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Nuestros primeros corderos nacieron en abril. Una luminosa, mañana de primavera abrí la puerta del establo y descubrí un humeante fardo de lana mojada sobre la paja. Una oveja lo lamía encantada mientras emitía los ruiditos que en el mundo ovino expresan devoción maternal. Era un pequeño momento de triunfo. Durante las dos semanas siguientes El Valero se quedó reducido a los confines del establo, mientras Ana y yo nos quedábamos entre las ovejas dispuestos a ayudarlas con cualquier dificultad obstétrica que tuvieran. Pocas de ellas mostraron interés por el servicio. A diferencia de sus demasiado domesticadas homólogas británicas, las ovejas segureñas tienen un carácter independiente. Parecían contentarse con esperar a que se cerrara de nuevo la puerta del establo para depositar sus resbaladizas crías, en silencio y sin montar un número, en los nidos que habían escarbado entre la paja.
Inevitablemente alguna que otra acabó necesitando algo de ayuda, que Ana se encontraba dispuesta a proporcionarle. A ella se le da bien ayudar a parir a las ovejas, ya que sus manos son más pequeñas que las mías y se adaptan mejor a las terriblemente difíciles manipulaciones entre los huesos pélvicos de la oveja para colocar la cabeza o las patas en la posición de salida adecuada. Me complacía verla tomar una parte tan activa después de todas las reservas que había mostrado sobre mi aventura en el campo de la ganadería ovina, aunque aún estaba lejos de mostrarse entusiasmada por mis proyectos de ampliación del rebaño.
Durante los primeros días mantuvimos encerrados juntos a las ovejas y los corderos, para que estos últimos cobraran fuerzas y establecieran vínculos afectivos con sus madres; a continuación los soltamos.
– No debías soltar a los corderos -dijo Domingo.
– ¿Y por qué diablos no?
– Se los comerá el sol, y se les llenarán los pulmones de polvo. Los tratantes de ganado de por aquí no quieren comprar corderos que estén sucios del campo.
– ¿Qué hay que hacer entonces?
– Tienes que separarlos de sus madres cuando sueltes el rebaño por la mañana, y dejar a los corderos en el establo.
Investigué las soluciones que otros pastores proponían. Sus corderos tenían una vida bastante triste, encerrados todo el día en un establo donde no penetraban los rayos del sol, aunque los pequeños animales eran indomables. Ni siquiera el más abarrotado y mefítico lugar de mala muerte consigue acabar con la alegría de los animales jóvenes. La menor irregularidad en el suelo cubierto de estiércol se convertía en una loma desde la que saltar, y, no importa lo apretujados que estuviesen, nunca perdían ocasión de echar carreras y hacer cabriolas.
Era innegable que el sol no iba a comerse a los corderos en el interior de los establos, y que sus pulmones no se iban a llenar de polvo, y desde luego no iban a perder peso por el exceso de ejercicio. Podían dedicarse fervientemente y de manera precoz a la tarea de comer concentrados altos en proteínas y alcanzar el peso adecuado para el matadero lo más rápidamente posible.
Ana y yo bajamos a los campos de la ribera del río para ver cómo estaban las ovejas. Los corderillos recién nacidos deambulaban de un lado a otro, olisqueando la hierba con cautela, sobresaltándose ante la amenaza de un caracol, un saltamontes o una mariposa. Los corderos mayores, aún pequeños y blancos como la nieve, habían formado un grupo y se dedicaban a precipitarse en masa a lo largo de la orilla elevada de la acequia, para de repente pararse, darse la vuelta y correr hacia sus madres, dar un chupetón de leche y quedarse dormidos al sol.
Era un espectáculo digno de conmover hasta al especulador de corazón más empedernido, por lo que decidimos seguir dejando salir a los corderos. Ya tienen una vida suficientemente corta de todas maneras, y yo no podía privarles de la posibilidad de que la disfrutaran un poco, ni siquiera en aras de una cría de animales eficiente.
Unas semanas más tarde, al regresar un día a casa me encontré a Domingo esperándome sentado en nuestra terraza para presentarme a su «amigo» Antonio Moya. Mientras subía los escalones, sudando y con el aspecto desaliñado que siempre tengo después de realizar la más mínima tarea, el ser viscoso sentado junto a Domingo se levantó como si fuera una serpiente que se desenroscara y avanzó hacia mí con la mano extendida. Este ser estaba encantado de conocerme, según me dijo, y había recibido muchas noticias acerca de mi excelente fama, pero estas noticias palidecían al conocerme en persona.
Me quedé mirando con la boca abierta a mi adulador, meticulosamente acicalado con su camisa blanca recién planchada y su pecho lampiño reluciente de oro. El amigo de Domingo era el Moreno, un tratante de ganado. Me resultaba difícil creer que un hombre con esa cara pudiera hacer tratos con el público en general. Su sonrisa bien podría haber sido aplicada con la más breve ráfaga de aerosol, sus ojos carecían de la calidez de los de una cobra y cada una de las líneas de sus rasgos, el hoyuelo de su frente, los pliegues junto a su boca, hasta la misma posición de sus orejas, anunciaban falsedad.
– ¡Qué cortijo tan precioso… y qué casa tan bonita! Debe de ser muy feliz aquí. -Se dirigía a mí de la manera en que uno se podría dirigir a un murciélago al mirar la cueva incrustada de mierda en que vivía.
– No le hacemos ascos.
– ¡Cómo se los van a hacer! Ustedes los extranjeros son mucho más listos que nosotros.
– ¿Y por qué cree que es así?
– Eligen unos sitios tan fantásticos para vivir. Domingo dice que tiene unos corderos muy buenos que quiere vender -añadió mientras la sonrisa se le congelaba.
– No están mal, pero todavía no están listos para vender.
– Los he visto y le pagaré un precio muy bueno.
– ¿Cuánto sería?
– Cinco mil cada uno si me los vende todos.
– No están listos todavía.
– Me los llevo tal como están.
– Por cinco mil, ni hablar.
– Pero son «camperos», están llenos de polvo del campo.
– Me da igual, no los vendo hasta que no estén listos y desde luego no por ese precio.
A esto siguió una sarta de lisonjas rápidamente pronunciadas ante la cual me mantuve admirablemente firme y sin ceder terreno.
– Bueno, Cristóbal, ha sido un placer. No, un honor, tratar con usted. Hasta la próxima.
Y el Moreno echó a andar con Domingo, lanzando insistentes maldiciones a su oído según lo que pude distinguir.
– ¿Así que ése era tu amigo el Moreno? -le dije a Domingo al día siguiente, algo intrigado por la aparente alianza.
– Sí, antes trabajábamos juntos. Se quedó sin carné de conducir, por lo que solía llevarlo yo en coche a visitar a los pastores y me enseñó todos los trucos del oficio.
– Debe de ser muy útil conocer a un tratante en el que puedas confiar.
– ¿Confiar? ¡No me hagas reír! Antes confiaría en el mismísimo Satanás.
– Pero tú me dijiste que era un amigo…
– Bueno, sí, sí que lo es, pero aun así me engaña, lo mismo que a todos los demás. Engaña a todo el mundo.
– Pero, entonces, ¿qué clase de amistad es ésa, por Dios santo?
– Dice que lo hace por mi bien, para que me mantenga despierto y aprenda una lección útil. Así evito el peligro de que me engañen otros tratantes.
– Pues a mí me parece un comportamiento malísimo. ¿Son todos los tratantes así de mierdas y de sinvergüenzas?
– Es su trabajo; así es como funciona el sistema. Se ganan la vida con su labia y con su astucia, sabiendo cómo contar historias. Es una técnica, lo mismo que la técnica que puedas tener tú para ganarte la vida haciendo lo que quiera que sea que haces.
Domingo nunca ha estado del todo seguro de cómo conseguimos llegar a fin de mes, y reconozco que yo tampoco.
– Y por la misma razón, enfrentarse con tratantes astutos como el Moreno forma parte de la técnica del pastor. Un pastor no puede sobrevivir si sólo sabe andar con sus ovejas. También tiene que saber venderlas. Así es la vida, siempre compitiendo unos con otros. Por ejemplo, mira mi primo Manuel. No tiene arreglo. El otro día le vendió sus corderos al Moreno por cuatro mil. Y así se ha quedado Manuel, jodío para todo el año y sin un duro.
– ¿Y tú te quedaste mirando?
– Pues claro. Yo llevé al Moreno allí.
– ¿Y no moviste ni siquiera un dedo para evitar que engañara a Manuel?
– Es la ley de la naturaleza, ¿no? ¿Para qué vas a salvar a un escarabajo de una mirla…?
– ¿Y si resulta que el escarabajo es tu primo…?
– ¡Bah! Hay que aprender de la mirla.
Al Moreno debía de haberle llegado la voz de que los corderos aún estaban en venta. La vez siguiente que le vi se presentó solo, puede que pensando que ya tenía una relación de suficiente confianza conmigo para no necesitar los consejos de Domingo. Eran las cinco de la tarde y estábamos sentados en el «tinao» con unos amigos ingleses que habían venido de Órgiva.
El Moreno me dio una palmada en la espalda mientras me decía hasta qué punto le resultaba casi imposible contener la alegría de verme otra vez, tras lo cual se presentó a nuestros invitados derrochando simpatía y se sentó a tomar un vino mientras los demás bebíamos té. Nuestros amigos estaban encantados con él. Al cabo de diez minutos todo el grupo estaba pendiente de cada una de sus palabras y disputándose su atención. Fue entonces cuando introdujo el tema de los corderos.
– Vamos a bajar a echarles una ojeada y ver cómo se han puesto -sugirió.
Apoyados en la puerta del establo, dirigimos la vista hacia el atestado corral.
Esperé a que el Moreno empezara el trato… pero nada. Con aspecto sombrío, estudiaba los corderos en silencio. Fui yo el primero en rendirme.
– ¿Entonces?
– Pues no han crecido mucho, ¿verdad?
– Pesarán sus veinte kilos.
– ¡Imposible!
– Estas ovejas de raza segureña pesan mucho. Son todo carne, ¿sabes?
– Bueno, ¿cuánto quieres por ellos?
– Tienen un buen peso y, a menos que me equivoque, el precio ha subido… así que, si te los llevas todos te los doy por seis mil pesetas cada uno…
– ¡Ni hablar!, el precio es mucho más bajo.
– … pero si quieres escoger los mejores, siete mil.
El Moreno meneó la cabeza y entró en funcionamiento.
– Ten esto -dijo ofreciéndome un grueso fajo de billetes-. Te ofrezco cuatro mil quinientas, o sea, novecientos duros, y ¿cuántos has dicho que tenías? ¿Treinta y siete corderos? Eso hace treinta y tres mil trescientos duros: aquí los tienes en billetes. Venga, cuéntalos…
Pues bien, aunque me considero suficientemente rápido en aritmética mental para negociar el precio de unas ovejas, evidentemente no estaba a la misma altura que el Moreno, cuya rapidez y exactitud eran pasmosas. El sabía que en esto me llevaba ventaja, pero estaba aumentando deliberadamente mi confusión haciendo los cálculos, parte en pesetas y parte en duros.
Un duro equivale a cinco pesetas, y constituye una unidad monetaria de uso común en toda España. A menudo la gente mayor no sabe calcular en simples pesetas; un día en la panadería oí a una clienta diciendo: «¿Qué te debo, Mari Carmen?». «Trescientas noventa y cinco pesetas», fue la respuesta. «Déjate de tonterías, mujer. ¿Cuánto es en duros?» «Setenta y nueve.» «Eso sí. Ahora es cuando nos entendemos.»
Mientras el Moreno desplegaba el dinero, me puse a mirar a la pared manteniendo las manos firmemente sujetas en la espalda para no quedar hipnotizado por ese enorme fajo de billetes.
– ¡Toma esto!
– Mira, no voy a aceptar cuatro mil quinientas ni cinco mil. He dicho seis mil.
– Bueno, si te empeñas…
Y agarrándome la mano, plantó un tentador billete de cinco mil pesetas en mi palma temblorosa. Entonces empezó a contar de nuevo, intercalando grandes billetes nuevecitos con otros más pequeños y sucios de valor mucho más bajo, pasando de duros a pesetas mientras entonaba sin parar una especie de salmodia numérica en un tono bajo e hipnótico.
– Mmmm… he perdido la cuenta.
– Bueno, vamos a empezar otra vez: diez, veinte, treinta.
Y se puso a contar de nuevo, arrojando un billete tras otro sobre el montón.
Los corderos nos estudiaban con recelo desde el rincón del corral donde se habían apiñado. Moreno me tenía acorralado. Aparte de la deslumbradora gimnasia aritmética, su truco parecía tener algo que ver con procurar que siempre tuviera yo en mi mano algo de su dinero y no dar nunca una respuesta clara a mis preguntas.
– Me he perdido -alegué-. Pero de todos modos, ¿cuánto me estás ofreciendo ahora?
– Te estoy dando un precio de maravilla, no te van a dar novecientos ochenta duros en ningún otro sitio, ése es mi precio tope.
– Pues no los vendo por menos de cinco mil quinientas. Tú sabes igual que yo que a ese precio son un regalo.
– Mira, tú me has arrastrado hasta aquí…
– Te has invitado tú.
– He venido hasta aquí y he perdido mucho tiempo. Soy un hombre muy ocupado y no tengo tiempo para estas payasadas.
Y dicho esto, empezó a bajar la cuesta a grandes zanca das, furioso. Yo eché a andar hacia la casa.
– ¡Maldita sea! -me dije a mí mismo entre dientes. No podía permitirme perder la oportunidad de vender los corderos-. Tal vez le he pedido demasiado…
Pero cuando me daba la vuelta casi me di de narices con el Moreno.
– Aquí tienes, pon la mano; cuenta esto: cinco, siete…
Al final los vendí por cinco mil doscientas por cabeza, es decir, mil cuarenta duros. El dinero que obtuve por todos ascendió a ciento noventa y dos mil cuatrocientas pesetas, o treinta y ocho mil cuatrocientos ochenta duros. Menos mal que los tratantes de ovejas españoles no tienen en su arsenal guineas, libras, chelines y peniques.
El comprador paga aproximadamente un diez por ciento como señal, y la cantidad restante cuando viene a recoger los corderos. Al día siguiente el Moreno se presentó con un camión y cuatro cómplices. Contamos los corderos según salían del establo y se metían en el camión. Pero aunque pueda parecer imposible que surja una disputa sobre el asunto de contar treinta y siete corderos uno por uno, así ocurrió. Estos hombres eran tan hábiles en el arte del engaño que llegué a poner en duda mi propia capacidad de contar.
Cinco mil doscientas pesetas estaban lejos de ser un buen precio por los corderos, y tal vez resulte raro que finalmente me decidiera a hacer tratos con un hombre en quien desconfiaba de manera tan absoluta. Pero tenía una buena razón para hacerlo. No habíamos recibido ninguna oferta mejor y necesitábamos el dinero. No mucho después de la primera visita del Moreno, Ana había anunciado algo que a la fuerza nos hizo darnos cuenta de la importancia del dinero en efectivo.
– Me parece que estoy embarazada, Chris -me había dicho.
Por lo demás era un día perfectamente normal. Estábamos de pie en el «tinao», separando un saco de almendras v mirando a las ovejas abrirse paso por el monte mordisqueando sin parar.
– Embarazada -repetí distraídamente.
– Voy a tener un niño.
– ¿Vas a tener un niño?… Pero… pero…
Azarado, moví los pies de un lado para otro, no del todo seguro de qué postura ni qué expresión adoptar. Sobrevino un momento de confusión demasiado largo hasta que por fin conseguí sonreír de manera adecuada y la abracé con un cuidado exagerado.
– Dios mío, eso es maravilloso… yo… mmm… demonios, apenas sé qué decir…
Nos reímos nerviosamente. Se dice que éste es uno de los momentos más importantes de la vida, y ahí estaba yo estropeándolo.
No era que no quisiera un niño. Tener niños había sido durante mucho tiempo parte de nuestro gran plan al irnos a vivir a El Valero, pero a pesar de nuestros mejores esfuerzos éstos no habían venido, y en el intervalo otros planes y placeres habían ocupado poco a poco el espacio que yo había reservado para la paternidad. También me preguntaba si éramos el tipo adecuado de personas para asumir esa formidable responsabilidad. ¿Era el excéntrico tren de vida que habíamos elegido el más apropiado para una criatura tan delicada como un bebé? Pero por debajo de toda esta inquietud había una profunda veta de alegría a la que estaba intentando llegar.
Aquella noche abrimos una botella de vino algo mejor que el que habríamos bebido normalmente e iluminamos nuestra cena de tortilla y ensalada de tomate con una vela y unas flores. Durante la cena nuestra conversación abarcó el nuevo elemento imprevisible que íbamos a tener que incluir ahora en nuestros cálculos, pero escogimos cuidadosamente nuestras palabras para no tentar a la suerte poniendo demasiado énfasis en ello. De no haber sabido ambos que sentíamos una alegría total, habríamos pensado cada uno que el otro estaba un poquitín deprimido.
Unos días más tarde telefoneé a mi madre para darle la noticia. Éste iba a ser su primer nieto.
– Mamá, parece ser que al fin vas a ser abuela.
Se quedó callada unos instantes, pero después pareció como si estallara de felicidad. Yo nunca había experimentado el «estallido de felicidad» de nadie y, hasta filtrado por los cables telefónicos internacionales o pasando a toda velocidad por la ionosfera, la experiencia me dejó pasmado.
Bien, pensé, ¿quién sabe cómo será este niño o qué influencia tendrá sobre mí el papel que desempeñe yo en su existencia? Pero simplemente el oír esa felicidad en la voz de mi madre hace que merezca la pena.
Se lo dije a Domingo también, sin que viniera a cuento.
– Enhorabuena -respondió, añadiendo después en un tono desacostumbradamente pensativo-: Ya te había dicho antes que era un niño lo que necesitabais en El Valero. Si no, estaréis muy solos los dos al otro lado del río.
Y volvió a la tarea de espantar un tábano que estaba atiborrándose de sangre en la panza de Bottom.
A principios de octubre me fui a Suecia para pasar un mes esquilando ovejas. Puede que parezca raro ir a esquilar a un país nórdico justo cuando comienza el invierno, pero así es como les gusta hacerlo a los suecos. Me iba en octubre, cuando las ovejas estaban a punto de ser guardadas en los establos para el invierno, y de nuevo en marzo, justo antes de que parieran. Las ovejas suecas, o al menos la mayoría de ellas, necesitan ser esquiladas dos veces al año, lo que a mí me venía de perlas desde el punto de vista financiero, pero no así a los pastores suecos, para quienes tener que pagar dos esquilas sin ganar absolutamente nada por la lana constituía una fuente de problemas.
Llevaba quince años yendo a Suecia dos veces al año, pero a pesar de tener algunos buenos amigos allí, de algún modo esa utopía nórdica nunca había conseguido conquistar mi corazón. Me agobiaba la lobreguez del paisaje, no contaminado pero sombrío, y la monotonía de sus pueblos y ciudades sin vida me aburría. A veces avanzaba en coche por la nieve días y días, a través de interminables bosques de pinos, hasta llegar a unas granjas lejanas para esquilar sus rebaños de ovejas negras en unos oscuros establos a la lúgubre luz del encapotado cielo nórdico. Me pagaban espectacularmente bien (y realmente íbamos a necesitar todo ese dinero con un niño al que criar), pero me resultaba difícil mantenerme animado.
Durante mis viajes anteriores Ana se había quedado sola al cuidado del cortijo.
«Ay, qué valiente -solía decir la gente del pueblo al enterarse-. Quedarse sola en un sitio tan horrible como ése, ¡ay por Dios!»
Pero esta vez una amiga de nuestros vecinos holandeses, Belinda, una mujer a quien conocíamos bien, se había ofrecido a quedarse con Ana y hacerle compañía. Belinda podía ser de gran utilidad ya que, entre otras cosas, sabía bastante de obstetricia.
La esquila solía llevar aproximadamente un mes, y Ana había calculado que el niño nacería hacia mediados de noviembre. Sin la presencia de Belinda creo que ambos habríamos estado un tanto intranquilos.
Aquel mes en Suecia transcurrió aún más despacio de lo habitual, pero por fin terminé el trabajo y, con un saldo más elevado en la cuenta y una bolsa llena de pescado en conserva, salmón ahumado y palas para cortar queso suecas, me encontré de nuevo en el autobús de Órgiva ascendiendo lentamente por las largas y serpenteantes cuestas desde la costa hacia las montañas al sur de Granada mientras los últimos rayos del sol de la tarde se posaban en los picos revestidos de nieve.
«Qué lugar tan maravilloso para nacer», pensé.
Al llegar a la estación de autobuses ya había anochecido, pero Ana estaba allí esperándome. Cuando me fui a Suecia ya mostraba claros signos de la presencia de una nueva vida en el interior de su cuerpo, pero ahora su estado no dejaba lugar a dudas. Se movía torpemente, inclinándose con presteza hacia atrás para contrarrestar el peso de su vientre hinchado. Nos abrazamos cautelosamente y di un paso atrás para admirar el extraordinario fenómeno de la existencia de dos personas en una.
– No sabes lo que me alegro de que hayas vuelto, creo que ya no va a tardar mucho -dijo Ana mientras yo ponía en marcha el Land Rover.
– Yo sí que me alegro, no lo sabes bien. Dios mío, qué gusto estar de vuelta.
Las ausencias esporádicas constituyen un excelente tónico para cualquier relación. Siempre me alegraba de ver a Ana, pero después de pasar un mes en Suecia con tenebrosos pensamientos de emergencias prenatales rondándome la cabeza, la verdad es que me encontraba eufórico.
Además, ella tenía un aspecto bueno y saludable: para utilizar el tópico inglés, estaba floreciente, [3] y parecía sorprendentemente tranquila a pesar de los importantes sucesos que nos esperaban.
De vuelta en el cortijo, las ovejas también estaban gordas y felices, y en los árboles las esferas verde oscuro de las naranjas prometían fruta dulce a punto de madurar. Debajo de la vieja higuera, hasta la cual no podían llegar las ovejas, el suelo se encontraba cubierto de frutas podridas de color morado.
Tuvo que ser Ana quien me hiciera notar que el lugar tenía un aspecto más bien pelado. Parecía preocupada de verdad. Durante mi ausencia las ovejas se habían ido descontrolando, y se habían paseado por todo el cortijo limpiándolo de maleza y segando la hierba hasta dejarla al nivel del polvo. Ello en sí no era motivo de alarma, pero Ana me señaló los lugares en que los muros de piedra de los bancales habían empezado a desmoronarse y caer, dejando unos senderos polvorientos y unos montículos de tierra y piedras.
Para pasar de un bancal a otro, las ovejas tienden a no llegar hasta el extremo del muro, sino a saltar todas juntas por la mitad, y los efectos de las más de cien pezuñitas cada vez que subían o bajaban estaban empezando a notarse. También habían saltado las alambradas que había puesto yo alrededor de los nuevos albaricoqueros para protegerlos, y habían mordisqueado las puntas de sus ramas. Habían invadido el jardín y se habían comido la budleia y todas las palmeras que habíamos plantado; y finalmente se habían metido en el sanctasanctórum, el huerto de Ana, y lo habían devastado. Las berenjenas y los pimientos picantes no les habían convencido, pero habían devorado todo lo demás.
– Me temo que van a convertir la finca en un desierto -dijo Ana con pesimismo.
– Tal vez eso sea mejor que la jungla en que se habría convertido si no fuera por ellas.
– Creo que prefiero la jungla, con su vegetación y sus flores.
– Sí, tienes razón… pero estoy seguro de que encontraremos la manera de resolver el problema -dije mientras me estiraba perezosamente en mi rincón favorito de la terraza-. No se puede acertar con todo a la primera, ¿no?
No estoy seguro de cómo había esperado pasar esos breves últimos momentos de libertad antes de empezar a ser padres: tal vez sentado en la terraza con Ana, bebiendo té y dejándome llevar por cualquier ensueño que el paisaje provocara en mí. No me había imaginado que iba a ser despachado cada mañana para deambular por el cortijo sujetando firmemente un cubo de cagadas de perro aguadas.
La «canina», nombre por el que se conoce este mejunje, le había sido recomendada a Ana como una manera excelente de disuadir a las ovejas, y mi esposa estaba decidida a que yo rociara con esta mezcla todos y cada uno de nuestros árboles. Ahora bien, aunque estaba tan preocupado como Ana por el futuro de nuestros naranjos y olivos y sabía que no había que interferir con los instintos de nidificar de una mujer en avanzado estado de gestación, aceptar de buena gana esta tarea era algo superior a mis fuerzas.
La habilidad es de primordial importancia en la operación de manejar esta sustancia y sacudir la escobilla de esparto, y las desagradables consecuencias que se sufren cuando no se hace bien resultan obvias. Pues bien, yo las sufrí todas. Aparte de eso, tenía la desalentadora convicción de que el efecto disuasorio acabaría desapareciendo, especialmente tras una lluvia intensa, y que justamente cuando estuviera terminando de cubrir el último árbol las ovejas estarían ya comenzando a dar algún que otro tímido bocado al primero.
Mis tardes eran igualmente ajetreadas. Las pasaba levantando unas cercas rudimentarias para desviar a las ovejas de las zonas vulnerables del cortijo, comenzando con la alambrada de campo de prisioneros de guerra que Ana había diseñado para cercar su huerto. Si alguna vez Ana había tenido debilidad por las ovejas, eso ya pertenecía al pasado. Lo más que éstas podían esperar de ella ahora era una estoica tolerancia.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> En inglés, la expresión «to be blooming» se utiliza para expresar lo bien que le sienta a una mujer su embarazo. (N. de la T.)