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PRIMERA PARTE

UNO

Ayer vino Gertru. No la veía desde antes del verano. Salimos a dar un paseo. Me dijo que no creyera que porque ahora está tan contenta ya no se acuerda de mí; que estaba deseando poder tener un día para contarme cosas. Fuimos por la chopera del río paralela a la carretera de Madrid.

Yo me acordaba del verano pasado, cuando veníamos a buscar bichos para la colección con nuestros frasquitos de boca ancha llenos de serrín empapado de gasolina. Dice que ella este curso por fin no se matricula, porque a Ángel no le gusta el ambiente del Instituto. Yo le pregunté que por qué, y es que ella por lo visto le ha contado lo de Fonsi, aquella chica de quinto que tuvo un hijo el año pasado. En nuestras casas no lo habíamos dicho; no sé por qué se lo ha tenido que contar a él. Me enseñó una polvera que le ha regalado, pequeñita, de oro.

– Fíjate qué ilusión. ¿Sabes lo que me dijo al dármela? Que la tenía guardada su madre para cuando tuviera la primera novia formal. Ya ves tú; ya le ha hablado de mí a su madre.

Que si no me parecía maravilloso. Me obligaba a mirarla, cogiéndome del brazo con sus gestos impulsivos. Se había pintado un poco los ojos y a mí me parecía que se iba a avergonzar de que se lo notase. Luego me contó que se pone de largo dentro de pocos días en una fiesta que dan en el Aeropuerto, que ella ya sabe cómo lo van a adornar todo, porque Ángel es capitán de aviación y uno de los que lo organizan; que han estado juntos comprando bebidas, farolillos y colgantes de colores. Me explicó con muchos detalles cómo es su traje de noche; se soltaba de mí entre las explicaciones y daba vueltas de vals por la orilla, sorteando los árboles y echando la cabeza para atrás. Se paró en un tronco y me fue haciendo con el dedo una especie de plano de la entrada al Aeropuerto y de los hangares donde van a dar la fiesta.

Quería que me lo imaginara exactamente para que le diera alguna idea original de cómo lo adornaría yo, por si le sirve a Ángel lo que yo diga. No comprendía que no hubiera convencido a mis hermanas para ir yo también, tan fantástico como será. No le quise contar que he tenido que insistir para convencerlas precisamente de lo contrario. Le dije sólo que soy pequeña todavía. Quería que hablara ella y me dejara a mí.

– Tú me llevas dos meses, Natalia. ¿Es que ya no te acuerdas? -dijo. Y se reía-. ¿Tan mayor te parezco ahora?

Estábamos en el sitio de las barcas y hacía una tarde muy buena. Yo quise que remáramos un poco, pero Gertru tenía prisa por volver a las siete, y además no quería arrugarse el vestido de organza amarilla. Yo me senté en la hierba contra el tronco de un árbol, y ella se quedó de pie. Se agachaba a recoger piedras planas y las echaba al río; brincaban dos o tres veces antes de hundirse, parecían ranitas, y a mí me gustaba mirar los círculos que dejaban en el agua. Me dijo que por qué estaba tan callada, que le contase alguna cosa, pero yo no sabía qué contar…

Tenía las piernas dobladas en pico, formando un montecito debajo de las ropas de la cama, y allí apoyaba el cuaderno donde escribía. Sintió un ruido en el picaporte y escondió el cuaderno debajo de la almohada; dejó caer las rodillas. Había voces en la calle, y una música de pitos y tamboril. Asomó una chica con uniforme de limpieza.

– Pero señorita Tali, ¿no sale al balcón?

– ¿Cómo? -Puso una voz adormilada.

– Que si no se asoma. Llevan un rato bailando las gigantillas aquí mismo debajo; se van a marchar.

– Bueno, ya las vi ayer. Ahora voy, es que me he despertado hace un momento.

– Pues su tía ha preguntado y le he dicho que ya estaba levantada. No vaya a ser que se enfade como el otro día.

– Gracias, Candela, ¿qué hora es?

– Ya han dado las nueve y cuarto.

– Ya me levanto.

Descalza se desperezó junto al balcón. Había cesado la música y se oía el tropel de chiquillos que se desbandaban jubilosamente, escapando delante de las máscaras. Natalia levantó un poco el visillo. A los gigantes se les enredaban los faldones al correr. Perseguían a los niños agarrándose la sonriente cabe-zota para que no se les torciese, y con la otra mano empuñaban un garrote. Las manos era lo que daba más miedo, arrugadas, pequeñitas, como de simio disecado, contra los colores violentos de la cara. El tamboril volvió a tocar mientras se alejaban. Hacia la calle del Sol se dirigían; por donde la riada de niños los iba desviando, en torpes esguinces, de una acera a otra. Detrás, los hombrecitos de la música: uno le daba al tambor y otros se agachaban a recoger perras y pesetas dentro de la boina. Natalia vio venir entre el baru-llo, sorteando chavales, a Mercedes y Julia con otra chica de beige. Se separó del cristal y se puso a vestirse.

– ¡Bruto! -le gritó Mercedes a un niño que iba haciendo estallar fulminantes.

– ¿Qué te ha hecho? -preguntó la de beige volviendo la cabeza. Y vio al niño que escapaba haciendo de avión. mientras Mercedes se miraba la media junto al calcañal.

– Un bestia. Me ha tirado un petardo de ésos. Igual me ha hecho carrera.

– A ver. Carrera no parece. No la dejan a una ni andar. Dichosas gigantillas.

Alcanzaron a Julia, que había seguido andando despacio, y cruzaron la calle las tres juntas. El runrún del tamboril se alejaba con las risas de los niños. La amiga dijo:

– Pues oye, ¿sabes tú quién me ha parecido una chica que venía de comulgar?

– ¿Quién? No sé.

– Goyita.

– Me choca. Lo sabríamos -dijo Mercedes.

– Pueden haber llegado anoche.

– Claro que sí que sería ella -intervino Julia-. ¿Por qué no van a haber llegado? ¿Porque no lo sepas tú? No sé por qué lo tienes que saber todo tú.

La calle era fea y larga como un pasillo. Empezaban a levantarse las trampas metálicas de algunos escaparates y se descubrían al otro lado del cristal objetos polvorientos y amontonados. El dueño de la pañería había salido a la puerta y estaba inmóvil con dos dedos en el chaleco mirando al chico que allí delante, bajo su vigilancia, sacudía en la luz una pieza de tela. Cuando tocaron la acera, las saludó sin moverse con un gesto del mentón. Ellas se venían quitando las rebecas.

– Buenos días, don José.

– Mujer, pues debíamos haber esperado a la salida por si acaso era ella. ¿Como no te fijaste seguro?

– Es que vi cuando se metía en su banco, y luego me la tapaba el púlpito casi del todo.

Llegaron al portal. Se pararon y la amiga bostezó.

– Me he levantado yo hoy con un dolor de cabeza. -Hizo un ademán de irse-. Bueno, chicas…

– Hija, qué prisa tienes.

– Claro; vosotras, como ya habéis llegado a casita…

Mercedes dobló la mantilla y le clavó en la mitad una horquilla dorada. Dijo:

– Súbete a desayunar con nosotras.

– No, no, que ya os conozco y me entretenéis mucho.

– Bueno, y qué tienes que hacer. Que suba, ¿verdad, Julia?

– Claro.

– No, de verdad, me voy, que hoy dijo mi madre que iba a hacer las galletas de limón y la tengo que ayudar.

– Pues vaya cosa, llamamos a tu madre, total no te retrasas más que un ratito. Ni que fuera tanto lo que tiene que hacer.

– Que no, anda, que no empieces. ¿Vais a ir luego por casa de Elvira?

Mercedes se salió del portal y la cogió por un brazo. Se puso a tirar hacia dentro y la otra se deba-tía riendo a pequeños chilliditos.

– Ay, ay, bueno, ya, que me tiras…

– Venga, déjanos en paz, si estás muerta de ganas…

Julia, apoyada en la pared, las miraba sin intervenir.

– Anda, no hagáis el ganso -dijo-. Os mira la gente.

La amiga, ya libre, se arregló las horquillas, sofocada.

– ¿Pero tú ves las trazas que me ha puesto? No debía subir.

Subieron. Iba haciendo remilgos todavía por la escalera.

– Mira que eres faenista. Luego se me hace tarde. Si no fuera por lo bien que se está en el mirador…

De aquel mirador verde decían las visitas que era un coche parado, que allí sabía mejor que en ninguna parte del mundo el chocolate con picatostes.

– Candela, ponga otra taza para el desayuno. Se queda la señorita Isabel. Si está caliente, nos lo trae ya.

La doncella soltó el trapo del polvo y cerró una puerta que daba al pasillo; se veían dos camas a medio hacer. Retiró el cogedor a lo oscuro.

– Ahora mismo.

En la habitación del mirador estaba todo muy limpio. Allí se barría y se quitaba el polvo lo pri-mero. Era grande y estaba separada en dos por un biombo de avestruces. La parte del fondo era más oscura. Había un piano y retratos ovalados. En la consola brillaba un reloj con pastorcitas doradas debajo de su fanal. El mirador quedaba en la parte de acá, que era donde se estaba, donde la radio, el costurero y la camilla, donde la butaca de orejas y la lámpara en forma de quinqué. Era un mirador de esquina. Tenía en la pared un azulejo representando el Cristo del Gran Poder, de Sevilla, y debajo un barómetro.

– Siéntate, Isabel.

Isabel se había quedado de pie junto a la camilla cubierta de tela rameada. Dijo:

– Nosotras ya hemos puesto las faldillas de invierno. Dice mamá que estas de cretona le dan un poco de frío por las tardes.

– Pues sí. Temprano empieza, con lo bueno que hace. Si hace calor…

– Ya; es que es una friolera, ¿mi madre?, uh, algo de miedo.

– Pues lo que es aquí hasta dentro de veinte días por lo menos, ¿verdad?, no sacamos la ropa de la naftalina. Es llamar al mal tiempo. Pero siéntate, mujer. Yo ahora mismo vengo.

Julia miraba a la calle a través de los cristales. Se volvió un instante hacia su hermana.

– Toma, llévame el velo y la chaqueta si vas para allá.

– Sí, voy un momento a ver qué hace Natalia.

Isabel se sentó. Se puso a mirar un pequeño folleto de papel anaranjado con orla de estrellitas que estaba abierto en el costurero: (Día doce-Inauguración de la feria. A las nueve, dianas y alboradas. Las populares gigantillas recorrer n la ciudad. A las once, solemne misa cantada en la Santa Basílica Catedral con asistencia del Gobierno Civil y otras autoridades. A la una…). Lo cerró y se puso a hacer con él un cucurucho. Se curvó el dibujo de un banderillero que aparecía en la portada de atrás y las letras del anuncio (Coñac Veterano Osbor…).

– Y a mí que este año no me parece que estemos en ferias.

Julia no se volvió ni dijo nada. Daba el sol en la casa de enfrente, en unos escudos que tenía la piedra. Isabel vino y se acodó a su lado; le pasó un brazo por los hombros.

– Qué callada estás, mujer.

– Sí, no sé qué me pasa, estoy como dormida.

– La viudita del Conde Laurel.

Delante del mirador se ensanchaba la calle en una especie de plazuela triangular. Había un coche de línea con el motor en marcha y lo rodeaban algunas mujeres de oscuro que hablaban con los viajeros por las ventanillas abiertas. Auparon a una niña para que le diese un beso a uno de los de dentro. En un cartel que había arriba, sujeto a la baca, ponía los nombres de los pueblos.

– Porque tu novio no viene ese año a las ferias, ¿no?

Julia se encogió de hombros y puso un gesto de fastidio.

– Hija, no sé. Que haga lo que quiera.

– ¿Qué es? ¿Que estáis reñidos?

– No, no es que estemos reñidos. Estamos como siempre.

– ¿Entonces?

– Estamos siempre medio así -dijo Julia haciendo un gesto de desaliento con la mano-. Por las cartas se entiende uno tan mal…

– Desde luego. Los noviazgos por carta son una lata. Ya ves lo que me pasó a mí con Antonio. Dos años, y total para dejarlo.

Julia se puso a morderse un padrastro, con los ojos bajos. Se le empezaron a caer lágrimas en la mano.

– Claro que fui yo la que le dejé. Me aburrí de esperar, hija, y de calentarme la cabeza. Con un chico de fuera, todo lo que no sea casarse en seguida… ¿Pero qué te pasa, mujer, estás llorando?

Había bajado la barbilla hasta apoyarla en el pecho y lloraba con los ojos cerrados. Cuando oyó la pregunta de Isabel y sintió que la presión de su brazo se hacía más estrecha, se tapó la cara con las manos.

– Es que si vieras lo cansada que estoy -dijo con la voz ahogada-, si vieras… ya no puedo estar así.

De pronto levantó la cara y se limpió los ojos bruscamente.

Dijo con urgencia, sin volver la cabeza.

– ¿Viene Mercedes?

– No. ¿Por qué?

– No le digas nada de esto…, si no te importa.

– No, mujer. Descuida. Pero dime, ¿qué es lo que te pasa?

– Nada.-La voz se le había vuelto más tranquila-. Que nos entendemos mal, que me vuelve loca en las cartas, con las ventoleras que le dan de que le quiero poco, y siempre pidiéndome imposibles, cosas que yo no puedo hacer. Que no se hace cargo… Fíjate: por ejemplo, se enfada porque no voy a Madrid. Si mi padre no me lleva, ¿qué querrá que haga yo? Pues con eso ya, que no le quiero.

– Ah, eso siempre, eso todos. ¿Por qué te crees tú que reñimos Antonio y yo? Pues por eso, nada más que porque no me daba la gana de hacer lo que él quería.

– No, si nosotros no creo que terminemos. Si me quiere mucho.

– Tú, de todas maneras, no seas tonta, no te dejes avasallar. Yo por lo menos es lo que te aconsejo. Si te pones blanda es peor. ¿Que riñes? Pues santas pascuas. Ya ves yo, me pasé un berrinche horrible. Acuérdate, la primavera pasada, que ni ganas de ir al cine tenía; pero luego se alegra una, yo por lo menos…

Se oyó un chirrido cercano y luego las tres campanadas de menos cuarto en el reloj de la Catedral. Julia tenía los ojos fijos en la baca del coche de línea atestada de bultos y cestas.

– Si pudiera venir por lo menos un día o dos, ahora por las ferias. Hablando es otra cosa. De cartas se harta una, cuando te contesta a una de enfadada, ya ni te acuerdas de por qué era el enfado, porque a lo mejor ya has recibido luego otra suya, y estás contenta. Te aburres de escribir, te aseguro…

– Pero ¿y cómo viene tan poco a verte? ¿No puede?

– No. Siempre tiene cosas que hacer. Ya te digo, dice que es más lógico que vaya yo, que a él aquí no se le ha perdido nada, y que en cambio yo allí podría hacer muchas cosas y que sé yo qué. Ayudarle, animarle en lo suyo aunque sólo fuera.

– Pero y tú, ¿cómo vas a ir, mujer?

– No. Eso no. Podría ir a casa de los tíos como otras veces que me he estado meses enteros. Pero bueno es mi padre. Como que me va a dejar ahora, como antes, sabiendo que está él allí.

– Y É1 ¿qué hace? ¿Cosas de cine, no?

– Sí.

– ¿Es director?

– No, director no. Ha estudiado en un Instituto de Cine, que les dan el título y tiene mucho porvenir, una cosa nueva. É1 escribe guiones, los argumentos, ¿sabes?, o por ejemplo para adaptar una novela al cine. Porque tienen que cambiar cosas de la novela. No es lo mismo. Cambiar los diálogos y eso. Pero también hace él argumentos que se le ocurren.

– Sí-resumió Isabel-. Son esos nombres que vienen en las letras del principio de la película.

– Sí. Lo que pasa con ese trabajo es que hay que esperar mucho para colocar los guiones y ver mucha gente; conocer a unos y otros. Pero luego, cuando se tiene un nombre, ya se gana muchísimo, fíjate.

Julia hablaba ahora con cierta superioridad y la voz se le había ido coloreando.

– Y documentales y todo. Teniendo suerte…

Las cestas se bambolearon en el techo, cuando el coche de línea arrancó. Dobló la esquina y llegaron al mirador algunas voces agudas de adiós. Las mujeres de luto se quedaron quietas un momento hasta que ya no lo vieron. Luego se dispersaron lentamente.

– Pues Mercedes decía que os casabais este año que viene para verano, ¿no? ¿No te estabas haciendo ya el ajuar?

– Sí. Me lo estoy haciendo a pocos. Ya veremos. A él todo esto de ajuar y peticiones y prepara-tivos no le gusta. Dice que casarse en diez días, cuando decidamos, sin darle cuenta a nadie. Ya ves tú.

– Uy, por Dios, qué cosa más rara. Lo dirá de broma.

Entró Candela con la bandeja del desayuno, y la puso en la camilla. En el pasillo, Mercedes estaba discutiendo con Natalia, sin entrar.

– Mentira, no has desayunado. En la cocina no hay ninguna taza sucia. Te vienes al mirador con nosotras, por Dios, qué manía de estar siempre en otro lado, como la familia escocida.

Isabel y Julia se volvieron y se sentaron a la camilla.

– No le digas a Merche que estaba triste y eso -dijo Julia de prisa en voz baja, mirando a la puerta-. Son cosas que se dicen por decir, que unos días te levantas de mejor humor que otros. Como ella a Miguel no le tiene mucha simpatía…

– Por favor, mujer, qué bobada, yo qué le voy a decir.

– No te vayas a creer que no le quiero por lo que te he dicho. Yo no le cambiaba por ninguno.

– Pues claro.

– Es que ella siempre está con que no le quiero. A lo mejor a ti también te lo ha contado, se lo dice a todo el mundo.

Entró Mercedes. Natalia entró detrás.

– Buenos días.

Vio el rostro de la chica de beige. No sabía si la conocía o no. Se parecía a otras amigas de las hermanas. Todas le parecían la misma amiga.

– ¿Conocías a Natalia?

Isabel miró el rostro pequeño, casi infantil.

– Pues creo que la he visto alguna vez en la calle, de lejos. Me parecía que era mayor. ¿Cómo estás?

– Bien, gracias -dijo ella, bajando los ojos.

Cogió el programa de las ferias y con una tijera de bordar le empezó a hacer dientes y adornos por todo el filo meticulosamente. Las briznas de papel se le caían en la falda.

– También es raro, ¿verdad?, que nunca nos hayamos conocido, con tantas veces como vengo a vuestra casa.

– ¿Esta?-la señaló Mercedes con el pitorro de la cafetera-. No me extraña; si nosotras la conocemos de milagro. Esto es más salvaje…

Isabel se sonreía, sin quitarle ojo. Detallaba las cejas espesas, los grandes ojos castaños.

– Uy por Dios, ¿no oyes lo que dicen? ¿A que no es para tanto?

– Me da igual. No, no me pongas café. Si ya he tomado.

– Bueno, pero estáte quieta con esas tijeras, ¿qué estás haciendo? Lo pones todo perdido de papelines.

– Ah, mira, las tijeritas pequeñas -dijo Julia-. Las estuve buscando ayer. Luego me arreglas un poco las uñas, ¿eh, Isabel?

– Sí, mujer, encantada. Pero tengo que llamar a mi madre. ¿Vas a ir al Casino a la noche?

– Creo yo que daremos una vuelta. ¿Tú qué dices, Julia?

– A mí me da igual. Total, está siempre tan ful.

– Sí, es verdad, no sé qué pasa este año en el Casino. Y cuidado que la orquesta es buena, pero no se.

– La mezcla -saltó Mercedes con saña-. La mezcla que hay. Decíamos de la niña del wolfram. La niña del wolfram, la duquesa de Roquefeller, al lado de las cosas que se han visto este año. Hasta la del Toronto, ¿para qué decir más?, si hasta la del Toronto se ha vestido de tul rosa. Y por las mañanas en el puesto. Así que claro, es un tufo a pescadilla…

– No, y que hay demasiadas niñas, y muchas de fuera.

Pero sobre todo las nuevas, que vienen pegando, no te dejan un chico.

Isabel, al decir esto, volvió a mirar a Natalia y le sonrió.

– Sí, vosotras, vosotras, las de quince años sois las peores.

Ella desvió la vista.

– A ésta la pondréis de largo.

– No quiere.

– ¿Que no quiere? Será que no quiere tu padre, más bien.

– No. Soy yo, yo, la que no quiero-aclaró Natalia con voz de impaciencia.

– Hija, Tali, no hables así. Tampoco te han dicho nada. ¡Jesús!-se enfadó Mercedes.

– Bueno, es que es pequeña. Tendrá catorce años.

– Qué va. Ya ha cumplido dieciséis. Ella que se descuide y verá. De trece años las ponen de largo ahora. Pero se ha emperrado en que no, y como diga que no… Fíjate, si ya le había traído papá la tela para el traje de noche y todo, aquella que trajo de Bilbao, ¿no te la enseñé a ti?

– Uy, mujer, pues qué pena. ¿Es que no te hace ilusión?

– Tiempo tiene. Dejarla -dijo Julia, y Tali la miró con agradecimiento-. Tiempo de bailar y de aburrirse de bailar. Precisamente…

– Dieciséis años no los representa, desde luego. De todas maneras, cuánta distancia entre vosotras. ¿O es que hubo hermanos en medio?

– No, sólo uno que nació muerto. Y desde ése hasta Natalia, nueve años.

Mercedes se quedó mirando a Julia y le pesó el silencio que se hizo. Sabía que Isabel podía estar calculando los años de ellas.

– Mamá murió de este parto, ¿lo sabías, no? Eso de los partos qué horrible, ¿verdad? -dijo aprisa -. Menos mal que ahora se muere menos gente.

– ¿Qué es, que padecía del corazón?

– Sí. Del corazón. No llegó a conocerla a ésta.

– Gracias a tu tía. Es un sol vuestra tía, es como madre, ¿no?

– Fíjate.

Natalia se quitaba uno por uno, a pequeños pellizcos, los pedacitos de papel pegados a la falda. Siempre que estaba ella hacían las mismas preguntas y contaban las mismas historias. Siempre este largo silencio después de que se nombraba a mamá. Este ruido de cucharillas. Hoy cogería la bici y se iría lejos. Hoy iba a hacer muy bueno.

– ¿Esta mermelada es la de pera?

– Sí, la ha hecho tía Concha.

– Os sale mejor que en casa. La de casa está demasiado espesa, empalagosa; no sé en qué consiste.

– Ya ves tú. Y es la receta igual.

– Pues yo creo que sí, voy a ir esta noche al Casino -decidió Isabel-. Lo que es que me tendría que lavar la cabeza. Se me pone en seguida incapaz. Ya se me ha quitado casi toda la permanente.

Se exploraba el pelo con los dedos, por mechones. Julia acercó su silla y se lo tocó por detrás.

– A ver. Con Dop. Nosotras tenemos Dop; ¿por qué no te la lavas aquí?

– No. Ir‚ a la tarde a la peluquería. Oye, que todavía no he llamado a mi madre, ¿qué hora es, tú?

Mercedes abrió las hojas del mirador y se asomó, inclinando el cuerpo hacia la izquierda. Se veía, cerrando la calle, la torre de la Catedral y la gran esfera blanca del reloj como un ojo gigantesco.

– Menos tres minutos -dijo metiéndose-. Me vuelve a atrasar.

Y adelantó su relojito de pulsera, sacándole la cuerda con las uñas, cuidadosamente.

DOS

Llegué hacia la mitad de septiembre, después de un viaje interminable. El tren tuvo dos averías, la segunda pesada de arreglar, ya a pocos kilómetros de la llegada, en medio de unos rastrojos, y en ese rato, que fue largo, se puso el sol y me dio tiempo a terminarme los pitillos. Había sido una tarde de mucho calor. Salí al pasillo. Un pastor inmóvil estaba mirando los vagones con las manos apoyadas en su palo y algunos de los borregos que se habían quedado por el sol tenían una sombra grotesca y movediza de patas muy largas. La sombra de algún perfil o un brazo de los viajeros asomados se movía también sobre la tierra. En el límite, a cosa de un kilómetro, vi unos pocos llanos y, apenas levantadas del sembrado, las casas de un pueblo chico. A un muchacho pecoso que andaba por allí con tirador en la mano le llamaron desde una ventanilla, le preguntaron que si podía traer unas gaseosas. (Mande, ¿es a mí?) (Unas gaseosas, digo, o algo para beber.) No respondió y se echó a correr por el sendero del pueblo. Los viajeros, aburri-dos, empezaron a bajarse a la vía, y se formó desde la máquina a los vagones de primera una especie de paseo provinciano. El padre de una chica de rosa, que iba en mi departamento, se encontró con un amigo; se pusieron a lamentarse de no haberse encontrado en todo el trayecto. El de mi departamento venía de San Sebastián, decía que la mujer y los hijos se pasaban todo el santo día inventando gastos y diversiones. De tiendas y de meriendas y de cines. Uno que papá veinte duros, otro que nos vamos en bici a Igueldo, otro que venía tarde a cenar… (Y cuando llovía, no sabías dónde meterte con aquel gentío. Ni sitio para sentarse a leer el periódico. En el hotel te comían las moscas, en el café una cocacola diez pesetas, los cines abarrotados… Él Iba contando estas cosas con los dedos, disparándolos al aire sucesivamente en firmes sacudidas, empezando por el pulgar. Sacaron las petacas y fumaron. El otro señor había estado en un balneario y decía que allí se comía muy bien y que era vida tranquila y sana. Le preguntó que si ve-nían en segunda. (Sí. No encontramos primera con las dificultades de última hora. Ahí, en ese vagón, donde está asomada mi chica.:) La chica de rosa miraba hacia el pueblo con ojos de aburrimiento; el amigo de su padre puso un gesto ponderativo al volverse hacia arriba y mirarla, dijo que era muy guapa, que no se acordaba de ella. (Goyita, este señor es don Luis, el del almacén de curtidos. (Encantada. Son-reía al decir), con los labios estirados. (Vaya, y qué, ahora a hacer estragos en las fiestas del Casino, ¿eh?, ¿o ya tienes novio tú?) (¿Ésta?, ¿novio? A buena parte va. Más le gusta bailar con unos y con otros. A ésta con novio, la mataba, fíjese. La mataba.:) (Hace bien, ya lo creo, en divertirse todo lo que pueda. Ju-ventud, divino tesoro. A ti te tengo que presentar yo a mi hijo el mayor, el que estudia Derecho. Menudo elemento también para eso del baile. A lo mejor lo conoces.:) Ella hizo un gesto ambiguo con la boca. (No sé. A lo mejor.:)

Me fui adonde la máquina, a curiosear la avería. Volvió el muchacho pecoso con un hombre ves-tido de pana y traían un burro cargado de sandías; se pusieron a venderlas entre la gente que tenía sed. Fue un acontecimiento y todos compraron; pedían dinero los niños a sus padres y los que se habían que-dado en el tren encargaban a los de abajo que les comprasen. Me dio la impresión de que era como una gran familia de viajeros y que todos o casi todos se conocían. Yo también compré.sandía, que la vendían por rajas gordas, y cuando volví a subir al departamento me goteaba el zumo por la barbilla. La chica de rosa se había puesto a hablar con otra vestida de rayas con escote muy grande en el traje, y estaban con-trayendo una súbita y entusiasta amistad. La de rayas venía en primera, pero se sentó allí. (Me he tirado un viaje) decía. (Todos viejos. Si sé me vengo aquí contigo.) Era de Madrid y venía a pasar las fiestas a casa de un cuñado. La otra chica le explicaba con orgullo y suficiencia cómo eran las fiestas y le ofrecía presentarle a gente y llevarla con ella y sus amigas a los bailes de noche. Hablaban cada vez en tono más íntimo de cuchicheo y me empezó a entrar sueño. La chica de Madrid llevaba sandalias de tiras y las uñas de los pies pintadas de escarlata, la de rosa tenía medias. Con el topetazo de la máquina nueva que traje-ron de la ciudad, volvía a abrir los ojos. Cantaban los grillos furiosamente. El pastor había atravesado la vía y se alejaba lentamente con su rebaño disperso. Había cedido el calor de la tarde y las voces sonaban más animadas y despiertas, como liberadas. Las personas subían al tren en grupos, bromeando, y traían el rostro satisfecho. Se metían en sus departamentos igual que cuando se entra en el vestíbulo en los entre-actos del teatro. (Bueno, hombre, bueno. Parece que ahora va de veras.)

Cuando volvió a arrancar el tren cerré otra vez los ojos. Pensaba que entre el retraso y eso de las fiestas lo más seguro era que no estuviera nadie en la estación a esperarme. Casi me iba a dormir del todo, cuando oí decir a alguien en el pasillo que ya se veía la Catedral, y salí. Todavía algunas nubes oscuras de la puesta de sol, que había sido violenta y roja, estaban quietas tiznando el cielo como rasgones. Vi el per-fil de unas torres y los filos de muchos tejados coloreados, calientes todavía. Brillaban los cristales de los miradores y empezaban a encenderse bombillas poco destacadas en la tarde blanca. El río no lo vi. Luego el tren se metió entre dos terraplenes y pitó muy fuerte. Toda la gente estaba sacando los equipajes al pasillo.

Efectivamente, nadie había venido a esperarme. Me detuve un rato en el andén, mirando a todos lados entre las personas que se movían llamándose por sus nombres, pero a mí ninguna se dirigió. Apenas me había separado de las escalerillas por las que bajé del tren y la gente al salir me tropezaba. En dos gru-pos más allá, las chicas de mi departamento se habían reunido con sus respectivas familias y se saludaban entre las cabezas de los otros. (Adiós, mona, te llamaré:), dijo la de Madrid agitando el brazo mientras alguien la tenía abrazada. (¿Quién es esa chica?), le preguntó a la otra una señora que me estaba rozando. (Yo qué sé, mamá, de Madrid.) (Pues va hecha una exagerada).

– Aquí está usted estorbando el paso; haga el favor-me dijo un maletero.

Eché a andar, ya de los últimos, y dejé mi maleta en la consigna. La estación era un gran cobertizo antiguo y chocaba la luz de neón del puesto de periódicos. Estaban haciendo reformas. Para salir había que dar un rodeo entre sacos de cemento, pisando la tierra del campo. Afuera, en una plazuela con jar-dines, me quedé dudando sin saber lo que haría.

– ¿Quiere coche, señor? A domicilio.

Me hablaba un hombrecito muy feo con chaqueta de cuero. Me empujó a un pequeño autobús que tenía su entrada por la trasera y dos bancos a los lados de un pasillo muy estrecho Estaban totalmente ocupados y mi llegada produjo miradas de protesta. Me quedé de pie un poco encorvado para no darme con la cabeza en el techo.

– ¡Correrse para allá!-gritó el hombre, haciendo el ademán de empujar a la gente con las manos -. ¡Vamos completos!

– Aquí no hay sitio para mí-dije yo, tratando de baiarme.

– ¿Cómo que no hay sitio?-se enfadó el hombre.

Había subido al pasillo y estaba contando en voz alta los viajeros.

– Son trece, hay un sitio; tiene que caber este señor. Hágase para allá, señora, quiten ese bolso. A ver si nos vamos.

Por fin me pude sentar de medio lado, sin hundirme mucho, teniendo en las rodillas mi pequeño maletín. El hombre se había bajado. pero antes de cerrar la portezuela volvió a meter la cabeza. Yo ocupaba el último asiento, junto a la entrada.

– Oiga, se me olvidaba, ¿usted, adónde va?

– ¿YO…?-vacilé un momento-. Pues, al Instituto.

Adelantó un poco más el cuerpo y en la penumbra vi su gesto de incomprension.

– ¿Adónde dice?

– He dicho al Instituto. Instituto de Enseñanza Media -pronuncié con toda claridad.

– Y eso, ¿por dónde cae?

– Si, hombre, cerca del Rollo-intervino alguien-. Al final de la cuesta de la cárcel.

Algunos viajeros empezaban a estar impacientes.

– Venga ya, hombre, ¿nos vamos o no?-protestó otro.

– Bueno, llevaremos primero a los del centro. Cuidado, que cierro ¡Tira, Manolo!

El motor sonaba ya muy fuerte y el coche se estremecía sin moverse. Volvió a sonar con dos o tres intervalos y por fin arrancó. A una señora que iba a mi lado le di con una esquina del maletín contra las rodillas.

– Dispense.

Me miró con un resoplido. Era gorda; la falda estrecha llena de arrugas tirantes de muslo a muslo. Se había sacado los zapatos por el talón. Miré a la portezuela. El hombre de la chaqueta de cuero se había quedado de pie sobre el estribo y viajaba allí, de espaldas a las calles que íbamos atravesando, como un timonel, sujeto a la ventanilla abierta. En el espacio que su cuerpo no tapaba, por los lados de esta venta-nilla trasera, se recogía la luz de la calle, se veían desaparecer puertas, paredes, letreros, algunos transeúntes.

Bajábamos, me pareció, por una avenida de casas pequeñas, alguna con un trozo de jardín; sólo veía la parte baja. Saltaba el autobús sobre los adoquines del empedrado, tocando la bocina En un cierto punto torcimos bordeando un parque con olor a churros fritos, y desde entonces se empezó a oír más ruido y a ver más gente. Bares y escaparates, coches y alguna moto. Eran calles estrechas y el coche iba despacio renqueaba arrimándose a la acera. Tocaba sin cesar una bocina antigua con ladrido de perro. Más allá los bocinazos del coche coincidieron con risas jóvenes y sobresaltadas, y por los lados del hom-brecillo que iba en el estribo vi grupos de gente. Un señor se agachó y sacó la cabeza por la ventanilla. (¡Qué bonito lo han puesto este año!), dijo. Yo también miré. Había unos arcos de bombillas encendidas formando dibujos rojos y verdes encima de una calle ancha. En aquella calle el autobús se paró varias veces. Se llamaba la calle de Toro. El hombre saltaba del estribo a cada parada y abría la portezuela.

(¡Toro, veintiséis!) (¡Toro, cincuenta!:) Metía la cabeza para avisar y, a la luz de una bombilla que se encendía en el techo, todos mirábamos los bultos de los viajeros que se levantaban y salían. Las conver-saciones de dentro se hacían entonces un poco patentes, debajo de la débil luz del techo, como si sólo se hubieran revelado unos segundos, a guiños, de tan bisbiseadas, y los que estábamos callados nos soste-níamos la mirada de banco a banco, o la dirigíamos hacia arriba porque se oían en la baca los pasos vigorosos de una persona que levantaba y revolvía maletas. (¡Esa no es! ¡Esa marrón!) gritaban desde la calle los que habían salido. Y se destacaban las voces sobre los murmullos de risas y de pasos de la gente que paseaba allí afuera.

En una de estas paradas vi a la chica que venía de Madrid. Le vi la nuca, vuelta a otra persona. Hablaba de la amiga que se había echado en el viaje: (…una tal Goyita Lucas, dice que me va a presentar a amigas suyas…:) (Uy por Dios, mona. ¿Te fijaste en la rebeca rosa que traía de manga corta? Y el pelo largo así, con muchas horquillas y como mal rizado, ¿no sabes?) (…bueno, mujer, pero a ti que te meta en una pandilla de chicas jóvenes. No has tenido poca suerte ahora en ferias, con el barullo que hay.) (No es que fuera fea del todo, pero nos‚ cómo explicarte. Era también por el niño…), (…poco con el niño…), (…poco por el niño…) (…no, si no era antipática. Cursi, pero simpática:). (…simpática…:), (…antipá-tica…). Otra vez arrancamos. Otra vez parar. Me dormí con la cabeza apoyada en la pared de la izquierda.

Cuando abrí los ojos, ya se habían bajado todos los viajeros y el hombre del cuero estaba sentado enfrente de mí, junto a la cabina del chófer. Aparté el maletín y me incorporé. Se oían cánticos y campanas.

– ¡Rodea por la calle Antigua! -dijo el hombre.

Me volví hacia la ventanilla y saqué la cabeza. El coche había frenado a la entrada de una pla-zuela. Era una procesión. Pasaban mujeres en fila con velas encendidas; las llevaban separadas obli-cuamente para que la llama no les prendiese en el velo. Empezaba a oscurecer. Cantaban. Entraban a cantar cada una un poquito m s tarde y levantaban un conjunto de voces confusas e incomprensibles. Algo era del Redentor; a medida que unas se alejaban, las que venían detrás se habían cambiado a la estrofa anterior del cántico, y la traían reciente, como si a las otras se les hubiese desmayado y ellas la vinieran recogiendo. Una niña que iba de la mano, embobada mirando los monaguillos, se tropezó con una aleta de nuestro coche y se echó a llorar a grandes gritos.

– ¿Qué? ¿Echó usted un sueñecito?

– Sí, señor. Ya veo que se ha quedado esto vacio. ¿Me falta mucho para llegar?

– No, ya muy pocos. Si no hubiera sido por la procesión, habríamos salido más derecho.

Me pasé las manos por el pelo, me estiré los puños de la camisa.

El coche reculó. Pasaban cuatro señores de luto agarrando cintas de estandarte. Enfrente vi la iglesia y siluetas de niños en el campanario, con las piernas hacia afuera, contra la piedra, mirando abajo, hacia las primeras figuras de la procesión, que ya se metían por la gran puerta. Volteaban con fuerza las campanas.

– Pues si, hombre, sí. ¿Viene a pasar las ferias?

Salimos a otra calle solitaria. El hombre se había reclinado a lo largo del banco de enfrente, apoyándose sobre un codo, y se sujetaba la cara con la palma de la mano. Me estaba mirando. Yo le dije que sí con la cabeza. De pronto bajó las piernas y se corrió hasta quedar sentado justo enfrente de mí. Me dijo de plano, confidencial:

– Ya sabrá que pasado mañana no torea el monstruo. Sus ojos pillaban de frente los míos.

– ¿Cómo dice? Ah, no. No sabía nada.

– Le han cogido en la segunda de Alicante. Pronóstico reservado, siempre dicen lo mismo. Total, que con tan pocos días para ponerse bueno, ya ver usted como no viene a ninguna. Nos hundieron las corridas.

Yo hice un vago gesto de condolencia y escapé con los ojos a otra parte. Sin mirarle, le oía con mayor libertad.

– …Y que no hay que darle vueltas. El que animaba el cartel de este año era él. Aparicio, ¿qué pinta?, ¿no le parece?

– Claro.

Subimos por una cuesta muy empinada. Parecía que el auto se iba a escurrir para atrás. No podía. Metió la segunda. El hombre me preguntó que si era extranjero y me pareció como si hubiese estado pensando en hacerme esta pregunta desde que empezó a hablar conmigo. No sabía si decirle que sí o que no. Por fin le dije que no. Luego se hizo una pausa y la aproveché para preguntarle lo que le debía. Habíamos llegado a la cima de la cuesta y atravesado una avenida. Andábamos ahora sobre un terreno sin pavimentar y el coche daba tumbos igual que si anduviera sobre los surcos de un sembrado. De pronto se paró. El chófer se volvió de perfil y dijo:

– Debe ser ese primer edificio que hay detrás de la tapia.

Si a este señor no le importa, le dejamos aquí sin llegar a la puerta. Lo digo porque luego es peor para que demos la vuelta, señor Domingo, que está esto muy malo.

Yo dije que me daba igual. Esperé a recibir el dinero que me devolvía el hombre, y luego cogí mi maletín y me bajé e aparté a la escasa acera, al lado de una mujer que vendía caramelos, y esperé allí la maniobra que hacía el coche para dar la vuelta.

– Avíseme cuando llegue con las ruedas de atrás a la pared, haga el favor -dijo el chófer, sacando la cabeza. Se lo avisé. Se nos echaban encima a la mujer y a mí. Luego, cuando ya se iban, me dijeron adiós con la mano.

Eché a andar. Vi, a la derecha, la tapia de que habían hablado. Para llegar a ella, tuve que atravesar un puente debajo del cual pasaban las vías del ferrocarril. La tapia, que se iniciaba justamente a conti-nuación, era un paredón altísimo y muy largo, y sólo al final tenía acceso por un pequeño hueco cuadran-gular sin puerta que lo cerrase. La franqueé y entré a un patio grande y absolutamente desnudo, como el de una cárcel. Al fondo, a unos cien metros, estaba la fachada del Instituto.

Era de piedra gris, sin ningún letrero ni adorno, y tenía solamente tres ventanales uno encima de otro y encima, a su vez, de una puerta demasiado pequeña hacia la cual iba avanzando. Todo estaba arrin-conado en la parte de la izquierda, de tal manera que por el otro lado sobraba mucha pared. Chocaba la desproporción y la torpeza de aquella fachada que parecía dibujada por la mano de un niño. No había nadie. Graznaban en el tejado unos pájaros negros.

Me detuve en la puerta. Estaba entreabierta y no tenía timbre ni indicación alguna. Traté de empujarla, pero cedía con dificultad, y entré por la abertura que tenía, que era suficiente. Apareció una escalera blanca y una mujer que la estaba fregando, arrodillada en los primeros peldaños, de espaldas a mí. Me asusté un poco al vislumbrar, inesperadamente, el bulto de su cuerpo, porque todo aquello estaba bastante oscuro.

– Buenas tardes, señora.

Volvió la cabeza.

– ¿Es aquí el Instituto?

– ¿El Instituto? Sí. Aquí.

Me miraba fijamente. Yo le di las gracias y empecé a subir la escalera, pisando por encima de unos periódicos que había puesto en los escalones recién humedecidos. Cuando estaba llegando al primer piso y ya no la veía, oí su voz desde abajo, llamándome.

– Oiga…, señor…, usted.

Me asomé por el hueco, apoyándome en la barandilla.

– ¿Qué? ¿Me llamaba a mí?

Alzó la cabeza en la penumbra, sin incorporar su cuerpo, como si aquella postura de estar agachada, con las manos y las rodillas sobre el suelo, fuera en ella normal e inevitable. Dijo:

– No hay nadie arriba.

– ¿Nadie?-repetí yo.

Y miré para arriba muy desconcertado. Vi en el primer piso una puerta de cristales cerrada, con un papel pegado a la izquierda, como de horarios o con algún aviso. Blanqueaba vagamente este papel al res-plandor de una sucia bombilla encendida en lo alto de la puerta. También de más arriba, de una claraboya del techo con algunos cristales rotos, bajaba todavía una última y apagada claridad que se difundía por todo el hueco de la escalera. Esta luz y la de la bombilla luchaban débilmente, sin anularse.

– Pedro se ha ido hace un rato-añadió la mujer-. ¿Buscaba usted a Pedro?

Empecé a bajar despacio la escalera, tras una breve vacilación.

– ¿Pedro? No sé quién es. Pero tendrá que haber un bedel, o alguna persona.

Había llegado de nuevo abajo.

– El bedel es Pedro. Pero es que ya es muy tarde. Mañana empiezan los exámenes de los libres.

– Entonces, ¿la residencia del Instituto no es aquí?

La mujer se incorporó un poco. Se secó las manos con el delantal.

– ¿Qué residencia dice? A ver si viene equivocado. Aquí es el Instituto.

– Sí, de acuerdo. Pero yo digo la residencia de los profesores, creí que estaría en el mismo edificio. El sitio donde viven los profesores y los alumnos que no sean de aquí-aclaré impaciente ante sus ojos de asombro.

– No sé qué decirle. No he oído nada. Yo creo que viven todos en sus respectivas casas. Pero venga mañana y Pedro se lo dirá.

– Está bien. Muchas gracias.

– De nada.

Ya me iba. Salía por la puerta y me volví. -Oiga, perdone. ¿Sabe usted a qué hora suele venir el director por las mañanas?

No se había vuelto a agachar y me había seguido con los ojos, como si esperara verme entrar de nuevo. Dijo, inflando solemnemente la voz.

– El director se ha muerto.

– ¿Cómo? ¿Don Rafael Domínguez?

– No sé decirle cómo se llamaba de apellido.

– Pero, ¿está usted segura?-le busqué los ojos para cerciorarme-. Será hace pocos días.

– Cinco días hace. Bien segura estoy.

– ¿Vivía él en la calle del Correo?

– Sí, señor. En el doce. Fui yo a llevar un recado a la casa, y en ese momento, lo sacaban. Dijo (lo sacaban) con tono estremecido y lastimoso; como si se gozara evocando el fúnebre cortejo. Luego me miró a mí, maternalmente.

– ¿Era pariente suyo?

– No, no… ¿Correo doce, ha dicho usted?

– Doce, sí, señor.

– Adiós, se lo agradezco.

Salí al patio, bordeé la tapia, llegué de nuevo al puente del ferrocarril. Allí me detuve. Los muros de aquel puente eran de cemento deteriorado, no mucho más bajos que yo. Apoyé la barbilla en el borde. Vi las traseras de las casas que daban a la vía, en lo alto de un terraplén escurridizo, las ventanas abiertas y encendidas. Ventanas de cocina. Prepararían la cena. Era un barrio de casas pobres. Por las ventanas salían voces agudas, de mujer. Fui siguiendo las vías rectas y solas hasta que se me perdían de vista, juntándose allá en el campo. El campo se adivinaba desdibujado, bajo las nubes oscuras que todavía no se habían fundido con la noche.

Oí acercarse un tren. Me lo sentí llegar vertiginosamente por la espalda, y me quedé muy quieto esperándolo. Luego lo vi aparecer debajo de mí y alejarse estruendosamente con sus vagones retem-blantes y me escupió a la cara una bocanada de humo denso y rojo. Cerré los ojos. Todo el puente se había quedado retumbando. Cuando los abrí, el tren ya iba muy lejos con su luz encarnada. Una pareja de novios se había acodado junto a mí y miraban alejarse el tren con las caras muy juntas, los brazos cruzados por detrás, extasiados. (Es el de Portugal, ¿sabes, mi vida?) Ni me habían visto. Les tuve envidia.

Me separé de allí y me di cuenta de que estaba muy fatigado, de que necesitaba encontrar una pensión cualquiera para dormir aquella noche.

TRES

La chica de Madrid que venia a pasar las fiestas a casa de un cuñado, hablaba de su veraneo en San Sebastián con descuido y confianza. Decía San Sebas.

– Mira que no haberte visto, mujer, en San Sebas; si allí nos conocemos todos. ¿Qué plan hacías tú? ¿Ibas al Cristina?

Goyita le envidiaba aquella desenvoltura. Ella otros veranos había ido a un pueblo de Ávila, donde tenían familia, y este año de San Sebastián se traía una impresión pálida y sosa que ahora, al hablar con su amiga del tren, la desazonaba. Le parecía que no había estado allí, que se venia sin conocer la ciudad excitante y luminosa que le descubrían las palabras de la otra.

– ¿Al Cristina, cómo? ¿Al Hotel Cristina?

– Sí, a las fiestas de tarde y de noche. Es lo único que se pone un poco medio bien.

– No, yo no he ido. Habría que vivir allí, me figuro; no sabía que dieran fiestas. ¿Estabas tú en el Hotel Cristina?

– Sí, claro. Creí que te lo había dicho. -¿Tú?

– No. Nosotros no. Nosotros en la Pensión Manolita, una que hay en la calle de Garibay, que tiene dos tiestos en la puerta.

La chica de Madrid era rubia y llevaba el pelo muy corto peinado con flequillo a lo Marina Vlady. Decía que era más cómodo así para nadar. Hablaba de yates y de pesca submarina, de esquís acuáticos. Goyita no sabia nadar; se sentía a disgusto recordando el trocito de playa donde tenían ellos el toldo, un triángulo de arena limitado por piernas desnudas, por bolas de Nivea y bañadores; sus baños ridículos en las primeras olas junto a los niños de cinco años que echan barquitos, los gritos de júbilo cuando el agua le salpicaba más arriba de la cintura. Quería cambiar de conversación, salvar algo de su veraneo, que no se le viniera todo abajo.

– Al Tenis fui dos tardes y lo pasé muy bien. El último día estuve todo el rato con un chico mejicano que era majísimo. La rabia que lo conocí al final, ya cuando faltaban dos días para venirnos. Estaba bastante en plan.

– Qué rollo los hispanoamericanos, chica, qué peste. Parece que los regalan. Y luego se te ponen de un tierno. ¿A que se llamaba Raúl o Roberto o algún nombre por el estilo?

– No. Se llamaba Félix.

Esto del mejicano había sido lo único un poco parecido a una aventura y Goyita se complacía en aumentarlo. Le esperó en la estación asomada hasta el último momento, y todavía cuando el tren arrancó pensaba que le iba a ver entrar con un ramo de flores y echar a correr a paso gimnástico tendiéndole la mano hacia la ventanilla. Hasta se le vinieron las lágrimas a los ojos de tanto escudriñar la puerta con este deseo, y las luces del andén se le alejaron temblando de llanto y sirimiri. Sabía muy bien que no la iba a escribir mandándole una foto que se hicieron juntos, ni se iban a volver a ver ni nada; y además tampoco le importaba demasiado que fuera así, pero se esforzaba por convencerse de lo contrario. Más que nada para justificar de alguna manera aquellos dos meses, y la ilusión que había puesto en ellos antes de ir; y sobre todo por poderle contar algo romántico a su amiga Toñuca. Había preguntado por ella en cuanto bajó del tren:

– Mamá, ¿ha vuelto Toñuca?

Lo tuvo que repetir varias veces. La madre contaba que José Mari había vuelto del campamento, que la criada se había despedido en el momento más inoportuno; hablaba de una tarjeta postal perdida. Logró que la hicieran caso cuando ya bajaban por la Avenida de la Estación.

– ¿Cómo dices?

– Toñuca, que si ha vuelto.

– Sí, creo que el otro día te telefoneó.

– ¿Qué le dijisteis?

– Yo no me puse.

Cuando llegó a casa, no sabía qué hacer, parada en mitad de su cuarto que le parecía desconocido y más grande, con la hoja del calendario marcando el diecisiete de julio. Dejó la maleta sin deshacer y le entraron unos deseos irresistibles de bajar a la calle. Ya era casi de noche. Acababan de encender las bombillas de colores de unas guirnaldas tendidas de lado a lado sobre la gente que paseaba. Se encontró con un militar conocido de por la primavera. No se acordaba de su nombre.

– Hola, chica.

– Hola.

Echaron a andar juntos entre la gente. Le parecía que se había colado en la ciudad por una puerta trasera. Otros años había vuelto del veraneo mucho antes de que fueran las fiestas y había esperado a las amigas consumida de impaciencia. Ellas traían reciente el moreno de los brazos y los relatos de sus excursiones, la miraban con gesto de desconocerla. Sin embargo, era casi peor llegar la última, como ahora, y encontrarse con todo lo nuevo en marcha, no saber cómo hacer para reanudarlo. El militar le preguntó que si había estado en los toros.

– No. Acabo de llegar de veraneo.

– Yo tampoco. No debe haber sido nada del otro jueves. La ganadería esa va de capa caída.

Goyita miraba a los grupos de chicas cogidas del brazo. Las veía cruzar de una acera a otra; separarse, juntarse, echarse a reir.

– Oye, ¿tú conoces a mi amiga Toñuca, una que es un poco pelirroja?

– ¿Pelirroja? No sé, no me doy cuenta.

– Sí, hombre; si me parece que fue ella quien nos presentó. Una así chatita, de buen tipo.

– Ah, sí, ya. ¿Qué es? ¿Que la estás buscando?

– Sí.

– Pues estará en el Casino, ¿Por qué no vas?

– ¿Al Casino? No, hombre. He bajado sólo un momento, ya ves, de trapillo. Todavía huelo a tren. Si no la encontramos en esta vuelta, me subo a casa.

La gente daba la vuelta al llegar a la última manzana de la calle donde se acababan los arcos de luces. El militar la miraba.

– Anoche no estabas tú en el baile, ¿verdad? No te vi.

– ¿Pero no te estoy diciendo que acabo de venir?

– ¿Venir de dónde?

– De San Sebastián.

– Ah, qué suerte, tú. Estaría estupendo.

– Si. Oye, ¿y el baile de anoche qué tal? ¿Divertido?

– Yo me fui temprano. Había demasiada gente. Esa amiga tuya sí que estaba. Oye, pues tú de San Sebastián vienes más guapa.

– ¿Y es el primero de noche que ha habido?

– Creo que sí. El del aeropuerto es a la semana que viene. Debe de estar bien. Anda difícil lo de las invitaciones con tanta gente como ha venido este año…

También, en casa, durante la cena comentaron lo mismo. Que cuánta gente. Que más gente que ningún año, que en ningún sitio se cabía. José María, el hermano, que acababa de volver del campamento, le contó que Toñuca tenía en casa unos franceses y que andaba todo el día con ellos de acá para allá. Que estaba muy moderna. Luego se puso a relatar sucedidos del campamento. De uno vasco que le llamaban Marco Bruto. Menudo elemento, de los buenos elementos de allí. El último día, que estaba un poco bebido, se subió a unos cajones y empezó a echar un discurso metiéndose con los militares. Madre, qué risa. Ponía la misma cara del teniente, y le imitaba igual, los gestos, todo. Goyita preguntó si era uno alto, con la mandíbula saliente. Ella le conocía. Acompañaba a Isabel Segarra por el invierno. Cuando en esto viene el teniente, y todos a hacerle señas para que se callara. Si es otro se la carga, pero.el tenía salidas para todo. Le vio y se queda tan fresco. Va y le dice. (Teniente, ¿le gusta a usted el circo?). A Pitilín, la pequeña, le hizo mucha gracia el nombre de Marco Bruto y la segunda vez que lo dijeron se le atragantó la comida de risa. Tosia y la madre le daba en la espalda golpes como azotes. Don Gregorio dijo que la juventud de ahora no tenía respeto por nada ni por nadie. Goyita miraba el borde de la sopera y el cucharón asomando. Le costaba trabajo pensar que estaba en casa. Se levantó sin tomar el postre y telefoneó a Toñuca. No estaba. Cenaba con sus amigos fuera de casa. Le dijo su madre que al día si-

guiente se iban en excursión a Toledo.

– Que no me llame ya. Dígale que he vuelto. Estoy cansada y me voy a acostar.

Tardó en dormirse. A la mañana siguiente, bastante temprano, la llamó la chica de Madrid. Salieron juntas. Por la tarde fueron al Casino. Era enorme la cantidad de caras desconocidas. El salón de té lo habían decorado en tonos amarillos. Se sentaron en la mesa de Mercedes, Isabel y chicas mayores. Hablaban de dos en dos con risas y misterios y casi no las hicieron caso. A la nueva la miraron con recelo. Goyita pidió un gináfizz y se puso a mirar los dibujos dorados de las paredes. Cantaba la anima-dora, una rubia muy llamativa, y hacía calor. Isabel, mientras se empolvaba la nariz daba pataditas en el suelo y cantaba también acompasándose con la voz del micrófono: (Imposible-yaás‚ que tu destino-nos separa-pero déjame amarte…). Le preguntó a Goyita que qué tal por Santander.

– Ha sido en San Sebastián donde hemos estado.

– Ah, creí que en Santander. En San Sebastián estuvimos nosotros el año pasado. Bueno, en Zarauz, pero íbamos mucho. Tú vienes bien morenita.

– Sí.

No las sacó nadie a bailar.

Cuando salieron, la de Madrid le dijo a Goyita que cuántas mujeres, que todo eran mujeres, que así era imposible ligar un plan divertido.

– Y luego estas amigas tuyas, no sé, son como viejas.

– ¿No te gustan?

– No sé qué decirte. Parecen de señoras las conversaciones que tienen.

– Mi más amiga no está hoy-se excusó Goyita-. La conocerás mañana o pasado. Ésta te encantará. Es un cielo.

A su descontento se empezó a añadir la responsabilidad que sentía de divertir a la amiga de Madrid. Al día siguiente la llevó a ver la Catedral.

– Impone. Es enorme de grande, una de las de más mérito de España, ya lo habrás oído decir.

Subieron a la torre y volvieron muy cansadas. A Goyita le apretaban los zapatos. En la terraza de un café de la Plaza Mayor se encontraron con Toñuca y sus amigos extranjeros. Se sentaron con ellos. Goyita en seguida notó que la de Madrid le era simpática a Toñuca.

– Mira que llevarla a ver la Catedral, mujer, a quién se le ocurre. La tenemos que divertir de otra manera. Con las ganas que tiene.

– Hija, si es que estoy despistada todavía; no sé ni siquiera la gente que hay; es un lío venir del veraneo tan tarde. No te centras-se excusó Goyita.

– Nada, nada, que no tiene perdón llevarla a ver la Catedral.

– Sí, verdaderamente -dijo la de Madrid-. A mí todo me parece igual lo que construían en aquel tiempo. Venga bóvedas y más bóvedas.

A uno de los chicos franceses le hacía mucha gracia lo de prisa que hablaba.

– Sus cabellos son rubios -dijo-. En cambio tiene mucha característica vivacidad española.

Hablaron de Madrid. Ellos iban a ir a Madrid después de las fiestas. Toñuca sabía algunas palabras de francés y servía de intérprete en los momentos de mucho lío. Se reía. Se reían todos menos Goyita, que estaba a disgusto. La de Madrid dijo que de Madrid al cielo, y que ella les acompañaría cuando fueran allí.

– ¿Tú qué prefieres, el ambiente bohemio o los sitios finos? Porque a los franceses a cada cual le da por una cosa.

Goyita antes de las dos se levantó y cogió su bolso.

– Pero, ¿te vas tan pronto?

– Ya sabes que a mi padre le gusta comer a punto.

– Mujer, estamos en ferias.

– Sí, pero él no mira eso.

– Bueno, mona, pues luego te llamo. A tu amiga la acompañaremos nosotros.

Le dolía la cabeza y se echó la siesta. Vino José María a hablar con ella un rato. Las había visto en la Plaza y le preguntó que quién era la chica nueva.

– Una amiga mía, ¿por qué?

– Porque está de fenómeno. Si me la presentas, te doy una noticia bomba.

– Anda, déjame en paz, ¿no ves que quiero dormir un poco?

– Pero yo no entiendo, ¿qué he dicho para que te enfades?

– Si no estoy enfadada, déjame.

– Entonces, ¿cuándo me presentas a tu amiga? Mira que la noticia que te doy a cambio es muy buena.

Goyita se quedó callada con los ojos en el techo, en las rayas de luz y sombra que proyectaba la persiana. Vio alargarse y borrarse la sombra de un vehículo que rodó en la calle. Luego otro detrás. Automóviles.

– ¿Qué es? Dímelo, anda, lo que sea. Valiente bobada será.

José Maria se puso a mirar un libro. La vio de reojo incorporarse sobre los codos:

– No es bobada. Bien que te importa.

– Deja eso ahora, no seas. Dímelo. Te presento a Marisol cuando quieras.

– Vaya, el nombre no está mal. ¿Me la presentas seguro?

– Que sí.

– Pues está aquí Manolo Torre.

Goyita le miró desconcertada, como queriendo descifrarle la expresión. Se le vino mucho calor a la cara.

– Mentira. Qué mentiroso eres.

– ¿Mentiroso? Bueno, como tú quieras.

– Claro que sí. Lo habrían visto mis amigas.

– ¿Por qué lo van a haber visto? Ha venido a la corrida de hoy con su tío.

– ¿Lo sabes tú?

– Naturalmente; eres tonta. ¿No ves que he estado tomando unas cañas con él en el Postigo? Como no me dejas contártelo. Goyita volvió a tumbarse. Se puso los brazos detrás de la nuca.

– ¿Y qué se cuenta el niño? ¿Por dónde ha andado este verano?

– Creo que en El Escorial. Traía una chaqueta… ¡Madre mía!

– ¿Por qué? ¿Cómo era?

– Así como de chica, jaspeada, más rara. Me preguntó por ti.

– Hombre, qué acontecimiento. Ya lo puedo apuntar en mis memorias.

– Ah, eso allá tú si lo apuntas o no; pero no me vengas ahora con que no te importa que haya venido.

Se había acercado a la ventana y miraba entre las rayas.

Vio destellar el sol de la siesta en el techo de un automóvil que desapareció velozmente.

– Pues no te digo que no; cuantos más chicos vengan, a más tocamos. Eso desde luego. ¿Te dijo si se piensa quedar muchos días?

– No. No me dijo nada.

Govita se puso un brazo por los ojos.

– Venga, hombre, déjame dormir. No levantes la persiana ahora.

– Si es que estaba mirando. Ha pasado el coche ese amarillo que te dije; seguro que es extranjero. Está lleno de americanos el Gran Hotel. Otro imponente, oye, ¡qué cochazo!Deben de subir ya para los toros.

– No me interesa -dijo Goyita con los ojos cerrados-. Vete a mirarlo desde el comedor.

Luego, cuando se fue su hermano, alargó la muñeca para ver la hora y se echó fuera de la cama. Las cuatro y cuarto. Se apoyó en la coqueta, delante del espejo. No se oía nada por la casa; en la calle un rumor amortiguado y superpuesto de claxons alejándose. Con la barbilla en las palmas de las manos y la ceja izquierda ligeramente levantada, estuvo un rato espiándose la expresión del rostro plano y vulgar. Luego dijo en voz lenta, parecida a la de los doblajes de las películas: (Te he echado tanto de menos, tanto…). Volvió a mirar la hora, abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo. Cruzó enfrente y empujó otra puerta. Era el despacho de su padre, un despacho de adorno, para ninguna cosa. Olía a puro apagado y estaban bajadas las persianas. Fue al teléfono y marcó un número. Tardaban en ponerse. Se echó la blusa para abajo. Se miró los hombros y el escote.

– Diga.

Escondió la cara contra el rincón de la pared.

– Oiga, por favor. Don Manuel Torre.

Hablaba muy bajo, mirando para la puerta cerrada.

– ¿Cómo dice? ¿Quién?

– Señor Torre. ¿No es ahí el Nacional?

En el Hotel Nacional habían puesto barra de cafetería. Estaba lleno de gente.

– Voy a ver. Espere.

Zumbaban los turmix, subían y bajaban las manivelas negras de la cafetera exprés. El botones dejó abierta la puerta de la cabina: (Señor Torre… señor Torre:). (…¡dos para leche!)

– Han dejado esto demasiado cubista-le estaba diciendo Manolo Torre a un limpiabotas conocido que acababa de hacerle el servicio-. Me gustaban más las sillas de antes.

– Pero así es más negocio. Menudo.

El botones se asomó al arco que daba al comedor. Le vio sentado con otro, vestido de aviador, y al limpiabotas, al lado de la mesa, que cogía la propina sonriendo. Lo menos cinco pesetas. Vaya señorito rumboso que era.

El aviador cogió un retrato que estaba encima del mantel al lado de las tazas de café. Le dijo a Manolo:

– Bueno, entonces qué. ¿Quedamos en que te gusta?

– Es una monada, chico, desde luego. Le doy diez.

– Y sobre todo mira, lo más importante, que es una cría. Ya ves, dieciséis años no cumplidos. Más ingenua que un grillo. Qué novio va a haber tenido antes ni qué nada. ¿No te parece?, es una garantía. Yo de meterme en estos líos tiene que ser con una chica así. Para pasar el rato vale cualquiera, pero casarse es otro cantar.

– Que sí, hombre, que estamos de acuerdo. Y que debe ser lista la chavala. Mira que pescarte a ti. Se puede creer. Lo que menos me podía figurar cuando has dicho que me querías contar una cosa.

Se acercó el botones:

– Le llaman al teléfono.

– ¿A mí? ¿Quién es?

– No ha dicho.

– Vuelvo en seguida, Ángel.

– Sí, oye tú, date prisa, que decidamos lo que sea, porque se nos va a hacer tarde.

– No, hombre. Con la moto estamos en seguida. Si además no hay nada que decidir. Tú te vienes conmigo a la barrera y tu entrada para mi tío.

– Bueno anda, pues despacha pronto.

Se quedó solo el aviador, mirando alejarse al otro entre las mesas. De la de al lado se levantaron una mujer morena con un traje de seda brillante muy estrecho y un señor canoso. (Estupenda tarde, desde luego; hoy vamos a ver cosas buenas), iba diciendo el señor, que salía delante mordiendo su puro. Ella se demoró un poco estirándose el vestido por las caderas. Al pasar al lado del aviador, le tropezó la silla y se inclinó hacia él imperceptiblemente.

– Adiós, Ángel, orgulloso-le murmuró.

Atufaba a perfume francés. Un instante le sostuvo él la mirada entre pestañas y le mandó alargan-do el cuello una bocanada de humo con gesto de beso. Unos pasos más allá, el señor del puro le plantó la mano, a ella, en el brazo desnudo, muy cerca del sobaco.

Ángel volvió los ojos a la fotografía que había quedado encima de la mesa. Sacó la cartera, pero antes de guardarla todavía la volvió a mirar. La chica estaba de perfil y se le veían unas pestañas larguí-simas. Abajo ponía la firma (Gertru), en letra redondilla esmerada. Se le pusieron ojos soñadores, de codos en la mesa, esperando al amigo. Por la ventana se veían los soportales de la plaza, en primer tér-mino, y más allá el sol durísimo contra los adoquines. Pasó un autobús naranja atestado de personas que iban a los toros.

– Venga, ya estoy. Cuando quieras -dijo Manolo llegando.

– Has tardado poco. ¿Quién te llamaba?

– No sé. Han colgado cuando me he puesto. Alguna equivocación.

CUATRO

Durante dos días ni siquiera retiré el equipaje de la consigna, tal carácter de provisionalidad había adquirido mi estancia.

Muerto don Rafael Domínguez, desaparecía el pretexto de mi viaje, aunque la verdad es que yo mismo me daba cuenta, paseando por las calles de la ciudad, de que en el fondo nunca había pensado, ni aun antes de emprenderlo, que pudiera tener el viaje otro sentido ni objeto más que el que se estaba cum-pliendo ahora, es decir, el de volver a mirar con ojos completamente distintos la ciudad en la que había vivido de niño, y pasearme otra vez por sus calles, que sólo fragmentariamente recordaba. Casi todo lo veía como cualquier turista profesional, pero de vez en cuando alguna cosa insignificante me hería los ojos de otra manera y la reconocía, se identificaba con una imagen vieja que yo guardaba en la memoria sin saberlo. Me parecía sentir entonces la mano de mi padre agarrando la mía, y me quedaba parado casi sin respiro, tan inesperada y viva era la sensación.

No me fue difícil encontrar el barrio donde habíamos vivido aquellos dos inviernos, cerca de la Plaza de Toros. Ahora por allí estaban construyendo mucho, asfaltando calles y abriendo otras nuevas. Se levantaban las casas amarillas sonrosadas, lisas, con sus ventanas simétricas. La nuestra, un viejo chalet con jardín, la habían demolido. También encontré la Catedral y el rió. El río estaba cerca de mi pensión.

Bajaba en curva la calle de arrabal empedrada de adoquines grandes y se veían por la cuesta arriba camionetas v carros de arena tirados por una ristra de tres o cuatro mulas, su carretero al pie, avanzando lentamente al mismo paso de los animales. Crucé a la orilla de allá atravesando el puente de piedra, y caminé hacia la izquierda por una carretera bordeada de árboles hasta dejar lejos la ciudad. Luego la vi toda al volver, reflejada en el río con el sol poniente, como en tarjetas postales que había visto y en el cuadro que mi padre pintó, perdido como casi todos después de la guerra.

A mediodía me gustaba sentarme en las terrazas de los cafés de la Plaza Mayor, y me estaba allí mucho rato mirando el ir y venir de la gente, que casi rozaba mi mesa, escuchando trozos de conversación de los otros vecinos, tan cerca sentados unos de otros que apenas podían cambiar sus sillas de postura. Había mucha animación. Sobre todo muchachas. Salían en bandadas de la sombra de los soportales a mezclarse con la gente que andaba por el sol. Se canteaban por entre las mesas del café y llamaban a otras, moviendo los brazos; se detenían a formar tertulias en las bocacalles. Venía la musiquilla insistente de un hombre que soplaba por el pito de los donnicanores con su cajón colgando donde los alineaba. Otro vendía globos. Los desplazaban con los empujones. En medio de la plaza tocaba una banda. Las rachas de música estridente a veces se apagaban en susurros o cubiertas por el ronquido de unos autobuses naranja que salían de debajo del Ayuntamiento cada cuarto de hora, despejando la gente aglomerada, envolvién-dola en el humo de su cola negra.

Al tercer día de mi estancia todavía no había decidido ni quedarme ni marcharme, pero me entró curiosidad por conocer la familia de don Rafael. No fui a verles con ningún proyecto determinado; sin embargo, con el presentimiento de que esta visita me ayudaría a tomar alguna actitud.

La calle del Correo era estrecha, calle de iglesias y conventos, con árboles antiguos. Me quedé parado delante del portal, indeciso; y unas señoras que bajaron de un Cadillac rojo me pidieron que las dejara pasar. (Oye, ¿me he arrugado mucho?:), preguntó la que iba delante. Eran tres. No había portería. Eché escaleras arriba detrás de ellas, acomodando mi paso al suyo porque no quería adelantarlas. Sus tacones se movían de un peldaño a otro y hacían variar la postura de sus cuerpos esforzadamente, como en los saltos de la cámara lenta. Llegaron al rellano y se detuvieron; una de ellas llamó en primera puerta.

– Por favor, saben ustedes, ¿Los señores de Domínguez?

Se habían apartado un momento para dejarme paso y se volvieron hacia mi.

– Es aquí, en esta puerta-me miraban las tres con atención-. Donde nosotras hemos llamado.

Di las gracias y se hizo un silencio mientras esperábamos, pero de dentro de la casa venía un rumor de pasos y conversaciones.

Abrió alguien que estaba cerca de la puerta y ellas entraron con mucha confianza. Había grupos por todo el pasillo, personas que pasaban con sillas y otras que se despedían. A mí nadie me preguntó nada y di unos pasos sin rumbo fijo hasta el umbral de una habitación grande. (Por Dios, no se molesten, que no se mueva nadie por nosotras), entró diciendo una de las señoras que habían subido conmigo. Y oí sillas que se corrían. Eché una rápida mirada, sin atreverme a entrar. A la derecha había mujeres, alrede-dor de una mesa camilla, y a la izquierda hombres, sentados y de pie, o apoyados en respaldos. Una don-cella salió con una bandeja de vasos, y me pareció que me miraba con curiosidad. Me dieron ganas de marcharme, camuflado entre un grupo de personas que se iba en aquel momento, y hasta me separé de la pared para hacerlo, pero luego vi que se estaban despidiendo de una chica de luto en la puerta y que yo también lo tendría que hacer. (¿Para qué has salido, mujer, Elvi? Qué disparate!Anda, anda con tu madre, la pobre.) (Dijo mi hermana que a lo mejor vendría luego.) Ponían voz compungida, como declamando. Le dieron besos a la muchacha de luto. Ella se mantuvo un instante con la puerta entreabierta a la esca-lera, diciendo adiós; luego se volvió de cara a mí para cerrarla y se quedó con la espalda apoyada en los brazos cruzados, con un gesto de cansancio. Me miró sin parpadear. En ese momento estábamos los dos solos frente a frente, separados por el estrecho pasillo que bruscamente se había vaciado. Le sostuve la mirada y supe que iba a hablarme; esperé.

– ¿Usted buscaba a alguien?-preguntó por fin, sin moverse ni ceder en la fijeza de su mirada.

– Seguramente a usted, por lo menos eso creo.

Hubo una pausa. Me turbé porque sus ojos brillaban demasiado, igual que con fiebre.

– ¡Qué raro es todo esto! -dijo pasándose la mano por los ojos-. Por favor, no se mueva ni diga nada ahora, ¿quiere?

No me moví ni dije nada. De pronto había tenido la sensación de estar en el teatro. Su postura con la mano cubriéndole a medias el rostro, el tono misterioso y evocador de su voz, el ruido en la habitación a mis espaldas; todo me metía en situación. Hasta el perchero con sombreros colgados me pareció una decoración para aquella escena.

– No cabe duda de que usted es el del retrato -dijo sacando una voz lenta, pero decidida y vol-viendo a mirarme-. ¿Cómo es posible que venga precisamente hoy?

– ¿Qué retrato?-me atreví a preguntar.

– Un retrato que tiene mi padre hecho en Suiza el año pasado con un grupo de gente, cuando el Congreso de Mineralogía.

Esperó, y yo asentí con la cabeza. Se acercó un poco. Cada paso, cada movimiento suyo me parecía que eran los que tenía que hacer, como si todo estuviese calculado.

– Esa fotografía hace tiempo que no la veía y anoche me desperté y la estuve buscando. Por una serie de razones que no puedo explicarle ahora, sentía mucha angustia y me llevé la fotografía a la cama para mirarla. Usted está al lado de mi padre. Nunca hasta ayer me había fijado, ni él me había hablado de usted, pero no sé; por un cierto gesto que él tiene allí, los dos juntos, me pareció que habrían sido amigos en ese viaje y me puse a imaginar el tipo de amistad que podría haber sido. Es rarísimo, pero me pasó asi como se lo cuento. Me pareció que él vivía y que éramos amigos los tres. No pude dormir. Me moría encerrada en mi cuarto.

Ahora estaba casi junto a mí y ya no me miraba. Inclinó la cabeza contra las manos que había enlazado fuertemente. Lo que siguió lo entendí más confuso porque se puso a morderse los nudillos de los dedos, nerviosamente. Me contó que había estado a punto de ir a Suiza con su padre y que la noche anterior se desesperaba asomada al balcón de su cuarto pensando que eso ya nunca se podría remediar, que las cosas que podía haber hecho en aquel viaje ya nunca las haría y la gente que podría haber conocido ya no la conocería; y que pensando eso no se podía consolar. Que un viaje le puede cambiar a uno la vida, hacérsela ver de otra manera, y a ella ese año se la habría cambiado. Le pregunté que por qué no había ido, pero no me contestó directamente.

– Si usted no vive aquí -dijo-, no puede entender ciertas cosas. Hace poco que está aquí, ¿no?

– Tres días.

– Tres días-repitió-. No puede entender nada. Si le explico por qué no fui a Suiza se reirá, dirá que qué disparate, que eso no puede ser. Creerá que lo ha entendido, pero no habrá entendido nada. Solamente uno que vive aquí metido puede llegar a resignarse con las cosas que pasan aquí, y hasta puede llegar a creer que vive y que respira. ¡Pero yo no!Yo me ahogo, yo no me resigno, yo me desespero.

Hablaba con rabia, con voz excitada, como si yo la estuviera contradiciendo. Había pasado de un tono a otro sin transición. Tuve miedo de que nos oyeran los de la habitación porque se había ido desplazando hacia el hueco de la puerta y estábamos seguramente a la vista de las personas de dentro. Incluso parecía que ella se gozase en alzar la voz como si con sus últimas frases quisiera desafiar a alguna de aquellas personas, o tal vez a todas ellas. Se me ocurrió decirle que seguramente sacaban las cosas un poco de quicio bajo el peso de su desgracia, pero en seguida sentí que me había equivocado tratando de consolarla por ese camino. Lo vi en sus ojos casi furiosos.

– Aquí tendría que estar usted hace diez días de la mañana a la noche, aquí en esta casa, a ver si se ahogaba o no se ahogaba, como yo me ahogo. Oyendo cómo le dicen a uno de la mañana a la noche pobrecilla, pobre, pobrecilla. Día y noche, sin tregua, día y noche. Y venga de suspiros y de compasión y más compasión, para que no se pueda uno escapar. Y compasión también para el muerto, compasión a toneladas para todos, todos enterrados, el muerto y los vivos y todos.(Usted, ¿qué cree?, ¿que un muerto necesita tanta compasión) ¿que necesita de los vivos para algo? Por lo menos a él, que le dejen en paz, ¿no le parece?

Estaba completamente junto a mí. Me llegaba por el hombro. Miré su rostro enrojecido que buscaba el mío y no supe al momento qué contestar. Estaba azarado pensando que los de dentro se estarían enterando de nuestra conversación. Parpadeó y dijo separándose, con voz más baja, insegura:

– Perdóneme. No sé por qué le he dicho estas cosas. Ni siquiera le conozco. No sé lo que me ha pasado. Yo…

Y se echó a llorar con violentos sollozos.

Miraron hacia nosotros de todas partes. Dijeron (pobrecita), con un clamor apagado, y una amiga vino y se puso a acariciarle la cabeza, le obligó a reclinarla en su hombro.

– Vamos, Elvira. Tienes que ser fuerte.

Yo me fijé en las puntas de mis zapatos, que estaban muy deslustradas para una visita así, pero en seguida levanté la cabeza. Había venido un muchacho de pies grandes.

– Elvira, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué no te vas un poco a descansar, anda?

La tenía abrazada por los hombros y me miraba mucho a mí. Era delgado, el pelo un poco largo, y las patillas. Ella se limpió los ojos y levantó una mirada distinta.

– ¡Qué tontería! -dijo, moviendo el pelo-. ¿Por qué me voy a ir a descansar si no estoy cansada? Mire-añadió, pero sin volver los ojos a mí-, le presento a mi hermano. Teo, este señor era amigo de papá. Atiéndele tú, por favor.

Hizo un saludo extraño, una especie de sonrisa al vacío, y se dio la vuelta. La amiga la siguió. Se abrió el circulo de mujeres que estaban alrededor de la camilla, y la dejaron pasar en silencio, como a una imagen santa.

Yo seguí a Teo a la otra parte de la habitación, donde había exclusivamente hombres. Al principio todos estaban pendientes de mí, y de cómo me sentaba, y si el silencio que se hizo con aquellos carras-peos de sillas hubiese continuado, su misma violencia me habría ayudado a encontrar un pretexto para marcharme, pero en seguida se reanudaron las conversaciones que nuestra llegada había interrumpido. Yo me senté en un diván, muy encajonado entre Teo y otro muchacho de chaleco, con cadena de oro col-gando de bolsillo a bolsillo, que nos ofreció tabaco, sonriéndome con una particular amabilidad. Teo había oído hablar a su padre de mí, y sabía que era probable que viniera a dar una clase como auxiliar en el Instituto. Sin embargo, el telegrama que yo puse desde París diciendo que aceptaba en firme el ofre-cimiento debía haber quedado en el Instituto sin que nadie lo abriera, porque según calculó él, por esas fechas su padre estaba ya moribundo. Me preguntó que de qué era la clase que me había ofrecido.

– En la última carta me hablaba principalmente de una vacante de alemán. Pero dijo que si yo aceptaba, ya lo veríamos cuando llegase. Por lo visto siempre había huecos de profesor auxiliar. Él sabía que para mí esto de la clase era un pretexto para pasarme un invierno en esta ciudad, que recuerdo con simpatía por haber vivido en ella de niño con mi padre.

Me aburría mucho este tema de conversación, pero procuré disimularlo para que no se trasluciera el súbito desinterés que me había entrado por todo este asunto del Instituto, hasta tal punto de que no lo sentía relacionado conmigo.

– Creo que el señor Mata será quien se quede de director ahora -dijo Teo-. Le hablaremos en este sentido. Usted tendrá la carta de mi padre, que en paz descanse, que puede servirnos como justificante ante él. Es persona de nuestra confianza. Si usted espera, a lo mejor viene por aquí esta misma tarde y yo les pondré en contacto para que hablen personalmente.

– No, por favor, si es lo mismo. ÉI tendrá otros compromisos, como es natural. Yo tengo tiempo de volver a cualquiera de mis trabajos de otros años. En ninguna parte ha empezado el curso todavía.

Toda la conversación con Teo tuvo un tono cortés y protocolario.

Me hizo muchas preguntas que me sentí obligado a contestar con el mayor detalle posible, debido quizás al estilo frío y judicial de su interrogatorio, y a las prolijas esperanzas que me daba abogando en favor de mi asunto.

En las pausas me sentía liberado y estudiaba el modo de despedirme sin parecer grosero. Me enteré de que el chico de la izquierda había abierto cierta polémica en un periódico local. (Claro-decía-, a eso ya no han sabido qué contestarme. Guardé todos los cargos de peso para este segundo artículo,

y les ha sentado como un rayo. Se habían creído que podían sofocar así por las buenas la voz de un ciudadano libre. Pero no me conocen, no. Qué me van a conocer.) Le oía mejor que a los demás, debido a su vecindad y a que tenía la voz aguda. Dos veces se volvió hacia mí, como pidiendo mi asentimiento. De otros, por estar bastante hundido en el sofá, sólo veía piernas contra el borde de una silla, o en algún mo-mento un poco de perfil. Un señor, que me parecía recordar del tren, le reprendió con tono enfático y paternal, le dijo que un día acababa mal, que qué cosas se le ocurrían. (Cosas de ímpetu juvenil, sí, eso ya, no te vayas a creer que yo no he sido como tú en mis tiempos, por eso te lo digo. Que el que más y el que menos, Emilio, todos llevamos dentro nuestro don Quijote. Pero esas quijotadas acaban con la reputación de uno.) El chico le escuchaba mirándose las bocamangas con una leve sonrisa superior.

Teo me preguntó cosas del viaje a Suiza y de la amistad que me había unido con su padre, y yo, mientras contestaba, no podía dejar de pensar en Elvira. La veía entre las otras personas agrupadas al extremo opuesto de la habitación, igual que si la mirase por unos prismáticos puestos del revés. El humo del pitillo me alargaba y alejaba la habitación, volvía casi irreales las cosas que estaba contando. Muy allá, en la pared de enfrente, había un aparador con espejo biselado y el espejo reflejaba múltiples cabezas que se movían.

Al final, Teo quedó en llamarme por teléfono, después de su conversación con el nuevo director, y me preguntó dónde me albergaba.

– En la pensión América. No sé si tendrá teléfono. Mejor que llame yo.

– ¿América? ¿Dónde está eso? ¿Tú has oído la pensión América, Emilio?

– Es por allí cerca del Instituto-expliqué-. En un paseo ancho que baja. La noche que llegué estaba cansado y no tenia ganas de buscar. El nombre me hizo gracia.

– Ya sé dónde va a ser -dijo Emilio-. Tiene gracia, es verdad, pensión América, qué tendrá que ver en aquel barrio.

Y se sonrió. Tenía un rostro menudo, de cejas espesas. De pronto me pareció que había asistido a toda nuestra conversación y había tomado parte en ella. Cuando me levanté para irme, él se despidió también. Teo nos acompañó hasta la puerta, y se quedó en la ranura entornada hasta que desaparecimos escaleras abajo. Salimos juntos a la calle.

– Yo voy hacia allá; ¿usted?

Le dije que no llevaba dirección fija y esto pareció alegrarle. Decidió que iríamos juntos.

– Me llamo Emilio del Yerro-se presentó deteniéndose un momento para alargarme la mano-. Suelo tener bastante tiempo libre y me molesta que se aburra la gente que viene aquí. Si quiere usted podemos ser amigos. Mejor dicho, si quieres. Te voy a tutear.

– Si, claro. Yo me llamo Pablo Klein.

– ¿Parece que te vas a quedar aquí este invierno, no?

– Creo que si. Depende.

– Sí, ya le he oído a Teo. Seguro que te quedas. Pues esto es aburrido para uno que llega nuevo, pero ya sabes, pasa como en todas partes, en cuanto te ambientas, lo puedes pasar estupendo. Dentro, claro está, de la limitación de una capital de provincia.

Le dije que yo no me solía aburrir en los sitios y él me cortó con viveza.

– Ah no, yo tampoco. Quien tiene un poco de vida interior no puede aburrirse, eso lo he dicho yo siempre. En cierto modo yo soy un solitario, un enamorado de la soledad. Pero me refiero a que aquí hay círculos agradables, gente con la que se puede tratar, discutir, y esto se necesita muchas veces, ¿o no estás de acuerdo?

– Sí, sí.

Hablaba muy de prisa y me aturdía un poco.

– Estos mismos hermanos, particularmente ella, Elvira. ¿Tú ya los conocías de antes, no?

– ¿A los hijos de don Rafael? No, no los conocía.

Pareció muy asombrado.

– Como ella se ha emocionado tanto al verte, y has dicho que viviste aquí de pequeño.

Hubo una pausa, pero yo no tuve tiempo de contestar nada.

– ¿Y qué te ha parecido de ellos?-preguntó-. De Elvira, ¿qué te ha parecido?

– He hablado con ella poco rato, pero parece una chica de gran temperamento.

– Es extraordinaria, maravillosa -dijo con fuego-. Y Teo lo mismo-añadió un poco cortado porque yo le miraba-. Son de lo mejor de aquí.

Luego hablamos de viajes que le gustaría hacer. Hablaba él sobre todo, y muchas veces se anticipaba a mis respuestas. Me contó las alabanzas de la ciudad y dimos un paseo por calles que yo ya había recorrido.

– Son un remanso estas calles para el espíritu-decía-. Yo me conozco de memoria todos estos rincones.

Me habló de Kierkegaard, de Unamuno, de filósofos que habían vivido en ciudades pequeñas. Decía que leyendo las obras de Unamuno se le saltaban las lágrimas. Se veía que deseaba agradarme y hacer alarde de su cultura. Se había imaginado que yo era escritor y le decepcionó bastante cuando le dije que no lo era, que simplemente me interesaban los idiomas y tomaba notas para un trabajo de Gramática General.

– Yo soy ante todo poeta -dijo con énfasis-. Además de esto intento preparar unas oposiciones a Notarías.

Y se rió de la ingeniosidad del contraste.

Empezaba a caer la tarde y las piedras de los edificios se doraban despacio, como una carne. Emilio me contó la leyenda de dos o tres de aquellos edificios y se jactaba de estas historias como de viejas glorias de familia. Íbamos a paso perezoso, deteniéndonos mucho. Por la calle de la Catedral unos niños se disputaban en el suelo a mordiscos y patadas un pedazo de hielo que se había caído de una camioneta. El pedazo pasaba de mano en mano y chillaban sobándolo, queriéndoselo llevar a la boca para esconderlo de los otros; dos o tres veces se revolcaron en racimo, agitando piernas y brazos, y era cada vez más pequeño. Al final uno de ellos levantó los puños apretados y cuando los abrió brillaba apenas una esquirla que se consumió goteando. Lanzó un grito de triunfo, y los otros le miraron con desconsuelo las manos vacías.

Yo me paré a mirarlos y a Emilio le interrumpieron su discurso.

– Qué chicos -dijo con antipatía, subiéndose a la acera.

Luego vio que yo reía y me imitó, desconcertado.

– ¿Te gustan los niños?

Hacía preguntas continuamente y me miraba con ojos ansiosos como si quisiera clasificarme, encasillarme.

– ¿Qué niños? Según qué niños.

– Eres una persona rara -dijo después de un poco.

Languideció la charla y de pronto me pareció que no tenía ningún sentido nuestro paseo, que todo había sido forzado y postizo. En silencio volvimos hacia las calles del centro. É1 estaba citado con unos amigos. Hablándome de ellos, sobre todo de un escultor que tenía su estudio en el ático del Gran Hotel, volvió a ponerse locuaz. Por lo visto daba reuniones en aquel estudio, y me quiso animar para que yo subiera con él a conocer a este grupo.

– Sobre todo por Yoni, te encantará. Ha viajado mucho. Es de lo más libre y original.

Le prometí venir con él otro día. Estaba un poco cansado de su charla y quería llegarme hasta la estación para retirar mi equipaje de la consigna. A la puerta del Gran Hotel, un edificio lujoso, nos despedimos.

CINCO

Al salir de los toros, no encontraban el coche. Traían en los ojos chispas de sol, del oro de los trajes, y caminaban aturdidas sorteando los automóviles que se ponían en marcha, la gente de la salida, los puestos de helados y gaseosas.

– No os perdáis de mí, niñas -dijo el padre de Gertru, volviéndose hacia ellas.

Gertru se paró a esperar a Natalia, que se había quedado rezagada.

– Ven, no te quedes atrás. Tú cógete del brazo.

– No, mejor sueltas; nos empujan menos. Si no me pierdo.

– Es que me tuerzo un poco con los tacones, ¿sabes?

Le hablaba sin mirarla, atenta al equilibrio de su peineta. Natalia se dejó coger del brazo. Sintió el ruido del traje deglasé.

– Qué incómoda debes ir con eso. No sé cómo puedes. No podías ni aplaudir.

Una señora le enganchó el encaje de la mantilla con los colgantes de una pulsera. Se detuvieron a desprenderse. El padre de Gertru ya las estaba llamando desde el coche, con la bocina.

– Vamos, vamos, papá. Espera. Mira a ver, Tali. Yo creo que me la ha rasgado un poco.

Entraron al asiento de atrás, Gertru la primera y se tuvo que agachar mucho. Bajó la ventanilla y puso el mantón de manila para afuera muy colocadito. Arrancaron. Iban despacio, al paso de la gente, y algunos asomaban la cara al interior con curiosidad, hombres sudorosos con gorros de papel. Uno le tiró un beso a Gertru. Ella se puso a abanicarse muy de prisa.

– Qué calor, ¿verdad tú?

Entraba el aire fresco, el murmullo de los comentarios. Salieron a lo asfaltado. El padre preguntó que adónde iban, que si llevaban a Natalia primero.

– No, no, si Tali se viene con nosotros. Te vienes, boba. Primero merendaremos en casa, y luego lo que te he dicho.

– No sé qué hacer, de verdad; me da un poco de apuro -dijo Tali.

– Pero apuro por qué. Si ha sido él el que ha dicho que te quiere conocer. ¿No ves que le estoy hablando siempre? ¿No tienes ganas de conocerle tú?

Hablaban ahora con voz de secreto, mirando el suelo del coche.

– Sí, mujer, si no es por eso. Es que a lo mejor os molesto, y además yo al Casino no he ido nunca.

– Alguna vez tiene que ser la primera. ¿No te dejan tus hermanas?

– Ya lo sabes que si me dejan.

– Anda, mujer, y te pinto un poco los labios, te pongo bien guapa. ¿No te hace ilusión?

Natalia se quedó mirando la calle. En el borde de la acera había gente parada, niños, manchas de colorado. Adelantaron al coche de los picadores que trotaba sonando campanillas.

– Ha quedado en llamar. Le decimos que nos guarde mesa. Me quito esto, merendamos. Sobre las ocho y media podemos llegar, ¿te apetece?

Merendaron en casa de Gertru, se mudó ella y llegaron al Casino a las ocho. Ángel, que había salido a la puerta a esperarlas, las vio venir del brazo arrimadas a la pared. Su novia le sonrió. La otra chica venía mirando para el suelo. Les dijo que estaba todo llenísimo, que la única mesa que habían encontrado se la estaba guardando un amigo.

– Bueno, ésta será Tali, me figuro -dijo mirándola.

– Sí, mira, Tali, te presento a.Ángel.

– Vaya, encantado, la famosa Tali.

Ella le tendió en línea recta la mano pequeña y rígida que no se plegaba al apretón.

– Mucho gusto.

– Creo que eres un rato lista tú.

– ¿Por qué?

– Ah, yo no sé. La fama de lo bueno llega a todas partes. Eso pregúntaselo a Gertru.

Se reía mirándola. Tenía un bigote rubio muy fino.

– Es que yo le he contado, ¿sabes?, que siempre me has ayudado a aprobar y todas las cosas. Lo salada que eres.

Gertru hablaba con una voz distinta de la suya de siempre, más nasal.

– Qué bobada -dijo Natalia-. ¿Entramos?

Subieron cuatro escalones. Le azaraba que la hubieran dejado entre los dos. Al final de los escalones se estacionaba un grupo de chicas que cuchicheaban señalando hacia adentro, a través de una puerta de cristales; se rozaban los vuelos de sus vestidos. Ángel se adelantó a sujetarles la puerta y salió una bocanada de calor con los acordes de un swing, delgados, buceando entre el barullo. Al entrar, sólo se veían personas paradas, espaldas pegando unas a otras como en las últimas filas de la misa de una. Una escalera. Columnas. Se abrieron paso.

– Uf, cómo está esto -dijo Gertru-. Mejor que vayas tú delante hasta la mesa. Ven, Tali. ¿Tenemos buena mesa?

– Muy buena, al borde de la pista.

Manolo Torre era el amigo que les estaba guardando la mesa. Se levantó al verles llegar, y des-pués de las presentaciones se quería ir. Ángel le preguntó a Manolo que qué le parecía de su novia y él hizo muchas alabanzas de su belleza, con gracia y desparpajo. Tali era incapaz de mirarles a la cara a ninguno de los tres.

– Te advierto, oye, que la opinión de éste vale como ninguna en materia de chicas -dijo Ángel-y es exigente, ¿sabes? Todavía no se ha conocido casi ninguna a quien él haya dado diez. ¿A Gertru cuánto le das?

– Pues un nueve bien largo. Palabra.

Habían dejado de tocar. Tali miró a las parejas aglomeradas en filas compactas, que avanzaban apenas con un roce de suelas para salirse de la pista. Dejaban al descubierto las losas del suelo, grandes, blancas, y los divanes de la orilla de enfrente, las mesas ocupadas por otras personas. (Que no hablen de mi:), se repetía intensamente con las uñas clavadas en las palmas. (Que no me hagan caso ni me pregunten nada.:)

– ¿Y esta amiguita tuya tan mona? -dijo Manolo.

Gertru la cogió del brazo desde su silla.

– Del Instituto. Pero es boba, le da apuro venir aquí.

Manolo puso gesto de conquistador. Echó el humo con ojos entornados.

– ¿De veras? Va a haber que quitarle la timidez. Pero mírame, mujer, que te vea los ojos.

Ella los levantó hacia arriba, hacia una barandilla circular sostenida por las columnas, con gente asomada.

– ¿Allí arriba qué hay?-preguntó con mucho azaro.

– ¿Allí? Nada. La galería. En los balcones que dan a la calle se ponen las parejitas melosas que están en plan-explicó Ángel sonriendo.

– No, y por respirar también, chico. Esto de abajo se pone tremendo-y Manolo se pasó dos dedos por el cuello de la camisa-. ¿No notáis calor?

Los cuerpos de los que salían de bailar se dirigían a buscar el desagüe de la esquina y se disper-saban despacio hacia el bar o el salón de té, con un frotar de suelas. Toñuca y Marisol, que venían del salón de té, intentaban abrirse paso una detrás de otra, contra la corriente.

– Mira, por aquí -dijo Toñuca consiguiendo una pequeña brecha entre las espaldas de la gente-. ¿Me hace el favor?

Contra las paredes y las columnas, los grupos de los que estaban de pie defendían de los empe-llones una copa o un plato con almendras. Marisol se paró a pedirle fuego a unos muchachos.

– Tú-la llamó Toñuca, empinándose.

La vio venir con el pitillo encendido, volviéndose para atrás y hablando algo a aquellos chicos. Le preguntó que de qué los conocía.

– ¿Yo? De nada. De que me han dado lumbre. Igual se vienen con nosotras, si nos quedamos aquí. Parecen simpáticos.

– Oye, ¿pero no querías ir al tocador?

– Que no, mujer, qué va. Era un pretexto para salir de ahí dentro. Qué amor le tenéis a ese salón de té. Esto está mucho más animado.

Continuamente entraba gente nueva. Las muchachas recién llegadas fingían una altiva mirada circular como si buscasen a alguien, y hablaban unas con otras entre la confusión, sin avanzar. Dijo Toñuca que allí sin sentarse estaban como desairadas.

– Ay, chica, pero bailaremos, cuánto prejuicio tenéis. ¿No ves que a esa mesa de dentro no se atreven a acercarse? Si somos las mil y una niñas. ¿De dónde sacáis tantas amigas?

Toñuca no atendía ahora. Había puesto una cara sorprendida.

– Anda, si está ahí Manolo Torre.

– ¿Quién?

– Nada, Manolo Torre, un chico que le gusta a Goyita.

– ¿Cuál es?

– Ese de oscuro de la primera mesa. No mires tan descarado.

– ¿Ese que mira ahora? Oye, qué mueble bizantino; está un rato bien el tío. ¿Y le conoces? Te dice no sé qué.

Toñuca le saludó con una sonrisa.

– Nada, me dice hola. No sé si entrar a contárselo a Goyita para que lo sepa.

– Déjalo, mujer, estáte aquí conmigo hasta que vuelvan a tocar. ¿Es que no es de aquí ese chico?

– Sí, pero suele estar en la finca.

Manolo miró de reojo las caderas de Marisol.

– Oye-le dijo por lo bajo a Ángel-, ¿quién es esa chica de verde que está con la hermana de León?

– ¿Esa del pitillo? No sé. Será nueva. ¿Se tima contigo o conmigo?

– Yo creo que conmigo.

Los músicos, vestidos de azul eléctrico, volvieron a coger los instrumentos con pereza. A Gertru le entró hormiguillo en los pies, quería bailar, salir de los primeros, antes de que se llenara la pista. Se puso de pie y cogió de la mano a Ángel. A Manolo le dejaron solo con Natalia.

– ¿No te importará quedarte con ella hasta que volvamos, verdad? ¿O tenías prisa?

– A mí no me importa nada quedarme sola -dijo ella con los ojos serios.

– No, hombre, me quedo yo contigo, bonita, para que no te coma el lobo.

Estaban sentados en las esquinas opuestas y ella no le miraba.

Vino un camarero y les preguntó que si iban a tomar algo.

– Vamos, pequeña, ¿qué tomas tú?

Dijo que sidra. Sidra no tenían.

– Toma un coñac. Verás qué rico.

– No. No tomo nada.

– Yo un coñac con seltz.

Se debía ver bien la pista desde aquella barandilla de arriba, se verían pequeñitas las cabezas. Y mejor todavía asomarse desde un avión que planeara encima de este hormigueo. O más alto, desde la torre de la Catedral.

– ¿Qué miras?

– Nada.

Manolo arrimó su silla un poco.

– Te me has quedado muy lejos. Parece que no estemos juntos, ¿verdad?

– Y no estamos juntos.

É1 se echó a reir. La miró desconcertado.

– ¿Sabes que eres una fierecilla?

Marisol mientras tanto le taladraba con ojos lánguidos apoyada contra su columna. A Toñuca la sacaron a bailar y le preguntó que si no le importaba quedarse sola.

– Por Dios, qué disparate -dijo ella sin dejar de observar a Manolo-. No me conoces a mí.

Manolo se puso de pie y cogió a Tali de la mano.

– Anda, fierecilla.

– ¿Qué quiere?

– Nada, mi vida, que bailemos. Pero por amor de Dios, monada, no me trates de usted.

Ella no se movió de su sitio.

– No sé bailar.

– Pero te enseño. Esto no se arregla hasta que bailemos, ya lo verás.

– ¿Qué es lo que se arregla?

A Manolo se le puso una voz impaciente.

– Nada, hija, no sé. No te voy a estar rogando. ¿Quieres que te enseñe a bailar, sí o no?

– No.

– Pues te aseguro que es un plan el tuyo, rica, no sé para qué vienes.

Se sentó otra vez de medio lado. Marisol le miró con sorna; se miraron de plano esta vez. Tali bajó la cabeza al mantel y se puso a desmenuzar una pajita. Dijo:

– Es que yo no sé bailar, de verdad. Me da vergüenza. Vaya a sacar a otra chica. A mí no me importa, porque me marcho en seguida.

É1 dio las gracias y dijo algo.

Dejó unos billetes debajo del cenicero y se fue. La animadora tenía cara de payaso. Debía estar sudando debajo de aquella mueca estirada que le desfiguraba el rostro. Al quedarse sola, sentía Natalia que le zumbaba todo el local vertiginosamente alrededor. Estuvo un rato con los ojos cerrados. Luego cogió el bolso de Gertru de encima de la silla y buscó dentro. Lápiz no tenía. Llaves, cartas, fotos, una barra de labios. Con la barra se escribía muy gordo, pero servia igual. Escogió una cartulina alargada: (Los jefes y oficiales del Aeropuerto invitan a usted…:), y debajo en letras rojas dejó escrito: (Me voy porque me ha entrado mucho dolor de cabeza). Miró a la pista ciega, atestada, bajo la gran claraboya de cristales. A Gertru no la veía. Se levantó y salió. Pasó al lado de Manolo Torre, que se había apoyado en la columna y le estaba encendiendo un pitillo a la chica de verde.

– ¿Yo? La primera vez que veo a una persona-estaba diciendo ella-igual que si nos conocié-ramos de toda la vida.

– ¿Por qué no nos vamos arriba? -dijo Manolo mirándole la cara a la luz de la cerilla-. Te rapto para mí.

Natalia salió a la calle. Se sentía arrugadas las medias de cristal, arrugado el vestido de seda rojo. Todavía no se había ido el día del todo; quedaba algo de luz. Desde uno de los balcones de la galería alta, los torsos inclinados de espaldas al barullo de dentro, Manolo y Marisol, que acababan de asomarse, la vieron vacilar antes de cruzar la pequeña plaza.

– ¿Conque igual que si nos conociéramos desde pequeños, eh? Qué diablo, tienes cara de diablo, lo estaba pensando antes. ¿Cómo te llamas?

– Marisol. Oye, es bonita esta plaza, muy romántica. Esa niña que sale ahora es la que estaba sentada contigo, ¿no?

– Sí. Antes me ha dado calabazas.

– ¿Calabazas de qué?

– De bailar, ¿qué te parece a ti?

– Pues muy bien, porque si no, a lo mejor no te conozco.

Manolo la cogió del brazo; vio que se dejaba.

– ¿No conocerme? Difícil. Era una cosa fatal, Marisol, preciosa, estaba preparado para esta tarde.

El cielo estaba moteado de vencejos altísimos, blanco, inmenso, como desbordado de una gran taza. Natalia respiró fuerte mientras se alejaba hacia las calles tranquilas. Enfiló la de su casa que hacía un poco de cuesta. Todavía llevaba dentro de la cabeza el eco de la música estridente y confusa de la fiesta.

Retrasó el paso cada vez más hasta llegar a su portal. Julia se asomó al mirador y la llamó.

– Tali, ¿qué haces ahí parada?

– Nada, hola. Es que no sé si subir todavía o darme una vuelta.

– ¿A estas horas?

– No es tan tarde; no serán ni las nueve.

– Casi me iba contigo -dijo Julia.

– Pues baja.

– ¿No te importa?

– Claro que no.

Julia se peinó un poco y se lavó los ojos con agua fría.

A pesar de todo, su hermana le notó que los tenía rojos de haber llorado. Echaron a andar. Julia le preguntó que qué tal le había parecido el Casino y Tali dijo que bien, que se había venido porque tenía mucho calor. La otra no le preguntó nada más, tenía un aspecto distraído. Junto a la pared norte de la Catedral, por la callejita, venía un aire fresco.

– Está buena la tarde -dijo Julia-. En casa te emperezas cuando te quedas sola. Me duele más la cabeza.

– ¿No has salido? ¿Por qué no salías?

– Qué sé yo.

– ¿Qué estabas haciendo?

– Un solitario. No tenía ganas de coser.

Doblaron la esquina de la Catedral. Estaba abierta la puertecita de madera que llevaba a las habitaciones del campanero y a la escalera de la torre. Julia no había subido nunca a la torre y su hermana le propuso que subieran; no podía comprender que no hubiera subido nunca.

– Anda, verás qué bonito, si es lo más bonito que hay. Te encantará. Se te despeja el dolor de cabeza.

Entró delante de ella con aire experto y decidido.

– No sé si se nos va a hacer tarde para la cena.

– No, mujer. Subir y bajar. Tú sígueme a mí.

La escalera de caracol estaba muy gastada y en algunos trozos se había roto la piedra de tanto pisarla. Julia se quedaba atrás y cuando estaba muy oscuro llamaba a su hermana, le decía que no fuera tan de prisa, que daba un poco de miedo a aquellas horas.

– Si voy aquí, boba. Te estoy esperando. ¿Puedes?

Llegaron a la primera barandilla. Tali no quería que se asomara Julia, decía que era mucho más bonito desde arriba, que siguieran y sería más ilusión.

– Anda, mira que eres, no te pares aquí. Si sólo falta otro poco como lo que hemos subido para llegar a las campanas.

– Se ve bien desde aquí ya.

– Mujer, no te asomes.

– Otro día, guapina, hoy es un poco tarde. Otro día vuelvo contigo y subo hasta lo último, de verdad. Hoy nos quedamos en ésta. Salieron a la barandilla de piedra. Tali se empinó con el brazo extendido y le brillaban los ojos de entusiasmo.

– No seas loca -dijo su hermana, sujetándola-. Te vas a caer, ¿no te da vértigo?

– Qué va. Mira nuestra casa. Qué gusto, qué airecito. ¿Verdad que se está muy bien tan alto? Mira la Plaza Mayor.

Julia no dijo nada. Paseó un momento sus ojos sin pestañeo por toda aquella masa agrupada de la ciudad que empezaba a salpicarse de luces y le pareció una ciudad desconocida. Escondió la cabeza en los brazos contra la barandilla y se echó a llorar. Después de un poco, sintió que su hermana le ponía la mano sobre el hombro.

– Julia, no llores, ¿por qué lloras?

No levantó la cabeza. Oía los chillidos agudos de los pájaros que se iban a acostar y casi las rozaban con sus alas.

– ¿Qué te pasa? No llores. ¿Es que has vuelto a reñir con papá?

– No -dijo entre hipos-. Sólo lo del otro día.

– ¿Entonces? Háblale tú. Seguro que ya no está enfadado.

Julia levantó la cabeza y dijo con rabia:

– Pero yo no le quiero pedir perdón, yo no le tengo que pedir perdón de nada. Me quiero ir a Madrid, me tengo que ir. Si vuelvo a hablar con él es para decirle otra vez lo mismo. Se enfada y no quiere entender; Miguel también está enfadado, no me escribe. Yo no les puedo dar gusto a los dos.

Se conmovió al ver que Tali la estaba escuchando con los ojos fijos y brillantes, al borde de las lágrimas.

– ¿Qué hago, dime tú, qué hago? La tía y Mercedes también están en contra mía.

Natalia sacó una voz solemne.

– Si te vas a casar con Miguel, haz lo que él te pida. A él es a quien tienes que dar gusto. Espera a que se pasen las ferias, y si no viene a verte, ya lo arreglaremos para convencer a papá. O podemos escri-bir a los primos.

– Es que él quiere que esté bastante tiempo. Que vaya casi hasta que nos casemos -dijo Julia.

– ¿Y tú también quieres?

– Yo también. No podemos estar siempre así, separados, riñendo por las cartas, Tali, no se puede. ¿Verdad que no tiene nada de particular que vaya yo? Tengo veintisiete años, Tali. Me voy a casar con él. ¿Verdad que no es tan horrible como me lo quieren poner todos?

Le buscaba con avidez el menudo perfil inclinado hacia las calles solitarias, apenas con algún ruido que llegaba ajenísimo.

– Me parece maravilloso que te quieras ir. Te tengo envidia. Ya verás cómo se arregla.

Ya había puntas de estrellas. Encima de sus cabezas chirrió la maquinaria del reloj, que era grande como una luna, anunciando que iban a ser las nueve y media en la ciudad.

SEIS

La pensión América era una casa estrecha con desconchados debajo de los balcones. Se llamaba abajo, y abrían la puerta tirando de una cuerda desde el primer piso; tenía platos de cobre en la pared a derecha e izquierda, según se subía. Yo, durante varios días no fui más que para dormir, temprano, como era mi costumbre, y solamente vi a la mujer de pelo gris que me sostenía la cuerda de la puerta y me miraba subir los primeros peldaños desde el final del tramo; había cambiado con ella las palabras indispensables para el alojamiento. Me dio una habitación muy grande donde parecía navegar la cama sobre el piso fregado de la madera. Era una cama de matrimonio; blanqueaba vagamente el embozo de las sábanas bajo una luz escasa en el centro del altísimo techo.

Una noche me dio pereza salir a cenar a la calle porque me había pasado la tarde leyendo en mi cuarto y pensé tomar un bocado en la misma pensión. Salí al pasillo. No había nadie. Todas las puertas estaban cerradas menos una, al fondo, por cuya abertura salía a los baldosines el resplandor de dentro ten-

dido en una raya gruesa y oblicua. Empujé la puerta; era el comedor, una habitación más bien pequeña con mesas preparadas. Al pronto no vi a nadie; luego, mientras entraba, sentí una presencia a mis espaldas y me volví un poco sobrecogido. La puerta, al empujarla, me había ocultado una mesa más que estaba en el rincón. Sentada a ella había una chica pálida con el pelo oxigenado peinado muy tirante y grandes pen-

dientes de bisutería en forma de aro. Había apartado un poco su cubierto y estaba acodada con la cara descansando en la mano izquierda. Los ojos levantados, me miraba sin pestañear. Yo di las buenas noches y aparté una silla para sentarme.

– Hola-saludó ella familiarmente, con un movimiento de la cabeza.

Me senté. Al principio miraba obstinadamente el mantel manchado de vino tinto. Luego levanté los ojos y ella me seguía mirando. Su rostro completamente vulgar, parecido al de otras chicas rubias que había visto muchas veces, me produjo una sensación de sosiego y somnolencia. Se sonrió.

– ¿Eres nuevo?

No contesté inmediatamente. Sobre la pared, detrás de su cabeza, se agrandaba la sombra de la lámpara de cristal con sus tubitos opacos y movedizos colgados circularmente como flecos.

– ¿Nuevo? No, no. Ya he venido hace días.

De una puertecita que había a la derecha medio camuflada entre dos altos aparadores oscuros, salió la mujer del pelo gris y vino olor de guiso y un chirrido de aceite en sartén. Pasó por delante de mi mesa y se quedó mirándome con expresión atónita. Me preguntó que si iba a cenar y le dije que sí.

– Pero esa mesa estaba ocupada. Si va a cenar todos los días, le pongo una para usted.

– No, todos los días no. Por de pronto hoy. Creo que terminaré antes de que vengan las personas que la ocupan. Tardo poco en comer.

No se movía ni dejaba de mirarme.

– Yo ya digo, es que esa mesa, claro, ahí se pone siempre don Ernesto con el chico; si fuera usted a cenar siempre, le ponía una. Ya con sus botellas y cosas y todo…

– Ya le dije el primer día que no pensaba comer ni cenar aquí, pero ¿no me puedo poner en otro sitio?

– Sí, hombre, siéntate aquí conmigo-interrumpió la chica rubia.

Los dos miramos hacia su mesa. Había hablado sencillamente, con cierta autoridad, y ahora estaba retirando su bolso de encima del mantel para hacerme sitio.

– Lo que es como te metas en discusiones con ella, no acabáis en toda la noche. Anda, ven. Ponga usted aquí su cubierto, Juana.

La mujer nos miraba alternativamente, de pie entre las dos mesas, y parecía que se concentraba en esperar mi decisión. Cuando vio que me levantaba y me sentaba enfrente de la chica, me colocó el cu-bierto sin decir nada y desapareció. Volvió a estar todo en silencio. Ningún crujido ni voces revelaban la presencia de personas al otro lado de la puerta que daba al pasillo.

– Muchas gracias.

– Hijo, de nada. Lo hago por egoísmo, porque no puedo con las monsergas.

Tenía la mano rodeando un vaso de vino y reconocí las uñas afiladísimas laqueadas de rojo. La noche que llegué no tenía sueño y me asomé varias veces a la ventana de mi cuarto que daba a un callejón trasero. Mirando los perfiles de las casas, tenía una prisa nerviosa por dormir y que se hiciera de dia, porque se borrara aquella luna apepinada y vacilante que parecía un barco, y el cuarto y el callejón y yo mismo nos hiciéramos reales y tuviéramos nuestro sitio a la luz del sol. Una de estas veces que me asomé, tuve un susto. Al nivel de mi ventana, un poco a la izquierda, tan cerca que hubiera podido tocarlo, sobre-salía el brazo blanco e inmóvil de una mujer, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo. Eran estos mismos dedos que ahora sobaban el vaso de vino.

– ¿Dónde te metes?-me preguntó-. No te había visto nunca.

Hablaba en voz un poco baja, como si alguien fuera a oírnos. Yo al principio no noté que estaba bebida. Le hablé sin levantar los ojos de su mano, le dije que tenía mi habitación al lado de la suya. Me resultaba fácil tutearla como ella hacía.

– ¿Al lado? Qué risa. ¿Es que me conocías ya?

– No te había visto hasta esta noche.

Me obligó a mirarla. Se inclinó de codos hacia mí. Entonces vi. el brillo lechoso y mortecino de sus ojos, la mueca tirante con que se reía.

– Eso sí que tiene gracia -dijo-. ¿Es un acertijo? A mí me gustan los acertijos y tú me intrigas. Quieres que me interese por ti.

Le conté lo de la noche que le había visto las manos en la ventana y se rió mucho. Dijo que qué romántico. Me espiaba la expresión y yo no me reía.

– Me gustas tú porque cuentas las cosas sin chunga -dijo-. Parece mentira lo serio que eres. No se lo puede una ni creer.

Le salía una luz turbia mirándose la mano izquierda levantada en el aire.

– Qué emoción, conocerme por las manos, chico. No me había pasado nunca.

Luego me preguntó que si tenia novia y le dije que no.

– Me alegro. No me gusta alternar con los chicos de novia. Casado ya no me importa. De eso no te pregunto.

Durante la cena bebió sin cesar. Me contó que era la animadora del Casino; que ya hacía años que tenía ese oficio y me explicó cómo era el traje de lentejuelas con el que había debutado en un café de Cáceres, que todavía lo guardaba porque le estaba muy bien. Se llamaba Rosa, pero en los carteles le ponían Rosemary. Me preguntó cómo me llamaba yo. Era de un pueblo de Madrid. Me habló mucho rato del río de su pueblo, un río hermosísimo, y de los baños que se daban en el verano sus hermanos y ella. Cuando terminamos de cenar, se quedó en silencio con la cara apoyada en las palmas de las manos. A mis espaldas estaba el balcón abierto. Era una noche muy clara; se veía enfrente el caserón grande que estaba en la esquina de la curva que bajaba hacia el río, con sus rejas cruzadas en las ventanas. Tenía curiosidad por aquel edificio y le pregunté a ella que si era la cárcel.

– Qué va. La cárcel no. Me parece que es el manicomio. Ya ves, yo vine aquí porque necesito ahorrar y me dijeron que era barato, ¿verdad?; pues luego me alegré cuando supe lo del manicomio. Siempre es mejor tenerlo cerca, ¿no te parece?, por si acaso, que de tanto ir de acá para allá y unos y otros, no tendría nada de particular, pero nada, que un día… Oye, yo he bebido mucho -dijo sin transición-. Estoy mareada.

Se restregó los ojos y los dejó escondidos descansando en la mano.

Habían entrado otras personas en el comedor y nos miraban. Yo me empecé a encontrar a disgusto y se lo dije a ella.

– Que nos miran, ¿verdad? -dijo en voz alta y destemplada-. No, si no me extraña. Aquí la animadora, lagarto, lagarto, y los que van con ella igual, cosa perdida. Anda, vámonos, que miren a su padre. Me acompañas a mi cuarto y así te enseño fotos del río de mi pueblo. Nos metemos los dos en mi cuarto, nos sentamos en la cama, ¿quieres?

Apuró el último vaso del vino y se levantó. Yo hice lo mismo. Salió al pasillo delante de mí; andaba con paso inseguro sobre sus altos tacones.

Esperé a que abriera la puerta de su cuarto y diera la luz. Encima de la cama, medio deshecha, había un kimono rojo. Lo apartó para atrás.

– Siéntate aquí. ¿Dónde tengo las fotos ahora? Ah, sí, aquí. Tú las miras y yo me tumbo un poco, luego si se me pasa el mareo salimos. Me gusta estar contigo, Pablo. Te llamas como un chico de Guada-lajara-se reía apoyando la cabeza en la almohada-, uno que era linotipista. Ay, ya no hablo más, me da todo vueltas!

Me dio el grupo de fotos. Delante de unos árboles que se veían al fondo había varias muchachas con trajes de verano. Estaban muy chiquitas y no se veían bien.

– ¿Eres tú alguna de éstas?

Se incorporó y dijo que no, que era su hermana Vale, que se parecían mucho. Me señalaba una cualquiera de las cabecitas con la uña puntiaguda del meñique, acercando su cara a la mía. Luego se volvió a tumbar. Todas las fotos estaban hechas en el mismo sitio y eran parecidas; las miré despacio una por una sin decir nada. Luego se las metí en el bolso abierto. Ella se había puesto una mano por los ojos.

– No me pongo mejor, oye, qué mal ahora, qué dolor de cabeza, tengo una náusea… no vamos a poder salir.

– No te preocupes de eso, no hables, a ver si se te pasa.

Me levanté y le quité con cuidado los zapatos, luego quité las cosas de encima de la cama y la tapé con la colcha, le puse sobre la frente un pañuelo mojado en agua fría. Ella se dejaba hacer sin abrir los ojos.

– Qué bueno eres, qué bueno, no hay nadie como tú; tú no te aprovechas de verme borracha.

Lloraba silenciosamente con los ojos cerrados y las lágrimas le formaban regueros por el maquillaje.

– No hables, no te muevas; tranquila.

– Por Dios, cuando te vayas que no te vean salir. Haz poco ruido, no sabes cómo son, que no te oiga nadie, tú de puntillas.

– No me oirán, no llores, anda, ¿te apago?

Todavía estuvo diciendo cosas durante algún rato, cada vez más incoherentes, hasta que se durmió y yo me fui a mi cuarto.

SIETE

Julia subió al escalón con las rodillas, y acercó los ojos a la rejilla de su lado que acababa de abrirse. Distinguió confusamente los rasgos abultados del rostro de don Luis.

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida.

– Padre, soy Julia.

– Ah, Julia, Julita. Vamos a ver, hija.

Siempre aquella cosa en la garganta, como un latido apresurado que entorpecía las primeras palabras. Siempre desde pequeña, y cada vez más agudizado. Sentía a sus espaldas las luces de las velas, los cánticos, los rezos, los ojos guiñados de los santos, mezclarse, menearse en un jarabe espeso y girato-rio que se aplastaba contra ella inmovilizándola de cara a la madera, aturdiéndola con su hervor confuso. Apretó dentro del bolsillo de la chaqueta el papel arrugado y sobadísimo. Antes, a la luz escasa de una bombilla lo había estado repasando, pero la verdad es que fue más bien por deleite. Lo había escrito anoche, cuando el insomnio.

– Verá, padre, que algunas veces cuando he ido al cine, me excito y tengo malos sueños.

La cuestión era empezar aunque fuera con un rodeo, despegar la lengua, sentírsela húmeda.

– El cine, siempre el cine, cuántas veces lo mismo. Ahí está el mal consejero, ese dulce veneno que os mata a todas. Pero sueños, ¿cómo dormida?

– Si, padre, casi siempre dormida. Aunque anoche no tanto. Anoche estaba bastante despierta y lo pensé porque quise. Y si estoy dormida, cuando me despierto me gusta haber soñado esas cosas.

– Pero de qué son esos sueños, vamos a ver. Anoche, por ejemplo, ¿qué soñabas?

– Nada, acordándome de mi novio, sobre todo de esa vez que fui a verle en Santander a su pensión, y de cuando nos bañábamos ese verano, y nos íbamos solos hasta las rocas.

– Pero, hija de mi alma, eso ya está confesado y perdonado mil veces. No te atormentes con pecados viejos. Después de aquello, Dios ha tenido misericordia de ti y te ha dado siempre fuerza para perseverar en el camino de la virtud.-Julia guardó silencio-. ¿No es así?

– Sí, padre.

– ¿Entonces?

– Pero la tentación la tengo siempre. Yo creo que si le viera mucho, volvería a pasar lo de aquel verano. Anoche me desperté y estuve escribiéndole cosas como las que me escribe él, diciéndole que me acordaba mucho de todo lo de ese año cuando nos hicimos novios, que es mentira cuando le digo que me enfado por las cosas que me dice él en las cartas…; lo más malo que se puede usted figurar, con el deseo de excitarle.

– Bueno, bueno… ¿Le has mandado esa carta?

– No. La tengo aquí. La voy a romper.

– Bien, hija. ¿Ves cómo Dios no te abandona? ¿Ves cómo permite que tengas tentaciones para hacerte salir victoriosa de ellas? Los grandes edificios se levantan granito a granito.

Julia lloraba.

– Vamos, vamos. Estás haciendo un bien muy grande en un alma tibia y endurecida como la de ese muchacho. No decaigas, no eches abajo toda tu labor. Solamente a sus elegidos les pone Dios misiones tan duras. Piensa que cuando te cases tienes que seguir influyendo en su alma.

– Pero, padre, si no influyo nada; si sigue pensando igual que antes. Si no aprecia nada lo que hago por él, se ríe de mí, dice que soy una ñoña.

– Sí lo aprecia, hija mía. En el fondo de su alma lo aprecia. La pureza es el adorno más fragante del alma de una joven y su blancura llega a los sentidos de todos los hombres. ¿Cuándo os casáis por fin?

– No sé. Yo digo que para la primavera. Ahora está enfadado.

– Bien, hija mía, bien. Yo rezaré por ti. ¿Algo más?

Julia quería hablar más, pero don Luis tenia voz de prisa. Ahora las mentirillas, el cotilleo, las malas contestaciones a la tía. Don Luis escondió un bostezo. Estaban cantando el (Cantemos al amor de los amores). La iglesia se apaisaba, dejaba de girar. Los altares, las velas y los santos volvían a sus sitios, desfilaban por la canción en línea vertical, despacio, como cuando se pasa un mareo.

– No vuelvas mucho al cine, hija. Hace siempre algún mal.

– Voy esta tarde; pero es dos erre. (Marcelino pan y vino:), una de un milagro.

Mientras escuchaba la penitencia, miró la hora de reojo. Luego bajó la cabeza para recibir la absolución.

– Vete con Dios, hija. Tranquila.

La vieron entrar en el banco con la mirada recogida. Allí estaba su bolso. Doña Laura. De rodillas, mirando las bombillitas que nimbaban los cabellos de la Milagrosa, perdida entre mujeres de oscuro, sintió mucho arrepentimiento. No había sido mala confesión. Rezó la Salve, fijándose mucho en lo que decía, y le pareció muy hermosa y muy dulce la actitud de la Virgen con los brazos caídos, y que la miraba. Luego salió a la calle, los ojos refrescados por un poco de llanto, y esparció en pedacitos minúsculos los papeles de la carta. Cruzó a casa a dejar el velo y a pintarse un poco. Isabel y Goyita ya la debían estar esperando a la puerta del cine.

Al entrar en el portal, casi se tropezó con un hombre que estaba sentado en el primer peldaño, fumando. A lo primero no le reconoció, a contraluz y con el susto, é1 la abrazó por las rodillas y levantó la cara riendo.

– ¡Miguel!!¿Cuándo has venido? Me figuraba, fíjate; me lo figuraba que no ibas a avisar si venías. Pero suéltame, hombre, que me caigo, ay!

– ¿Dónde has ido? Te he llamado por teléfono tres veces.

Julia se separó y él se puso de pie. Traía una cazadora de cuero bastante manchada y no estaba bien afeitado. Se miraron.

– Me había ido a confesar.

– Qué guapa estás!Venga, vámonos, hay que aprovechar la tarde.

Ella quería subir a cambiarse de traje, pero no la dejó. La empujó a la puerta y echó a andar a su lado, cogiéndola por el pescuezo. De broma le daba meneones, columpiándola hacia sí. La despeinaba.

– Hombre, déjame. Déjame que guarde el velo por lo menos. Toma, guárdamelo tú.

– Ay Dios, cuánto velo, cuánta confesión. ¿Pero qué pecados tienes tú, si debes tener la concien-cia como una patena de tanto limpiarla y relimpiarla?

Julia iba a disgusto, se sentía el moño medio deshecho. En el reloj de la barbería vio que eran menos cinco.

– Vamos a torcer por aquí -dijo él-. Vamos al río, a aquel sitio que fuimos la otra vez que vine a verte.

– No, verás. Yo primero tengo que ir a dar un recado a unas chicas amigas mías. No tardo nada.

– Venga, no empieces con planes, ya irás luego.

– Que no, hombre, que me están esperando a la puerta del cine, no les voy a hacer esa faena. Si es un minuto. Les digo que has venido y ya. Si me quieres esperar aquí en la barbería, de paso te afeitabas.

– Déjame de afeitados, voy bien así.

– Hombre, qué te cuesta. ¡Mira que te presentas a verme de una facha y vestido de un modo!

Miguel sacó una voz segura y decidida.

– Te he dicho, Julia, que voy bien como voy. Si quieres presumir de novio delante de tus amigas, yo no soy ningún maniquí. Te buscas uno. Siguieron en silencio. Ella hizo un gesto para desprenderse de la mano de él. Él la afianzó más fuerte.

– A ver dónde es ese cine.

– Pasada la Plaza.

– Mira que son unos problemas. Si no llegabas, ya entrarían ellas sin ti. El caso es buscarse compromisos, cosas que le aten a uno. Siempre igual.

Desde lejos vieron a las amigas, que estaban a la puerta del cine. Se habían salido a la calzada y miraban al arco de la Plaza, de donde arrancaba la calle.

– Hija, qué horitas-la saludó Isabel cuando la vio llegar-. Y cinco-y miraban las dos a Miguel disimuladamente-. Nos perdemos el Nodo.

Julia les explicó que había venido su novio a verla, y se lo presentó.

– Chica, qué ilusión te habrá hecho, ¿no?

– Fíjate, bárbaro. Además, de sorpresa.

– Y que ya no le esperaban, ¿ves, tanto lamentarte? No son tan malos los novios-comentó Isabel con una risita.

Miguel, después de darles la mano, se había quedado un poquito aparte y miraba para otro lado. Julia le cogió del brazo.

– ¿Vienes para muchos días?-le preguntó Isabel, mirándole.

Él desvió la vista.

– No sé.

– Por lo menos que se quede a la (kermesse) del domingo, ¿no?

– Ya veremos -dijo Julia-. Igual se va mañana. Éste es así.

– Oye, es verdad que se parece un poco a James Mason -dijo Goyita, que le había estado mirando sin decir nada.

Se despidieron y Julia les pagó su entrada. Dijeron ellas que la podían cambiar por otras dos que estuvieran juntas, y así ya tenían sitio donde ir, que localidades había todavía en la taquilla:

– Resolvíais la tarde.

– Qué manía de meterse donde no les importa, qué tías -comentó Miguel cuando se separaron-. Venga, vámonos rápido.

– ¿No quieres que cambiemos la entrada? A mí me hace bastante ilusión esta película.

– No, hombre, rómpela de una vez. En el cine nos vamos a meter, para que nos sigan controlando esas dos.

– No sé qué manía les has tomado sólo verlas; habrán dicho que eres un grosero.

– Si es que me pone malo esa voz tan tonta que sacabais las tres hablando de mi, tú igual que ellas, no se puede aguantar. Y ya les has ido diciendo que me parezco a James Mason. Te debes pasar el día hablando estupideces. Sabes que estas cosas son las que me sacan de quicio.

– Pues Goyita no es nada tonta. Es muy amiga del invierno, de cuando íbamos al corte, y una chica bien maja. Lo de James Mason no se lo dije yo, palabra, lo dijo ella por un retrato tuyo que me vio una vez, el que llevo siempre en la carterita.

Pasada la Plaza dijo Miguel:

– Bueno, con esto se acaban las monsergas de hoy. No he venido para reñir; esta tarde no quiero reñir contigo para…

– Si eres tú el que riñes.

– He dicho que basta.

Bajaban ya camino del río. Hacia un poco de aire y Julia se abrochó la chaqueta. Él la cogió por los hombros y la atrajo fuertemente hacia sí. Sentía ella la presión de la mano a través de la tela; iba mirando furtivamente por si veía a alguien conocido.

– Casi no me dejas andar.

– Mejor.

– ¿Con quién hablaste antes por teléfono?

– Con uno que debía ser tu padre.

– ¿Cómo que debía ser? ¿No le has saludado?

– ¿Por qué?

– Qué sé yo. Tampoco me ha saludado él a mí.

– ¿Le dijiste quién eras?

– No.

– ¿Entonces cómo te iba a saludar?

– Porque me conoció de sobra.

– Qué bobada. Si te hubiera conocido…

– Te digo que me ha conocido, qué ganas tienes de discutir. Ha estado seco y antipático, por eso no le he saludado yo.

– Y también porque no tenías ganas.

– Bueno, también porque no tenía ganas.

En el Puente Nuevo, Julia se soltó con el pretexto de arreglarse el moño y luego se acodó sin decir nada a mirar el agua del río que venía de color chocolate. Miguel, después de un poco, se puso a acari-ciarle el pelo, pero ella no se movió ni despegó la barbilla de las manos cruzadas. Olía fuertemente a gasolina de un camión que estaba llenando su depósito en el puesto que había a la entrada del Puente. Dijo Miguel que le parecía que no se había alegrado de verle, que qué le pasaba, y como ella seguía muda le separó bruscamente las manos de la cara.

– Di. ¿Por qué estás rara? ¿Qué te pasa?

– Nada.

– Pues háblame, di algo. ¿Has arreglado lo de ir a Madrid este invierno…? Pero hija, ¿por qué te pones a llorar? No te hagas la víctima de nada, no formes historias, ¿qué te he dicho para que llores?

La apretaba un brazo nerviosamente. Julia hizo fuerzas para volver a la postura de antes. Ponía, al sorberse las lágrimas, un gesto terco de incomprendida.

– Pero ¿qué te pasa? Explícamelo sin andar con lloriqueos, por lo que más quieras.

Ella levantó una cara irritada.

– Pero qué quieres que me pase. Lo de mi padre. Que parece que lo haces para fastidiar. Arriba tenias que haber subido a buscarme. Eso es lo que tenías que haber hecho, para que se vayan arreglando las cosas, en vez de ponerlo todo cada vez peor. Me preguntas que qué me pasa.

Arrancó a andar y a los pocos pasos se volvió a mirarle.

– Así cómo querrás que me dejen ir a Madrid ni nada. Eres egoísta, egoísta -dijo con voz rabiosa-. Todo que lo resuelva yo sola, tú nada; tú molestarte, de eso nada. Allá que me las componga, a ti qué te importa; pedir eso sí: que vengas a Madrid, a tu padre le dices lo que sea, a mí me importa un comino, como si fuera tan fácil.

Miguel se despegó de la barandilla del puente y echó a andar con ella, dejándola terminar tranqui-lamente. Después dijo con una voz normal:

– Tienes veintisiete años, Julia. Tienes que comprender que no te vas a pasar la vida atada a los permisos para cosas que son importantes para nosotros. A veces me has parecido inteligente, y que comprendías esto.

– Te mataba, te mataba-exclamó ella con voz de lágrimas y volviendo a mirarle enconadamente-. No entiendes nada, déjame en paz. Tú sí que no entiendes nada.

Se había detenido un momento para hablar y él la adelantó con sus pasos iguales y rítmicos. Julia vaciló un momento como si al quedarse detrás de él sus razonamientos perdieran fuerza ante sí misma. Acortó la distancia, pero sin ponerse a su lado del todo.

– ¿Qué te habrá hecho mi familia, pregunto yo, para que les tengas esa ojeriza?

– Les tengo la simpatía que me tienen ellos a mí.

– Me desesperas. Eres tú el que no les quieres, el que no puede ver a mi padre.

– Ni le quiero, ni le dejo de querer. Me da igual. Pero se mete en asuntos que no son suyos. Y les metes tú, que le consultas cosas que no le tienes que consultar… Sobre todo Julia -dijo cambiando de tono-. Este tema de conversación me aburre. Me amargas la tarde por tonterías, como siempre. Para hablar de tu familia no te he venido a ver, me sobra con todas tus cartas. Soy tonto, vengo a verte para hacer las paces, para pasar una tarde sin cuestiones, creyendo que tienes arreglo, y nada… nunca escar-miento de una vez para otra.

Hablaba sin mirarla.

– Sí, como vienes tanto.

Siguieron en silencio. Habían salido del Puente y echaron hacia la izquierda por la carretera de Madrid, bajo la bóveda de los castaños de Indias que ensombrecían como un túnel El sol se estaba po-niendo y hacía un halo naranja por detrás de la torre de la Catedral. Miguel iba de prisa. Con las manos en los bolsillos del pantalón. Julia hizo un pequeño escalofrío y se cruzó los brazos por delante. Dio la media en el reloj de la torre.

– No vayas tan de prisa. Si sigues así, me siento y te vas solo. ¿Has oído?

Pasó otra pareja de novios en dirección contraria y se quedó mirándoles con curiosidad. Miguel no había vuelto la cara, y Julia, que ya iba a sentarse o a darse la vuelta, tuvo vergüenza de los otros y dio dos o tres pasitos más vivos.

– Miguel -dijo llegando a su lado y cogiéndole del brazo.

– Qué pasa.

– Que no seas así.

É1 se paró a mirarla, como esperando a que siguiera. Sacaba Julia una voz indecisa y suplicante.

– Es que es verdad, hombre.

– ¿Qué es lo que es verdad? ¿Qué es lo que te he hecho, porque todavía no lo sé? A ver. Explícalo.

– No sé. Que debías haber subido, reconoce eso por lo menos. Así se ponen las cosas cada vez peor. Hoy ya casi estaba contenta con mi padre, si tú hubieras estado simpático…-Miguel hizo un gesto de impaciencia-. Ellos no te quieren mal, de verdad te lo digo, pero también ponte en su caso.

– Pero ¿en qué caso?

– Pues que les tiene que extrañar a la fuerza que yo haya dicho que nos vamos a casar para fines de primavera, y que tú no les conozcas más que de refilón, ni siquiera a Mercedes, ni te importen, que no tengas nunca un detalle con ellos. ¿No te parece…? Por Dios, no estés así.

Había un pretil de piedra. Miguel se paró.

– ¿O es que no nos casamos para la primavera?

Miguel se sentó en el pretil, de espaldas a la carretera. Sacó un pitillo y lo encendió lentamente. Julia, al encaramarse para ponerse a su lado, le vio el perfil a la lucecita de la cerilla, el pelo despeinado sobre los ojos, el gesto fosco y varonil.

– Hombre, contéstame por lo menos.

– Es un asunto que me aburre. Me aburres con continuas cantinelas. Ya te he dicho que si se puede nos casamos en primavera. Si no, se espera y en paz. Cuando se pueda. Si tú vienes a Madrid, no hay problemas, porque estaremos juntos y yo trabajaré más contigo. Nos podremos casar antes. Pero tú nunca me ayudas, Julia, sólo me sirves para achucharme, para ponerme problemas que no existen y para hacer-me enormes los que hay. Se me quitan las ganas de todo, te lo juro.

Colgaban juntos los pies de los dos. Los zapatos de Miguel eran grandes y descuidados. Julia los miró con una repentina ternura. Empezaba a ponerse oscuro y el cielo estaba quieto, como tiznado de carbón. Parecía que por aquellos tiznones iba a bajar la noche a inundarlo todo. Ladró un perro en la otra orilla del río.

– Miguel.

– Qué.

– Que yo tampoco quiero que riñamos. Que te quiero. Es que las cosas se enredan así. Ya no volveremos a discutir esta tarde, si tú no quieres. Te lo juro.

ÉI se volvió despacio y le pasó un brazo por la cintura. Le brillaban los ojos muchísimo. Julia desvió los suyos. Se sintió desfallecer cuando oyó que le preguntaba:

– ¿Bajamos ahí?

– ¿Adónde ahí?

– A ese hondón. Se debe estar bien.

– Yo estoy bien aquí.

– Ahí se está mejor. Esta piedra no es cómoda.

– Bueno, pero ¿qué hora es? No se nos vaya a hacer tarde detrás.

– No. Es temprano. Es la una. Todas las horas vienen.

– No, de verdad, que no quiero llegar tarde.

– Anda, anda, doña sermones.

La ayudó a bajar. A mitad de la cuestecilla la sujetó para que no resbalara y la fue a besar. Ella apretó los labios y los apartó un poco.

– ¿Qué te pasa ahora? -dijo Miguel, irritado.

– Nada, que no quiero que me beses, que luego cada vez es peor.

– Pero peor qué, peor por qué.

– Por nada.

– Si no te besara no sabría si te sigo queriendo.

Se besaron sentados en el final del talud. Hacía un aire húmedo y se oían unas risas y chillidos de niño muy lejos, en unas casitas de hortelano de la otra orilla.

OCHO

Recibí una carta de Elvira. Tenían confundidas las señas de la pensión, y comprendí por la fecha que me llegaba con retraso y por casualidad. Era una carta muy sorprendente. Primero hablaba bastante de ella misma, de que solía obrar por impulsos y de que necesitaba desahogarse cuando algo de lo que había hecho o dicho le parecía incompleto o inadecuado, le hacían sufrir las cosas dejadas a medias. Con este preámbulo llegaba a aludir a nuestra conversación en el pasillo del día que fui a visitarles, la cual-decía-por culpa de las circunstancias y de su estado de nervios había sido sencillamente grotesca, pero al mismo tiempo le había dejado la sensación de algo extraño y alucinante presentido muchas veces, de algo que no se podía repetir, un momento que valía por muchos días iguales de hastío y desesperación. Que ella era intuitiva en todo, también en su obra (decía a su obra) sin especificar más, (pensé que con el deseo de intrigarme), y que apenas cruzada la palabra conmigo había sabido que nos parecíamos en muchas cosas y que podíamos llegar a tener una amistad distinta de cualquier otra. Aun a riesgo de parecerme absurda, me confesaba que pensaba continuamente en esta conversación que tuvimos en el pasillo, y también con rabia en el papel ridículo que a ella le había tocado. Terminaba diciendo que había escrito la carta de un tirón y que no quería releerla. La carta, dentro del tono intencionadamente poético y confuso, era casi una declaración de amor.

Estuve dos días sin saber qué hacer. Para orientarme en mi comportamiento necesitaría haber vuelto a ver a Elvira, volver a oír su voz por lo menos, porque ni casi de su voz me acordaba. Una nueva visita a la casa me producía timidez, y en cuanto a escribir, las veces que intenté hacerlo me veía sumido en tal perplejidad que no lograba poner ni siquiera el encabezamiento. Por fin un día me decidí a llamar por teléfono para probar fortuna, con la esperanza de que cogiera ella el aparato, y mientras oía el ruido de la llamada me latía con fuerza el corazón como ante una puerta desconocida. Se puso Teo y fingí haber telefoneado para preguntar por el asunto del Instituto. Se alegró. Precisamente el día anterior había hablado con el director nuevo, el cual estaba conforme en aceptarme para el puesto de alemán vacante hasta que salieran las oposiciones que se calculaban hacia Semana Santa. Que podía ir a hablar con este señor a la secretaría del Instituto cualquier día laborable para que nos pusiéramos de acuerdo en los detalles. Se despidió cortésmente, como quien da por cancelado un asunto enojoso, y me dijo que tendrían gusto en volverme a ver por allí. (Salude a su hermana), dije yo antes de colgar.

El asunto de la carta de Elvira se había vuelto para mí como una cuenta pendiente y empecé a encontrarme a disgusto en todas partes. Para librarme de esta obsesión me dio por pensar que si la carta se hubiese perdido-cosa muy posible porque no traía remite-todo hubiera seguido como antes y yo no quedaba obligado a nada. Me pareció una solución maravillosa. (Se ha perdido-decidí-. Como si se hu-

biera perdido). Y me alegré. También ella seguramente se habría arrepentido ya de escribir lo que escri-bió, y se alegraría si supiera que no había llegado a mis manos.

Una mañana fui al Instituto para hablar con el nuevo director. Era un hombrecito calvo, de expresión irónica y bondadosa, y, contra lo que había temido, la entrevista con él fue semejante a una conversación entre viejos conocidos y pude hacerle toda clase de preguntas sin sentir violencia. Él me enteró de que la vacante de alemán que yo ocuparía pertenecía al Instituto femenino, porque los alumnos estaban separados por sexos y tenían distintos horarios y profesorado. Las clases de las chicas eran por la tarde, y a mi me correspondían sexto y séptimo, que eran los cursos que daban idiomas. Le presenté algu-nos certificados que llevaba acreditando que había enseñado en otros pensionados extranjeros y apenas les echó una ojeada rápida. (No hace falta -dijo-; ya sé yo que don Rafael sabia escoger sus profesores.) Firmé unos papeles y me enseñó los horarios para consultarme si me convenían los días y horas que me iban a corresponder. Yo le di las gracias y le contesté que me era indiferente porque disponía absolu-tamente de mi tiempo.

– ¿Cómo?-se extrañó-. ¿No tiene ningún quehacer? ¿Ni clases particulares?

– Nada. No, señor. Clases puede que coja alguna más adelante, aunque no sé si merece la pena o no, total hasta la primavera.

– ¿Sólo hasta la primavera se queda usted? ¿Las oposiciones, no las ha firmado?

– No, señor.

– Pues es una pena, debía animarse, una persona con costumbre de enseñanza como usted. Ya sabrá que el plazo de admisión dura todo el mes de enero, de aquí a entonces tiene tiempo de decidirse.

Le dije que tal vez lo pensaría.

– Claro, hombre, hasta enero-se reía-igual le toma usted cariño a esto, igual se echa novia.

Me puse de pie.

– No le digo que no, todo pudiera ser.

La entrevista había sido en una sala de visitas con sofás colorados y un retrato de Franco en la pared. Me acompañó hasta la puerta por el corredor vacío, de madera. Al final un reloj de pared marcaba una hora atrasada, a través de la esfera borrosa. Nos despedimos hasta primeros de octubre, que era cuan-do empezaba el curso, y se ofreció a mi para cualquier cosa que necesitara.

– Si decide lo de las clases particulares yo le puedo buscar alguna, y lo mismo lo de la oposición, si quiere que le oriente.

– Muchas gracias, lo tendré en cuenta. Hasta pronto.-le saludé ya bajando por la escalera.

Esto de que no tuviera nada que hacer en todo el día y que sólo contara con las clases del Instituto también le intrigaba mucho a Rosa.

– ¿Te has enterado de lo que te pagan?-me preguntó aquella tarde.

– No. No creo que sea gran cosa.

– ¿Cómo? ¿No te lo ha dicho ese señor?

– Se me ha olvidado a mí preguntárselo.

– Pero, chico, tú andas mal de la chimenea.

Nos habíamos hecho muy amigos desde la noche que se emborrachó en la pensión y alguna otra vez habíamos comido juntos en la mesa y había venido conmigo a mis paseos. Siempre me insistía mucho para que fuera a oirla cantar al Casino y por fin una noche fui. Esa noche me volví a encontrar a Emilio del Yerro.

El Casino era una fachada antigua por delante de la cual había pasado muchas veces; las noches de fiesta le encendían unas bombillas que perfilaban el dibujo de los balcones.

Tenia yo la idea de sentarme en un rincón apartado y tomarme un refresco tranquilamente mien-tras escuchaba a Rosa y esperaba que terminase su trabajo, pero de la primera cosa que me di cuenta al entrar fue de que no existía ningún lugar apartado, sino que todos estaban ligados entre si por secretos lazos, al descubierto de una ronda de ojos felinos. Muchachas esparcidas registraron mi entrada y siguieron el rumbo de mi indecisa mirada alrededor. No tocaba la música y no vi a Rosa. Había mesas por todas partes, totalmente ocupadas, un silencio ondulado de cuchicheos y redondeles de luz en el centro de la pista vacía. Comprendí que tenia que andar en cualquier dirección afectando desenvoltura. Vasos, botellas, adornos, largas faldas pálidas fueron quedando atrás en una habitación amarilla. Al fondo había una puerta con cortinas recogidas. La traspuse: era el bar. Me asaltó un rumor de voces masculinas. No habría más de tres mujeres entre los hombres que fumaban en grupos ocultando el mostrador, y una de ellas era Rosa, en el centro de un corro de chicos vestidos de etiqueta. Daba cara a la puerta y se apoyaba en un alto taburete. Me vio en seguida v me llamó levantando el brazo desnudo.

– Mira, ven, Pablo, te voy a presentar a unos amigos.

Los chicos me miraron y uno de ellos era Emilio. Se puso muy contento y me pasó un brazo por la espalda con familiaridad. Que qué casualidad, que dónde me metía, que se había acordado de mi tantas veces. Pidió un whisky para mí sin consultarme. Cuando Rosa salió a cantar, me quedé con todos.

– Ahora ya sí que tenemos que armarla-les dijo Emilio a los demás-. Ahora que ha venido este amigo, yo quiero que se divierta. Luego, cuando salgamos de aquí tenemos que armarla. Al Lampié ¿os parece?, está abierto hasta las cinco y media de la madrugada. Vas a ver qué aguardiente con guindas-hablaba nerviosamente y hacía gestos como para acapararme y aislarme de todos.

Un tal Federico me empezó a llamar el filósofo, no sé por qué, y a dirigirme una serie de ironías que los otros amigos apoyaban con risas. Me era antipático, en todo lo que decía, su tono de gracioso oficial.

– Yo creo que el amigo ya sabe divertirse por cuenta propia -dijo-. La rubia le ha estado esperando toda la noche.

No contesté. Dije que me salía hacia la pista, que si querían venir ellos. Empezaba a oirse la música.

– Claro-insistió Federico-. Cada uno ha venido a lo que ha venido. Él tiene prisa por oír cantar a la rubia.

Ya me apercibí de que estaban todos algo bebidos, pero su insolencia me molestaba.

– Regular de prisa-dije secamente-. Es asunto mío.

– No nos sirve. Se pica-les dijo Federico a los otros-. No lo podemos meter en nuestro club.

– Bromean, bromean todo el tiempo. No les hagas caso, por favor-me dijo Emilio con voz suplicante-. Salimos, si quieres.

Su brazo en mi hombro me lo sentía igual que una mampara.

– Venga, déjanos disfrutar un poco del amigo, parece que te lo quieres comer. Otro whisky, oiga.

Había un militar de granos que estaba un poco aparte y que desde que había oído los primeros compases de la música miraba hacia las cortinas de la salida con ojos impacientes. Parecía que tenía poca confianza con los otros. Le llamaban Luis Colina, con nombre y apellido.

– Vamos afuera -dijo con una risa-. Hay que bailar. Tenemos a las chicas muy solas.

– Vete tú. Para mí las niñas esta noche están de más. Ya me doy por cumplido. Hay que hacerse desear.

– Sí, oye, se empalaga uno un poco. Vienen demasiado bien puestas, te dan complejo de que las vas a arrugar.

– Niñas de celofán.

– Niñas de las narices. Para su padre. Las que están de miedo este año son las casadas. ¿Te has fijado, Ernesto?

– Venga, si empezáis así…-insistió el militar.

– Pero vete tú, ¿para qué te hacemos falta?

– Además que vengan ellas aquí. Se acostumbran mal. No se hacen cargo de que uno necesita alguna vez servicio a domicilio.

– Es verdad. Parecen reinas, chico.

Uno había empezado a bostezar y se rió en mitad del bostezo, apoyando con el codo en movimientos insensibles las últimas palabras, como si le hubieran parecido geniales.

– …eso, eso, reinas.

– Bueno-repuso Emilio-. ¿Entonces qué hacéis?

– Yo me quedo -dijo uno-. ¿Tú, Federico, qué dices?

Se miraron indecisos. Tenían los ojos empañados, rojizos y los cuellos de pajarita reblandecidos de sudor.

– Terminar este cigarro, por lo menos, y lo que queda del vaso. Un respiro, digo yo: las cosas con calma.

Salí con Emilio y Luis Colina. A Emilio se le había puesto una expresión taciturna. Las mucha-chas de la habitación amarilla levantaron la cabeza a nuestro paso y una de vestido de flores noté que me miraba fijamente; por fin me saludó con una sonrisa.

– Hombre, Goyita Lucas -dijo el militar-. Os dejo.

Estaba medio empotrada contra la pared en una mesa de chicas solas, y cuando se acercó nuestro compañero para sacarla a bailar, le vi una cara de hastio. Nos adelantaron, saliendo, y ella me rozó con el velo de su vestido largo. La miré, de cerca.

– Cuánto tiempo sin verte-me dijo.

– Si, ya ves.

– Hasta luego.

Luis Colina era más bajo que ella. Cuando se abrazaron para bailar, vi que me miraba todavía por encima de la hombrera con galones dorados.

– ¿De qué la conoces?-me preguntó Emilio.

– Del tren, cuando vine. Hasta ahora mismo no me he dado cuenta. Vino todo el tiempo en mi vagón, pero no sé si llegamos a cruzar la palabra.

– Claro, pero en una fiesta, todos somos amigos -dijo Emilio.

Fumaba mirando para el suelo y le sonaba una voz apagada. Al otro lado de los que se movian bailando, Rosa cantaba sobre una tarima, entre los músicos de uniforme azul. Me parecía completamente un ser de mentira con tanta pintura y los gestos afectados que hacia delante del micrófono.

– ¿Has vuelto por casa de Elvira?-me preguntó Emilio.

Nos habíamos apoyado en el quicio de una puerta, al borde de la pista de baile.

– No. No he vuelto.

– Dirás que soy un frívolo -dijo como dolido, detrás de una breve pausa.

Me volví hacia él.

– Un frívolo, ¿por qué?

– Porque si. Porque si quiero a Elvira y sufro por ella, no debía estar aquí haciendo el estúpido con esta gente, y de broma, y bebiendo. Pero es que a veces, chico, de tanto pensar en la misma cosa se vuelve uno loco.

– No sabía que quisieras a Elvira.

– ¿Ella no te lo ha dicho?

Le miré extrañado.

– ¿Ella? Pero si sólo la he visto aquel día.

– Si, pero precisamente aquel día… ¿Aquel día no te dijo nada?

– Nada, ¿por qué me lo iba a decir?

– Tienes razón, no sé. Hace cosas tan fuera de lo corriente. Me tiene loco. Lo mío con ella es de novela, te lo juro, de novela de Dostoyevski.

Nos interrumpieron dos chicas que se pararon a saludar a Emilio.

A él se le cambió la cara y sacó un tono optimista y dicharachero. Una de ellas tenia un gesto receloso y apenas hablaba. La más parlanchina le recordó a Emilio que había sido su pareja en no sé qué carnavales y decidieron que eran viejitos ya, y que eran como hermanos y muchas otras efusiones. La mano en la manga, le propuso que bailaran y él se dejó invitar complacido.

A la otra chica, cuando se quedó sola conmigo, le noté una gran timidez. No hablábamos; nos limitábamos a mirar la pista en línea recta. Ella seguía el compás de la música tamborileando con los dedos en el marco de la puerta. Le dije que si quería bailar y no me contestó, pero supuse que había aceptado y la cogí por el talle. Entonces vi que era coja. Una de las caderas se la movía esforzadamente debajo de los vuelos de tul, como un mecanismo que la desarticulaba. No la pude mirar ni una vez. La sentía cambiar de lado la cabeza y asomarla alternativamente por encima de cada uno de mis hombros. Desde una barandilla que había arriba, a través del aire enrarecido y caliente, nos miraban rostros de gentes que movían la boca para hablarse. Cuando llegamos cerca de la tarima de los músicos, Rosa, que estaba en un descanso de la canción, se inclinó hacia mí.

– Vaya, veo que te diviertes.

– Sí. ¿Tardas mucho?

– Otras dos canciones y se termina esto. Me esperas en el bar, ¿sabes?, o arriba en la balaustrada.

– De acuerdo.

Nos alejamos. Todas las parejas de aquella banda habían estado pendientes de la conversación.

– ¿Por qué has bailado conmigo?-me preguntó la chica desabridamente.

– No sé. Pensé que te agradaría bailar, ¿por qué lo dices?

– Porque no me gusta servir de plato de segunda mesa, eso conmigo no.

No entendía. La miré a los ojos, venciendo la timidez que me producía hacerlo. Su mirada alta y seria escapaba a otra parte.

– Pero eso es absurdo. Yo… Dime qué es lo que te ha molestado.

– Quita, no me aprietes tanto. Hacia un movimiento con la cintura hacia atrás. Yo no la estaba apretando en absoluto.

– Te creerás que todas somos como tu amiga.

– ¿Mi amiga? ¿Quién? ¿Rosa?

– No sé cómo se llama ni me interesa tampoco. Estoy cansada. Haz el favor de acompañarme a la mesa.

Se soltó de mí y echó a andar entre las parejas que bailaban, con el cuerpo muy tieso. Yo la seguí… Vi que se detenía al llegar a una mesa que estaba al borde de la pista.

– Adiós, muchas gracias -dijo volviéndose.

Yo hice una ligera inclinación de cabeza, y un señor de gafas truman sentado con otras personas mayores se incorporó con una sonrisa de cortesía.

– ¿Es que te has cansado?-oí que le preguntaban cuando volví la espalda.

– Si. Por mí nos podemos ir cuando queráis.

Avancé indeciso hasta alcanzar la puerta donde estuvimos apoyados con Emilio. Al poco rato volvió él con su pareja y fuimos los tres a una mesa donde había varias personas jóvenes. Estaban tam-bién el militar y Goyita, que habían vuelto a bailar. La pareja de Emilio, una chica llena de euforia, les preguntaba a todos que si podía contar con ellos, y a mí también me lo preguntó:

– Pero, ¿para qué?

– Para irnos luego todos a casa de Lampié al salir de aquí, a tomar chocolate y aguardiente con guindas.

– Pero hay que organizarlo a base de chico y chica, por parejas -dijo el militar-. Si no resulta aburrido.

– Hombre, pues claro, vaya un descubrimiento.

Goyita dijo que ella tenía que ir con su hermano, que si no, no podía. Estaba sentada a mi lado y se abanicaba con un abanico blanco con figuras de toreros. Me preguntó que si yo iba.

En aquel momento sonaba una música muy rápida y alegre y los que estaban en la pista se copian de las manos y hacían una especie de corro, cantando y riéndose. Rosa llevaba el compás adelantando los hombros y los puños y decía en el micrófono (baa, baa, ba…).

– Bueno tú, no os decidís ninguno, ¿vienes o no vienes? -apremiaba la chica que había bailado con Emilio-. Hay que saberlo.

Yo dije que no estaba solo, que tenia que contar con lo que quisiera hacer mi pareja.

– ¿Tu pareja?-se extrañó Goyita-. ¿Con quién has venido?

– Con aquella chica-dije señalando a Rosa con el mentón-. Según lo que ella diga.

Había terminado de cantar y se retiraba de la tarima.

– Si me permitís un momento voy a buscarla.

La organizadora puso una cara alarmada, que a duras penas conseguía sonreir:

– ¿A quién vas a traer aquí? ¿A la animadora? Oye, no, esas bromas no. Gente de ésa no queremos.

– ¿Por qué no, mujer?-intervino Emilio-. Es una chica muy simpática y nos puede divertir mucho… Pero Pablo, espera un momento.

Yo había echado a andar y Emilio me alcanzó en medio de la habitación amarilla. Me preguntó que por qué me iba sin terminar de decidir, y yo le dije que ya había decidido.

– ¿Qué es lo que has decidido?

– Irme a la cama-le contesté-; me ha entrado sueño.

– No. Te has enfadado.

– No, hombre.

– Sí, te lo noto. Conmigo no te enfades. Yo no tengo más remedio que quedarme con ellas, ya has visto cómo le lían a uno. No te creas que no me iba yo mucho más a gusto contigo y con la animadora. Sobre todo por charlar contigo.

Me molestaba su tono humilde, de excusa. Le dije que no tenia por qué darme explicaciones de nada, que era muy natural que se quedase con sus amigas, igual que yo me marchaba con la mía. Se le puso una cara compungida.

– Si no es eso, hombre. Si es que lo siento de verdad. Me hubiera gustado que fuésemos todos juntos esta noche. Además, es que antes nos han interrumpido, v necesitaba hablarte. Estoy hecho polvo.

Le llamaron las chicas

– ¿Volverás al Casino otro día?-me dijo, yéndose.

– Pues si, seguramente.

Volví, efectivamente, otros días, pero ya nunca le encontré allí.

Darme una vuelta por el Casino para oir cantar a Rosa se había convertido en una costumbre.

Muchas veces me limitaba a saludarla desde la balaustrada de arriba, y luego me iba a dar un paseo o a sentarme en un café; y otras, que la hablaba, a lo mejor me decía que aquel día le había salido un plan bueno y que no se lo fuera yo a espantar, pero siempre recibía su saludo efusivo desde el micró-fono y se le dulcificaba, al verme entrar, la mueca rígida que tenia recitando sus lánguidas canciones. Estaba orgullosa de mi amistad, a pesar de lo sosa que era y de lo poco que hablábamos, y yo también agradecía su compañía silenciosa. Los días que la acompañaba a la pensión, siempre me pedía que la cogiera del brazo para que lo vieran los que salían detrás de nosotros. Decía medio en broma que era mi novia, que qué iba a ser de su vida cuando nos tuviéramos que separar. Lo que más le gustaba era darme consejos tiernos y maternales; sobre todo me preguntaba que si necesitaba dinero, y yo siempre le contestaba que no.

– Pues, hijo, yo a ti nunca te veo comer. A mí me parece que te alimentas del aire.

Me preguntó por mis planes, y yo le dije que no tenía ninguno, pero no se quería convencer. Que eso no podía ser, que si era posible que me pensara pasar la vida siempre así, de un lado para otro, sin tener cosa fija.

– ¿Pues no vives tú también de esa manera?

– Ay, pero no te creas que es por gusto, a la fuerza ahorcan. Si tú ganaras cuatro mil pesetas y te casaras conmigo, verías cómo echaba raíces para toda la vida, y de cantar mambos, ni esto.

Una tarde de sol dimos un paseo en barca por el río, remando uno de cada lado. Era una barca vieja que se vencía de una parte y parecía que nos íbamos a hundir. Nos metimos por un canalillo muy estrecho donde los árboles empezaban a amarillear, y nos paramos allí un rato a fumar un pitillo. Dijo que ella de pequeña cantaba una canción que era de dos en una barca, pero muy romántica porque salía la luna:

– a…no lejos de la orilla, qué bien, mamá, qué bien!)

Hacía gestos de chunga y la barca se balanceaba como un columpio. A la luz del día, Rosa tenía arrugas en la comisura de los ojos y de la boca y representaba unos treinta y cinco años. Por la noche estaba más guapa y más joven, pero languidecida, se volvía irreal; no tenía aquella risa brusca y estridente que me la hacía tan simpática a la luz del sol.

La tarde anterior a su marcha quiso que fuéramos de paseo por el barrio del Instituto para ver el sitio donde yo iba a trabajar.

– Uy, qué feo -dijo asomándose al patio-. Es muy triste. ¿Y aquí vas a venir todos los días?

– Ya ves.

– Bueno, ya me acordaré del sitio, feo y todo. Te voy a echar de menos. Seguro que me voy a acordar siempre de ti.

Aquella noche ya no tenia trabajo en el Casino. Anduvimos por las calles de la Catedral, y otra vez en el río, mirando las luces pobres que se meneaban sobre el agua en reguerillos. Fue una despedida lenta y deprimente. Al final estuvimos sentados en una terraza de la Plaza Mayor, tomando café. Yo tenía sueño. La gente que salía de los cines nos miraba al pasar, con ojos descarados. Hacía un poco de frío.

A la una le dije:

– ¿Nos vamos?

– ¿Tan pronto? Ahora da pereza moverse.

Hablaba con los ojos puestos en su taza vacía de café que inclinaba por el asa con dos dedos.

– Yo lo digo por ti, si te duermes tarde vas a perder el tren mañana, ¿no has dicho que sale a las ocho?

– Sí. ¿Y si lo pierdo?

Me miraba al decirlo.

– Tú verás.

Al llegar a casa nos paramos en el pasillo, casi a oscuras, entre las dos habitaciones. Hablábamos cuchicheando.

– Ya le dije antes a la vieja de aquí que mañana te cambie a mi cuarto. Estarás mejor porque es más grande.

– Bueno.

– Me gusta que te quedes en mi cuarto.

Le brillaban los ojos, como al borde del llanto. Luego sacudió la cabeza con un gesto afectado y me tendió la mano.

– Bueno, adiós, que es muy tarde. Y a ver si eres bueno. Me tienes que poner una postal de vez en cuando. Me cuentas qué tal te va, señor profesor.

– De acuerdo, Rosa, que tengas suerte.

Estábamos con las manos cogidas. Dijo, acercándose:

– Me figuro que me besarás.

Me incliné para besarla. Llevaba un carmín que sabia amargo.

NUEVE

(… Miguel ¿por qué no me escribes? Yo había pensado no escribirte más, pero hoy es mi cumpleaños y estoy tan triste, y te echo tanto de menos que ya no puedo seguir sin escribirte. Ya ves que cedo, que no soy terca como dices tú, y siempre te lo acabo por perdonar todo.

Lo que hiciste no tuvo explicación, marcharte así sin más ni más, dejándome plantada en la calle, que lo vieron mi hermana y todas, no llegar a estar más que un día escaso. Lo que menos me figuraba era que de verdad te hubieras vuelto a Madrid, sólo por la discusión tan tonta de la buhardilla. Estaba segura de que me llamarías para pedir perdón, pero fui al hotel a buscarte y me dijeron que te habías ido. Y en-

cima parece que la que te he ofendido he sido yo. Lo de que no seria capaz de vivir en una buhardilla lo dije por decir, seguramente viviría si llegara el caso, pero aunque no fuera capaz no es para que te en-fades, no voy a poder decir nada. No creo que sea un pecado que prefiera vivir cómodamente y que te pregunte lo que ganas y esas cosas que saben todas las novias del mundo.

Pero Miguel, sobre todo escríbeme. ¿Qué quieres que explique en casa cuando me preguntan? Yo no sé que he hecho para que te portes tan mal conmigo, ya no sé qué hacer para justificarte.

Te quiero, Miguel. ¿Será posible que no te acuerdes de que es mi cumpleaños? Qué días he pasado de llorar y de rabia y de no comer. Me lo han notado todos. Pero no estoy enfadada, tengo ganas de verte. No te puedo olvidar por mucho que quiera. No sé qué más decir. Siempre me parece que te van a aburrir mis cartas, por lo que tardas en contestar. Te mando esa foto de la mantilla, del único día que he salido desde que te fuiste. Estuve en el Casino y se nos acercó ese chico, Federico, que te dije. Estuve simpática con él, mitad por despecho de lo tuyo, mitad porque sé que a ti no te importa que esté con otros chicos. Quería que bailáramos, pero yo de eso si que no soy capaz. No sé cómo no te dan celos de ver que le gusto un poco a otro chico. Me pregunta que si no eres celoso, y yo le he dicho que si, porque me da apuro decir que casi te gusta que salga con un chico mejor que con amigas. Ayer me ha vuelto a llamar por teléfono, pero no me he puesto.

Miguel, te quiero. Me dolió que te rieras cuando te pedí perdón por lo del río de la noche anterior. Te debía gustar que te pidiera perdón por estas cosas y me tendrías tú que ayudar a no ser tan débil. Me dieron ganas de llorar cuando te reíste. Adiós, Miguel. Estoy muy triste, me acuerdo mucho de ti. Que me escribas. Que nos casemos pronto.

Rezo por ti. Te quiero. Adiós, Julia.

Sobre la A cayó una nueva lágrima. La dejó empapar el papel y luego la corrió un poco con el pañuelo. Hacia bonito; era como una amiba azul pálido de forma de bota. Cerró el sobre, y se le pasó la mañana con la carta sobre las rodillas, sentada al lado del mirador. De vez en cuando la tocaba debajo del mantel que estaba bordando y pensaba vagamente que tendría que salir a echarla, otras veces decidía le-

vantarse para ir a arreglar el armario de su cuarto, o leía sin ganas las páginas de un libro que tenia abierto en el costurero. Vinieron unas amigas de tía Concha y se sentaron un poco más allá con la tía, de forma que ella ni estaba en la visita, ni tampoco separada de lo que hablaban, y a pesar suyo le distraía escuchar los temas de conversación sobados y opacos; aquel ruido de voces la amparaba de su malestar. Así llegó la hora de comer.

A la tarde le dolían las piernas y los riñones y se echó siesta a pesar de lo mal que le sentaba. Sentía una voluptuosidad muy grande echándose en combinación encima de las sábanas tirantes. Cerró las maderas. (Miguel, guapo, guapo) dijo muchas veces debajo del embozo, antes de dormirse.

Vino Mercedes a llamarla que había venido Isabel, que si quería ir con ellas un rato a casa de Elvira antes del cine. Dijo que si y salieron las tres. Para ir a casa de Elvira había que pasar por calles solitarias. Era fiesta, una tarde nublada. Andaban soldados por la calle y padres con niños; y sobre todo muchachinas de quince años con rebecas de colores cogidas del brazo y riéndose.

El café Castilla estaba casi vacío. A través de la vidriera lateral se veía una sola mesa ocupada. Un hombre, de codos, miraba la calle, su taza vacía sobre el mármolé el puro apagado. Parecía más borroso bajo el cartel de toros pegado en el cristal, amarillo, rojo y blanco como una ventana de luz.

– Os invito a un helado -dijo Isabel.

Dieron la vuelta para buscar la entrada. Un pequeño mostrador sobresalía hacia la calle con las letras, en rojo, HELADOS FRIGO, y la muchacha que los vendía hablaba desde su silla con los cama-reros de dentro. Pidieron de nata y fresa y Mercedes quería que cada cual pagara lo suyo, pero Isabel la esquivó con el hombro, sin querer guardarse el dinero que le ofrecía. Cruzaron a Correos y Julia echó la carta de Miguel con sello de urgencia.

– ¿Pero todavía le escribes?-la riñó su hermana-. Pues, hija, también son ganas de hacer el tonto. ¿No ves que es un chulo? Conmigo podía haber dado.

Julia a lo primero no contestó. Luego, como la otra insistía, le dijo que se metiera en sus cosas y que la dejara en paz.

– No, rica, si por mi bien dejada estás. Buena cosa que me importa, lo digo por ti, que estás haciendo el indio, que no ves lo que tienes delante. Porque vamos, más claro que te lo está poniendo para que lo dejes, no te lo puede poner.

– Venga-intervino Isabel, mientras daba los últimos mordiscos a su helado-. A ver si os vais a poner a reñir ahora por una bobada. Tú déjala que se desengañe ella sola como nos ha pasado a todas; los golpes se los pega una sola. Cuanta más ilusión conserve, pues mejor.

A Julia le molestó el tono de mujer vivida con que se contra las dos, explicaba Isabel, sintió una irritación horrible Habían llegado al portal de casa de Elvira.

– Si es que es imbécil -dijo Mercedes – que se le dicen las cosas por su bien.

– Mi bien yo me lo conozco, ¿has oído?-saltó Julia casi gritando y empujando a su hermana-. Ya estoy harta de oírte todo el día lo que es mi bien y lo que es mi mal. Te vas a la porra con tus consejos, te los guardas. Lo que yo quiero a nadie le importa. ¡¡Te vas a la porra!!

Estaba fuera de si. (Dio la vuelta en el portal oscuro) se salió a la calle. Las últimas frases las había dicho llorando. Isabel y Mercedes se quedaron un momento quietas, mirando por donde se había ido. Luego Isabel la siguió a la puerta y la llamó. Julia avanzaba de prisa sin volver la cabeza y se oian

un poco sus sollozos.

– Pero Julia, mujer, no seas tonta, ven acá. ¡Julia!Mira que por esa bobada…

– Déjala que se vaya. ¿No ves que está loca? Mejor que se vaya y nos deje pasar la tarde en paz. Déjala, Isabel.

– Me da no sé qué, mujer, que se vaya así. ¿Tiene su entrada del cine?

– Creo que si. Venga. Si además es muy bruta, por mucho que la llames no te va a hacer caso.

Subieron. A Mercedes en mucho rato no se le pasó la indignación que tenia contra su hermana, y cada vez que se acordaba de la escena del portal hacia un gesto de impaciencia plegando los labios.

– Es mema, os lo digo. Me ha dejado mal para toda la tarde-les decía a las otras chicas que estaban en casa de Elvira.

Según explicó, lo que más le enconaba era que Julia se estuviera perdiendo un chico tan majo como Federico Hortal que no hacia más que llamarla por teléfono y querer salir con ella. Hablaba con orgullo de este pretendiente de su hermana en un tono dominante y agresivo de propietaria.

– Hija, ¿majo Federico? A mí me parece mucho mejor su novio que Federico-defendió Goyita, que estaba también allí-. Es muy guapo su novio. Además, si le quiere…

– Calla, por Dios, si aunque le quiera, si es que hay cosas…

Elvira las escuchaba sin entrar en la conversación, con los ojos vagando por la repisa de su cuarto. Tenia los pómulos salientes, las manos nudosas. Jugaba sobre su falda negra, quitándose y poniéndose un anillo de aguamarina.

– Te debías pintar un poco estos días, Elvira. Estás muy pálida.

– ¿Pálida? Yo la noto como siempre.

– Además, mujer, no se ha pintado nunca, ¿se va a pintar ahora? Parecería que estaba celebrando algo en vez de estar de luto.

– Claro, pero es que lo negro come tanto. Tiene mala cara, ¿no lo notáis? Yo decía una cosa discreta.

– Que‚ más da. Yo estoy bien. No lo hago por lo que digan. Si tuviera ganas de pintarme, me pintaria.

El cuarto era pequeño, con cretonas de colores, bibelots y dibujos. Se veían por la ventana los árboles del jardín de las monjas, unas puntas oscuras.

– ¿Y el estudio, Elvi, no lo pones?

– Se ha caido el techo con la lluvia. Ya esperaré a que pase el invierno para arreglarlo.

– Mujer, no des la luz, se ve bien todavía.

– Es que me pone triste esa media llovizna; qué tarde tan fea… ¿Qué pelicula vais a ver?

– Una de piratas.

Elvira se levantó a echar las persianas y se acordó de que estaría por lo menos año y medio sin ir al cine. Para marzo del año que viene, no. Para el otro marzo. Eran plazos consabidos, marcados automá-ticamente con anticipación y exactitud, como si se tratase del vencimiento de una letra. Con las medias grises, la primera pelicula. A eso se llamaba el alivio del luto.

Las chicas hablaron de cómo habían estado las fiestas, del baile del Aeropuerto, que había sido de ensueño. Que con los aviadores por medio, no se aburría nadie. Todo en buen plan, ni mucha luz ni poca, ni mucha bebida ni poca, sobrando chicos y una selección… Que al Casino ya no se podia ir con la plaga de las nuevas porque ellas se acaparaban a todos los chicos solteros. Andaban a la caza, y con un descaro.

– Andan como andamos todas -dijo Isabel riéndose-.

Lo que pasa que están menos vistas y que no hay compromiso porque cuando se pasan las ferias se van Ellas hacen bien en aprovecharse. Yo me estoy sentada en el Casino porque no hay de qué, bien lo sabe Dios; pero si tuviera el tipo de esa amiga de Goyita y el éxito que tiene, haria lo que hace ella.

– Hija, Isabel-saltó Mercedes con voz digna-. Pues pensamos de distinta manera. Yo, esos métodos no. A mí el que me quiera, aquí sentada o donde esté me tendrá que venir a buscar.

– ¿Qué amiga de Goyita?-preguntó una.

– Esa Marisol.

Goyita bajó los ojos. Dijo:

– No es mi amiga.

– ¿Que no es tu amiga? Será ahora.

– Ni ahora ni antes.

– Por Dios, Goyi, cómo dices eso. Acuérdate de los primeros días. Que si no nos la metes en la pandilla, yo creo que te da algo. Si se ha portado mal contigo, la culpa la has tenido tú por darle tanta confianza: ya lo sabes de todos los años cómo son las de fuera.

Goyita no contestó nada. Hablaron de lo bien que había resultado la orquesta del Casino, mucho menos rajados para la juerga que la del año pasado, a pesar de que tenia menos fama.

– Oye, por cierto-le dijo Mercedes a Elvira-. El que anda ahora con la animadora es ese amigo vuestro.

– ¿Nuestro? ¿Qué amigo nuestro?-se extrañó Elvira.

– De Teo; ese profesor o lo que sea

– Ah, bueno, Pablo… ¿Pero cómo con la animadora

– Si, hija con la animadora, se ve que son amigos.

– No puede ser. Te habrás confundido.

– No -dijo Goyita-. No se ha confundido. Yo le conozco ese chico porque hice el viaje para acá con él. Ha ido al Casino a buscar a la animadora dos noches. Y vive en la misma pensión.

Elvira se quedó pensativa.

– Qué raro -dijo luego-. No le pega nada. ¿Y ella qué tal es?

– Mona, pero va demasiado exagerada. Bueno, es lo suyo… Y además ya mayor. Al lado de él, vulgarita.

– É1 desde luego está de miedo -dijo Goyita-. ¿Es extranjero, no? Se le nota un acento especial.

Isabel no le había visto nunca, dijo que a ver si se lo enseñaban. Le preguntaron a Elvira que a qué había venido, estaban todas pendientes de su contestación. Ella dijo que no sabía nada, que apenas le conocía, que por qué le preguntaban a ella.

– Está por él que se mata-resumió Isabel cuando salieron-. Ya veis lo nerviosa que se pone en cuanto le preguntamos cosas. No suelta prenda, se ve que quiere tener la exclusiva.

– Si; pero como presume de que no le gustan los chicos. Como es un ser superior.

– ¿Y Emilio? ¿En qué está con Emilio? A mi me da pena de ese chico.

– ¿Pena por qué? Ella dice que no han sido novios nunca.

– Bueno, que diga lo que quiera. El año pasado, a ver si no eran novios…

El cine estaba cerca. En la puerta se reunieron todavía con más chicas, se distribuyeron las entradas y se pusieron a hacer cuentas de dinero.

– Espera, faltan dos cincuenta. Es que le pago también a Tere porque le debo lo del domingo.

– Bueno, ¿a que nos perdemos el documental?

Fueron entrando en fila, volviendo el cuerpo para hablarse. Mercedes miraba la calle para ver si veía llegar a Julia.

– Esta idiota es capaz de perderse la película por el berrinche.

Julia llegó cuando el Nodo y pasó por delante de todas. Guiñaba un poco los ojos miopes.

– Más allá, tú, no te me sientes encima-era la voz aguda de Isabel.

Palpó la butaca vacía. Estaban enseñando unos embalses.

– Qué laterales, oye.-Cogió por el brazo a la de su izquierda, tratando de verle el rostro, y se alegró cuando vio que era Goyita.

– Hola, siéntate. No es que sean laterales, es que hoy venimos el completo.

Julia buscó las gafas dentro del bolso. Lo del embalse era aburrido. Igual que otras veces: obreros trabajando y vagonetas, una máquina muy grande, los ministros en un puente. Luego cambiaba y salía el mar, unas regatas. Anda, si era Santander. ¿Seria del verano? ¿Estaría Miguel por allí? Piquío. Qué mara-villa si le viera!Buscaba con desazón el hueco más propicio entre las cabezas de los de delante.

– ¿Qué te pasa? ¿No ves bien?

– Si, si que veo.

Por allí, por Piquio la fue a buscar hace tres años, el primer día de citarse solos. Se fueron muy lejos, Dios sabe hasta dónde. A ningún chico le habría podido tolerar las cosas que él le dijo aquella mañana, que fue más larga y más corta que ninguna, y eso antes de ser novios todavía. ¡Dios, qué verano había sido, nunca habría otro igual!Encendieron las luces para el descanso. Goyita tampoco hablaba. Solamente movió un poco la cabeza para contestar a las señas de Marisol que estaba unas filas más adelante con Toñuca; le estaban diciendo que se verían a la salida, pero Goyita se volvió a Julia y le apretó el brazo, le pidió con voz apremiante:

– Yo a la salida me voy contigo, si no te importa. Ponemos un pretexto. No las quiero ver.

– ¿A quiénes?

– A ésas. No quiero saber nada de ellas.

Y Julia en la voz le conoció que estaba triste.

– Si, saldremos juntas-le dijo con simpatía-. Yo tampoco tengo ganas de ver a nadie esta tarde.

No volvieron a hablar, y se les pasó el descanso como sonámbulas, hundidas en la música de los anuncios, hasta que apagaron.

Julia no se enteró mucho de la película. Era de abordajes y hombres arrojados, una historia confusa. Les veía izar las velas del navío, y les admiraba perpleja y lejanamente. No era capaz de localizar aquellos mares y aquellas islas, ni se lo proponía, pero a ratos le parecía conocer tales paisajes, y unas rocas en technicolor eran de pronto las rocas de la playa de Santander donde Miguel y ella habían tomado el sol de hacia tres veranos, tumbados uno junto al otro. Y se sentía inocente de recrearse en aquel placer ya purgado, como si fueran imágenes de la película que se desarrollaban ante sus ojos. Se encen-

dieron las luces y hubo que tomar una actitud, levantarse, salir a la calle. Goyita se le cogió del brazo.

– Es que se han portado muy mal conmigo, ¿sabes? Las dos, también Toñuca. Ya te contaré. Seguramente ahora quieren que vaya con ellas, pero yo no quiero.

Salieron a la calle. Había dejado de lloviznar, pero hacia un poco de viento, y la calle era de pronto distante y extraña alumbrada por las farolas. Julia no miró a su hermana y se alejó un poco del grupo que formaban todas paradas en la acera entre la gente que salía. Comentaban la película y de-

cidian lo que iban a hacer. Marisol, la chica de Madrid, se les unió con Toñuca y se puso a despedirse de algunas de ellas dándoles besos, porque, según dijo, se marchaba ya al día siguiente. Se acercó a Goyita y le pasó un brazo por los hombros.

– Tú vendrás a dar una vuelta por el Casino para que nos despidamos, ¿no, mona?

– Si, a lo mejor.

– Pues vente con nosotras, anda.

– No, de ir iré luego.

– Bueno, pero ven, ¿eh? Nada de a lo mejor.

– Si, hasta luego -dijo Goyita, sin mirarla.

Se separó con Julia y echaron a andar por una calle que llevaba a la Plaza Mayor.

– Qué pronto se han pasado las ferias este año, ¿verdad? -dijo Goyita.

Todo lo del verano se les desmoronaba como si no lo hubieran vivido. San Sebastián, el chico mejicano, Marisol en el Casino con sus trajes diferentes acaparándose a Toñuca, su amiga intima, y a Manolo Torre. Ahora ya estaban de cara al invierno interminable. Tardes enteras yendo al corte y a clase de inglés, esperando sentada en la camilla a que Manolo viniera de la finca y se lo dijeran sus amigas, o que alguna vez la llamaran por teléfono.

– ¿Qué tal lo has pasado?-le preguntó Julia.

Ella hizo un gesto de aburrimiento.

– Nada. Ferias más sosas, en mi vida. Además, mujer, Toñuca, que es mi más amiga, me ha hecho tales faenas. Te lo digo, de no podérselo una creer.

Entraron en la Plaza. Paseaban algunas personas con gabardina por debajo de los soportales.

– ¿Te vas a casa ya o damos una vuelta?

– Como quieras, pero mejor por fuera.

Estaban casi desiertas las terrazas. Goyita se cogió del brazo de Julia fuerte, con un afecto repentino.

– Para fuera hace ya fresquito -dijo Julia-. ¿Tienes frío?

– No, es que estoy como triste, no sé.

– Yo también estoy algo atontada esta tarde. Me ha levantado del cine dolor de cabeza.

Goyita de pronto hizo un resorte y se pegó concienzudamente a la vitrina de una zapatería. La presión de sus dedos se hizo más intensa en el brazo de Julia

– ¿Qué te pasa?-le preguntó Julia, poniéndose a su lado, de espaldas a la gente.

– Calla, Luis Colina, el militarcito, a ver si no nos ve.

Acechaba en los reflejos de la luna con ojos de inquietud. Julia le pasó una mano por los hombros.

– No te apures, mujer-le dijo bajito-, ¿qué es, que no te gusta?

– Ni pizca-confesó con voz mohína-, le ando huyendo todo el día. Me ha dado unas ferias…!

Luis Colina la había reconocido y se acercó por detrás a saludarlas. A Julia no se acordaba si la conocía o no.

– Julia Ruiz-presentó Goyita-. Ya nos íbamos a casa. Está desagradable.-Se cruzó la rebeca, sin decidirse a echar a andar. Julia miraba hacia los jardincillos del centro en actitud expectante.

– Bueno, si no os importa, os acompaño. Sale uno a lo tontuno, ya a estas horas, y gusta encontrarse con las chicas guapas.

Ponía una risa con sutil ruido, que le picardeaba en los ojos. Era bajito, de gesto obsequioso y desamparado.

Echaron a andar.

– Yo me voy por Prior -dijo Julia.

No había soltado el brazo de!hombro de su amiga y se lo oprimió afectuosamente, como si quisiera animarla. Luis Colina iba del otro lado.

– ¿Ya estás buena?-le preguntó a Goyita.

– ¿Buena de qué?

– El otro día llamé a tu casa y me dijeron que estabas enferma.

– Ah, si, me dolía la cabeza, no era nada. Te acompañamos, Julia.

– No, mujer, de ninguna manera, ya casi estoy, y el camino de tu casa es otro.

Se pararon a la entrada de la calle.

– A lo mejor un día te llamo, ¿te importa? -dijo Goyita-. Para ir al cine o hacer algo juntas. Como ahora con Toñuca estoy medio así…

– Cuando quieras, por Dios, me encantará.

Se besaron. Julia le dio la mano al militar, y, desde la entrada de la calle, se volvió y les dijo adiós con la mano. Luego apretó el paso y torció a la izquierda. Al desembocar en la calle Antigua, una ráfaga de viento le puso escalofrío en la espalda. Eran las nueve y cuarto. Pronto habría castañeras y nevaría. Si estuviera Miguel diría que eran millonarios de tiempo y que la noche no tiene pared, se la llevaría hacia el río muy apretada contra sus costillas. La ciudad seria distinta, sólo se conocerían el uno al otro, a las puertas del largo invierno.

– Adiós, Julia.

– Adiós, doña Anuncia.

– Dile a la tía que mañana voy por la tarde a lo del jersey, que no se le olvide.

– Se lo diré, descuide.

– Y da recuerdos, hija.

– De su parte.

Se metió en el portal. Mañana iría a comulgar tempranito. Santa Teresa de Jesús decía: (Quien a Dios tiene, nada le falta:).

DIEZ

Elvira se quedó sola. Se reveló el runrún de una charla en el cuarto de al lado. La voz de su madre. La de otra señora. Se tumbó en la cama turca. Yo las envidio, Lucia, a las que son como usted-decía la visita-. Yo, cuando se murió mi hijo, ya ve la desgracia tan grande que fue aquélla, pues nada, ni un día perdí el apetito, fíjese, y cada vez me ponía más gorda. Que era una desesperación aquello (parecía que no sufría una).

Elvira se fue al despacho de su padre. Anduvo un rato mirando los lomos de los libros a la luz roja de la lámpara. Olía a cerrado. A la madre le gustaba que estuvieran los balcones cerrados, que se notara al entrar de la calle aquel aire sofocante y artificial. (Es una casa de luto) -había dicho. Elvira se asomó al balcón y respiró con fuerza. Se había levantado un poco de aire húmedo. Miró los árboles, la masa oscura de los árboles a los dos lados de la calle estrecha, iluminados de trecho en trecho por una luz pequeña y oscilante que quedaba debajo de las copas. Ya era casi de noche. El aire arrastraba algún papel por las aceras. Enfrente estaba la tapia del jardín de las Clarisas, alta y larga, perdiéndose de vista hacia la izquierda; un poco más allá blanqueaba el puesto de melones. Cerró los ojos, descansándolos en las palmas de las manos. Luego los escalones, el caño, la casa donde estaba la carnicería, la iglesia de la Cruz, la plazoleta, el andamio de la Caja de Ahorros. De niña, ¡qué grande le parecía la calle, los árboles qué altos!Y el misterio, el miedo de perderse, el deseo también. Los llamaban a voces desde el balcón, cuando estaban en lo mejor, cuando empezaba a hacerse de noche: (Niños, niños!:), y ellos estaban siempre más allá, escondidos en los portales, sentados en los salientes, en los bordes, en los quicios, contando piedrecitas o mentiras, sumidos en un mundo extenso e intrincado. Había una calle muy cerca de la casa por donde no se podía bajar: (No vayáis por ahí, de ninguna manera); tenía un farol a la entrada, y en lo poco que se veía desde fuera era ancha, de casa bajas, sin nada de particular. Entraba poca gente por allí, algunas mujeres y hombres desconocidos, seres privilegiados que habían desvelado el se-

creto. (El barrio chino -dijo un día una niña bizca que vendía el cupón con su abuelo)-, el barrio chino, ja, eso es lo que hay ahí, ¿por qué lo miras?, y a Elvira le dio vergüenza estar apoyada en la tapia de enfrente, espiando algún acontecimiento maravilloso, separada de todos los niños, y le dijo a la chica: (Ya lo sé, ¿te crees que no lo sabía?:); pero todavía pasó mucho tiempo antes de que supiese que las paredes de aquellas casas no estaban decoradas como los mantones de Manila, y que la gente vivía pobremente, sin túnicas ni kimonos multicolores, que se llamaba el barrio chino por otra cosa, que sabe Dios por qué se llamaba así. Cuando venia el buen tiempo, cantaban una canción todos los niños, cantaban sobre todo aquella canción: (Mes de mayo, mes de mayo, mes de mayo primavera, cuando todos los soldados se marchan a la guerra…). La cantaban cogidos de las manos, cabalgando la calle inacabable. La terminaban y la volvían a cantar. Daban la vuelta cuando se acababa la canción. Niño y niña. Brincaban, crecían, volaban; a tapar la calle nueva, la calle que nacía. Los niños agarraban muy fuerte de la mano; corrían más de prisa y no las dejaban soltarse a ellas. Y a Elvira, cuando empezaba a cansarse mucho, le gustaba echar la cabeza para atrás y dejarse arrastrar como en un carrusel de caballos, oyendo cantar a los otros, y no sentía más que las manos de los niños que la cogían cada vez más fuerte. Era muy grande entonces la calle y estaba llena de maravillas.

– Señorita Elvira.

No quería abrir los ojos ni moverse. A lo mejor no la veían desde dentro.

– Pues en su cuarto no está.-(Era la criada.)

– Ya la veo. Está ahí fuera en el balcón -dijo la voz de Emilio.

A Elvira, en aquel momento, no le molestó que fuera yo el que venia. Le sintió salir y ponerse a su lado.

– Hola, ¿qué haces aquí tan sola?, ¿no está Teo?

– No sé nada.

– Le buscaba.

– ¿Qué piensas? ¿Estás triste?

– Ni siquiera. Embobada. Me aburro, ¡si vieras cómo me aburro!

– Pero, ¿por qué?, ¿qué piensas?

– Nada. ¿No te digo que nada? No es vivir, vivir así.

Miraba la calle.

– Si te molesto, me voy -dijo Emilio después de un poco.

Ella le miró. Era como un perro dócil Emilio, con los mismos ojos de la infancia. A veces la conmovía.

– No, hombre, al contrario. Me gusta que hayas venido. Te estaba viendo ahí abajo, de pequeño con nosotros, cuando jugábamos en la primavera. Eran buenos tiempos.

Emilio miró a la calle, sin decir nada. Luego volvió los ojos de reflexión a la mano blanca de Elvira que se había apoyado en su manga.

– Di algo, hombre. Cuéntame algo. A ver si te voy a contagiar mi spleen. ¿Qué haces, escribes?

– Algo. Vámonos dentro. Hace frío.

– Yo no tengo frío, ¿tienes frío?

– No. Lo decía por ti. Pero además no está bien que estemos aquí asomados, Elvira, puede pasar alguien.

Ella se soltó y le buscó la mirada.

– ¿Y qué pasa, di, qué pasa? A ver si por estar de luto ni siquiera voy a poder hablar contigo en el balcón ¿Es que estamos haciendo algo malo? Pareces mi madre.

– Si no es eso, Elvira, no es eso…

Ella se había puesto a mirar para otro lado.

– Entonces, ¿qué es?

– Nada. Ponte como estabas, por favor.

Elvira se acercó y la presión de sus dedos en la manga se hizo más cariñosa.

– Algunas veces eres tan raro, ¿qué te pasa?, como si tuvieras miedo de mi. Soy incapaz de decirte nada. Parece que se corta la confianza contigo, con lo bien que hablamos otras veces en cambio y lo a gusto que estamos; como si no fueras mi amigo de toda la vida.

Emilio no decía nada, había bajado los ojos. De pronto se soltó de ella y se metió en la habitación. Se sentó en una butaca en lo oscuro. Elvira entró detrás de él y encendió la luz de golpe. Le vio un as-pecto abatido, las manos colgando a los lados del cuerpo.

– Me voy, Elvira -dijo, levantándose-. Dile a Teo que me telefonee, por favor.

Elvira le alcanzó en la puerta. Le empujó con suavidad adentro v le hizo sentarse en el sofá. Se puso o a su lado. Un hombre. A lo mejor te parece mal que te hable de esto.

Tenía una voz insegura y excitada. De vez en cuando alzaba unos ojos de súplica.

– Pero, Emilio, ya lo sabes que te quiero mucho. Más que a ningún amigo, ya lo sabes de siempre. ¿Por qué me va a parecer mal que me hables de eso ni de nada? Lo dijimos, que podríamos llegar a hablar de todo con entera confianza‚se fue el pacto del año pasado, creo que te acordarás.

Emilio le cogió las manos de encima del regazo, se las apretó con desesperación.

– Pero, Elvira, tú para mi lo eres todo; ¿yo qué he venido a ser para ti? Esas veces que me parece que me miras de un modo distinto, dime, ¿me equivoco? Dime nada más eso.

Elvira volvió a imaginar que le veía por vez primera, que iban juntos haciendo un viaje, y le pareció que el tren corría ahora más de prisa, que en la ventanilla desaparecía un paisaje amarillo y vertiginoso. Hizo un gesto negativo con la cabeza. Luego miró a Emilio y le vio unas chispitas más claras en lo oscuro de los ojos, esperando su respuesta.

– No, Emilio, no te equivocas esas veces.

É1 había echado una rápida ojeada a la puerta. La cogió por los hombros y la besó con un beso brusco e inexperto que casi sofocó sus palabras, luego apartó una cara que le ardía y vio el rostro de ella inmóvil, sin expresión. Volvió a buscarle las manos.

– Elvira, dime, somos novios, ¿verdad que somos novios?

Ella se soltó de sus manos; miró a todas partes de pronto, como si despertara.

– No lo eches a perder todo, por favor, no digas esa palabra.

– Pero nos casaremos -dijo Emilio-, nos casaremos, nos tenemos que casar, cuando sea, eso si. Tú lo sabes igual que yo. Dime lo que quieres que haga.

– Será mejor que no vuelvas en algún tiempo -dijo Elvira con una voz delgada y opaca-. Pon un pretexto cualquiera.

No se había movido. Miraba un gemelo de la camisa de él que tenia una mella en el borde.

– Lo que tú quieras, mi vida. Pero dime qué hago: ¿la oposición la firmo?, ¿quieres tú que la firme? Ya he empezado a estudiar un poco, pero no tenía aliciente; ahora haré lo que digas, ahora tengo fuerzas para todo.

– Ya lo pensaremos -dijo Elvira-. Mejor que me escribas. Vete, van a venir.

Emilo se puso de pie. Dijo, mirando el reloj, con una sonrisa de hombre activo y entusiasta que planea el porvenir:

– Ahora son y media, a menos veinticinco estoy en casa, a menos veinte te estoy escribiendo; te voy a escribir una carta larga, una carta que dure toda la noche. Qué estupendo, me parece que vuelvo a vivir. Dile a Teo… bueno, no le digas nada.

Se inclinó hacia ella, y Elvira se dejó besar otra vez con un beso fugaz, medio mojado. Luego le vio volver la espalda y sintió la puerta de la calle que se cerraba. Se quedó un rato largo sin moverse, sin pensar en nada, mirando los libros de la biblioteca. Luego por la calle pasó alguien y el taconeo de sus suelas en el asfalto llenó la habitación. Todavía estaba el balcón entornado y se volvió a asomar, antes de cerrarlo. Los árboles, la tapia, la tienda del melonero, ¿por qué no se alzaban como una decoración? Era un telón que había servido demasiadas veces. Le hubiera gustado ver de golpe a sus pies una gran avenida con tranvías y anuncios de colores, y los transeúntes muy pequeños, muy abajo, que el balcón se fuera elevando y elevando como un ascensor sobre los ruidos de la ciudad hormigueante y difícil. Y muchas chicas venderían flores, serian camareros, mecanógrafas, serian médicos, maniquíes, periodistas, se pararían a mirar las tiendas y a tomar una naranjada, se perderían sus compañeros de trabajo entre los transeúntes, irían a tomar un tranvía para llegar a su barrio que estaba muy lejos.

Vino Teo a buscarla para cenar.

– ¿Qué te pasa? ¿Te mareas?

– No; estoy bien.

Lo dijo con los ojos cerrados.- ¿Ha venido Emilio, no?

– Si.

– ¿Qué ha dicho?

– Nada.

– Anda, entra. Siempre aquí en el despacho de papá. Vas a apenarte.

Durante la cena, hablaron de Pablo Klein. Teo había recibido una carta suya, dándole las gracias por su recomendación al director nuevo, que ya le había aceptado.

– ¿Por qué no le dices que vuelva a vernos?-preguntó Elvira-. A lo mejor se encuentra solo aquí.

– Ya vendrá si quiere -dijo Teo-. No le quiero forzar. No es muy simpático.

– ¿No te es simpático? ¿Por qué?

– No sé cómo explicarte. Da la impresión de que todo esto del puesto de alemán le importa un bledo, que es un pretexto, un juego, algo casual por lo que no piensa interesarse. Parece poco serio.

Elvira tenía la mirada fija en el mantel. Dijo: Pues papá le quería, le quería mucho.

– ¿Tú cómo lo sabes?

– Lo sé.

La madre dijo que se acordaba perfectamente del padre de Pablo, de cuando habían vivido allí antes de la guerra, el pintor viudo, le llamaba entonces la gente. Contó historias viejas que se quedaban como dibujadas en la pared. Iba siempre con el niño a todas partes, era un niño pálido, con pinta de mala salud. Se reían juntos y hablaban como si tuvieran la misma edad. A la madre, contando esas cosas de otro tiempo, le salía una voz de salmodia. Hacían cosas extravagantes. Vivian sin criada en un hotel alquilado por la Plaza de Toros. Elvira preguntó que en qué año fue todo eso y la madre echó la cuenta.

– El chico debe tener unos treinta años ahora. Vosotros erais mucho más pequeños. Papá fue a verlos. Yo le dije que me parecían gente rara… Un señor que llevaba su niño a todas partes, que se sentaba con él por las escaleras de la Catedral. Mal vestidos, gente que no se sabe a lo que viene. Ni siquiera estaba claro que la madre de aquel niño hubiese estado casada con el señor Klein y algunos decían que no se había muerto. Andaban detrás del señor para que hiciera una exposición de sus cuadros en el Casino.

– ¿La hizo?

– Por fin me parece que no quiso, no me acuerdo bien. Papá decía que era un pintor extraordinario. Ya sabéis cómo era él con todo el mundo, ¿de quién hablaba mal? Todavía no ha habido ni una persona-movía las manos y la cabeza hacia el techo con énfasis-, lo que es una persona, ¡pues ni una!, que no le haya querido después de conocerle, ni un enemigo deja, bien lo podéis jurar. Corazón como el suyo, desde luego… un corazón así… difícilmente.

Había inclinado la cabeza y vertía lágrimas sobre el plato de postre. Elvira, antes de que arreciase el llanto, que era silencioso todavía, dobló su servilleta y se fue a acostar. Oyó desde la puerta que su madre decía:

– Tiene razón Elvirita, hijo; si papá quería tanto a pesar de todo,. Será como una familia para nosotros.

ONCE

Cuando se marchó Rosa me quedó el pequeño vicio de ir al Casino algún rato, aunque no fuera más que para echar una mirada. Se habían pasado las fiestas y solamente los jueves y los domingos había un poco de baile a las ocho. Volví a ver a los amigos de Emilio, sobre todo a aquel Federico que me pareció que se burlaba de mí la primera noche en el bar, y comprobé con extrañeza que me consideraba amigo suyo. Casi siempre que me veían se venían a mi mesa, o a apoyarse conmigo en la barandilla alta, desde donde me gustaba ver bailar a la gente. TambiÉn alguna vez, en vista de la confianza que me daban, me llegué a sentar en el grupo que formaban ellos, muchas veces jugando a dados de cubilete. Me recibían con alegría, llamándome por mi nombre, me daban palmadas en la espalda. A las chicas solían hacerles poco caso, y hablaban de ellas con comentarios burlones. A través de sus conversaciones me familiaricé con los nombres de muchas, y las conocí de vista o de que me las presentaron; supe cosas de sus familias. Me incluían en su círculo de noticias y chismes, esperando que en mí despertaran el mismo interés que tenían para ellos. Un día pregunté por Emilio y me dijeron que se había encerrado a estudiar.

El Casino tenía también una buena biblioteca. Federico fue conmigo una tarde y me presentó al encargado para que me dejara sacar todos los libros que quisiera. Allí las butacas eran demasiado có-modas y daban modorra. Descubrí un café bastante solitario en la calle Antigua y empecé a ir allí con mis libros después de comer. Me ponía en un hueco que había con sofá de peluche junto a una ventana. En un rincón medio en penumbra, sobre un pequeño escenario con piano, tocaban durante un par de horas tres hombrecitos vestidos de oscuro. Casi nadie iba a aquel café, y las pocas personas que había jugaban al dominó sin escuchar la música. El rumor de los fichazos sobre el mármol de los veladores se llevaba rachas de valses y habaneras, como un aire que las arañase. Sobre las seis se iba toda la gente de las tertulias y los músicos se bajaban de su hornacina, y dejando las sillas removidas y los atriles vacíos, se tomaban un café con leche en una mesa vecina a la mía. (Lo de siempre), le decían al camarero.

Al otro lado de la calle, enfrente de mi asiento, había una mercería. Muchas veces, al levantar los ojos del libro, los dejaba descansando en aquel escaparate. Los botones y puntillas, los objetos de plás-tico, formaban un mosaico de cosas en montón y al mismo tiempo cruzadas, combinadas, cambiándose de un color a otro, brillando. Me atraía y me producía letargo aquel escaparate; llegó a ser para mí la cosa más familiar.

Los amigos de Emilio se enteraron de que yo solía ir a estudiar a aquel café, y cuando tardaban algunos días en verme por el Casino, pasaban por allí, y desde fuera del cristal me hacían muecas antes de entrar a verme o me tiraban una piedrecita. Me habían hablado mucho de las reuniones que daba un tal Yoni en el ático del Gran Hotel y, lo mismo que Emilio, hablaban de este chico como de un semidiós. Siempre me estaban diciendo que por qué no iba allí con ellos, y tanto insistieron que un día fui. A partir de las siete la gente andaba por la calle con un paso lentísimo, como si les pesara la tarde que no terminaría nunca de pasar. Yoni era hijo del dueño del Gran Hotel. Se hacía llamar así porque había vivido diez meses en Nueva York con un tío Era un adolescente muy guapo, de pelo negro y ojos azules, y el estudio no lo tenía mal puesto, aunque un poco buscadamente original. Se estaba bien allí y tenía una buena discoteca. Le debían haber hablado de mí los otros con cierta admiración; lo noté en su deseo de parecerme independiente y avanzado, y también en su tono displicente, de hombre que está de vuelta de todo. Creo que no le fui muy simpático. Habló sobre todo de París, adonde quería ir en el invierno. Hacía unas cerámicas graciosas, ceniceros y mujeres desnudas con cuerpo de diversos colores. Estaba trabajando cuando llegamos nosotros y no lo dejó en todo el tiempo, pero los amigos estuvieron sirviéndose bebidas y poniendo música, sentados por el suelo.

– ¿No te parece un tipo formidable?-me decía todo el tiempo Federico.

Volví otros días con ellos.

– Nos ha dicho Yoni que le pareces muy tímido-me dijeron-. Que no hace falta que te llevemos, que si te ha gustado estar allí vayas tú solo siempre a la hora que te apetezca. Es que él tiene la costumbre de no hacer caso a nadie. Ya lo has visto, sigue trabajando vaya quien vaya. Pero no le distraemos, hasta le gusta.

Lo que más me admiró fue calcular el dinero que se debía gastar en bebidas para los amigos, y lo comenté con ellos. Les pregunté que si ganaba tanto con sus esculturas como para tener bebidas tan caras, pero por lo visto, el estudio y todos los lujos se los pagaba el padre, que tenía mucha fe en su talento. Yoni, sin embargo, hablaba de él con desprecio absoluto y le llamaba el viejo cerdo. Yo nunca le llegué a ver porque por allí no subía. Conocí, en cambio, a su hermana Teresa, el segundo día de ir por el estudio. Vivía en un apartamento contiguo al de Yoni, independientes los dos de su padre, y ella a veces le traía comida al hermano. Esta chica estaba separada de su marido, que vivía en Madrid con una artista de cine, y le mandaba a ella dinero de vez en cuando. Ella misma me contó estas cosas apenas nos presentaron y, según dijo, tenía como un privilegio el haber encontrado este estado de vida ideal. Hablaba con voz única, separando poco los dientes. Siempre había en su apartamento otras amigas muy guapas, que se reunían allí y hablaban del amor. Federico me dijo que Teresa era lesbiana.

De Elvira Domínguez volví a oír hablar en una de estas reuniones. Me enteré de que pintaba y de que Yoni la admiraba mucho por su falta de prejuicios. Se lo estaba explicando con mucho entusiasmo a otro chico que no la conocía, mientras le preparaba un cóctel en el bar. Yo estaba sentado cerca y les oí. Le dijo Yoni que era una de las pocas chicas iguales a un amigo.

– Como tú, o como otro.

El amigo se echó a reír.

– Se lo cuentas a quien quieras. Eso de la amistad entre hombre y mujer, ya no sale ni en el teatro.

Durante este tiempo yo pensaba mucho en Elvira y deseaba volver a verla.

Una tarde, poco antes de empezar el curso, hizo un sol hermoso y me fui de paseo al río. Había comido dos bocadillos en una taberna del arrabal y bebido casi un litro de un vino buenísimo. Estaba alegre sin saber el motivo. Veía los colores de todas las cosas con un brillo tan intenso que me daba pena pensar que se apagaría. La ciudad me parecía muy hermosa y excitante en su paz, hecha de trozos de todas las ciudades hermosas que había conocido. Me apoyé un rato bastante largo en la barandilla de piedra del Puente y me estuve allí, con los ojos medio cerrados, el sol en la nuca, oyendo los gritos de unos niños que se bañaban en la aceña. Luego me entró sueño y quise ir a tumbarme un rato en la orilla de allá del río, donde estaban paradas las barcas cuadradas que sacaban arena.

Desde el pretil de la carretera, antes de saltarlo para bajar a la orilla, vi una chica tumbada entre sol y sombra y cuando ya bajaba la cuestecilla hacia el lugar donde ella estaba, se incorporó al ruido de mis pasos, y vi que era Elvira. No me extrañó ni me produjo timidez, como me hubiera ocurrido en otro momento. Estaba un poquito borracho y todo lo reconocía y me lo apropiaba apenas mirado, todo eran acontecimientos necesarios e inevitables. Encontrar a Elvira era igual que ver la torre de la Catedral de color tostado y azul dentro del río, igual que ir bajando con cuidado aquella cuesta, y sentir el ruido de un coche en la carretera. Llegué hasta donde estaba y la saludé con toda naturalidad, como si nos hubiéramos visto el día anterior y otros días de atrás, y siempre; como si todo lo supiéramos el uno del otro. Me senté cerca de ella, sin pedirle permiso, y la miré.

– Vuélvase a tumbar, si estaba cómoda-le dije-. Yo también traía la idea de tirarme por aquí y quizá dormir.

Es bueno este sitio, precisamente éste. La he visto desde arriba y he pensado: (Me lo ha quitado esa muchacha:), pero podemos estar los dos. Casi nunca hay nadie por aquí; otras veces que he venido.

Me preguntó que si me gustaba pasear. Que si me gustaba la ciudad, que si me gustaba el río. Se había vuelto a tumbar y tenía las manos debajo de la nuca. Que cuándo empezaban las clases en el Instituto. Espaciaba las preguntas y yo le contestaba de un modo lacónico y desganado. No me miró ni una vez y luego cerró los ojos. Yo no tenía ganas de preguntarle nada, estaba a gusto con la espalda apoyada en un tronco, un poquito más alto que ella por el desnivel de la cuesta. Hubiera podido des-cender hasta su lado y pasarle el brazo por detrás de la cintura. En el silencio que se hizo vi que se le escapaban lágrimas de los párpados cerrados. De pronto me sentí incómodo, como cogido en falta, me acordé de la carta que me había escrito y que yo no había querido contestar. No entendía por qué lloraba, y además era lo mismo, pero pensé que me debía ir, comprendí que era una persona desconocida a quien había venido a molestar en su soledad. Me excusé con torpeza y me iba a levantar para marcharme pero ella me detuvo con un gesto de las manos.

– No se vaya, por favor -dijo luego, todavía sin abrir los ojos-. No me molesta que esté ahí, me gusta. Hábleme si tiene ganas y si no, no diga nada, pero no se vaya. Me hace compañía de todas maneras.

Me turbaba tenerla tan cerca, ver alzarse acompasadamente la curva de su pecho debajo del jersey negro. Me escurrí hasta quedar sentado a su lado, le pregunté si se encontraba mal o le pasaba algo.

– No, nada, sólo estoy deprimida. Me gustaría irme lejos, hacer un viaje largo que durase mucho. Escapar.

– ¿Escapar de qué?

– De todo -dijo; y suspiró.

Me puse a hojear un libro que tenía allí en el suelo. Ella se incorporo después un poco.

– ¿Le gusta Juan Ramón?

– ¿Quién?

– Juan Ramón Jiménez, el autor de esas poesías.

– Ah, ya. No lo conozco.

– ¿Es posible? Déjeme, por favor, un momento -dijo, quitándome el libro y buscando una página-. Es un poeta descomunal. Escuche esto:

Mis raíces, qué hondas en la tierra,

mis alas, qué altas en el cielo,

y qué dolor de corazón distendido.

Lo recitó sin leerlo, aunque tenía el dedo en las líneas, con voz emocionada. Al acabar no sabía si mirarla o no, porque me pareció que el poema iba a ser más largo y estaba esperando a que siguiese.

– Es espléndido -dijo-poder decir una cosa así, ¿no cree?

A mí me dolía la cabeza. Tenía ganas de pedirle que me dejara apoyarla en su regazo. Me tumbé sin decir una palabra, y allí, desde la tierra, mirando unas nubes que se movían, me era menos incómodo escuchar sus palabras. Se puso a hablar de lo limitado de la condición humana y decía muchos tópicos. Seguramente, sin mirarme vencía una cierta dificultad de comunicación. Me preguntó que si no sentía yo ese encarcelamiento de la carne de que hablaba el poema, tan patente algunas veces, ese desdoblamiento entre cuerpo y alma. Yo le dije que no, que creía que el cuerpo y el alma, tan traídos y llevados, venían a ser una misma cosa. No sé si se lo dije con una voz un poco aburrida.

– No sé cómo explicarle-se defendió ella-. Yo, por ejemplo, hoy aquí, lejos de la gente y de las circunstancias que me atan, me olvido del cuerpo, no me pesa, sería capaz de volar; pero en cuanto me ponga de pie y eche a andar hacia casa se me vendrá todo el recuerdo de mi limitación, eso quiero decir, ¿lo entiende?

– Sí. Ya lo entiendo.

– ¿Entonces?

– Nada.

– ¿Por qué ha dicho que no hay alma?

– Pero, mujer, si yo no he dicho exactamente eso.

– Sí lo ha dicho.

– Además es lo mismo. Es cuestión de palabras. También yo estoy más a gusto aquí tumbado en este momento y no me acuerdo de ninguna cosa.

– Pero le parece ridículo lo que digo yo-se revolvió-. Se ríe; dentro de usted lo juzga.

Estaba sentada esperando que la mirase. Se había aproximado. Le vi los ojos grises y grandes, intrigados, casi encima de mí. Desde la carretera debíamos parecer dos novios. Lo único que deseaba era besarla.

– Se equivoca. No piense, por Dios, no dé vueltas a las cosas sencillas. Déjelas como están. Usted tiene ese vicio.

– ¿Cómo sabe que tengo ese vicio? ¿Qué vicio? -dijo-. Explíquemelo mejor.

– Ya lo he dicho. No tiene nada que explicar. Se complace en dar vueltas a las cosas y en darse vueltas a sí misma. Es un vicio muy frecuente.

– ¿Y qué más?

– Nada más. Mejor dicho, creo que también quiere parecer original.

Se quedó abatida y silenciosa. Luego, de golpe, se puso a hablarme de su carta, a justificarse de haberla escrito, a llamarse ridícula a sí misma; y de vez en cuando me miraba como esperando que la contradijese. Yo no fui capaz de decirle que no la había recibido porque sabía que me iba a conocer la mentira en los ojos.

– La escribí en un momento de crisis, de total sinceridad, pero usted, al no contestar, me hizo sentirme a disgusto conmigo misma, y vi lo inoportuna que había sido. Me hizo mucho daño no contes-tando. ¿Tan absurda le parecí?

– No, no absurda precisamente, ni mucho menos.

– ¿Entonces?

Traté de esforzarme en dar una explicación que resultara adecuada pero la voz me titubeaba, y ella me cortó:

– Dejemos esto, por favor. Es inútil intentar hacerse entender de los demás. Una vez más me doy cuenta. Le pido perdón por haberle aburrido con semejante carta y con las explicaciones de ahora. Soy imbécil.

– ¿Imbécil por qué?

– Porque sí. Le advierto que soy yo la primera que se ríe de sí misma -dijo en un tono altivo y agresivo-. De mi histerismo, si usted quiere llamarlo así.

– Yo no quiero llamarlo nada.

– Bueno, pues otros lo han dicho. Lo sé. Me complico la vida, me hago preguntas y me meto en líos. Digo lo que pienso y lo que siento; no tengo miedo de lo que piensen de mí. Y estoy contenta a pesar de todo, siendo como soy.

Se hizo un silencio difícil de llenar. Yo todavía estaba tendido en el suelo. Sabía que ella estaba pendiente de que yo dijera algo y me hundía en el placer de no decir nada.

– No es usted persona de hacer muchos cumplidos -dijo.

– No los hago nunca.

Se echó a reír y le tembló la risa.

– Qué conversación tan increíble la que tenemos, ¿verdad?

Hice un gesto vago, pero de pronto me incorporé. Estaba muy agitada.

– Diga algo-me pidió-. Que no parezca que me da la razón en todo como a un estúpido, o que me oye como quien oye llover. No puedo sufrirlo. ¿Qué piensa?

– ¿De qué?

– De mí, de las cosas que digo.

Tenía una mano encima del libro de poesías y parecía que le sobraba. Puse la mía encima y sentí un calor muy agradable.

– No pienso nada, aborrezco los problemas psicológicos. Mírame.

No retiró la mano, pero se echó a llorar.

– No sé, estoy nerviosa estos días. Siempre me he sentido ridícula con usted, desde el primer momento. Dirá usted. Dirá…

– No volvamos a empezar-corté-. Yo no digo nada. Y no me llames de usted. Somos amigos, ¿no?

Se sonrió asintiendo. Le alcé la cara por la barbilla. Estábamos muy cerca y vi que los labios le temblaban. De pronto se desprendió:

– ¿Qué hora es?-preguntó-. Debe ser muy tarde.

Y se levantó.

– Uh!, tardísimo -dijo cuando supo la hora-. No, no vengas conmigo. Tengo una prisa horrible. Hasta otro día.

Ya iba subiendo por la cuestecilla con su libro en la mano.

– Espérame -le dije-. No te hagas la interesante. ¿Es que quieres jugar conmigo a la Cenicienta?

– Sí -dijo con una voz de buen humor.

Y se echó a correr por la carretera, diciéndome adiós. Yo me quedé un poco todavía. Cuando me fui de allí, tenía ganas de seguir bebiendo y estuve en varias tabernas de mi barrio.

Al día siguiente, lo único que recordaba de Elvira era lo cerca que la había tenido de mí y algo de mi tono insolente del principio. La telefoneé‚ para disculparme, o no sabía muy bien para qué. Le pregunté que si podía verla.

– Sí -dijo-. Pero no quiero que te excuses. Me has hecho mucho bien con eso que dices tu insolencia. Ya te explicaré. Hasta te tendría que dar las gracias.

– ¿Dónde te veo?-resumí.

– Puedes venir por casa.

– Habrá mucha gente. Tenía ganas de estar solo contigo.

– No, antes de las siete no habrá gente; hoy creo que no va a venir nadie.

Me citó a las seis. Era una tarde de domingo. La madre y el hermano se habían ido al cementerio. Apenas me abrió la puerta ella misma, me sentí a disgusto y tímido; no encontraba razón para aquella visita y tuve que hacer un esfuerzo para no llamarla de usted al reconocer el trozo de pasillo donde nos habíamos hablado el primer día, cuando fui a darles el pésame. Ella, en cambio, era absolutamente dueña de la situación y me hizo pasar con desenvoltura y aplomo. La seguí a un cuartito pequeño que me dijo que era el suyo, y me trajo una taza de té. Me dijo que se alegraba de mi amistad, que esperaba merecerla, que precisamente necesitaba mucho de personas como yo que dicen siempre la verdad. Que nadie le ha-

bía dicho de sí misma cosas como las que yo le había dicho la tarde anterior.

– Pero si yo no te dije nada de particular.

– Sí, que pienso demasiado en mí misma. Y es verdad: que me doy vueltas y me creo original. Algo así. Me sentó muy mal, te lo confieso, pero hiciste bien en decirlo, fuiste como nadie, son cosas que nadie dice.

Me explicó que en general la gente la admiraba. Que los chicos, sobre todo, la admiraban.

– No me creas fatua por esto, pero es verdad. Tengo bastantes amigos, y entre unos y otros me han hecho pensar que valgo algo más que otras chicas, porque soy así, impulsiva, ya lo ves tú mismo; porque leo y tengo inquietudes que otras chicas de aquí no suelen tener. Ellas me ponen verde, te lo puedes figurar, porque tengo amigos y salgo y voy a los sitios, lo que se puede en un sitio como éste. Porque con las chicas me aburro, lo lógico. Todo esto a ti te parecerá pueril. Tú en cambio no me admiras nada, te parezco vulgar, ¿verdad que no me admiras?

– ¿Por qué te iba a admirar? Te conozco tan poco… Pero ves, ya estás hablando todo el rato de ti misma, salte de ti misma, no te creas el centro del mundo.

Se quedó repentinamente cortada.

– No te he querido decir nada que te ofenda-añadí-. Perdona. Pero creo que siendo tan subjetiva, creyéndote el centro del mundo, no podrás llegar a hacer nada demasiado bueno, ni siquiera a pintar bien, por ejemplo.

– ¿Lo sabías que pinto?-preguntó complacida-. ¿Quién te lo ha dicho?

– Qué más da, lo he sabido por ahí.

– Yo no pinto bien, ni lo pretendo. Soy aficionada solamente-se defendió-. Eso para el que sea profesional.

Yo le dije que no se debe ser aficionado en ninguna cosa, que si no le parecía la pintura una cosa importante, que no cogiera nunca un pincel.

– ¿A ti te parece una cosa importante?

– Hay otras cosas que lo son mucho más, desde luego.

– Pues tu padre pintaba. Creo que pintaba muy bien.

– Y eso qué tiene que ver.

Sacó un tono impaciente, como si se empezara a molestar. Estaba continuamente a la defensiva. Dijo:

– Además, eso de lo subjetivo no es verdad. Van Gogh será un pintor subjetivo, bien encerrado en sí mismo, y es espléndido. Murió alucinado, borracho; bueno, ya lo sabrás, se cortó una oreja. Yo le admiro.

Me eché a reír.

– ¿Le admiras porque se cortó una oreja? ¿Qué tiene que ver eso con su pintura?

Se quedó un rato callada.

– Me tienes antipatía -dijo luego-. No sé por qué quieres estar conmigo.

Estaba sentada en una cama turca y continuamente subía los pies a la cama y los volvía a bajar. Me pareció guapísima.

– Porque me gustas-le dije-; la cosa es bien clara.

Se levantó, como si no me hubiera oído, y dijo que me iba a enseñar sus cuadros, pero luego se arrepintió y se puso a darme explicaciones de lo malos que eran y también de las sensaciones que tenía cuando los pintaba que se atormentaba pensando que aquello que veía ya no volvería a tener la luz que tenía en aquel momento, y que eso le daba prisa y angustia y le dificultaba trabajar bien. Me habló de lo horrible que le parecía sentir pasar el tiempo, envejecer.

– Dirás que qué cosas pienso tan raras, ¿no? -dijo con una risita.

Yo no contesté. La estaba mirando fijamente. Otra vez se había sentado, ahora más cerca de mi sillón.

– Esta tarde, por ejemplo, es distinta a cualquier otra y nunca se repetirá. Y cuando tú y yo seamos viejos, ni siquiera nos acordaremos. Es imposible apresar el tiempo, ¿no te parece?

Me levanté despacio y me puse a su lado en la cama turca. Bajó los ojos. Algo empezó a decir de La náusea: de un libro de Jean-Paul Sartre, y todavía siguió hablando un poco y mirándose las manos sobre las rodillas, hasta que yo se las cogí.

– ¿Por qué haces esto? -dijo cortándose-. Ya ayer, en el río…

– ¿No eres una chica sin prejuicios?-sonreí.

Separó una mano y la movió en el aire con falsa naturalidad; la otra quedaba en su falda, debajo de las mías.

– Claro, qué bobada, no lo digo por eso. A ver si crees que me parece una gran cosa, pero tengo curiosidad por saber qué idea tienes formada de mí.

Se hacía la desenvuelta, pero vi que tenía miedo de que la besara.

La besé. La estuve besando hasta que no teníamos respiración. Luego ella se puso de pie con susto porque había oído algún ruido en la casa, se arregló el pelo con las manos torpes, antes de salir de la habi-tación. (Me esperas un momento:), dijo. Y cuando volvió todavía hablaba con voz entrecortada.

– Ha venido una amiga mía. Está en el comedor. Si quieres salir a la visita o esperarme… no sé qué podríamos hacer.

– No, me voy-dije-. Ya te veré otro día. Pero no estés temblando.

– Escucha, antes de que te vayas.-Hablaba en un murmullo-. Dirás que soy una fresca. Yo no quería que pasara lo que ha pasado. ¿Me crees? No sé cómo se ha enredado todo así.

– No tiene importancia. Si tú quieres lo olvidaré. Pero te he besado porque me ha parecido que lo deseabas.

– Eres fatuo y grosero-se revolvió-. No es verdad eso.

– ¿Quieres que lo olvide?

– Sí. No sé. Vete. Si no te importa, no digas que has estado aquí.

– ¿A quién se lo iba a decir?

– No sé.-Estaba muy colorada-. A mi hermano, a Emilio, a tus amigos de ahora. Además es una bobada, díselo si quieres.

– No se lo diré, no te preocupes. A tu hermano y a Emilio nunca los veo. ¿Tanto miedo tienes?

– No-se revolvió-. Ya te he dicho que es una bobada. No tengo miedo de nadie. Pregónalo si quieres.

– Nos va a oír hablar tu amiga.

– Mejor. Eres malo y odioso.

Ni siquiera me dio la mano cuando me fui.

En la calle decidí que era mejor no volver a verla. Eché a andar sin saber hacia dónde. Hacía una tarde húmeda y suave. Llegué al Parque municipal y di un paseo.

– Sabía va que te iba a gustar mucho Yoni. Pues yo, ya te digo, no salgo nada. Pero estoy animado. En este tiempo de otoño, da gusto tener aliciente para meterse a estudiar. Gusta estar en casa trabajando, a las puertas del invierno, con mas sociales, sobre todo. Algún día, si quieres, puedes venir a casa y te enseñaré algo. Vivo aquí mismo.

– Ah, muy bien. Vendré.

Miré la casa.

– En el tercero. Sí, me gustaría que vinieras. Saber tu opinión acerca de lo que escribo. Esta temporada me he aturdido a estudiar, pero no creas; suelo tener un gran dilema entre la carrera y mis escritos. He tenido temporadas de no saber por dónde tirar, y todavía no estoy seguro, pero es que claro, chico, de la literatura, por lo menos aquí en España, es dificilísimo vivir.

Seguíamos parados en la acera. Miró el reloj. Me dijo:

– Te extrañará que no te diga que subas ahora a casa. Pero los domingos salgo un poco antes, para aprovechar y tengo prisa: estoy citado con Elvira. ¿Sabes que somos novios?

– No. No sabía nada.

– A nadie se lo he dicho más que a ti. Ni siquiera a Teo. No lo comentes con los amigos. Decir novios, y más con ella, es algo que lo echa a perder todo, pero en fin, hemos comprendido que nos tenemos que casar. Esto es lo importante, ¿no te parece?

– Tú sabrás. Seguramente.

Cuando se despidió me dijo:

– Por cierto, tú debías volver a visitarles. A Teo le gustaría. Su madre, por lo visto, se acuerda bastante de ti, cuando eras pequeño. Si quieres, yo te puedo acompañar.

– Bueno, ya nos pondremos de acuerdo.

Me fui a la pensión. Al día siguiente empezó el curso.