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De vuelta a Inglaterra, teníamos que atar todos los cabos sueltos de la vida que estábamos a punto de abandonar. Desde el punto de vista práctico esto significaba recoger nuestra casa y seguir trabajando en nuestros respectivos empleos durante los meses finales.
Ésta era una tarea mucho más fácil para mí, ya que durante los últimos años había llevado una vida más o menos itinerante. Casi todos los años desaparecía durante uno o dos meses para irme al extranjero a recoger datos para escribir una guía de viajes -me habían enviado a China y Turquía, además de España-. En los intervalos sacaba un poco de dinero rasgueando una guitarra en un restaurante ruso de Londres y esquilando y cuidando ovejas en las granjas de los alrededores. Y en primavera y otoño, cuando nos habíamos quedado bajos de fondos, me iba a Suecia durante unas semanas para perseguir otros contratos de esquila de carácter más lucrativo.
Sin embargo, Ana tenía raíces más profundas que extraer, literalmente, ya que llevaba un pequeño negocio hortícola y necesitaba buscar a alguien que se encargara de él en su lugar. Además, hacía falta reunir una gran cantidad de papeles: fundamentalmente, las brazadas de crípticos documentos que necesitábamos para poder llevarnos con nosotros al «amigo del alma» de Ana, un cruce de labrador negro conocido por el nombre de Beaune, así como algunas de sus preciadas plantas.
Calculamos que todo esto nos llevaría nueve meses, el tiempo justo para preparar a nuestros parientes y amigos a que se acostumbraran a la idea de que ya no viviríamos más entre ellos. Pero después de seis meses, yo ya no podía esperar más y, con el débil pretexto de tener que aprender de su dueño cómo llevar el cortijo, me fui a España en un vuelo económico para ver si El Valero existía realmente.
Era agosto, un mes durísimamente caluroso aquel año, y después de llegar en autobús a Órgiva, salí del pueblo a pie siguiendo el curso de un río prácticamente seco. Llevaba una pequeña bolsa -no se necesita mucha ropa en Andalucía en verano- y, quizá con un sentido un poco menos práctico, una guitarra metida en su funda.
Hacia el mediodía empecé a ver los bancales de El Valero extendiéndose por encima del río. El cortijo tenía un aspecto maravilloso, y eso que éste era el peor momento para verlo, ya que al mediodía el achicharrante sol de agosto destiñe los colores del paisaje, y lo que bajo los rayos oblicuos del sol de la mañana y de la tarde parecen unas colinas brumosas, con grietas y pináculos de roca resplandeciente, se revela como desiertas extensiones de matorrales y espinos sin sombras. Es mejor ignorar la evidencia de los propios ojos y disfrutar solamente de las impresiones que se tienen al principio y al final del día.
Me costó más de la cuenta cruzar el río por debajo del cortijo, quedando empapado de pies a cabeza en agua fría, y entonces empecé a subir hacia la casa en busca de Romero. Le había escrito diciéndole que quería pasar un mes en el cortijo aprendiendo todo lo que pudiera enseñarme sobre su manejo, y me imaginaba que su hija le habría leído la carta, ya que por aquí hay pocos campesinos mayores de cincuenta años que tengan algún conocimiento de su lengua escrita.
Mientras subía por el último bancal, en donde los caballos estaban amarrados a la sombra de unos olivos, oí una ronca voz familiar que salía de la casa cantando una canción. Ahí estaba Romero sentado en su terraza, echándoles pan duro a los perros tumbados en el polvo. Al verme, se levantó y avanzó pesadamente hacia mí con una gran sonrisa.
– Has venido. ¿Y esto qué es? Qué bien, vamos a tener música.
– Me alegro de estar aquí, Pedro -dije jadeando, mientras me limpiaba el sudor que me empapaba la cara.
– Me alegro de que hayas venido. Mi gente se ha ido a vivir al pueblo y aquí estoy muy solo, aunque claro está que tengo a las bestias… y a Dios, que siempre está ahí… y además tenemos los ríos y las montañas… Ah, esto es de verdad un paraíso. Nunca me iré de aquí. Entra, estoy haciendo el almuerzo.
Agachamos la cabeza para pasar por el umbral y entramos en la penumbra. Hacía más fresco en la diminuta habitación oscura, a pesar de la lumbre que ardía en el hogar, ya que en el exterior el asfixiante aire rondaba los cuarenta grados. Acercamos dos sillas bajas a las llamas y me puse a contemplar a Pedro deslumbrándome con su arte en la preparación de su plato cotidiano: papas a lo pobre.
Primero colocó una sartén profunda, horrorosamente grasienta y ennegrecida, en un trípode dispuesto sobre las llamas, y en ella vertió lo que calculé serían como dos tacitas de aceite de oliva. A continuación con su navaja de bolsillo cortó a tajos un par de cebollas, sin esmerarse mucho en pelarlas, y, mientras burbujeaban alegremente en el aceite, partió en pedazos una cabeza de ajo entera y lo echó todo en la sartén.
– ¿No pela usted los dientes de ajo? -le pregunté.
– ¡Dios, no! Si no los pelas no se queman, y conservan mejor el sabor. También es menos trabajo.
Y de hecho tenía razón.
Después de esto cogió un cubo en el que nadaban higiénicamente unas patatas que había pelado antes y, en cuclillas delante del fuego y con el cuerpo totalmente bañado en sudor, las partió toscamente en forma de gruesas patatas fritas de gran tamaño y las echó directamente al aceite chisporroteante. Cuando la sartén empezaba a desbordarse, revolvió las patatas con un palo y añadió más leña al fuego para que subiera la llama. En un cesto colgado de un palo había pimientos verdes y rojos y, cogiendo cinco o seis de los pequeños, los echó también enteros.
– Bueno, ahora podemos dejar que eso se haga solo durante un rato -dijo Pedro mientras le daba una vuelta más con el palo, tras lo cual procedió a poner la mesa.
Había en la terraza una tambaleante bobina de cable de madera, sobre la cual colocó una vieja lata de sardinas que había llenado con un puñado enorme de aceitunas y una docena de guindillas en vinagre. De un saco de papel extrajo una hogaza de pan que parecía una piedra del río y la partió en cuartos, devolviendo al saco dos de ellos. A continuación, puso en la mesa dos tenedores torcidos y dos vasos y se fue a echar una mirada al plato principal. Yo me senté, me serví vino de una botella de plástico y me comí una aceituna -encurtida con mucho ajo, mucha sal y algo menos de tomillo, lavanda y Dios sabe qué más- acompañándola con un trago del denso vino pardusco.
Miré distraídamente a los perros babeantes y después dirigí la mirada hacia el fondo de la pendiente, en donde los dos ríos salen serpenteando del desfiladero. Hacia el sur, los cerros casi eran invisibles entre la calima. Tomé otro trago de vino y lancé un profundísimo suspiro: ésta iba a ser una de esas comidas inolvidables.
Pedro apareció sonriendo con la sartén chisporroteante, que colocó sobre una baldosa cuidadosamente dispuesta de manera que evitara que la bobina de cable se manchase. A continuación, trajo un gigantesco jamón grasiento, cortó dos enormes trozos llenos de tocino y volvió a colgarlo de un gancho clavado en una viga. Entonces se sentó en el escalón de la puerta, echó un trago de vino y dio un suspiro de satisfacción.
En cuanto a mí, me dediqué a pinchar en la sartén con el tenedor, roer mi jamón, beberme a grandes tragos mi vino pardusco y charlar con mi afable anfitrión. La comida era deliciosa. Durante todo ese mes cociné yo muchas veces, y casi siempre fueron «papas a lo pobre», que a Pedro le gustaban para desayunar, comer y cenar, siempre con los dos vasos de vino reglamentarios, pero jamás logré exactamente el mismo resultado que Pedro con el plato.
– Has comprado un paraíso -suspiró-. Y además, por nada: ha sido un regalo. Aquí tienes el mejor aire y la mejor agua del mundo. He estado en muchos sitios -e indicó varios puntos por los cerros de los alrededores, todos ellos visibles desde la casa-, pero nunca he encontrado nada como esto.
– Si le gusta tanto como dice, Pedro, ¿por qué lo ha vendido?
– Es por mi gente. A mi gente no le gusta esto. Si no fuera por mi gente me quedaría aquí para siempre. Aquí hay de todo lo mejor del mundo: una tierra fértil, que te dará las mejores hortalizas que jamás hayas comido; unos árboles cuajados de fruta, un agua buenísima de la fuente, y todo este maravilloso aire fresco.
Con los ojos entrecerrados, dirigimos la mirada hacia los campos abrasados por el despiadado sol, visibles a través del aire que reverberaba con el bochorno.
– Nadie os molestará aquí; no tendréis que preocuparos de la mala leche del pueblo.
– ¿De la qué? -pregunté.
– De la gente del pueblo, que es malísima. No es de fiar, y te engaña en cuanto te ve. Mira lo que te digo, Cristóbal, nada es tan importante como ser honrado y sincero, y tratar bien a la gente… pero a ellos ¿qué más les da? Tú ten cuidado con ellos. Toca la guitarra un poco.
No me hice de rogar y, sacando la guitarra de su funda, la afiné y me puse a tocar distraídamente una pieza de flamenco. Pedro se echó hacia atrás en la silla, escuchando con los ojos entrecerrados, y empezó a hacer palmas y a cantar en voz baja. Cantaba mal, emitiendo pareados inconexos con una voz quebrada y quejumbrosa que no coincidía con los acordes de la guitarra, y tampoco la música guardaba el compás, pero lo pasamos bien.
Pedro fue el primero en quedarse callado. Se puso en pie con un gran esfuerzo, recogió los pedazos de pan duro y tocino de jamón de su plato y se los arrojó a los animales que esperaban alrededor de la mesa: la comida había tocado a su fin.
– Hace demasiado calor para sacar a las bestias -murmuró-. Me voy a dormir.
Yo también me dormí, o al menos eso intenté, sobre un jergón colocado en el suelo de la casa grande, pero las moscas no me dejaban conciliar el sueño. Las había por todas partes. Les pegaba manotazos y me daba vueltas en la cama lanzándoles maldiciones, pero no servía de nada. Sin embargo debí de acabar durmiéndome porque al cabo de un rato me desperté, bañado en un sudor sofocante, con el sonido de la voz de Pedro resonando por los cerros. Me levanté con gran esfuerzo, con el cuerpo empapado bajo la delgada sábana, y la luz cegadora me hizo guiñar los ojos. Eran ya las siete y casi el final de la tarde, pero ahora no sólo brillaba despiadadamente el sol, todavía alto en el cielo, sino que además todos los cerros y rocas estaban pagando con la misma moneda y se vengaban devolviendo a la atmósfera todo el calor que irradiaban. El aire, atrapado cutre sus torturadores, se había dado por vencido y yacía cubriendo el valle como si se tratara de una manta.
Tratando de acostumbrar mis ojos al resplandor, me incliné sobre la terraza y descubrí a Pedro sentado inmóvil en su caballo allá abajo al lado del río, rodeado de su pequeño grupo de acólitos y cantando:
Por el valle cantaba una rana.
Saca brillo a mis copas
de cristal fino…
Un par de bancales por debajo de la casa se encontraba uno de los milagros de El Valero, un torrente de agua que salía con gran fuerza de una roca y caía más abajo en un pequeño estanque. Me senté en el estanque y me eché un cubo tras otro de agua por la cabeza y por el cuerpo. Había una jabonera y un bote de champú, y unas toallas y prendas de ropa colgaban de un alambre suspendido entre los troncos de dos acacias. Sin necesidad de ponerme los zapatos ni vestirme, podía dar tan sólo cinco pasos y coger naranjas, mandarinas, higos o uvas directamente de los árboles. Así lo hice y, tras refrescarlos en el chorro de agua, me di un atracón de fruta.
Desde mi posición estratégica vi un cortijo a la sombra en la ladera oeste del valle. Era un edificio blanco de una planta, medio escondido entre las nubes de olivos que lo rodeaban, donde vivían Joop y Marijke con sus hijos, una familia holandesa que había huido de Rotterdam para cultivar olivos y criar unas pocas cabras. Aquella tarde me dirigí allí para presentarme en la sociedad del valle.
Un par de palos endebles extendidos de lado a lado del río conducían al pie de un empinado sendero que serpenteaba cuesta arriba hasta el cortijo de la pareja de holandeses. Mientras atravesaba a trompicones los pedregosos bancales inferiores, una inverosímil procesión surgió de entre los matorrales de la terraza inmediatamente por encima de mí. La fuerza motora estaba constituida por un tiro de varias cabras, una mula y una oveja, todas ellas enganchadas por la pata delantera y conectadas por largas cuerdas a lo que parecía una especie de mayo humano: un hombre grande y con aspecto amistoso que aquel día no se había afeitado (ni tampoco el anterior), vestido con camiseta, bermudas floreados y botas de goma. Detrás de él corrían dos niños por la pendiente cubierta de hierba, balanceando cada uno un cubo de plástico de vivos colores. El conjunto de la escena me recordaba curiosamente a un anuncio de cereales en la televisión. De pronto me descubrieron.
– ¡Hola! -gritó Joop.
La mula se detuvo, dos cabras la adelantaron por la izquierda, otra se coló por entre sus patas y la oveja echó a correr por un balate a la derecha.
Subí a saludarles.
– Tú debes de ser el loco que ha comprado El Valero. Nos han hablado de ti -dijo riendo, intentando extender su mano derecha sin conseguirlo-. Bienvenido al valle. Espera a que encierre a todos estos bichos y te pueda saludar como Dios manda.
Se puso a desenredar con paciencia el caos de cuerdas y empezó a distribuir a los animales entre sus distintas dependencias nocturnas.
– Entonces, ¿vas a venir a vivir aquí, o sólo te vas a quedar durante las vacaciones de verano? -preguntó mientras me conducía a la terraza en donde su mujer, Marijke, ya estaba disponiendo unas tapas.
– Vamos a vivir aquí y a intentar cultivar la tierra.
– Me alegro. No soporto ver más tierras abandonadas. Vino para nuestro nuevo vecino. Brindaremos, si es que es necesario algún pretexto para beber vino, por la nueva vida en el valle.
Joop y Marijke ciertamente estaban contribuyendo a añadir nuevas vidas al valle. Se habían instalado hacía cinco años con su pequeño hijo Pieter; poco después de su llegada había nacido Teresa, una niña de cara dulce y una larga melena de pelo castaño, y, a menos que estuviera equivocado, Marijke iba a dar a luz de nuevo dentro de un mes o dos. Habían comprado el cortijo abandonado y en ruinas y, trabajando como fieras con el maravilloso entusiasmo con que la gente de las ciudades se va a vivir al campo, poco a poco lo estaban convirtiendo en un cortijo en funcionamiento y en un parque de atracciones para los niños.
Había muchas cosas de las que hablar mientras bebíamos abundantes cantidades de vino, la misma sustancia pardusca que Pedro y yo habíamos estado bebiendo al otro lado del río: «costa», como lo llaman aquí, por deferencia al hecho de que la uva se cultiva en las laderas que se extienden por encima de la costa. Me sentía relajado y a mis anchas con estas personas, quienes, con sus grandes risotadas atronadoras e infeccioso buen humor, llenaban el vacío del valle que habían venido a ocupar.
Me dijeron lo contento que estaba Romero de haber vendido la finca, ante lo cual quise sacarles de su error explicándoles cómo se quejaba permanentemente de lo mucho que le gustaba el cortijo y de cómo no soportaba tener que separarse de él, especialmente por «la miseria de dinero» que yo le había dado. Joop casi se atragantó con el vino.
– El y su gente se han pasado años desesperados por vender esa finca -explicó-, y estaban deseando trasladarse al pueblo. Pedro estaba a punto de vendérsela a Domingo por un millón de pesetas, pero entonces apareciste tú y le diste cinco: ¡debió de pensar que habías caído del cielo! Vamos, ¿quién diablos iba a comprar una finca que no tiene acceso, ni agua corriente, ni luz, y encima esa enorme extensión de terreno que cultivar? En realidad creo que tienes mucho valor por haberla comprado. ¿O tal vez estás totalmente loco?
– No, sólo lo estoy en parte -respondí-. Pero ya nos las arreglaremos de algún modo. Supone un reto emocionante y, de cualquier modo, es mejor que trabajar de empleado de seguros en una oficina.
– Sí, pero tú no tienes aspecto de haber sido empleado de seguros.
– No, aunque podría haberlo sido…
Y recordé con un escalofrío los seis meses que había pasado una vez en una oficina.
– Bueno, pues me alegro de que estés aquí, aunque echaremos de menos a Pedro y a María -dijo Marijke-. María solía pasar muchos ratos aquí conmigo, contándome sus penas mientras hacíamos juntas la colada. Es una mujer agradable.
– También Pedro lo es -añadí-. Me encanta el modo en que canta por el valle completamente a solas, si no contamos a sus animales. Tiene un talento innato.
– Lo que tiene es un mal carácter innato -dijo riendo Marijke-. Un simpático bribón, podríamos decir, pero hay algo de siniestro en él. No quiero ni pensar en todo lo que habrá tenido que aguantar su mujer.
– Siempre se ha portado como un buen vecino con nosotros -replicó Joop-. Me ha ayudado un sinfín de veces cuando he tenido algún problema, y siempre está dispuesto a dedicarme tiempo y a bromear. Aunque bien es verdad que yo también le he ayudado. Hemos trabajado juntos muchas veces. Esta primavera le ayudé a limpiar toda su acequia. Bueno, en realidad la limpié con María, mientras él sacaba a sus bestias.
– Me pone mala la manera en que ese perezoso canalla se pasa el día entero montado en su caballo «sacando a las bestias» -dijo Marijke.
– ¿Perezoso? -Estaba empezando a sentirme un poco incómodo por el consenso que se estaba formando sobre mi nuevo mentor-. Ese hombre es tan fuerte como un toro y trabaja como jamás he visto hacer a nadie -dije.
– Se le da bien hacer como que trabaja -replicó Marijke-. Pero eso lo hace por ti, porque le gusta causar buena impresión. Tiene mala fama en el valle, y con razón. Yo he tenido muchos problemas con él.
– ¿Qué clase de problemas?
– Viene mucho por aquí cuando Joop no está, diciendo que está desesperado por hacer el amor conmigo y que si no le dejo se mata de un tiro, y el muy canalla siempre lleva la escopeta. «¡Se te van a manchar las manos con mi sangre!», me dice. En fin, ya te digo que no me atrae demasiado, con lo viejo, gordo y feo que es, y a él también se lo digo. Así que se va hecho una furia y al doblar la esquina dispara la escopeta. Como es natural, yo salgo corriendo para ver si realmente se ha pegado un tiro, pero cuando doy la vuelta a la esquina me lo encuentro con una gran sonrisa en la cara. No puedo evitar reírme, aunque en realidad no es ninguna broma porque el condenado es un verdadero hombretón.
– Pero por lo menos es lento -dijo Joop en voz baja-. Tiene mal las piernas, con lo que no te resultaría difícil escapar de él. En cualquier caso, nadie es todo lo bueno que querría ser. ¿Más vino?
Eché a andar hacia mi casa de madrugada medio borracho, bajando por el sendero hasta el río. Era una noche calurosa, iluminada sólo por las estrellas y, como recompensa por no haber bajado rodando toda la empinada cuesta, me di el gusto de tumbarme durante una hora de espaldas sobre una roca caliente en medio del río. Las farolas más próximas estaban muy lejos de allí, por lo que ningún pálido resplandor estropeaba la perfecta negrura del cielo nocturno, en el cual brillaban y titilaban más estrellas de las que jamás había visto. Vi literalmente docenas de estrellas fugaces.
Debían de ser las Perseidas: es precisamente a mediados de agosto cuando suele pasar esa lluvia de meteoritos. Pero por entonces yo no sabía nada de esas cosas y, en cualquier caso, mi mente estaba demasiado ocupada con todo lo que había oído para pensar en astronomía. «Debe de ser siempre así en las noches de verano», pensé fantasiosamente mientras iba dejando un sinuoso rastro mojado en dirección a la casa.
Pronto empezó a establecerse una rutina en el cortijo. Por Las mañanas Pedro y yo recorríamos los bancales para recoger los higos que habían caído de los árboles por la noche. Los íbamos metiendo -suaves, blandos y de un color morado oscuro- en cubos, y se los llevábamos a los cerdos, que ocupaban un corral en el extremo de la casa donde tenían un estanque de lodo y una zona de polvo para revolcarse, así como un rincón a la sombra de un grueso tejado en donde se pasaban el día jadeando de calor. A los cerdos les encantan los higos, y cuando les vaciábamos como medio quintal de la deliciosa fruta en los pesebres de piedra se peleaban y daban saltos de júbilo. Todo el mundo por aquí tiene cerdos, a los que engordan durante el año para luego matarlos, en las tradicionales matanzas, durante los días sin moscas del invierno.
Un día Pedro regresó de una expedición más allá de los confines del valle con el caballo cargado de unas gigantescas bolas verdes: sandías.
– Para que los cerdos no se aburran de los higos -explicó, mientras cortaba cada sandía en cuatro partes y se las echaba a los entusiasmados animales-. Las están regalando ahora en la vega, antes de enterrar con el arado el resto de la cosecha.
Después de coger higos segábamos el maíz con hoces. Los campos de más abajo junto al río relucían con un cultivo de maíz para forraje que en esa época del año era de un verde vivísimo. Juntábamos con el brazo grandes manojos y los segábamos a ras del suelo con golpes de hoz de trayectoria curva.
– Sujétala así, hombre, que si no te vas a cortar de mala manera. Tienes que tratar la hoz con mucho respeto.
Cortábamos unas gavillas que eran demasiado pesadas, con mucho, para llevar, y nos las echábamos después a la espalda, subiendo penosamente la cuesta doblados por la mitad para depositarlas en los pesebres de las distintas edificaciones que hacían las veces de establos para las vacas.
Siempre procurábamos acabar estas tareas antes de que el sol empezara a rozar los campos. Entonces yo preparaba las papas a lo pobre, o simplemente un par de gruesas tajadas de jamón, pan y vino.
– ¡Comida fuerte! -rugía Pedro con una varonil risotada-. ¡Come comida fuerte!
La comida fuerte por aquí consiste en cabezas de pollo, grasa de jamón, morcilla hecha con sangre de cerdo, pimientos y ajos crudos, chumbos, pan duro y vino. Se adquiere un gran mérito varonil ingiriendo comida fuerte, y el mérito aumenta cuanto más temprana es la hora del día en que se ingiere. Por lo tanto un hombre que pueda aguantar el desayunar una cabeza de pollo chamuscada y un pimiento picante, acompañados de un currusco de pan Juro de pueblo y regados con un par de vasos de «costa» y lo haga además con fruición- es un hombre al que no se debe desdeñar.
Esta era la dieta preferida por Pedro. Una mañana me ofreció una cabeza de pollo -un objeto quemado de aspecto repugnante que acababa de sacar del fuego, todavía con plumas chamuscadas-, enseñándomela, sonriente, mientras la agitaba delante de mis narices.
– ¡Comida fuerte para el invitado de honor! Al ver mis reparos, se la metió en la boca y la masticó, y una oleada de satisfacción invadió sus amplias facciones.
Al final acabé obligándome a mí mismo a someterme a este tipo de alimento básico para desayunar, pues me parecía en cierto modo poco apropiado perder el tiempo enredando con cereales y leche mientras otros devoraban como es debido comida más varonil.
Después de desayunar lavaba los platos, vasos y cubiertos en un tronco que había bajo el granado al lado del bidón. Pedro me mostró cómo había que hacerlo, y no éramos demasiado exigentes en cuanto a la calidad de nuestro trabajo, a excepción del hecho de que siempre tapábamos los cacharros con un trapo mientras se secaban, para protegerlos de las moscas. Después del desayuno tenía libertad para entretenerme como quisiera, mientras Pedro se dedicaba a «sacar a las bestias» por el río, montado en su caballo.
Un día seguí la manguera hasta su punto de origen, desde el lugar por donde el agua caía goteando en el bidón. Primero cuesta abajo y luego siguiendo río arriba a lo largo del Cádiar, serpenteando ceñida a los contornos de unos erosionados tajos y colgada a través de profundos precipicios, la manguera pasaba por un montón de piedras, que era lo que quedaba de una casa en ruinas situada en la linde de la finca, para después girar e introducirse por un profundo cañón yermo, en cuya tierra reseca nada crecía sino espinos resquebrajados y siniestras plantas rastreras: alcaparras, según descubrí más tarde. Las rocas estaban cubiertas de un sedimento blanco y reinaba un silencio sepulcral. En lo alto de una grieta estéril había una charca, de la cual goteaba el agua por un tubo de plástico viscoso para caer en un bidón de aceite oxidado. En el fondo del bidón había un agujero y, metido por el agujero junto con un tapón de trapos y cuerda, estaba el otro extremo de la manguera, el origen del abastecimiento de agua de El Valero.
Durante algún tiempo había estado dándole vueltas al hecho de que el abastecimiento de agua llegara sólo a una zona por debajo de la casa, y también había seguido constituyendo un misterio el cuarto de baño terminado con tanto lujo, pues todo estaba correctamente conectado -retrete, bidet, ducha y lavabo- y una tubería de cobre conducía a través del tejado hasta un bidón de aceite tan oxidado que ya no tenía ninguna forma reconocible.
Finalmente le planteé la cuestión a Pedro.
– El agua solía llegar hasta el tejado y llenar ese bidón, pero ya no llega tan alta.
No quiso explicar más el asunto.
– Encendíamos una hoguera debajo del bidón de aceite y así teníamos agua caliente. Era una maravilla.
Durante las horas en que a Pedro no se le ocurría ninguna tarea que darme en el cortijo, me iba a dar paseos, explorando la finca e imaginándome mi vida aquí, una idea que todavía me parecía muy alejada de la realidad. Otras veces iba a hacer visitas o incluso me acercaba a pie hasta el pueblo, a una hora y media de distancia.
Esto llenaba de asombro a Pedro.
– ¿Para qué diantres quieres ir al pueblo? -me dijo un día-. ¿A comer y a beber? Pero si tenemos aquí mismo toda la comida y bebida que queremos, y no nos cuesta nada. Y además es mejor. Aquí sabes lo que comes, pero Dios sabe qué porquerías te estarán dando esos ladrones del pueblo, y encima cobrándote dinero… ¿A mirar a la gente mientras se pasea por la tarde? Mira, Cristóbal. -Y en ese momento adoptó un tono de gran trascendencia-. Escúchame, tú estás casado y tienes una mujer muy buena y muy guapa. Yo no soy más que un hombre sencillo, pero una cosa que te puedo decir de todo corazón es que tienes que respetar a tu hembra. La mala vida con otras mujeres es un vicio monstruoso y terrible que sólo hace sufrir a tollos. Escucha lo que te digo porque es importantísimo.
Y daba golpes con su bastón en el suelo para subrayar la gravedad de lo que me estaba diciendo, mirándome con honda preocupación.
– Mira, yo sólo he dicho que me gusta ver pasear a la gente, no que quiera acostarme con ella.
La sola sugerencia de tal idea le hizo elevar los ojos al cielo, acongojado.
– Pedro, tú también tienes una familia encantadora y una mujer estupenda.
– No está mal -dijo sonriendo-. Un poco seca, si me entiendes.
– ¡Pedro! -le reconvine, utilizando el mismo tono lúgubre de preocupación que había utilizado él conmigo-. Pedro, a la hembra de uno no se la describe como «seca».
– ¡Bah! -escupió.