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Caminando con el agua

Siguiendo los contornos de las montañas, una cinta de follaje de color verde brillante delimita las acequias de Las Alpujarras, un antiguo sistema de canales de riego que conduce el agua de la lluvia y del deshielo desde los altos picos hasta los cortijos de los valles. Se discute vivamente si fueron los romanos hace dos mil años o los moros unos ochocientos años más tarde quienes construyeron por primera vez estos canales. Pero sean quienes sean los que trajeron aquí la idea, las acequias son, juntamente con los bancales que cubren las laderas de las montañas, el elemento artificial que más contribuye a dar su belleza a este paisaje.

El principio de este sistema de riego es muy sencillo: la lluvia y la nieve que caen en la inmensa área de captación de las montañas se van filtrando y creando enormes acuíferos o yacimientos de aguas subterráneas, desde los que éstas van saliendo lentamente a lo largo del año hasta verter en los ríos y fuentes de las zonas bajas de las laderas. A partir de aquí, las acequias canalizan esta agua y, a un suave gradiente, la conducen hasta los cortijos y pueblos de más abajo.

Se producen muchas fugas, pero esto también forma parte del orden natural de las cosas. Al correr por el canal, el agua se va filtrando por la tierra, las grietas y las ratoneras, con lo cual riega las plantas silvestres y los árboles que crecen en las orillas. Las raíces de estas plantas forman unas marañas que sujetan los bordes de los canales y evitan que éstos se desmoronen y caigan al abismo. Los intentos de mejorar el sistema natural cementando algunos tramos de las acequias suelen hacer que el remedio sea peor que la enfermedad, ya que las plantas que bordean el canal se secan, las raíces se pudren y pierden su capacidad de sujeción y, con el peso del cemento y del agua, el canal se hunde y deforma los niveles que son de tan fundamental importancia.

Hay literalmente cientos de kilómetros de acequias en Las Alpujarras, y pasear por los senderos que discurren a lo largo de sus orillas, flanqueados de hierbas y una rica variedad de flores alpinas -gencianas, campánulas, digitalis, saxífragas-, es una experiencia maravillosa que de trecho en trecho ofrece además unas vistas impresionantes del circo de picos que se alzan hasta el Veleta y el Mulhacén. En la parte alta de las montañas, muy por encima de los pueblos, los canales son anchos arroyuelos por donde corre con fuerza un agua clara y helada que resulta deliciosa para beber, ya que está muy por encima de cualquier posible fuente de contaminación. Más abajo, donde las acequias tienen su embocadura en los valles y desfiladeros de los ríos, hay unos tramos espectaculares en que los canales están tallados en unos paredones de roca de centenares de pies de altura. Estos tramos fueron tallados con martillo y cincel hace mucho tiempo por unos hombres colgados de los tajos con unas cuerdas.

En algunos sitios el agua de las acequias discurre por unos acueductos montados en unos muros de piedra y construidos en unas laderas demasiado empinadas hasta para lograr mantener el equilibrio, no digamos para construir un muro de piedra. El agua corre con fuerza por unos túneles llenos de murciélagos y gigantescas mariposas nocturnas, para después salir a la luz deslumbradora del sol o atravesar bosques sombríos y precipitarse por junglas impenetrables de hojas como cuchillas de afeitar y marañas de espinas.

Centenares de pequeños campesinos dependen de las acequias, y de esta manera ha surgido un sistema social organizado para garantizar un suministro equitativo. Cada acequia tiene su propio presidente, que es elegido cada año, su tesorero y su acequiero. El presidente preside el proceso democrático de toma de decisiones, resuelve las disputas y sirve de enlace con la autoridad hidráulica. El tesorero se encarga de recoger los pagos del agua, que son acordados cada año por los regantes para cubrir los costes de mantenimiento y mejoras. El acequiero recorre cada día toda la longitud de la acequia y es responsable de que el agua fluya sin problemas, vigilando las fugas y puntos críticos y asegurándose de que cada regante corte su agua en el momento debido sin quitarle tiempo de riego al siguiente.

Si eres propietario de un terreno que tenga derecho al agua de una determinada acequia, se te adjudica un determinado período de tiempo y una determinada cantidad de agua. Puede que tengas mala suerte (o no goces del favor del presidente del agua) y consigas, por ejemplo, diecisiete minutos de un tercio de la acequia los jueves a las tres y diez de la mañana, con lo que ese día por la noche, con la linterna en la boca y el azadón al hombro, sales con paso pesado y te diriges a tu huerto de naranjos y hortalizas. A las tres y diez -no a las tres y nueve ni a las tres y once- abres la torna y dejas que todo ese volumen de agua salga a raudales hasta tu terreno. El partidor, una sencilla construcción de ladrillos y argamasa, garantiza que sólo te llegue la tercera parte del agua de la acequia.

Si no tienes un depósito en donde almacenar el agua que te corresponda, te ves obligado a andar corriendo frenéticamente de un lado para otro en la oscuridad, dando golpes de azadón en las pequeñas presas, diques y canales para asegurarte de que cada árbol se empape bien de agua y cada surco de hortalizas se quede lleno hasta los bordes. Las noches de luna llena esta tarea puede constituir un auténtico placer, mientras observas cómo las ondas van tiñendo de plata la superficie del agua oscura con un acompañamiento de cantarines riachuelos. Sin embargo, un depósito resulta más práctico, y todo el que tiene un poco de dinero extra instala uno para llenarlo con sus diecisiete minutos de agua y regar sus tierras al día siguiente a la hora que le convenga.

Siendo el único cortijo del otro lado del río, El Valero es excepcional en cuanto que tiene su propia acequia, es decir, el potencial para veinticuatro horas de agua siete días a la semana. Tampoco hay que pagar ninguna cuota de acequia, partiendo de la base de que si queremos el agua tenemos que limpiar los canales nosotros mismos; un acuerdo que me pareció muy generoso cuando me lo explicaron, pero sobre el que después he empezado a tener mis dudas. Como era de esperar, Pedro Romero no había cumplido con sus deberes como guardián de la acequia de El Valero con demasiado celo, aunque María, con la ayuda esporádica de Joop, había hecho lo que había podido para procurar que entrara un poco más de agua en el cortijo por los canales encenagados y cubiertos de matorrales crecidos y por los acueductos de piedra desmoronados.

Cuando llegamos aquí para tomar posesión del cortijo, la acequia se encontraba en un estado desastroso. Los vecinos movían la cabeza y advertían sobre las dificultades de volver a ponerla en funcionamiento, con lo que a mí casi no me quedaban esperanzas de poder hacerlo algún día. Parte del problema es que se trata de un sistema totalmente estacional. La embocadura de la acequia, situada río arriba a un kilómetro y medio del cortijo, consiste en una charca en el río creada por una improvisada presa de rocas, ramas, unas chapas de cinc oxidadas y unas placas de plástico. Cada año las lluvias del invierno se llevan la presa, lo que hace necesario volver a construirla cada primavera, cuando se lleva a cabo la limpieza del canal.

La presa encauza el agua hacia la estrecha embocadura de la acequia, desde donde comienza a bajar rápidamente por un cauce de tierra roja a lo largo de un pasillo flanqueado por altos chopos. Al separarse del río, el agua continúa por una pendiente cubierta de maleza, trazando su curso a través de túneles de zarzas, ciénagas poco profundas de juncos de color grisáceo y tramos de terreno tan yermo que nada crece en ellos salvo alcaparras. Finalmente el agua desaparece por un túnel bajo la antigua era del cortijo, para emerger, casi en estado cristalino después de haber depositado a lo largo del canal sus sedimentos rojizos, entre las raíces de una vieja higuera.

Desde ahí, en una sucesión de cascadas, el agua corre a raudales atravesando un prado de fuerte pendiente al que llamamos «Pradera de los Siete Alacranes» (justo después de nuestra llegada intentamos despejar de piedras el campo, y debajo de cada una de las primeras siete piedras que levantamos nos encontramos un alacrán) y, finalmente, desciende por el borde de unos bancales de naranjos para unirse de nuevo al río.

A finales de abril, dado que el tiempo se mostraba marcadamente reacio a llover y que en las otras acequias se observaba una actividad febril, comprendí que era necesario hacer llegar algo de agua al cortijo. Como siempre, me encaminé al otro lado del río para ver qué decía Domingo sobre el asunto.

Lo encontré sentado en su «tinao», o terraza, con su primo Antonio, tallando ambos diligentemente con sus navajas pequeñas maquetas de arados, absortos en su tarea. Era una idea bastante extraña que se le había ocurrido a Domingo para ganar un poco de dinero. Un amigo suyo que tenía un bar en las montañas le había prometido exponerlos en la pared y venderlos. Desordenados por el suelo, entre los gatos y las patatas, había marañas de hilo de cobre, tuercas, tornillos y un gran bote de barniz. La «estación de trabajo» de Antonio estaba alimentada por una botella de costa casi vacía que este último atacaba con fruición.

– Tiene ese vicio -explicó Domingo, soplando las virutas de una diminuta cuña que acababa de tallar-. No vale para nada cuando no bebe… pero tampoco vale para mucho cuando bebe. ¡Mira esto, hombre! ¿Cómo carajo vas a arar con una cosa así? Mira, está torcido, se iría para un lado… -Cogió la maqueta en la que estaba trabajando Antonio, agitándola desdeñosamente en el aire en dirección hacia mí.

Antonio sonrió afablemente y me estrechó la mano.

– Encantado -dijo a modo de saludo, volviendo a quitarle a Domingo el diminuto arado y colocándolo cuidadosamente en el montón de maquetas acabadas-. No creo que nadie vaya a arar con él, primo: ¡es demasiado pequeño con mucho! -añadió dirigiéndose a Domingo mientras apuraba su vaso de costa.

Finalmente, le expliqué la razón de mi visita a Domingo, que inmediatamente ofreció su ayuda y la de Antonio («si es que está sobrio», añadió) para limpiar mi acequia, proponiendo que comenzáramos la semana siguiente.

Sentía cierto recelo ante la perspectiva de contratar a Antonio, pero no tenía muchas posibilidades de elegir en este asunto y, en cualquier caso, mis dudas demostraron carecer de fundamento. Aun medio borracho, Antonio demostró ser un hombre que trabajaba con la capacidad de una excavadora mecánica, siempre alegre y hablando de la vida en comentarios aparte de tipo filosófico. El único problema era mantenerle sobrio durante varios días seguidos, ya que, lejos de la vigilancia de Domingo, Antonio se iba de parranda y se ponía como una cuba.

Cuando ambos se presentaron el lunes por la mañana que habíamos acordado, Domingo me hizo una severa advertencia sobre el contrato de trabajo de su primo.

– No le pagues nada -me ordenó-. En cuanto le des dinero se largará y ya no le volveremos a ver más ni tú ni yo.

– Pero tendré que pagarle al hombre -protesté-. No puedo tenerle trabajando sin cobrar.

– Pues guárdate el dinero y págale cuando acabe el trabajo. Y no se lo des todo de golpe tampoco.

Eran unos consejos caritativos, aunque había en ellos también un atisbo de interés personal. Domingo me contó cómo una y otra vez se había encontrado a Antonio desplomado en una alcantarilla en uno de los pueblos de las montañas, a menudo malherido por haber caído pesadamente sobre los adoquines, y cómo entonces lo metía en su coche, empapado de vino y de orina, para llevárselo a La Colmena y cuidar de él hasta que estuviera más o menos repuesto. Antonio le devolvía el favor ayudándole con los trabajos del cortijo. Y de pronto un día se largaba por la mañana temprano para iniciar el ascenso de cuatro horas hasta su pueblo, Bubión, deteniéndose a mitad de camino en Las Cañadillas para disfrutar de un litro o dos de vino con otro primo que tenía unas pocas cabras y a quien le gustaba fomentar las malas costumbres de Antonio.

Domingo y Antonio se presentaron armados de picos, palas, azadones y hoces para trabajar en la acequia, acompañados de dos peones más: Manolo, un joven arriero del pueblo con una pelambrera de color negro azabache y una sonrisa encantadora, y Paquito, cuyo aire soñador me hizo dudar de que estuviera realmente con nosotros en este mundo. Pero me aseguraron que con una hoz en la mano rendiría de una manera espectacular.

Subimos al cerro de detrás de la casa y desde allí bajamos al barranco que conduce hasta el túnel. Paquito y Antonio se pusieron enseguida manos a la obra con sus hoces, despejando la maraña de vegetación que obstruía la acequia. En cuanto a mí, me abrí paso con esfuerzo unos metros acequia arriba, hasta donde había una zona de maleza de aspecto particularmente feo. Cogiendo con mi mano enguantada un puñado de púas y espinas, me puse a dar golpes de hoz, enredándome en una sucesión de plantas hostiles. Primero me agarraron las zarzas, después las trompetas trepadoras, y mientras me debatía para intentar escapar de sus pavorosos zarcillos, una rama de granado se doblaba hacia delante y se me metía por el ojo, o bien un carrizo me dejaba un limpio corte en el cuello. No había ni una sola planta benigna entre toda aquella retorcida maraña. Dado que no conseguía avanzar nada, abandoné la tarea de limpieza y, cogiendo la pala, me puse a la cola de la cuadrilla.

Manolo y Paquito parecían no tener ninguno de estos problemas con la jungla de plantas y, a un ritmo constante, iban desapareciendo en la distancia dejando tras sí las orillas cuidadosamente recortadas. Domingo y Antonio iban detrás de ellos quitando el lodo y volviendo a excavar el cauce del canal, mientras yo sudaba y me esforzaba por detrás, quitando los escombros con la pala. Con la excepción del paleador, que pronto empezó a perder terreno, el equipo avanzaba a un paso normal desahogado.

El mirarlos constituía toda una lección de humildad. Cada cinco minutos más o menos, me enderezaba para calmar el fuerte dolor de espalda y secarme el sudor que me caía por los ojos, mientras los otros seguían avanzando inclinados. Al final de la jornada regresamos tranquilamente al cortijo por la suave concavidad que habíamos creado.

– ¿De verdad hemos limpiado todo esto? -me pregunté sin dar crédito a mis ojos a medida que a la vuelta de cada curva iba apareciendo una vista tras otra del canal tan perfectamente despejado que parecía el bien cuidado sendero de un parque.

El segundo día resultó más lento, ya que había que meditar sobre cómo íbamos a sortear el terrible tramo que discurría por debajo de El Avispero, una carrera de obstáculos con zarzas asesinas y zonas de desprendimientos cubiertas de escombros. Pero de algún modo los superamos, y a la caída de la tarde nos encontrábamos avanzando relajadamente por la tierra más blanda y la vegetación más tierna del Barranco del Pino. Para el mediodía del tercer día ya habíamos salido al pasillo de chopos de debajo de la presa.

Ya sólo quedaba abrir el dique de contención para que el agua saliera fluyendo a raudales por el recién despejado canal y se abriera camino hasta nuestro cortijo. Domingo calculaba que tardaría cinco horas en llegar hasta allí, lo que nos dejaba tiempo suficiente para almorzar y limpiar todos los canales del propio cortijo antes de que llegara. Me eligieron para caminar con el agua y asegurarme de que las ramitas y hojas cortadas y caídas de la maleza no atascaran los túneles.

Aunque otras tareas caen en la monotonía cuando se repiten constantemente, el caminar con el agua nunca deja de deleitarme. Me adelanto sigilosamente a su curso y me siento para chupar una brizna de hierba y disfrutar de la paz, vigilando el cauce seco de la acequia y manteniéndome atento al suave murmullo de lo que al principio no se reconoce como el sonido del agua. Ésta aparece en forma de un susurrante mosaico de hojas secas, pétalos, cagadillas y ramitas. De color rosa, blanco y marrón, va avanzando en silencio, precipitándose suavemente para llenar las depresiones y amainando el paso para devorar poco a poco las zonas más altas. Aquel primer día resultó emocionante observar cómo el agua se acumulaba y crecía y cómo iba saturando la tierra reseca. Lentamente iba subiendo de nivel por los bordes, entrando a raudales en los hormigueros y en las toperas, y poco a poco se iba convirtiendo en un auténtico riachuelo. Al verlo, me salpicaba de agua hasta la cabeza y corría hasta la curva siguiente para ponerme a esperar el milagro una vez más.

En Las Alpujarras el riego es una manera de medir la hombría: un hombre que no sepa regar no sirve. Un día Domingo me dijo por despecho: «Cristóbal, tú no sabes de riego. No entiendes el agua». Estas eran las palabras más duras que podía haber elegido, y suponían una acusación despiadada que ponía en entredicho mi valía. Creo que aquel día Domingo tenía resaca, pero la cuchillada me llegó directa al corazón. Herido, me senté bajo un árbol pensando en el riego. Tal vez tenía razón. En el momento de recibir este ataque sólo llevaba unos tres años en el cortijo; no había tenido tiempo de aprender de riego.

Lo que sí sabía era que el agua tiende a fluir hacia abajo, y que si se la deja sola siempre se abre camino hasta donde no quieres que llegue, erosionando bancales, destruyendo muros y dejando expuestas las raíces de los árboles. Si se dejase saturarse demasiado un bancal, se desmoronaría con un ruido atronador, dejando en el de debajo un revoltijo de tierra, piedras y árboles caídos, una vergüenza que es difícil de ocultar y cuya reparación supone mucho trabajo.

Pero en las ocasiones en que el riego va bien, no existe nada semejante. Cuando era pequeño, mi ocupación favorita consistía en construir presas y canales de barro en los riachuelos del bosque, y me considero afortunado por poder disfrutar de esta misma actividad como adulto. En verano riego con sandalias de goma, de manera que mientras el resto de mi cuerpo se quema, mis pies y mis tobillos están sumergidos en agua fresca. Abro con mi azadón el dique del canal principal, trasladando la pequeña presa de tierra y piedras desde la orilla hasta el centro de la acequia. El agua pardusca se arremolina y rebosa por el borde de la charca, para correr a continuación por los canales de la parcela y aminorar su velocidad al llegar a la hierba. Como una gran ameba, en su avance el agua se va dividiendo para rodear las zonas altas, devorándolas después y tiñendo de color oscuro el pálido polvo antes de volver a unirse a la corriente. A medida que el agua va llegando hasta los árboles y descendiendo hasta sus raíces, éstos desprenden una nube de perfume, como si dejaran escapar un suspiro.

A continuación voy de un lado a otro con el azadón ajustando el caudal, metiendo una piedra en un canalillo que corre con demasiada fuerza o dando un buen golpe de azadón para aumentar una corriente demasiado débil. Finalmente consigo que el sistema funcione y que el agua corra con la fuerza adecuada para esparcirse y llegar hasta el fondo de la parcela en unas horas. Pero entonces aparece Beaune y se desploma en la corriente para refrescarse. El agua, represada por la perra, se desborda por las orillas y estropea todo el sistema, por lo que me veo obligado a volver a empezar desde el principio. A medida que va cayendo la tarde, las golondrinas empiezan a bajar de las casas y de las rocas y, rozando la superficie del agua, devoran los innumerables insectos que se aferran a las puntas de las briznas de hierba como si fueran marineros encaramados a los mástiles de sus barcos hundidos.

Me encanta el riego, y espero que cuando me haya apuntado veinte o treinta años de práctica, mi vecino llegue a admitir que ya conozco el asunto.