38115.fb2 Entre limones. Historia de un optimista - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Contando ovejas

En primavera el florecer de los naranjos te coge desprevenido. Al principio sólo se nota una pálida bruma entre el verde oscuro de las hojas, que es el verde de los capullos de las flores. Entonces, de repente, los capullos se transforman en exquisitas estrellas blancas de cinco pétalos que salen en forma radial de unos pistilos y estambres de color amarillo cremoso. El olor es delicado y embriagador, y cuando cada uno de los árboles se convierte en una masa de flores blancas, queda suspendida en el aire una nube casi tangible de olor a azahar.

La flor, dura muchas semanas, perfumando los meses de abril, mayo y junio, y durante todo ese tiempo los árboles están plagados de abejas zumbando insistentemente a su alrededor. Entonces, cuando las flores se marchitan, aparece en el centro de cada una de ellas una pequeñísima naranja verde que es una perfecta réplica en miniatura de lo que será el fruto completamente formado. Si cada naranjita madurara, un árbol medio soportaría un peso de entre veinte y treinta toneladas de fruta, pero las brisas, los pájaros y los maravillosos mecanismos del propio árbol contribuyen a que su número disminuya. El suelo por debajo de cada naranjo se convierte en un mosaico de flores y naranjitas. Nuestros vecinos extienden sábanas bajo los naranjos para recoger las flores y hacer infusiones de flor de azahar, que al parecer ayuda a conciliar el sueño.

Un día, cuando los árboles estaban llegando, un poco temprano, al punto culminante de su floración, Domingo se encaminó hacia arriba en su burro, Bottom, en dirección a nuestra casa. (Por supuesto, Bottom no es el nombre que Domingo utiliza para su animal, al que llama Burra. Pero una mañana Ana y yo decidimos ponerle el apodo de Bottom, que en inglés quiere decir «trasero», y las asociaciones literarias y escatológicas de esta palabra nos han hecho mantenerlo.)

Nuestro vecino nos traía una noticia.

– Mi amigo Arsenio quiere esquilar sus ovejas con esa máquina que tienes en el establo. Le dije que había que hacerlo, que las cosas van a ser así en el futuro, por lo que más valía ir empezando ya.

Esto me cogió por sorpresa.

– Pero yo creía que tus amigos estaban en contra de esa idea -le recordé.

– Eso era Eduardo, él no sabe nada. No, Arsenio está dispuesto a probar. Su rebaño estará listo para nosotros de mañana en una semana. Vive en Los Caracoles, por ahí -dijo Domingo señalando por encima de los árboles en dirección a las altas montañas.

Aunque éste no parezca ser un intercambio de palabras de enorme trascendencia, para mí significaba mucho. Por primera vez se me estaba ofreciendo un papel que jugar en la vida de Las Alpujarras. Ya no volvería a ser un forastero que observa, sino que iba a meterme en el escenario y convertirme en uno de los observados. Era algo que había anhelado hacer durante todos mis años de viajes. Tal vez, si realmente esto empezaba a tener éxito, hasta podría adquirir un apodo, al igual que los de aquí: «Cristóbal el Pelador» sonaba bastante bien. El dinero también nos vendría bien si me encargaban esquilar un cierto número de rebaños, y aparte de eso estaba el entusiasmo que me producía la introducción de algo nuevo. Pocos pastores de los valles altos habían presenciado las maravillas del esquilado con máquina, y sin duda acudirían a mí para que les mostrara el camino del progreso.

Pasé una feliz semana revisando mi vetusta maquinaria y sumergiéndome en vanagloriosos ensueños cada vez que llegaba a mis oídos el tintineo de un rebaño que pasaba.

Al fin llegó el gran día, y a la luz brumosa de primera hora de una mañana de mayo, Domingo y yo cargamos el Land Rover y partimos hacia La Alpujarra Alta, iniciando el viaje con una parada rápida en Órgiva para tomarnos un café.

En Soportújar dejamos la carretera asfaltada y comenzamos un ascenso serpenteante por el camino forestal, una pista de tierra bordeada de acacias y cipreses polvorientos que conduce a las montañas. Después de una docena o más de curvas muy cerradas pasamos por un letrero de madera en el que aparecían pintadas las palabras«O-Sel-Ling» y por un tosco aunque trillado camino que salía serpenteando de la pista, el acceso al monasterio budista tibetano de Al Atalaya.

Cuando en un pueblecito campesino español cuyas calles adornan parterres de habichuelas y patatas te encuentras con un monje de cabeza afeitada deambulando con sus amplios ropajes de color burdeos y unas botas polvorientas, es posible que creas que tu visión no funciona bien del todo. Pero de hecho los ojos no te engañan.

En 1985 nació en un hospital de Granada un niño de un matrimonio español budista que vivía en La Alpujarra. El niño, llamado Osel Hita Torres («Osel» quiere decir «Luz clara» en tibetano), se descubrió que era la reencarnación del lama Thubten Yeshe, uno de los principales difusores del budismo tibetano en Occidente, que había fallecido hacía once meses en California. El propio Osel ya no honra con su presencia su tierra nativa, puesto que se lo llevaron rápidamente a Dharamsala, la sede del Dalai Lama en el exilio. Pero el monasterio que fue fundado en su nombre ha adquirido pujanza como lugar de retiro budista y templo de meditación, atrayendo a incontables acólitos occidentales y algún esporádico miembro exaltado de la teocracia tibetana en el exilio.

Miré a mi alrededor con la esperanza de ver a algún hombre santo de ésos, pero no apareció ninguno. Domingo, para quien el budismo de los lamas era un tema de muy poco interés, casi ni reparó en el camino del monasterio, aunque incluso él contuvo el aliento cuando nos asomamos al otro lado de la montaña: a nuestros pies, bañado en la luz de la mañana, se extendía el barranco de Poqueira con sus tres preciosos pueblecitos desde los que un humo azulado de leña iba elevándose poco a poco por la atmósfera inmóvil.

Seguimos subiendo, dejando atrás prados de montaña tachonados de amapolas, margaritas, convólvulo y arveja violeta, mientras los valles y pueblos allá abajo se volvían cada vez más azules y difusos. Veía El Valero con sus verdes campos ribereños allá lejos por debajo de nosotros, tal vez a siete u ocho kilómetros en línea recta pero al menos a una hora de camino en coche. Finalmente Domingo me indicó que detuviera el coche junto a un corral de ovejas que había en una empinada pendiente. Apagué el motor y me puse a escuchar los sonidos de la montaña: lejanos cencerros de cabras y ladridos de perros, gallos cantando en los pueblos de más abajo, y alondras y totobías gorjeando allá arriba, muy por encima del campo donde nos encontrábamos.

Domingo estaba más callado que de costumbre.

– Estoy pensando -explicó.

– ¿En qué?

– En mi amigo Arsenio.

– ¿Ah, sí?

– Es una mala persona. Tendremos que mantener los ojos bien abiertos. Seguro que encuentra alguna manera de engañarte.

– Pero ¿no acabas de decir que es amigo tuyo?

– Sí, pero aun así es una mala persona. De hecho, no conozco a nadie peor que él.

– ¡Muchas gracias, Domingo, parece ser que me has conseguido un primer trabajo que va a ser todo un exitazo!

– No te preocupes, le vigilaremos.

Mientras Domingo hablaba de sus amigos de dudosa reputación, nos dimos cuenta de que el rebaño de ovejas de Arsenio subía hacia nosotros para la esquila. Al principio pareció una pálida mancha borrosa que contrastaba con el verde de los árboles, pero después empezó a distinguirse con claridad un rebaño de ovejas de tamaño considerable a cuyo alrededor ladraban unos perros y gritaban unos hombres. En aquel momento lo que menos me apetecía hacer era pasarme el día esquilando ovejas. Lo que quería era pasear por los prados y encaminarme hacia las grandes extensiones de nieve que bordeaban los picos de Sierra Nevada.

Para ser sinceros, también estaba un poquitín nervioso pensando en cómo se iba a desarrollar el día.

– Entonces, ¿no las atas? -me había preguntado un pastor a principios de primavera.

– ¡Qué va! No se puede esquilar una oveja si está atada.

– Pero entonces pegarán un salto y se revolverán, y luego se pondrán de pie y se largarán.

– Pues a lo largo de mi vida debo haber esquilado como ciento cincuenta mil ovejas y hasta ahora no he tenido que atar ninguna.

– A lo mejor, pero eso será «por ahí» en el extranjero. Aquí las ovejas son diferentes; son salvajes.

Domingo había corrido la voz de que ese extranjero fanfarrón no sólo iba a esquilar él solo ciento cincuenta ovejas en un día… ¡sino que además lo iba a hacer sin ni siquiera atarlas! Había que dar al traste con ese orgullo desmedido.

– ¿Entonces éste es tu extranjero, Domingo? ¿Sabe español?

Arsenio era la personificación del pastor alpujarreño: diminuto, nervudo, moreno y de piel curtida. Sus rasgos huesudos se deshicieron en una sonrisa mientras me daba un vigoroso apretón de brazo.

– ¡Qué sitio tan bonito tienes aquí, Arsenio!

Una expresión de desconcierto total le inundó el rostro.

– ¿Qué dice tu extranjero, Domingo?

– Dice que le gusta esto.

– Je, je, precioso, una maravilla. Bueno, vamos a comer algo.

– Mmmm… en realidad, acabamos de desayunar. ¿No podríamos…?

– ¿Qué dice, Domingo?

Era inútil intentar comunicarme directamente con Arsenio, quien estaba convencido -y en esto no es el único- de que cualquier persona que no sea de La Alpujarra resulta totalmente ininteligible. Cada vez que yo hablaba, desconectaba, como si yo hubiese dicho algo de mal gusto, y miraba a Domingo esperando a que éste le repitiera mis palabras.

Las noticias acerca de mi máquina de esquilar se habían difundido entre los círculos pastoriles de las alturas, y se había congregado una considerable multitud para asistir al prometido espectáculo. ¿A quién demonios se le ocurre esquilar una oveja sin antes atarla? Domingo se había buscado a un auténtico loco para llevar a cabo la tarea, no cabía ninguna duda.

Había presentes tal vez una docena de pastores, todos con su cayado, su sombrero y su zurrón de cuero, todos con un mugriento pitillo de «churrasco» local colgándoles de la boca, y todos mirándome con expresión desagradable.

Me puse a preparar el equipo ante los espectadores con gran aparatosidad, colocando cuidadosamente la tabla para esquilar, inspeccionando los cables del generador y del pesado motor eléctrico y enredando en una caja llena de piezas de maquinaria, ya que a veces resulta difícil resistirse a comportarse como una especie de prima donna.

– Así que eso es, ¿no? La máquina de esquilar. ¿Cómo crees que funciona?

– Funciona con corriente, y por eso hace daño. A las ovejas las electrocuta. A un tío de por Dúrcal le esquilaron las ovejas con corriente y se murieron electrocutadas todas, de ninguna quedó más que un montoncillo de carbón. Espera y verás.

– Un año Fernando de Torvizcón usó una máquina mecánica, y les quitó tanta lana a las ovejas que el sol les quemó la piel a todas. Eso no es natural.

– No, desde luego que no es natural, y tú estás arriesgando el pellejo, Arsenio.

– A ver cuántas ovejas te quedan mañana -añadió otro pastor sin disimular su satisfacción.

– Ahorrará mucho trabajo… -Miré con el rabillo del ojo para averiguar quién era este hombre de mentalidad tan moderna-… y dentro de un par de años ya no quedará ningún pastor en La Alpujarra que esquile con tijeras. Acordaos de lo que os digo.

El desertor resultó ser José, un primo de Domingo que a menudo iba a pasar unos días en casa de los Melero. Me infundió un poco de valor.

– No creo que haya ningún peligro de electrocución ni de quemaduras solares -aseguré a la muchedumbre.

Doce húmedas colillas giraron hacia Domingo y empezaron a vibrar con las palabras de sus propietarios: «¿Qué dice, Domingo?».

Me di un tirón de los pantalones, inspeccioné la máquina y me abalancé hacia la primera oveja, dándole la vuelta con un hábil movimiento y colocándola de culo, lista para la máquina de esquilar.

– ¡Ya verás, lo va a dejar sin huevos de una patada, y le estará bien empleado!

Pero por suerte la oveja se dio la vuelta suavemente y se quedó quieta y en actitud sumisa entre mis rodillas. Tiré de la cuerda. Con un zumbido, la esquiladora se puso en funcionamiento y la hundí en la lana, que fue desprendiéndose como si se tratase de mantequilla mientras la oveja se mantenía en una actitud perfectamente dócil y cooperativa. Tras unos cuarenta y cinco segundos -en realidad el animal no tenía mucha lana- la ayudé a ponerse en pie con una hábil presión de la rodilla derecha. Entonces, girando con aire profesional el cabezal de tensión…

– ¿A qué esperáis? ¿Dónde está la siguiente?

Cuesta mucho esquilar la primera oveja del día. Todas tus extremidades están entumecidas, y sólo realizando un gran esfuerzo consigues alcanzar las zonas más distantes de las ancas y del rabo. Sin embargo, para calentarse tan sólo es necesario esquilar una oveja, y la segunda del día constituye todo un placer: dispones de toda tu fuerza y tu energía para ayudarte, y el simple hecho de haber pasado por una serie de posturas diferentes con la primera oveja hace que se te desentumezcan todos los músculos del cuerpo necesarios para la tarea.

El problema, sin embargo, es que después de las tres, o tal vez de las cinco primeras, el carácter repetitivo del trabajo empieza a afectarte. Hay una técnica especial. Cada oveja es sometida a una serie idéntica de posturas, y las cuchillas pasan por su cuerpo en una serie de movimientos (o «golpes», como se les llama en el oficio) más o menos idénticos. Para esquilar una oveja totalmente cubierta de lana son necesarios unos cincuenta «golpes», pero para estas de montaña, que tienen poca, sólo me hacían falta alrededor de veinte. Podría haber hecho el trabajo dormido.

Cuando se llega a la oveja que hace número cincuenta, el aburrimiento viene sazonado por punzadas de dolor, a medida que los músculos de la parte baja de la espalda empiezan a resentirse y a quejarse un poco. A los esquiladores de primera, esos que esquilan cuatrocientas ovejas al día, siete días a la semana, la lana les produce rozaduras. La fricción de la lana, al pasar por el dorso de la mano con la que se corta, levanta la piel de los nudillos, por lo que éstos sangran sin cesar. En España los peores enemigos son el calor y el polvo. Es imposible trabajar al sol, ya que te chupa la energía en cuestión de unos minutos. Pero hasta cuando estás a la sombra tienes que trabajar bañado en sudor, y acabas cubierto de polvo de estiércol y mechones de lana, igual que si te hubieran emplumado.

Trajeron otra oveja a la tabla y la emprendí con ella. Domingo estaba en cuclillas a mi lado, observando atentamente; los espectadores se pusieron a mascullar y a hablarse entre dientes unos a otros. Esta oveja tenía rabo. La mayoría de las ovejas tienen el rabo cortado, por razones que no voy a analizar aquí. Los rabos son odiosos, pues para esquilar uno es necesario agacharse adoptando una postura insoportable durante al menos diez segundos. Lo más difícil es esquilar la lana de la punta, ya que es por ahí por donde se sujeta el rabo y es preciso avanzar esquivando los dedos.

– Déjale la punta del rabo -dijo Domingo-. Aquí es costumbre dejarles una bola de lana en la punta. Les sirve para espantar las moscas.

Eso hice, lo cual facilitó mucho el trabajo. Sin embargo, al ver todas esas ovejas esquiladas con sus fabos de caniche no pude resistir una sonrisita. Arsenio y su hijo Pepe, mientras entraban y salían del rebaño como flechas para ir agarrando cada oveja y llevarla a esquilar, tenían una expresión de disgusto.

– ¿Qué pasa? ¿No estáis satisfechos con la esquila?

– ¿Qué dice, Domingo?

– Ni idea.

El sol estaba cada vez más alto; el sudor me corría por el cuerpo y caía sobre las ovejas; a mi lado, el montón de lana sucia iba creciendo, y la proporción de rabos de caniche respecto a la de rabos sin esquilar iba aumentando continuamente. Esquilé lo que me parecieron unas cien ovejas y entonces hicimos un alto para comer.

Angustias, la mujer de Pepe, que era como tres veces más grande que él, había subido pesadamente desde su cortijo allá abajo, cargada de bolsas y cestas de provisiones. Ana también había venido y, todavía sofocada por la larga subida, contemplaba la escena. Nos lavamos las manos en un riachuelo que había cerca y nos sentamos a almorzar a la sombra de un gigantesco cerezo.

La esquila de las ovejas es un trabajo bien sucio, pero en cambio te lleva a unos lugares maravillosos. Dirigimos la mirada hacia los inmensos riscos cubiertos de nieve del Circo del Veleta bajo un cielo de color azul aciano. Angustias fue pasando unas botellas de lo que se conoce eufemísticamente como vino basto de la tierra, así como unas cervezas que habían estado refrescándose en el riachuelo, y dispuso un festín de aceitunas, tortilla, embutidos de varios tipos, jamón y pan.

– Tú eres el que está trabajando, Cristóbal, tienes que comer más -me recomendó-, antes de que estos vagos se lo acaben todo.

– No, muchas gracias, me encantaría, todo es absolutamente delicioso, pero cuando como demasiado me resulta muy difícil agacharme y trabajar.

Angustias entendía perfectamente lo que decían los extranjeros.

– Quisiera que me explicaras una cosa -comenzó a decir-. Me encuentro con muchos extranjeros aquí en el cortijo. Se apean del autobús en el pueblo y después se pierden buscando ese monasterio de ellos. Tienen cara de muertos de hambre, pero cuando les doy un poco de tocino así -dijo señalando unos pedazos de grasa de cerdo presentados con la misma delicadeza con que se presentaría un plato de pastelillos-, o tal vez un buen cacho de chorizo, lo dejan en el borde del plato y se comen sólo el pan. ¿Por qué hacen eso, cuando parece que tienen tanta hambre?

– Si buscan el monasterio probablemente son budistas, y el tocino tal vez no tenga para ellos exactamente el mismo atractivo que para ti o para mí.

– Budistas, dices… pues a lo mejor lo son, pero entonces ¿con qué se llenan la barriga, Virgen Santísima? Todos están tan delgados y tan pálidos, igual que si vivieran debajo de las piedras. Parece como si se los fuera a llevar el viento.

– Que yo sepa, comen huevos duros y arroz integral, y en ocasiones muy especiales unos pocos frutos secos.

– ¡Ay, los pobrecicos, qué vida másmala! Aunque a lo mejor a mí también me sentaría bien comer un poco menos. Me gustaría ser menuda y delgada como tú, Ana, pero ¿qué voy a hacerle? Me gusta tanto el blanco del jamón… ¿Tú crees que engorda tanto?

– Tal vez un poco -dijo Ana mirando con camaradería femenina el cuerpo macizo de Angustias-. No, el blanco del jamón no es precisamente para adelgazar.

Me puse de pie, me estiré y miré sin entusiasmo al otro lado de la barrera, en donde aún quedaban unas cincuenta ovejas por esquilar. Ya era hora de empezar a trabajar otra vez, por lo que, chancleteando con mis mocasines de esquilar, descendí cuidadosamente la pendiente para poner en marcha el generador. Cuando llegué, Domingo ya estaba en la tabla con una oveja, sujetándola más o menos como es debido y esquilándola de manera más o menos eficiente.

– Domingo, tú has hecho esto antes.

– No, pero no puede ser tan difícil, y te he estado mirando toda la mañana.

En menos de un par de minutos había acabado con la oveja, y ésta se encontraba ya rascándose tranquilamente junto al resto del rebaño. Domingo agarró otra y la esquiló sin demasiada dificultad y con bastante habilidad.

– Venga, hombre, no puedo creer que no hayas hecho esto nunca. Hacen falta muchos años para poder hacerlo tan bien.

– Bueno, he esquilado algunas con tijeras, atándolas y todo eso, pero ésta es una manera mucho mejor de hacerlo.

Esa tarde esquiló alrededor de una docena de ovejas, sin sudar y sin que le doliera la espalda. Para un principiante eso es algo realmente excepcional.

– Te voy a comprar una máquina de segunda mano en Inglaterra, y nos vamos a establecer y a esquilar juntos las ovejas de La Alpujarra.

– Si quieres… -Domingo es absolutamente flemático.

A la caída de la tarde ya habíamos terminado, y el rebaño salió corriendo de buena gana del establo para pastar durante un par de horas en los prados, en donde las sombras de los árboles ya empezaban a alargarse.

– Ciento cuarenta y siete ovejas. ¿Cuánto? -preguntó Arsenio.

– A cien pesetas la oveja…

– Eso me parece mucho dinero.

– Hace catorce mil setecientas pesetas.

Cuando se trataba de dinero, al parecer Arsenio entendía sin ningún problema. Contó quince billetes de mil pesetas y me los entregó.

– Lo siento, no tengo cambio.

– No te preocupes, todos somos trabajadores. Je, je. Podemos olvidarnos del cambio o ajustar la cuenta el año que viene, ¿qué te parece?

– Bien, de acuerdo, muchas gracias.

– ¿Qué dice, Domingo?

Detuvimos el coche al otro lado de la montaña, en un lugar desde el que se veía el valle donde vivíamos. Sentados en la espesa hierba contemplamos cómo los cerros iban cambiando de color.

– Arsenio te ha engañado -dijo Domingo mientras chupaba una larga brizna de hierba.

– ¿Cómo? Me ha parecido que todo estaba bien.

– Había ciento cincuenta y una ovejas.

– ¿Cómo lo sabes?

– Las he contado esta mañana.

– ¿No podrías haberte equivocado?

– Imposible -replicó con la modestia que le caracterizaba-. A la hora de comer Pepe se ha metido con disimulo en el establo y ha escondido en un cuartucho del fondo cuatro ovejas esquiladas. Y, de no haberme visto mirando desde la barrera, habría escondido más todavía.

– No puedo creer que se hayan tomado tantas molestias para ahorrarse cuatrocientas pesetas, y aparte de eso me ha dado trescientas pesetas más de la cantidad que habíamos acordado.

– Mi amigo es así. Hace lo que haga falta con tal de quedar por encima de alguien, no importa quien sea. Por eso es por lo que te he dicho que les dejaras el pompón a las ovejas en la punta del rabo. Eso sí que le ha puesto furioso. No hay nada que odie más un pastor que el que le queden a sus ovejas zonas sin esquilar. Y a él y a Pepe eso les preocupa de manera especial.

– Cuando nos hemos ido he visto a Pepe emprendiéndola a tijeretazos con los pompones -dijo Ana.

– Ah, claro, tendrán que pelarlos todos. No podrían soportar que otro pastor viera así el rebaño. ¡Aja!, ¡eso sí que les ha dado rabia de verdad!

– Entonces, Arsenio nos ha engañado robándonos cuatrocientas pesetas, pero me ha dado trescientas porque yo no tenía cambio. Eso supone unas ganancias de cien pesetas… y además hemos almorzado bien…

– Bueno, sólo regular.

– Aunque a ti te haya parecido regular, en mi opinión ha sido un buen almuerzo, y la mayoría de sus ovejas han quedado ridículas con los pompones en el rabo… así que ¿quién ha salido ganando hoy?

– Creo que hoy tal vez nosotros -dijo Domingo sonriendo, tras lo cual nos pusimos en pie de un salto y regresamos al coche-. Pero ten cuidado, porque Arsenio nunca deja a nadie quedar por encima de él, y es malo como él solo.

A partir de los fragmentos de conversación entre Domingo y sus primos que reuní durante las semanas siguientes, parecía ser que la prueba de esquila de ovejas a que se me había sometido no había resultado mal del todo. Claro que no se dijo mucho, pero el mero hecho de que ninguna de las ovejas hubiera muerto posteriormente desinfló un tanto al lobby ludita, y poco a poco empezarona llegarme mensajes de interés de otros pastores. Este respaldo, si bien de carácter moderado, resultaba emocionante, por lo que el ataque que al cabo de poco tiempo me iba a llegar desde otro costado me cogió totalmente desprevenido.

Andrew, uno de los miembros de un pequeño grupo New Age que había aparcado un viejo camión Bedford en el cauce de nuestro río y estaba sondeando los cortijos de la zona en busca de trabajo, veía todo este asunto de una manera bastante distinta.

– Tienes que estar loco de remate, tío, para pensar que puedes presentarte aquí sin más y destruir todas las antiguas tradiciones locales con esa máquina tuya.

La vehemencia de esta diatriba me dejó atónito. Andrew no era el tipo de persona que malgastara energía kármica con un arrebato así. De hecho sus palabras, pronunciadas con un fuerte acento de Manchester, solían reducirse a las estrictamente esenciales para aceptar un trabajo, decir a quién le tocaba pagar la ronda siguiente en el bar, o rechazar cualquier comida que contuviera carne. Además, las máquinas eran lo suyo. Me había pasado todo un día agachado a su lado, pasándole un surtido de trozos de metal cubiertos de grasa mientras, tirado en el suelo, Andrew intentaba reparar nuestro Land Rover.

– Pero esto es el progreso -protesté-. ¿No comprendes que beneficia a todo el mundo?

– Te beneficia a ti tal vez. Pero ¿y a los pastores que se reúnen para esquilar, pasar un buen rato bromeando, cogerse una buena curda y hablar de las ovejas y todas esas cosas? ¿Qué les ocurre a sus tradiciones? Pues ni más ni menos que se van al traste, eso es lo que les ocurre.

– Mira, evidentemente tú ni siquiera sabes lo que es una oveja si te crees todas esas estupideces. Pregúntale a un pastor si le atrae la perspectiva de pasarse un día esquilando y a ver lo que te contesta. Esquilar es un latazo, y aunque traten de hacerlo más llevadero consumiendo litros y litros de vino nauseabundo, no supone ninguna diversión el pasarse el día inclinado sobre unas huesudas y mugrientas ovejas cortando sin parar con esas tijeras absurdas que usan, y todo para esquilar veinte o con suerte treinta de ellas. No, en realidad esto es una cosa buena para los pastores, y también mucho más cómoda para las pobres ovejas.

Aunque nunca se lo habría confesado a Andrew, yo también tenía alguna que otra duda sobre la clase de progreso que estaba encabezando. Durante siglos los pastores de montaña se habían reunido en grupos de diez o veinte para esquilar juntos y, como había señalado Andrew, durante esas ocasiones se respiraba un cierto aire de cordialidad, se consumía una gran cantidad de vino y el día se remataba sacrificando una cabra o un cordero. Pero también estaban los forúnculos y las tremendas ampollas, las muñecas hinchadas y las espaldas doloridas, y las moscas, el polvo y el estiércol. Los pastores lo detestaban y, por lo que decía Domingo, estaban deseando acabar con esta tradición.

Prueba de ello era que, una vez demostrada la eficacia de mi maquinaria, empezaron a dejar marcado un camino hasta mi puerta (y, como tal vez el lector haya adivinado, el camino hasta mi puerta no está ni siquiera cerca de la ruta que se seguiría normalmente al regresar del bar del barrio dando un paseo). Para seguir ese camino hay que estar verdaderamente resuelto a hacerlo.

Sin embargo, nada de esto fue suficiente para los fundamentalistas ecológicos de Órgiva, quienes a lo largo de muchos meses seguirían discutiendo conmigo sobre los estragos que estaba causando en el delicado equilibrio entre el hombre y la naturaleza.