38115.fb2 Entre limones. Historia de un optimista - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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Las fuerzas del mercado

Una tarde, tras un largo día de esquila, Domingo y yo estábamos sentados con un grupo de pastores de la sierra alta en el bar de Ernesto, situado en el bosque de debajo de Pampaneira, comiendo tapas de carne a la brasa y llevando a cabo una concienzuda degustación de costa. La conversación giraba en torno a lo mucho que queríamos a nuestro ganado. Aunque parezca raro, éste es un tema de conversación bastante generalizado por aquí.

Mientras los pastores peroraban elocuentemente sobre sus sentimientos hacia los animales a su cargo, noté que el hijo de Ernesto me miraba. Había bebido bastante más de la cuenta y parecía estar armándose de valor para hacerme una pregunta. Finalmente, al volver de la barra se inclinó hacia mí y me susurró al oído entrecortadamente:

– ¿Tú también quieres al ganado?

– Sí, no puedo negarlo -le respondí también en un susurro, y nos sonreímos tímidamente.

Domingo captó mis palabras.

– ¿Qué dices? -interrumpió-. ¡Si ni siquiera conoces a tus propias ovejas! ¿Cuándo fue la última vez que las sacaste? Has estado poniendo cercas para no tener que trabajar tú. Esas ovejas que tienes no irían detrás de ti ni aunque tú te empeñaras. Eso no es querer al ganado.

Éstas eran unas palabras hirientes, pero no podía negar que había algo de verdad en ellas. Desde el fiasco de la pérdida del rebaño, había estado dedicándome a levantar cercas a lo largo de una gran franja del secano precisamente para poder evadirme de los deberes más pesados del pastor y dedicarme a las tareas más apremiantes del cortijo. Por otro lado, ni las ovejas ni yo habíamos llegado a dominar del todo la técnica natural del pastor alpujarreño en virtud de la cual éste avanza silbando a la cabeza del rebaño y las ovejas le siguen. En contraste, yo me limitaba a ir tras el rebaño cerrando la marcha, gritando y tirando piedras. No era una comparación muy halagüeña. Mis ovejas estaban en buenas condiciones y bien cuidadas, y producían un buen número de corderos, pero nadie estaba criticando a mis ovejas. Me quedé encogido ante estas reflexiones mortificantes y esperé a que pasara el despliegue de resentimiento de Domingo y la conversación se desviara hacia otros temas.

Efectivamente, los tiernos panegíricos a las ovejas pronto se convirtieron en una furiosa diatriba contra los tratantes de ganado. Al parecer, todos los presentes habían salido mal parados en las últimas ventas, y todos ellos juraban insistir la próxima vez hasta conseguir un precio mejor.

– No veo por qué tenemos que molestarnos en utilizar tratantes -solté yo de sopetón-. No nos va a ir peor de lo que nos va ahora si prescindimos de los intermediarios y vendemos los corderos nosotros mismos. -Este arrebato resultaba audaz en compañía de un grupo de pastores, pero disfruté con la pausa que produjo en la conversación-. Cuando los tratantes consiguen un precio por los suelos, llevan los corderos a Baza para hacer unas ganancias rápidas -continué de modo temerario-, así que, ¿por qué no probar suerte nosotros vendiéndolos directamente? Lo que es yo, voy a intentarlo.

Tan sólo unos segundos antes no sabía nada sobre el tema, pero las miradas de sorprendido interés que detecté en los rostros que me rodeaban convirtieron la vaga idea que había estado rondándome la cabeza en una misión personal. Me gustaba desempeñar de nuevo el papel de innovador.

Baza, situada en una alta meseta al norte de la provincia a unas tres horas de distancia por carretera, es el mercado de ganado más grande de Andalucía. Los tratantes que lo frecuentan son una gente endurecida, e intentar deshacerse de los corderos directamente resulta bastante difícil y conflictivo incluso cuando no se tiene la desventaja de ser extranjero y relativamente novato en el oficio. Pero ahora no podía echarme para atrás.

– A los tratantes no les va a gustar nada -anunció uno de los pastores con los ojos brillantes de excitación de pensar en ello.

– No -dijo otro-, pero es una cosa que tiene que pasar, no pueden seguir engañándonos siempre.

– Bueno, pues allá se las arreglen los tratantes -repliqué-. Yo tengo cuarenta buenos corderos listos para vender. ¿Alguien quiere venir conmigo?

Tal vez no había formulado la pregunta de forma suficientemente clara, porque prosiguió el encarnizado debate en términos abstractos y nadie contestó a ella. Pero finalmente la voz de Domingo consiguió dejarse oír entre las fanfarronadas.

– Yo iré contigo -dijo-. Habla con Baltasar para que te preste su remolque. De mañana en una semana probaremos suerte en el mercado.

Baltasar, uno de mis amigotes esquiladores, tiene una potente furgoneta todoterreno y un remolque de ganado. Accedió a llevarnos al mercado de Baza porque necesitaba abastecerse de comederos y otras cosas para su rebaño. Así pues, una clara tarde de invierno metimos los corderos en el remolque y, como contrapeso, llenamos el coche de diferentes personas que habían decidido apuntarse a la excursión. Baltasar iba conduciendo; después estaban Domingo y su primo Kiki, un chaval a quien yo no conocía por la sencilla razón de que acababa de salir de la cárcel por un episodio que implicaba una escopeta de cañones recortados y una discoteca; y por último el padre de Baltasar, Manuel. Por supuesto, yo apoquiné con los costes de la expedición.

Salimos sin prisas sobre las nueve, para poder llegar al mercado hacia la medianoche. Esto había sido una incomprensible idea de Domingo, ya que el mercado comenzaba a las seis de la mañana. Sin embargo, él calculaba que era mejor llegar antes de que empezara el tumulto; la medianoche nos parecía un tanto excesivo a los demás, pero Domingo se mantuvo inflexible. Llegado el momento, como siempre, tardamos bastante en salir. Mientras cruzábamos Órgiva, todos los transeúntes que daba la casualidad de que conocían a Domingo o a Baltasar, o que simplemente sentían curiosidad por el cargamento de corderos, nos pararon para echar una parrafada. Cuando finalmente salimos del pueblo, al parecer todos sus habitantes conocían mi descabellado plan de eludir a los tratantes locales y vender los corderos directamente en el mercado de Baza.

En Lanjarón, el pueblo de Baltasar, pasó igual, hasta que finalmente conseguimos salir, dejando las carreteras de montaña de La Alpujarra y subiendo ruidosa y lentamente por las largas cuestas que conducían a Granada. La fresca tarde se había convertido en una noche helada, por lo que la calefacción estaba encendida y el aire viciado del interior del coche hacía que la atmósfera resultara soporífera. Pronto todos sus ocupantes estaban dormidos a excepción de Baltasar, Manuel y yo. Baltasar estaba despierto porque iba conduciendo, Manuel porque peroraba sin parar, y yo porque era demasiado educado para dormirme mientras alguien me hablaba. Los demás ya lo habían oído todo antes.

Manuel es lo que aquí se llama un curandero. Su especialidad son los huesos, los músculos y el sistema nervioso. Se le conoce en toda Andalucía, y yo he oído hablar de sus éxitos desde Málaga hasta Jaén. Es un hombre bien parecido con un porte digno y sin pretensiones, y a pesar de su cuerpo diminuto posee una fuerza casi sobrenatural, así como una capacidad de hablar ilimitada. Iba sentado delante con Baltasar. Era su coche, por lo que se le confería esa dignidad, aunque nunca se habría atrevido a intentar conducir el cacharro. Al igual que leer y escribir, conducir es competencia de un tipo de persona más joven, más avanzada y más tecnológicamente instruida.

Mientras hablaba, Manuel se volvía hacia atrás en el alto asiento para mirarme y asegurarse de que seguía escuchándole.

– Pues sí -explicó cuando interrumpí su monólogo haciéndole una pregunta-. Había un médico en el pueblo poco después de la guerra, y no le gustaba nada que yo ejerciera. Me hizo la vida todo lo difícil que pudo, consiguió que la Guardia Civil nos acosara: era amigo del comandante del pueblo. La Iglesia ve con malos ojos a los curanderos, ¿sabes?, y el hombre, además de ser un mal médico que sólo atendía a los ricos del pueblo (y además, malamente), era muy beato. Por eso yo sólo podía ejercer con muchas dificultades. Un invierno la Guardia Civil me tuvo tres semanas encerrado en la cárcel del pueblo, sin calefacción y sin nada que comer, y encima me dieron una buena paliza.

– ¿Y eso no te hizo querer dejar de curar?

– No, la curación es un don. Pasa lo mismo que con los dones de la vista o del oído, que es difícil dejar de usarlos. La gente viene a verme con sus dolores y sus enfermedades y yo sé que puedo ayudarles. Por eso lo hago, no puedo evitarlo. No les cobro dinero, sólo lo que ellos quieran darme, pero me da muchísima satisfacción hacerlo.

»Bueno, pues una noche ya tarde llamaron a la puerta. Cuando la abrí me encontré a una mujer envuelta de pies a cabeza en una manta de color oscuro. La hice pasar llevándola hacia la luz, y al volverme para mirarla comprendí por qué se había tapado de aquel modo. Era la mujer del comandante. Me dijo que tenía unos dolores horribles en las piernas; llevaba semanas sin poder dormir de dolor y el médico le había dicho que él no podía hacer nada.

»Pronto descubrí lo que le pasaba: se le habían quedado atrapados unos nervios, la pobre mujer casi ni podía andar. La atendí varias veces aquella semana (siempre venía a escondidas y por la noche, no habría estado bien que se viera a la mujer del comandante teniendo trato con curanderos) y al final de la misma estaba ya bien del todo, sin rastro de dolor. Desde entonces nunca he tenido más problemas con la Guardia Civil.

Las historias de Manuel eran demasiado buenas como para quedarse dormido. Las contaba bien, de manera fluida y con un fino sentido del equilibrio y del ritmo dramático. Las personas analfabetas tienen esa ventaja: la capacidad de retener en la cabeza una historia larga tiende a disminuir cuando se es capaz de leer y escribir.

Se puso a contar otra historia sobre lo que le había pasado al médico -quien por supuesto se había llevado su merecido- y no me cabe ninguna duda de que la historia era cierta. Y entonces pasó a relatar la historia de otro médico. Diferentes personajes del pueblo, el carnicero Sevillano, el panadero, el dueño del bar que había sido amamantado por una burra, fueron desfilando todos por el relato. Continuaba hablando sin parar, volviéndose cada pocos minutos para comprobar si seguía escuchando, que tenía que inclinarme hacia delante para poder oír sus palabras por encima del zumbido del motor y del traqueteo del remolque.

Cuando giramos en dirección este y empezamos a subir lentamente hacia Puerto Lobo, me di cuenta de que el monólogo se había trasladado a un nuevo terreno. Nuevos e inverosímiles personajes estaban empezando a infiltrarse en el mundo prosaico que describía Manuel. Apareció en escena un pescador. Lanjarón está situado en las montañas, a bastante altitud y treinta kilómetros tierra adentro: una cosa que no tiene es una flota pesquera. Entonces aparecieron elementos que de algún modo parecían extrañamente familiares. Me di cuenta con cierta sorpresa de que Manuel había pasado sin interrupción a los cuentos de Las mil y una noches. El médico celoso y los sacerdotes venales pronto fueron eclipsados por una procesión de príncipes, genios, visires y sabios.

Entramos por la puerta principal del mercado no mucho después de la medianoche.

– Sois los primeros -dijo el semicongelado guarda-. Por quinientas pesetas puedo daros un corral allí en la parte más alta, el mejor sitio de todos.

– Estupendo -dije entregándole el dinero-. Ha estado bien llegar temprano.

Baltasar emitió un gruñido. Todos los demás estaban profundamente dormidos.

Atravesamos la desierta explanada de cemento del mercado y nos detuvimos junto a la fila de corrales de la parte más alta. Baltasar apagó el motor y se estiró dando un bostezo. Yo abrí la puerta para salir y estirar las piernas, e inmediatamente la volví a cerrar. No sabía que hacía tanto frío en España. Sólo cuando leí al día siguiente el periódico, en donde Baza aparece siempre con una de las temperaturas más bajas de Andalucía, descubrí que estábamos a diez grados bajo cero.

Al parecer el cuerpo humano produce el equivalente a un kilovatio de calor, por lo que en teoría cinco de nosotros deberíamos haber conseguido que el coche se pusiera como un baño de vapor. Pero no resultó así. En el plazo de cinco minutos se despertaron todos con los dientes castañeteando, retorciéndose hacia un lado y hacia otro y sintiéndose insoportablemente incómodos.

– ¿No habrá algún bar o algo donde podamos sentarnos a calentarnos?

– Hasta más tarde, no.

– ¡Entonces enciende el motor, hombre, por lo que más quieras!

– Ahora no, no puedo tenerlo encendido toda la mañana.

A las cuatro abrió el bar. Hacía diez grados bajo cero en el exterior… y diez bajo cero en el interior. El bar era una enorme nave blanca con suelo de piedra e iluminada con luz de neón, que estaba pensado para que resultara fresco las mañanas calurosas de verano. Dejamos la puerta abierta: no parecía tener mucho sentido cerrarla. El camarero entró tiritando y quejándose amargamente. Nos tomamos un coñac para entretenernos con algo mientras la máquina de café calentaba motores. El camarero salió y volvió con unos troncos de olivo, con los cuales encendió una barbacoa que había en un rincón junto a la puerta de la cocina. Todos nos fuimos acercando a ella poco a poco. Entraron dos chicas dando traspiés, recién salidas de un sueño profundo y al borde de la hipotermia. Se quedaron de pie junto a la barbacoa, que ya ardía con fuerza, contemplando con indiferencia a los clientes.

Hacia las cuatro y media poco a poco fue empezando a entrar más gente: camioneros y pastores tapados hasta las orejas y un ruidoso tratante elegantemente trajeado y con un anorak acolchado, pontificando ante su séquito de aduladores. Un hombre bajito con chaqueta de cuero y boina entró cojeando y se sentó en una silla junto al fuego.

– ¡Vaya cojera que tiene usted! -dijo Manuel con entusiasmo.

La boina giró y unos ojos le miraron con sorpresa, porque aunque en España no es costumbre fingir que no se ven los achaques de la gente, en general no suelen hacerse comentarios tan directos.

– Pues sí, es una cojera muy mala -dijo el hombre despacio-. ¿Y a usted qué le importa?

– A mí me interesan esos achaques porque los curo. ¿Qué le pasa a la pierna?

– Bueno, están mal las dos, y así llevo ya veinte años. Los médicos dicen que es del frío de esta sierra y que ellos no pueden hacer nada.

– ¿Puede usted estirarlas así?

– No.

– ¿Y doblarlas así?

– No, así tampoco.

– Lo que tiene usted que hacer es unos ejercicios. Yo los hago todos los días y míreme: el frío todavía no me ha afectado.

No era ninguna fanfarronada, ya que la familia de Baltasar tiene el cortijo más alto del monte que hay encima de Lanjarón, un lugar que disfruta de un tiempo verdaderamente terrible, y Manuel ha pasado la mayor parte de su vida trabajando allí. Pero el hombre de la boina parecía tener sus dudas. No iba a hacer los ejercicios, yo estaba seguro de ello. Se alejó cojeando para pedir otro coñac. Manuel se levantó para hacer un recorrido por el bar y ver qué otras dolencias interesantes podía encontrar.

Domingo y yo, tras dejar a Baltasar vigilando a Kiki para asegurarnos de que no hacía ninguna tontería en el bar del mercado, fuimos a encerrar los corderos en el corral y a echar un vistazo a la competencia. Nuestro corral parecía estar muy lejos de todos los demás. La poca acción que se veía estaba desarrollándose en la parte baja del mercado, en donde había lotes más grandes de corderos, cien o doscientos por corral. Mis cuarenta corderos eran buenos, aunque un poco más pequeños que la mayoría, y el hecho de estar todos apretujados en un rincón del corral no hacía que se les viese bajo la luz más favorable.

En el corral de al lado del mío había un conjunto heterogéneo de cabras viejas y, en la otra punta, un macho cabrío maloliente daba vueltas entre un pequeño grupo de corderos poco agraciados. Aparte de los nuestros, todos los demás corrales del extremo donde estábamos se encontraban vacíos. No hacía falta ser un genio para llegar a la conclusión de que era en este extremo donde ponían a los clientes que no estaban al tanto de las cosas. Mis vecinos no eran precisamente la flor y nata de los pastores modernos.

Con mis quinientas pesetas había alquilado un corral de cemento, bajo un enorme cobertizo abierto, y allí tuve que exhibir mis mercancías a su luz más favorable mientras me apoyaba en la puerta con aire despreocupado, como si vender o no vender mis corderos me resultara totalmente indiferente. Los tratantes iban de un corral a otro con un séquito de apuntadores, suministradores de consejos no solicitados, aduladores y pastores en situación desesperada. Los vendedores hacían sus propios tratos con los compradores sobre la base de la información que recogían escuchando las transacciones que se llevaban a cabo en los otros corrales.

A las seis el extremo inferior del mercado se encontraba hirviendo de actividad. Era la hora más oscura y fría de la noche. Yo creía que me había abrigado bien, pero mi ropa no resultaba suficiente para este frío. Congelado de pies a cabeza, casi no podía hablar, y mucho menos lograr pronunciar el andaluz de la compraventa de ovejas. Domingo se me acercó desde los corrales de abajo.

– Malas noticias, los precios están bajando. Uno de los pastores de los corrales grandes de ahí abajo acaba de aceptar siete mil, y sus corderos son los más grandes y los mejores de aquí. Los corderos más pequeños se están vendiendo por nada. Además, Luis Vázquez está ahí y, a menos que me equivoque, ha hecho correr la voz de que nadie debe interesarse por tus corderos.

– ¿Y por qué carajo no?

– Le dio rabia que no le vendieras a él tus corderos cuando fue a verte…

– ¡Pues claro que no lo hice, al precio de risa que me ofrecía!

– Bueno, de todos modos ni a él ni a los otros tratantes de La Alpujarra les hace gracia la posibilidad de que vengan más pastores al mercado a vender sus corderos directamente. Eso acabará dejándoles sin trabajo.

– Pues no sería mala cosa.

– No, pero no se van a quedar de brazos cruzados. Luis ha estado hablando con todos los tratantes que hay aquí en el mercado. Van a intentar darnos a todos una lección.

De vez en cuando, como para dar más peso a las palabras de Domingo, un tratante y su séquito se separaban del tumulto de la parte baja del mercado para acercarse con mucha calma a mi corral, mirar desdeñosamente a los corderos y pasar sin pronunciar una sola palabra. Domingo hacía todo lo posible por entablar conversación con ellos y señalarles las ventajas de mis corderos, pero era inútil.

Me apoyé tristemente en el muro para mirar a los pobres animales asustados del corral. ¿Cuánto tiempo más duraría este horroroso suplicio? Veía por todas partes lotes de corderos que eran empujados por los corredores hacia las plataformas de carga. Tratantes de grandes panzas se subían a sus Mercedes y salían por las puertas a gran velocidad. Parecía ser que iba a tener que soportar la humillación de volver a llevarme a casa los corderos, lo que para ellos iba a suponer un desdichado trayecto doble y una noche de frío y sufrimiento.

– Pero no nos vamos a ir todavía -dijo Domingo-. Muchas veces pasa que los precios mejoran hacia el final. A lo mejor algunos tratantes no han conseguido llegar a su cupo y tienen menos corderos de donde elegir. ¡Todavía puede que haya suerte!

No la hubo.

El furor de comprar y vender había llegado ya a su punto culminante y comenzado a decaer. Un débil sol pálido empezó a ascender por encima del horizonte e iluminar ese horroroso lugar con unos rayos desprovistos de calor. Los grandes corrales se vaciaron de corderos y los grandes tratantes fueron desapareciendo uno por uno. En el aparcamiento que había junto a la nave, los tratantes de pueblo y los operantes de poca monta patrullaban las filas por donde ofrecían sus mercancías los que eran demasiado astutos para pagar quinientas pesetas por un corral. Había destartalados Renault 4, con las ventanillas empañadas por el vaho de una docena de corderos, una cabra atada a la parte trasera de un tractor, un viejo de aire triste llevando un par de ovejas flacas amarradas por una cuerda. Pero nadie vino ni siquiera a mirar mis corderos. Me sentía perdido y solo, como un niño nuevo en el colegio.

Me tomé un café con Baltasar, mientras dejaba a Domingo intentando despertar algún interés entre los compradores que quedaban.

– No parece que los vayas a vender hoy.

– No, supongo que me los tendré que llevar a casa de nuevo.

– Deberías tener cuidado, ¿sabes?; te has hecho algunos enemigos entre los tratantes, y son gente mala de contrariar. Nunca se sabe lo que pueden intentar, no a plena luz del día como ahora, pero una noche oscura en una carretera de montaña solitaria…

Dejó la frase sin terminar. Me parecía que estaba siendo un tanto dramático, pero tal vez hablaba en serio. Yo estaba rompiendo moldes, arriesgándome. Había sido un imprudente fracaso. Volvimos a cargar los corderos y regresamos a casa. Al pasar por Lanjarón y Órgiva hicimos frecuentes paradas para satisfacer la curiosidad de los transeúntes. Algunos de ellos ya habían hablado con los tratantes y parecían conocer hasta el más mínimo detalle de nuestro humillante viaje.

Como era de esperar, hubo una oleada de interés entre los tratantes por ver si podían obtener gratis los corderos que habían quedado sin vender. Yo iba a tener que venderlos; dentro de poco pasaría su mejor momento, y entonces sí que los tendría que regalar. El hombre que me ofreció el trato más razonable fue un gitano de Órgiva llamado Francisco. Era un operante tan pequeño que no tenía los medios para ir al mercado de Baza. Domingo me dijo que tuviera cuidado con él, pues tenía fama de mal pagador, pero a mí me pagó por adelantado cuando se llevó los corderos en cuatro lotes de diez a lo largo del mes siguiente. Desde entonces siempre le he vendido a Francisco mis corderos, y hasta ahora no me ha defraudado. En la actualidad incluso me gusta vender los corderos aquí. Resulta con mucho la opción más ecológica: les evita un viaje estresante, ahorra costes de transporte y a mí me satisface abastecer a la comunidad en donde vivimos. De vez en cuando viene gente a verme para felicitarme por la calidad de la carne de cordero que compran en el puesto del mercado de Francisco. El propio Francisco cree firmemente en la superior calidad de la carne «campera».

– No, eso de criar corderos a oscuras con pienso alto en proteínas es una cosa de ahora. Cuando mi padre era carnicero, se decía que un cordero no se podía comer hasta que no se había pasado un verano en los pastos de la sierra. Los corderos eran más grandes y más viejos, pero el sabor era buenísimo. Mis clientes más antiguos se quejan de que ya no encuentran carne buena. La que compran se queda en nada en la olla. Por eso me da alegría de verdad verte produciendo carne de «campero». Yo te compraré toda la que produzcas.

No había sido ninguna Revolución rusa que indujera a los campesinos de Las Alpujarras a deshacerse de sus cadenas, pero, por lo que a mí respecta, tal vez todo había sido para bien una vez más.