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Por mucho que luches contra ello, si vives en el extranjero en una zona donde también viven otros expatriados, te conviertes en una parte de lo que se conoce como Colonia Extranjera. Al principio me resistí mucho a esta idea, pero a medida que pasaban los años empecé a ir aceptando mi condición de extranjero y a estar más dispuesto a apreciar los lazos que, por lengua, humor y experiencia compartida, me ligaban a mis compatriotas.
Formar parte de una colonia extranjera es un poco como estar en el colegio. Entre otras cosas, la antigüedad confiere respeto. En nuestra zona de Las Alpujarras, el miembro más alto de esta jerarquía, tanto por su edad como por su tiempo de servicio y su propensión natural a la superioridad, era Janet. Había venido a vivir aquí a principios de los años setenta y se había hecho una casa de gran tamaño en las afueras de Tíjolas, a la entrada de nuestro valle, que había procedido a rodear de una imponente tapia.
Romero me contó una vez con una sonrisita cómo un tratante de caballos conocido suyo había escalado un día esas tapias. Había amarrado su caballo en las cercanías y saltado con la ayuda de una robusta enredadera y un árbol que se encontraba a mano. Su intención, una vez en el interior del jardín, era sin duda sorprender a la ocupante de la casa, pero su plan había fracasado completamente. Cuando se dejó caer de la tapia al macizo de arbustos, se le echó encima la jauría de perros appenzeller de Janet, uno de los cuales le dio un serio mordisco en el culo. El hombre volvió a saltar la tapia a toda velocidad y, muy dolorido, regresó a caballo al pueblo, en donde se apresuró a denunciar a Janet a la policía por ser poseedora de un animal peligroso.
Para aquellos cuyas intenciones son menos inicuas hay una puertecita azul a la que se puede llamar. El verano siguiente a nuestra llegada a El Valero, Janet nos invitó a Ana y a mí a comer. Llamamos y esperamos cortésmente, como corresponde a unos recién llegados que vienen a visitar a la gente bien. La mitad superior de la puerta se abrió de golpe para mostrar la jauría de perros de Janet echando espuma por la boca. Nuestra anfitriona estaba de pie entre ellos, empuñando con fuerza el mango de un largo látigo de cuero con el que golpeaba a diestro y siniestro mientras maldecía duramente a los perros.
– Entrad, entrad, vamos, deprisa, y no os preocupéis por los perros. Si mantenéis las manos por encima de la cabeza acabarán acostumbrándose a vosotros. ¡Abajo, maldito!
Y con un diestro puntapié y un chasquido del látigo derribó a un espécimen particularmente desagradable que estaba rondándonos la garganta.
Entramos arrastrando los pies con las manos en alto y la puerta se cerró de golpe detrás de nosotros.
– ¡Bienvenidos, queridísimos! -gritó Janet por encima del tremendo estruendo-. Esperad ahí un segundín mientras me ocupo de estos bestias. Con un poco de carne se callarán.
Desapareció con los perros pisándole los talones, dejándonos temblando junto a la puerta. Al poco regresó con media docena de cabezas de vaca partidas, rojas y con mucha carne, las cuales arrojó al césped. Los perros atravesaron con gran estrépito el macizo de arbustos y se abalanzaron babeando con placer sobre los huesos.
– Son mis niños, ¿comprendéis? -dijo Janet sonriente mientras se deshacía de su látigo-. Entonces, ¿qué vamos a beber antes de la comida?
Nos decidimos por tomar vino y nos sentamos a la mesa bajo un emparrado cubierto de enredaderas, el primero de toda una serie de caprichos arquitectónicos con aspecto de haber sido fabricados por la propia Janet. Céspedes salpicados de árboles exóticos se extendían hasta una enorme piscina de losas de piedra con un cenador de estilo clásico en un extremo. Retuvimos cortésmente el aliento ante el jardín y nos bebimos a sorbos nuestro vino.
– Disculpadme un momento, tengo que dar los últimos toques a la comida. Servíos más vino.
Eso hicimos, tras lo cual nos levantamos para ir a admirar un estanque lleno de peces y de ranas, entre ellas una diminuta rana de San Antonio que Janet había importado de países exóticos. Al sentarme de nuevo reparé en una culebra que se estaba comiendo con satisfacción un pez al borde del estanque.
– Pues eso sí que es un fenómeno extraño -le comenté a Ana.
– Tal vez debiéramos decir algo…
– Janet, ¿es normal que haya una culebra comiendo peces junto al estanque?
– ¿Qué? -se oyó desde la cocina.
– Una culebra, hay una culebra comiéndose tus peces.
Salió corriendo de la cocina.
– ¿Una culebra? ¿Dónde?… Pues es verdad que hay una. La conozco: es la que se ha estado llevando todos los peces durante los dos últimos meses. Esta vez voy a arreglar a ese bicho inmundo. Espera, Chris, sujétala mientras voy a buscar algo con que matarla. ¡Ya sé con qué voy a cargármela! ¡Espérate ahí y de ninguna manera dejes que se vaya! -Y diciendo esto volvió a entrar corriendo en la cocina.
Miré socarronamente a Ana y luego otra vez a la culebra.
– ¿Cómo diablos se supone que voy a mantenerla ahí?
Afortunadamente la culebra no parecía muy dispuesta a moverse. Seguía comiéndose tranquilamente su pez… o, mejor dicho, el pez de Janet. Se oía a alguien revolviendo desesperadamente en la cocina y lanzando furiosos gritos.
– ¿Dónde podrá estar la condenada maza de la carne? ¡¿En dónde demonios se habrá metido ese trasto?!… ¡Aquí está! ¿Está ahí todavía, Chris? ¿Todavía la tienes?
– Sí, todavía está aquí.
Salió a toda velocidad de la cocina blandiendo la maza, saltó por encima de los arbustos y se lanzó sobre la culebra con su arma, momento en el cual la cabeza del utensilio se soltó.
– ¡Mecachis en los moros! ¡Ahora se le ha salido la cabeza! ¿Es que no pueden hacer herramientas decentes en este endemoniado país? Y ahora la maldita culebra se ha largado.
Se sentó a la mesa y echó un trago de vino.
– En fin, al menos ha sido un admirable intento. Tal vez la próxima vez la cogeré. Pero ahora ¡abramos paso al almuerzo!
A continuación nos sirvió una suntuosa comida hindú de seis platos, todos recién preparados, y mientras nos la íbamos comiendo nos contó la historia de su vida, de cómo la rebelión Mau Mau había frustrado sus planes de sacarse el título de veterinario en Kenia, obligándola a estudiar esta materia en casa, y de cómo había acabado conociendo de un modo bastante exhaustivo las enfermedades de los animales y su tratamiento. En la actualidad dirige desde su casa una clínica gratuita en donde atiende maravillosamente bien a todos los gatos, perros y caballos de los alrededores, siendo sus horas más felices las que pasa dedicada a esta actividad.
Janet nos dijo que, cuando no está atendiendo a animales enfermos, estudia. Actualmente estaba estudiando matemáticas, física y ciencias veterinarias y, con objeto de evitar que su actitud ante la vida se hiciese demasiado seria, estaba además leyendo revistas satíricas suizas en francés y alemán. Por mucho que lo intentara, yo encontraba imposible imaginarme a los suizos como una fuente de humor satírico, y así se lo dije a Janet.
– Sí… sí, Chris, tienes toda la razón. No tienen ningún sentido del humor. ¡De hecho, los suizos tienen el tipo de humor que te imaginas que podría tener un perro!
Bendita sea Janet; es una verdadera excéntrica pero, a pesar de su brusquedad, es de una generosidad a toda prueba. También se ha convertido en una amiga incondicional de Chloë.
– Nunca he tenido mucho tiempo para los niños, Ana -dijo con voz estentórea durante la primera visita que nos hizo tras el nacimiento de Chloë-. Los animales dan muchos menos problemas y por regla general también te resultan más útiles. Pero tengo que decir que tienes un bebé absolutamente divino. Te voy a decir lo que voy a hacer. Le voy a confeccionar un loro de punto. Un angelito tan lindo como éste lo que necesita es un loro de lana como Dios manda. Antes, hace ya años, se me daba bastante bien el punto, ¿sabes?, pero me quitaba tiempo para estudiar veterinaria, así que lo dejé.
Y en efecto, en menos de un par de semanas apareció un loro de punto de vivos colores, un saco amorfo de lana con un par de colgajos a los lados y dos botones a modo de ojos. Janet también le había tejido a Chloë una boina escocesa blanca «para que le abrigara la cabeza al angelito». Rellena de paja, habría hecho muy bien las veces de albarda para un burro. Pero eso no era todo: también le había fabricado una preciosa silla alta de madera con el asiento tapizado con una tela procedente, al parecer, de alguna tribu rara, y un arcón también de madera para guardar su ropa. Son unos regalos que atesoramos.
Entre los extranjeros de aquí parece haber un predominio de mujeres excéntricas. Algunas de ellas tienen maridos que van siempre pisándoles los talones, pero éstos suelen ser unos seres insulsos que se quedan en un segundo plano y tienen poca importancia. Amanda y Malcolm son un ejemplo de este fenómeno, siendo a su modo típicos entre los seguidores de la New Age de Órgiva. Malcolm tiene el pelo largo y blanco, y es aficionado a la ropa larga y suelta. Rodrigo, cuyo rebaño de cabras asuela el monte alrededor del terreno de Amanda y Malcolm, no puede aceptar que éste sea un hombre y siempre se refiere a ellos -y se refiere a ellos muchas veces, ya que constantemente surgen disputas- como «esas dos inglesas».
Antes de venir a España, Amanda se ganaba la vida dedicándose a la agricultura ecológica en las fronteras de Gales, y en la colonia extranjera de La Alpujarra pronto se la reconoció como la persona a quien consultar sobre todos los problemas hortícolas y botánicos. Una calurosa mañana de junio fui a buscarla para que me asesorara sobre la Lavatera olbia, un arbusto ornamental autóctono de Andalucía central y occidental. Un amigo mío de Inglaterra comerciante de semillas había empezado a hacernos algún que otro pedido de semillas de flores silvestres, y nos había encargado un kilo de semillas de lavatera. Por mucho que lo había intentado, yo no había podido encontrar ni un solo ejemplar de esta planta. Así pues, con Chloë gorjeando en el asiento de al lado, había salido en una expedición para poner a prueba los conocimientos botánicos de Amanda.
La encontré en su huerto, vestida de muselina blanca, dando golpes con un azadón. Mientras avanzábamos dando botes por la tosca pista de montaña que conducía a su casa, de pronto me vio, se enderezó y, apartándose el pelo de los ojos, me preguntó:
– ¿Quién viene a visitarme cuando la luna está saliendo en Acuario?
La gente me había hablado del entusiasmo de Amanda por la astrología, pero aun así la pregunta me cogió desprevenido. Miré a Chloë" para ver si ella podía arrojar algo de luz sobre el tema, pero había sucumbido al calor del mediodía y se había quedado profundamente dormida.
– Mmmm… me llamo Chris, Chris Stewart. Me han dicho que es una experta botánica. Necesito información sobre unas plantas que posiblemente crezcan por aquí.
– La gente es muy amable al decir eso. Estoy segura de que no es verdad, pero de todos modos vamos a tomar un té y veré si te puedo ayudar.
Amanda tampoco había encontrado ningún ejemplar de lavatera, pero era a todas luces una mina de conocimientos sobre el tema de la flora alpujarreña. Nos tomamos un té bajo un cenador cubierto de rosas mientras hablábamos de botánica, de las montañas y de Rodrigo y mirábamos hacia el contorno del Rif en Marruecos, apenas visible al otro lado del Mediterráneo. Mientras tanto, Chloë seguía durmiendo en mi regazo.
– Lo de Rodrigo es mal asunto, ¿sabes?, sus cabras están destruyendo totalmente el campo. Se lo he dicho no sé cuántas veces, pero no me hace ni caso. Dentro de poco Rodrigo y sus malditas cabras van a conseguir que vivamos en medio de un desierto. Estoy segura de que sabrás que el desierto del Sahara era un vergel verde y fértil hasta que Rodrigo y sus congéneres empezaron a fastidiarlo, ¿verdad?
– Sí, algo de eso había oído.
– Pues estoy convencida de que la solución es plantar retama en todas las zonas secas de las montañas. La retama lo aguanta prácticamente todo… excepto a las cabras.
– ¿Retama? ¡No estarás hablando en serio!
La retama es un arbusto alto y leñoso con largas hojas plateadas y unas raíces profundas. En primavera perfuma los montes y los valles de todo el sur de España con sus racimos colgantes de flores amarillas. Se encuentra por todas partes en muchísima abundancia, y en apariencia sirve para poco. Tratar de convencer a Rodrigo de que plante retama en los montes sería como intentar que un ganadero británico de vacuno de leche plante ortigas y cardos.
– Hablo completamente en serio -insistió-. Retama es lo que hace falta. De hecho ya le he hablado a Rodrigo de mi idea, y estoy convencida de que poco a poco la está empezando a aceptar.
– Yo soy el primero en aprobar alguna que otra idea original -dije, intentando no parecer desdeñoso-, pero realmente no veo cómo ésta va a poder arraigar, por decirlo así. La retama es bonita y además resistente a la sequía gracias a sus raíces tan largas, pero aparte de dar unas pocas semillas y algo de fronda para que las cabras…
– ¡Malditas cabras! No voy a plantarla para las cabras, Chris. Para desarrollar una ecología viable en esta zona tenemos que empezar por sacar a las cabras de la ecuación.
Estuvimos dándole vueltas al tema hasta que lo agotamos, y hasta que Chloë se despertó y empezó a reclamar su cena. Tras disculparme, formulé una invitación para el domingo mientras ponía en marcha el Land Rover.
– Oh, y que venga también tu… que venga, mmm…
– Malcolm; supongo que quieres decir Malcolm. Sí, iremos los dos.
– Eso -dijo Amanda subiéndose las mangas de su vestido de muselina y señalando con el dedo la trampa para moscas que había colgado yo en la pared del establo-, eso es un artilugio asqueroso. ¿Cómo has sido capaz?
La trampa culpable era una patente norteamericana y un artefacto del que me sentía bastante orgulloso. Consistía en una bolsa de plástico llena de agua y de una porquería mefítica que al' parecer resulta tan atractiva para las moscas, que éstas se meten de buen grado por un embudo de plástico para ahogarse y unirse a la masa empapada y maloliente de sus compañeras. Lo que acabó de convencerme para que la comprara fue una extraña recomendación, estampada en el paquete, que rezaba: «Con su maravillosa trampa para las moscas pudimos disfrutar de nuestra barbacoa anual sin ellas. ¡Y eso que nuestra barbacoa está justo al lado de las pocilgas!».
– Vamos, Amanda, habrá que fijar ciertos límites, digo yo -protesté-, y las moscas se encuentran muy por debajo de los límites que yo he fijado. Piensa en el suplicio que suponen para los caballos y las ovejas, por no hablar del que suponen para nosotros.
– ¿Para nosotros? Para ti, querrás decir. Las moscas no me molestan en absoluto, ni tampoco a Malcolm. -Se oyó un bufido de asentimiento por detrás de mi hombro izquierdo-. Cuando estás en paz contigo mismo y con tu entorno, las moscas no te molestan. Es así de fácil.
De hecho yo sabía que Amanda hablaba en serio porque una mujer que se había quedado a dormir una vez en su casa me había dicho que abrigaba los mismos tiernos sentimientos hacia los alacranes. Por regla general a los alacranes no les gusta el agua, pero por alguna extraña razón acudían corriendo desde todos los rincones del campo de los alrededores para caer en el estanque de Amanda y ahogarse, lo que la afligía tanto, que tenía una red preparada para sacar a los pobres animalitos, como ella los llamaba, y devolverlos al mundo de piedras y maleza de donde habían salido.
Mi informadora tenía buenas razones para sentirse impactada por estas medidas. Uno de los pobres animalitos de Amanda la había picado en la boca cuando estaba en la cama, a pesar del hecho de que era una mujer en paz consigo misma y con su entorno, aunque naturalmente un acontecimiento como éste era como para hacer que cualquiera perdiera cierta proporción de fe en su entorno. Parecía una verdadera lástima que no todos los animales compartieran la visión del universo de Amanda.
Amanda y Malcolm habían llegado temprano para comer, y les habíamos estado mostrando el huerto de Ana. Tras arrancar a Chloë de su cajón de arena y mientras subíamos hacia la casa, Ana desvió con tacto la conversación de nuestra gratuita matanza de las moscas hacia el terreno menos peligroso de los fertilizantes naturales.
– Debe de ser uno de los mayores milagros divinos el que las boñigas de los animales contengan todos los elementos esenciales para el crecimiento de las plantas que alimentan a esas mismas criaturas que elaboran el estiércol que alimenta a las plantas… y así sucesivamente -dije sin parar de hablar, deseoso de demostrar mis credenciales en el campo de la agricultura ecológica-. Cuanto más pienso en ese tema, más me llena de alegría la organización del universo.
– Siendo como somos vegetarianos estrictos, claro está que no usamos estiércol animal -respondió Malcolm-, sólo nuestros propios excrementos y algas marinas.
Sobrevino un silencio.
– Con eso estás en cierto modo arrojando piedras sobre tu propio tejado, Malcolm, ¿no te parece? -sugerí-. Quiero decir, ¿importar algas marinas cuando vives en las montañas rodeado de animales que producen grandes cantidades de estiércol?
– Sí, claro que hace mucho más difíciles las cosas, pero intentamos no utilizar productos de ningún animal que sea explotado. Los animales deberían ser salvajes y libres como nosotros.
Miré con atención a Malcolm. Salvaje y libre no eran los dos primeros adjetivos que se me habrían ocurrido.
– Tampoco usamos zapatos de cuero ni ropa de lana.
– Pues no hay duda de que es un camino difícil el que elegís. Pero el almuerzo debe de estar ya listo. Ana ha preparado una comida que esperamos os resultará del todo aceptable. Es increíble cuánto ha habido que pensar para conseguirlo.
Ana se había lucido de verdad. Nos obsequió con un plato de aspecto delicioso a base de berenjenas, pimientos, tomates, patatas y ajo que burbujeaban en una salsa muy sazonada de yogur de leche de soja.
– Me temo que nos es imposible comer eso.
– ¡¿Os es qué?!
– No comemos pimientos, ni berenjenas, ni tomates, ni patatas. Todas esas hortalizas son plantas solanáceas, miembros de la familia de la belladona. Son venenosas.
– Entonces saborearéis bien el ajo, que podréis ir entresacando del resto de los ingredientes.
Lo primero que se oye es un silbido que parece el canto de una totobía, si no fuera porque las totobías pocas veces bajan hasta el río, ya que prefieren los matorrales de las cimas. Entonces empieza a sonar el estruendo de un río de cencerros y te das cuenta de que era Rodrigo llamando a sus cabras, que aparecen avanzando río arriba, al menos en una docena de hileras, abriéndose camino cuidadosamente entre los salientes y peñascos o paciendo a lo largo de la orilla mientras espera encima del talud, vigilándolas bajo el ala de su prehistórico sombrero de paja.
Hay algo de verdad en lo que dice Amanda sobre la capacidad destructiva de las cabras. Las ovejas ya son malas de por sí, pero las cabras no tienen ni punto de comparación. Una cabra puede ponerse de pie en sus patas traseras y llegar hasta una altura de dos metros y medio, arrancando todas las hojas y ramas de los árboles por debajo de esa altura. Son unas trepadoras prodigiosas hasta por los terrenos más escarpados, increíblemente intrépidas y de pie firme, y sus delicadas pezuñas acabadas en punta son como pequeños martillos neumáticos que escarban sin parar los terraplenes, los muros de piedra y los bordes de los bancales.
Sin embargo el choto es delicioso para comer. Vendiéndose a un precio más alto que el cordero, y en un terreno en el que no podría sobrevivir ningún otro animal, las cabras se sustentan a sí mismas y además producen un par de litros de leche al día, no una leche corriente, sino leche con unas propiedades casi milagrosas curativas y nutritivas. Así pues, a pesar de la oposición de los ecologistas, siempre habrá cabras y cabreros en Las Alpujarras.
Muchas veces, atravesando el bancal de limoneros, bajo al cauce del río por la rampa rocosa para charlar un rato con Rodrigo.
– ¡Hola! -le digo a modo de saludo.
– ¿Qué? -pregunta.
Ese «qué» no es un «qué» normal. Es expresado calurosamente, con la cabeza inclinada, las palmas de las manos extendidas hacia arriba, y pronunciado con voz fuerte y la vocal alargada. Quiere decir: «¿Qué tal estás? ¿Cómo están tu mujer y tu niña? ¿Cómo te va la vida y cómo van el cortijo y la cosecha?». Yo no lo puedo decir como Rodrigo. Hacen falta muchos años de caminar acompañado solamente por unas cabras y tus propios pensamientos para poder conseguir pronunciar ese «qué» especial. Por eso yo tengo que ser más preciso.
– ¿Cómo está tu mujer, Rodrigo?
– Ay, Cristóbal, está mal, muy mal. Ya casi no puede andar, ha tenido una vida muy difícil.
– Cuánto lo siento.
– Lo que pasa, Cristóbal, es que la vida no es más que un soplo. Llegamos a este valle de lágrimas, estamos aquí cuatro días y si tenemos ocasión de hacer algún bien, de hacerle un favor a alguien, entonces nos han ido bien las cosas y a lo mejor podemos ser un poco felices. Pero entonces nos siegan la vida y nos morimos, y no quedan más que huesos y polvo. La verdad es que no somos diferentes de las bestias, estas cabras con las que ando.
La mejor manera de recibir una declaración así es en silencio. Ya conozco a Rodrigo lo suficientemente bien para respetar la sinceridad que se oculta tras este torpe filosofar. Tiene un espíritu verdaderamente generoso.
– Ayer te vi hablando con las inglesas. ¿Estaban diciendo cosas de mí y de las cabras?
– Bueno, más que nada hablaban de las cabras, Rodrigo. No les gustan nada en absoluto, de eso no hay duda. Parece ser que ellos se entretienen plantando retama en el monte, y entonces llegan tus cabras y se la comen.
– Cristóbal, ¿a quién se le ocurre plantar retama en el secano? No lo entiendo.
– Ya lo sé, es raro, pero dicen que es buena para el suelo, que frena la erosión. De todos modos, creo que ellos preferirían que no llevaras tus cabras cerca de su terreno.
– Hay una vía pecuaria ahí y yo tengo que pasar por ella para llegar a los terrenos de encima de El Picacho. En las vías pecuarias hay derecho a pastar. Mira, Cristóbal, yo no quiero ser un mal vecino suyo: si quieren plantar retama en el monte yo no me opongo, pero no hay tantos pastos como para que pueda permitirme el lujo de no llevar a las cabras a un secano como El Picacho. Mientras pasan las cabras, claro que se van a comer las plantas jóvenes de retama, es natural. ¿Entiendes lo que te digo?
– Sí, claro que lo entiendo.
Y de este modo continúa la interminable batalla entre los ecologistas y los pastoralistas.
Rodrigo se siente solo en el río. Desde hace cincuenta años, camina con sus cabras durante todo el día, en estas mismas montañas y estos mismos valles. Ha visto cómo ciclos climáticos enteros cambiaban la faz del mundo. Años de sequía en que sus animales esqueléticos tenían que escarbar entre el polvo para encontrar el más diminuto de los brotes; años en que necesitaba todos sus conocimientos de pastor para encontrar los lugares en donde, tras meses e incluso años sin llover, era posible que quedara algún vaho de humedad apenas perceptible; y otros años en que durante muchos meses seguidos no podía cruzar a caballo el río crecido y tenía que bajar hasta el puente de los Siete Ojos para llegar al establo de sus cabras. Aquéllos eran los años fáciles, me dijo, cuando podía sentarse en una piedra a menos de un kilómetro de su establo, con un par de sacos de abono vacíos sujetos con cuerda a la cabeza y a los hombros -la mejor manera de defenderse de la fuerte lluvia- y contemplar a sus cabras atiborrándose de hierba.
Rodrigo se había resignado a esta dura y solitaria existencia. Nunca se le habría ocurrido pensar que un día su carga se iba a aligerar por la presencia de alguien a quien ayudar -y mucho menos la de una escultora holandesa de aspecto delicado-. Pero así fue como sucedió.
Antonia, la holandesa en cuestión, había comenzado por pasar los veranos en La Hoya, un cortijo medio en ruinas situado en el valle, un poco más abajo de El Valero. El día que la conocimos, durante su primer verano en el valle, había subido por el cauce del río con su enorme y viejo perro maloliente e iba de un bancal a otro siguiendo a distancia a nuestro carnero, mirándolo desde debajo de un sombrero de ala ancha y modelando su figura en un pedazo de cera que trabajaba con los dedos.
– Si quiere lo separo y se lo encierro -ofrecí.
– No, prefiero verlo moverse de un lado a otro con el resto del rebaño. De esa manera obtengo un resultado más natural.
Estaba visto que al carnero no le parecía nada bien posar como modelo y, en cuanto Antonia conseguía colocarse en un buen lugar estratégico, se marchaba, con lo que ésta tenía que ir siguiéndole a trompicones por el pedregoso prado. El asunto se complicaba aún más por el calor del día, ya que la cera no hacía más que derretirse y, cada quince minutos más o menos, Antonia tenía que refrescarla en el agua de la acequia. Cuando volvía, por supuesto el rebaño había desaparecido, y para cuando lo encontraba, la cera había empezado a derretirse de nuevo. Así pues, le di un cubo para que lo llenara de agua y lo llevara consigo.
Con este sistema Antonia conseguía avanzar algo y, poco a poco, los modelos iban tomando forma. Aquel verano hizo muchas ovejas, así como algunos toros y cabras, y una magnífica reproducción de Bottom, la burra de Domingo. Cuando regresó a Holanda para vaciar algunos de sus modelos en bronce, dejó en un cajón de nuestra casa un pequeño zoo de figuras de cera, para gran alegría de Chloë.
Rodrigo vive arriba en La Valenciana, por encima de La Hoya, aproximadamente a hora y media de distancia a caballo, pero estabula sus cabras en el cortijo de abajo. Cada mañana, tras atender a las vacas, los cerdos, las gallinas y el caballo, ensilla a este último y desciende la empinada pendiente. Al llegar a La Hoya, se ocupa de las cabras que necesiten algún cuidado y después se las lleva al río o a los montes. Nunca duerme la siesta, ni siquiera con el calor abrasador del verano: no queda tiempo para ello. A las cabras no les molesta nada el calor.
De repente había aparecido una leve variación en la monotonía de la vida de Rodrigo. La Antonia, como él la llamaba, empezó a aficionarse a pasear con él por el río, modelando de vez en cuando un animal de cera mientras avanzaban. Rodrigo debe de ser el único cabrero de España con un modelo de macho cabrío de bronce vaciado personalmente para él: es un proceso muy costoso. Cuando había que trabajar con las cabras -ponerles inyecciones, desparasitarlas, lavarlas, etcétera-, Antonia muchas veces pasaba toda la mañana ayudándole, y el trabajo con las cabras es mucho más fácil con dos personas que con una. En las raras ocasiones en que era necesario por una u otra razón sacrificar un animal para que no sufriera más, Antonia estaba dispuesta a matárselo ella misma a Rodrigo con un cuchillo. A los alpujarreños no les gusta sacrificar sus animales. En algunas ocasiones yo tengo que hacer esto mismo para Domingo.
Antonia supuso un cambio para la vida cotidiana de Rodrigo, pero cuando Carmen, la mujer de Rodrigo, cayó enferma y tuvo que ser trasladada urgentemente al hospital en Granada, su presencia se hizo esencial. Tras encerrar a las cabras por la noche, Antonia llevaba a Rodrigo en coche a su casa, le ayudaba a atender a los otros animales y después le llevaba a Granada y se quedaba allí mientras él pasaba toda la noche sentado junto a la cama de su mujer enferma. Aquí es costumbre hacer esto, y se cuenta con que la familia se ocupe de gran parte de los cuidados del enfermo.
La vigilia se prolongó durante nueve días, tras los cuales Carmen volvió a casa sintiéndose al menos algo mejor. Desde entonces la Antonia se ha convertido en un adorado miembro honorífico de la familia. Cuando se queda una noche a dormir con ellos en La Valenciana, sólo la dejan marcharse muy a regañadientes. Yo nunca he estado en la casa de Carmen y Rodrigo, pero Ana sí. Un día fue hasta allí con Antonia; por supuesto, Carmen las invitó a entrar, y les resultó imposible escapar sin antes comer y beber los más deliciosos y preciados comestibles de la casa. Ana dijo que había sido como ir de visita con la reina.
Antonia pasa largas temporadas en Holanda, ganando dinero para su trabajo en España, tratando de conseguir clientela y encargos y haciendo el vaciado en bronce de las figuras que crea. Cuando se marcha del valle para hacer uno de estos viajes, Rodrigo camina con sus cabras llorando un poco.
– Creo que Dios me ha mandado a la Antonia, Cristóbal -me confió un día-. Mientras ella está fuera, nos persigue constantemente para ver si tenemos noticias suyas, y calcula minuciosamente cuándo debería llegar una postal.
Antonia es una verdadera artista y dedica tanta energía y arte a su vida como a su trabajo. Es de una generosidad sin límites, y a pesar de no ser demasiado fuerte, para ella nada es mucha molestia. Y por eso la vida la recompensa: la gente la adora. Es la única persona extranjera que conozco por aquí que se ha convertido en una parte de La Alpujarra simplemente a fuerza de ser consecuente consigo misma.