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En un trozo de terreno llano que había detrás de la casa habíamos guardado durante varios meses, tapada con una lona impermeable, una provisión de vigas de castaño. Suponía un recordatorio del trabajo urgente que aún teníamos por delante, pero ninguno de los dos podíamos reunir suficiente entusiasmo para iniciarlo. Las goteras que Domingo había pronosticado que aparecerían con las lluvias de la primavera no habían sido tantas, e ir colocando unos cuantos cubos en posiciones estratégicas parecía una solución mucho más fácil que desmantelar sistemáticamente nuestra casa.
Sin embargo al llegar el verano se presentó un nuevo problema que fue lo que por fin nos empujó a hacer algo. Las huestes de bichos que vivían en el techo de cañas y ramas de nuestro dormitorio empezaron a crecer y a multiplicarse, correteando y revoloteando a menos de dos metros por encima de nosotros mientras, desvelados y trémulos, yacíamos boca arriba. A medida que las noches se hacían más calurosas, la reproducción y multiplicación que se desarrollaba sobre nuestras cabezas se iba haciendo cada vez más frenética y pronto, cuando la población se disparó fuera de control, nos encontramos salpicados de larvas, gusanos y otras crías que ya suponían un excedente. Esta situación no resultaba demasiado propicia para el descanso nocturno. Era preciso cambiar el tejado. Y razonamos que, mientras lo hacíamos, de paso podríamos llevar a cabo unos cuantos pequeños reajustes en nuestro suelo habitable.
Desde nuestra llegada a El Valero, nos habíamos alojado en el mayor de los dos edificios de piedra que había y que se alzaba en una zona más empinada de la ladera, con su «tinao», o terraza cubierta, que daba a una gran sección del desfiladero con los ríos serpenteando allá abajo. A un lado estaba el dormitorio, y al otro, una pequeña habitación sin ventanas, parecida a un cajón, que hacía las veces de cocina, el cuarto de baño con ducha de sorprendente acabado, y otra habitación larga y estrecha con las mismas vistas espectaculares que la terraza y el dormitorio pero cuyas ventanas carecían de cristal. Esto limitaba un tanto su función de sala de estar, y los días de tiempo inclemente en que nos veíamos obligados a abandonar el «tinao» no podíamos hacer mucho más que sentarnos desconsoladamente en la cama y mirar por la ventana.
Las antiguas dependencias de Pedro, justo debajo de nuestra casa y más hacia el este, eran de diseño más modesto y se encontraban en un estado mucho peor. Consistían en dos habitaciones comunicadas entre sí: la cocina con su hogar, y el oscuro y mal ventilado almacén donde Pedro guardaba sus jamones, sus herramientas y su cama. Aún no habíamos encontrado una función para estas habitaciones, por lo que decidimos que éste sería el mejor lugar para comenzar las obras de reconstrucción. Si tirábamos el tabique y añadíamos una extensión en forma de L, crearíamos una sala de estar suficientemente grande para desplegar en ella nuestras engorrosas posesiones materiales y una cocina adecuada para cualquier clase de tiempo que hiciera. Una vez que nos trasladásemos allí, podríamos empezar a trabajar en el resto.
Hasta en las zonas más remotas de España hace falta un permiso para poder empezar a tocar los muros exteriores, por lo cual me fui a abrir negociaciones con el ayuntamiento. Aquella misma semana nos enviaron un policía municipal para llevar a cabo las investigaciones necesarias. Llegó a pie una calurosa mañana de mayo, aunque el calor y el polvo del valle no parecían haber dejado ninguna huella evidente en su impecable uniforme. Sus zapatos aún estaban brillantes, su camisa parecía recién planchada, y su figura emanaba verdadera autoridad y eficiencia. Le ofrecimos café como reconstituyente y nos dijo que si alguna vez necesitábamos un amigo influyente ahí estaba él. Nos quedamos muy impresionados.
– Entonces es sólo de una planta, ¿no? -preguntó pasando al tema en cuestión.
Le describimos lo que queríamos hacer.
– ¿Y no van a utilizar nada de asbesto para la obra?
Le aseguramos que la idea nos resultaba repugnante.
– Pues entonces -nos dijo mientras alargaba la taza para que se la volviéramos a llenar-, no habrá ningún problema. Pueden hacer lo que quieran.
Con los obstáculos burocráticos superados, no parecía quedar nada que nos impidiera ponernos manos a la obra… a excepción de que yo no tenía la menor idea sobre cómo empezar. En mi vida anterior el bricolaje me había resultado odioso. Era el tipo de hombre que se resistía a poner un gancho en una puerta, y prefería esperar a que apareciese alguien con las herramientas y el talento necesarios para la tarea. En El Valero iba a ser diferente, pues iba a tener que hacerme las cosas yo. Miré a mi alrededor en busca de una tarea sencilla que pudiera acometer para ir entrenándome en mi nuevo papel de albañil y maestro de obras.
Las piedras de las paredes de la casita estaban sujetas con barro, gran cantidad del cual parecía estar cayéndose. Rejuntar las paredes parecía lo suficientemente elemental. En mi siguiente viaje a Órgiva compré un par de sacos de cemento, un montón de arena y un palustre. Con una piqueta rasqué las junturas entre las piedras para sacar todo el barro que podía, y después me puse a trabajar con el palustre, rellenando las cavidades con una mezcla fuerte de arena y cemento. Era un trabajo que, a pesar de su monotonía, en cierto modo me llenaba, pero tardé casi una semana en terminar un tramo de unos diez metros.
Justo cuando estaba retrocediendo un poco para admirar mi obra, apareció Domingo.
– Estoy rejuntando esta pared -le dije alegremente.
Domingo se puso a mirar la sección acabada con los ojos entrecerrados mientras chupaba una brizna de hierba.
– Entonces, ¿qué te parece?
Moviendo la cabeza, se acercó para pasar la mano por la superficie.
– Está torcida -anunció.
– ¿Qué está torcido?
– Toda la pared está torcida.
– ¿Y qué?
– Habrá que derribarla… si quieres, vengo a echarte una mano.
Al cabo de dos días Domingo llegó con herramientas, caballetes y un juego de reglas de albañilería que le acababan de hacer en el pueblo.
– Bueno -dijo-, primero quitaremos el tejado y después tiraremos la pared.
Y diciendo esto, se lanzó a trabajar como una máquina de demolición. Para la tarde del primer día nos encontrábamos ya sobre un montón de escombros que ocupaban el lugar que unas horas antes había ocupado una casa razonablemente buena y bastante bonita.
Si no hubiera sido por mi fe inquebrantable en la habilidad de Domingo, me habría puesto a llorar hecho un ovillo en el suelo. Pero sabía que con mi vecino-mentor iba a disfrutar del trabajo que me esperaba. Y no es que Domingo fuera un profesor sensible: la idea ni siquiera se le habría pasado por la cabeza. Si yo colocaba una piedra que no coincidía con la idea que él tenía acerca de cuál era su postura correcta, me gritaba:
– ¡¡No!! Así no. ¡Eso son pollas en vinagre, hombre! Si las pones así la pared será una mierda, y cuando vayamos a ponerle el tejado encima se caerá.
Y tras esto venía a grandes zancadas al lado de la pared donde yo estaba, cogía la piedra culpable y la colocaba de un porrazo para que se asentara de forma correcta.
– Ah, quieres decir así…
La construcción en piedra es una ciencia muy inexacta. De acuerdo con la sabiduría local, cada piedra tiene siete «posturas», ninguna de las cuales es nunca totalmente adecuada para el sitio donde quieres ponerla. Por lo tanto la colocación de cada piedra es una solución de compromiso, y con cada una de ellas es necesario llegar a una difícil decisión. Aunque produce un gran cansancio mental, causa una profunda satisfacción ver una pared elevándose a un ritmo constante como si fuera una prolongación orgánica del propio suelo.
Poco a poco fui aprendiendo, con lo que Domingo tenía que pasar cada vez menos tiempo gritándome y más tiempo poniendo sus propias piedras. Mi tarea consistía en mezclar el cemento e ir colocando las piedras de la cara interior de los muros, mientras Domingo se ocupaba de la cara exterior, de mayor importancia. Parecía hacerlo muy bien, y al cabo de no demasiados días retrocedimos un poco para admirar una piezade manipostería derecha e imponente, exactamente del tamaño y grosor adecuados y que era el arquetipo de un muro.
– ¿Dónde has aprendido a construir con piedra de este modo? -le pregunté-. Es precioso.
– Anda, pues aquí, trabajando contigo -respondió, como si le sorprendiera la insinuación de que él hubiera empuñado un palustre alguna vez, pero se apresuró a asegurarme que lo había visto hacer muchas veces.
Llegado el momento, no pareció tener importancia el que ambos fuéramos dos completos novatos. Se me contagió la confianza inquebrantable de Domingo y, al cabo de dos semanas, nos habíamos convertido ambos en unos albañiles llenos de suficiencia y hasta medio competentes. De la parte arquitectónica nos ocupábamos en pedazos de papel suelto con ayuda de un bolígrafo y de una cinta métrica. Domingo tenía toda clase de ideas descabelladas sobre pórticos de largos travesaños, pilares y arcos, pero a mí me parecía que sus planes eran en cierto modo demasiado ambiciosos para nuestra humilde casa de montaña.
Hicimos una pausa antes de comenzar a construir las paredes de la extensión donde iba a estar la nueva cocina. A Domingo se le había empezado a quedar atrasado el trabajo del cortijo y yo también tenía que ponerme al día con las tareas que había dejado sin hacer. Pero el día que habíamos fijado para reemprender el trabajo Domingo no se presentó. Acarreé unas cuantas piedras yo solo, pero avancé tan poco que me parecía una pérdida de tiempo. Al día siguiente tampoco apareció. Cuando finalmente le encontré, parecía estar preocupado.
– ¿Qué te pasó el lunes?
– Estuve en el hospital, en Granada. Mi madre se ha puesto mala.
– ¿Qué le pasa?
– Cáncer de riñón. Dicen que no vivirá más de un par de semanas.
Estas últimas palabras quedaron ahogadas mientras trataba de evitar que se le saltaran las lágrimas.
Me lo quedé mirando consternado. No podía ser verdad. Expira estaba tan sana, tenía una apariencia de persona tan sólida y a gusto consigo misma. ¿Cómo era posible que estuviera muñéndose? Con un tono de voz derrotado que resultaba desgarrador, Domingo me dio unos cuantos vagos detalles acerca de los misteriosos dolores de Expira y me contó cómo el médico la había mandado urgentemente al hospital. Traté de buscar palabras de aliento y de consuelo, pero no encontraba nada en ninguno de los dos idiomas ni remotamente a la altura de las circunstancias. Expira habría sabido qué decir, pero Expira estaba en el hospital.
Este pensamiento me impulsó a ser práctico. Le dije a Domingo que al día siguiente iría a dar de comer a sus animales antes de ir al hospital para llevar algo de comida y unos cuantos artículos de tocador. Luego regresé a darle la noticia a Ana.
A la mañana siguiente nos encontramos a Domingo en el bar del hospital Virgen de las Nieves. Tenía ojeras y evidentemente había estado llorando.
– Han venido de Barcelona y Zaragoza todos los parientes de mi madre -nos dijo-. Y todas sus hermanas de La Alpujarra. Están aquí, esperando…
»Dicen que ya no tardará mucho -añadió en voz baja mientras avanzábamos triste y penosamente por los anchos pasillos del hospital.
Al acercarnos a la sala de Expira, el pasillo pareció llenarse de figuras de negro, inclinadas en actitud de indecible abatimiento; algunas de las viejas se lamentaban en voz baja mientras se mecían hacia delante y hacia atrás. Los hombres estaban de pie con las manos en los bolsillos, mirando el suelo de linóleo y sin saber qué decir. Algunos niños hacían esfuerzos por jugar en medio de un ambiente cada vez más lúgubre.
– ¡Chitón! -les amonestaban sus padres.
Domingo el Viejo estaba allí, meciéndose en silencio hacia delante y hacia atrás con la mirada baja. Nos estrechamos la mano y mascullamos unas palabras entre dientes; yo no sabía cómo dar las condolencias en español, sólo las felicitaciones.
Entonces Domingo nos hizo pasar por las puertas de vaivén para llegar hasta la cama de Expira. Ésta se encontraba sentada con la espalda apoyada en una gigantesca almohada y, asombrosamente, tenía un aspecto radiante. De hecho, nunca la había visto con tan buena cara. Tal vez fuera en parte por el contraste del color curtido de su cara con la blancura del camisón del hospital y de las sábanas. No estaba acostumbrado a ver a Expira de blanco. Pero no obstante ésta no era la escena de lecho de muerte que yo había temido.
Expira se deshizo en una enorme sonrisa y nos abrazó afectuosamente.
– ¡Ay, menos mal que veo un par de caras alegres! Todos aquí están tan tristes que hacen que me deprima. Ojalá se fueran y me dejaran en paz, pero no quieren. No hacen más que dar vueltas por ahí cada vez más tristones.
Le dimos las bolsas de uvas y melocotones que le habíamos traído.
– Pues a mí me parece que tienes bastante buena cara, Expira. ¡Tienes un aspecto excelente! -dije.
– Y también me encuentro estupendamente. Estoy teniendo un buen descanso. Me duele un poco aquí, casi siempre cuando me río, pero con todos estos cabezas de chorlito a mi alrededor no tengo mucha ocasión de hacerlo. -Indicó a los miembros de su clan familiar asomándose por la puerta.
Nos sentamos en su cama, uno a cada lado, e hicimos todo lo que pudimos para alegrar un poco lo que Domingo calculaba que eran los últimos días de su madre.
Más tarde, mientras salíamos del hospital, nos explicó:
– Van a operarla el viernes del bulto en el riñón, pero incluso si la operación sale bien sólo le dará más o menos otra semana más de vida, otra semana de dolor y sufrimiento.
– A mí no me parece que esté sufriendo tanto, Domingo. En mi opinión tiene mejor aspecto que el que ha tenido desde hace tiempo. ¿Estás totalmente seguro de eso?
– Es lo que nos ha dicho el médico.
No sabíamos qué pensar. La noticia de la enfermedad de Expira y de su grave prognosis nos había afectado mucho a los dos, pero nos sentíamos aliviados de verla en el estado en que la habíamos visto.
– Pues decididamente no me parece que tenga aspecto de moribunda -dijo Ana categóricamente.
El sábado por la mañana me fui a La Colmena a ver a Domingo, que cada día interrumpía su vigilia para ir a dar de comer a las gallinas, los conejos, las perdices y los cerdos. Me lo encontré silbando mientras introducía comida por entre los barrotes de la diminuta jaula donde vivía su triste vida una desgraciada perdiz macho.
– ¿Cómo fue la operación?
Se volvió y me dirigió una sonrisa que llevaba mucho tiempo sin ver.
– Mi madre está bien. Mucho mejor. No era cáncer después de todo.
Al parecer, al final de la operación, mientras toda la familia velaba con lágrimas en los ojos junto al quirófano, de repente se habían abierto las puertas y había aparecido un médico sonriendo. No era cáncer en absoluto, sólo una piedra en el riñón. No había peligro. Expira tendría que pasar un día o dos en el hospital para recuperarse de la operación, pero después podría volver a su casa.
Evidentemente se produjo un gran júbilo por el milagro de Expira, pero Domingo y su padre se habían llevado un buen susto. Las cosas nunca podrían volver a ser exactamente igual que habían sido antes de la hospitalización de Expira. Como por arte de magia, reunieron todos sus aparentemente escasos recursos y compraron un bajo en el pueblo, al contado. Expira necesitaba descansar del incesante trabajo que suponía llevar un cortijo y cuidar de los hombres de su familia, y Domingo estaba decidido a que lo hiciera. El piso fue inmediatamente provisto de un congelador, una lavadora y un gigantesco televisor cuyo sistema de color ofrecía imágenes en tonos rojos o verdes.
Expira y Domingo el Viejo miraban el piso con recelo. Ana y yo fuimos a verlo, y la radiante y recién recobrada Expira nos lo enseñó con orgullo, señalándonos los detalles más dignos de admiración: la araña de luces -requisito sine qua non de todos los hogares españoles modernos (y especialmente de los más pobres)- y el cuarto de baño con todos sus millares de maneras milagrosas de suministrar agua corriente.
– Tiene un sabor malísimo: es un agua asquerosa, no se puede beber -dijo Expira riendo alegremente.
Domingo el Viejo se levantó del sofá de cuero sintético donde estaba sentado, hipnotizado de un modo un tanto indiferente por el absurdo que se estaba desarrollando en la tele en tonos de verde iridiscente.
– Venid -nos dijo haciéndonos una seña, y nos condujo a sus dominios del exterior.
Al otro lado de la puerta de la cocina del piso había un espacio del tamaño de una sábana que ya empezaba a ser la parcela de cultivo más intensivo de Europa. Estuvo de moda durante un tiempo escribir las postales con las líneas cruzándose en dos direcciones, supongo que con objeto de que cupieran más palabras en ellas. Pues bien, eso era justamente lo que Domingo el Viejo había hecho con su patinillo.
– Mirad -dijo con orgullo-. Aquí están las berenjenas y los tomates, y ¿no veis ahí los pimientillos?
Por supuesto que los veíamos, apretujados en sus cuidadosamente preparados caballones y surcos, entrecruzados por las tiernas berenjenas y los pequeños tomates ya atados al primer tramo de las cañas. Los Melero no pensaban quedarse a vivir permanentemente en el piso, sólo se trataba de un refugio para cuando las cosas se pusieran demasiado difíciles en el cortijo, un lugar donde Expira pudiera tomárselo todo con más calma, pero de todos modos lo más importante era plantar las hortalizas.
Nos sentamos en el sofá a beber un vaso de vino.
– La vida en el cortijo es difícil -dijo Expira-. Tanto polvo y suciedad y tantas moscas, y los condenados animales, mientras que aquí es tan fácil… vaya, si con cuatro escobazos el piso está ya limpio. Pero no hay nada que hacer, aparte de quedarte sentada viendo esa televisión tan horrible. Ni siquiera hay vistas que te alegren -declaró, señalando por la ventana la pared del siguiente bloque de pisos-. Aquí no se puede vivir mucho tiempo, o se volvería una loca.
Dadas las nuevas circunstancias creadas por el encuentro de cerca con la Gloria que su madre había tenido y por su convalecencia en el pueblo, a Domingo no le quedaba mucho tiempo para trabajar en la obra de El Valero. Tenía mucho trabajo propio que hacer y, en cualquier caso, me explicó, yo ya sabía suficiente del oficio para continuar solo.
Ciertamente, de las enseñanzas idiosincráticas de Domingo yo había adquirido no sólo técnicas sino también confianza, y quizá tuviera razón, tal vez podía construir una casa yo solo. Pero hacer una casa de piedra uno solo resultaría un trabajo interminable. Necesitaba ayuda. Por suerte, la ayuda no se encontraba demasiado lejos.
A una hora a pie río arriba por el Cádiar se encuentra Puerto Jubiley, un pueblecito diminuto y prácticamente abandonado que se extiende a ambas orillas del río justo antes de que éste penetre en el desfiladero. Ana y yo solíamos ir andando hasta allí de vez en cuando para que la perra se aireara. La sombra que proyectan los empinados tajos y el agua fluyendo a gran velocidad contribuyen a refrescar el aire del desfiladero, por lo que en las noches calurosas es como si se anduviera a lo largo de un fresco río de aire. Como hoy en día el camino del río es utilizado por poca gente, los animales salvajes que viven en los tajos y en las montañas bajan sin miedo a beber. Casi siempre se ven cabras monteses, jabalíes o águilas, o simplemente culebras de agua, ranas, tortugas y lagartos.
Una tarde, Ana y yo estábamos dando un paseo a orillas del río por la pequeña vega donde se extienden unos campos de maíz y alfalfa, cuidadosamente cultivados, que forman un mosaico de color verde brillante entre los cañaverales que hay junto a las casas en ruinas de las afueras del pueblo. Una pareja se encontraba de pie delante de una de las primeras casas en ruinas, mirándonos recelosamente con los ojos entrecerrados por el sol, que les daba en la cara.
– Hola, buenas tardes -dijimos en español, devolviéndoles su mirada recelosa.
No se parecían nada a la imagen que teníamos de los campesinos españoles, ya que eran demasiado rubios, demasiado… ingleses obviamente.
– Buenas tardes -respondieron.
– No tenéis aspecto de ser españoles.
Cathy y John resultaron ser refugiados de la vida inglesa a largo plazo. Se habían trasladado a España hacía una década y, después de haber vivido en las cercanías de Sevilla durante dos años, se habían establecido en este lugar remoto. En aquel primer encuentro -té seguido de vino- nos dimos cuenta de que nos molestaba compartir nacionalidad. Después de todo, éramos prácticamente vecinos, y ninguno de nosotros había venido a España a vivir puerta con puerta con nuestros compatriotas.
De todos modos no tardamos mucho tiempo en perdonarnos unos a otros nuestro origen, y pronto empezó a crecer una amistad. Cathy y John vivían en unas circunstancias parecidas a las nuestras, y también estaban arreglando poco a poco su destartalada casa del pueblo con la limitada cantidad de dinero que ganaban dando clases de inglés, realizando trabajos de albañilería y carpintería, y trabajando como guías de la misteriosa maraña de la administración para otros extranjeros que querían comprar inmuebles en la zona.
Se nos ocurrió la idea de organizar un intercambio de trabajo. Así, una vez a la semana yo subía a Puerto Jubiley y me pasaba un día trabajando en la casa de nuestros nuevos amigos, transmitiéndoles la información que había obtenido de las clases de albañilería de Domingo. Y a cambio disfrutábamos de las ventajas de los conocimientos de John y Cathy sobre fontanería, electricidad, enlucido y carpintería. En El Valero las tareas relacionadas con tuberías, que antes nos habían parecido tan increíblemente complejas, fueron finalizadas con facilidad. Instalamos un sistema eléctrico que funcionaba con las nuevas placas solares que había comprado yo en Granada, y poco a poco la casa se despojó de sus andrajos campesinos y comenzó a parecerse a una vivienda propia de lo que quedaba de siglo XX.
Sin embargo, trabajando esporádicamente sólo los tres, con la ayuda de Ana de vez en cuando, la tarea avanzaba a un ritmo lamentable. No veía cómo íbamos a poder tener terminada la casa en menos de un par de años. Era necesario tomar medidas para acelerar las cosas. Así pues, a instancias de Carole, mi sensata hermana de Londres, puse un anuncio en el consulado de Nueva Zelanda para ver si podía persuadir a algún neozelandés de que viniera a echar una mano. Se les ofrecería una paga irrisoria pero con la posibilidad de ver un poco de Andalucía, comer mucha comida casera y todo el costa que se atreviera a beber. En Gran Bretaña yo había trabajado con cuadrillas de neozelandeses construyendo cercas y esquilando, y admiraba su jovialidad y trato fácil, así como su propensión a disfrutar del trabajo duro.
Recibimos más de setenta y cinco respuestas. Carole hizo una preselección y realizó las entrevistas utilizando una lista de control que le había proporcionado yo. Después yo mismo hice las entrevistas finales desde la oficina telefónica de Órgiva.
De este modo, una vez más nos encontramos con compañía en El Valero, viviendo con cuatro fuertes neozelandeses: David y Gitte, Keith y Diane. Asumí el papel de Domingo y coloqué las importantísimas piedras del exterior de los muros mientras les daba gritos a los demás hasta que ponían sus piedras del modo adecuado. El sistema funcionaba bien y, en poco tiempo, con la ventaja de todo el talento y conocimientos del equipo más el trabajo preparatorio de Cathy y John, la casa comenzó a tomar forma.
Keith lo llamaba «arquitectura espontánea». Había estudiado para delineante de arquitectura en Nueva Zelanda, y al principio se había quedado horrorizado por la manera en que ignorábamos los procedimientos convencionales de realizar proyectos. La altura de las contrahuellas de las escaleras del patio, por ejemplo, venía determinada por el tamaño de las piedras que utilizábamos para construirlas, y casi todo lo demás era diseñado igualmente en función de los materiales que tuviéramos a mano. Las tuberías del agua se dejaron al descubierto y los cables eléctricos se tendieron por la superficie de las paredes, en lugar de ser introducidos por ranuras innecesariamente labradas en la piedra.
Hicieron falta unos cinco meses para terminar la casa, con los suelos de piedra puestos, las nuevas vigas de castaño colocadas en su posición, limpias y con las doce capas de aceite de linaza obligatorias, la fontanería a punto y toda la carpintería rústica cuidadosamente ensamblada a media madera. La atracción principal era una elegante chimenea con un dintel curvado de madera de olivo, construida según las especificaciones de un tal conde Rumford, un entusiasta de las chimeneas que había experimentado con distintos diseños en Estados Unidos a finales del siglo XIX. Había descubierto las proporciones perfectas para que el humo se escapara hacia arriba por el tiro y el calor saliera hacia la habitación. Era un verdadero placer contemplar nuestra versión de andar por casa de su chimenea.
Organizamos una cena de celebración para admirar el trabajo acabado; un roof-shout <strong>[2]</strong> como lo llamaban los neozelandeses. Cathy y John habían tenido la amabilidad de traer champán, y en medio de la oleada de cordialidad que este tipo de bebida produce, Keith anunció que él y Diane iban a utilizar nuestros principios de arquitectura espontánea en la casa que pensaban construir en Nueva Zelanda.
Entonces, mientras me agachaba para encender el gran montón de romero y troncos de olivo que habíamos colocado en la chimenea, se hizo un silencio. La llamita de la cerilla saltó a las astillas y, en cuestión de segundos, se convirtió en un abrasador estruendo que resonaba en la chimenea y que, danzando, iluminaba la habitación con un resplandor rojizo. No pude evitar sentir ganas de llorar. Era casi como si estuviera poniendo en movimiento el corazón de nuestro nuevo hogar.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> En inglés roof significa tejado y, en Nueva Zelanda y Australia, la palabra shout designa la acción de invitar a comer y a beber. Un roof-shout sería, así, la fiesta que los propietarios ofrecen para celebrar la colocación del tejado de su nueva casa. (N. de la T.)