38115.fb2
Ana y yo deambulábamos constantemente por el cortijo de un lado para otro, comiendo naranjas y discutiendo sobre lo que podíamos hacer con los distintos bancales y campos, qué cambiar y qué dejar como estaba, qué plantar y qué arrancar. Nuestra relación ya estaba mostrando signos de parecerse al conflicto ancestral entre pastores y agricultores. Ana se imaginaba ordenadas hileras de hortalizas y frutas primorosamente entrecruzadas por bien cuidados senderos, un jardín campestre lleno de flores silvestres, con narcisos y ciclámenes balanceándose entre la hierba del borde de la acequia. En cambio a mí me entusiasmaba la idea de tener un rebaño de ovejas correteando por nuestro paraíso compartido, tras las cuales caminaría yo, como pastor, envuelto en una nube de polvo. Le hablé a Domingo de la idea de las ovejas. La conversación le dejó con aire pensativo.
Sin embargo, durante esos meses de invierno eran pocas las cosas que podíamos hacer salvo observar a Pedro dedicado a la gestión diaria de nuestro cortijo. Es cierto que ello no consistía en mucho más que en darles de comer a sus cerdos y deambular después por el cauce del río con las vacas y las cabras, pero conseguía inyectar en estas tareas tal aire de aplicación y autoimportancia que me hacía sentir reprimido y excluido. Sentía simpatía por Pedro, y me gustaba escuchar su arsenal de extrañas historias y chistes incomprensibles, así como aprender de los conocimientos que me transmitía sobre el cortijo, pero lenta e inexorablemente comencé a acercarme al punto de vista de Ana de lo bueno que sería que nos quedáramos solos.
Ana, por su parte, cada vez que Pedro se acercaba, había desarrollado la costumbre de desaparecer, casi como si se tratara de un espejismo, tras la tarea a que estuviera dedicada en ese momento. Esto podría haber sido interpretado como una muestra de la reserva que la caracteriza si no hubiera sido porque siempre adoptaba una actitud abierta y atenta con la familia Melero, encontrando tiempo para darse un paseo con Expira todos los días cuando ésta iba a buscar agua a la fuente, o escuchando con auténtico interés los consejos sobre horticultura de Domingo el Viejo. Había descubierto que sentía también una natural simpatía por Domingo, quien parecía olvidar su penosa timidez cuando estaba en su compañía, y juntos hablaban animadamente de plantas, animales y temas del campo.
Pedro notaba la distinción y no hacía mucho por mejorar el ambiente de nuestro círculo doméstico inmediato. Las cenas, en especial, se habían vuelto tensas, no porque hubiera ningún antagonismo declarado -todos éramos escrupulosamente corteses, pasando la botella de costa y ofreciendo primero a los demás las aceitosas patatas-, pero evitar que descendiera sobre nosotros un silencio sofocante era más de lo que mi sociabilidad podía dar de sí. Beaune fue la que salió ganando de esta situación, puesto que echarle bocados de comida se convirtió en nuestra única distracción.
Al final fue la negativa de Pedro a probar otra cosa que no fueran papas a lo pobre, junto con nuestras ansias por hacer comidas más variadas, lo que nos dio la excusa para separarnos. Se establecieron dos campamentos: Pedro preparaba sus patatas en su lumbre de leña, mientras que nosotros preparábamos platos más cosmopolitas en la nueva cocina de gas. Después de comer yo seguía bajando a tomarme con él un vaso o dos de costa, pero ya no conseguimos volver a reavivar nunca la espontánea camaradería del verano. Invariablemente, a mitad de alguna discusión sobre el cortijo, Pedro se callaba y se iba con paso pesado al almacén en donde ahora dormía, sepultado entre sus jamones, sus chorizos y sus ristras de pimientos secos.
Aunque Pedro trataba por todos los medios de evitar hablar de la posibilidad de marcharse, cada vez que le parecía que íbamos a ir al pueblo acarreaba hasta el Land Rover parte de su parafernalia. Extraños trozos de madera, palos oxidados y torcidos, marañas de cable e innumerables artefactos de esparto, cuerda, tela de saco, cuero y cordel, todo ello era cuidadosamente embalado y colocado en la parte de atrás del Land Rover para que lo descargásemos en la casa del pueblo con María. Y con cada viaje la presencia de Pedro disminuía un poco más.
Un día cargó el caballo hasta arriba de flores y macetas -el lugar estaba festoneado de alegres geranios, cactus y plantas carnosas que brotaban exuberantemente de latas de pintura oxidadas, bidones de aceite y bloques de cemento- y llenó los serones tanto que me daba la impresión de que el pobre caballo se desplomaría. A continuación, aferrando una maceta de barro con uno de sus cactus favoritos, colocó con esfuerzo la gran mole de su cuerpo encima del cargamento, hizo chasquear su vara en los descarnados flancos del animal y bajó tambaleándose por el valle en dirección al pueblo.
No volvimos a ver a Pedro durante casi una semana, y según pasaban los días me iba dando cuenta de lo intimidado que me había hecho sentir. Por primera vez desde nuestra llegada, teníamos la sensación de que el cortijo era realmente nuestro, y darnos cuenta de ello nos dejó casi aturdidos.
Ana fue la primera en tomar la iniciativa, sugiriendo que sembrásemos unas hortalizas. Tendimos una manguera desde el depósito hasta el bancal de debajo del camino y decidimos crear allí nuestra parcela. El sistema de Pedro era bastante extraño: por lo que yo veía, parecía haber diferentes hortalizas desperdigadas por todo el cortijo en diferentes campos y bancales. Durante sus años de estancia en El Valero había establecido qué parcela se adaptaba mejor a cada hortaliza, por lo que había una parcela de cebollas en el bancal junto al río Cádiar; los pimientos, tanto los picantes, como los dulces, los de asar y los correosos pequeñitos, crecían en un triángulo en el campo de encima; las patatas se extendían por los campos que bordeaban el otro río, y los ajos ocupaban un lugar idílico junto a la cascada.
Todo ello daba al lugar un aire de Jardín del Edén, en tanto en cuanto que, cuando ibas andando entre unos frutales, con la hierba y las flores llegándote hasta las rodillas, de pronto te encontrabas con una patata o quizás una berenjena (estas últimas crecían en un lugar soleado junto al albaricoquero). La desventaja del sistema era que resultaba imposible trabajar el huerto de un modo coordinado, y evitar que los animales forrajearan con la cosecha constituía una constante batalla. Pedro había sopesado las ventajas e inconvenientes y se había decidido a favor de la opción de Jardín del Edén. En cambio nosotros decidimos plantarlo todo junto en un bancal y ver qué pasaba.
El terreno era seco y pedregoso, y era necesario dar muchos golpes de azadón para romperlo. Era un trabajo duro, pero lo atacamos con un entusiasmo feroz y, poco a poco, transformamos una parte de la nada prometedora parcela en un buen terreno cultivable donde plantar nuestras habas. Ambos nos quedamos profundamente satisfechos con este primer intento de llevar la explotación del cortijo a nuestra propia manera.
Con un prolongado gemido me enderecé para estirar la espalda, y de pronto mi mirada se cruzó con la de Pedro, de pie con la boca abierta en el camino por encima de nosotros. Ana, arrodillada a mi lado, inclinó la cabeza aún más sobre su trabajo.
– ¡La hostia! No podéis cultivar hortalizas ahí.
– ¿Por qué no?
– La tierra es mala. Demasiada launa en ese bancal… y no le da suficiente sol. Mira, esos naranjos y olivos le dan sombra a todo.
– Sí, pero son las cinco y media de la tarde…
– ¿Y qué es lo que estáis sembrando?
– Legumbres.
– ¿Qué legumbres?
– Habas.
– No saldrán.
– ¿Y por qué demonios no?
– No estamos en la fase de la luna para eso.
Ana ni siquiera pestañeó mientras plantaba otra mata de habas más.
– Y también, mira esto: así no se hacen los caballones. Verás, te voy a enseñar cómo se hacen.
Y diciendo esto, bajó con su azadón y se puso a trabajar, gruñendo con cada golpe mientras el caballón iba apareciendo como por arte de magia.
– Tenéis que sembrar los pimientos esta semana -dijo, y desapareció camino arriba hacia la casa.
En Las Alpujarras, todas las tareas del campo tienen adjudicado un día determinado, con algún ajuste que otro para tener en cuenta la luna creciente y menguante o el que la fecha caiga en viernes. Así, el año empieza siempre con la siembra de los ajos el I de enero; después, tienes que podar las vides el 24 o el 25, según donde vivas. La mayoría de las tareas vienen determinadas por el santo del día, lo mismo que muchos fenómenos meteorológicos y cósmicos tales como la desaparición, el día de San Juan, de los enjambres de tábanos que infestan el pueblo de Fregenite.
El sistema es perfectamente lógico. Resulta mucho más fácil recordar el día de un santo, que es algo que todo el mundo ha aprendido a fuerza de que se lo machaquen desde su más tierna infancia, que una simple fecha. De este modo disminuye la enorme cantidad de información que los campesinos incultos necesitan retener en la cabeza. Con la ayuda de los santos, se saben de memoria lo que hay que hacer y cuándo hay que hacerlo.
Por una u otra razón -desorganización, olvido, pereza- yo nunca acierto exactamente con el día. El año pasado, mientras estaba podando vides el 29 de enero, bastante satisfecho de mí mismo por hacerlo tan cerca de la fecha adecuada, Marisol, que vive en el pueblo, pasó y se detuvo para observarme durante unos minutos en actitud de censura.
– Las vides hay que podarlas el día 25.
– Ya lo sé, pero sólo me he retrasado cuatro días. No está tan mal, ¿no?
– Nosotros siempre podamos las nuestras el 25, haga el tiempo que haga; así no tenemos ningunas plagas ni enfermedades.
– ¿Quieres decir que no tenéis que fumigar ni usar ningún producto químico?
– ¡Qué dices! Las rociamos con todos los fungicidas y pesticidas que tenemos por ahí.
De lo cual se deduce la importancia de elegir el día adecuado.
Una mañana, después de pasar largo rato revolviendo en los distintos cobertizos, establos y almacenes que hay salpicados por El Valero, Pedro apareció en nuestra terraza mientras nos desayunábamos con nuestro muesli, una cosa que él aborrecía. Había venido a despedirse. Mirando tímidamente hacia abajo y apoyándose primero en un pie y luego en el otro, me ofreció un par de trozos de madera cortados de una forma extraña y con una muesca en cada extremo.
– Son para ti, un regalo de despedida.
– ¡Huy!, muchas gracias, Pedro… ¿qué son?
– Pues camalas, qué van a ser. Las he hecho yo.
– ¿Y para qué sirven?
– Para colgar los cerdos.
– Ah, gracias.
– Y esto también -musitó-. Esto es para los dos. Lo he envuelto en una bolsa de plástico para que no se ensucie.
Alargué la mano cuidadosamente para coger el regalo que él sujetaba con el brazo extendido. Resultaba totalmente obvio que se trataba de un ladrillo.
– ¿Y esto qué es? -pregunté, modulando mi voz para no desentonar con la solemnidad de la ocasión.
– Un ladrillo -dijo, como si me acabara de entregar las llaves de las dependencias de sus mujeres-. Lo pones ahí e impide que esa ventana golpee cuando hace viento.
– Muchísimas gracias por estos regalos, Pedro. Me acordaré siempre de ti cuando use este ladrillo y estas… mm… ¿camelas?
– Camalas…
Tras lo cual se volvió para marcharse.
– Espera, Pedro -grité, sorprendido de encararme con sus espaldas cuando yo aún seguía titubeando en busca de unas palabras de despedida-. No puedes irte así.
Pedro se detuvo brevemente y me estudió con expectación, y lo mismo hizo Ana. Pero yo continué a pesar de todo.
– Ya sabes que siempre serás bienvenido aquí con nosotros. De hecho, puedes tratar esta casa como si fuera tuya.
Pedro emitió un gruñido.
– El Valero no será lo mismo sin ti. ¿No es verdad, Ana?
– Desde luego que no -contestó de un modo un tanto ambiguo.
– ¡Bah!, ya es hora de que me vaya -masculló-. ¿De qué os sirve un viejo como yo por el cortijo? No haría más que estorbar con todos esos nuevos planes que tenéis.
Y diciendo esto, desató su caballo mientras yo le seguía camino abajo devanándome los sesos para encontrar alguna manera de infundir alguna efusividad a la despedida.
– Anda, sujétame esto mientras me subo -dijo mientras me alargaba la cuerda del cabezal.
– Pero vendrás a vernos, ¿verdad? -le pregunté.
– Puede, o puede que no. Mandaré a Pepe a que suba a por los cerdos. Dales un cubo de higos a cada uno. Y no te olvides del agua.
Y diciendo esto empezó a bajar la pendiente, creo recordar que añadiendo: «Vete con Dios», aunque no estoy del todo seguro.
Y eso fue todo: ni un último consejo, ninguna invitación a visitarle en el pueblo, ni siquiera un adiós con el brazo. Seguí en pie contemplando su gran corpachón balanceándose en dirección al río, anonadado por lo abrupto de su partida. Y entonces fue cuando se me ocurrieron toda suerte de discursos sentimentales.
Ana me sacó de mi ensueño rodeándome los hombros con su brazo de modo consolador.
– Ya era hora de que se marchara -dijo suavemente-, y es mucho mejor que haya escogido él el momento y que no haya esperado a que fuéramos nosotros quienes le dijéramos que se fuera.
– Ya lo sé, Ana -contesté-, pero no esperaba que se marchara así. Está actuando como si nos hubiéramos convertido en unos desconocidos.
– Está herido en su orgullo, eso es todo. No se podía esperar que Pedro renunciara de buen grado a su control sobre el cortijo, ¿no? Por lo menos ha hecho algún esfuerzo.
El que Ana encontrara explicable su comportamiento mientras que yo me sentía sumido en la confusión no era ningún consuelo.
– Le llevaré un botellón de costa bueno la próxima vez que vaya a Órgiva, eso le gustará -me prometí a mí mismo y, algo animado por esta resolución, me eché al hombro mi nuevo azadón y me fui a quitar unos zarzales.
Tal como hacía con prácticamente todo lo que yo compraba, Pedro me había dicho que el azadón no servía porque no tenía la forma adecuada.
Al final nunca llegué a llevarle a Pedro ese botellón de buen costa, ni le he visitado jamás en el pueblo. Al cabo de unos días de su marcha oí más que suficientes cosas para destruir todas mis vanas ilusiones sobre nuestra amistad. Pepe fue quien asestó el primer golpe cuando vino con su tractor a recoger los cerdos. Después de ayudarle a atarlos en el remolque le invité a una cerveza y le pregunté ávidamente cómo se estaba adaptando Pedro a su nueva casa.
– Mira -me dijo-. Conozco a Romero mucho mejor que tú, y te digo que has perdido más que suficiente tiempo con ese hombre. Ha estado aprovechándose de ti, lo sé porque ha estado jactándose de ello en el pueblo.
No podía dejar las cosas así, tenía que insistir para que me diera más detalles.
– Pues ha estado diciendo que ha tenido a ese extranjero idiota comiendo en su mano, y que durante meses ha estado llevándose del cortijo todo lo que quería porque tú eras demasiado tonto para impedírselo. -Me quedé mirando a Pepe lleno de asombro. Siguió hablando, pero sus palabras siguientes iban dirigidas principalmente al resto de cerveza que quedaba en su vaso-. Y también ha estado diciendo cosas de Ana, unas cosas absurdas. Se le ha metido en la cabeza que él le gusta a ella y que tú estás celoso… No, no, de verdad -añadió con seriedad cuando vio que me atragantaba con la cerveza-. Por supuesto nadie cree una palabra, pero yo que tú no le dejaría que volviera por aquí. No es justo para Ana. Deberías decirle que no venga nunca más por el cortijo.
Con esa horrorosa claridad que sobreviene cuando se derrumban tus ilusiones, supe que Pepe tenía razón. Ahora que Pedro había renunciado al cortijo, era absolutamente capaz de descartarnos con el mayor desprecio. Lo sabía porque le había oído hablar así de muchas otras personas. Resultaba extraño que ello no me hubiera parecido cruel antes.
Pepe me observaba con preocupación.
– Pregúntale a Domingo -me insistió-. Te dará el mismo consejo.
Pero no necesitaba hacerlo. Por primera vez estaba considerando a Pedro desde el punto de vista de Ana, y veía corroboradas todas las dudas que ella albergaba sobre él.
– No te preocupes, Pepe -murmuré-. Ya he oído todo eso antes. No eres el primero que ha intentado advertirme sobre Pedro.
En efecto. Además de Ana, casi todas las personas que conocía -Marijke, Domingo, Expira, Georgina- me habían dado a entender que me estaba fiando más de la cuenta o siendo demasiado indulgente con Romero, aunque ninguno de ellos había apoyado nunca esta acusación con muchos detalles. No es fácil que la gente haga correr malos rumores sobre un vecino, no importa lo poco que éste les guste. Pero una vez que Pedro se marchó del cortijo, nuestros vecinos perdieron su reticencia y se pusieron a contarnos sin reservas lo que sabían de él. Tras escuchar una lamentable historia tras otra, empecé a darme cuenta de hasta qué punto había sido yo el único en juzgarle de aquella manera.
Ana fue la única en mostrarme algo de compasión.
– Creo que pusiste de manifiesto sus mejores cualidades, Chris -dijo-. Parecía disfrutar de verdad deslumbrándote, y lo hacía realmente bien. No me extraña que te engañara.
– Pero ¿cómo he podido ser tan mal psicólogo, Ana? -gemí.
– Porque no te interesa mucho ser uno bueno -contestó, tras pensarlo unos momentos-. Es una virtud, ¿sabes?, además de un defecto.
Pero eso no suponía ningún consuelo.