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Si nos preocupaba algo relacionado con Chloë -aparte de su supervivencia entre los alacranes y otros aterradores peligros para la vida infantil- era la posibilidad de que se sintiera sola viviendo en un cortijo aislado con la única compañía de unos padres de edad madura que la adoraban. Parecía contentarse entreteniéndose con los toscos animales que la rodeaban, llevando a cabo observaciones científicas sobre los grillos y las hormigas y familiarizándose con todas las plantas y arbustos que crecían en el cortijo. Pero hay algunos juegos que sólo se pueden jugar de modo satisfactorio con amigos de la misma especie. Chloë, como ya sabíamos, tarde o temprano iba a necesitar un compañero de juegos. Afortunadamente encontró uno -todo lo cerca que se puede esperar en El Valero- en María, la hija menor de Joop y Marijke, a quien ésta había dado a luz en su casa, el cortijo del otro lado del río, un año antes de nacer Chloë.
A partir del día que se conocieron, Chloë y María se consideraron una a otra como hermanas y se dedicaron a entretenerse con provechosas y tranquilas ocupaciones tales como echar cintas de casete al retrete o tirar piedras a las ovejas. María no hablaba inglés, y como Chloë tampoco hablaba una palabra de holandés, se comunicaban en español. El tener una hija granadina nativa que hablaba perfectamente español contribuyó a que al fin tuviéramos la sensación de que habíamos echado raíces. «Has sembrado tu semilla aquí: ahora eres uno de nosotros», me había dicho Domingo el Viejo.
La vida estaba empezando a transcurrir más o menos sin contratiempos. Gracias a las ovejas, la recogida de semillas y la esquila, sacábamos suficiente dinero para ir tirando y habíamos empezado a aumentar planes de convertir la casa abandonada del otro lado del río, cerca de la de Domingo, en una casita de veraneo. Nuestra casa, aunque aún distaba mucho de ser opulenta, estaba, en suficiente buen estado como para que no entrara la lluvia en invierno ni el calor más fuerte durante el verano, mientras que el cortijo iba adquiriendo poco a poco cierta apariencia de orden y prosperidad. Sin embargo había algo que estropeaba las cosas y que amenazaba con destruir el delicado equilibrio que sostenía nuestra armonía doméstica: los perros y las ovejas estaban en guerra.
Bodger y Barkis se habían convertido en un par de enormes aunque afectuosos chuchos. Eran de un tamaño todavía mayor que Bonka, que ya había llegado al límite de su crecimiento, y en esto, en sus hocicos anchos y achatados y en su temperamento bovino, yo creía detectar la manode Cees, el perro de María, que recientemente había sido enviado a mejor vida tras un truculento episodio en el que se habían visto envueltas unas gallinas.
Las orejas de Bodger se habían quedado en la misma posición, una hacia arriba y la otra hacia abajo, lo que le daba un aspecto tan simpático como cuando era cachorro, y Barkis también era una preciosidad. Pero por desgracia éste era excepcionalmente obtuso. No había ni un solo grupo de neuronas educables en toda su mollera, y era un perseguidor de ovejas incorregible. Una vez que le había cogido gusto a ver cómo la totalidad de las ovejas huían presas de pánico monte arriba con las cabezas bajas y las patas moviéndose a toda velocidad entre el polvo, no podía resistirse: tenía que hacerles repetir la escena cada vez que las veía. Me sacaba de quicio. Ningún pastor puede permitir que se trate así a su rebaño, y un día, tras salir de la casa para encontrarme una vez más a las ovejas perdidas y temblando de miedo en un cerro de las cercanías, salté.
– Bueno, esto ya se ha acabado, Ana. ¡Voy a pegarle un tiro a ese cabrón! Mira, otra vez ha perseguido a las ovejas monte arriba el puñetero. Están aterrorizadas, la totalidad del rebaño es un manojo de nervios.
– Anda, dale otra oportunidad más, por favor.
– Le he dado una oportunidad tras otra al desgraciado ese. He tenido paciencia con él. Le he tratado bien. Le he dado voces. Le he pegado. He intentado educarlo. Pero es completamente idiota. No hay remedio, tenemos que deshacernos de él. No me gusta nada tener que hacerlo porque es un perro encantador, pero si no hago algo ahora, va a empezar a matar ovejas y eso no estoy dispuesto a tolerarlo.
Ana y Chloë se me quedaron mirando horrorizadas mientras atravesaba el valle a grandes zancadas para ir a pedirle a Domingo que me prestara su escopeta. Mis intenciones eran totalmente inamovibles. Iba a pegarle un tiro a ese chucho estúpido y a poner fin de una vez a la persecución de mis ovejas. Pero Domingo no estaba, por lo que regresé a pasos enérgicos aunque en el fondo alegrándome bastante.
Mientras subía por el camino hacia el bancal donde habíamos enterrado a Beaune me encontré a Chloë, cavando sin mucha destreza con su palita de playa.
– Tendremos que enterrar a Barkis, ¿verdad, papá? -preguntó mirando con pavorosa seriedad el hoyo de tamaño de hámster que acababa de hacer.
– No, Chloë, no voy a matar a Barkis -le contesté subiéndomela a los hombros de modo que no pudiera escudriñar mi rostro atormentado por la culpabilidad.
Ana estaba en la casa preparándose parair a visitar a todos los propietarios de perros a los que había posibilidad de convencer de que se quedaran con Barkis. Janet prometió pensar en el asunto.
Entretanto Barkis, ajeno a su indulto, se lució persiguiendo a todo el rebaño río abajo hasta La Herradura y, a continuación, en línea recta por la empinada pendiente de La Serreta al otro lado del río Cádiar. Yo no vi el desgraciado episodio, pero Rodrigo el cabrero había asistido a la totalidad del espectáculo, que le había dejado decididamente frío.
Manolo el del Granadino me dio la noticia del éxodo cuando ese mismo día me lo encontré más tarde en el pueblo. Dijo que había visto a las ovejas pastando justo por encima de los almendros del Enjambre. Creía que iba a haber problemas si no las bajaba cuanto antes.
– Bajarán del cerro por la noche y se meterán en la vega a rapiñar; acabarán con todas las hortalizas y entonces tú sí que te la has buscado.
– Creo que estás exagerando un poco, Manolo, pero tienes razón, más vale que suba hasta allí y haga algo.
Era una idea extraña, la imagen de las ovejas como unos asaltantes nocturnos descendiendo sobre las filas de hortalizas de los agricultores del valle como si se tratara de una horda asiria… y escondiéndose durante el día en las inaccesibles colinas.
A la vuelta del pueblo, Ana me llevó a la Venta del Enjambre y me dejó allí con un plátano, un pellizco de pan y un trago de agua. Cogí un robusto palo y eché a andar barranco abajo buscando las ovejas con la mirada y aguzando los oídos por ver si oía los cencerros. Era una cálida y preciosa tarde de febrero, y unas tenues nubecillas cubrían el sol con un velo. Avancé por la pista hasta La Hoya y me quedé de pie junto al río contemplando cómo Ana y Chloë desaparecían tras el cerro y se perdían de vista. Pero ni rastro de las ovejas. Retrocedí sobre mis pasos siguiendo el mismo camino por el que había venido, y después de unos diez minutos capté un lejano tintineo de cencerros. El rebaño estaba avanzando a lo largo de la línea del horizonte, muy por encima de mí. Era imposible subir hasta allí desde donde yo me encontraba, ya que la totalidad de la ladera estaba cubierta de aulagas que me llegaban a la altura del pecho, por lo cual cambié de dirección y avancé hacia el este con la esperanza de encontrar una vereda.
Al llegar al collado de la parte oriental del cerro no me quedó otra alternativa que abrirme camino cuidadosamente río abajo por la ruta a lo largo de la cual tenía intención de traer el rebaño. Seguía sin haber ninguna senda. Exasperado, empecé a subir en línea recta por la empinada cresta rocosa, trepando sin parar mientras respiraba un aire que olía a pino y a romero, hasta que por fin descubrí en la cima una tenue vereda que al parecer no empezaba en ningún sitio y discurría a lo largo de la cresta entre pico y pico.
Me senté para recobrar el aliento y me puse a inspeccionar la escena que se desarrollaba a mis pies mientras disfrutaba del sol de la tarde. El diminuto El Valero, más allá del río, sólo resultaba visible para unos ojos adiestrados. Hacia el norte la nieve cubría los altos picos a cuyo alrededor giraban unas nubes de tormenta; pero en el lugar donde estaba sentado reinaba una paz absoluta, con el estruendo de los ríos reducido a un suave susurro y alguna que otra totobía que echaba a volar chillando. Sonreí para mis adentros pensando en la manera en que las ovejas me habían traído a este lugar para permitirme disfrutar de una tarde de excursión.
Como para rematar el momento, oí un lejano tintineo de cencerros. Allí estaban las ovejas, a un kilómetro de distancia, como manchas diminutas entre los matorrales, no lejos de donde las había visto antes. Me dirigí hacia ellas por los dos valles escondidos con sus fortificaciones en ruinas -la Serreta había sido un reducto republicano durante los últimos meses de la Guerra Civil- y a través de una larga pendiente pedregosa cubierta de unas matas de romero que me llegaban hasta la cintura. Al llegar, les hice unos suaves reproches a los animales que tenía a mi cargo: «¡Éste no es un lugar para ovejas, por Dios santo! Para cabras quizá, pero para ovejas ni hablar. Total, ¿qué demonios encontráis aquí para comer? No hay ni una brizna de hierba».
Cuando miré a mi alrededor empecé a preguntarme seriamente cómo iba a bajarlas de allí. Estaba claro que ellas no querían bajar. «Bueno, vámonos a casa», les dije, tras lo cual les di unos gritos y chasqueé la lengua. Algunas ovejas se pusieron en marcha en una dirección de modo más bien poco convincente.
Hice un balance de la situación. No sabía dónde estábamos ni conocía el terreno. Había precipicios pequeños y grandes por todas partes y, con los matorrales llegándote a la cintura, no los veías hasta que no caías de cabeza por ellos. Las ovejas a las que estaba a punto de tirar una piedra para hacer que avanzaran podían encontrarse al borde mismo de una caída a pico. Rodeándolas, avancé un poco para comprobar si éste era el caso: pues bien, lo era.
Así pues, a fuerza de lanzarles juramentos y piedras, conseguí que dieran la vuelta y empezamos a retroceder a un ritmo constante por el camino que había seguido yo a lo largo del cerro. El ponerlas en camino fue una odisea. «¡Eeeei!», les gritaba, agitando mi palo. Entonces unas doce ovejas avanzaban, mientras que el resto se las quedaban mirando sin mucho interés, tras lo cual empezaban a descender tranquilamente mientras pastaban y yo me tenía que precipitar monte abajo entre pinchos y rocas para proferir amenazas a la parte inferior del rebaño. En consecuencia, estas ovejas se ponían en marcha a regañadientes en la dirección adecuada. Entretanto el grupo de arriba se había detenido y las ovejas empezaban a dirigirse hacia unas rocas de aspecto feo que había más arriba. Entonces yo volvía a subir a saltos y las encaminaba más o menos en la dirección adecuada. Mientras la parte baja del rebaño… Me maldije a mí mismo por haber sido tan estúpido de no tener un auténtico perro pastor.
En cualquier caso, tirando piedras y lanzando gritos y alaridos, conseguí llevarlas a todas hasta la apenas perceptible vereda de la cresta. Mientras nos abríamos camino cuidadosamente, yo les hablaba para mantenerlas relajadas y de buen humor. «Seguid avanzando por ahí como niñas buenas, preciosas -les decía-. Eso es, mucho cuidado ahora. Id buscando por dónde ir, no hay prisa, aún quedan suficientes horas de luz.» Y añadía una serie de cosas por el estilo.
Las vistas desde aquella cresta eran impresionantes, pero el ser consciente de que, si resbalaba, probablemente me precipitaría monte abajo, de algún modo enfriaba mi entusiasmo. Afortunadamente a mí no me afecta demasiado la altitud, y en cuanto a las ovejas, bien, pues dejan para el pastor esas preocupaciones tan triviales. Las ovejas que iban a la cabeza del rebaño se empeñaban ciegamente en seguir justo la senda de la cresta, lo que significaba subir hasta cada uno de los pináculos de todos y cada uno de los recortados picos de esta pequeña y escarpada cordillera, para luego volverlos a bajar. Sin duda nuestro aspecto, con nuestras siluetas recortadas contra el cielo cada vez más oscuro, debía de resultar ridículo desde abajo.
Al ponerse el sol empecé a caer en la cuenta de hasta qué punto me encontraba en un aprieto. Aquí estaba, en pos o a veces en medio de un rebaño de ovejas que avanzaban lentamente, en lo alto de unas escarpadas cumbres desde las cuales no tenía una idea muy clara de cómo bajar. Las sombras se iban haciendo cada vez más densas, y los contornos de las laderas que tanto me habían deleitado antes iban adoptando un aspecto amenazador. Si llegábamos hasta el extremo oriental de la sierra, no habría manera de que las ovejas pudieran descender, como bien sabía yo. Incluso si conseguía bajarlas hasta el nivel de la carretera -y de hecho yo veía la carretera allá abajo, una delgada y lejana tira por la que pasaban susurrando diminutos coches y camiones- tendría que encontrar la manera de encaminarlas hacia el río, lejos de los exuberantes campos de hortalizas de la vega que había al fondo. No era una tarea fácil para un pastor agotado. Iba a tener que dejarlo todo al azar.
El sol fue descendiendo aún más, unas nubes negras encapotaron el cielo y la noche fue cayendo poco a poco, pero las ovejas seguían caminando tranquilamente, cada vez más despacio. Mis pensamientos eran ahora de lo más negros. Las plantas que tanto me habían alegrado antes me daban crueles tirones al pasar, y me parecía como si las rocas surgieran del suelo de pronto para atormentarme los tobillos.
«Deberíamos atajar por aquí a la derecha -les anuncié a las ovejas-, aunque parezca una pendiente endemoniada. Sin duda es mucho más fácil que la pared que hay al final. Pero, hagáis lo que hagáis, ovejitas, ¡ni se os ocurra ir al lado norte! Por ahí sólo os espera la ruina.» La necesidad de hablar en voz alta en ese momento aterrador, aunque no fuera más que a las ovejas, era irresistible.
A las ovejas tampoco les gustó mucho el aspecto del lado norte. Era una perspectiva formidable de empinadas laderas de roca cubiertas de espesa maleza, con unos tajos de varios centenares de metros que caían en picado hasta el río. Mientras corría entre los matorrales por el flanco derecho del rebaño, redoblé mis esfuerzos lanzándoles piedras y gritando como un poseso: «Por ahí. Por ahí, so gilipollas. Mirad, ya sé que tiene un aspecto muy negro, ¡pero creedme que es muchísimo menos negro que lo que os espera si seguís por esa maldita cresta!». Me miraron, rumiando con insolencia, e inmediatamente se pusieron a subir al borde del siguiente, último y más alto de los picos.
«¡Mecachis en la mar! Sois unas estúpidas: ¡mirad el lío en que nos habéis metido! ¿Cómo carajo vamos a bajar de aquí?»
Los coches que rodaban silenciosamente allá abajo por la carretera ya tenían los faros encendidos. Una luna en cuarto creciente se deslizaba majestuosa por entre las amenazadoras nubes.
Mientras las rodeaba, atravesando a tropezones el lado norte del pico, las ovejas que iban detrás se dieron la vuelta en silencio y retrocedieron al trote a lo largo del camino por el que acabábamos de venir. Me detuve y me las quedé mirando horrorizado. Empezó a girar ante mis ojos la visión de una eternidad en que, al igual que en el castigo de Sísifo, yo avanzaba y retrocedía constantemente con mis obtusos animales por esta cresta, a lo largo de la línea del horizonte. El rebaño se iba fragmentando poco a poco; algunas ovejas retrocedían por el mismo camino que habíamos venido, otras consideraban la posibilidad de la cara norte, una o dos pastaban en la ladera por la que yo quería que bajaran, pero la mayoría de ellas simplemente permanecían ahí paradas observando pensativamente cómo se iba aproximando la noche.
Probé un arranque final de actividad frenética, saltando en la oscuridad por encima de las rocas hacia delante y hacia atrás, a riesgo de romperme un tobillo, dando gritos y alaridos y golpeando la maleza con el palo. Pero no sirvió para nada. Tuve que darme por vencido, al menos por aquella noche, y bajar deslizándome por esa horrible ladera.
Mientras avanzaba iba emitiendo los ruidos que los habitantes locales utilizan cuando quieren que las ovejas les sigan. Ellas los escucharon cortésmente pero decidieron no hacer caso. Y cincuenta metros monte abajo encontré el sendero que había estado buscando al subir.
Al día siguiente Domingo y Antonio se ofrecieron a subir conmigo para sacar las ovejas del cerro.
– Sois muy amables -les dije-, pero la verdad es que no veo cómo vamos a poder bajarlas.
Echamos a andar cerro arriba armados con la jauría de Domingo de cinco chuchos de aspecto indefinido, y después de alrededor de una hora de difícil subida conseguimos localizar a las ovejas en lo alto de los escarpados tajos, más o menos donde las había dejado yo.
– Vamos a empujarlas para que bajen por el lado norte -dijo Domingo-. Siempre bajarán mejor por el mismo sitio que han subido.
– No puedes estar hablando en serio, Domingo. Por ese lado hay una caída vertical como del noventa por ciento.
Antonio lió un pitillo y se reservó su opinión.
– ¡Bah! -dijo él, y lanzó el silbido parecido al canto de un pájaro que utiliza para que su rebaño se ponga en movimiento.
Las ovejas levantaron la cabeza sobresaltadas, y a continuación echaron a correr al unísono, derechas al borde del tajo.
Presa de pánico, me acerqué corriendo al borde esperando ver sus cuerpecitos lanudos precipitándose al vacío desde centenares de metros de altura para estrellarse en las rocas del río allá abajo. Pero no, ahí estaban, saltando de un saliente a otro con el culo hacia arriba y las orejas hacia abajo, descendiendo precipitadamente por esa pendiente imposible. Tardaron siete minutos y medio en llegar al río, tras lo cual echaron a correr hacia el cortijo, perdiéndose de vista por los bancales de los naranjos en cuestión de unos minutos.
– ¡Bueno, pues no ha sido muy difícil! -dijo Domingo alegremente cuando nos sentamos todos en una roca para contemplar la vista y disfrutar de las volutas de humo que salían del cigarrillo de Antonio.
En cuanto le llegaron las noticias del incidente de la Serreta, vino a vernos Janet atravesando el valle a grandes zancadas.
– ¡Abran paso! ¡La vida de un perro se encuentra en peligro! -les gritó a unos excursionistas que coincidieron con ella en el puente.
– He encontrado una excelente colocación para Barkis -anunció al llegar a la casa-. Buena familia europea -añadió, dando a entender que no eran españoles-. Bien, ¿cuánto pesa el perro? La pareja que he encontrado tiene mucho interés en que no pese más de veinte kilos. No quieren que les arrastre. ¿Cuánto? ¿Treinta kilos? Bueno, creo que estará bien. Es un animalito guapísimo, justo lo que necesitan. Les telefonearé esta noche. Se pasarán a recogerlo mañana.
Daba la casualidad de que justo en aquel momento los perros estaban infestados de pulgas por un brote que se había producido en el establo, cerca del taller donde tenían sus dependencias Bodger y Barkis. Aquella noche los cubrimos a todos de polvos antipulgas, con la esperanza de que tuvieran un aspecto más presentable al día siguiente.
Tal como había prometido Janet, a la mañana siguiente se presentaron los futuros dueños de Barkis, provistos de una báscula de cuarto de baño. Los polvos antipulgas habían cumplido su misión, haciendo que todas las pulgas salieran a la superficie del pelaje de los perros y les picaran con furia. De esta forma, los animales no hacían más que retorcerse y dar vueltas y rascarse y mordisquearse frenéticamente para intentar calmar el picor. Hasta se veía saltar a las pulgas. No obstante, Barkis era capaz de hacerse querer cuando pensaba que le podía resultar beneficioso. George y Alison quedaron tan encantados con él que se lo llevaron consigo a su casa aquella misma noche.
Barkis tuvo mucha suerte con sus nuevos dueños. Son propietarios de una granja de conejos, por lo que suplementaban su dieta con conejos muertos. También lo llevaban de paseo todos los días por el monte de los alrededores, y los domingos iba con ellos a la iglesia. Este suave régimen le sentaba de maravilla y dejó de perseguir ovejas. Más tarde fue envenenado por unos cazadores.
Forma parte de la rutina de los cazadores de La Alpujarra el dejar cebos envenenados para matar cualquier animal que pueda perturbar a sus aves. Es una práctica totalmente ilegal además de cruel, y muchos perros sufren muertes horribles como consecuencia de ello. Sin embargo, son pocos los propietarios de víctimas que se toman la molestia de armar alboroto. Pero no así George y Alison. Cuando Mariano el pastor les trajo en brazos a su perro muerto se quedaron desconsolados de pena, e inmediatamente organizaron una campaña para hacer pública la atrocidad. Se elevó una petición al alcalde, se obtuvo asesoramiento legal respecto a la posibilidad de abrir procesos penales y, con la ayuda del farmacéutico del pueblo, crearon un emético para entregar gratis a cualquiera que tuviera un perro en situación de riesgo. Fue una lástima que Barkis no hubiese podido presenciar su ascenso a la fama.
A decir verdad, Barkis no había sido el único de nuestros perros propenso a matar ovejas. Si se les presenta la ocasión, tarde o temprano todos los perros harán algún intento de perseguir ovejas, aunque unos más que otros. Una mañana de verano las ovejas se metieron en un bancal situado alarmantemente cerca del huerto de Ana. Bajé corriendo para sacarlas de allí, seguido por los perros. Bonka se mantuvo a la espera impacientemente mientras yo empujaba al rebaño para que pasara por la puerta. Pero a Bodger no se le veía por ninguna parte. Temiendo lo peor, fui corriendo hasta el otro extremo del bancal, en donde me encontré con una escena espeluznante. Había una oveja atrapada en la cerca de tela metálica, debatiéndose en vano mientras Bodger la despedazaba metódicamente.
Le di un grito al perro y le lancé una piedra gigantesca, pero no atiné. Entonces separé de la cerca lo que quedaba del pobre animal. La oveja se quedó de pie, se tambaleó un poco y cayó al suelo en medio de un charco de sangre. Le di la vuelta para echar un vistazo a sus heridas, pero tuve que desviar la mirada y, apretando los dientes, inhalar una larga bocanada de aire hasta que se me pasó el arrebato de horror. No sabía hasta qué punto podían ser espantosas las heridas producidas por esos dientes. Las patas de la oveja, tanto las delanteras como las traseras, estaban hechas pedazos, como si fueran trozos de carne cortada en la tabla de un carnicero. Su vientre estaba profundamente desgarrado y tenía todo el cuerpo cubierto de dentelladas sanguinolentas.
Jamás había visto un ataque tan despiadado y horrible, por lo que corrí a la casa para coger un cuchillo y rematarla. Sin embargo al volver vi que la oveja había logrado ponerse en pie y se dirigía al establo tambaleándose.
– Si tiene tantos deseos de vivir -dijo Ana-, sería una equivocación matarla. Debemos intentar curarla.
– ¿Tú has visto las heridas, Ana? Son atroces, es imposible que pueda sobrevivir.
– Podemos intentarlo de todas formas. Voy a consultar el Juliette.
Y diciendo esto se retiró a la casa para estudiar detenidamente The Complete Herbal Handbook for Farm and Stable <strong>[4]</strong> de Juliette de Baïracli-Levy, que manteníamos permanentemente a mano en un rincón de la mesa de la cocina.
Ayudé a la oveja a entrar en el establo, le hice un redil cubriéndole el suelo de paja limpia y le puse al cordero al lado. Aunque debía de estar sufriendo un dolor inimaginable, lo primero que hizo fue ponerse en pie con gran esfuerzo para que el cordero pudiera mamar. Decididamente, ésta era una oveja a la que merecía la pena salvar. Le puse una inyección de antibióticos y le di de comer. Ana vino con una especie de solución limpiadora natural, tal como recomendaba Juliette, y mientras yo la sujetaba, le lavó cuidadosamente las heridas. Le limpió todas y cada una de las motas de suciedad de cada una de las heridas de su cuerpo, separando la lana en las zonas en que se le había quedado adherida a la carne.
Yo no podía soportar mirar las heridas -el aspecto de esa carne desgarrada me ponía los pelos de punta-, pero Ana se puso a trabajar con paciencia y habilidad. Hicieron falta dos horas sólo para limpiárselas. Después le pusimos unos vendajes poco apretados donde nos resultó posible hacerlo para proteger las heridas de los millares de moscas que estaban resueltas a darse un festín orgiástico con la sangre de la oveja.
Cuando me levanté a la mañana siguiente tuve que orinar en un cubo, de acuerdo con lo que prescribía Juliette, a fin de utilizar el líquido así obtenido para el lavado de las heridas. Ana y yo bajamos hasta el establo (yo balanceando el cubo sintiéndome un tanto cohibido) y le dimos la vuelta a la oveja para quitarle los vendajes. Las heridas ya estaban cubiertas de costras, coágulos de sangre y briznas de paja, y mientras Ana las rociaba con mi orina matutina, la oveja rumiaba con satisfacción. Y así continuamos durante una semana más o menos, administrándole a la oveja uno u otro repugnante cocimiento de hierbas según prescribía el método de cría natural de animales de Juliette mientras el animal se recuperaba a ojos vista. La oveja no dejó de dar leche durante todo el tiempo y su cordero creció de maravilla.
Aparte de un tendón -cuyo desgarro habría necesitado una microcirugía que estaba más allá de lo que el manual de Juliette podía dar de sí, y que la dejó con una pata delantera torcida-, la oveja se recobró totalmente. Desde entonces ha criado dos parejas de gemelos, y gracias al largo período de tratamiento se volvió totalmente mansa.
El resultado de aquello no fue sólo haber salvado a una única oveja. Saber que habíamos rescatado al animal y que lo habíamos tratado con medicamentos naturales me hizo considerar de forma bastante distinta mi rebaño e incluso todo el estilo de ganadería que podíamos practicar. En un rebaño grande y eficiente, ovejas con muchas más posibilidades de supervivencia que ésta habrían sido sacrificadas directamente de un golpe en la cabeza.
En cuanto a Bodger, bueno, pues a partir de entonces lo tuvimos constantemente vigilado.
A lo largo de los años, Juliettede Baïracli-Levy ha llegado a alcanzar una influencia tan grande en nuestra casa que es difícil no considerarla pariente política de la familia, uno de los miembros de la tríada de mujeres que dictan el curso de mi vida. Durante los años cincuenta vivió en Lanjarón, muy cerca de aquí, y fue, o aún es (ya que, según los rumores, en la actualidad vive en un bosquecillo de pinos en el monte Hermón, un lugar bastante conflictivo en la frontera entre Israel, Siria y Líbano), una mujer obsesionada por las hierbas y los métodos naturales de curación. Una de las cosas por las que es famosa es por el hecho de que, durante su estancia en España, cuidó de sí misma y de su hijo de cuatro años cuando contrajeron el tifus, enfrentándose a los médicos de Lanjarón con su empeño en utilizar sus propias recetas a base de hierbas y agua fresca.
Un ejemplar gastado de segunda mano de Spanish Mountain Life, [5] el maravillosamente extravagante y triunfal relato de Juliette de aquel año en Lanjarón, constituyó nuestra introducción a sus obras. Luego unos amigos nos mandaron un ejemplar de The Complete Herbal Handbook for Farm and Stable, al dorso del cual figuraban todo tipo de recomendaciones de organismos tan serios como la Sociedad Ecuestre Británica o la revista semanal Farmers' Wéekly. [6] Juliette recibía así el sello de garantía de respetabilidad.
Muchas tardes cuando regresaba a casa del campo o de los montes, cansado y lleno de polvo, me encontraba a Ana absorta en la lectura del libro más preocupantemente titulado Illustrated Herbal Handbook for Everyone, <strong>[7]</strong> obra que muy pronto iba a apodarse «Hacia un marido más sano y saludable mediante la utilización de hierbas». Ana me miraba pensativamente cada vez que levantaba la vista de las páginas. Poco después, para manifiesta alegría suya, me di un golpe con la afilada punta de una hoz en la parte lateral de la rodilla mientras limpiaba la acequia. Ésta, según se dice, es una herida típica de La Alpujarra, donde todos los hombres nacen con una hoz en la mano que posteriormente la mayoría de ellos consigue de un modo u otro clavarse en la rodilla. Mi hoz se hundió profundamente y la rodilla se me puso como un balón de fútbol.
Tras consultar el Juliette, Ana hizo un emplasto de hierbas y una pócima repugnante para que me la bebiera. La consuelda era uno de los ingredientes, tanto del emplasto como de la pócima, y el áspero ajenjo y el ajo también formaban parte de la bebida, por si acaso no la encontraba lo suficientemente aborrecible. Estoy más o menos convencido de que surtió efecto, porque la herida sanó con inusual rapidez. Entretanto, la confianza de Ana en sus poderes como curandera herbalista se puso por las nubes. Apenas podía esperar a que se presentara una nueva oportunidad de poner a prueba sus nuevos conocimientos.
No mucho después del asunto de la rodilla, la complací poniéndome enfermo de verdad. Ana me encontró una tarde vomitando violentamente en los rosales con ganas de morirme. Se sentó a mi lado en una piedra y se puso a hojear el condenado libro.
– Juliette dice aquí que es asombroso que el hombre se preocupe tanto de intentar cortar los vómitos, que son una purga natural y saludable para todos los males del cuerpo. Qué te parece, ¿eh?
– ¡Puaaaaaaarrrjjjjj!
– Pero si realmente te sientes tan mal como parece, puedes tomar un poco de membrillo crudo rallado, unos clavos, jengibre y zumo de limón. Eso te pondrá bien.
Y, con el tiempo, efectivamente consiguió que me pusiera bien, y también que me mostrara reacio a volver a repetir la cura.
Por lo que a nosotros respecta, hasta ahora Juliette no nos ha fallado y en El Valero sus dictámenes se aplican lo mismo a los humanos que a las ovejas, caballos, perros y gatos, siendo estos últimos sorprendentemente acomodaticios. Siempre me divierte observarles poniéndose en cola para recibir su dosis semanal de ajo, miel y bolas de ajenjo, mientras que en la luna llena a Bonka y a Bodger se les da zumo de granada y ajo como vermífugo. Sin embargo, ni siquiera Ana llega hasta el punto de adoptar todas las ideas de Juliette, pues hay que reconocer que sus libros tienen una veta de puritanismo.
Juliette está totalmente en contra, por ejemplo, de lo que ella llama fired food, «comida sometida al fuego» -es decir, comida cocinada-, que según ella destruye el valor nutritivo natural y las propiedades salutíferas de los ingredientes. Tampoco, dice ella, deben utilizarse zapatos con suela de goma, pues nos privan de los beneficios de las saludables emanaciones naturales de la tierra. De todos modos, siempre merece la pena consultar el Juliette sobre los problemas menos obvios que puedan acosarle a uno: qué hacer, por ejemplo, con los cadáveres putrefactos que tienen tendencia a aparecer en el jardín.
En El Valero, cuando una oveja muere por causas misteriosas y no resulta posible por lo tanto destinarla a la olla, la echamos en una carretilla y la tiramos al barranco. Los perros contemplan este acto con mal disimulada indiferencia. Alargan la cosa durante un par de días hasta que la oveja empieza a adquirir un sabor interesante, y entonces empiezan su trabajo. Durante los siguientes diez días más o menos, la oveja vuelve a aparecérsenos en forma de miembros fétidos arrancados del cadáver llenos aún de carne, y de grandes pedazos de carne putrefacta con trozos de lana aún pegada. Los perros los traen a la casa y los esparcen por el jardín. No es una práctica al gusto de todo el mundo.
Cuando las cosas se ponen mal de verdad, estas ofrendas empiezan a hacer sentir su presencia en la casa propiamente dicha. Una noche me levanté de la cama a oscuras y de pronto me tropecé con una cosa grande, angulosa y viscosa. Con un grito eché mano de la linterna y descubrí el cráneo de un jabalí, con algunos interesantes trozos de carne aún pegados. Los perros, que lo habían encontrado en el río, meneaban la cola orgullosamente junto a él.
Ana consultó el Juliette, cuya autora era por supuesto muy partidaria de la carne no sometida al fuego para los perros y se mostraba un tanto desdeñosa de nuestras objeciones al olor de este tipo de objetos esparcidos por la casa y el jardín. ¡Pero si hasta podría tener el efecto beneficioso de provocar un saludable acceso de vómitos! Sin embargo, tenía una solución que no sólo serviría para quitar de en medio los animales muertos, sino que también proporcionaría una reserva barata de comida para los perros. Suponía deshuesar la carne y a continuación enterrarla bajo una capa de hierbas escogidas que servirían para conservarla.
En mi calidad de hombre de la casa, me delegaron para cavar el hoyo. Era un caluroso día de verano y la tierra estaba dura como el cemento. Maldije duramente a Juliette mientras picaba y escarbaba bajo la supervisión de Ana.
– Ya es lo suficientemente profundo -dije refunfuñando.
– No, no lo es. Juliette dice que debe tener un buen metro de profundidad.
– Juliette no tenía que cavar el maldito agujero.
– No, con muy buen criterio seguro que buscaba a algún hombre que se lo hiciera. Tiene que ser mucho más profundo que eso… y acaba bien los lados. Me voy a recoger hierbas.
Al volver de recoger hierbas, Ana miró desdeñosamente el agujero. No era como decretaba Juliette pero habría que conformarse. Ella y Chloë me observaron desde una distancia prudencial mientras deshuesaba la carne. No deben hacerse tareas de este tipo en verano, y por una razón muy lógica. Mientras trabajaba estaba rodeado de una nube de moscas y de avispas. No resulta agradable tener una docena o dos de avispas paseándosete por las manos, pero afortunadamente estaban demasiado atiborradas de sangre y de carne como para interesarse mucho por picar.
Pronto tuve un par de cubos llenos de carne reluciente, negra de moscas y de avispas. La enjuagué cuidadosamente bajo el grifo para quitarle los huevos de mosca. Entretanto Ana había hecho el gran esfuerzo de extender una capa de hierbas de algún tipo u otro en el hoyo.
– Pon la carne sobre la capa de hierbas, para que después yo le ponga encima un poco de romero, tomillo limonero, abrótano macho y ruda.
– Parece como si fueran los mismos ingredientes que les das a los perros para desparasitarlos. -Y a prácticamente todos los demás bichos también.
– Pues cualquiera que sea la receta, se supone que conserva la carne junto con todas sus cualidades nutritivas durante por lo menos tres meses, y que la protege de los ataques de los insectos. Estoy segura de que es la solución.
Colocó las hierbas en el agujero sobre la carne.
– Aquí dice que ahora tienes que poner encima unas piedras pesadas para evitar que los animales salvajes escarben la tierra, y después rellenar el hoyo.
Es fácil imaginar nuestra excitación cuando, seis semanas más tarde, llegó el momento de exhumar la carne en conserva y dársela a los perros. Quité la tierra y levanté con gran esfuerzo las piedras del hoyo. Ahí estaba la capa protectora de hierbas, milagrosamente intacta. Pero al levantarla, pronto se hizo patente que en el interior del hoyo no había carne alguna. Había desaparecido sin dejar huellas y no quedaba ni una mancha, ni un trozo, ni siquiera una partícula.
El agujero se encontraba absolutamente intacto y no había ni siquiera un indicio de que hubiera sido escarbado. Nos quedamos los tres desconcertados, mirando boquiabiertos el hoyo vacío con su entramado de hierbas de tanta utilidad.
– ¿Adonde se ha ido, papá? -preguntó Chloë con una fe conmovedora en que de alguna manera yo estaba detrás de este misterio.
– No lo sé, Chloë. Creía que a lo mejor tú habías venido por la noche y te la habías zampado.
– ¡Puafl -gritó, y echó a correr hacia unos arbustos como si quisiera esconderse de este pensamiento.
– Pues sí que ha sido una operación útil. Estoy deseando que se muera la próxima oveja para poderlo hacer de nuevo.
– Mmmm -dijo Ana-. No se puede pretender ganarlas todas, y guasearte no hará que las cosas cambien en absoluto.
No hemos vuelto a repetir la receta para la conservación de la carne; me parece una pérdida de tiempo y además me gusta la idea de guardarme en reserva un fracaso considerable para podérselo echar en cara a Juliette cuando su reinado resulte demasiado tiránico. En cuanto a los huesos podridos en la terraza, ahora simplemente pasamos dándoles un rodeo y seguimos trabajando en el jardín.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Manual completo de herboristería para la granja y el establo. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Vida montañesa en España.
<a l:href="#_ftnref5">[6]</a> Semanario del agricultor.
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Manual ilustrado de herboristería para todos.