38115.fb2 Entre limones. Historia de un optimista - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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La construcción del puente

Vamos a ir al pueblo a comer en el nuevo «cortijo» anunció Pedro una mañana-. Tú puedes ir montado en el Otro caballo.

Vacilé porque hacía tiempo que no había montado a caballo y no estaba seguro de recordar cómo se hacía. Pedro desechó esas triviales preocupaciones. Además, añadió, él iría delante y llevaría mi caballo por la brida.

Recogimos comida para los animales, a los que íbamos a dejar todo el día encerrados en sus establos, y cargamos los serones del caballo de Pedro con un par de quintales de plantas en maceta y unos extraños palos y trozos de alambre retorcidos y atados de misteriosas formas. Cuando acabé de cargar el caballo, Pedro se subió a la piedra que haría las veces de montadero, dio un ágil impulso a la enorme mole de su cuerpo y se colocó de un salto encima de la carga. El animal arqueó las cejas. En cuanto a mí, me monté en la albarda de esparto y lona del caballo de menos categoría mientras Pedro le ataba una cuerda a la cabezada.

– ¿No puedo llevar unas riendas o algo a lo que sujetarme?

– ¡Ni hablar! Si tú llevas las riendas, ese caballo echará a correr como una bala y te dejará muerto y tieso ahí mismo. Para llevar las riendas de ese caballo tienes que saber montar bien. Agárrate a la silla.

Me encogí de hombros resignado, aunque no del todo seguro de qué hacer con las partes de mi cuerpo no directamente implicadas en la operación de mantener el equilibrio sobre el caballo.

– ¿Cómo se llama?

– Canela.

– ¿Canela?

– Canela. Es un caballo de color canela -dijo Pedro con aire distraído.

Uno de los perros también se llamaba Canela; era un perro de color canela.

– ¡¡Arre, Canela!! -grité alegremente al ponernos en movimiento con una sacudida mientras los perros se cruzaban por entre las patas de los caballos.

El caballo y su homónimo canino me miraron burlones.

Seguimos el sendero que serpenteaba entre los naranjos y los almendros hasta que llegamos al cauce del río, por donde las caballerías avanzaban arrastrando sus cascos entre las calientes piedras y salpicando agua. El sol nos abrasaba desde un cielo desprovisto de nubes. De un humor eufórico, me di cuenta de que me estaba imaginando a mí mismo en una estación de tren por la mañana temprano bajo una fría llovizna, rodeado por otros cientos de hombres de negocios trajeados mientras esperaba el tren para el viaje diario a la rutina. «Lo que quiera que resulte de esta decisión -pensé- tiene que ser mejor que eso.»

Los caballos bajaban por el pedregoso río pisando con delicadeza. Los inmóviles pinos que cubrían las laderas hacían que el aire resultara casi sofocante con el olor a resina. Tanto Canela como yo estábamos cubiertos de una capa de sudor, y una nube de moscas mantenía alegremente sus posiciones alrededor de nuestras cabezas. La vista desde el río era maravillosa y, una vez que me hube acostumbrado a mantener el equilibrio sobre el caballo (que no parecía ser exactamente el fogoso animal descrito por su amo), pude mirar a mi alrededor y disfrutar del paisaje, lo cual resulta imposible de hacer cuando se camina a pie por el río, ya que hay que mantener la cabeza constantemente inclinada para controlar el avance de los pies.

Sin embargo pronto dejamos el cauce del río y, tras avanzar un trecho por un angosto pasadizo entre las tapias de dos huertos de naranjos, nuestro pequeño grupo salió al camino público. Antes de llegar al pueblo tendríamos que pasar por dos aldeas e innumerables campos llenos de campesinos. Pues bien, un hombre a caballo tiende a sentirse en cierto modo superior a sus humildes compañeros de a pie, en virtud de la ventaja que proporciona la altura y de una especie de arrogancia que el caballo, o al menos ciertos caballos, otorgan a su jinete. Pero si eres un hombre adulto y llevan a tu montura atada por una cuerda, el efecto queda considerablemente reducido. De hecho, te sientes como un prisionero de guerra, la vil escoria de algún enemigo vencido.

Esta sensación se apoderó de mí la primera vez que uno de los campesinos que trabajaban en los campos se enderezó y se volvió para ver pasar nuestra triste procesión, compuesta por un hombre, dos caballos, cuatro chuchos escrofulosos, una legión de moscas y un prisionero. ¿Cómo podía yo adoptar un aire de dignidad en esa humillante postura? Desde los recovecos borrosos de mi memoria surgían oportunamente retazos de lecciones de equitación, el tipo de cosas que nunca se olvidan: «Rodillas apretadas, puntas de los pies hacia arriba, talones hacia abajo, espalda derecha y cabeza alta alineada entre las orejas del caballo, semblante alerta y concentrado en la dirección en que se avanza».

Hice todas esas cosas de la manera que me imaginaba que las haría un auténtico jinete, primero con los brazos cruzados, después con las manos apoyadas en las caderas, luego con una mano en la cadera y la otra enjugándome el sudor de la frente. Me rascaba con aire despreocupado algunas partes del cuerpo, pero pronto ya no me quedaron más partes que rascar. Protegerme los ojos del sol dio ocupación a una de mis manos de manera útil durante un período de tiempo. Intenté espantar unas cuantas moscas de los flancos del caballo, lo que ayudó un poco con la cuestión de la dignidad, pero era una batalla perdida.

Es absolutamente imposible mantener el más mínimo átomo de autoestima mientras eres conducido a lomos de un caballo de carga sarnoso atado por una cuerda, por un camino en donde se alinean los que van a ser tus vecinos, todos y cada uno de los cuales son jinetes naturales. Y Pedro lo sabía. De hecho, pronto me di cuenta de que había debido planearlo todo para humillarme.

Romero le sacó el máximo jugo posible a su ardid, saludando a todos mientras pasábamos para atraer su atención hacia Pedro el Conquistador y ese extraño y desvalido extranjero que se había agenciado. Me imaginaba muy bien las conversaciones que tendrían lugar en el valle: «Romero se ha agenciado ese extranjero rico (todos los extranjeros se supone que son ricos) y va a todas partes tirando de él a lomos de ese viejo y huesudo caballo de carga como si fuera un saco de habichuelas. El pobre hombre parece que está infestado de no sé qué bichos, porque nunca deja de rascarse».

Me sentía humillado y muerto mil veces por dentro. Poco a poco, avanzando tranquilamente por los caminos interiores y parándonos a visitar prácticamente a todos los que vivían a lo largo de la ruta, íbamos avanzando hacia el pueblo. Pedro quería también deshacerse de uno de sus perros. Nos metíamos por un sendero hasta llegar a una casa, un campo o un huerto en donde había un hombre trabajando, casi siempre con la espalda doblada entre sus hortalizas. Pedro detenía su caballo, y el mío se paraba con una sacudida.

– Eh, Juan, ¿quieres un perro?

El campesino en cuestión se enderezaba lentamente y se volvía hacia Pedro.

– Romero, buenos días.

Entonces, volvía la mirada hacia el caballo de carga y su desvalido cargamento, y el rostro campesino agobiado por las preocupaciones se arrugaba con una expresión de desconcierto.

– ¿Y esto qué es?

– Éste es el extranjero que ha comprado El Valero.

– Buenos días, mucho gusto -decía yo como un lorito, retorciéndome como si fuera un mono de cuerda y esperando en vano poder reafirmarme como ser humano.

– No, no quiero ningún perro, y ése menos aún.

– Pues es un perro buenísimo. Su madre mató un lobo. Es un cazador muy valiente.

– Yo ya no cazo, y además aquí ya no quedan lobos.

– La madre de éste acabó con el último.

– Aun así, no lo quiero. -Y volvía a inclinarse para continuar su trabajo-. Vete con Dios, Romero, y tu extranjero también.

Hasta que por fin nos alejábamos, Romero levantando su bastón para bajar la rama de un ciruelo y podernos atiborrar de fruta. Y continuábamos hasta llegar al siguiente vecino, para mantener la misma discusión sobre el perro, con casi exactamente el mismo diálogo. Pedro estaba llevando de maravilla la cuestión de mi presentación a la sociedad local.

Mi sensación de desdicha crecía a medida que íbamos avanzando. Finalmente, cuando nos acercábamos a la cuesta que hay justo antes de llegar a Órgiva, empecé a pensar cómo podía ingeniármelas para evitar ser presentado de la misma manera a la totalidad del pueblo. Pasamos junto a un melocotonero, ante el cual Romero levantó el bastón y, sin detenerse, cogió unos cuantos espléndidos melocotones maduros. Se dio la vuelta en su silla y, sonriente, me lanzó uno. Me abalancé sobre él ladeándome en la silla, y caí deslizándome limpiamente por el costado del caballo. Romero desvió la mirada cortésmente.

– Voy a ir andando un rato, Pedro. Tengo el culo dolorido.

– Como quieras.

Y nos pusimos de nuevo en marcha, yo a pie con los chuchos a la cola de la procesión. Me extrañaba que Pedro no me llevara atado con una cuerda para evitar que me perdiera en el pueblo.

Con la miseria de dinero que le había dado por El Valero, Pedro había comprado una casa con un gran huerto y un establo justo en las afueras del pueblo. Parecía un garaje de hormigón, con su puerta corredera verde metálica. Pero tenía agua corriente y electricidad, dos modernidades que María apenas hubiera soñado tener antes.

Encontramos a María agachada sobre una lumbre de leña en un rincón del garaje. Una olla de cocido burbujeaba encima de un trípode dispuesto sobre las llamas, y entre las cenizas había unos pimientos asándose. Nos sentamos en un muro de piedra a la sombra de una parra y nos pusimos a comer ensalada con pan y a beber vino mientras María terminaba de hacer la comida. Con un pequeño vaso de vino yo ya había olvidado todo el humillante asunto del paseo a caballo hasta el pueblo, y me encontraba rebosante de afecto por mi jovial anfitrión. Hablamos de cosas de hombres: caballos, navajas y cuerdas, así como cosechas, riego, caza y vino. María trajo a la mesa unos platos de carne y de pimientos. Pedro me llenó el plato con los trozos más escogidos.

– Come carne.

Tras lo cual se sirvió a sí mismo, mientras María se agachaba a su lado y se ponía a picar de su plato. Esta parecía ser su manera preferida de comer, como si fuera uno de esos pájaros que se posan en los hipopótamos para quitarles las garrapatas.

– Delicioso, María: es un festín maravilloso.

– Es comida humilde, pero es que somos gente pobre. Y ahora que hemos vendido nuestro querido Valero (y por la miseria de dinero que nos dio usted) somos todavía más pobres, pero ¿qué le íbamos a hacer? -decía con una sonrisa.

– ¡Aja! -convino Pedro, atacando con sus muelas un enorme trozo de carne-. Has comprado un paraíso; con todo ese aire, esa riqueza de agua, esa tierra tan buena, esa fruta tan dulce y esa paz, y encima por nada. ¡Come más carne! -Y me volvía a llenar el plato.

Pedro parecía pensar que era necesario que me repitiera este mantra al menos una vez al día.

– Y mira lo que tenemos ahora… nada -decía, animándose con el tema-: una casa de mala muerte y una parcelilla de tierra de nada, que ni siquiera es bastante para las patatas.

– Vamos, Pedro, en realidad está muy bien: mira todos esos frutales… y tan cómoda para el pueblo, María. La vida será mucho más fácil para ti aquí: no tendrás que acarrear agua del río, no hay acequias que limpiar ni empinadas cuestas que subir, ninguna de las molestias de la vida del campo… -exclamé parloteando como un lorito.

– Ningún alacrán -sugirió María.

– ¿Ningún qué?

– Ningún alacrán.

– ¿Hay alacranes?

– Pues claro. El lugar está plagado de alacranes.

– ¡Huy, claro! -repitió Pedro con una sonrisita-. Nunca te faltarán alacranes en El Valero. A veces en verano he tenido que echar agua hirviendo por las paredes para acabar con ellos. Las paredes están cubiertas de alacranes. -Y para ilustrarlo, tamborileaba rápidamente los dedos por la superficie de la mesa-. Y culebras -continuaba alegremente-. En la casa no demasiadas, pero el valle es un hervidero. Algunas tan gordas como mi muslo.

– ¿Venenosas?

– No, venenosas no son… pero son peligrosas. El año pasado una culebra le rompió la pierna a uno del valle.

– ¿Cómo? ¿Cómo diablos puede una culebra romperte una pierna?

– Bueno, casi siempre es cuando están en celo. Se vuelven agresivas y vienen hacia ti a toda velocidad avanzando entre la maleza, levantan la cabeza y te arrean un golpe tan fenomenal que a veces te hace perder el equilibrio y caes redondo al suelo.

Mis sueños de un soleado cortijo adornado de geranios y naranjos en flor se vieron oscurecidos por densos nubarrones. Un valle plagado de serpientes asesinas que guardaban la entrada de una finca llena de piedras y alacranes: a Ana le iba a encantar.

Estaba claro que si queríamos mantener al menos un pie en el siglo XX cuando nos viniéramos a vivir a El Valero, íbamos a necesitar un coche de algún tipo. También íbamos a necesitar efectuar algunas mejoras en la endeble construcción de palos y piedras que actualmente se extendía entre las dos orillas del río. Tenía la vaga fantasía de dejar El Valero tal y como estaba, solitario y sin haber sido tocado por el mundo moderno, y arreglárnoslas con una mula o unos caballos, pero determinadas personas cuyas tendencias iban más a lo práctico que a lo romántico estaban ejerciendo ciertas presiones. Había cedido a estas presiones antes de venir en agosto, prometiendo encargarme de la construcción de una carretera y de un nuevo puente.

Por extraño que parezca, nunca antes había tenido la oportunidad de construir una carretera o un puente, y pasé bastantes horas yendo de un lado para otro, mirando, de la manera en que se me antojaba que miraría un entendido, los posibles emplazamientos de los mismos. Pero no sirvió de nada. No tenía la menor idea sobre esas cosas, y el in tentar ir aprendiéndolas sobre la marcha no parecía surtir ningún efecto. Así pues, me fui a ver a Joop para hablarle del asunto.

– Domingo es el hombre que necesitas -me aconsejó-. Sabe hacer de todo.

Con lo cual, nos fuimos a ver a Domingo.

La primera finca por la que pasa el río Trevélez, desde el momento en que sale precipitándose por la profunda hendidura de las montañas para llegar al terreno más abierto del valle, es el cortijo La Colmena. La familia Melero ha vivido allí desde los tiempos del bisabuelo de Domingo, pero no son ellos los propietarios. Como ocurre con tantas otras casas y tierras de Andalucía, pertenece a familias que viven en Madrid o en Barcelona y que ni siquiera han visto nunca el lugar. Cada año el terrateniente recoge la munificente suma de mil quinientas pesetas. El arrendatario paga su propia contribución, otras cuatro mil pesetas, y es responsable de llevar a cabo las reparaciones o mejoras de la propiedad que sean necesarias.

Por este módico desembolso Domingo disfruta del privilegio de una casa colgada en el extremo del valle con unas vistas espectaculares del río y de las montañas, además de estabulación para su puñado de ovejas, sus cerdos y su burra, un huerto altamente productivo, un pequeño viñedo y toda clase de frutales que imaginar se pueda. También dispone de los campos de la pendiente a orillas del río, de almendrales y olivares, así como de hilera tras hilera de naranjos y limoneros. Y cuida de todo esto al parecer sin ningún esfuerzo, recorriendo tranquilamente el valle montado en su burra y con los pies arrastrando por la maleza, o tumbado a la sombra de un frutal mientras admira sus ovejas, o a veces en verano, cuando hace mucho calor, metido en la acequia y durmiendo en sus frescas aguas, atado a una raíz como si fuera un barco amarrado entre los juncos.

Domingo vive con sus padres, Expira y Domingo, o Domingo el Viejo, como le llama la gente. Domingo el Viejo es un hombre diminuto, con la piel curtida por el sol y el duro trabajo, y un rostro que constantemente se agrieta al deshacerse en una cálida sonrisa.

Joop hizo las presentaciones. Nos inclinamos y nos estrechamos la mano.

– Mucho gusto en conocerle -le dije en mi mejor español.

A continuación, me volví hacia Expira, una mujer robusta de unos cincuenta y tantos años que no hace tanto tiempo debió de ser una auténtica belleza. Tenía unos preciosos ojos alegres y la sonrisa de alguien cuyo atractivo impregna todos sus poros como el licor que empapa un bizcocho borracho.

En cuanto a Domingo, se encontraba sentado en el suelo limando la cadena de una enorme motosierra, y me saludó con una sonrisa amistosa.

Nos sentamos en unas sillas bajas alrededor de una bobina de cable. Estas bobinas de cable son omnipresentes por aquí, y hacen muy bien el papel de mesas. La Sevillana, que es la compañía generadora de electricidad de Andalucía, tiene una central eléctrica y un almacén en el valle, con lo que todos los cortijos de los alrededores están abundantemente provistos de los desechos de la producción de electricidad. A lo largo de los años, Pedro Romero había reunido una impresionante colección de sogas, vigas metálicas, dispositivos de tensionado, aislantes de cerámica, barras de acero y cables. «Siempre encuentras algo para lo que te pueden servir estas cosas, y si no las birlas cuando puedes, no las tienes ahí cuando las necesitas para algo», me había explicado.

Expira extendió cuidadosamente sobre la bobina un saco, cuyos vivos colores mostraban que su lugar de procedencia era una refinería de azúcar de la costa, y a continuación nos sirvió vino, pan, aceitunas y jamón. Era precisamente esa hora del día… aunque en realidad no sé muy bien cuál es exactamente esa hora del día, puesto que siempre parece ser esa misma hora. Estábamos rodeados de una nube de moscas -en todo paraíso tiene que haber alguna imperfección, y evidentemente las moscas habían sido adjudicadas al mío- y empezamos a hablar del río y del valle, y de la agricultura en general.

– Así que va usted a vivir en El Valero, ¿no? -preguntó Domingo el Viejo.

– Sí, nos vamos a trasladar ahí este invierno.

– El Valero es un buen cortijo -dijo pensativo-. Tiene mucho sol y mucho aire, y también mucha agua…

– Eso dicen.

– Lástima que esté al otro lado del río. Ese río puede crecer con las tormentas de invierno y te puedes quedar completamente aislado semanas enteras o incluso más tiempo. Hace no mucho una mujer se murió allí. Se le inflamó el apéndice y le entraron unos dolores horribles. Intentaron cruzarla al otro lado del río con las muías, pero la corriente llevaba tanta fuerza que las hizo caer y la mujer murió. Fue terrible.

– Sí, y también está lo de Rafaela -añadió Expira-. Ya sabes, Rafaela Fernández, la hija del sordo: murió de parto en El Valero. El río creció y se llevó el puente. Tendrán que solucionar eso. Vivir ahí sin puente es demasiado peligroso.

Desde donde estábamos todo lo que se veía era un fino hilillo de agua rojiza serpenteando entre las rocas del cauce del río.

– Ha sido un verano seco -continuó Domingo el Viejo-. Una catástrofe. No ha caído una gota desde el mes de marzo. Lo que pasa es que ya no llueve como antes. Antes llovía hasta en verano, aunque en esa época del año la lluvia no hacía más que destrozos y no servía para nada. Recuerdo un verano, hace unos años, en que de pronto cayó un aguacero… era un día claro y soleado, y el río no llevaba más que un chorrillo de agua, como ahora, cuando de repente vino un enorme torrente de agua y el río se llenó de cerdos, cabras y mulos muertos. De hecho el agua saltó por encima del puente de los Siete Ojos, que está por debajo del pueblo. Sí, en aquellos tiempos sí que llovía de verdad.

– Si ahora ya no llueve, no tendré que molestarme en hacer nada acerca del puente -sugerí esperanzado.

– Pero nunca se sabe lo que puede pasar en el futuro. Podría haber una tormenta mañana, y no se puede uno fiar del río. Deberías construir un puente, una carretera de entrada, y otra de salida hacia arriba por detrás, por si el río se lleva el puente. -Este último comentario procedía de Domingo, que había dejado a un lado su motosierra y estaba arrimando una silla a la bobina de cable.

– ¿Hacia arriba por detrás? ¡¿Me estás diciendo que haga una carretera trepando por esa montaña?!

– No sería tanta distancia. Con tres o cuatro curvas llegarías hasta el camino de las minas que hay en lo alto. Con una buena máquina excavadora podrías hacerlo en un par de días.

– Bueno -dije-. Entonces tendremos que hacer una carretera y un puente. Pero un puente va a resultar caro y difícil…

– No, no, no serán más que unas pesetas -declaró-. Sólo unas cuantas vigas de eucaliptos puestas a través y un par de estribos de cemento y piedras del río. No debes gastar ningún dinero en construir nada en el río, porque lo que construyas se lo va a acabar llevando de todas maneras.

– De acuerdo, entonces unas vigas de eucaliptos…

– Eso es bien fácil -dijo Domingo-. Ahora estamos en la luna menguante de agosto: el momento perfecto para cortar vigas de eucaliptos. Si las cortas en cualquier otro momento, menos quizás en la luna menguante de enero, se pudren. Juan Salquero es el dueño de ese soto de eucaliptos de ahí abajo en el río. Lo arreglaré con él y las cortaremos mañana. Para hacer de verdad bien el trabajo necesitaremos cinco vigas de quince metros cada una.

Cuando llegué a la mañana siguiente me encontré a Domingo encaramado en lo alto de un árbol de quince metros de altura con su motosierra; sin guantes, sin cuerdas, sólo con su indumentaria habitual consistente en zapatillas de deporte desgastadas, pantalones de tela fina y camisa. Estaba encajado en una horquilla, desde la cual se inclinaba sujetándose con el pie a una rama. La gigantesca motosierra, una máquina antiquísima y terrible, sin los estorbos de ningún dispositivo moderno de seguridad, roía ferozmente sin parar el grueso tronco de un chopo que entorpecía la operación.

Domingo era un auténtico fenómeno. Cuando estaba presente, las cosas que parecían imposibles se resolvían como por arte de magia. En cuestión de un momento habíamos cortado -o más bien había cortado Domingo- cinco gigantescos eucaliptos de tronco derecho, les habíamos quitado las ramas y la corteza, y los habíamos cubierto con matorrales para que el sol no los cociera demasiado deprisa. Y así permanecerían hasta el invierno, en que encontraríamos la manera de sacarlos de la arboleda y llevarlos hasta dondequiera que hubiéramos decidido colocar el puente.

No me había hecho gracia usar la motosierra, por lo que utilicé un hacha para quitarles las ramas a los troncos, y también para descortezarlos. Estuvimos trabajando toda la mañana, hasta que Domingo decidió hacer un alto.

– Venga -dijo-. Vamos a la terraza a tomarnos un vaso de vino. Ahora hace ya demasiado calor aquí fuera.

Así pues, subimos a la casa de Domingo, en donde Domingo el Viejo estaba haciendo cestos de esparto sentado en un cajón a no mucha distancia de una jarra de vino.

– Son para mi sobrina -explicó-. Tiene un restaurante en Granada. Gana muchos premios de cocina. Le gusta tener grandes cantidades de cestos de esparto por todos lados, Dios sabe por qué. Sus clientes son médicos, catedráticos y gente así porque el restaurante está al lado mismo de la universidad. Dice que todas estas cosas del campo les hacen sentirse como en su casa. Pero qué voy a saber yo de eso.

El mediodía era, lo mismo que todos los demás mediodías, abrasador, pero en la terraza de los Melero soplaba una suave brisa, y un eucalipto gigante daba sombra al tejado. Abajo en el valle el aire reverberaba con el calor, y vi a Pedro con su séquito de animales subiendo por el sendero desde el río para dormir la siesta. Desde los olivares de la ladera oeste llegaba el tintineo de un arado y el sonido de Joop maldiciendo a su mula.

– Es precioso, ¿verdad? -dijo Expira-. Somos más pobres que nada y nuestra vida no es más que trabajos y penas, pero esta vista me encanta. -Y sonrió mientras espantaba con un trapo una nube de moscas.

– Sí, precioso -coincidí-. Casi no puedo creerme que de verdad vayamos a venir a vivir aquí.

– ¿Tiene usted hijos? -preguntó.

– No, pero estamos pensando en tenerlos.

– Pensar en ello no les servirá de nada. Tienen que tener hijos, si no se sentirán muy solos ahí tan lejos. El valle necesita más niños, igual que yo, que también los necesito. Mis nietos están en Barcelona y sólo los veo una vez al año, y éste -dijo señalando a su hijo-, éste no parece que quiera casarse. ¿No podría usted tal vez buscar alguna muchacha de «por ahí» para que se casara con Domingo?

– Veré lo que puedo hacer -dije riendo.

Había cumplido con parte de mis instrucciones. Las obras para el nuevo puente se habían puesto en marcha, e incluso ya se había hecho algo palpable: la corta de las vigas. Tras realizar esta operación, Domingo y yo nos dirigimos al interior de Las Alpujarras en busca de un maquinista que me hiciera la carretera.

Ya en el interior del coche, Domingo me explicó todo lo que había que saber sobre máquinas. Había trampas en las que los incautos y los profanos podían caer fácilmente. Algunos maquinistas eran unos sinvergüenzas, otros eran unos incompetentes, unos eran demasiado tímidos y otros demasiado temerarios, y había otros que simplemente eran unos informales. Y aparte de eso, por supuesto, estaba la cuestión de las máquinas. La bestia negra de Domingo era la máquina de ruedas de goma.

– Sea cual sea la máquina que consigamos, lo que no queremos es una con ruedas de goma. No sirven para nada. Esteban tiene una de ésas, y además es un buen conductor, pero es un sinvergüenza, así que no iremos a verle.

– ¿No me habías dicho que Esteban era amigo tuyo?

– Pues claro.

– Pero acabas de decir que es un sinvergüenza.

– Hasta los sinvergüenzas necesitan amigos, y de todos modos me gusta como persona, sea sinvergüenza o no. Pero su máquina es antigua y está completamente hecha polvo, con lo que tampoco serviría para nada. No te conviene una máquina vieja, porque pagas lo mismo por hora pero el cacharro acaba cansándose y trabajando menos que uno más nuevo. Y por supuesto tampoco te conviene una máquina nueva, porque un hombre con una máquina nueva tendrá miedo de que se le raye la pintura y no le dará suficiente caña.

La cabeza me daba vueltas con las complejidades de la tarea. Nos desplazamos de un lado a otro de las montañas a toda velocidad, deteniéndonos cada vez que divisábamos a un maquinista. Entrevistamos a docenas de maquinistas en bares o, pasada la medianoche, a la puerta de sus casas en pijama, e inspeccionamos críticamente su maquinaria discutiendo las ventajas de los diferentes brazos, cuchillas, cubos, cadenas, ruedas, palas y cucharas.

Al final nos decidimos por Pepe Pilili y su máquina. Entre Órgiva y Lanjarón hay una tasca -un establecimiento demasiado humilde para merecer el título de bar o venta-, al lado de una pequeña ermita adornada de flores. Mucho después de medianoche y tras una tarde infructuosa de búsqueda de máquinas, detuvimos el coche.

– Pepe Pilili vive aquí. Tiene una máquina -anunció Domingo.

Pepe estaba en el bar, con su hijo de pocos meses en brazos. Pepe Pilili era una de esas personas a quienes, una vez que las conoces, no olvidas nunca. Era alto y de espesos cabellos rubios, y chuleta como él solo.

– No hay ningún problema, amigo. Yo te haré la carretera. Mañana por la tarde la empiezo.

Celebramos nuestro pacto con sangría. En Las Alpujarras no se toma mucha sangría, con lo que la ocasión adquirió un carácter especial. Más tarde, Domingo y yo regresamos a casa de un humor exultante. Por el camino Domingo me confió que la máquina de Pepe, una JCB, tenía ruedas de caucho, que se la habían traído de la fábrica la semana anterior sin ir más lejos, y que en realidad Pepe jamás en su vida había conducido una máquina. «Pero resultará», nos aseguramos el uno al otro. No puede uno permitirse ser demasiado exigente con estas cosas.

Una semana más tarde Pepe Pilili se presentó con su reluciente máquina nueva. Para un hombre como yo, llegado hacía poco al negocio de la evaluación de tales aparatos, la máquina parecía algo austera, a pesar del aspecto impecable de la pintura y de las ruedas de caucho. El aparato cruzó el río chapoteando, hizo una rampa para subir por la orilla arenosa, devoró un macizo de matorrales, el último obstáculo antes de llegar al cortijo, y allí se colocó, brillando bajo los últimos rayos del sol de la tarde.

Pedro y sus cabras se apartaron un poco para someter la máquina a un crítico escrutinio.

– ¿Qué te parece, Pedro? -le pregunté-. ¿No te da un poco de pena que el mundo civilizado esté a punto de tender su repugnante brazo hasta El Valero abriendo una carretera a través de estos bancales eternos?

– ¡La hostia, no! Esto es el futuro, hombre. Esto es lo que El Valero necesita. Lo habría hecho yo hace años si no hubiera sido por mi gente. Sin embargo, es lástima lo de la máquina.

– ¿Qué le pasa a la máquina?

– Tiene ruedas de goma.

Domingo se abrió paso entre los matorrales montado en su burra y se acercó a supervisar.

– Vamos a empezar con ese terraplén de ahí, Pepe. Vete para allá y métete todo lo cerca del almendro que puedas. Hay que desperdiciar lo menos posible de tierra buena.

Pepe se lanzó en su máquina hacia el terraplén que Domingo le había indicado. Yo me quité de en medio para subir a la casa a buscar unas cervezas, pero al bajar me sorprendió ver la excavadora en una postura inusual, pues se encontraba acostada de lado al pie del terraplén. Pepe estaba junto a ella rascándose la cabeza, mientras Pedro se reía por lo bajo y Domingo le explicaba desdeñosamente a Pepe cómo tendría que haberlo hecho.

– Vuelve a ponerla de pie y esta vez empieza el terraplén desde arriba.

– ¿Y cómo Dios voy a ponerla de pie otra vez?

La petulancia de Pepe no parecía haberse resentido demasiado, pero yo le veía asustado por lo que habría podido ser un horroroso accidente.

– Pues con el brazo, que para eso está.

– Yo no sé, Domingo; inténtalo tú.

– ¿Yo? Nunca he conducido una excavadora.

Y diciendo esto, se encaramó a la cabina y arrancó el motor. Mientras probaba los controles para ver para qué servía cada uno, la máquina se revolvió en el suelo como si fuera un saltamontes de una sola pata y a continuación se levantó lentamente sobre su brazo, se bamboleó un poco -un hábil tirón de la cuchara- y con un topetazo se volvió a poner de pie sobre las ruedas.

– Ya está -dijo Domingo mientras descendía de la cabina muy satisfecho de sí mismo-. No le ha pasado nada, todavía funciona.

Pepe se subió otra vez y se puso a atacar de nuevo el terraplén desde arriba de una manera más bien tímida. Los demás nos sentamos en la hierba con nuestras cervezas y nos pusimos a observarle. Al mirar hacia arriba desde ese pequeño talud de tierra, recorrí con la vista la enorme extensión de ladera rocosa que tendríamos que cortar hasta llegar a la antigua carretera de las minas que había en lo alto. Para ser sinceros, Pepe, su máquina y sus malditas ruedas no eran los más indicados para la tarea.

Al día siguiente salimos en busca de otro maquinista de quien Domingo había oído hablar: Andrés de Torvizcón. Cuando llegamos al pueblo nos indicaron cómo encontrar su casa y, cuando llegamos allí, su mujer nos dijo que se había ido a abrir pistas en la Contraviesa, a diez kilómetros de distancia. Después de alrededor de una hora de patrullar los polvorientos caminos a través de los almendrales y viñedos que tapizan las laderas del gran contrafuerte de Sierra Nevada, al fin le encontramos.

Domingo le saludó, y a esto sucedió la media hora habitual de insondable conversación de la cual, me esforzara cuanto me esforzase, no logré captar ni una sola palabra. Al fin, el maquinista se me acercó y me estrechó la mano.

– Yo soy el hombre que necesita -dijo con una sonrisa-. ¿Quiere ver lo que podemos hacer la máquina y yo?

– Muy bien, adelante.

Antes de acabar de decir yo esto, ya se había subido a su bulldozer, esta vez no un inservible rascapolvo con ruedas, sino una excavadora con cadenas como Dios manda. A continuación asistimos a una asombrosa actuación, propia de un virtuoso, en la cual la pequeña máquina roja, prácticamente invisible en medio de una nube de polvo iluminado por el sol, hacía cabriolas y daba brincos por una ladera casi vertical. De vez en cuando alcanzaba a ver la cara de Andrés, iluminada por una sonrisa mientras accionaba hábilmente las palancas y ponía la máquina a subir marcha atrás por una pendiente espeluznante con gráciles movimientos de vals. Al cabo de media hora llegó a su fin este deslumbrante e inverosímil ballet, y Andrés obtuvo el contrato para hacer mi carretera. Mañana vendría a recorrer el terreno con Domingo y conmigo.

La pista tendría que estar terminada para noviembre, y Pedro Romero se encargaría de ser el árbitro imparcial que comprobaría las horas trabajadas cada día y resolvería las cuestiones que surgieran sobre por dónde o cómo abrirla. Andrés insistió en esto para que no hubiera posibilidades de juego sucio: no es que hubiera ninguna posibilidad de juego sucio, pero ya se sabe cómo es la gente.