotas no representarían para Kiward Station una gran suma que desembolsar de golpe y, asimismo, no cabía duda de que el fallecido Howard O’Keefe hubiera preferido ver las tierras en manos de los maoríes que en las de los odiados Warden.
Los hombres que estaban a espaldas de Tonga murmuraron entre sí. A ojos vistas, la propuesta había levantado entre ellos gran interés. Sin embargo, Tonga sacudió la cabeza.
– ¡Qué honor, Miss Gwyn! Un trozo de tierra de mínima calidad, una granja en ruinas y ya tenemos contentos a los tontos de los maoríes, ¿no? -rio-. No, yo me lo había imaginado un poco distinto.
Gwyneira suspiró.
– ¿Qué es lo que quieres? -preguntó.
– Lo que quiero…, lo que realmente quería…, era la tierra en la que estamos. Desde la carretera que lleva a Haldon hasta las Piedras que Danzan… -Así llamaban los maoríes el círculo de piedras situado entre la granja y las tierras altas.
Gwyneira frunció el ceño.
– ¡Pero ahí está nuestra casa! ¡Es imposible!
Tonga hizo un gesto irónico.
– Estoy diciendo que es lo que quería…, pero tenemos con usted cierta deuda de sangre, Miss Gwyn. Su hijo murió por mi culpa aunque no por obra mía. No era mi intención, Miss Gwyn. Quería verlo sangrar, no que muriese. Quería que contemplara cómo yo demolía su casa o cómo me instalaba en ella. Con Marama, mi esposa. Eso le habría dolido más que cualquier lanza. Pero da igual. He decidido respetarla.
»Conserve su casa, Miss Gwyn. Pero quiero toda la tierra que se extiende desde las Piedras que Danzan hasta el arroyo que separa Kiward Station de O’Keefe Station. -La miró inquisitivo.
Gwyneira tuvo la sensación de perder pie. Apartó la mirada de Tonga y la posó en James. En sus ojos se reflejaba desconcierto y desesperación.
– Son nuestros mejores pastizales -dijo-. Además, ahí se encuentran dos de los tres cobertizos para la esquila. ¡Casi todo está cercado!
James le pasó un brazo alrededor y miró con fijeza al joven jefe.
– Tal vez deberíais reflexionar los dos acerca de esto una vez más… -respondió con calma.
Gwyneira se irguió. Sus ojos lanzaban chispas.
– Si os damos lo que pedís -replicó iracunda-, ya os podemos dar también Kiward Station. ¡Tal vez deberíamos hacerlo! ¡De todos modos ya no tiene heredero! Y tú y yo, James, también nos las arreglaremos en la granja de Helen…
Gwyneira tomó aire y dejó vagar la mirada por la tierra que durante veinte años había protegido y cuidado.
– Todo se desmoronará -dijo como para sí misma-. La planificación de la cría de ganado, la granja de ovejas, también los Longhorns…, y hay tanto esfuerzo detrás de ello… Teníamos los mejores animales de Canterbury, si no de toda la isla. ¡Maldita sea, Gerald Warden tenía sus defectos, pero no se merece algo así! -Se mordió el labio inferior para no echarse a llorar. Por primera vez tenía la sensación de que podía derramar lágrimas por Gerald. Por Gerald, Lucas y Paul.
– ¡No! -Era una voz suave pero penetrante. Una voz cristalina, la voz de la incipiente narradora y cantante.
Detrás de Tonga, el grupo de guerreros se dividió en dos para dejar paso a Marama. La muchacha caminó pausadamente entre ellos.
Marama no iba tatuada, pero ese día había pintado sobre su piel los signos de su tribu: decoraban su mentón y recorrían la piel entre la boca y la nariz, dando a su delicado rostro el aspecto de una máscara divina que Gwyn conocía de la casa de Matahorua. Marama se había recogido la melena en lo alto, como hacen las mujeres adultas cuando se arreglan para una celebración. Llevaba el torso desnudo, pero cubría sus hombros con un paño y rodeaba su cintura con una falda amplia y de color blanco que Gwyneira le había regalado en una ocasión.
– ¡No oses llamarme esposa tuya, Tonga! Nunca he yacido a tu lado ni nunca lo haré. Fui y soy la esposa de Paul Warden. Y ésta fue y es la tierra de Paul Warden. -Marama se había expresado todo el tiempo en inglés; ahora lo hizo en su propia lengua. Nadie en el séquito de Tonga debía malinterpretar lo que decía. Pero, al mismo tiempo, habló lo suficientemente despacio para que Gwyneira y James no se perdieran ni una palabra. Todos, en Kiward Station, debían saber lo que Marama Warden tenía que decir-. Ésta es la tierra de los Warden pero también la de los kai tahu. Y nacerá un niño cuya madre pertenece a la tribu de aquellos que llegaron a Aotearoa con la canoa uruao y cuyo padre procedía de la tribu de los Warden.
»Paul nunca me contó qué canoa condujeron los antepasados de su padre, pero los ancestros de los kai tahu bendecirían nuestra unión. Las madres y padres de la uruao darán la bienvenida a este niño. Y ésta será su tierra.
La joven se llevó las manos al vientre y alzó los brazos con un gesto que lo abarcaba todo, como si quisiera abrazar con él los valles y las montañas.
En las filas de guerreros, detrás de Tonga, se alzaron voces. Voces de aprobación. Nadie disputaría al hijo de Marama la granja, en especial si toda la tierra de O’Keefe Station retornaba a manos de las tribus maoríes.
Gwyneira sonrió y se concentró para formular una respuesta. Se sentía un poco mareada pero, por encima de todo, estaba serena. Ahora sólo esperaba escoger las palabras adecuadas y pronunciarlas de la forma correcta. Era la primera vez que hablaba en maorí de un asunto que superaba los temas cotidianos y quería que todos la comprendieran.
– Tu hijo pertenece a la tribu de aquellos que llegaron a Aotearoa en el Dublin. También la familia de su padre le dará la bienvenida. Como heredero de esta granja que llaman Kiward Station y que se erige en tierra de los kai tahu.
Gwyneira intentó imitar los gestos que Marama había dibujado antes, pero encerró entre sus brazos a Marama y al nieto todavía no nacido.