38115.fb2 Entre limones. Historia de un optimista - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

Entre limones. Historia de un optimista - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

Domingo y la búsqueda de las vigas

No mucho después de que los cerdos siguieran el mismo camino que Pedro hasta el pueblo, Domingo nos hizo su primera visita. Siempre habíamos supuesto que había evitado cruzar nuestro umbral por timidez o debido a algún extraño precepto de etiqueta. No se nos había ocurrido pensar que la familia Melero se oponía a visitar a Pedro, y que habían esperado a que se marchara para satisfacer su curiosidad y venir a ver lo que hacíamos.

Mostré orgullosamente a Domingo nuestras innovaciones del agua corriente y del calentador en el cuarto de baño, ante las cuales asintió con la cabeza para demostrar que no estaba totalmente en contra de los aparatos. Pero la cama de madera… eso sí que era una equivocación. Las chinches nos comerían vivos por la noche en una cama así.

Tras decir esto, Domingo sacó su navaja y la clavó en una de las vigas del techo.

– Está podrida -declaró, ilustrando esta observación dejando caer una lluvia de polvo y astillas mohosas-. La launa no está rastrillada y ha calado el agua. Podría caérseos encima en cualquier momento.

– Dios mío, ¿crees que estarán así todas? -le pregunté, mientras pensaba qué había sido de la costumbre de charlar sobre temas triviales con los vecinos.

– No, sólo están totalmente podridas unas cuantas, pero más te valdría cambiarlas todas. La madera de castaño es la mejor para las vigas del techo, y sé donde podemos encontrar una buena cantidad.

Y así se fraguó la tarea. Cuando pienso ahora en nuestro primer invierno, lo recuerdo como una prolongada búsqueda de vigas para el tejado. Naturalmente, el papel de guía le correspondió a Domingo, y fue él quien me inició en ese mundo, nuevo para mí, de pueblos y montañas mientras deambulábamos de un lado para otro en busca de ese material de construcción tan apetecible pero al mismo tiempo tan difícil de encontrar.

La arquitectura alpujarreña es muy sencilla, y consiste en volver a colocar de manera más o menos ordenada los materiales que, o bien crecen a mano, o se encuentran dispersos al azar por los alrededores. Las proporciones vienen dictadas por una sencilla ecuación: la anchura equivale a la capacidad máxima de soporte de una viga de castaño, de chopo o de eucalipto, cubierta con una espesa capa mojada de launa (la arcilla aceitosa gris y casi impermeable que se presenta en vetas por toda la zona de Las Alpujarras), y normalmente equivale a unos tres metros y medio. La altura depende del nivel hasta el cual puede levantar piedras un alpujarreño y, como la mayoría de ellos son de estatura baja, raramente sobrepasa el metro ochenta desde el suelo hasta el asiento de las vigas. La longitud viene limitada por la superficie de suelo disponible, y las ventanas se calculan de manera que dejen pasar la cantidad de luz justa para poder andar a tientas a mediodía, pero de modo que al mismo tiempo no dejen entrar los rayos del sol que de otra forma podrían comerse vivos a los habitantes de la casa. El conjunto, en un pueblo, tiene que engranar con una masa de viviendas similares, apiñadas como los hexágonos de una colmena. El producto resultante final es algo que está a medio camino entre una caja cuadrada y un vagón de ferrocarril de piedra.

Cuando mi madre vio por primera vez la fotografía de la nueva casa que había comprado se quedó horrorizada.

– Esperaba que tal vez acabarías viviendo en una casa de estilo reina Ana -se lamentó-. Siempre me ha gustado ese estilo. Pero ahí estás, viviendo en… viviendo en lo que sólo puedo describir como un establo.

Para ser sinceros, elegancia y sofisticación no son las palabras que primero vienen a la cabeza cuando se intenta describir la arquitectura alpujarreña. El encanto del estilo radica en su simplicidad. Las variaciones del diseño básico y los sencillos adornos que los habitantes añaden a sus moradas, a menudo se traducen en unas creaciones de gran belleza. La primera vez que vi la arquitectura alpujarreña no me convenció mucho, pero poco a poco fue conquistándome y ahora… bien, pues me sentiría de lo más incómodo si viviera tras unas ventanas de cristal emplomado bajo un tejado a dos aguas.

La sencilla estructura tipo caja es idéntica a la que se encuentra en los poblados bereberes de Marruecos -fueron los bereberes quienes trajeron a la región este tipo de construcciones- y se parece a toda la arquitectura típica de Oriente Próximo. Su gran ventaja es su bajo precio: las puertas y ventanas son las únicas partes de la casa que hay que adquirir con dinero, ya que el resto sólo tiene que ser extraído o derribado a hachazos, o recogido y acarreado desde el río.

Las paredes son de piedras trabadas con barro, y deben tener un espesor mínimo de sesenta centímetros, aunque lo preferible es que sean de un metro. Esto aísla del calor en verano y del frío en invierno. Los dinteles y las vigas son de madera, de eucalipto o chopo si vives en el interior de los valles, o de castaño, la mejor madera de todas, si vives por encima de los mil metros, allí donde los bosques de castaños rodean los pueblos altos. En La Alpujarra Baja, por encima de las vigas se fija un entramado de cañas atadas con cuerdas de esparto, hierba que crece en estado silvestre por todas partes. También las cañas crecen en abundancia a orillas de los ríos, al igual que los árboles para las vigas. Sobre el entramado de cañas se extiende una espesa capa de broza -adelfa, genista, retama, tomillo- y por último la capa de launa, la cual se debe extender siempre durante la luna menguante, para que se asiente de manera adecuada y haga que el tejado sea lo más impermeable posible (pero, por supuesto, siempre que no sea viernes).

Hace cien años las paredes de piedra se dejaban al desnudo, pero en nuestros días la mayoría de las casas están blanqueadas por dentro y por fuera debido a dos razones: por un lado, el calor del interior disminuye varios grados los días calurosos del verano y, por otro, la cal, especialmente la cal viva -que viene en forma de unas rocas blancas que hay que poner a remojo en un barril de agua en donde burbujean con un ruido como de máquina de vapor-, tiene un fuerte efecto desinfectante.

El día que nos fuimos a buscar vigas hacía un frío glacial. Partimos rumbo al oeste en dirección a Lanjarón, y empezamos a subir por una empinada pista que serpenteaba junto al río. Con el viejo Land Rover, fui tomando lentamente curva tras curva, subiendo cada vez más alto, hasta que la carretera acabó por desaparecer totalmente. Domingo, con una liviana chaqueta encima de su camisa como única concesión al frío, saltó del Land Rover para ir a saludar a un pastor de cierta edad que había salido de debajo de los árboles para vernos pasar. Parecía que estábamos de suerte: justo en ese momento el anciano había estado pensando en vender un cargamento de madera de castaño para vigas. Con un nudoso dedo índice señaló una zona de bosque que había en una cresta cerca de la línea del horizonte.

Seguimos trepando más y más a la sombra veteada de unos árboles enormes. Había manchas de nieve entre las hojas caídas, y hielo a orillas del río. El bosque de castaños de nuestro amigo se encontraba en un lugar magnífico, no muy por debajo de los altos picos nevados y con vistas del mar allá lejos, hacia el sur, pero la madera no servía. Un incendio había arrasado recientemente esa parte de la montaña, dejando los árboles ennegrecidos y medio muertos, y la mayoría de ellos eran de un grosor enorme. Necesitábamos cien vigas, pero Domingo calculaba que no habría ni siquiera una docena en toda esa extensión de bosque. Los castaños necesitan ser talados y cuidados para constituir un buen material de construcción, pero este bosque se encontraba totalmente descuidado. Y aparte de eso, era necesario cortarlos y acarrearlos. Era un recorrido largo y difícil, y había que bajar cada viga a lomos de mula hasta el punto más cercano a donde pudiera llegar un camión. Dimos las gracias al dueño y regresamos al valle.

– Si queréis vigas -dijo un hombre en un bar-, Martín de Trevélez es el hombre que buscáis. Tiene muchísimas.

Así pues, nos encaminamos a Trevélez para buscar a Martín, cuyas vigas resultaron estar ya cortadas y apiladas junto al río. El precio que pedía parecía bastante razonable y nos dejó allí para que las inspeccionáramos mientras nos decía que, si queríamos discutir las condiciones, él estaría en el bar de la plaza a las dos. Pero no fuimos a verle, ya que todas y cada una de las vigas eran malísimas: o estaban carcomidas por los gusanos, o consumidas por hongos mefíticos, o bien estaban torcidas y llenas de nudos, o eran demasiado gruesas.

– Le costará trabajo vender toda esa madera para leña -comentó Domingo.

Pero a pesar de todo había sido una excursión agradable y, antes de regresar a casa por la alta carretera de montaña, paramos en Trevélez para tomar un poco de jamón acompañado de un vino. Fue entonces cuando Domingo me sorprendió, como solía hacer siempre.

– Mi tío Eduardo tiene unos castaños por encima de Capileira -dijo-. Seguro que le interesaría venderte unas vigas.

– ¿Por qué no me habías dicho nada de él antes? -le pregunté.

– Ah, porque es interesante ver qué otras vigas hay por ahí, y a mí siempre me gusta ir a Trevélez. Además, Eduardo no habría estado en su casa hasta esta hora. Podemos ir a visitarle ahora, de camino de vuelta a casa.

Así lo hicimos, cogiendo la carretera que sube hasta Capileira, el pueblo más alto de los tres que hay en el barranco del Poqueira. Es un sitio muy bonito, con unas casitas blancas en forma de caja apiñadas alrededor de una iglesia como si se tratase de pollitos bajo el ala de una gallina. Pero lo que de verdad te deja sin habla es su situación. Desde lo alto de las laderas aterrazadas del desfiladero, el horizonte se extiende hacia el norte hasta el gran circo blanco del Veleta, bajo cuyo pico hay siempre posada una suave estola de nubes. Hacia el sur, un ancho puerto de montaña se abre al Mediterráneo, y los días claros de invierno se pueden distinguir los picos de las montañas del Rif en Marruecos, al otro lado del estrecho.

Desde hace algunos años el pueblo tiene mucho éxito como lugar de retiro para pintores y gente bohemia procedente de países tan lejanos como Japón o México, aunque aún sigue estando habitado principalmente por agricultores indígenas. Esto hace que los callejones se mantengan salpicados de una fragante capa de cagadas de mulo y de oveja y que, metidas entre las magníficas viviendas renovadas, todavía se encuentren las construcciones de carácter más tosco que los habitantes autóctonos utilizan para guardar gallinas y cerdos.

Mientras atravesábamos la plaza principal y avanzábamos por una estrecha callejuela adoquinada, oímos los acordes de Debussy saliendo de una ventana cuya carpintería había sido renovada recientemente. Domingo llamó a la pesada puerta de madera tachonada de una casa de pueblo humilde aunque bonita. Salió a abrir una mujer muy morena que prorrumpió en exclamaciones de deleite al ver a su inesperado visitante.

– Pasa, sobrino, pasa -gritó, agarrando por los hombros a Domingo y tirando de él hacia dentro-. No te vemos por aquí muchas veces. Deja que te mire. Ay, qué guapo, pero ¿de qué te sirve una cara así si te empeñas en no casarte? -Y subrayaba este punto apretándole fuertemente la mejilla.

Domingo sonrió y se inclinó para darle un beso, aparentemente acostumbrado a este tipo de bienvenida. Detrás de ella, en una habitación débilmente iluminada, tres o cuatro hombres se inclinaban sobre una olla humeante pinchando con sus navajas trozos de carne de cabra.

– Os he traído a este extranjero, mi nuevo vecino Cristóbal -anunció Domingo.

Las navajas se quedaron momentáneamente suspendidas en el aire mientras el grupo de hombres se volvía para mirarme.

– Es un honor, mucho gusto, encantado -masculló el de más edad, quien me imaginé que sería Eduardo.

Por lo que podía adivinar entre la penumbra, había un parecido familiar muy fuerte entre éste y al menos dos de los otros hombres agrupados alrededor de la mesa. Eran delgados como palos, bajos, nervudos y sin duda estaban acostumbrados al trabajo duro y a los rigores del clima. Todos tenían una nariz tan prominente que sus demás rasgos faciales parecían ocultarse bajo su sombra.

– Venid a comer choto -ordenó Eduardo, echando ruidosamente hacia atrás su silla para hacernos sitio en la mesa.

Domingo sacó su navaja de bolsillo, una larga hoja de borde afilado como una cuchilla de afeitar, y comenzó a cortar y a pinchar la carne al igual que hacían los otros. Con aire vacilante, me saqué mi propia navaja del bolsillo -un cuchillo de podar de punta redondeada y sin afilar- e intenté en vano ensartar algunos pedazos llenos de huesos. No les dije que desde mi más tierna infancia mi madre me había prohibido terminantemente comer con el cuchillo, y que por lo tanto no había adquirido esa técnica.

Todos dejaron de comer y se pusieron a mirarme con interés.

– Se hace así, Cristóbal -sugirió Domingo, pero Eduardo ya había perdido la paciencia con su inepto huésped.

– Dale al hombre un tenedor y tráele vino, mujer -ordenó-, no puede comer en seco.

Apareció un vaso de costa y, mientras tomaba un sorbo, Eduardo se puso a mirarme fijamente.

– Mi sobrino me ha dicho que tiene una máquina de esquilar ovejas -aventuró-. La gente de aquí dice que esas cosas te fríen el rebaño.

Comenzó una animada discusión, durante la cual yo me jacté un poco de cómo podía esquilar cientos de ovejas en un solo día con el extraño artilugio. Domingo dijo que lo iba a probar en cuanto llegara la primavera, aunque los otros no parecían estar tan convencidos. Entonces Domingo, como para zanjar la cuestión, dejó caer que yo tocaba la guitarra.

Esta noticia hizo que Eduardo diera un entusiástico porrazo en la mesa.

– ¡Aja!, eso ya está mejor. Manuel, tenemos un músico en la casa, tráete las guitarras.

Manuel hizo lo que le pedían, entregándole una a su padre y sentándose luego a su lado con la otra. Las afinaron un poco, tocaron distraídamente unos acordes y pasaron a trancas y barrancas a una tonada popular alpujarreña.

Por mucho que me hubiera gustado describir cómo los dedos encallecidos por el trabajo del viejo Eduardo punteaban las cuerdas de la guitarra como ni siquiera el mismo Orfeo hubiera podido hacer jamás, y cómo me había quedado embelesado por el dominio que los campechanos músicos tenían de sus instrumentos y por la sencilla belleza de la canción, no puedo negar la verdad: la música era un horroroso canto fúnebre, estropeado por los juramentos ponzoñosos de Eduardo cada vez que, invariablemente, Manuel perdía el compás. Padre e hijo se pasaron toda la actuación mirándose con el ceño fruncido, consumidos de cólera por la incompetencia del otro.

Finalmente la espantosa sesión tocó a su fin.

– Maravilloso -dije con un suspiro-. ¿No conocen otras tonadas?

Eduardo y Manuel me analizaron frunciendo el ceño.

– De acuerdo, vamos a tocarle otra…

Me estaba bien empleado. Pinché un trozo de cabra y fingí quedarme extasiado por el ritmo, dando golpecitos con el pie en un vano intento de encontrar el compás. Mientras golpeaba con el pie masticaba con furia el detestable trozo de ternilla de cabra que tenía en la boca. La canción se paró de forma abrupta y, una vez más, los músicos me miraron inquisitivamente. Pero esta vez mi integridad como crítico musical fue salvada por la ternilla de cabra que oportunamente se me había quedado atragantada en la tráquea. Una mitad del correoso pedazo estaba atascada a mitad de camino, mientras que la otra, unida a la primera por una porción de fuerte goma elástica animal, permanecía en mi boca. Barboté y resoplé mientras todos me observaban consternados.

«Beba usted vino.» «Dadle golpes en la espalda.» «No, dadle agua.» «Dadle pan…»

Algo debió de acabar surtiendo efecto porque al fin conseguí volver a unir los dos extremos y recuperar el aliento, aunque no lo suficiente como para poder emitir mi opinión sobre la última pieza.

– Ahora usted -dijo Eduardo alargándome la guitarra con un toque de amenaza en la voz.

– Oh, realmente no soy capaz de… Sería difícil seguir esa última pieza… en realidad sólo toco para entretenerme.

– ¡Toque, hombre, toque!

Así pues, toqué.

– Sabe tocar -se dijeron con aprobación el uno al otro.

Toqué muy mal una música flamenca muy sencilla.

– Sabe tocar música española.

Mientras llegaba con dificultad al final de la pieza, con el rostro crispado cada vez que me equivocaba de nota y ponía mal los dedos, me di cuenta de que de todos modos nadie me escuchaba. Domingo les estaba hablando sobre mis planes de tener un rebaño de ovejas en El Valero.

– ¿Ovejas? ¿Allí abajo? Se asfixiarán. No se pueden tener ovejas en los valles. Cabras sí, pero ovejas… las ovejas no están hechas para vivir con el calor de los valles de los ríos. Si quiere ovejas, debería dárnoslas a nosotros para que se las cuidemos. Aquí estarán a gusto, con el fresquito que hace en las montañas. Podemos ponerle un buen precio, tenemos pastos todo el año.

Domingo me miró significativamente.

– Las ovejas se dan bien en los valles -dijo.

– ¿Y tú qué sabes de ovejas, primo? ¡Si las que tienes tendrían suficiente con el pasto que puede crecer en una maceta!

– Hay muchos rebaños de tamaño considerable alrededor de Órgiva -respondió Domingo-. Nunca suben a lo alto y están estupendamente.

– Tanto calor y tanto polvo… da pena de las ovejas. No tienen aire para respirar.

Esta era la manera de hablar habitual entre los pastores de montaña pero, como había dicho Domingo, de hecho había grandes rebaños en el fondo de los valles que nunca subían a la sierra en verano, pero que a pesar de eso estaban de maravilla.

Entonces pasamos al tema de las vigas de castaño.

– ¡Anda!, pero si tenemos un bosque entero de castaños, justo encima del antiguo pueblo abandonado. Tendrá que cortarlas, pero son vigas buenas, y desde allí hay un buen camino de herradura que llega hasta el pueblo. Cuatrocientas pesetas el metro es todo lo que le pido por ellas.

Parecía un acuerdo muy razonable, por lo que al día siguiente fuimos a inspeccionar las vigas. Eran justo lo que necesitábamos, y durante los últimos días de diciembre Domingo y yo hicimos frecuentes viajes al bosque para ir de acá para allá con la motosierra, disfrutando del vivificante y limpio aire de montaña y convirtiendo cada una de esas expediciones en un día de excursión en que admirábamos las vistas mientras asábamos salchichas y tocino en una hoguera de leña.