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Chloë y la Inmaculada Concepción

– Mire, lo siento, pero va a tener que salir de la habitación. Si se desmaya otra vez y se cae y se abre la cabeza en las baldosas no podremos hacer nada para ayudarle. Tenemos demasiado trabajo para, encima, tener que preocuparnos de usted.

Así pues, salí y me puse a mirar con aire taciturno por la ventana del pasillo mientras las máquinas excavadoras, a modo de pájaros gigantescos, picoteaban la tierra sin parar para hacer la excavación de la nueva carretera de circunvalación de Granada, tratando de apartar de mi mente por un momento la imagen de Ana sudando y esforzándose en la sala de partos del hospital. ¿Y todo para qué? ¿Para que la vida que ambos habíamos estado disfrutando cambiara de manera irrevocable, tal vez para ir a peor? Si hubiera tenido a mano una lata de cerveza vacía, me habría puesto a darle puntapiés malévolamente. Pero los impolutos pasillos del hospital de la Inmaculada Concepción no ofrecían este tipo de consuelo.

El drama había comenzado la noche anterior. Ana me había despertado zarandeándome a las dos de la madrugada, quejándose de que había roto aguas. Tenía que traerle un té y unas galletas y después preparar el coche mientras ella limpiaba el cuarto de baño. Evidentemente yo había oído mal lo del cuarto de baño. ¿No se suponía que teníamos que desplazarnos a toda velocidad hasta la ciudad, para llegar al hospital y parar el coche en seco a la puerta con un chirrido de los frenos? Aparentemente no. Eran ya las dos y media de esa templada noche de noviembre cuando Ana me pasó el trapo del suelo mojado y el cubo y por fin me dejó que la ayudara a subir al Land Rover.

Cuando salimos del valle dando tumbos y traqueteando rumbo a una Granada que dormía, una luna llena se asomaba por encima de las oscuras hojas de los cítricos. En la curva de la carretera del vertedero de Lanjarón tuvimos que pararnos, unos hombres estaban volando el monte con el fin de mejorar la seguridad de la carretera. Tuvimos que dar la vuelta y retroceder hasta Órgiva, cruzar el puente de los Siete Ojos y dar un largo rodeo hasta Granada pasando por la costa.

El aire tranquilo y con olor a pino de la noche tenía un carácter irreal, y esta impresión quedaba acentuada por la suavidad de las sombras y una luz plateada. Ninguno de los dos hemos olvidado la belleza de aquel viaje. Paramos para que Ana orinara y para mirar la luna durante unos momentos antes de meternos en la carretera nacional y recorrer el largo trayecto montañas arriba hasta Granada. Para entonces Ana ya estaba teniendo contracciones cada cinco minutos más o menos, pero no dejaba de asegurarme que eran suaves y no demasiado dolorosas.

Al entrar en la ciudad, la primera luz grisácea del alba empezaba a derramarse desde las montañas para unirse a la de las farolas de las calles. Detuve el coche en la zona destinada a urgencias.

– No puedes aparcar aquí -dijo Ana-. Esto es para urgencias.

– Pero nosotros somos una urgencia, ¿no?

– Haz lo que te digo. Aparca el coche ahí, en el aparcamiento de la gente normal.

– Muy bien, cariño. -No me parecía aconsejable discutir con Ana mientras estaba teniendo contracciones.

Pasamos sin prisas por las puertas de Urgencias. Mientras tomaban los datos de Ana, yo me sentía pequeño y sin importancia. Se supone que el hombre moderno debe estar presente en el nacimiento de sus hijos y yo, como era de esperar, tenía mucho interés en estar allí y sujetarle la mano a Ana en caso de que necesitara este servicio. Pero esta innovación aún no había llegado a la España de provincias, por lo que tuve que rebajarme a emplear una artimaña para que me dejaran entrar.

– Tengo que estar con mi esposa porque no habla español y es posible que tenga que traducirle -mentí.

Ana acababa de dar sus datos en perfecto castellano.

– No es normal, pero si se empeña…

– Me empeño -insistí, y entonces se llevaron a Ana a toda prisa.

Al poco rato fui conducido a un quirófano intensamente iluminado donde me encontré a Ana vestida con una bata blanca y acostada encima de un extraño artefacto verde con las piernas colgando de unos estribos. Esta disposición me hizo pensar en la versión moderna de un potro de tortura. Junto a ella una batería de cajas electrónicas zumbaba y lanzaba destellos de luz y pitidos.

Hasta entonces no había pensado mucho en el tema de las salas de partos. Uno de los hippies del valle nos había entretenido un día explicándonos con todo lujo de detalles un parto en un tipi indio a la luz de una vela, con música ambiental de tambores bongó y flautistas aficionados, mientras diecisiete mujeres cogidas de la mano formaban un círculo alrededor de la parturienta entonando cánticos. Tales descripciones, junto con nuestros temores de quedarnos aislados por el río, contribuyeron mucho a que nos reafirmáramos en nuestra decisión de que Ana ingresara en su momento en un hospital de Granada. Sin embargo, mientras miraba a mi alrededor, pensé con cierta nostalgia en el tipi indio.

Ana me sonrió nerviosamente a través de una maraña de cables y extendió la mano. Entraron dos hombres jóvenes y fornidos, vestidos con cazadora de cuero.

– Hola -dijeron sonriendo-. Somos los parteros.

Se lavaron y se cambiaron de ropa con eficiencia y conectaron a Ana a lo que nos dijeron era un dispositivo digital para medir las contracciones. Cada vez que tenía una contracción, lo cual era ya cada dos minutos, se encendían unas luces rojas en la máquina y aparecía en la pantalla una lectura de la intensidad de la contracción: «2», marcaba discretamente la máquina, luego otra vez «2»… y «2» una vez más. Ana estaba teniendo cómodas contracciones. En su interior, alguien estaba planteándose lánguidamente la posibilidad de hacer su entrada en el mundo.

Pero estos doses no eran suficientemente buenos para los parteros, por lo que conectaron a Ana a una especie de gota a gota: «16» anunció la pantalla en enormes caracteres, ya que en un instante las suaves contracciones se habían convertido en unas convulsiones capaces de hacer reventar el cuerpo; «16»… «19». «Dios mío -pensaba yo-, va a reventar.» Hacía calor y me faltaba el aire en aquel lugar espantoso. Mis piernas empezaron a doblarse.

Me ahorraré los detalles. La última fase del parto de Ana duró una hora y media, lo cual me han dicho que no es mucho aunque a mí me pareció toda una eternidad de dolor. Ana sudaba y empujaba y decía que tenía la sensación de que le iban a estallar los ojos. Yo le apreté la mano y me volví a desmayar una vez más. Por eso me enviaron fuera al pasillo.

Me parecía realmente espantoso. Esos momentos que debían haber estado llenos de felicidad y de asombro -la llegada de una nueva persona al mundo- se veían oscurecidos por imágenes de Ana retorciéndose de dolor. Cuando regresé de mi destierro en el pasillo, vi que los parteros estaban empezando a preocuparse; no dejaban de intentar ponerse en contacto con el jefe del departamento de ginecología para que viniera a ayudarles, pero no lo encontraban por ninguna parte. En la máquina de las contracciones se encendían intermitentemente unos números astronómicos. Un dispositivo enganchado al bebé que medía los latidos del corazón, el ritmo cardíaco, lo que quiera que fuese, marcaba cada vez más bajo. Sus luces de alarma empezaron a encenderse intermitentemente. Se dispararon unas alarmas electrónicas. «No te desmayes, no te desmayes», me murmuraba a mí mismo, sujetando la mano de Ana. Cuando me levanté del suelo una vez más, todos estaban demasiado ocupados para darse cuenta.

Entonces, tras un empujón enorme, por fin salió. Ana se desplomó hacia atrás, floja y exhausta pero aún viva. Un objeto gomoso de color azul fue colocado en la repisa sobre una toalla.

– ¿Es normal? -pregunté. Todavía no me atrevía a mirar al objeto azul; sólo estaba interesado en Ana.

– Sí, es normal.

Salí a comprar flores y vino -cualquier cosa que nos animara un poco después de la terrible experiencia vivida en esa horrorosa cámara-. Cuando volví, Ana estaba acostada entre unas sábanas blancas recién planchadas. Me sonrió débilmente. Junto a ella había una cuna cuya sábana tapaba por completo la cabeza de su pequeño ocupante. Le di las flores y la besé más tiernamente de lo que lo había hecho desde hacía tiempo. Casi había creído perderla.

– Ahora deberías mirar al bebé -me dijo después de un rato.

Sin mucho entusiasmo me levanté y eché hacia atrás la sábana, dejando al descubierto una horrorosa cabeza de color morado con delgados mechones de pelo húmedo pegados a su parte superior. Miré al bebé durmiente. No podía ser posible amar una cosa así… ¿o quizá sí? Algo estaba sucediendo… era como si me estuviera invadiendo una oleada de tibia emoción. Me puse a temblar mientras observaba a la pequeña criatura. Me quedé paralizado, esclavizado. Todas las hormonas y jugos que hasta ahora no habían aparecido ni hecho lo que les correspondía me envolvieron en una oleada de cariño. Me dejé caer de golpe en la cama, flácido y sin habla, e intenté contarle a Ana lo que me estaba sucediendo. Las palabras no me salían de la boca.

– Lo sé -me dijo sonriendo-. Me acaba de pasar a mí también.

Transcurrieron varias horas antes de que pudiera apartarme con gran esfuerzo del lado de la cuna y regresar al cortijo a dar de comer a los animales. Tenía importantísimas noticias que dar.

Chloë había venido a quedarse entre nosotros.

Unos días más tarde abrigamos bien a Chloë y regresamos en coche a casa. El Valero parecía un hogar tosco y salvaje para una pequeña criatura tan delicada. El sol y las flores, la maravillosa vista de los ríos y las montañas y la profunda paz del lugar parecían quedar más que eclipsados en nuestra imaginación por los alacranes y los ciempiés, por las culebras y las águilas, los gatos acostados en la cuna asfixiando al pequeño bebé y los enormes perros mirándolo con interés predador.

Sabíamos que con Beaune no habría peligro, pero nos preocupaba un poco que Bonka tuviera celos de la niña y que desahogara su cólera devorándola. Pero llegado el momento, no hubo nada que temer. Al principio Bonka aparentó no darse cuenta en absoluto de la existencia de Chloë, y después, cuando esta actitud se hizo insostenible, la aceptó como un miembro de pleno derecho de la familia. Chloë sentía adoración por las dos perras y pareció adoptar a Beaune como una extensión de sí misma, revolcándose con ella y haciéndose un ovillo para quedarse dormida en el cesto de la perra, de tal manera que nos resultaba difícil convencerla de que en realidad ella era humana. En cuanto a los gatos, cubriendo la cuna con una red de recoger fruta, frustramos sus instintos naturales de acostarse encima de la niña y asfixiarla. Y por lo que respecta a las atenciones de los alacranes, ciempiés y demás bichos indeseables, sencillamente cruzamos los dedos.

Este tosco entorno parecía sentarle a Chloë de maravilla. Un río continuo de personas, atraídas por la magia de un nuevo bebé, desafiaron los rigores del río y de la pista del valle para venir a verla y darnos la enhorabuena. Una tarde apareció Domingo con sus padres trayendo bolsas de azúcar, que aquí en La Alpujarra es un regalo tradicional para los recién nacidos. Expira estaba extasiada con Chloë, y mostró su aprobación según la manera consagrada por la tradición, es decir, pellizcando las mejillas de la pobre criatura y chascando la lengua. -Ya os dije que teníais que tener niños -dijo entusiasmada-, y ¡mira ahora qué cosita más preciosa y más linda habéis traído al mundo! Tenéis que tener más, no hay tiempo que perder.

Domingo, que al principio se había limitado a mirar de vez en cuando a Chloë desde detrás de sus padres, se adelantó y la cogió en brazos suavemente y con destreza. Lo hizo como si lo hubiera estado haciendo toda su vida, sosteniéndole la cabeza junto a su pecho mientras la mecía. Yo todavía no sabía hacerlo bien del todo, pues me acababan de demostrar la técnica en el hospital hacía poco tiempo, y me quedé mirando maravillado cómo Domingo salía tranquilamente al exterior con ella, protegiéndole cuidadosamente la cara del fuerte sol.

Durante los primeros meses de vida de Chloë vimos a Domingo muchas veces, y a menudo éste la levantaba de su manta y se la llevaba a dar un corto paseo por el cerro de al lado de la casa. La niña parecía estar tan contenta en sus brazos como en los de su propia madre. Una parte de mí le envidiaba esta facilidad -yo me las arreglaba bien con Chloë, pero con los niños de los demás era totalmente negado-. Pero lo que más me entristecía era el convencimiento que tenía Domingo de que él nunca llegaría a ser padre.

– Es imposible -decía lacónicamente para poner fin al tema-. Apenas gano el dinero suficiente para vivir yo. ¿Cómo voy a poder mantener a una mujer y a unos hijos?

Las palabras de Domingo parecían encerrar una terrible seriedad. Estaba claro que se había resignado a quedarse soltero, antes que arriesgarse a criar hijos en la pobreza, y a mí me dolía mucho ver esto. No hacía falta ser un psicólogo excepcionalmente bueno para darse cuenta de hasta qué punto Domingo sería un buen padre. Pero lo cierto era que él había crecido en un mundo diferente del que yo había conocido y había sido testigo de los efectos del hambre y la miseria sobre las familias.

A medida que pasaban esos primeros meses y todos nos íbamos acostumbrando a nuestra nueva vida juntos, empecé a comprender a qué se referían los amigos cuando intentaban explicarme la alegría de tener un hijo propio. Por muy elocuentemente que me lo hubieran descrito, nadie había podido ni siquiera acercarse a la realidad. Recordamos todas nuestras preocupaciones anteriores sobre cómo iba a cambiar y a trastocarse nuestra vida, y nos quedamos impresionados de lo irrelevantes que ahora nos parecían esos temores. Era como si nos acabaran de entregar la clave para descifrar la parte siguiente del código de la existencia. Mis distintos amores crecían cada vez más, y todo ello como consecuencia de este nuevo ser que había venido a quedarse en nuestra casa. ¡Y pensar que nuestras vidas podrían haber transcurrido sin que nunca nos hubiera pasado esto!

La primera palabra de Chloë fue «Beaune». La pronunció con tanto placer, que el tonto de su padre se quedó encantado, a pesar de tener que esperar unas semanas para lograr estar en pie de igualdad con la perra. La primera frase que pronunció también se refería a Beaune, aunque cuando la oí se me partió el corazón.

Cuando volví de otra temporada de esquilar ovejas en Suecia, Ana y Chloë me estaban esperando en la parada del autobús.

– Beaune -chilló Chloë cuando la levanté para darle un abrazo-. Beaune gone. Beaune ya no está.

Era verdad. Tan sólo una semana después de mi partida, Beaune había sucumbido a una especie de moquillo y había muerto al cabo de muy pocos días. Ana estaba totalmente desconsolada, al igual que Chloë. Al llegar al cortijo fuimos en procesión, con Chloë indicando el camino, hasta el lugar en un bancal abandonado de olivos donde Ana había enterrado a su perra.

La naturaleza a veces encuentra la manera de dar algún consuelo y, así, esa misma semana descubrimos que Bonka estaba preñada. Tuvo una carnada de ocho cachorros, de los cuales nos quedamos dos; uno porque tenía las mismas manchas que su madre, y el otro porque tenía una oreja de punta y la otra caída. Les llamamos Barkis y Bodger, y como Chloë y ellos crecieron juntos, se convirtieron en sus constantes compañeros de juegos.

Dado que Chloë era, al fin y al cabo, una niña cortijera, el nacimiento y la muerte entraron a formar parte de su experiencia diaria. Antes de haber cumplido un año ya había visto nacer corderos, y no pareció importarle que repartiéramos el resto de los cachorros de Bonka o que despacháramos alguna que otra gallina u oveja.

Cuando se acercaba a los dos años, lo que más le gustaba hacer como algo especial era ir a la cueva que había junto al río para ver la cabra muerta. Una cabra enferma procedente de uno de los rebaños que pastaban en la ribera había entrado en una cueva para morir en el lugar donde confluyen los ríos. Nos encontramos el cadáver, hinchado y destrozado por los animales salvajes, maloliente y cubierto por un enjambre de moscas tan denso, que parecía como si el animal hubiera cobrado vida de nuevo. Los ojos habían desaparecido hacía tiempo. La cabra miraba hacia los juncos por unas órbitas sanguinolentas.

«Tengo que ocultarle este espantoso espectáculo», pensé, intentando interponerme entre Chloë y la cueva.

– ¿Qué es eso? -preguntó, señalando imperiosamente con el dedo hacia la cueva.

– ¿Qué es qué?

– Eso de ahí.

– Oh, eso. No es más que una cabra muerta.

– Chloë ver cabra -insistió, arrastrándome del brazo hacia la cueva.

Le encantó verla. No sentía la repulsión que los adultos sentimos por esas cosas. Todos los días pedía a gritos ir a ver la cabra muerta, mientras ésta iba descomponiéndose y desapareciendo, devorada por los zorros, los pájaros y los perros. Yo también llegué a esperar con impaciencia nuestras expediciones, para ver el avance del proceso mediante el cual el muy consistente ser de la cabra poco a poco volvía a convertirse en nada. Si hubiéramos vivido en la ciudad tal vez habríamos ido al parque todos los días. Las ventajas de la vida en el campo no siempre resultan obvias a primera vista.

– Papá, ¿quién nos ha hecho? -preguntó Chloë de buenas a primeras unas semanas después de su segundo cumpleaños.

– No estoy seguro de la respuesta, Chloë -le respondí-. Pero creo que tu madre lo sabrá.

Con habilidad y tacto desvío las preguntas más difíciles hacia la autoridad superior, aunque quiero creer que hago un papel levemente mejor con las de carácter más sencillo.

– El aire no es nada, ¿verdad? -preguntó Chloë un día.

Para venir de una niña de dos años, esa pregunta me dejó bastante satisfecho. He leído que cuando Aldous Huxley tenía seis años le vieron un día sumido en sus pensamientos, y cuando le preguntaron en qué estaba pensando, había respondido: «En la piel». Pensar en el aire antes de cumplir tres años estaba bien, pensé. Demostraba una aptitud para la reflexión, una curiosidad que la pondría en el buen camino para los distintos tipos poco probables de porvenir que había proyectado para ella. Iba a tener que ocuparme de esta pregunta muy seriamente.

– Pues sí, la verdad es que sí es algo.

– Entonces, ¿qué es?

– Bueno, es muchas cosas, la mayor parte son gases…

– ¿Qué son gases?

– Pues, mmm, los gases son un poco como el aire… no se ven, al menos no siempre, aunque supongo que algunos parecen humo. El gas viene en las bombonas naranja que usamos para la cocina… mmm…

– ¿Le haces una cola a mi Barbie?

– De acuerdo.

Mientras le hacía la cola con dedos torpes a la condenada Barbie, pensé en lo inadecuado de mi respuesta. ¿Qué demonios era el aire, en resumidas cuentas? ¿Cómo podía explicar mejor lo que eran los gases? La había liado bien liada con esa respuesta, probablemente hasta había hecho que el desarrollo de mi hija se atrofiara.

Chloë me miraba pensativamente mientras forcejeaba con la odiosa muñeca.

– Las casas no son nada, ¿verdad?

Me volví para mirar nuestra casa. No era mucho, pero desde luego era algo, y yo me sentía bastante orgulloso de haberla construido. Pensé en las piedras que habíamos traído desde el río, que habíamos levantado con esfuerzo hasta los andamios y que habíamos -no sin habilidad- colocado en su lugar. Es difícil calcular el peso de una casa de piedra, pero seguramente debe de ser de cien toneladas o más.

– Bueno, pues esta casa es algo; es piedras y cemento, y arena y agua, y madera y cañas y barro… y mucho trabajo.

Se quedó cavilando sobre esto un rato.

– ¿Qué Barbie crees que es más guapa, ésta o la rosa?