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– Lo primero y lo más importante que hay que hacer -anunció Ana, levantando la vista con determinación de un libro en cuya portada se veía la imagen de un gato- es solucionar el asunto de esos gatos. No podemos estar rodeados de animales así, eso nos va a amargar. Hay que rehabilitarlos.
Además de unas cuantas plantas en latas oxidadas, las camalas y el ladrillo, Pedro nos había dejado dos gatos. A los gatos no se les puede cambiar de casa: son animales que echan raíces. Uno de ellos, la madre, era un esqueleto famélico, y su cría era menuda y enclenque. El pobre animal nunca había tenido ocasión de ser cachorro: había nacido para llegar directamente a un mundo de hambre y de golpes. Ambos eran gatos atigrados grises, y tenían gran parte del pelaje chamuscado por haber intentado calentarse en las cenizas aún calientes de la chimenea.
Se movían sigilosamente de un lado para otro, debilitados por el hambre y las lombrices, y eran la imagen del abatimiento. Pedro no había hecho mucho caso a sus perros -ni siquiera a sus tres favoritos, Tigre, Canela y Fantoche-, pero los gatos estaban fuera de toda consideración. Sólo se les permitía agregarse a la casa porque, según Pedro, eran unos fantásticos cazadores de ratas, lo cual resultaba difícil de creer a juzgar por la manera apagada en que deambulaban de un lado para otro. Ana tenía razón: su triste situación ya estaba empezando a afectarme.
Lo primero que teníamos que hacer era amansarlos para poder pasarles por la cabeza un collar antipulgas y librarlos de las lombrices. Ana tiene buena mano con los animales. Hicieron falta unos tres días para que se acostumbraran a que les diéramos de comer, y otros tres días más tarde me encontré a Ana acariciándolos en su regazo.
Pensábamos que el asunto de los collares antipulgas sería poco menos que imposible de llevar a la práctica -unos animales asilvestrados como éstos nunca aceptarían semejantes símbolos de domesticidad-. Pero llegado el momento ambos se quedaron quietos e inclinaron dócilmente la cabeza para recibir los collares. Casi parecían saber que esto simbolizaba que a partir de ahora iban a estar a cargo de personas que los querían -aunque quizás ésta sea una idea demasiado ridícula-. De ahí a ponerles en el pescuezo una rápida inyección antiparasitaria no había más que un paso.
Casi sin darnos cuenta, los famélicos animales empezaron a recuperarse poco a poco. Sus flancos hundidos se rellenaron y desaparecieron las costillas, el pelaje chamuscado e irregular adquirió brillo devolviéndoles un cierto vestigio de orgullo felino, e incluso empezaron a lavarse.
Los gatos tienen que tener un nombre y, por alguna razón que más vale no recordar, a éstos los llamamos Brenda y Elfine. A medida que su estado mejoraba, Elfine empezó a desarrollar lo que los amantes de los gatos llaman una «personalidad». Para mí todos los gatos son más o menos iguales, pero no pude resistirme a sentir un cierto afecto por ella. En el caso de Brenda, la madre, era ya demasiado tarde para que se tomara la molestia de desarrollar su personalidad, y continuó siendo un motivo de vergüenza para su hija, que gozaba de mayor movilidad social, hasta un día fatídico de verano en que un generoso visitante tuvo la amabilidad de traernos una bolsa térmica llena de salmón ahumado. El mecanismo de la bolsa térmica falló, o tal vez alguien la dejó abierta en el interior de un coche caliente, con el resultado de que su contenido se declaró «sospechoso». Brenda murió poco después de un empacho de salmón ahumado. El salmón ahumado es, con mucho, mi comida favorita, y me gustaría pensar que la gata dejó este mundo mientras se relamía con satisfacción.
Elfíne siguió creciendo sana y fuerte y, cuando no se encontraba durmiendo, se convirtió en efecto en una cazadora de ratas excelente. O al menos eso creemos. La presencia de ratas y ratones había quedado demostrada por sus excrementos, unas bolitas negras desperdigadas por toda la casa y la terraza. Pronto éstas desaparecieron totalmente, lo cual nos condujo a dos conclusiones posibles: o bien Elfine estaba matando ratas y ratones muy eficientemente, o estaba comiéndose sus excrementos.
Durante la primavera y el verano de nuestro primer año se acumularon toda una serie de proyectos. Teníamos que volver a construir y equipar nuestra casa según los gustos modernos, aprender a utilizar el sistema de riego, cuidar las hortalizas para su primera recolección, podar los árboles y recoger la fruta. Todas eran tareas absorbentes y necesarias que habrían contado con toda nuestra atención, de no haber decidido dar un paseo por el cauce del río una mañana húmeda y llena de rocío que coincidió con la visita semanal del pollero.
Todos los sábados al rayar el día, después de recorrer los trescientos kilómetros de distancia que hay desde Ciudad Real, aparecía por El Granadino un hombre corpulento y de aspecto jovial en una gran furgoneta blanca. El vehículo estaba provisto de unos compartimentos especiales llenos a rebosar de todas las variedades de aves de corral que pudieran desearse: perdices, gallinas de todo tipo, patos, gansos y gallinas de Guinea, pavos y codornices, y hasta pavos reales. La primera vez que nos encontramos con él nos entró una especie de obsesión avícola. Se nos hacía la boca agua con las enriquecedoras posibilidades de estos animales que, por sólo unas cuantas pesetas, podíamos admitir en nuestra órbita familiar.
Al volver a casa esa noche para dar de comer a la perra y a la gata, nos invadió a los dos una sensación indefinible de soledad, como si de algún modo el cortijo se hubiera vaciado durante nuestra ausencia. Aunque Beaune y Elfine hicieron todo lo posible, no era culpa suya el que no pudieran poner huevos.
El sábado siguiente compramos un par de gallinas de Guinea y unas cuantas codornices, y nos fuimos a casa a toda velocidad, deseosos de introducirlas en nuestro círculo familiar. Unos días más tarde Joop, conmovido por nuestro celo avícola, donó unas gallinas, que al parecer eran unas muy especiales importadas de Holanda. Eran gordas, blancas y muy hermosas -para ser gallinas, claro está- y se decía que su carne era sublime. También se decía que ponían tantos huevos que ni siquiera daba tiempo a contarlos.
– ¿Les tienes preparado un corral? -preguntó Joop.
– Sí -respondí, pensando en la burda chapucería que había preparado en el establo de debajo de la casa-, ya está listo. Pero ¿cómo me las llevo a casa?
– Las atamos juntas por las patas y hacemos una lazada en la cuerda para que las puedas llevar cogidas por ahí. ¿Qué te parece?
– De acuerdo -dije, no del todo convencido.
– Bueno, ¿estás listo? Voy a entrar a cogerlas y te las voy pasando. Pero de ninguna manera las dejes escaparse.
En medio de una cacofonía de cacareos y graznidos, Joop introdujo su bien nutrido corpachón por la diminuta puerta de su gallinero. Agarró dos gallinas, las atamos entre los dos y me dirigí a través del valle al nuevo gallinero de El Valero.
Parece ridículo ser tan sensible en el tema de las gallinas, pero encontraba este método de transporte un tanto brutal. La confusión de los pobres animales avanzando patas arriba a toda velocidad con la cabeza casi a nivel del suelo y las patas apretadas por la cuerda me angustiaba, por lo que crucé con ellas el valle a toda, prisa, tropezándome con las piedras, saltando por encima de las rocas y recorriendo como una exhalación el desigual terreno mientras procuraba mantener las gallinas al mismo nivel y que se zarandearan lo menos posible. Y así regresé corriendo hasta la casa, como participante único en una grotesca carrera de huevos.
Al llegar a El Valero, busqué a toda prisa los nudos de las cuerdas y aflojé febrilmente las crueles ataduras. Las gallinas cacarearon y se escabulleron rápidamente entre las sombras de su nuevo hogar, impertérritas tras todo este episodio. Me puse a mirar con satisfacción cómo se acomodaban y después me fui a pasar una agradable hora buscando información en la sección «Huevos» de mis libros de cocina.
– Elizabeth David [1] calcula que en la cocina francesa existen 685 maneras de preparar los huevos -anuncié.
Nos había entrado una verdadera fiebre. Las siguientes en llegar fueron dos parejas de palomas que nos dio Domingo el Viejo. Llegaron en una caja de zapatos y las metimos en el establo de debajo de nuestro dormitorio, desde donde nos alegraron las noches con su incesante clocleo, su arrastrar de patas, su aleteo y sus arrullos. Domingo el Viejo había dicho que no les llevaría mucho tiempo acostumbrarse a su nuevo hogar.
– No tienes más que echarles de comer dentro durante unos días, y luego abrirles la trampilla y soltarlas. Después volverán, ya verás si no.
De este modo durante un tiempo se unieron al caos de nuestra heterogénea mezcla de aves de corral, hasta que un día les abrimos la trampilla con cierto temor. Por supuesto, nada ocurrió. Pero al cabo de tres días consiguieron al fin encontrar el agujero, salieron revoloteando y se posaron en el tejado, guiñando los ojos a causa del sol -una negra, una gris y dos blancas-. Entonces se lanzaron hacia la libertad que les brindaba la inmensidad del aire del valle, primero remontando el vuelo, y después describiendo círculos y tropezando en las corrientes, poco acostumbradas a usar sus alas. Luego regresaron, se posaron en el tejado para pensárselo y, con un rápido batir de alas, salieron volando una vez más.
Era un espectáculo maravilloso. La verdad es que parecían disfrutar volando tanto como me gustaría pensar que disfrutaría yo. Pasé horas observándolas, el perfecto complemento natural de estos pequeños cortijos blancos de las laderas altas de los valles. Pero al día siguiente sobrevino un vendaval que, azotando y destrozando las hojas de los eucaliptos y de la hiedra, se llevó a las pobrecitas. Me quedé desconsolado. Sin embargo, unos días más tarde tres de las aves regresaron cojeando de dondequiera que las hubiera arrastrado el viento. En cuanto a la cuarta, supusimos que se la había comido un águila.
Dicen que las palomas se reproducen con una rapidez asombrosa. Domingo el Viejo calculaba que con las dos parejas que nos había regalado podíamos esperar más de ochenta pichones al año, y que en el plazo de un mes empezarían a criar. Pero las cosas no salieron exactamente tal y como estaba previsto. Esperamos durante muchas semanas a que una de ellas se pusiera llueca, impacientes por descubrir cualquier signo de actividad amorosa. Resultó evidente que al menos la de color oscuro era diferente de las otras. Sus dos compañeras se posaban juntas en el tejado, mientras la oscura, de tamaño algo mayor, se posaba sola a cierta distancia a mirarlas y, como quien no quiere la cosa, empezaba a acercárseles con malevolencia, ante lo cual las otras dos echaban a volar.
– ¿Crees que es el macho, Ana, y que en el mundo de las palomas eso es el equivalente a una insinuación?
– Sí, estoy casi segura de que es el macho. Pero la situación no parece ser muy prometedora, ¿verdad?
Sin embargo, el macho empezó poco a poco a hacerse más insistente y las hembras más sumisas. En consecuencia, saltaba sobre ellas y les daba feroces picotazos en la parte de atrás del cuello. Resultaba un espectáculo bastante desagradable, por lo que dejamos de observarlas. Pero unas semanas más tarde, tras romper el cascarón, salió un pichón vivo de un huevo. Esta diminuta criatura era el primer animal doméstico que había nacido en El Valero desde nuestra llegada; un momento conmovedor a su manera. Una mañana, mientras daba de comer a las gallinas y a las palomas, había descubierto una cosita descarnada y húmeda en el ponedero, con lo que fui corriendo a decírselo a Ana.
– ¿Sabes qué? ¡Creo que al fin tenemos un pichón!
Ana estaba tan entusiasmada como yo, y dejó lo que estaba haciendo para ir a investigar.
– No es ninguna belleza, ¿verdad? -comentó-. ¿Crees que es realmente una paloma?
– Pues su padre es una paloma, su madre es una paloma y está en un nido de palomas, ¡no sé qué va a ser si no!
– Tal vez sea un cuco…
Ana tenía razón. Era un pájaro muy poco atractivo de color negro pardusco, con plumas deshilachadas y una proporción entre la cabeza y el cuerpo un tanto peculiar. Resultaba difícil de creer que hubiera salido del huevo de un animal tan bonito como la paloma.
– No. Los cucos ponen los huevos en nidos a la intemperie, no en establos. Creo que es una paloma.
Y de hecho lo era. Habían hecho falta unos tres meses para que nuestra población de palomas aumentara desde cuatro individuos… a cuatro individuos. Empecé a considerar las previsiones de Domingo el Viejo como un objetivo optimista. A este paso, con mucha suerte podríamos cenar pastel de paloma una vez al año. De hecho, empezamos a darnos cuenta de que en su conjunto la sección de aves de corral no prosperaba. Estábamos invirtiendo una cantidad considerable de esfuerzo y haciendo todo lo recomendado, pero esto no parecía producir muchos resultados. Se había apoderado del gallinero una resistencia general a crecer, multiplicarse, reproducirse, y hasta a poner huevos. Evidentemente algo pasaba. Nos pusimos a observar y a pensar, y llegamos a la conclusión de que era la antipatía mutua lo que estaba afectando el rendimiento.
Las codornices, que eran las aves más pequeñas de la colección, tenían miedo de las gallinas; a las gallinas no les gustaban las gallinas de Guinea ni las palomas, aunque soportaban a las codornices; a las gallinas de Guinea les resultaban indiferentes las palomas, pero les daban pánico las codornices y detestaban a las gallinas; a las palomas les afectaba el terror que las gallinas de Guinea sentían por las codornices, temiendo la posibilidad de una alianza entre las gallinas y las codornices y heridas en su orgullo por la indiferencia de las gallinas de Guinea, y compartían con todas las demás aves la aversión a las gallinas.
Las cosas no podían seguir así: era necesario tomar medidas. Así pues, diseñamos y construimos un armatoste que pasó a conocerse por el nombre de Centro de Recreo para las Codornices -para abreviar, CRC-. Si conseguíamos que las codornices no entraran en el juego, tal vez nos resultara posible entender la situación del resto de las aves.
Consultamos una serie de trabajos sobre este tema y poco a poco fue surgiendo un plan. Los tres factores que teníamos que tener en cuenta para la construcción eran: felicidad, seguridad y transportabilidad. A fin de obtener el máximo rendimiento de nuestras codornices decidimos que había que simular, dentro de lo posible teniendo en cuenta los límites de una caja cerrada con tela metálica, las condiciones de que disfrutaban en su hábitat natural.
Inventamos una especie de arca portátil con un ponedero cerrado y dependencias nocturnas en un extremo, zona a la que se accedía por una trampilla astutamente ideada. El otro extremo estaba rodeado de tela metálica, pero la parte del fondo estaba abierta para que los inquilinos tuvieran acceso al trozo de terreno en que se hubiera colocado el artilugio. El área exterior estaba bordeada por una tela metálica sujeta con piedras. El objeto acabado me parecía el súmmum de la modernidad y del progreso en la cría de aves de corral.
Pero, desgraciadamente, las codornices no lo entendieron así. Cuando las introdujimos en su nuevo hogar, se fueron directamente a un rincón del ponedero y se quedaron allí escondidas con aire desconsolado y triste. Después de comportarse de esta manera tan poco prometedora durante aproximadamente una semana, al fin lograron experimentar una de las pocas situaciones de que gozan las codornices en su hábitat natural: ser devoradas por un zorro.
La eliminación de las codornices no fue suficiente para resolver la falta de armonía en el gallinero. Las contracorrientes de antipatía mutua siguieron afectando el rendimiento. Así pues, preparamos una vivienda atractiva para las odiadas gallinas, un bonito gallinero de piedra construido de modo tradicional, con una espaciosa área exterior de recreo y una puerta de seguridad antizorros, y allá que se fueron las gallinas. Poco después tuvimos la alegría de ser obsequiados con nuestro primer huevo.
Presté atención culinaria total al huevo a la manera francesa, de acuerdo con la descripción que de ella hace Elizabeth David. Primero lo sumergí durante un minuto en agua hirviendo a fuego vivo, luego retiré el cazo del fuego y lo dejé reposar durante otros cinco minutos, y después lo enfrié metiéndolo en agua y me lo comí. Resultó el mejor huevo que jamás he comido, preparado con perfección exquisita.
Desgraciadamente, mientras yo me comía el huevo, un armiño o una comadreja se estaba comiendo las gallinas. Y no muchas semanas más tarde, las gallinas de Guinea primero y las palomas después siguieron el mismo camino. Zorros, culebras, armiños, comadrejas, martas, gatos monteses, ratas, estaban todos al acecho para hacer que desistiéramos de tomar cualquier tipo de medida en el campo de la cría de aves de corral. Nuestras técnicas y nuestras instalaciones no estaban a la altura de sus ataques. Por más que intentáramos arreglar y poner parches en las paredes y alambradas de nuestros gallineros, los animales salvajes eran más listos que nosotros.
Muy a nuestro pesar, desistimos del proyecto. Había demasiadas otras tareas ejerciendo presión sobre nosotros -por lo pronto la reconstrucción de nuestra propia casa- como para pasar más tiempo ofreciendo aves frescas a predadores de visita. Me consolé pensando que éste era sólo nuestro primer intento. Habría otras oportunidades de que las cosas nos salieran bien y nos convirtiéramos en los satisfechos propietarios de la clase de gallinero alegre y seguro que uno encuentra en los cuentos infantiles.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Escritora de libros de cocina muy conocida en el Reino Unido, cuyas obras son de consulta obligada en los hogares de ese país. (N. de la T.)