38115.fb2 Entre limones. Historia de un optimista - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Paraíso sumergido

Georgina estaba apoyada en una máquina tragaperras leyendo un libro sobre alquimia cuando irrumpí en el bar Retumba, situado en el otro extremo del pueblo.

– Georgina, ¿qué diablos es eso de una presa? -estallé.

– ¿Una presa? ¿Qué presa? -Parecía de veras confusa.

– Pedro Romero me acaba de decir que van a construir una presa e inundar el valle.

– Ah, eso.

– ¡¿Qué quieres decir con «Ah, eso»?!

Mi mirada de angustia debió de conmoverla, porque entonces suavizó un poco el tono.

– Bien, sí, había un proyecto, hace como veinte años, para construir un dique de lado a lado del desfiladero e inundar el valle, pero las pruebas que hicieron demostraron que no iba a resultar rentable. La roca de alrededor es como una esponja. Y de todas formas, aun si desempolvan el plan, te pagarán bien por las molestias. En realidad no es ningún problema.

– ¿Podemos estar seguros de eso? Quiero decir, ¿absolutamente seguros?

Georgina meditó sobre esto durante unos momentos, hasta que finalmente cerró el libro y cogió el bolso.

– Ya sé lo que vamos a hacer, vamos a ir a ver a Domingo, tu vecino más próximo. Vive en La Colmena, en el extremo norte del valle. Su familia lleva allí muchos años y seguro que él sabe. Acabo de ver su coche hace un rato, así que debe de andar por aquí.

Tras decir aquello, echó a andar con su acostumbrado paso enérgico por la calle principal de Órgiva, mientras yo la seguía penosamente.

– Mantén los ojos abiertos -me ordenó-. Es fácil de reconocer: es uno de los hombres más guapos que hay por aquí. Tiene unos treinta años, es bajo, aunque todos los de aquí lo son, un poco calvo…

– No es un retrato muy prometedor, que digamos -comenté, sintiendo que se me podía perdonar un poco de malhumor, dadas las circunstancias.

– Ah, espera y verás. Tiene un cuerpo de boxeador y la sonrisa más bonita que te puedas imaginar. -Parecía que el hombre ciertamente había hechizado a Georgina.

Seguimos andando con paso resuelto y pasamos por delante del grandiosamente llamado «Museo del Jamón», que en realidad no era más que un pequeño supermercado, y por el ayuntamiento, adornado con las banderas de Andalucía y de España, hasta llegar a otro grupo de bares en la calle principal.

Y aquí fue donde encontramos a mi vecino, apoyado en una farola con aire despreocupado hablando con un gitano, a quien parecía estar intentando vender una vaca. Esperamos unos momentos para permitir que la operación llegara de algún modo a su fin, pero parecía que pasaba el rato y no se conseguía nada, negándose en redondo las dos partes a dejarse convencer. Se había reunido alrededor un grupo de mirones, deseosos de participar también en el trato. Georgina me condujo a un bar al otro lado de la calle e hizo un gesto a Domingo invitándole a que se reuniera con nosotros cuando hubieran terminado las negociaciones.

Desde nuestra mesa me puse a mirar a Domingo mientras llevaba a cabo sus actividades comerciales. Los otros participantes en el trato escuchaban con atención lo que les estaba diciendo. Daba la impresión de que estaba acostumbrado a defender sus posiciones. Vestía unos vaqueros limpios, una camisa blanca con el cuello abierto y unas zapatillas de deporte, y tenía una calva, como Georgina había dicho, que daba a su cabeza el aspecto de una reluciente avellana.

Finalmente vino a reunirse con nosotros. Nos estrechó la mano con una sonrisa tímida, estudiando algún punto situado debajo de la mesa mientras Georgina hacía las presentaciones.

– ¿Va a venir sólo para las vacaciones? -me preguntó.

– No, qué va, vamos a vivir aquí y a dedicarnos a la agricultura.

Ante esto, Domingo sonrió, levantando momentáneamente la cabeza. Georgina tenía toda la razón: su expresión hacía que su rostro resultara verdaderamente bello.

– ¿Qué sabes de la presa en el valle de La Colmena? -le preguntó Georgina-. Pedro Romero le ha estado hablando a Cristóbal de unos planes…

– No haga caso a Romero -dijo Domingo en voz baja-. Hubo un proyecto hace muchos años, pero acabó en nada. No hay peligro de que lo vuelvan a sacar del cajón.

– ¿Está seguro de eso? -dije atropelladamente-. Es que en realidad es muy importante para nosotros, ¿sabe? Queremos vivir ahí el resto de nuestras vidas, no sacar provecho de la indemnización.

– Sí, claro que estoy seguro, pero si quiere oírlo de boca de alguien con categoría oficial, vamos a ver al alcalde.

Sin muchos más preámbulos salimos de allí. Vestido con sus vaqueros y sus zapatillas de deporte, Domingo entró directamente por la puerta abierta del despacho del alcalde.

– Hola, Antonio. Este extranjero, Cristóbal, ha comprado el cortijo de al lado de La Colmena, y está preocupado por la presa. Le he dicho que no pasará nada, pero creo que quiere oírlo de boca del alcalde. Díselo tú.

Antonio repitió todo lo que me acababa de decir Domingo. Pero para entonces yo ya había dejado de pensar en la presa, y lo que hacía era felicitarme a mí mismo por haber conseguido un vecino tan digno de estima.

Una vez quitado ese peso de encima, recogí a Ana en el aeropuerto y volvimos a Granada en el cacharro que había alquilado. Contemplamos cómo los picos nevados de Sierra Nevada surgían de una bruma azulada por encima de la ciudad y cómo los últimos rayos del sol de invierno los teñían de un rosa intenso. Ana estaba encantada, y yo también me sentía un poco aturdido por la belleza de todo aquello. «¡Qué lugar tan maravilloso para venir a vivir!», pensé. Dejamos atrás Granada y pasamos por el puerto del Suspiro del Moro, en donde el último rey moro se había vuelto para llorar por haber sido desterrado para siempre de su amada ciudad: lo comprendí.

Pedro y María nos habían ofrecido que nos quedáramos a dormir en su casa, y a última hora de la tarde nos encaminamos al valle, desde donde Ana vería por primera vez nuestra nueva casa. A la luz del sol poniente, los campos a los lados de la carretera aún parecían más bellos de lo que me había imaginado. Todo aquello parecía complacer a Ana y, mientras avanzábamos, yo le iba señalando orgullosamente cada cosa: aceitunas, naranjas, limones… coles… patatas…

Remontamos por encima de las paredes del desfiladero y entramos en el valle.

– ¡Ahí está!

Al entrar en el valle, El Valero se ve durante un momento antes de que desaparezca de nuevo tras una gran muralla de roca.

– ¿Dónde?

– Allí, ¿lo ves? Encima de la roca al otro lado del río.

– ¿Eso?

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Eso precisamente: eso.

– Pues eso no es ni más ni menos que El Valero. ¿Qué te parece?

– No me puede parecer nada a esta distancia. Me reservo mi opinión hasta que estemos un poco más cerca.

Nos fuimos adentrando en el valle y nos detuvimos en un punto panorámico más próximo al cortijo.

– Pues me parece que realmente es bastante bonito.

Miré a Ana lleno de asombro y alegría, ya que en general no suele ser dada a tales arrebatos de entusiasmo. Seguimos avanzando un poco más y aparcamos el coche donde acababa la carretera. A partir de ahí teníamos que ir a pie.

– ¿Porquerizas? -me preguntó.

No me cabía duda de que se trataba de una pregunta.

– ¿Cómo?

– ¿Las porquerizas? -me preguntó de nuevo.

– ¿Qué porquerizas? ¡Aquí no hay ninguna porqueriza!

– Tú me dijiste que de la carretera a El Valero era la misma distancia que a las porquerizas.

– ¿Ah, sí?

Estaba oscureciendo, y sabía que para llegar al cortijo había un trecho bastante largo y difícil a través del valle. Echamos a andar cuesta abajo por el sendero, sorteando una zona cenagosa por donde la senda cruzaba un arroyuelo, y pasando después por un bosquecillo de enormes eucaliptos olorosos cuyas hojas susurraban con la brisa de la tarde y resonaban con el canto de los pájaros. Cuando salimos de allí aparecimos en la orilla del río, cuyas aguas transparentes se precipitaban con fuerza por un empinado cauce de piedras, estrellándose y rugiendo por encima de las cascadas de lisas rocas y entrando y saliendo suavemente de las pozas de aguas más tranquilas.

Sonreí y le apreté la mano a Ana con fuerza mientras cruzábamos con impaciencia el puente de madera, entusiasmados ante la idea de ver los dos juntos por primera vez nuestra nueva casa.

Una hora y media después, cuando ya casi había oscurecido del todo, todavía nos encontrábamos dando manotazos por entre unos zarzales, con los pies cubiertos hasta los tobillos de un barro de color negro. Las zarzas españolas son más despiadadas que las inglesas, con unos pinchos en forma de púas curvadas que, una vez que te han cogido, se resisten a soltarte.

– No sé cómo tuviste valor para decirme que estaba igual de lejos que las porquerizas. -Evidentemente, el asunto seguía preocupando a Ana.

– Las distancias pueden resultar muy engañosas en este tipo de terreno -le dije con autosuficiencia mientras patinaba por el barro y, de un modo más bien poco elegante, me quedaba enganchado a una zarza por la oreja-. Pero no comprendo qué ha pasado. Compré este cortijo hace tan sólo unos días y ahora ni siquiera puedo encontrarlo.

– Eso sí que es raro en ti.

Ignoré el comentario y seguí escudriñando la maleza.

– Este parece el camino que seguí la última vez, pero se ha cubierto un poco de hierbas. Volvamos hasta la adelfa grande para intentar ir por el otro camino.

Por fin, al salir de repente de un intrincado macizo de ásperos carrizos envueltos en la oscuridad, Ana descubrió el pálido polvo de un sendero que discurría por terreno despejado.

– Este es el camino. Ya sabía yo que tenía que estar por aquí.

Y en efecto lo era. Mientras trepábamos resoplando por los escalones de roca del sendero que tanto me habían deleitado la primera vez que vi el lugar, me volví triunfalmente hacia Ana y le sonreí en la oscuridad. Era una noche cálida, cuya brisa nos traía el olor de flores desconocidas, y mientras subíamos penosamente, un edificio surgió de pronto de la oscuridad por encima de nosotros.

El aroma de las flores dio paso al olor a estiércol y a cabra.

– Ésta es la casa -anuncié, señalando con mi brazo el oscuro contorno, pero la respuesta de Ana quedó ahogada por el ladrido y el gruñido de los perros.

De repente se abrió una puerta y una voz de ogro lanzó un juramento hacia las tinieblas.

– Nuestro anfitrión -expliqué.

Mientras nos acercábamos, la puerta se volvió a cerrar de golpe. Llamé y nos pusimos a esperar. Los perros ladraban y gruñían entre nuestras piernas. La puerta se abrió una vez más y apareció Romero, con la menuda María medio oculta detrás de la mole de su cuerpo.

– Bienvenidos -dijo con una radiante sonrisa.

– Esta es mi mujer, Ana.

– Una mujer bien guapa -dijo Romero, mirándola de arriba abajo con un destello lascivo en los ojos.

– ¡Qué joven y qué guapa es usted! -dijo con entusiasmo María, dándole un beso-. ¡Pasen, pasen!

Entramos en la habitación. Romero dio un hábil puntapié a los perros que olfateaban nuestras bolsas y cerró la puerta detrás de nosotros.

El cuarto de estar de El Valero era pequeño y cuadrado, y estaba todo blanqueado menos el suelo, que era de cemento bruñido. Sus únicos muebles eran un sofá de plástico negro con dos sillas de madera enfrente, y una mesa redonda con un televisor. A modo de decoración, una cubertería de juguete de plástico colgaba de una pared, y una foto de Jesús recortada de una revista, de otra. Eso era todo, y ni una mota de polvo. Del centro del techo colgaba una bombilla desnuda que iluminaba débilmente la escena.

Nos invitaron a que nos sentáramos en el sofá.

– No, no -protesté en mi más bien poco fluido español-. No podemos sentarnos en el único asiento cómodo; debemos sentarnos en la madera, que es más dura.

– Bueno -dijo Romero mientras se dejaba caer en el sofá para mirar con lascivia a Ana.

Ella se levantó y se puso a rebuscar en su bolso, hasta que extrajo de él una elegante caja de galletas dulces y se la entregó a María quien, desconcertada, se la pasó a Romero. Todos nos miramos unos a otros llenos de turbación, a excepción de Romero, quien se puso a abrir la caja haciendo palanca, hasta que por fin sacó una galleta, la analizó y le dio un mordisco en una esquina.

– ¡Puaf! Yo no puedo comerme esto. ¡Sabe a queso!

– En Inglaterra tienen mucho éxito, pensamos que les gustarían.

– Pues no, no nos gustan nada -replicó Romero sonriendo afablemente.

María cogió la caja y la puso en una oscura despensa que había al lado. Esas galletas de las Tierras Altas de Escocia en caja de cuadros escoceses que habíamos comprado en Harrods les darían un bonito acabado a los cerdos, pensé.

Seguimos sentados en silencio un rato, mirándonos unos a otros.

María fue la primera en perder la compostura.

– Bienvenidos a nuestra humilde casa -dijo-. Es muy pobre y está muy sucia, pero nosotros somos muy pobres, así que, ¿qué le vamos a hacer? -añadió, extendiendo las manos con un gesto lastimero.

– No, no, es fantástica, preciosa, y está limpísima -contesté, haciendo un gesto de asentimiento a Ana para indicarle que debía mostrar su acuerdo, con lo que ésta le dirigió una sonrisa a María.

– Nos hemos perdido y no podíamos encontrar el camino a través del valle -le dije a Romero, confiando en que Ana continuaría la conversación que tan consideradamente le había empezado yo sobre la limpieza, o no limpieza, de las casas.

– Pues claro, no conocíais el camino -replicó Romero, mostrando poca compasión y no muchos deseos de continuar con ese tema de conversación.

Nuevo silencio. Tosí y me pellizqué la pierna, tras lo cual dirigí una sonrisa a cada uno de los otros por turno. Romero emitió un gruñido, moviéndose pesadamente hacia el televisor para encenderlo. La luz de la bombilla se atenuó, y la habitación se llenó de un silbido estridente y de algo parecido al sonido producido por un ejército de ranas croando en un lejano estanque. Al cabo de un rato apareció en la pantalla una tormenta de nieve, con unas sombras que se movían simultáneamente hacia arriba y hacia abajo y de un lado para otro. Romero se apartó a un lado para que todos pudiéramos ver la pantalla y levantó la cabeza burlonamente, invitándonos a expresar nuestra admiración.

– Es un buen televisor -sugerí a toda prisa-. Es increíble que puedan tener televisión en un lugar tan lejano. ¡Hay que ver, las maravillas del siglo veinte!

Pero nadie me escuchaba; estaban todos absortos en el programa, lo que quiera que éste fuese.

Romero volvió al sofá y seguimos mirando el indescifrable absurdo de la pantalla durante unos cinco minutos. A lo largo de mi vida he conocido algunos períodos de cinco minutos largos, pero éste les aventajaba a todos. Entonces Romero se levantó y le dio a un botón para cambiar de canal. Nueva tormenta de nieve, más sombras acompañadas de lejanos croares de batracios, indefiniblemente diferentes. Todos nos dispusimos a mirar este nuevo gran espectáculo.

Después de otros largos cinco minutos, Romero ya se había cansado de este segundo programa, con lo cual se levantó para volver a cambiar de canal.

– Maravilloso -dije-. Absolutamente maravilloso. Dígame, ¿cuántas cadenas puede coger con ese increíble aparato?

– Oh, sólo dos -dijo con desprecio-. Esta es otra vez la primera.

Y así seguimos sentados los cuatro, contemplando cautivados el desarrollo de sabe Dios qué escena, asintiendo con la cabeza o sonriéndonos de vez en cuando los unos a los otros con aprobación, hasta que por fin Romero se levantó y apagó el condenado aparato.

– Bueno, ya hemos tenido bastante -dije sonriendo-. No digo que no me guste la tele… pero realmente no es ningún sustituto de, ejem, del alimento espiritual que supone la buena conversación… ¿verdad?

A esto siguió un profundo silencio. Me sentía como gallina en corral ajeno. Volví a pellizcarme la pierna. Me gusta el sonido de mi propia voz, pero esto resultaba demasiado hasta para mí, que tengo piel de rinoceronte.

– Bien, pues… ¿cómo se sienten al ir a vivir en la casita junto al pueblo? Seguro que será muy agradable para ustedes.

– Es una pesadilla -gimió María-. Para morirse. Nuestra casa está aquí, en nuestro amado El Valero. Aquí somos felices. Pero teníamos que venderlo, y ustedes lo han comprado por prácticamente nada. Somos gente pobre, y ahora somos más pobres todavía, ¿qué le vamos a hacer? -dijo, extendiendo las manos con ese gesto suyo que indicaba desesperanza, y sin dejar de sonreír todo el tiempo de una manera cálida y encantadora.

– Huy, no quiero echarles de su casa. No vamos a venir a vivir hasta dentro de un tiempo. Pueden quedarse aquí todo el verano. No, por Dios, pueden quedarse todo el tiempo que… -Un violento ataque de tos de Ana ahogó el resto de la frase.

Volvimos a quedarnos en silencio, mientras Romero miraba fijamente a Ana, hasta que un intenso olor que penetraba por la ventana arrastrado por la fuerte brisa me alentó a intentar una nueva táctica para entablar conversación.

– ¡Cabras! ¿Así que tienen cabras aquí?

– Sí, tenemos cabras.

– Tienen cabras aquí, Ana.

– Qué interesante.

– ¿Quieren un vaso de leche? -preguntó María.

– Sí, gracias -dijimos al unísono, buscando a toda costa cualquier acontecimiento o ritual que nos hiciera salir del impasse.

Pedro y María se pusieron los dos de pie de un salto y se precipitaron al exterior de la casa con un cazo y una linterna, cerrando la puerta tras sí de un portazo. Ana y yo nos quedamos mirándonos en silencio durante unos momentos.

– Va a ser leche de cabra -cuchicheó Ana. Por alguna razón no quería que nuestros anfitriones la encontraran hablando mientras estaban fuera de la habitación-. Van a ordeñar una cabra y a darnos la leche en un vaso como si hubiera salido de una botella.

Sin embargo, María y Pedro no tenían tales pretensiones. Entonces oímos, por debajo de nosotros, unos golpes y un correteo, un siniestro juramento y la ventosidad de una cabra; y, a continuación, el silbido metálico de los dos linos chorros de leche cayendo en el cazo. Al poco rato, aunque no demasiado poco puesto que creo que ellos también estaban intentando alargar el asunto lo más posible, nuestros anfitriones volvieron con el cazo lleno de espuma blanca.

– Ah, leche -dije estúpidamente-. ¿Será acaso leche de cabra?

– Pues claro. Ahora hay que hervirla.

María cogió un camping gas y colocó encima el cazo. Todos nos pusimos de pie a su alrededor para mirarla.

– Están hirviendo la leche, Ana.

– Mira, aparte del hecho de que estoy viendo cómo en efecto están hirviendo la leche, da la casualidad de que he estudiado español durante varios años, y puedo captar más o menos el sentido de lo que se dice.

María nos dijo que la leche tenía que hervir tres veces para que se pudiera beber.

– Las fiebres de Malta -explicó.

Este espectáculo estiró las cosas durante más de veinte minutos, y finalmente nos bebimos el repugnante líquido. Romero se estiró y bostezó, y yo volví a tomar la palabra.

– Bueno, ha sido una velada realmente maravillosa pero… bien, estamos tan cansados que casi no podemos ni pensar con claridad. Creo que es hora de irse a la cama.

Todos asentimos entusiásticamente. Al fondo de la cuesta, bajo el granado, Ana y yo nos lavamos los dientes con el agua que caía goteando en el bidón. Era una noche clara con un reluciente segmento de luna que iluminaba los ríos por debajo de nosotros. El fuerte viento hacía rugir los pinos de la ladera de enfrente.

– Por todos los santos -dijo Ana entre dientes en la oscuridad-, ¿cuánto tiempo nos vamos a quedar aquí?

– Cinco días, en teoría.

– Pues no creo que pueda soportar otra velada así. Supongo que tú lo has pasado bien porque ha sido «auténtico», ¿no?

– Pasarlo bien es quizás una expresión demasiado fuerte. Tal vez sería mejor que nos fuéramos al pueblo a pasar allí las próximas noches. Pensaré en alguna excusa.

Esa noche se levantó un viento aún más fuerte, que entraba rugiendo por la ventana abierta del dormitorio y que llegó a tirar la silla en que estaban la ropa de Ana y su vaso de agua.

Me preocupaba que la cuestión del viento y de la silla significara el final de toda nuestra aventura andaluza cuando, por si esto fuera poco, nos habíamos gastado todos nuestros ahorros en comprar la finca, quemando de esta manera nuestras naves. Pero no.

– Creo que es maravilloso -dijo Ana-. Aunque tengo algunas reservas.

– ¿Y cuáles son, si se puede saber?

Procedió a leerme una larga lista de reservas que había preparado y que incluía recomendaciones sobre la carretera, el acceso, el agua -que no la había impresionado en su estado actual a pesar de los cuatro aparatos sanitarios del cuarto de baño- y una serie de otras nimiedades demasiado insignificantes para contar.

– Muy bien -murmuré con aire ausente-, ya me encargaré de todo eso.