38115.fb2 Entre limones. Historia de un optimista - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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En el cortijo con Pedro

Aquel otoño nos compramos un viejo Land Rover con remolque, lo cargamos con los cuidadosamente seleccionados vestigios de nuestra antigua vida y tomamos el ferry rumbo a Francia. Durante seis días Ana, Beaune y yo avanzamos pesadamente hacia el sur a través de Francia y España, apretujados en la cabina. El Land Rover era lento, íbamos muy cargados y las pendientes eran largas, con lo cual había mucho tiempo para reflexionar. Sin hablar mucho, mirábamos con aire taciturno por los miserables trocitos de ventanilla que los limpiaparabrisas dejaban despejados.

Había quedado muy bien el decir a todo el mundo en Inglaterra: «Sí, nos hemos comprado una finca en las montañas de Granada, ya sabes, sin carretera de acceso, sin electricidad, sin agua, sin nada. Oh, sí, nos encanta la aventura, la rutina deprimente no es para nosotros, así somos».

Pero de pronto nos encontramos con que de verdad estaba sucediendo. Nos habíamos deshecho de todo lo que había de cómodo y previsible en nuestras vidas y nos habíamos lanzado al vacío. Cualquiera que se hubiera cruzado con nosotros en el camino podría haber pensado que éramos refugiados obligados a abandonar nuestra amada patria, pero no estábamos tan deprimidos como anonadados por la sorpresa de encontrarnos de hecho formando parte de un guión que nosotros mismos habíamos escrito.

Aquello parecía no tener fin, las subidas a través de largas y pesadas pendientes a unas cordilleras descoloridas por las sequías y las heladas, y a continuación las llanuras en lo alto, con un viento helado batiendo el polvo de la cuneta. Finalmente, a última hora de la tarde del quinto día, nos encontramos descendiendo lentamente por un largo desfiladero flanqueado a ambos lados por espectaculares formaciones rocosas tapizadas de verde. Mientras descendíamos parecía como si estuviéramos entrando en otro mundo diferente. El marrón pálido de la hierba de las cumbres dio paso al verde profundo de unas onduladas praderas salpicadas de flores de otoño. El sol calentaba más, el cielo estaba azul y nosotros empezamos a quitarnos capa tras capa de prendas de lana. Enclavadas en el interior de los umbríos valles, había pequeñas casitas de campo adornadas con flores de vivos colores, y por todas partes se veía el verde opaco de los olivos. Estábamos bajando el paso de Despeñaperros y entrando en Andalucía.

En El Valero los constructores de la carretera habían despejado de vegetación un amplio espacio junto al viejo bidón de agua del granado, y allí nos dirigimos para descansar. Beaune se bajó de un salto del Land Rover y se puso a investigar sus nuevos dominios, aunque seguramente en aquel momento no los consideraría aún sus dominios, sino simplemente otra parada nocturna más de un viaje al parecer interminable. Y debió de parecerle un hotel de lo más peculiar.

– Bueno, pues aquí estamos. Ésta es nuestra casa. Aquí dejaremos nuestros huesos.

Y riéndonos, nos dirigimos cogidos del brazo a la terraza, en donde nos sentamos con las piernas colgando sobre el balate mientras el sol se iba ocultando por detrás del cerro.

Lo que necesitábamos era una taza de té. Si eres inglés, lo mismo que si eres chino, siempre necesitas una taza de té en esos momentos, hasta cuando estás trasladándote a tu nueva casa en el Continent, la Europa continental. Así pues, empezamos a reunir todo lo necesario para hacernos un té. Nada de lo que habíamos traído con nosotros hasta la casa era adecuado para ello, y yo me negué en redondo a volver a cruzar el río para llegar hasta donde habíamos dejado el remolque sin antes haberme bebido mi primera taza.

Finalmente encontramos un cacharro de aluminio abollado, el tipo de cacharro que se utiliza para hervir pañuelos. Parecía como si lo hubiera pisoteado una mula. Entonces hicimos una hoguera con ramitas, llenamos el cacharro en el chorrito de agua que caía de la goma del granado y lo colgamos sobre las llamas con unos trozos de alambre oxidado. Cuando empezó a salir humo del agua -no vapor, por raro que parezca, sino humo- lo apartamos del fuego, echamos en el agua una especie de bolsita de té que habíamos localizado y lo tapamos con una piedra plana para que se hiciera la infusión.

– Tazas, tazas, tazas… ¿qué vamos a usar como tazas? ¡Ya lo tengo!

Había latas vacías de atún tiradas por todas partes. Cogí un par de ellas y me fui a lavarlas en el bidón de agua.

– ¿Han pasado ya seis minutos?

Sí habían pasado, así que vertimos el repugnante líquido grisáceo en las latas de atún.

– No has fregado las tazas muy bien -dijo Ana acusadoramente.

– Lo he hecho lo mejor que he podido: están bien.

En la superficie del té flotaba una capa de aceite de pescado. Nos sentamos y, con un suspiro, nos pusimos a contemplar la preciosa vista de ríos y montañas que se extendía a nuestros pies mientras bebíamos a sorbos lo que sin duda era la bebida más detestable que jamás había pasado por labios humanos.

Sin embargo, hemos conservado como tesoro familiar la parafernalia de ese primer té, y el 26 de noviembre de cada año celebramos el Día de El Valero intentando superar en repugnancia aquella primera y memorable taza de té.

Romero se acercó a mirar mientras descargábamos el Land Rover.

– ¿Esto para qué es? ¿Y para qué diantres sirven estas cosas? -preguntaba mientras toqueteaba y manoseaba los centenares de objetos que no tenían sitio en su sencillo arsenal de hombre de campo.

– Es una cosa para partir huevos duros… una hervidora de espárragos. ¿Eso? Oh, es un cubreteteras… para que el té se mantenga caliente… un aparato para ponerles anillos de goma en los huevos a los corderos, un molinillo de pimienta, un robot de cocina… un procesador de textos…

Me sentía cada vez más avergonzado, puesto que con mis explicaciones iba dejando al descubierto ante él las fruslerías de nuestra existencia, a la que de algún modo parecía faltarle algo en comparación con la sencillez elemental de la suya.

El alpujarreño no tiene necesidad de toda esa escoria. Se contenta con lo que tiene o con lo que puede encontrar gratis. Si le das una botella de gaseosa de plástico y media madeja de cordel, crea un objeto de delicada belleza que también es funcional, en cuanto que hace que el agua o el vino se te conserven frescos -o por lo menos a una temperatura justo por debajo del nivel de ebullición- hasta en los días más calurosos del verano. Un neumático de coche viejo se convierte en un par de sandalias para regar, un pedazo de hueso se utiliza como cuña para mantener abierta la puerta, y las plantas que crecen en las laderas proporcionan prácticamente todo lo que una casa necesita.

– ¿Y qué hostias es eso?

– ¿El qué?

– ¡Eso!

– Una cama.

– Pero es de madera. ¡No podéis usar una cama de madera!

– ¿Y por qué demonios no?

– Crían chinches. La madera cría chinches.

– ¿Y qué es eso de las chinches?

– Son unos bichos que te pican por las noches. ¡Ya hay bastantes aquí, para que encima atraigas todavía más con una cama de madera!

Sabía que a ojos de Pedro nunca lo haríamos todo perfectamente. La cama de madera nos gustaba, con lo que la cama de madera se quedó.

– Estoy haciendo de comer -dijo Pedro-. Venid a comer conmigo. Son papas a lo pobre.

Ana me lanzó una mirada.

– En realidad es muy amable de su parte: opino que deberíamos aceptar su invitación. Gracias, Pedro, bajaremos en diez minutos.

Clavé a martillazos unos clavos grandes en las patas de la cama de madera de fabricación casera para que bailara menos. El suelo de la habitación, que se encontraba justo encima del establo de las cabras, estaba muy inclinado, por lo que también coloqué unos libros y revistas debajo de las patas para nivelar la cama. Ana quitó hasta la última mota de polvo del dormitorio y a continuación abrió la ventana de par en par para que entrara la fuerte brisa nocturna y el sempiterno miasma de cabra.

Pedro todavía guisaba en la parte baja de la casa. Bajamos por el camino envueltos en la oscuridad, a la luz de las estrellas. El aire olía agradablemente a jazmín y a humo de leña. Había una bombilla eléctrica colgada en el centro de la habitación, pero Pedro era demasiado frugal para usarla. La lumbre de astillas que ardía bajo la negra sartén de patatas iluminaba la escena, ayudada por una lata de atún llena de aceite usado hábilmente adaptada con una mecha de trapo en su interior. En la penumbra, Pedro se inclinaba sobre el fuego revolviendo la acertada combinación de ingredientes con su palo preferido mientras las sombras bailaban sobre su enorme cuerpo.

– Cristóbal, pon la mesa y sírvele vino a Ana.

Coloqué la bobina de cable y le serví un costa a Ana, quien, después de coger el vaso, se sentó junto a la improvisada mesa y se puso a mirar hacia abajo en dirección al río. Se trataba de un vino menos refinado de lo que tal vez ella hubiera deseado (después de todo, le había puesto el nombre a su perra favorita por un vino particularmente delicioso de Hospices de Beaune), pero se lo bebió sin rechistar. Yo había abrigado la esperanza de que se colocara al lado del cocinero para hablar de recetas y cosas por el estilo, pero no, parecía que Ana no estaba tan segura de Romero como yo.

Aquella primera comida no fue un éxito. Hice todo lo posible por lubricar los engranajes de la sociabilidad, pero el abismo era difícil de salvar. A Pedro se le había antojado que no entendía una sola palabra de lo que Ana le decía, a pesar de que ella hablaba por lo menos tan bien como yo. Ana le devolvió el favor aislándose de la conversación, y la comida pronto degeneró en un embarazoso intercambio de gruñidos y suspiros, interrumpido por largos silencios.

– ¿Va a guisar eso para nosotros todas las noches? -me susurró Ana en cuanto nos quedamos solos-. ¿Y cuánto tiempo crees que piensa quedarse aquí? Supongo que en cierto modo se le puede tolerar, pero su presencia resulta un tanto opresiva, ¿no crees?

– Bueno, no niego que estaría bien que nos quedáramos solos -tuve que acordar con ella-. Pero hay que recordar que estamos echando al pobre hombre de su casa y privándole de sus medios de vida…

– No, no estamos haciendo eso en absoluto. Le hemos comprado la finca y tiene una casa perfectamente adecuada adonde ir, con una mujer y una hija esperándole.

– Sí, ya lo sé, pero este sitio le encanta. Dice que es su hogar espiritual.

Pensé que era mejor no mencionar las disparatadas ofertas que le había hecho a Pedro durante el verano sobre la posibilidad de llevar el cortijo a medias con él y de cómo a sí podría vivir en la casa con nosotros durante todo el tiempo que quisiera. Todavía no estaba muy versado en las sutilezas de la compraventa de propiedades inmuebles, y obraba bajo el supuesto de que el comprador se aprovecha cruelmente del pobre vendedor oprimido, un papel que Pedro y su familia desempeñaban a la perfección.

– Pues espero que no sea su hogar, sea espiritual o de cualquier otro tipo, durante mucho más tiempo. Una cosa es comprar una finca rústica, pero cuando el rústico viene incluido en la compra es otra cosa muy distinta.

La palabra hizo que me sonrojara por dentro. Ana tiene una lengua muy afilada, aunque a menudo suele acertar.

– No, no; no te preocupes, se irá muy pronto. De todos modos creo que debemos sentirnos privilegiados por vivir aquí beneficiándonos de los conocimientos y experiencia de este noble… mmm, noble…

– ¿Rústico?

– Ya sabes que no me gusta esa palabra, Ana. Sería mejor no utilizarla.

– De acuerdo, entonces, ¿noble qué?

– Noble hijo de la… no, noble amo de la tierra.

– ¡No seas pedante, Chris! Es un rústico. ¿Qué hay de malo en decirlo?

– Vale, noble rústico -dije, soltando con dificultad la palabra-. Pero, volviendo a lo que estaba diciendo, no hay mucha gente que tenga la suerte que tenemos nosotros de poder llegar a entender a fondo otra cultura viviendo en la misma casa que uno de los…

– Rústicos locales.

– Sí, uno de los habitantes locales.

Estábamos manteniendo esta conversación cuchicheando en la oscuridad mientras nos lavábamos los dientes junto al granado y al bidón de agua mugrienta. Decidimos dejar los platos para cuando hubiera luz por la mañana y nos fuimos a acostar. Romero tenía su cama dos habitaciones más allá de la nuestra, y todas ellas estaban conectadas por huecos sin puertas. Era una noche preciosa de suave brisa y cielo despejado. Dejamos la ventana abierta, tal y como era nuestra costumbre y, a pesar de los ruidos desacostumbrados, dormimos profundamente.

Nunca se me ha dado bien levantarme temprano por las mañanas. El calor y la sensación confortable que se siente metido en una buena cama en agradable compañía siempre han podido más que las potenciales emociones de un nuevo día. Y esa mañana, la primera que pasábamos en nuestra casa de España, no era una excepción. Además, la agradable sensación de calidez producida por mi sueño despreocupado se mezclaba con la confusión de no saber qué hacer con el trascendental día que me esperaba ¿Qué debe hacer uno el primer día de una nueva vida? ¡Es tan fácil que se convierta en un auténtico desastre! Quizá por eso lo mejor es esquivar el asunto y quedarse en la cama.

Sin embargo, pronto se impuso el imperativo casi reflejo de hacerle una taza de té a mi esposa mientras dormía, y sólo me acordé de la taza que habíamos compartido la noche anterior cuando ya me había despejado del todo. Decidí que sería mejor que desayunáramos juntos más tarde.

Enmarcado por la oscura hiedra, veía el sol, aún bajo, iluminando los geranios y las rosas que bordeaban el camino de tierra batida y estiércol de vaca. De los establos cercanos salía el ruido de los animales gruñendo y resoplando. Me parecía que merecía la pena ir a investigar todo eso, con lo que bajé arrastrando los pies hasta el bidón para echarme un poco de agua por la cara. Cuando volvía a subir la senda, vi a Pedro bajando despacio, como un caracol, llevando sobre la cabeza y los hombros un enorme bulto compuesto por su colchón y su ropa de cama, que iba arrastrando por el polvo.

– ¿No te estarás yendo, no? -le pregunté, incrédulo.

– No, no, pero anoche dejasteis la ventana de la habitación abierta. El aire de la noche os va a matar bien muertos.

– ¡Tonterías, hombre! -le tranquilicé-. Nos hemos pasado toda la vida dejando abierta la ventana del dormitorio, en un clima más frío que el que tú hayas conocido jamás, y todavía estamos vivos.

– Eso será «por ahí», pero aquí los aires de la noche son mortales de verdad. Yo tenía un tío que una vez fue a visitar a no sé quién y pasó la noche en una habitación con una ventana que no cerraba bien del todo; nada de mucha importancia, la verdad, sólo una grieta en el marco. Bueno, pues a la mañana siguiente se despertó sintiéndose malísimo, a la noche estaba muerto y ahora está en la Gloria.

Y elevó los ojos al cielo de la manera que lo hace la gente de aquí siempre que surge el tema de la Gloria.

– Caray, Pedro, eso debió de ser algo más que una grieta. Nosotros hemos tenido la ventana abierta de par en par toda la noche y estamos bien. Por lo menos eso creo. Pero voy a asegurarme de que no le ha pasado nada a Ana.

– Habéis tenido suerte de libraros, pero yo me voy a mudar a la otra casa. Otra noche así y tal vez ya no tendré tanta suerte. Tengo que tener cuidado, soy viejo y enclenque, pero no tengo ningunas ganas de irme a la Gloria todavía.

Me senté en la cama, asegurándome de que Ana no había sucumbido a los efectos letales de la brisa nocturna. Parecía estar bien.

– ¿Dónde está mi té? -dijo.

– ¿De verdad quieres una taza de té matutina?

– No, decididamente no -respondió tras sopesarlo unos momentos.

– Creo que Pedro está haciendo papas a lo pobre, y podrías acompañarlas con un par de vasos de costa.

– Antes preferiría morir.

– Pues parece ser que has estado a punto de hacerlo, y yo también, y que encima casi hemos acabado con Pedro. Dice que el aire de la noche es absolutamente letal y que no se debe dormir nunca con las ventanas abiertas.

– Salen más gilipolleces por la boca de ese hombre que cagarrutas por el culo de una cabra. Francamente, nunca había oído nada tan absurdo.

Adopté una expresión afligida por su lenguaje grosero.

– Claro, claro, pero nunca se sabe.

Ana se levantó, Beaune saltó de la cama, y los tres salimos a mirar cómo el sol de la mañana jugaba con las sombras en los cerros de enfrente. Desde abajo nos llegaba el olor a patatas, cebollas y ajos friéndose: comida fuerte.

Se me estaba ocurriendo la idea de que lo mejor que podíamos hacer la primera mañana de nuestra nueva vida era subir al cerro de detrás de la casa para contemplar juntos nuestros nuevos dominios.

– No veo por qué tenemos que trepar hasta ahí arriba para ver el cortijo que está aquí abajo -dijo Ana.

– Pues, para empezar, porque el hombre, cuando ve una montaña, siente la necesidad natural y sana de subir a su cima. Sin esa necesidad apenas seríamos humanos… ¿no?

– Entonces yo carezco totalmente de ese tipo de necesidad.

– ¿Acaso no sientes deseos de saber lo que se encuentra al otro lado de una montaña?

– En el caso poco probable de que mi curiosidad fuera tan fuerte, creo que sería mucho más sensato rodearla en coche y ver lo que quiera que sea del modo en que se supone que debe ser visto -replicó Ana-: al mismo nivel.

Joop tiene una curiosa opinión sobre este tema. Él también solía ser presa de esa admirable necesidad de subir hasta la cúspide de cualquier elevación con que tropezaba pero, desde que empezó a vivir en las montañas, todo eso cambió y ahora no siente los más mínimos deseos de subir ni a la más modesta de las lomas. Reconoce que en quince años ni siquiera ha visto nunca la parte más alta de su propio terreno, pues tiene más que suficientes cosas que le mantienen ocupado en la parte baja.

En cualquier caso, aún faltaba mucho tiempo para que yo pensara de ese modo, y finalmente logré engatusar a Ana para que subiera poniendo de relieve el ejercicio tan saludable que haría la perra durante una expedición así.

Beaune salió corriendo alegremente y se metió entre los matorrales, mientras nosotros la seguíamos lentamente hacia una caseta de hormigón encaramada en lo alto del cerro. Por asombroso que parezca, antiguamente esa caseta se erguía sobre un cable transportador que hace cincuenta años transportaba minerales a través del valle desde las Minas del Conjuro, situadas a diez kilómetros en dirección este, hasta el puerto de Motril, treinta kilómetros al sudoeste.

Una vez en lo alto, Ana pareció satisfecha con la vista. En las alturas el ruido de los ríos se pierde y reina un extraño silencio, que sólo es interrumpido por el canto de las totobías y el rumor de la brisa entre las retamas. El pelaje de Beaune y los bajos de nuestros pantalones estaban impregnados de olor a romero por el roce de los matorrales a través de los que habíamos pasado, y la fragancia se había hecho más interesante con la adición de lavanda y distintas variedades de tomillo, aunque había quedado matizada por el roce de algún que otro macizo de maloliente ruda.

Allá abajo, las mansas y claras aguas del río Cádiar se mezclaban con el raudo caudal del Trevélez, de aguas más oscuras, y juntas se precipitaban estrepitosamente por el rocoso cauce hasta el desfiladero del Granadino. El Valero se encontraba en el triángulo más oriental de los tres que formaban los ríos al confluir. Nos sentamos en un montículo y nos pusimos a trazar la linde del terreno, que por el lado sur, descendiendo por la empinada pendiente, llegaba casi hasta el borde del agua, y por el norte se allanaba en extensos campos ribereños.

De vuelta al cortijo, con media mañana aún por delante, crucé el río a saltos en el Land Rover para recoger del remolque otro cargamento de nuestros ridículos y embarazosos bienes materiales. Ahora resultaba todavía más embarazoso, ya que los habitantes de las pocas casas de los alrededores se habían congregado para hacer comentarios en voz baja sobre cada artículo que iba apareciendo.

– Eso debe de ser su mesa de matanza.

– ¡No! No creo que por ahí usen cosas así.

En realidad se trataba de nuestra mesa de comedor, una bella pieza de carpintería que yo una vez había acarreado desde una tienda de antigüedades para regalársela a Ana por su cumpleaños. Curiosamente, nadie parecía querer aventurar una conjetura sobre mi máquina eléctrica de esquilar ovejas, que fue recibida en medio de un desconcertado silencio.

Escarmentado por el recibimiento que habían tenido nuestras posesiones, volví a subir lentamente por el río y procedí a descargar el Land Rover delante de Pedro, quien sometió a nuevos comentarios críticos todos y cada uno de los objetos. Di gracias a nuestro sino por habernos hecho dejar en Inglaterra, al borde de la carretera, la colección de sapos y tortugas de porcelana de Ana, cuando nuestro remolque había resultado demasiado pesado para moverse.

Para última hora de la mañana ya había vaciado el remolque del resto de nuestras pertenencias y las había colocado en la casa. Con un cepillo, un recogedor y unas flores puestas en tarros vacíos de mermelada, Ana había dado a la casa una cierta apariencia de hogar, y mientras yo subía con gran estruendo el camino con el último cargamento, se había sentado a comer con Pedro.

– Pedro y yo hemos hecho una lista de las cosas que necesitamos -anunció Ana.

– Agua corriente, eso es lo más importante -afirmó Pedro-. Las personas como Dios manda y educadas como vosotros no deben estar sin agua corriente.

Me quedé boquiabierto. ¿Desde cuándo se había convertido en tamaño defensor de la vida moderna? Pero Ana ya se había lanzado.

– Vosotros habéis debido de tener agua corriente aquí alguna vez, ¿no? -le preguntó a Pedro-. ¿Qué me dices del bidón sobre el tejado del cuarto de baño?

– Ah, lo llenábamos a cubos. El antiguo manantial que utilizábamos nunca llegó tan alto. Lo que tenéis que hacer es comprar una manguera y tenderla hasta uno de los manantiales del otro lado del valle, en el barranco. Yo llevo años queriendo hacerlo, pero ya sabes lo que pasa: mi gente no quería ni oír hablar de eso. Nunca quieren soltar un duro.

– Pero tender una manguera toda esa distancia es una barbaridad -objeté-. Y además no tenemos ningunos derechos sobre esa agua.

– ¡Por Dios, y eso qué más da! -dijo Pedro riéndose-. Esa agua se pierde, cualquiera puede usarla. No te preocupes por eso. En cuanto a la distancia, son menos de mil metros, y debe de tener altura suficiente para que caiga con una buena presión en el cuarto de baño. Además es un agua limpia y buena que se puede beber. Tendréis agua de manantial para beber en vuestra propia casa y encima os sobrará suficiente para regar. Podréis convertir el cortijo en un paraíso. Pero lo primero es buscar un bidón nuevo para el tejado del cuarto de baño. Después Ana necesitará una cocina, no puede guisar como yo sobre esta asquerosa lumbre de leña. Y además necesitaréis una nevera para refrescar la cerveza.

– Creo que ha establecido más o menos el orden de prioridades adecuado -me dijo Ana con una sonrisa.

– Agua, cocina y nevera; luego, traeremos algo de comida y ¡listo! Iremos al pueblo después de comer.

Así pues, nos fuimos al pueblo en busca de un bidón de aceite y una cocina. La compra de una nevera no despertaba en mí un gran entusiasmo, ya que a finales de noviembre hacía un tiempo bastante fresco y nunca me ha gustado la cerveza fría. Aparte de eso, también me parecía romántico eso de cocinar en un oscuro rincón sobre una lumbre de leña. Sin embargo, en esto Ana se mostraba inflexible, de manera que nos pusimos a buscar una cocina de gas. Por supuesto, en el pueblo no había bidones de aceite, con lo cual tuvimos que comprar uno nuevo de plástico de gran tamaño. Un rollo de manguera, unas salchichas y algo de vino -las dos últimas cosas a pesar de las vivas protestas de Pedro- completaron nuestras compras del día.

– No me cabe en la cabeza por qué demonios quieres gastar dinero en comprar comida -dijo Pedro con expresión afligida cuando regresamos con nuestras compras-. En el cortijo hay comida buena de sobra y tenemos mucho vino. Hay patatas a montones debajo de unas matas, junto a las acacias. Hay sacos de cebollas, montones de ajos, pimientos y tomates todavía en la planta, y también berenjenas, aceitunas, naranjas y jamón… y, vaya, ahí lo tienes: papas a lo pobre… Bien es verdad que de vez en cuando no viene mal comprar una lata de atún o de sardinas para añadir a las patatas, ya sabes, para variar un poco la dieta, pero esta costumbre de comprar toda esta comida innecesaria me ofende.

Aunque la insistencia de Pedro en que merecía la pena gastar cierta cantidad de energía y de dinero en instalar agua corriente en una casa resultara poco característica de él, había que reconocer que tenía razón. De hecho, Ana estaba convencida, por lo que al día siguiente me puse a improvisar un sistema de algún tipo. Llevé el depósito al collado que había por encima de la casa y conecté la manguera a un agujero más o menos redondo que había abierto y limado en el fondo. A continuación, extendí la manguera pendiente abajo y, con un trozo de alambre y un pedazo de tubo de goma viejo, la conecté al trozo de tubería de cobre que salía del tejado del cuarto de baño. Entonces, con un poco de cuerda, un trapo y una bolsa de plástico, tapé el agujero del fondo del depósito.

Después de esto, recogimos todos los cubos, botes, botellas y bidones que encontramos y bajamos al río en el Land Rover. Tras llenarlos todos, regresamos a la casa trepando lentamente por el pedregoso cauce. Una fuerte sacudida del coche al entrar cuesta arriba en los campos inferiores hizo que la mitad del agua se derramara de golpe. Nos hicieron falta veinte minutos de cuidadosa marcha a paso de tortuga para regresar hasta el depósito. Pero cuando llegamos sólo quedaban unos cincuenta litros. No parecía mucha cantidad cuando la vimos moviéndose en el fondo de un depósito de quinientos litros, pero al menos sería un principio. Bajé corriendo al cuarto de baño y llamé a Ana para que viniera a verme abrir el grifo… Pero no salía nada, ni siquiera una burbuja.

– No lo entiendo. Es tan sencillo que necesariamente tendría que funcionar. Debe de haber algún factor que he dejado fuera de mis cálculos.

– Abejorros -dijo Pedro desde la puerta-. Seguro que las tuberías están llenas de nidos de abejorros.

Los aquí llamados abejorros son como unas enormes abejas negras y azules que revolotean bamboleándose torpemente con unas alas azules que, aunque preciosas, resultan con toda probabilidad inadecuadas. Existen diferentes teorías sobre si pican o no. Da la impresión de que son capaces de propinar un picotazo de lo más desagradable pero, dado que nunca me ha picado uno, les concedo el beneficio de la duda. Construyen sus nidos en cualquier agujero interesante que encuentran, principalmente en cañas huecas, aunque también en tuberías y mangueras si permanecen en desuso durante el tiempo suficiente. Cuando desconectamos la manguera y metimos un alambre por la tubería de cobre, descubrimos que estaba llena de abejorros muertos y de nidos.

Saqué los detritus con el alambre y volví a conectar las tuberías. Y vuelta al cuarto de baño, esta vez un tanto desconcertado al no haber podido dejar de notar que no había ni una sola gota de agua alrededor de los insectos. Una vez más, abrí el grifo, y una vez más, el humillante silencio. Es cierto que no sé nada de fontanería, y que no tengo el menor interés por descubrir el mundo de los empalmes Johnson, las cámaras de carga ni la altura manométrica, pero de la física que había aprendido en el colegio me había quedado al menos una noción elemental: el agua, al parecer, siempre corre hacia abajo. Pero esta ley parecía no cumplirse aquí. Miré desesperadamente a Pedro, que se apoyaba en el marco de la puerta mondándose los dientes con su navaja.

– Aire en la tubería.

– Pues claro que hay aire en la tubería, pero ¿qué puedo hacer?

– Chupa del grifo.

– No puedo chupar del grifo. ¿Cómo carajo voy a meter la cabeza en el lavabo?

– Entonces, desconecta la ducha y chupa de ahí.

Así pues, empecé a chupar de la ducha hasta que se me puso la cara colorada. Al cabo de unos momentos el tubo empezó a escupir agua y aire haciendo un ruido horroroso, y de pronto surgió un hilillo de agua pardusca.

– ¡Algo está moviéndose! -grité.

Pero el hilillo pardusco ya se había cortado. De pronto, salió más aire a borbotones, culebreó un poco la tubería, tosió y, ¡loado sea Dios!, un surtidor de agua limpia surgió del tubo de la ducha.

Verdaderamente teníamos que congratularnos: finalmente el agua corriente había llegado al cuarto de baño de El Valero.

– Bueno, no es realmente agua corriente -advirtió Ana-. No lo es si tienes que ir a buscarla al río en coche.

– Mira, abres el grifo y sale agua. Eso es lo que yo entiendo por agua corriente.

Pero yo notaba que Ana estaba satisfecha a pesar de todo.

– Esto es el futuro -dijo Pedro solemnemente-. Hay que celebrarlo, pero primero vamos a comer y a beber.

– Espera, tengo que lavarme las manos con agua corriente en el lavabo.

Abrí el grifo con cariño y me lavé las manos regodeándome en el magnífico chorro de agua limpia. Raras veces había disfrutado tanto de este sencillo ritual. Salí de la penumbra del cuarto de baño a la deslumbradora luz del día y, mientras bajaba a comer, disfruté de una visión de El Valero rodeado de saltarinas fuentes y cantarines riachuelos, con unos lavabos de grifos plateados por los que salía a chorros un agua cristalina y con unos bidets que borboteaban suavemente.

Sin embargo, a pesar de eso, me preocupaban un poco las críticas de Ana a mi nuevo sistema de agua. Tenía razón: realmente no se la podía llamar agua corriente si había que ir a buscarla hasta el río en coche. La solución parecía estar en lo que Pedro había descrito como el «agua perdida» del manantial. Así pues, decidí consultar a Domingo.

Como siempre, Domingo estaba dispuesto a echar una mano y, además, conocía la mejor fuente y la mejor manera de acometer el trabajo. Al cabo de un par de días ya habíamos construido un depósito de cemento para recoger el agua de una fuente que habíamos elegido y que estaba situada al otro lado del valle. Desde allí tendimos varios rollos de manguera de polietileno, que yo había comprado en Granada, hacia abajo a través de los zarzales y cañaverales, cruzando luego el río y subiendo por fin en dirección a nuestra casa. Allí, con ayuda de una piedra y un trozo de cuerda conectamos la manguera al depósito de plástico.

Al día siguiente el depósito ya estaba listo para llenar, y tras pasar unas horas trasteando con el aire y los abejorros conseguimos que saliera de los grifos un continuo chorro de agua. Podrá tachárseme de inconstante, pero a partir de ese momento se evaporó mi entusiasmo por el bidón del granado y su hilillo de agua mugrienta.

Al cabo de no mucho tiempo comenzamos a abrigar la idea de permitirnos lujos aún mayores: una ducha de agua caliente en nuestro cuarto de baño. Hasta entonces habíamos atravesado el valle para utilizar la de Joop. «Podéis venir a usar nuestra ducha cuando queráis -nos había ofrecido-. En este momento hay una cabra muerta. Intentad que no le caiga jabón encima.»

En efecto había una cabra colgada del tubo de la ducha, abierta en canal sin pellejo ni entrañas. La ducha era el único lugar donde Joop podía estar seguro de que la carne no iba a ser atacada por las moscas, con lo cual allí estaba colgada hasta que estuviera lista para el puchero. Se balanceaba alegremente de un lado para otro y cuando menos te lo esperabas te daba un golpecito. Bien es cierto que no soy una persona remilgada, y que Joop era muy amable al permitirnos utilizar su cuarto de baño, pero la cabra me impulsó rápidamente a adquirir un calentador de agua propio. La solución era bien sencilla, y nos fuimos a Órgiva a comprarlo.

Ya no había manera de pararnos. Teníamos agua corriente, calentador, cocina y carretera. Estábamos volviendo rápidamente a convertirnos en esclavos de todas las cosas de las que habíamos venido a escapar a este lugar perdido.