38115.fb2 Entre limones. Historia de un optimista - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

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Agua pasada…

Durante nuestros primeros años en El Valero el tiempo había sido más o menos previsible. Los veranos eran calurosos y los inviernos suaves. Aunque nos invadía un sentimiento de expectación nerviosa cada vez que pensábamos en el comienzo del implacable calor del verano, cuando al fin llegaba nos sorprendíamos de lo bien que nos adaptábamos a él. Pronto aprendimos a sacar la cama al tejado para dormir bajo las estrellas, a colgar una gruesa manta en la puerta para conservar el aire fresco en el interior de la casa y a poner una botella de agua helada en la nevera de gas para conseguir que siguiera funcionando. El tiempo en invierno era agradable, fresco y soleado, aunque sin lluvia suficiente para mantener en buenas condiciones la flora de los montes. A pesar del poco tiempo que llevábamos aquí, habíamos notado que los inviernos parecían haberse vuelto ligeramente más secos; no de manera espectacular, pero sí lo suficiente para prestar un aire de abatimiento a los árboles y de desesperación a las plantas de raíces más superficiales.

El río siguió fluyendo tranquila e inofensivamente lo mismo a lo largo del invierno que del verano, creciendo brevemente cuando el calor de junio derretía la nieve de la sierra, para después volver a su lento caudal del verano. La lluvia y el río se las apañaban a su modo, aparentemente sin intención de causarnos ningún problema, hasta el verano siguiente al bautizo de Chloë, en que por primera vez conocimos una grave sequía.

Aquel invierno casi no cayó nada de nieve en la sierra, y las lluvias primaverales, que fueron muy débiles, finalizaron con la llegada de unos vientos calientes procedentes del Sahara. En junio no quedaba del río más que unos cuantos charcos salobres entre las rocas, y en julio, por primera vez desde que se recordaba, el hilillo de agua del río Cádiar se secó completamente.

Las charcas secas del río estaban llenas de peces muertos pudriéndose, y una capa de polvo caliente que llegaba a los tobillos cubría los senderos del valle. La hierba de los campos de El Valero se secó y adquirió un tono marrón, crujiendo bajo nuestros pies, y las hojas de los árboles se arrugaron y apergaminaron. Los atardeceres calurosos de años anteriores solíamos bajar en familia hasta el vado para bañarnos en la poza o sentarnos a disfrutar de la brisa y observar las golondrinas y murciélagos presentando su espectáculo vespertino de acrobacia aérea; pero aquel verano resultaba difícil imaginarse que el río pudiera volver a llevar agua nunca más. El enloquecido chirriar de las chicharras hacía el silencio del río aún más siniestro.

«Es el "efecto invernadero" -decían algunos-. El agujero en la capa de ozono. "El Niño." Un desafortunado alineamiento de los planetas.» Los viejos sacudían la cabeza y predecían la llegada de tiempos malos. La sequía afectó a toda Andalucía y a casi toda España. Se secaron ríos y manantiales de toda la provincia; los pozos ya habían llegado al fango salobre del fondo; se secaron y murieron bosques enteros, incluso de pino carrasco, que es una de las variedades más resistentes. Órgiva sólo tenía una hora de agua al día, y se producían incendios forestales por toda España.

Ana y yo teníamos la sensación de que por alguna razón el río nos había fallado. Habíamos comprado nuestro cortijo en su lado de más allá -a bajo precio porque nadie más quería correr el riesgo- y durante todo el tiempo que habíamos vivido allí el río siempre había sido un buen vecino nuestro, sirviéndonos de espectáculo por el día y arrullándonos por la noche. Había dejado tranquilos nuestros puentes, nos había permitido que lo atravesáramos en el Land Rover por el vado en casi todas las épocas del año, y nos había ofrecido baños refrescantes para quitarnos el calor, así como agua clara para regar nuestras cosechas. No había mostrado ninguna de las tendencias desagradables sobre las que nos habían advertido. Y ahora se le ocurría secarse.

A mí me había parecido bastante atractiva la idea de vivir cerca de una fuerza de la naturaleza realmente peligrosa, pero esta fuerza se había convertido en algo tan salvaje como puede ser un estanque de patos en el parque de una ciudad. Parecía como si el río estuviera en vías de extinción. Cuando les hablaba de esto a Domingo o a sus padres, sacudían la cabeza y me miraban consternados. No obstante, cuando llegó septiembre y aún no había habido ninguna señal de las tormentas que vienen a poner fin al calor del verano, la gente empezó a preocuparse.

Para colmo de desgracias, imponentes masas de nubes de cabeza de yunque se acumulaban alrededor de las montañas, y otras nubes negras ascendían por el valle amenazadoras, pero no caía ni una gota de lluvia. A medida que se hacía de noche, las estrellas iban apareciendo por los agujeros que se abrían en la capa de nubes, y para la medianoche el cielo estaba despejado una vez más. Tal vez esto fuera realmente un cambio radical del tiempo.

Algunos extranjeros decidieron que éste era el caso y empezaron a hablar de abandonar sus casas andaluzas. Los salvadores de Barkis, George y Alison, que viven en la parte alta de la Contraviesa, estaban pensando en trasladarse al norte, a la lluviosa Galicia. Habían construido un jardín de agua con un estanque y una cascada al lado de su casa, pero el manantial que abastecía de agua a su arroyuelo se había secado el año anterior, y ahora apenas quedaba agua suficiente para los conejos.

Irnos de allí no era precisamente una opción para nosotros, dado que ya habíamos quemado nuestras naves comprando un cortijo que muy posiblemente nadie más querría comprar, aunque al menos era un consuelo no tener que preocuparnos por tomar esa decisión. Al igual que Domingo, nosotros nos quedaríamos hiciera el tiempo que hiciese, y saber que esto era así sirvió para reforzar los vínculos que había entre nosotros.

Entonces, a mediados de septiembre llovió. Cayeron unas cuantas gotas gruesas, al principio de modo esporádico, que al caer formaban pequeños cráteres en el polvo. Poco a poco las gotas se fueron fusionando hasta convertirse en una llovizna constante. La tierra se volvió de color más oscuro y el aire se llenó de olor a polvo caliente mojado y a pino. Las piedras del río empezaron a brillar, y con el transcurso de las horas comenzaron a formarse diminutos riachuelos y charcos. Tras el silencio que todo lo invadía, ahora empezó a oírse un suave murmullo. A la mañana siguiente, todavía sin lluvia fuerte, el río fluía de nuevo. Con el encapotamiento del cielo, el desánimo de todos empezó a disiparse. Llovió suavemente durante tres días, lo suficiente para asentar el polvo y aumentar el caudal del río, y entonces dejó de llover. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que no había habido suficiente agua ni para regar los pimientos, y que aún no había llegado el momento de echar las campanas al vuelo.

Acabó septiembre, y octubre comenzó aún sin lluvia, aunque por alguna razón el río seguía llevando agua. Y entonces en noviembre empezó a llover, no en forma de diluvio, sino de un buen aguacero continuo que siguió cayendo día y noche. La mañana del segundo día un aterrador torrente de agua oscura se precipitó desde el desfiladero y se llevó por delante el puente sin el menor esfuerzo, pulverizando los estribos de piedra y arrastrando las vigas río abajo. A medida que pasaban las horas el río fue creciendo más y más, acarreando consigo rocas del tamaño de casas que retumbaban como cañones al moverse a través del tremendo tumulto. El agua era negra y maloliente, y el campo, normalmente tan silencioso, resonaba con un ruido monstruoso por todo alrededor.

Los días se convirtieron en semanas de lluvia, hasta que empezó a entrar agua por nuestro tejado, dejó de funcionar la energía solar y la leña se quedó tan empapada que resultaba inservible. El río seguía corriendo con gran estrépito, haciendo que el valle se llenara de malos presentimientos. A medida que la tierra se saturaba de agua, los cerros empezaron a desmoronarse y a caer a los valles. Oíamos un estruendo y veíamos cómo cientos de toneladas de tierra empapada y rocas caían en avalancha por la ladera, arrastrando consigo árboles y matorrales. Gran parte de la acequia quedó destruida por desprendimientos de tierra, de tal modo que no se veía ni rastro de su antiguo curso, y una gigantesca masa de rocas se había deslizado por la ladera y había caído a la pista. La única manera de subir ahora las cosas a la casa era con la carretilla. Nunca había podido imaginarme una erosión tan tremenda: las montañas estaban siendo literalmente arrastradas hasta el mar.

No teníamos teléfono, lo que contribuía a acentuar nuestro aislamiento, aunque al mismo tiempo nos alegrábamos de no tener que preocupar a la gente contándoles lo terribles que se habían puesto las cosas. Había catorce cubos y barreños esparcidos por la casa recogiendo agua de las goteras, y lo único que medio nos animaba un poco era una lumbre mortecina ardiendo apenas sin llama en la chimenea.

Ana, con la previsión que la caracteriza, había acumulado una considerable provisión de latas de tomate y paquetes de pasta para comer, así como algunas patatas, cebollas, harina, polvos para hacer natillas y anchoas, pero no había mucho más. Nos movíamos por la casa sorteando las goteras, intentando encontrar diversiones para Chloë y algo que nos distrajera de las dolencias de poca importancia que empezaban a asediarnos: toses, moqueos, congestión de pecho y una lasitud que las húmedas páginas del Juliette y un jardín de hierbas medicinales inundado poco podían aliviar.

Me acordaba de las advertencias de Expira y de Domingo el Viejo acerca del río, y de sus pavorosas historias sobre la hija de la Sorda muriendo de parto, o la mujer con apendicitis aguda cuya mula arrastró el río cuando intentaba llegar montada en ella hasta el hospital. Así que era esto de lo que hablaban.

Me acordaba de las advertencias de Expira y de Domingo el Viejo acerca del río, y de sus pavorosas historias sobre la hija de la Sorda muriendo de parto, o la mujer con apendicitis aguda cuya mula arrastró el río cuando intentaba llegar montada en ella hasta el hospital. Así que era esto de lo que hablaban.

Había una manera de salir de El Valero en caso de emergencia, pero suponía una caminata de cuatro horas monte arriba hasta llegar a Mecina Fondales, en donde había un puente de piedra antiguo, construido en un estrecho desfiladero veinte metros por encima del río y utilizable sin importar lo crecido que éste estuviese. En caso de necesidad esta ruta podría haber sido una posibilidad para hacer la compra, aunque habría resultado menos útil en casos de apendicitis.

A medida que continuaba nuestro aislamiento forzoso, cada día nos quedábamos más abatidos, y empezamos a sentirnos un poco amenazados por el incesante estruendo de las aguas y por la lluvia y niebla que ahora no abandonaban nunca el valle. En circunstancias normales solíamos hacer todo lo posible por evitar ir al pueblo, pero en aquella época casi nos echábamos a llorar de pensar en sus inalcanzables delicias.

Y entonces un día, mientras deambulaba junto al río, vi a Domingo. Lo que me chocó sobre su presencia fue el hecho de que se encontrara a este lado del río. Cuando hube terminado de expresar mi sorpresa me dijo que había conseguido cruzarlo por un lugar en que era más ancho y menos profundo, utilizando un recio garrote para apoyarse. Sólo había venido a asegurarse de que estábamos bien.

– Lo que tenemos que hacer es tender un cable a través del río -anunció-. Eso no se ha hecho nunca aquí antes porque la gente es demasiado anticuada para pensar en algo nuevo, pero me parece que podría ser la solución para vuestros problemas.

A la mañana siguiente me coloqué en la orilla del río justo por encima del vado, a esperar mientras Domingo deshacía una maraña de cuerda y cable al otro lado. Tras varios intentos consiguió lanzar una piedra atada a una cuerda. Yo tiré de la cuerda y poco a poco el cable fue pasando por encima del río. En el cable había una bolsa que contenía una llave inglesa y unas pinzas metálicas. Rodeé con el cable la base del tronco de un grueso arbusto y lo sujeté con las pinzas.

Cuando terminé de hacer esto, Domingo sujetó su extremo al tronco de un tamarisco, de la misma manera que lo había hecho yo a este lado pero añadiendo un tornillo de tensión, que apretó lo más fuerte que pudo. Entonces con un chasquido enganchó una argolla al cable y, colgado a éste con una cuerda, fue atravesando poco a poco el río. El cable se tensó cuando llegó a la mitad, pero aún estaba a un metro de distancia de la superficie, y en menos de un minuto aterrizó entre los matorrales a esta orilla.

Le di una palmada en la espalda, riendo de puro alivio de que estuviera a salvo y lleno de alegría por saber que el sistema iba a funcionar. Entonces nos pusimos a trabajar poniendo un par de tornillos de tensión más y reforzando el anclaje alrededor del arbusto, y en cuestión de una hora teníamos un cable transportador aéreo seguro y práctico que podíamos usar hasta que el nivel del agua bajara lo suficiente para poder construir otro puente.

A lo largo de las semanas siguientes perfeccionamos este Flying Fox con un sistema de cuerdas y poleas de suave funcionamiento, un cómodo asiento envolvente de lona y una plataforma de descarga a cada lado del río. Su única leve desventaja era que, a excepción de los que tenían buen temple y gusto por la aventura, eran necesarias dos personas para hacerlo funcionar, lo cual hacía que disminuyera el índice ya de por sí bajo de visitantes que venían solos. A Chloë le encantaba que la cruzásemos por el río de este modo: fue el mejor columpio que jamás ha tenido. Todos nos hicimos bastante expertos en su manejo, pasando bombonas de gas, sacos de pienso, sacos de comida, un nuevo depósito de agua, amigos y vecinos con sus niños, algunos carneros y, en una ocasión, una cabra montés enferma.

Habíamos encontrado la cabra montés una tarde escondida en un arbusto junto al vado. Estaba aquejada de sarna sarcóptica, una enfermedad de la piel transmitida a las cabras monteses por los rebaños de ovejas y cabras domésticas. En aquel momento la sarna estaba propagándose entre la población de cabras monteses, causando honda preocupación a la Agencia del Medio Ambiente. Domingo sugirió que la transportásemos al otro lado del río y la llevásemos al veterinario de la Agencia en el pueblo. Cogimos al pobre animal, le atamos las patas y la colgamos de la argolla. Entonces la pasamos a la otra orilla y la pusimos en la parte de atrás del Land Rover de Pepe, para gran consternación de sus perros, apretujados en un rincón para hacerle sitio. El veterinario lavó la cabra, la vacunó y una semana más tarde la puso en libertad totalmente recuperada. Sin embargo, al pobre Pepe le hizo falta otra semana más para quitarles la sarna a sus perros.

Cuando por fin dejó de llover y se levantaron las nubes, nos pusimos a secar la casa, lo que consistió sencillamente en sacar al exterior todo lo que se podía mover y abrir las puertas y ventanas de par en par para permitir que el sol y el aire entraran a chorros por todas partes. Entonces empezamos a atar los cabos sueltos de nuestra vida diaria. Una tarde, mientras estaba dando los toques finales con el azadón a una zanja de drenaje para el empapado corral, me sorprendió ver a Antonia subiendo por el sendero.

– Helio -dijo con su cuidada entonación inglesa-. He traído algo para vosotros, ya que estáis tan solos y además sin puente. Mirad, aquí tenéis unos pasteles y también esta botella, que creo que os animará.

Siempre resultaba un placer ver a Antonia y tenía razón acerca de la ginebra holandesa, pero yo no entendía cómo había conseguido llegar hasta nuestra casa.

– ¿Cómo has cruzado el río? -le pregunté-. ¡No me digas que puedes utilizar el cable tú sola!

– Domingo me ha ayudado -respondió sencillamente-. Va a venir dentro de un rato, está reforzando el cable. Quiere pedirte prestado algo.

Efectivamente, Domingo pronto apareció subiendo sin prisa por el sendero y observando de manera crítica los muy insignificantes intentos que, demasiado tarde, había hecho yo de abrir unos canales de desagüe. Se sentó con nosotros y se tomó un té, algo que muy raramente hace, y hasta cogió uno de los pasteles de Antonia. Ni Ana ni yo le habíamos visto nunca comer pasteles en nuestra casa.

– Quiero que me prestes los alicates.

– Claro que sí. ¿Por qué? ¿Qué estás haciendo?

– Poniendo un poco de tela metálica para que las ovejas no se caguen en la terraza de Antonia -contestó como si se tratase de una tarea rutinaria del cortijo.

Aquel otoño Antonia se había ido a vivir a la casa de La Herradura, justo enfrente al otro lado del valle, para escapar del caos provocado por la construcción de una nueva granja de conejos y pollos en La Hoya. Al propietario de La Herradura le venía bien que Antonia viviera en la casa a cambio de un alquiler nominal, puesto que aquí las casas parecen mostrar su agradecimiento de que haya una presencia humana en su interior cayéndose más despacio. El rebaño de Domingo, al no poder cruzar el río, pastaba aquel invierno en La Herradura, y la totalidad de las doscientas ovejas solían ir a apretujarse en el patio de Antonia para protegerse de la lluvia: de ahí el problema de las cagarrutas de oveja.

Domingo aparentemente necesitaba pedir prestadas muchas herramientas para lo que quiera que fuese que estaba haciendo en La Herradura, porque acompañaba a Antonia en casi todas sus idas y venidas a nuestra casa. Nos acostumbramos a verles subir juntos hasta nuestra terraza, y si nos sorprendía el hecho de que Domingo parecía bastante más sociable que antes y Antonia por alguna razón más contenta y animada, ni Ana ni yo nos sentíamos muy dispuestos a hacer comentarios sobre ello.

Para mediados de abril el nivel de las aguas había descendido lo suficiente para poder construir un puente nuevo. Domingo y yo, con Bottom acarreando las pesadas vigas verdes, lo construimos en un solo día, lo que me pareció un logro considerable. Ya no me hacía más ilusiones sobre su perdurabilidad. Había aprendido mi lección en lo que a construir en el río se refería. A medida que la nieve de la sierra se fue derritiendo con el calor de principios de verano, el río creció de nuevo, golpeando duramente el nuevo puente aunque esta vez dejándolo donde estaba. Entonces el río se calmó y volvió a su nivel de estiaje, fluyendo apaciblemente por el valle. Después de habernos mostrado su cólera, una vez más volvía a ser un buen vecino.

El verano que sucedió a las lluvias fue una estación bastante más prometedora. La exuberante hierba que cubría las laderas del cerro le sentó de maravilla a las ovejas, que nos dieron un buen rendimiento de corderos. La casita de veraneo que llamábamos El Duque, el antiguo nombre del terreno a ese lado del río, estaba ocupada semana tras semana por huéspedes que se quedaban encantados con la belleza del campo exuberante y lleno de flores.

Nuestro amigo comerciante de semillas de Sussex vino a pasar unos días, trayendo un enorme pedido de muchísimas variedades diferentes, y las plantas que iban a dar las semillas respondieron al clima de optimismo floreciendo de un modo espectacular. Nos sentíamos dispuestos a lo que fuera.

En septiembre Chloë tenía que empezar a ir al colegio. Todavía no había cumplido los cuatro años, pero María había empezado el año anterior y Chloë se moría de ganas de unirse a ella. No sentía ninguna de la inquietud que sentíamos nosotros por la dura prueba que se le avecinaba. El día en que el primer hijo empieza el colegio marca un momento clave de la vida y constituye uno de los muchos saltos al vacío. Nos sentíamos terriblemente tristes de pensar que pronto nuestra única hija se alejaría de nosotros dando tumbos en el autobús escolar de Órgiva, pero procuramos aparentar en lo posible que compartíamos su excitación por convertirse en una auténtica colegiala española.

Las noches de agosto pueden ser calurosas. Te sientas fuera, ligero de ropa para estar fresco, pero sigues sudando a chorros mientras la cabeza te da vueltas con el chirriar frenético de las chicharras y de otros animales nocturnos del verano.

Aquel verano hubo una noche terriblemente sofocante. Conciliar el sueño habría resultado imposible, por lo que, tras una cena tardía, bajamos al Cádiar los tres -junto con los perros- para darnos un baño nocturno. Una luna llena iluminaba el camino, y nos llevamos unas velas para alumbrar la zona de sombras del río.

Había una poza en el río que habíamos construido tendiendo unos troncos entre dos rocas y rellenando el dique con piedras y broza. Colocamos las velas en el dique y nos sumergimos en el agua fresca. Nadamos un poco río arriba y regresamos dejándonos llevar por la suave corriente mientras mirábamos el reflejo de la luna y de las llamitas de las velas en las ondas de la oscura superficie del agua. Las cañas y los sauces de la ribera estaban inmóviles en la sofocante calma de la noche. Los perros se habían sentado pacientemente junto a la orilla y Chloë, sentada como una sirena en una roca, canturreaba sin parar una sucesión de canciones infantiles españolas que María le había enseñado.

De repente los perros se pusieron en pie de un salto y empezaron a gruñir mirando a lo lejos río arriba. La luna ya se había ocultado tras La Serreta y, aparte del foco de luz de nuestras velas, el río estaba a oscuras. Me estremecí algo inquieto preguntándome qué podía haber ahí. Por más que escudriñábamos las sombras no conseguíamos ver nada. Y entonces, poco a poco, el valle pareció llenarse de una pálida neblina que aumentaba y luego disminuía de tamaño. Sin embargo, a medida que se nos fue acercando, empezó a ir adquiriendo una forma más compacta. Nos quedamos mirando paralizados.

Bonka empezó a ladrar furiosamente y fue entonces cuando oí los cencerros. Eran las ovejas de Domingo bajando por el río a la luz de la luna. Distinguía la alta silueta de Bottom, a la cabeza del rebaño, con sus enormes orejas de punta. A medida que se acercaban empecé a distinguir a Domingo montado en la burra, y detrás de él, rodeándole la cintura con los brazos y apoyando la cabeza en su hombro, adormilada, iba Antonia.

Nos volvimos a sumergir en el río como si fuésemos caimanes y nos sonreímos el uno al otro mientras pasaban.