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A medida que el otoño iba dando paso al invierno, cayó nieve en la parte alta de la sierra, y en los olivos el color de las aceitunas fue pasando de morado a negro brillante. Con las lluvias las plantas empezaron a tener un aspecto menos marchito y polvoriento, lo que hizo que el campo empezara a adquirir tonos más verdes. Siguiendo el ejemplo de nuestros vecinos, nos pusimos a recoger nuestra primera cosecha de aceitunas, vareando los frutos maduros con largos palos y recogiéndolos en redes extendidas bajo los árboles.
Un auténtico recolector de aceituna consigue derribar con la vara hasta el último fruto del árbol e incluso, si hace falta, arriesga el pellejo mientras avanza cautelosamente por una rama delgadísima para golpear una única aceituna recalcitrante. Nosotros no llegábamos a esos niveles tan rigurosos, y nos arriesgamos a perder el respeto de la gente dejando varios kilos de aceitunas colgando de las ramas más difíciles. Pero una de las ventajas de vivir en un lugar tan remoto como El Valero es que son pocas las personas que pasan por ahí, y te puedes permitir hacer alguna que otra chapuza de vez en cuando.
Cuando hubimos terminado con todos los olivos habíamos recogido unos quinientos kilos de aceitunas y, después de quitarles todas las hojas y ramitas, las metimos en sacos, las subimos al Land Rover y las llevamos a la almazara de Bayacas, que es una de las pocas en que las prensan en frío, lo que hace que el aceite sea de una calidad mucho mejor. La proporción es aproximadamente de cuatro a uno, es decir, que de cada cuatro kilos de aceitunas que entregas, obtienes un litro de aceite. Ciento veinte litros serían más que suficientes para el consumo de todo un año, y aún sobrarían bastantes para regalar a nuestros amigos menos amantes de la agricultura. Ésta era nuestra primera tentativa de lograr la autosuficiencia y no podíamos evitar sentir una cierta sensación de superioridad por los resultados obtenidos.
Para el mes de diciembre la línea de las nieves había avanzado hasta los picos de la Contraviesa, hacia el sur, con lo cual el viento que soplaba de esa dirección traía ya una nota helada. El trabajo del cortijo atravesaba un período de calma, y Ana y yo andábamos buscando otros proyectos en que ocuparnos. Bonka vino a colocarse a saltos a la cabeza de nuestra lista. Era un cachorro de perro pastor que pertenecía a unos amigos nuestros ingleses que viven, rodeados de almendros, en la ladera de una montaña por encima del río Chico. Estaban buscando nuevos amos para su carnada de cachorros, y como nosotros siempre habíamos admirado lo cariñosa que era la madre y queríamos encontrar un compañero para Beaune, decidimos pasarnos por allí a echarles un vistazo.
Bonka era la perfecta candidata, e inmediatamente le pusimos el nombre de la marca de café (Ana insiste en que los nombres de todos sus perros empiecen por B). Era la que más se asemejaba a su madre, y parecía haber heredado de ella su carácter tranquilo y juguetón. También tenía unas patas enormes, y prometía alcanzar el mismo tamaño que ella. Pero lo más encantador era su ladrido. Por alguna extraña razón sonaba como el ladrido de un perro que estuviera tratando de imitar a un pato, impresión que se hacía más fuerte cuanto más amenazadora quería resultar. Que supiéramos, ésta era una aptitud única en el mundo canino y que no se debía pasar por alto al considerar cuáles debían ser las cualidades de la futura matriarca de los cachorros de El Valero. Por desgracia, Beaune había sido castrada cuando era joven, por lo que era poco lo que ella podía hacer para continuar el linaje.
Bonka se congració con Beaune sin ninguna dificultad, y muy pronto se acomodó y se hizo un hueco entre los demás habitantes del cortijo. Estábamos asombrados de lo aprisa que parecía haber encajado. Pero un día entró corriendo en la casa con el rabo entre las patas, gimiendo aterrorizada. Evidentemente, alguna nueva experiencia la había asustado, por lo que decidí salir a investigar. La ladera del cerro de encima de la casa estaba inundada de ovejas. Era el rebaño de Gerardo, un joven pastor que recorría con sus ovejas la parte alta de La Alpujarra oriental, por los alrededores de los pueblos de Nieles y Juviles. Todos los inviernos, siguiendo la antigua vía pecuaria que atraviesa nuestro cortijo, bajaba su rebaño a pastar durante un mes entre los almendros de la Venta del Enjambre.
Me quedé mirando mientras la parte principal del rebaño descendía por el camino arañando el suelo con sus pezuñas. Se trataba de unos ejemplares bastante poco atractivos, más bien flacos, esmirriados y con una marcada tendencia hacia lo caprino. Pero a medida que iban desapareciendo de mi vista por entre los tarayes de la orilla del río, dejando a su paso un inconfundible miasma, me quedé sumido en unos codiciosos pensamientos. Una decisión que había estado aplazando tomar durante algún tiempo comenzó a resolverse y a impulsarme a tomar medidas. Había llegado el momento de comprar mis propias ovejas.
Ana sentía ciertas reservas acerca de la idea de invertir en la cría de ovejas la mayor parte de los ahorros que nos quedaban, y me recordó que nuestras iniciativas ovejeras en Gran Bretaña para nada habían conseguido hacernos ricos o tan siquiera acomodados. Era un comentario justificado, pero lamentablemente pasaba por alto el meollo existencial de la cuestión. Indiqué lo importantes que eran los animales para un cortijo; que era una farsa incluso llamar cortijo a El Valero o esperar que se nos tomase en serio como propietarios del mismo cuando sólo teníamos un par de perros y unos gatos. Y además, seguro que tampoco querría desperdiciar sus aptitudes como ganadera, ¿verdad?
Entonces, adornándolo profusamente, le describí el aspecto tan cuidado que tendría el cortijo gracias a las ovejas, que mordisquearían todas las matas y enredaderas invasoras y que, con gran consideración, recortarían los hierbajos que amenazaban nuestros senderos. Esta última idea pareció hacerla cambiar algo de opinión. Yo ya veía cómo, con un poco más de hábil persuasión por mi parte, iba a acabar convenciéndola.
La Sierra de Segura es una cadena de montañas altas y un tanto inhóspitas que se alza en el norte de la provincia de Granada, a cuatro horas de distancia en coche. El centro de la zona es el pequeño pueblo agrícola de Huéscar, un lugar modesto que es cruelmente omitido en todas las guías que he consultado, pero que es el hogar nada menos que de la eminente Asociación Nacional de Criadores de la Oveja Segureña (ANCOS).
La verdad es que yo nunca había visto ninguna oveja segureña de carne y hueso, pero sí las descubrí representadas en un gráfico de la oficina agrícola de Órgiva. Su porte y su figura eran intrínsecamente ovinos, y la lana era blanca y, digamos… lanosa. Tenían un aire de superioridad tan marcado que estaba convencido de que eran el ganado ideal para El Valero. Deseoso de no hacer quedar mal a mis compañeros agricultores y ganaderos, me limpié los zapatos, me puse una camisa blanca, me afeité y saqué los únicos vaqueros sin agujeros que tenía. Entonces, una fría tarde de diciembre, saqué algo de dinero del banco y salí de Granada rumbo al norte de la provincia.
Cuando llegué a Huéscar ya había caído la tarde y las calles estaban vacías. Al parecer, la totalidad de la población se encontraba o bien fuera en los campos, o en el interior de sus casas, apiñada alrededor del brasero. Como no tenía ni idea de cómo encontrar las oficinas de la ANCOS, me metí en un bar, donde descubrí que sólo había otro cliente más.
Pedí una copa y le pregunté al camarero cómo llegar.
– ¡Toñito! -le gritó al otro cliente que se encontraba en la penumbra al otro extremo de la barra-. Este señor está buscando las oficinas de la ANCOS. Tú sabes dónde están, ¿no?
A esta señal Toñito se deslizó hacia mí a lo largo de la barra, farfullando y babeando mientras se acercaba. Dirigí la mirada con recelo hacia mi camisa blanca.
– Buenas tardes, Antonio -le dije a modo de saludo-. Me han dicho que usted sabe dónde puedo encontrar las oficinas de la ANCOS.
– ¡Bah! -escupió-. Yo sé dónde encontrar a los de la ANCOS y a todos los demás cabrones que quieras. Pero antes tenemos que tomarnos juntos unas copas, ¿eh?
¿Por qué me encuentro al parecer tan a menudo en esta situación absurda? Otros hombres consiguen entrar y salir de los bares sin haber tenido que pasar tardes enteras entreteniendo al borracho de turno. Pero por alguna extraña razón los borrachines fanfarrones se dirigen infaliblemente de cabeza hacia mí, tal vez detectando una cortesía estúpida, un deseo de no ofender a un extraño en un pueblo desconocido.
En cualquier caso, de todos los muchos borrachos de turno que he tenido la desgracia de atraer, Antonio era sin duda el peor. Seguía bebiendo sin parar copa tras copa, hasta que empecé a perder las esperanzas de poder concluir mi misión y me resigné a seguir siendo un rehén de taberna durante el resto de la noche. Pero de pronto se puso en pie de un salto, anunció que me iba a llevar a la ANCOS y salió del bar tambaleándose y arrastrándome del brazo. El hombre que avanzaba haciendo eses delante de mí, babeando y gritando obscenidades, no era precisamente el guía que yo habría elegido, pero no me quedaba otra alternativa, y al menos él conocía el camino.
– ¿De dónde eres, amigo? Ya veo que no eres de por aquí. -Ya habíamos hablado de este tema en el bar, pero las repeticiones no parecían molestarle.
– Bueno, pues soy inglés.
– ¿Y eso de dónde es?
– De Inglaterra.
– ¡Ah!, sí, Inglaterra… ahí me conocen mucho… ¿a lo mejor conoces a Fernando Jiménez…? -dijo dirigiéndome una mirada socarrona.
– No… creo que no. No estoy del todo seguro. ¿En qué parte de Inglaterra vive ahora Fernando Jiménez?
– En Barcelona.
– ¡Ahí, ahí estás equivocado, amigo. Barcelona no está en Inglaterra, está en el norte de España…
– No, Fernando vive en Inglaterra, en Barcelona.
Y de esta manera fuimos avanzando hacia las oficinas de la ANCOS y los ilustres personajes que allí nos esperaban. Yo quería cortar esta conversación sobre la situación de Barcelona -no nos estaba llevando a ninguna parte-, pero por alguna razón introducir un nuevo tema de conversación parecía imprudente. Sin embargo, Toñito no tenía tales reservas.
– ¿Viste el fútbol?
– No, en realidad no tengo televisión…
– Entonces, verías el gol de la segunda parte…
– ¡No vi el partido, hombre!
– Imposible que te lo perdieras; Fernando Jiménez…
– No sería el mismo Fernando Jiménez que…
Pero ya habíamos llegado a las oficinas de la ANCOS.
– Bueno, amigo, muchas gracias por…
– Espera. Aquí me conocen mucho. Voy a llamar a Pedro.
– No, de verdad, no quisiera ocasionarte molestias.
– No, no es ninguna molestia.
De pie en la acera de enfrente, se puso a lanzar grandes voces hacia la ventana del primer piso.
– ¡Pedro! ¡Pedro Gallego, hijo de puta!
No hubo respuesta. Me planteé la posibilidad de salir corriendo.
– ¡Pedro! Pedro, ¿estás sordo, mierda picada de viruelas? Me cago en tus muertos, hombre, ¿es que no me oyes?
Toñito se agachó a coger una piedra y la lanzó a la ventana. Al menos los hados no me habían abandonado totalmente: la piedra se estrelló contra el marco.
– ¡Pedro, qué mala leche tienes! ¡Pollas en vinagre! ¿Dónde estás, hombre?
La ventana se abrió de golpe y apareció una cabeza, que nos estudió sin entusiasmo. Entonces sonreí, hice una pequeña reverencia e intenté presentarme. Toñito ahogó mis palabras con sus gritos.
– Te he traído a un hombre que quiere verte, Pedro. Quiere unas ovejas. ¡Me cago en tus ovejas! -Y diciendo esto, se alejó haciendo eses calle abajo.
No era un principio muy prometedor, pero al cabo de un par de horas había olvidado todo el episodio, ya que acabé cenando con Pedro Gallego y su familia y amistades. Entre otras cosas, comimos las famosas setas de la Sierra de Segura, doradas a fuego muy vivo en mantequilla y después hervidas a fuego lento en vino y hierbas aromáticas. Acabada la cena, los hombres, que habían cocinado la mayor parte de la misma, fregaron los platos mientras las mujeres mecían a los bebés. Ésta era la España moderna.
Al día siguiente salí con Pedro y su padre, don Antonio. Pedro era el secretario de la ANCOS, y su padre, un auténtico grande de España apasionado por las ovejas, el presidente. Recorrimos traqueteando una serie de pistas de montaña durante toda la mañana, visitando cortijos y viendo preciosas hembras de cordero en el interior de establos cuyo suelo estaba cubierto de una gruesa capa de paja resplandeciente.
Finalmente seleccionamos veinticinco corderos, una docena de ovejas preñadas y un cordero macho. Pagué un precio muy bueno por ellos y dispusimos que dentro de unas semanas viniera un camión para llevárselos a Órgiva. Después nos retiramos a un bar a tomar un refresco.
Don Antonio rechazó una tapa de pescado que tenía muy buen aspecto.
– Llévate esa porquería, muchacho, y ponnos una tapa como Dios manda de carne de oveja segureña.
– Sí, señor -dijo el chico.
Hacia finales de diciembre el río había crecido a causa de las lluvias del invierno. El viejo puente destartalado que habíamos utilizado desde nuestra llegada estaba escorando hacia un lado de forma peligrosa, y los trozos de madera de deriva que componían la pasarela estaban rotos o habían desaparecido, dejando en su lugar unos intimidatorios agujeros. Cruzar el puente resultaba ya suficientemente desconcertante para Ana y para mí, bien curtidos en el arte, pero ahora teníamos que pensar en el nuevo rebaño. De ninguna manera iba a poder hacer que esos animales tan nerviosos utilizaran un artilugio tan endeble. Era preciso volver a construir el puente. Discutí el problema con Domingo, a quien se le ocurrió una manera fácil y rápida de llevar a cabo el trabajo.
El día de Año Nuevo Domingo mató sus cerdos. Después del banquete de mediodía propuso a los doce o quince hombres que habían venido a la matanza que me ayudaran a construir un puente nuevo. La perspectiva de chapotear en el agua helada no les apetecía precisamente, pero Domingo era persuasivo. Hacer esto sería de interés para todo el mundo, de hecho hasta era su obligación como propietarios de tierras al otro lado del río. Además sería una buena manera de despejar el sopor que nos invadía a todos a causa de la bebida.
– El problema con todos estos vagos -protestó- es que han perdido la costumbre de hacer puentes. Antes, cuando llovía de verdad, teníamos que hacer un puente nuevo por lo menos cuatro o cinco veces al año. Entonces nos dábamos bastante buena maña.
Bajamos en tropel hasta el río y contemplamos la triste colección de palos y madera de deriva que lo cruzaba. De todos los presentes yo era el único que jamás había construido un puente. Todos los demás sabían exactamente cómo se hacía. Sabían las proporciones que debía tener, con qué materiales debía construirse y, lo que es más importante, dónde había que ubicarlo. Por desgracia la construcción de puentes de fabricación casera no es una ciencia exacta, por lo que ni siquiera dos de los hombres presentes tenían exactamente las mismas ideas. Frasco, que contaba con mucha experiencia debido a que era el mayor de todos, dijo que teníamos que olvidarnos del revoltijo mortífero de madera de Romero y construir otro puente nuevo un poco más abajo de la pista, en donde podríamos sujetar las vigas a un gigantesco eucalipto.
– ¡Eso son tonterías, hombre! -dijo Domingo-. Ahí no se puede hacer; el terreno es blando, y en cuanto crezca el río se lo llevará.
– Éste es el sitio donde hay que hacerlo -dijo José dando una patada en el suelo unos metros por encima del antiguo puente-. Es donde hay menos anchura, y el terreno es bien sólido.
– ¿Sólido? ¡La hostia! Si lo haces ahí, se lo llevará el río en cuestión de unos días. Nunca ha habido un puente ahí.
– Sí, tiene que ser más arriba, ahí por donde está la adelfa… ahí el río no se moverá…
– No, lo más importante es aprovechar ese peñón y utilizarlo como estribo, así podremos…
– ¡Me cago en la hostia, hombre! Si haces el puente ahí no lo podrá cruzar nadie sin arriesgar el pellejo.
– ¿Y cuántos puentes has hecho tú?
– Pues no me escuches si no quieres, pero yo te digo que…
La polémica se iba haciendo cada vez más encarnizada y, a medida que una idea iba sustituyendo a otra y que el debate empezaba a abarcar una serie de peleas simultáneas, lo único en que todo el mundo coincidía era en que Romero debía de haber estado loco o borracho para elegir un lugar tan absurdo donde construir su puente. El emplazamiento carecía tan en absoluto de cualquier cualidad deseable, que la idea de simplemente reconstruirlo ni siquiera era digna de consideración.
Al final, por supuesto, lo volvimos a construir precisamente en el mismo lugar donde estaba. Pedro tal vez había sabido algo acerca de su río.
En primer lugar, con ayuda de doce hombres fuertes tirando y empujando todos en diferentes direcciones, sacamos los grandes troncos de eucaliptos del bosquecillo donde los habíamos apilado Domingo y yo hacía ya tantas lunas. Entonces reconstruimos el primer estribo. Acarreamos unas enormes rocas y las depositamos al borde del río, rivalizando todos por levantar la más pesada, sin preocuparnos del más que probable riesgo de causarnos una hernia. Entonces cortamos ramas de adelfa, de retama y de eucalipto y extendimos una gruesa capa de broza por encima de las piedras. A continuación colocamos otra pesada capa de piedras, luego más broza y así sucesivamente, hasta que tuvimos un nuevo estribo sobresaliendo del río unos dos metros por encima del nivel del agua.
Nos costó mucho trabajo colocar las vigas en su sitio. Logramos con esfuerzo levantar la primera de forma que abarcara unos dos tercios de la anchura del río. Todos nos sentamos en ella mientras Domingo, que indefectiblemente había asumido el mando de la operación, avanzaba bamboleándose a lo largo de la misma con una cuerda. Entonces saltó hacia la otra orilla y cayó al río.
– ¡La hostia! ¡Está helada!
Ésta era la señal para que los más impetuosos probasen suerte. Todos se caían al agua, pero siguieron intentándolo hasta que se decidió que no quedaban hombres suficientes para sentarse en la viga y hacer contrapeso. Entonces la levantamos con esfuerzo hasta su posición final. Era demasiado corta, pues le faltaba una buena distancia para llegar a la otra orilla.
Pero no importaba. Todos nos deslizamos a lo largo de ella y nos pusimos a construir en la orilla opuesta un gran estribo que sobresalía por encima del río. Finalmente, tras unas cuatro horas de trabajo, teníamos dos sólidas vigas extendidas de lado a lado del río, firmemente sujetas a cada uno de los estribos de roca. Todos nos sentamos en la orilla a admirar la gracia y elegancia de nuestra obra. Parecía bien hecha y no nos había costado nada, pero todavía resultaba casi imposible cruzar el río de modo seguro. Pasé el día siguiente recogiendo trozos de madera y clavándolos a las vigas para crear una pasarela más o menos plana. Domingo mostró su desaprobación por los clavos debido al hecho de que cuestan dinero.
– No hay que gastar dinero en el río. Lo que está en el río es del río. Tarde o temprano crecerá y lo arrastrará todo hasta el mar. Tendrías que haber atado la madera a las vigas con cuerdas de esparto. Eso le habría dejado satisfecho.
Aunque el diseño de nuestro nuevo puente fuera bastante elemental, tenía una belleza intrínseca, y la pasarela de madera de deriva le daba un aire himalayo bastante pintoresco; con sólo mirarlo te daban ganas de atravesarlo.
Las ovejas, sin embargo, tienen una sensibilidad diferente y, después de discutir el asunto con Domingo, decidí que sería mejor posponer la introducción del nuevo rebaño en El Valero y dejar que las ovejas se adaptaran primero en un establo preparado en el lado del río más cercano al pueblo, junto a La Colmena.
Un novio que estuviese preparando una cámara nupcial para la llegada de su novia no habría puesto en ello mayor cuidado que el que puse yo en el arreglo del establo temporal. Lo limpié, lo fregué y lo desinfecté, y me gasté una buena cantidad de dinero en la instalación de un bebedero automático, artefacto que jamás se había visto en La Alpujarra. Como toque final, até un viejo armazón de cama de hierro a la puerta y a continuación me pasé unos minutos admirando mi obra. Llegaron las ovejas, y una a una las saqué del camión en brazos y crucé con ellas el umbral de la puerta. Todas acabaron apretujadas en un rincón en la penumbra.
Todos los días cruzaba el río para ir a darles a las ovejas su paja de cebada y su grano, y también para que se acostumbraran a mi presencia. Cuando llegaba las encontraba a todas tumbadas -pulcras, blancas y lanosas- disfrutando de los rayos del sol de invierno que penetraban por la puerta y las ventanas del establo. Al entrar yo, daban un salto aterrorizadas y corrían a apretujarse en el rincón opuesto. Algunos días me sentaba al sol junto a la puerta a leer o escribir cartas. Poco a poco, a medida que se iban acostumbrando a mi presencia, volvían a ocupar su sitio y se tumbaban con el pecho palpitando suavemente y mirándome con recelo. Si movía un brazo para rascarme o pasar una página, salían de nuevo en estampida hacia el rincón, para apiñarse y formar una masa de lana jadeante con setenta y cuatro ojos y una mirada rencorosa dirigida hacia mí.
El avance era lento. Las ovejas no parecían acostumbrarse a mí en absoluto, y me preguntaba cómo iba a poder controlar el rebaño, si es que conseguía hacerlo alguna vez, cuando finalmente dejara salir a las ovejas del establo y las soltara por el campo. No tenía perro pastor. Normalmente, los rebaños consolidados tenían su oveja mansa que se pegaba a los talones del pastor y guiaba al resto. Estos borregos, procediendo como procedían de varios rebaños diferentes, y siendo además jóvenes en su mayoría y por lo tanto sin instinto gregario, correrían hasta los extremos más lejanos del valle en cuanto les abriera la puerta.
Tras un episodio frustrado con un par de cabras que más vale no recordar, Domingo sugirió la posibilidad de unir mis ovejas a su rebaño. Así pues, metimos en el establo las aproximadamente doce ovejas más viejas de Domingo y les dimos de comer a todas juntas. Funcionó a las mil maravillas: al día siguiente, cuando las soltamos a todas para que pastaran en la ladera de encima de La Colmena, permanecieron tranquilamente juntas. A partir de entonces, cada día íbamos retirando una de las ovejas de Domingo, hasta que quedó sólo una.
– Quédate con ese animal viejo y esmirriado -me dijo Domingo el Viejo-. No ha criado nunca, menos una vez hace ya muchos años. Esa oveja no vale para nada, pero servirá para guiar tu rebaño.
La oveja en cuestión era un viejo y huesudo animal de orejas caídas y aspecto cobarde, con un hilo de mocos colgándole permanentemente del hocico. Y aparte de eso era extremadamente taimada. Mediante una combinación de astucia y delgadez lograba introducirse una vez tras otra en el comedero especial reservado para los corderos y devorar sus raciones. El comedero era una parte cerrada del establo con una pequeña rendija por donde sólo cabían los corderos. Al final acabamos atándole a la oveja una cuerda al cuello, de la cual colgamos un palo para que no pudiera pasar por el hueco.
De esta manera la cabeza de nuestro rebaño recibió el nombre de Stick, que en inglés quiere decir «palo». Llevaba su impedimento con orgullo, como si se tratase de un distintivo de su cargo, mientras caminaba con paso ligero a la cabeza del pequeño rebaño sorbiéndose la nariz y siguiendo servilmente al pastor.
Transcurrido un mes, llevé las ovejas al cerro para que pastaran entre las matas húmedas de romero y tomillo mientras, apoyado en mi bastón, las observaba a través de la bruma y la llovizna. A mis pies, unos jirones de nubes iban y venían por el valle. Cuando las ovejas pisaban las plantas, éstas despedían nubes de perfume. Desde algún lugar de la cresta siguiente, mezclado con el rugir del agua de los ríos, me llegaba el sonido de los cencerros del rebaño de Domingo.
Éste apareció desde abajo, vestido como siempre con sus pantalones azules de algodón caídos y su chaqueta, y con sus zapatillas de deporte en estado de descomposición. Nos sentamos juntos en una roca mojada.
– Ya puedo controlar más o menos el rebaño con la ayuda de Stick -le dije. Un fuerte estornudo y un pedazo de moco volando por los aires me recordó la presencia de ese venerable animal-. Tal vez intente luego cruzarlas a El Valero, si es que consigo convencerlas de que atraviesen el puente.
– Seguro que lo harán -declaró Domingo-. Las mías ya lo cruzan sin ningún problema.
Dirigimos la mirada hacia el puente, pequeño y frágil allá abajo en la distancia.
Esa misma tarde bajé a Stick hasta el río a la cabeza del rebaño. Domingo venía detrás. Todos cruzamos el puente a excepción de un borrego que -como siempre pasa- decidió no arriesgarse a atravesarlo sino arrojarse, en cambio, al turbulento río. Lo saqué unos cincuenta metros río abajo, empapado y un poco golpeado por las rocas pero por lo demás ileso. Diciendo adiós con la mano a Domingo eché a andar despacio a través del valle con las ovejas hacia el establo de El Valero.
Después de haber cruzado el puente con éxito, a la mañana siguiente me levanté temprano, me afeité, me puse una camiseta limpia y salí a soltar a las ovejas para que pastaran por primera vez en suelo de El Valero, una extensión de césped cuidadosamente preparada en los campos de la ribera del río.
Me senté en un talud junto a la orilla a contemplar a las ovejas, de pie bajo los naranjos y con la hierba y las flores silvestres llegándoles a las rodillas. Por desgracia, a ellas el terreno no parecía gustarles en absoluto. Estaban ahí plantadas, mirándome sin saber qué hacer. Los pobres animales se encontraban totalmente fuera de su elemento. Mientras habían sido corderos se habían pasado la vida encerradas en establos comiendo paja y grano, y sus madres eran ovejas de montaña, acostumbradas a corretear por los cerros en busca de bocados de plantas aromáticas leñosas y secas.
Temiendo haber cometido un grave error de cálculo, las saqué de los campos y las conduje hacia el polvoriento secano de más arriba. Avanzaron alegremente a saltos entre los matorrales y se pusieron a mordisquear las olorosas hierbas aromáticas mientras yo las observaba desconsolado, preguntándome qué diablos iba a hacer con el exuberante pasto que había preparado con tanto esmero.
Sin embargo, poco a poco las ovejas se fueron adaptando a mis caprichos, hasta que conseguí que empezaran cada día con una sesión en la hierba. Después de unos días ya ni siquiera tenía que llevarlas allí. Simplemente les abría la puerta del establo por la mañana y las volvía a encerrar por la noche. Se pasaban el día deambulando entre la hierba y el secano según les apeteciera, y el sonido de sus cencerros resonaba por el cortijo durante todas las horas de luz.
Sólo Stick, acostumbrada a ir detrás de un pastor toda su vida, parecía no encontrarse del todo bien. Muchos meses después, todavía se pegaba a cualquiera que pasara por el cortijo, ante el desconcierto de los excursionistas que de vez en cuando bajaban de la sierra.