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El bautizo de Chloë

Cuando nació Chloë teníamos planeado organizar una fiesta para celebrar su llegada y pensábamos que tal vez podríamos combinarla con un bautizo. Ana estaba convencida de la importancia del bautismo, ya que de pequeña había pasado unos años en un colegio de monjas. Yo vivo en estado de confusión acerca de los misterios del universo y por eso no estaba seguro, pero celebrar un bautizo tenía una ventaja que hizo que se disiparan mis dudas: podríamos pedirle a Domingo que fuese el padrino de Chloë.

Domingo es la clase de amigo que detesta que le den las gracias por nada. Hace poco alarde de su propia generosidad y rechaza que el tiempo y la energía que incansablemente nos dedica sean dignos de ser mencionados. Si intento insistir en esta cuestión, se vuelve áspero y adusto. Así, el tener con él un gesto que le demostrara nuestro aprecio y estima era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Le hablé del tema del padrinazgo el mismo día que decidimos que nos hacía falta un padrino.

– ¿Qué tengo que hacer? -preguntó sin mucha convicción.

– Pues no mucho. Creo que sólo tienes que tener a Chloë en brazos mientras el cura le echa el agua.

– Bueno, eso a lo mejor podré hacerlo.

– Y después, por supuesto, tendrás que encargarte de su formación espiritual.

– Eso lo haré bien también -dijo con una sonrisa.

– Entonces, ¿serás su padrino?

– Me da igual -dijo, como si meditara sobre ello-. Siempre que no esté haciendo otra cosa ese día.

Decididamente, Domingo sabe cómo desinflarte. Pero aun así la idea evidentemente le gustaba, y Expira y Domingo el Viejo estaban encantados. De este modo, tras plantar las semillas, me puse manos a la obra para conseguir que mi plan diera frutos. Lo primero que había que hacer era ir a buscar al párroco.

Aparte de las horas de misa o de la siesta, el lugar donde solía estar don Manuel era una oscura oficinucha que había al lado de la iglesia. Su ama de llaves me abrió la puerta con una escoba en la mano y, tras escuchar la razón de mi visita, me condujo a presencia del cura. Cuando entré, don Manuel dejó de revolver los papeles de su escritorio y se levantó. Era un hombre delgado y seco vestido con un gastado traje gris y zapatillas, y su mano me pareció tan pequeña y delicada al estrechársela que dudé si realmente me había ofrecido la totalidad de sus dedos.

– Quería saber si usted podría bautizar a mi hija -comencé a decir.

– ¿Es usted católico? -preguntó estudiándome con un poco de recelo.

– No, pero no me importa en absoluto que mi hija sea bautizada en la fe católica.

– ¿Cuál es su religión, entonces?

– Supongo que fui bautizado en la Iglesia anglicana, pero soy de ideas ecuménicas.

– Oh, yo también, yo también. Pero este bautizo… no estoy del todo seguro de cuál es el procedimiento en estos casos.

Parecía dirigirse más a los papeles esparcidos por su escritorio que a mí, y daba la impresión de que no se sentía rebosante de entusiasmo por el proyecto: era muy posible que éste causara muchas más molestias de las que una pequeña alma merecía, pero por el momento bastaba con adoptar tácticas dilatorias.

– Voy a ir a Granada el viernes -me aseguró- y le expondré el asunto al obispo. Venga a verme otra vez la semana que viene.

Así pues, a la semana siguiente fui a ver a don Manuel, pero resultó que no había conseguido ver al obispo; la semana de después se olvidó de mencionarle el tema, la semana siguiente a ésa el obispo iba a reflexionar sobre el asunto, y a la siguiente yo me olvidé totalmente de la cuestión. Conque de alguna manera nos desentendimos del proyecto.

En todo caso, la manera de hacer las cosas que yo estaba planeando no era exactamente la misma que don Manuel. Tenía la romántica idea de celebrar una pequeña ceremonia en una aislada ermita del campo: Nuestra Señora de Fátima es una especialmente bonita que hay en lo alto de un abrupto tajo desde donde se ve El Valero. Me imaginaba una fiesta bautismal en que una procesión de muías vistosamente enjaezadas con flores en las crines iría ascendiendo por las empinadas laderas hasta la ermita. Al llegar a la capilla tendría lugar una breve pero encantadora ceremonia con velas e incienso acompañada por el alegre gorjeo de la pequeña Chloë y, después, vuelta a casa para sentamos alrededor de una larga mesa cubierta de un mantel blanco como la nieve, repleta de relucientes copas y de montañas de deliciosa comida y vino.

Las lúgubres deliberaciones del obispo en su refugio de Granada y la ferviente profesión de ecumenismo hecha por don Manuel en su oscura oficinucha de al lado de la iglesia parecían ir mal encaminadas. De esta forma Chloë comenzó su vida sin la ayuda de la religión ortodoxa, aunque parecía crecer razonablemente sana y saludable en ausencia de la misma. Sin embargo, Expira y Domingo el Viejo estaban evidentemente decepcionados, y durante muchos meses desviaban la conversación hacia el tema del aplazamiento del bautizo esperando descubrir una nueva fecha. Hasta que también ellos se olvidaron por completo.

Casi habían transcurrido tres años cuando, una hermosa mañana de mayo, me encontraba lejos del mundo conocido realizando una expedición botánica para buscar plantas de las que poder recoger semillas en el verano. Estaba cerca de la Venta de Zafarraya, una zona maravillosa para la recogida de semillas a muchos kilómetros de distancia de cualquier lugar y encerrada por unos altísimos tajos. Trepando con dificultad, fui subiendo más y más por una vereda de cabras, peligrosísimamente cerca de la tremenda caída.

Estaba muy arriba, el aire enrarecido resultaba difícil de respirar y hacía todo el calor achicharrante que puede hacer en un cerro de Andalucía en el mes de mayo. Al llegar a un lugar donde seguramente nadie había puesto un pie antes, me quedé sorprendido, por no decir un poco herido en mi orgullo, al ver la figura de un hombre de pelo blanco que estaba agachado admirando en embelesado silencio la belleza de un iris. Tan absorto estaba en su adoración, que ni siquiera me oyó acercarme a él jadeando y arrastrando los pies. Por fin salió de su ensueño y, al verme, se puso en pie desdoblando lentamente sus dos metros de estatura.

– Buenos días -dije.

– Oh… do you speak English? ¿Habla usted inglés?

– No sólo lo hablo sino que además lo soy.

– Maravilloso. Es una verdadera delicia encontrar compatriotas ingleses en lugares remotos. Richard, Richard Blakeway-Phillips, encantado de conocerle.

Nos estrechamos la mano.

– No sé si me habrá visto, pero estaba admirando un hermosísimo iris. Es un xiphium o un filifolia; a menudo son muy difíciles de distinguir.

– Bien, pues eso ahora mismo lo resolvemos. Da la casualidad de que tengo aquí un Polunin.

– Ah, Polunin. Gracias a Dios que lo tiene, estamos salvados.

Cualquiera que haya buscado una flor en un libro de botánica conocerá el nombre de Oleg Polunin. Hasta el botánico más consumado consideraría una insensatez aventurarse a salir de su casa sin uno de los tomos de Polunin bajo el brazo. Cualquiera que sea el lugar del mundo a donde uno vaya, Polunin habrá estado allí antes y habrá identificado, catalogado y descrito meticulosamente y con todo detalle la flora autóctona. Es uno de los botánicos más prodigiosos y respetados del siglo XX. También fue profesor mío de biología en el colegio, en donde le llamábamos Ollie Pollie. Lamento decir que yo no era un biólogo nato y, como no tenía ni idea del honor que constituía tener como profesor a este gran hombre, desperdicié el privilegio dedicándome a armar barullo al fondo del laboratorio. En la actualidad, consciente del trabajo de Polunin tras haber utilizado su libro casi a diario, como es de esperar me siento atormentado por el remordimiento.

Richard hojeó las incontables páginas del libro con consumada destreza y, al llegar a la entrada correspondiente, masculló unas palabras mientras la recorría con el dedo.

– Claro. Las manchas doradas en el centro de los pétalos: chamaeiris; qué tontos hemos sido. Supongo que ha sido una estupidez por mi parte venir hasta aquí desarmado, por decirlo de algún modo…

– ¿Desarmado?

– Quiero decir sin el Polunin.

Continué la conversación durante un rato hablándole del botánico y de mis experiencias en los primeros años del colegio, y finalicé expresándole mi nostálgico deseo de encontrarme con él otra vez, aunque me imaginaba que este sentimiento no sería del todo mutuo.

– Creo que sería algo difícil que se lo encontrara usted ahora -dijo Richard con lo que me pareció que era una mirada de censura-. Murió hace varios años.

Así pues, mientras estudiábamos minuciosamente el Polunin allí en lo alto, rodeados de totobías, de retama y de jaras, y de Iris xiphium, no, filifolia, nos pusimos a lamentarnos de su pérdida. En momentos así me encanta ser inglés. Casi estaba esperando a que Richard me dijera: «¿Puedo ofrecerle una taza de té? Da la casualidad de que tengo aquí mi juego de té y un poco de Earl Grey». Pero no lo hizo, y de todos modos no era la hora de tomar el té. Mantuve fuera de la vista mi húmeda bota de vino. No sé por qué me parecía que me haría quedar mal.

Richard, o, para ser exactos, el reverendo Richard Blakeway-Phillips, había sido párroco anglicano de una iglesia de la región de las Midlands, pero ya se había jubilado y su mayor pasión era recorrerse el mundo entero herborizando. Eso me hizo pensar, y mientras corría de un lado a otro como si fuera una abeja entre las flores y los arbustos, recogiendo ejemplares para clasificar y metiéndolos de manera poco científica en mi bolsa, mis pensamientos volvieron al casi olvidado tema del bautizo.

Desvié la conversación hacia el tema general de los párrocos jubilados y los bautizos en las casas y a continuación me puse a hablar con gran entusiasmo de la interesante flora que se puede encontrar en Las Alpujarras.

– Tenemos una casita para invitados en nuestro cortijo. Si quiere, podría venir a pasar unos días y, mientras está ahí, tal vez podría bautizar a nuestra hija.

– ¡Vaya! -dijo Richard aflojándose un poco el nudo de la corbata para combatir el calor-. Es una oferta muy tentadora y sería un gran placer bautizar a su hija.

De este modo fue como llegamos al acuerdo y, bastante satisfecho de mí mismo, me apresuré a volver a casa para contárselo a Ana.

En menos de quince días llegó Richard en el autobús de Granada con su mujer Eleanor. Doblándose como un gigantesco saltamontes, se acomodó a la perfección en la parte de atrás del Land Rover, mientras que Eleanor se sentó delante. Fue ella quien habló durante el trayecto. Había acompañado a Richard en sus aventuras botánicas a través de medio mundo, y acostumbraba a ocuparse de cada nueva situación en que se encontraban de una manera competente y discreta. Sin que Richard se diera cuenta, ella hacía de precursora, convirtiendo las montañas en granos de arena y haciendo posibles así empresas tan interesantes como herborizar en la anárquica Albania utilizando los autobuses locales para ir de un lado a otro.

Eleanor era además elegante. Mientras que Richard no colocaba su apariencia a la cabeza de su lista de prioridades -solía llevar unas enormes zapatillas de tenis, unos pantalones cortos que le llegaban a la rodilla, una camisa con el cuello torcido y una corbata anudada en algún punto situado entre el cuello y el esternón-, Eleanor conseguía, de modo totalmente inconsciente, un aire de elegancia natural, como si en lugar de estar subiendo trabajosamente por algún polvoriento sendero de montaña, se encontrara ofreciendo una fiesta en el césped de la vicaría.

Chloë, por algún motivo que quizá sólo sepan los niños de tres años, se había opuesto a la idea del agua bendita y el santo óleo cuando se lo habíamos explicado. Eso es lo malo, claro está, de dejar el asunto hasta el momento en que los niños ya tienen voluntad propia. Sacudió la cabeza de modo preocupante y dejó bien claro que no quería oír ni una palabra más sobre el asunto. Retorciéndose las manos, Ana me miró suplicante.

– Probablemente todo saldrá bien esa tarde -le aseguré-. Ya sabes cómo son estas cosas -añadí, refugiándome en mi optimismo habitual.

Tras serle presentados a la hora de comer, Chloë miró con recelo a Richard y a Eleanor. Después de todo, los dos eran muy altos e imponentes, y cuando intentaron debilitar sus defensas tratándola como si fuera otro ser humano y siendo simpáticos con ella, se refugió en el silencio. Sin embargo, al día siguiente la convencimos de que bajara al valle con nuestros invitados para llevarles en un recorrido botánico. Eso se le daba muy bien, pues le brindaba la ocasión de repetir maquinalmente la letanía de nombres botánicos que había aprendido durante nuestras expediciones de recogida de semillas. Pero independientemente de que gozara con el sonsonete del latín, las plantas le encantaban realmente, y conocía a la perfección las venenosas, conocimiento que Ana le había inculcado antes de que supiera andar.

A los que no saben de botánica, oír a una niña de tres años entonando como un pajarito nombres tales como Adenocarpus decorticans, Euphorbia charadas o Anthyllis cytisusoides podría parecerles monstruosamente precoz -aunque los niños de la ciudades repiten con la misma soltura los nombres de sus dinosaurios favoritos-. En cualquier caso, a nosotros, como amantes padres que somos, nos parecía maravilloso, y Richard y Eleanor, para quienes estos nombres eran el pan nuestro de cada día, se quedaron totalmente asombrados. El descubrimiento de que compartían el mismo entusiasmo por las plantas sirvió para romper el hielo y, al regresar a la casa, ambas facciones parecían haber quedado encantadas una con la otra. Fui enviado a comprar los ingredientes para una paella gigante y a informar a los invitados, a quienes habíamos avisado previamente, de que todo estaba listo para el sábado siguiente.

Susanne, una amiga que vivía al otro lado del pueblo, iba a ser la madrina. Al igual que Domingo, era otra persona a quien queríamos atraer a nuestra órbita familiar. Se había convertido en vecina nuestra como resultado, según dijo, de haber clavado una chincheta en un mapa de Europa y, a continuación, haberlo trasladado absolutamente todo hasta el punto así escogido. Lo mismo que Georgina, es una de esas extraordinarias inglesas jóvenes que se abren paso por el mundo eligiendo un determinado rumbo sin hacer caso de los peligros de la navegación. Susanne es una pintora de gran talento; deambula por Las Alpujarras en ese vergonzoso cacharro de coche que tiene, pintando paisajes a lápiz y acuarela. Igual que ocurre con los astrólogos, en Las Alpujarras no faltan pintores, pero la obra de Susanne, con su originalidad y la exquisita técnica de su ejecución, la hace mantener su puesto entre los mejores.

Durante los últimos años Susanne se ha visto confinada a una silla de ruedas debido a la severa artritis que padece, pero consigue mantener su inquebrantable buen humor, además de una encantadora sensualidad. Con su voz profunda y seductora me explicó cómo la horrible enfermedad era consecuencia de unas atroces transgresiones cometidas en vidas anteriores, algo que tenía que ver con la provisión de cosméticos con alto contenido en plomo a las señoras de la Creta minoica con plena conciencia de las dañinas propiedades del mismo. Sus ojos centelleaban de placer mientras contaba con voz ronca esta singular historia.

Chloë siente adoración por Susanne porque es una de esas personas que nunca están demasiado ocupadas ni cansadas ni sienten demasiados dolores para jugar con los niños. Es uno de los pocos habitantes extranjeros de Las Alpujarras a quienes visito con frecuencia, y siempre consigue hacerme reír. En fin, el día anterior al bautizo Domingo y yo ayudamos a Susanne a subir a lomos de la paciente Bottom y vadeamos el río con ella. Ana había tenido que salir temprano para recoger a sus padres, que estaban pasando unos días en un apartamento de veraneo de la costa y, en lugar de esperar al regreso del Land Rover, Susanne optó por subir en burro hasta la casa; la única entre los invitados en llevar a la práctica los planes más románticos que tenía yo para el bautizo.

También había invitado a algunos amigos del pueblo, además de a Cathy y a John junto con la mitad de sus vecinos de Puerto Jubiley. Dondequiera que van John y Cathy, la mitad del pueblo se une a ellos por el gusto de darse un paseo, aunque nunca más de la mitad. Hay dos facciones opuestas en el pueblo como consecuencia de una disputa de hace cincuenta años sobre algo relacionado con un chopo y una cabra, y en cada ocasión sólo se puede complacer a una de las facciones. Para el bautizo tuvimos a la facción del lado oeste del río. Domingo el Viejo y Expira, por supuesto, iban a asistir en su calidad de padrinos- abuelos; y después estaban Joop y Marijke con sus hijos, Pieter, Teresa y María, esta última tan querida por Chloë. Antonia, que para entonces se había convertido en una amiga muy especial de la familia, se encontraba en Holanda con motivo de una exposición y por lo tanto no había podido venir. A cambio de no poder estar ahí, le había enviado a Chloë una diminuta oveja de bronce.

Junto con los padres de Ana, el total ascendía a unas cuarenta personas. Así pues, pedí prestadas dos enormes paelleras y encendí una gran hoguera de leña de olivo y romero sobre la cual coloqué los trípodes. El fuego estuvo ardiendo toda la mañana, perfumando la brisa con su fragante humo. La cocina estaba abarrotada de ayudantes que hacían ensaladas y preparaban platos de bocados exquisitos, e hizo su aparición un gran cubo de afrutado ponche de costa. De algún modo conseguimos reunir un número suficiente de sillas, mesas y bobinas de cable para los invitados, y Ana las engalanó con los manteles blancos con que yo había soñado, colocando un centro de flores silvestres en cada una. Entretanto Chloë, completamente ajena a los preparativos, jugaba encantada con María y las malditas Barbies, componiendo nuevos episodios en la vida de las muñecas en que la oveja de bronce tuviera cabida.

Finalmente empezaron a llegar los invitados, que dejaron los coches aparcados junto al puente y ascendieron lentamente la polvorienta cuesta vestidos con sus mejores galas. A los participantes de más edad de la fiesta, a quienes no apetecía la subida a pie hasta El Valero, les transportamos camino arriba en el Land Rover. Coloqué las paellas sobre el fuego y la bebida empezó a correr a raudales.

El contingente español observó fascinado cómo Richard se ajustaba sus vestiduras. Los invitados mayores tenían bastante poca idea de nuestras creencias religiosas y tal vez esperaban una especie de rito pagano. Avanzaron cautelosamente hasta ponerse en una posición desde donde poder salir corriendo si las cosas se descontrolaban. Con gritos de «a la misa», conseguí reunir a los ingleses y algunos de los españoles más audaces alrededor del altar, una bobina de cable consagrada con un paño bordado y unas flores, y hacerles callar el tiempo suficiente para que Richard pronunciara un sencillo y conmovedor discurso y leyera unas oraciones.

– ¿Por qué no traduces lo que está diciendo para que todos puedan entenderlo? -me susurró Ana.

– Porque me siento conmovido por la gravedad del momento, Ana -mentí.

La verdad era que no tenía conectado el equipo necesario para la traducción simultánea del inglés bíblico al español alpujarreño.

Convencimos a Chloë de que abandonara a María y las muñecas durante un rato y se adelantara con Domingo y Susanne vestida con su traje de fiesta. Como era una niña robusta, reticente y escurridiza, los padrinos tuvieron que prescindir de la tradición de llevar tiernamente en brazos al niño hasta la pila, teniendo que contentarse en cambio con quedarse de pie, violentos, a su lado. Chloë parecía que estaba a punto de ponerse brava, pero Ana consiguió sobornarla para que cooperara, aunque no del todo convencida, mostrándole el borde de una chocolatina que tenía preparada en el bolsillo y señalando significativamente hacia el altar. Chloë poco a poco se fue acercando mientras lanzaba miradas de reojo a la chocolatina, del mismo modo que los marineros mantienen a la vista el faro cuando atraviesan las corrientes cerca de la costa.

Richard tenía un aspecto magnífico con sus espléndidas vestiduras, de pie bajo la acacia a la luz veteada del sol. Se inclinó para ponerle suavemente la mano en el hombro a Chloë, entonó el salmo apropiado y le trazó con agua bendita y santo óleo el signo de la cruz en la fruncida frente. Ana y yo suspiramos de alivio mientras nuestra hija se escabullía aferrando su chocolatina para regresar junto a María. Me gustaría pensar que la compartieron: no vale de nada cumplir con las formalidades del asunto, también hay que actuar de acuerdo con sus preceptos.

Como punto culminante de la ceremonia, y ante el absoluto desconcierto de la facción española, los ingleses se pusieron a entonar el himno «All Things Bright And Beautiful», el único que todos nos sabíamos pasablemente bien. Estribillo, primera estrofa, de nuevo estribillo, luego una estrofa que Richard había escrito especialmente para esta ocasión y un estribillo final para acabar. Las voces colectivas, sin acompañamiento musical y un tanto temblorosas al principio, pronto cobraron fuerza y resonaron por el valle, henchidas por el rumor de los ríos y el canto de un ruiseñor en el fondo del barranco.