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Tiempo de matanzas

El invierno en Las Alpujarras es la época de la matanza de los cerdos, ya que en cualquier otra época del año habría ingentes cantidades de moscas y de avispas que, en un paroxismo de pillaje, estropearían esta actividad colectiva entre vecinos que supone la matanza. Por esta misma razón el macabro acto del día comienza por la mañana temprano, cuando la temperatura es aún fresca.

Durante nuestro primer invierno hubo cuatro matanzas en el valle, empezando por la de Manolo en El Granadino, cerca de la entrada del desfiladero. Sus cerdos iban a ser despachados entre Navidad y Año Nuevo. Recordaba bien a Manolo de mi paseo a caballo como extranjero cautivo a lomos del viejo rocín de Pedro. A diferencia de la mayoría de las personas a quienes había conocido aquel día, él había insistido en serme presentado por su nombre, e incluso se había quedado unos momentos más para intercambiar unas palabras en un cuidadosamente enunciado español. Su amabilidad había dejado en mí una profunda impresión. Así pues, cuando Domingo nos trajo el recado de que podíamos asistir a la matanza de Manolo, yo estaba más que dispuesto a ir.

Pero Ana no estaba tan segura. Se le ocurrían pocas razones que la forzaran a levantarse de la cama antes del amanecer una fría mañana de invierno, y el ser testigo de la agonía de un cerdo ciertamente no se encontraba entre ellas. Sin embargo, el deber hacia un vecino es un argumento que casi nunca falla con Ana (si excluimos por un momento la posibilidad de que los cerdos del vecino podrían estar también incluidos en esta categoría), y el día señalado abandonamos temprano la cama matrimonial y echamos a andar río abajo.

En el cauce del río a las siete de la mañana de un día de invierno hace frío. Sin ningún otro sitio adonde ir, todo el aire helado de las montañas se acumula en el fondo del valle y hace que las extremidades de cualquier viajero que se aventure por allí se queden insensibles y congeladas. Pero durante unos breves momentos sobreviene también un espectáculo de gran belleza: cuando los primeros rayos del sol matutino rozan los altos acantilados de la Contraviesa, éstos se vuelven de color rosa dorado, y una luz suave inunda las curvas y pliegues de las colinas de más abajo. De algún modo esto te libera la mente de las preocupaciones que posiblemente estés sintiendo por los primeros síntomas de la congelación.

Cuando llegamos a El Granadino, el sol aún se encontraba muy por debajo de los tajos del desfiladero, pero ya habían sido encendidas unas hogueras, y unas espirales de humo de leña se elevaban por la fría atmósfera. El silencio de la mañana quedaba roto por el ruido de las conversaciones de los hombres perorando sobre hortalizas y aventuras cinegéticas, y de las mujeres hablando sin parar de gallinas y de niños.

Subimos al patio, en donde todos se levantaron para estrecharnos la mano muy ceremoniosamente, hasta que Manolo, poniendo un deliberado cuidado en silabear al igual que la vez anterior, nos condujo hasta dos sillas de respaldo recto en una oscura habitación. Una lumbre de astillas humeaba silenciosamente en un rincón. Los hombres estaban fortaleciéndose con anís, coñac y pasteles, una comida difícil de ingerir a una hora tan temprana, pero al parecer para matar un cerdo es necesaria una buena dosis de alcohol circulando por las venas.

Ana, en su calidad de extranjera, fue exonerada de las penosas tareas que correspondían a las mujeres -el fregado de los platos y la preparación y servido de los bocados exquisitos- y se la admitió entre la augusta compañía de los hombres y de su charla sobre cerdos y otros animales que habían matado. No pudo contribuir mucho a la conversación puesto que nunca había matado un cerdo y su opinión sobre la caza no habría sido demasiado bien acogida. Así pues, ahogó un par de bostezos mientras yo sujetaba en la mano mi segundo anís y lidiaba con esa sensación vertiginosa que se apodera de ti cuando quieres participar en el coloquio pero eres consciente de que no tienes nada que decir.

Poco después los hombres se cansaron de los pasteles y el licor.

– ¡A la faena! ¡Vamos a meterle mano al trabajo!

Salimos todos en tropel con ademanes varoniles para matar cuatro cerdos descomunales.

Persuadir a un cerdo de que salga de su pocilga para que lo maten es un asunto terrible. El propietario entra y, con palabras dulces, trata de engatusarlo para que le permita atarle una soga a la pata. A continuación, intenta sacarlo a tirones de la acogedora oscuridad de su guarida a la luz deslumbradora de un patio lleno de hombres dando gritos de aliento, donde burbujean unas grandes calderas de agua, humean unas hogueras abrasadoras y unos cuchillos relucientes chocan contra las piedras de afilar. Por supuesto nunca lo consigue, no sólo porque el cerdo se muestra comprensiblemente reacio a salir, sino porque además tiene un peso de unos cien kilos, la mayor parte de ellos músculo macizo. Así pues, el animal clava en el barro sus otras tres patas y se niega a moverse.

Todos saben que va a ocurrir esto porque siempre ocurre, y sin embargo todos saben siempre mejor que nadie lo que debería haberse hecho para evitar que ocurriera. Finalmente, con cuatro hombres tirando de la cuerda y dos detrás controlando el rabo, el pobre animal es arrastrado al exterior.

La mesa de matanza está preparada. El matarife se encuentra junto a ésta con su terrible garfio. Con un golpe ascendente, el garfio se clava profundamente bajo la mandíbula. El cerdo chilla y se queda sin poder hacer nada más que dejarse llevar por el despiadado garfio. El matarife arrastra al cerdo junto a la mesa y todos los hombres se congregan a su alrededor. Entonces, agarrándolo por las patas delanteras y traseras y por el rabo, lo colocan sobre las toscas tablas, pataleando y chillando, y lo amarran con unas cuerdas hasta que el animal se sumerge en una especie de desesperada resignación.

– ¡Traed los cubos; lavadle el cuello; traed para acá la manguera!

A esto sucede un período de calma en que el cerdo se agita silenciosamente mientras el matarife le tantea la garganta para encontrar el lugar propicio donde asestarle el golpe de puñal. El cuchillo penetra deslizándose y, tras un giro del mismo, la sangre cae a borbotones en el cubo, en donde una corpulenta mujer la revuelve para evitar que se coagule. El cerdo se agita, da patadas y chilla, y los hombres que se inclinan sobre él para persuadirle de que permanezca en la mesa se miran unos a otros con miradas de complicidad mientras el animal se va quedando inmóvil y la vida se le va escapando del cuerpo. Entonces uno de ellos le da una palmada para señalar que lo peor ha pasado ya.

– Pues ya está hecho. Se acabó.

Y todos lo sueltan.

Es un asunto espantoso, y de sólo pensar en ese garfio me dan escalofríos, pero es innegable que la matanza ejerce también una especie de fascinación: esa misma mezcla de repulsión y excitación que uno encuentra en las corridas de toros. Y además llega un momento en que el horror del asunto se desvanece. De repente el animal vivo que exhala entre chillidos su último aliento se convierte en un saco de cuero inanimado, algo que se puede manosear y golpear casi sin ningún reparo.

En ese momento nace una extraña cordialidad. Los rostros rígidos a causa de la tensión se relajan y se disuelven en sonrisas, y una ola de humor procaz se extiende por el grupo. Hasta los más tímidos o taciturnos intercambian chistes o se permiten alguna que otra risita mientras arremeten contra el saco de cuero, chamuscándolo con teas de bolina -un matojo oleaginoso que arde como un soplete- y raspándole los pelos quemados. Tras veinte minutos de un trabajo tolerablemente duro con los cuchillos centelleando y la bolina llameando, ¡zas!, de un golpe penetra la camala y el cerdo muerto se levanta hasta una altura justo superior a la que alcanza un perro para que el matarife lo abra en canal y lo destripe.

Entonces aparecen las mujeres con sus lebrillos, en los que recogen todos y cada uno de los órganos y trozos de intestino que caen resbalando, y se los llevan rápidamente para comenzar el largo proceso de su transformación en toda una colección de embutidos: longaniza, salchichón, chorizo, chicharrones, tocino, morcilla, etcétera.

Cuando llega este momento se calcula que los hombres ya deben de necesitar sustento, por lo que se inicia un festín de chicharrones acompañados de anís y costa. Los chicharrones son las excrecencias adiposas que aparecen a lo largo de todo el intestino delgado. Fritos en aceite de oliva hasta que el exterior se queda churruscado resultan absolutamente deliciosos, pero saben aún mejor cuando reaparecen como bocado dulce: la torta de chicharrones, un gran panecillo dulce, suntuoso y pastoso, relleno de trozos de manteca del intestino. Busqué a Ana con la mirada para que compartiera conmigo esta delicia gastronómica, pero me estaba dando la espalda de un modo que me pareció un tanto empecinado, inclinada sobre un barreño de asaduras que estaba preparando Expira.

Y de esta manera pasamos al siguiente cerdo, repitiéndose más o menos la misma operación que con el primero, esta vez de manera algo más eficiente en cuanto que el equipo ya le iba cogiendo el tranquillo al asunto, aunque esta ventaja quedaba un tanto mermada por nuestro ininterrumpido acercamiento a un estado de inconsciencia etílica. El sol se asomó por encima del cerro, inundando de cálida luz todo el espantoso proceso. Una vez despachado el segundo cerdo, el tercero y tras él el cuarto fueron arrastrados fuera del establo, engarfiados, pinchados, sangrados, chamuscados, raspados, abiertos en canal y colgados.

La bota de vino de piel de cabra no paraba de dar vueltas entre los miembros del grupo, acompañando los bocados de grasa de cerdo. Y las historias de matanzas de cerdos y proezas varoniles cada vez resultaban más inverosímiles y fantásticas.

Ana me dio un golpecito en el hombro y me dirigió una de esas miradas suyas de reproche como preguntándome cuándo iba a terminar este largo suplicio. Entreabriendo un poco los ojos, intenté despejarme el cerebro de alguna fantasía heroica que se había quedado atascada en el lugar por el que antes rondaba el pensamiento racional. Ana parecía estar haciéndome señas desde una distancia inmensa, y sus gestos eran difíciles de descifrar. Tenía una sensación en el estómago como si de algún modo se me hubiera metido una enorme piedra pegajosa, y la cabeza me zumbaba al borde de una jaqueca monumental.

Justo antes de que oscureciera se declaró un permiso general para que todos pudiéramos volver a casa a echar de comer a los cerdos, encerrar los mulos y las gallinas, cambiarnos de ropa y regresar para el auténtico festejo. Se supone que un cerdo o dos proporcionan prácticamente toda la carne que una familia necesita a lo largo del año venidero, pero a mí me parecía que toda esa carne iba a ser consumida el primer día por los invitados y ayudantes. Pero, en fin, supongo que debieron de quedar algunos restos.

Ana y yo regresamos tambaleándonos río arriba a la luz cada vez más tenue del anochecer.

– No dirás en serio lo de volver, ¿verdad?

– Bueno, en realidad creo que deberíamos…

– ¿Qué estás diciendo? ¿Volver a bajar todo ese camino a oscuras por el río sólo para escuchar más historias ridículas de ésas y comer esa horrible porquería grasienta? ¡Debes de estar chiflado!

Ana es absolutamente sincera, y a veces también tiene razón.

– Tengo que admitir que en este momento preferiría morir antes que dejar que pasara por mis labios cualquier miembro de la familia del cerdo o parte del mismo. Y tampoco quiero más vino…

– Ni falta que te hace.

– Tal vez nos apetezca más dentro de un par de horas, vamos a ver.

Al cabo de un par de horas estábamos ambos profundamente dormidos, soñando con chuletas de frutos secos y quiche de espinacas, pepino y rábanos hervidos con arroz integral…