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SEGUNDA PARTE

DOCE

– Anda, sécate los ojos.

Gertru cogió el pañuelo grande que olía ligeramente a tabaco y colonia Varón Dandy. Todavía tenía los dobleces de recién planchado. Se enterneció al llevárselo a los ojos.

– Pero de verdad, Ángel -dijo con voz quebrada-. De verdad que era una broma; que yo no quería avergonzarte delante de los amigos ni nada, que te lo has tomado al revés. Con la ilusión que me hizo preparar el paquete…

– No, Gertru, chiquita, no me lo he tomado al revés. Es que hay cosas que una señorita no debe hacerlas. Te llevo más de diez años, me voy a casar contigo. Te tienes que acostumbrar a que te riña alguna vez. ¿No lo comprendes?

Gertru escuchaba mirando los sofás de enfrente y la gente sentada. La voz de Ángel tenía un tono autoritario que le quitaba toda dulzura, ponía distancia entre ellos. Protestó todavía:

– Pero por lo menos que entiendas que era una sorpresa, una cosa que me salió de dentro. Ni lo anduve envolviendo bien ni nada, vine corriendo a traértelo con el mismo traje que tenía puesto en casa, en cuanto colgué el teléfono. Yo misma vine. Tienes que entender esto, por favor. Tienes que saberte reír cuando alguna vez te dé una broma.

– No me digas lo que tengo que saber hacer-cortó él con dureza. Y añadió acercándose un poco, porque ella se apartaba con gesto huraño-: Por Dios, es que se te ocurren unas cosas. Imagínate cuando bajé con los amigos y me dio el paquete el conserje. Vamos, que no sabía qué cara poner. Lo desen-vuelvo, y el bocadillo de tortilla. Habrán dicho que soy un desgraciado, que me hago alimentar por ti. Además el conserje te conoce, se han enterado todos.

Gertru levantó unos ojos de niño con rabieta.

– Y a mí qué me importa, a mí qué me importa. Dijiste que llevabas dos tardes sin merendar, que no te había llegado el giro de tu madre. Me hacía ilusión, no tiene nada de malo, digas lo que quieras no tiene nada de malo.

– Bueno, ya basta. ¿Por qué sigues llorando? No te quiero ver llorar, ¿has oído? Si no te voy a poder advertir nada. Lo hago por tu bien, para enseñarte a quedar siempre en el lugar que te corresponde. Eres un crío tú. Anda, no seas tonta, pero serás crío.

Gertru se sonaba con los ojos bajos.

– Ángel está de riña con la novia -dijo Federico Hortal desde la mesa de enfrente, donde habían estado jugando a los dados.

Y se echó para atrás en la butaca, mirando en el aire una bocanada de humo. Se destacaba su figura delgada contra el metal de una vieja armadura que estaba al pie de la escalera. Sonaban amor-tiguadas las conversaciones y las risas como si se apagaran en la alfombra. Aquel rincón del hall del Gran Hotel con la escalera, la armadura y el tresillo grande venía retratado en las postales de la Dirección General de Turismo y por detrás ponía: (Teléfono. Baño en todas las habitaciones. Primera A).

– Riña de poco debe ser -dijo Ernesto-. Una riña de no soltarse las manos, vaya riña. Es una pareja que da sueño. ¿Lo dejamos o echamos otra?

Federico le quitó el cubilete.

– No, hombre, venga ya. Yo ya no juego más. Llevamos siete.

– Porque pierdes.

Luis Colina miraba el periódico.

– Le estará pidiendo explicaciones ella por lo de anoche -dijo alzando unos ojos maliciosos.

– ¿Lo de anoche? No seas tonto. Pues sí. Como si lo de anoche fuera algo especial. Ni lo sabrá ella.

– ¿Cómo no va a saberlo? Yo estoy seguro de que es por eso. Con lo arrepentido que venía a lo último, diciendo que era un miserable.

– Bueno, por el vino que tenía. Por desahogarse. Porque era la primera vez que volvía con nosotros de noche desde lo de la novia. Pero lo que yo le dije: (Temprano empiezas con los arrepen-timientos. Qué vas a dejar para cuando te cases y tengas hijos y eso, que está peor irse de mujeres, si vas a mirar:).

– Pues él decía que con qué cara salía hoy con ella. Yo creo que se lo está contando y que por eso riñen.

– Que no, hombre, que no. Que no le conoces.

– Es un león, desde luego, para las mujeres. ¿Os fijasteis Angelita? Se le dan de miedo -dijo Luis Colina con admiración.

Los otros no le hicieron caso.

– Pues a la chiquita esta yo no le veo nada. Tiene unos bracines que parecen palos.

– Hombre, no; es mona. Muy crío, eso es lo que pasa. Ya se pondrá en su punto. Es de las que se ponen en su punto después del segundo hijo. Qué dolor de cabeza, oye. Dos horas he dormido.

– Por ahora es de las que no deben dar ni frío ni calor.

– Eso creo, sí. Algo simplona. Yo también estoy cansadísimo.

– Y dice que se casa, eh, que no quiere esperar ni dos meses. Le ha dado fuerte.

Gertru le daba vueltas al pañuelo de Ángel, sin levantar los ojos del regazo.

– Te has quedado callada. Mírame.

– No me pasa nada.

– Que me mires.

– Déjame.

– Pero vamos, basta ya. ¿Qué va a decir mi madre mañana? Pues sí que le preparas un recibi-miento. Como te vea con esa cara. Dame ya el pañuelo. La señora de Jiménez; vaya una señora de Jiménez que vas a ser tú. ¿Y cuándo lleves el anillo aquí?

– No, aquí no..Se lleva en la otra mano.

– A ver. En ésta. En este dedo. Vuélvete Así. Ya nos hemos casado. ¿Qué te parece?

– Bien -dijo ella, sonriendo.

Saludaron a Ángel. Se levantaron y saludaron con la mano.

– Eh, ¿pero os vais ya? -les llamó él, incorporándose. Se acercaron.

– Sí, arriba, a oír los discos de Yves Montand. ¿Venís luego vosotros? Hola, Gertru.

– Hola.

– No sé -dijo Ángel, mirándola-. A lo mejor. Íbamos a ir al cine. Lo que ella diga.

– Animaros, hombre.

– No sé lo que haremos. ¿A ti te apetece?

– A mí sí -dijo Gertru.

– No. Es que si no vais a venir, se lo decimos a Yoni, porque me parece que contaba con vosotros.

– ¿Ah, pero por fin es guateque?

– Creo que sí. Dice éste que han avisado a algunas chicas. Ahora nos dirá Yoni.

– Hasta luego.

Subieron las escaleras con gesto cansino. En el estudio, Yoni le estaba haciendo un cóctel a Manolo Torre, en el pequeño bar. Federico se fue al lado del picup y se puso a sacar discos de sus fundas de papel y a mirarles los títulos.

– Oye, bárbaro. Tienes dos de Juliette Greco, ¿también son nuevos?

– También.

Los otros se acercaron al picupé y miraron los discos, por encima del hombro de Federico.

– ¿Te los ha mandado todos Spencer?-preguntó él-

– Todos.

– Pues oye, los vamos a ir poniendo.

– Como queráis -dijo Yoni-, pero os van a aburrir de tanto oírlos, como me ha pasado a mí. Yo esperaría un rato a que viniera la gente.

Les contó que venían muchos, que lo había organizado su hermana Teresa.

– ¿Y con qué motivo?

– En honor de la francesa del 315, que se marcha mañana por fin. He visto que andan haciendo pastelitos y mandangas. Me toman el estudio por el pito del sereno.

– Si te traen a la francesita, no te quejes.

– De eso me quejo, claro. Me la tengo ya muy vista-se reía-. Demasiado. ¿Sabes que me regalaba un pasaje si me iba con ella?

– ¿Qué dijiste?

– Que no. Que cuando tenga ganas de pasar una semana en plan, ya le pondré un cable.

Yoni hablaba con un acento descoyuntado y artificial. Les ofreció tabaco inglés de pipa, y mientras lo repartía canturreaba, llevando el compás con los hombros:

Chuchu chu baba

chuchu chi baba

chuchu chu baba

chu, chu, chu…

– Oye, ¿y este tabaco también te lo ha mandado Spencer?

– También. Con los discos. Y unas revistas de cine que están allí.

– Vaya con el americano. Ni que se hubiera enamorado de ti.

– Pues no andas tan despistado. Cosas más difíciles habría.

– ¿Cómo? ¿Qué dices, Yoni? ¿Pero de verdad?

– Y tanto.

– Que‚ va, hombre. No vengas con cuentos ahora. Un tío bien simpático es lo que era. Siempre le sobraban veinte duros.

Al principio los discos franceses fueron escuchados con religioso silencio. A los que iban lle-gando, se les saludaba con la mano, o con gestos de que no interrumpieran. Colette, la chica Francesa del 315, traía pantalones y una blusa roja. Se fue derecha al bar, se sirvió un vaso de ginebra y se puso a be-

berlo apoyada en el respaldo de la butaca de Yoni, acariciándole el pelo de vez en cuando. Luego se sentó en el suelo con las piernas estiradas sobre la alfombra. Dejaba caer en la cara su pelo rubio y liso, mien-tras hacía sonar contra las paredes del vaso un trocito de hielo. Teresa, la hermana de Yoni, entró con las otras amigas por la puertecilla de atrás, que comunicaba con su apartamento. Traían bandejas de empare-dados y las pusieron en una mesa adosada a la pared, retirando hacia el extremo algunas figurillas de barro.

– Te dije que dejaras libre esto-le gritó a Yoni.

Yoni se levantó, encorvándose hacia adelante. Alguien le había dicho que andaba como James Stewart.

– Eh tú, no fastidiéis -dijo acercándose-, que ese trabajo no está seco todavía. Hola, Estrella.

– Venga, no seas rollo. Si no te lo estropeamos. O ponlo en otro sitio, en el armarito. Te dije que lo tuvieras recogido.

– A ver, Yoni, qué cucada de imagen. ¿Es una virgen?

– No, es una cosa abstracta. Ten cuidado.

– ¿Abstracta?

– Sí, guapa. Ten cuidado, no está seca.

– Pero esto es un cenicero, no lo querrás negar. ¿Lo vendes?

– Cógelo, si te gusta.

Colette no separaba los ojos del grupo que formaban Yoni y las casadas frívolas. Cuando se volvió a acercar a ella, le atrajo hacia sí fuertemente y se reclinó en su hombro:

– Oh, dètes moi que tu m'aimes-le pidió lánguidamente.

Teresa, la hermana de Yoni, vino hacia ellos y se agachó a saludar a Colette. Yoni aprovechó para desprenderse. Teresa llevaba un escote exageradísimo y los ojos pintados con abégñula. Manolo Torre no separaba los ojos del borde de aquel escote, atento a que se volviera a levantar. Apuró la copa de coñac y se pasó dos dedos por el cuello de la camisa.

Cuando estaban acabando de poner los discos, vinieron Gertru y Ángel. Como la chica era nueva, y por consideración a Ángel, se levantaron casi todos. Gertru miraba alrededor, sin avanzar, con sus enormes ojos transparentes. Manolo Torre le dijo por lo bajo a Yoni:

– Vaya, ya nos hundió la niña. Yo la conozco, te prevengo que es de las que le cohíben a uno la juerga.

– ¿A mí? -dijo Yoni con voz displicente-. Pues sí que me cohíbe a mí nadie nada. Con no hacerle caso…

– Pero que no se levanten todos,.Ángel -dijo Gertru apurada.

– Venga, hombre, sentaros. Os presento a Gertru a todos los que no la conozcáis-saludó él, cogiéndola por el cogote y haciendo con la otra mano un gesto circular de hombre desenvuelto.

Mascullaron alguna cortesía sin mirarla de frente No sabían si volverse a sentar o no. Teresa vino y la estuvo besando.

– Ángel me ha dicho que querías ver la cocina de mi apartamento, para tomar idea para cuando os caséis.

– Sí, sí. Me encantaría -dijo Gertru.

– Desde luego es un sol. Luego vamos, si quieres. En cuanto meriende la gente un poco, te llevo, ¿eh, mona?

– Bueno. Muchas gracias. Federico se acercó a Yoni.

– Oye tú, ¿va a haber baile luego, y eso?

– Supongo. Aquí cada uno hace lo que quiere. Ya sabes que esto siempre se lía.

– Digo por si van a venir más chicas. Chicas de aquí.

– Sí, creo que se lo han dicho a Isabel y a Toñuca, y a las catalanas, ¿por qué?

– Por Si podía yo avisar a una amiga mía.

– ¿A Julia Ruiz? -preguntó Yoni.

– Sí. ¿No te importa? Me divierte porque me ha empezado a hacer confidencias de su novio. Por algo se empieza.

– Por mí trae a quien quieras. Con tal de que la dejen en su casa.

– Sí. Yo la conozco. La llamo ahora.

Se acercó al teléfono y marcó un número. Las conversaciones habían empezado a cubrir las palabras susurradas de Yves Montand.

Se puso de espaldas. -¿Me hace el favor? ¿La señorita Julia? Ah, eres tú.

Nada, ¿qué haces? ¿Le sigues guardando ausencias a ese novio fantasma…? Sí, pero bueno, debería arreglarlo de alguna manera para no dejarte vivir tan sola… Que no, bonita, que no te enfades tú… El picupé eso es lo que se oye… Sí, en el estudio de Yoni. Tiene unos discos franceses, oye, fenomenales; a ti te encantarían. ¿Por qué no te das una vuelta por aquí…? Claro que me lo ha dicho él… ¿Y por qué? Algún día tiene que ser el primero. En estas fiestas pasadas, lo hemos rociado todo con agua bendita… No, ahora en serio, vente, te llamaba para eso… Bueno, pues con tu hermana… Sí, sí, yo se lo digo. Que se ponga.

Julia dejó el teléfono y fue a llamar a Mercedes, que estaba oyendo una novela por la radio.

– Te quiere hablar Federico Hortal.

– ¿A mí?

– Sí, que te pongas. Quiere que vayamos al Hotel.

Mercedes salió al pasillo y Julia se quedó esperándola apoyada en el mirador. La tía Concha, a sus espaldas, cerró la radio y dijo con voz solemne: (Al Hotel de ninguna manera:), luego volvió a abrirla. Julia no contestó. La gente pasaba deprisa, debía hacer frío; vio salir a doña Simona, la del tercero. Tar-daba Mercedes y el murmullo de su conversación en el pasillo, que le llegaba, en las pausas del speaker, la enervaba. Imaginó la cara de complicidad que traería, y se arrepintió de haber estado más bien simpá-tica con Federico. Encendieron las luces de la calle. Le daban ganas de escapar; se fue al cuarto de Natalia.

– ¿Se puede?

– Sí, hola.

Natalia estaba echada en la cama con unos folios de papel y pinceles de colores.

– ¿Qué haces?

– Un mapa de cultivos. ¿No habéis salido?

– No. A lo mejor salimos ahora. A ver, ¿qué es eso? ¿Espigas?

– Sí. Las espigas se ponen en los sitios de trigo, y racimos donde se da la vid. Está muy mal pintado.

– ¿No te aburres aquí sola?

– Yo no.

– Los domingos se aburre una tanto.

– Lee algún libro. ¿Quieres que te dé algún libro?

– No, no. Si a lo mejor salimos.

Mercedes, cuando vino a buscarla, ya había convencido a la tía para que las dejara ir. Tuvo que discutir bastante con ella, decirle que era por Julia, que aquel chico le convenía mucho y que no se le podía decir siempre a todo que no, porque se iba a hartar, que había que aprovechar estos días en que Miguel y Julia habían dejado de escribirse para ver si a ella se le quitaba por fin de la cabeza la idea de aquel dichoso novio. Tía Concha había oído decir que Federico Hortal era un poco borracho, (…y si va a salir de Herodes para meterse en Pilatos) (Que no tía, qué disparate, si es un chico excelente, fíjate qué familia, no me vayas a decir ahora que no es un partido ese chico; y tiene verdadero interés, ya te conté lo que me dijo el otro día en el Casino. Diferencia con ese memo, que nadie le conoce ni sabe quién es ni nada; una persona educada que se sabe presentar en cualquier sitio, no un chiflado. De beber ya te digo, no creo, pero aunque bebiera un poco, eso son cosas…:) (Bueno, sí, está bien pero ¿al Hotel vais a ir?:) (Es un día. Y Julia no va sola, tía, voy con ella. Es por lo que es, ya sabes que a mí tampoco me gusta mucho aquel ambiente.) (¿Cómo te va a gustar? Todo gente joven, solos allí, como cabras locas, sin ninguna persona de representación, metidos entre cuatro paredes. Desde luego, Si vais, que no lo sepa tu padre.) (Bueno, ahora es un poco distinto, ¿eh?, desde estas ferias ya van chicas de aquí, las dejan en sus casas. Chicas conocidas, Isabel, y muchas. Creo que ahora no es como antes; y también matrimonios. Otra cosa.) (:Pero venir pronto. Dicen que algunas chicas hasta se quedan allí a cenar con sus novios y todo.) (Que no, por Dios, mira que son unas advertencias. ¿Cuándo hemos hecho nosotras eso? A las diez en punto estamos aquí.) (Antes, un poco antes.) (Antes no sé, tía, son las ocho menos cuarto entre que nos arreglamos y llegamos y todo.) (Si lo que no sé es la necesidad que teníais de ir. Bueno, en fin, a las diez.

Pero en punto.)

Julia le preguntó lo que le había dicho a la tía para que las dejase ir.

– Nada, que nos apetecía, que estábamos toda la tarde de domingo metidas en casa-explicó Mercedes.

– Algo más le habrás dicho, porque si no…

Natalia las oía sin levantar los ojos de su mapa. Julia estaba sentada a los pies de la cama y se hurgaba en las uñas, se levantaba a tiras el esmalte viejo.

– Pero venga, muévete -dijo Mercedes con impaciencia-. Tenemos que arreglarnos. ¿Es que no te apetece venir?

– Sí, mujer, pero tenemos tiempo.

– No tanto tiempo; son menos diez.

– Vaya una ilusión que te ha entrado.

– ¿Yo?-se señaló Mercedes con acento de víctima-. Por ti lo digo. Por ir contigo; mira tú a mí qué me importa. Porque me pareció que tú querías. Lo que es a mí…

Julia estaba medio arrepentida de ir. Por el camino no habló apenas, y andaba de mala gana, parándose. Su hermana se enfadó, le dijo que ni que la llevaran al patíbulo. Que se volviera, Si quería.

Cuando llegaron al estudio de Yoni, había ya mucho jaleo. Estaba la chimenea encendida; ceniceros y botellas esparcidos por la alfombra. Al principio no vieron a Federico, empotrado en una butaca del fondo con una copa de coñac en la mano. Las vio él y les hizo una seña, levantando el brazo libre, sin moverse de su postura. Ellas se habían parado a saludar a Gertru que estaba al lado de la puerta.

– Mírale -dijo Mercedes-. Está allí.

– Bueno, y qué pasa-se volvió Julia-. Ni que hubiéramos venido a buscarle. Estás más gorda, Gertru.

– Hola, ahora vamos. Mira, Julia, nos está llamando.

– Yo no voy -dijo Julia secamente-. Estoy bien aquí.

– Hija, mira que eres. Nos está diciendo no sé qué. Yo sí voy.

– Pues vete.

– Ahora vengo.

– ¿Y tu novio?-le preguntó Julia a Gertru cuando se quedaron solas.

Ángel estaba de espaldas un poco más allá, en un grupo al lado del bar.

– Ahí, ¿no lo ves? Le está dando un recado a un amigo.

– Creo que os casáis pronto.

– Sí. Mañana viene mi suegra. Me va a llevar con ella a Madrid a escogerme el equipo.

– Qué estupendo. Estarás encantada.

– Fíjate.

Mercedes había llegado junto al sillón donde estaba hundido Federico, y hablaba con él apoyada en el respaldo. Miraron hacia acá y Julia desvió la vista. Buscó un hueco de pared para sentirse menos desairada.

– Es muy pequeño esto y hace calor, ¿no encuentras? -le dijo a Gertru.

– Sí, eso estábamos comentando antes Ángel y yo, que debían abrir alguna ventana. No sé para qué han encendido la chimenea.

– Ya, ya. Díselo a alguien que abran.

– No sé a quién.

– A tu novio, que se lo diga a los de aquí.

El vaho formaba una niebla en los cristales y detrás se dibujaban tejados, luces y ventanas de afuera, del otro lado de la calle. Gertru se quedó un poco callada, mirando la ventana con ojos distraídos. Le picaba el humo dentro. Todavía no era de noche.

– ¿Y Tali?-preguntó.

– Mejor. Ya está buena.

– ¿Ha estado mala? No lo sabía.

– Sí. Como ya no vas nada.

– Es verdad, pobrecina. Con lo que yo la quiero. ¿Está enfadada?

– No. No creo. Vamos, no sé.

– Me acuerdo cuando subíamos a la torre de la Catedral -dijo Gertru sin apartar los ojos de la ventana-. Y cuando nos parábamos en los charlatanes. Lo pasábamos bien; a estas horas salíamos de clase. La tengo que llamar.

Vino Teresa para saber si quería ir con ella a ver la cocina de su casa. Que se viniera también Julia, que nunca había estado.

– …y os enseño la ropa que me han traído de Tánger.

Julia dijo que bueno y salieron las tres. Teresa llevaba a Gertrudis cogida por los hombros.

– Te rapto un poquito a este cielo de novia, tú, mala persona-le dijo a Ángel, al pasar a su lado.

Federico, mientras se servía la séptima copa de coñac de la tarde!le estaba diciendo a Mercedes:

– Pues, chica, creí que ya no veníais. Pero, ¿y con el novio, en qué está?

– Yo qué sé en qué está. Que tendrán que dejarlo. Yo he dicho que no se casaban desde el primer día. Pero como ella es tan bruta, porque es brutísima, ha dicho por aquí meto la cabeza, y nada, hasta que se la rompa. A mí es que me pone…

– Mujer déjala -dijo Federico con pereza, estirándose-, no te lo tomes así.

– Pero cómo quieres que me lo tome. Si es que es verdad, hombre. ¿Tú crees que ella pide consejo ni dice una palabra a nadie? Nada, ni una palabra, ya ves, dos hermanas que duermen en la misma habi-tación desde chiquitas Pues nada, se puede estar muriendo de un disgusto que no me lo dice. Fíjate, ahora lo sé yo que está reñida con Miguel, y que seguramente es definitivo. Pues si le pregunto que si ha tenido carta, que sí, siempre que sí. Lo sé yo que hace más de un mes que no la escribe…

– ¿Y tú por qué crees que no la escribe?

– Pues porque es un idiota, un cara. A mí me lo podía hacer.

Federico se desempotró trabajosamente de la butaca.

– Siéntate aquí-le dijo a Mercedes-. ¿Y ahora por qué no se ha acercado aquí contigo? ¿Adónde va con ésas?

– Lo hará por hacerte rabiar, por táctica. A mí muchas veces me parece que tiene interés por ti… Pero no, déjalo, si no me siento, ya me buscaré yo otra silla.

– No, hija, no te molestes, si no hay sillas. Fíjate cómo está todo.

Mercedes echó una mirada en torno. Todavía no se había fijado en la habitación. Vio parejas aisladas que bailaban por los rincones donde había menos luz, gente de espaldas en el bar y junto a la mesa de los emparedados; otros sentados por el suelo. La mayoría de las caras no las conocía.

– ¿Aquello qué es?-le preguntó a Federico.

Había dos camas de madera en una esquina, encima una de la otra, como en los barcos, y en la de abajo se veían tumbadas algunas personas, las caras hundidas en lo oscuro, las piernas sobresaliendo, y se movían, alternadas de hombre y de mujer.

– ¿Aquello? Nada, las literas de Yoni. Por si se queda él a dormir alguna noche, o amigos. É1 trabaja de noche casi siempre, ya sabes. Pero ¿no habíais venido nunca?, ¿es posible?

– Nunca, yo por lo menos.

– Chica, qué atraso. Aquí es el único sitio donde se pasa bien y se conoce de vez en cuando a gente divertida. ¿Pero por qué no te sientas?

Mercedes se sentó. Era una butaca muy cómoda. Federico se agachó a coger una botella que había en el suelo y la destapó con los dientes. Le dio a ella un vaso vacío.

– ¿Quieres beber?

– ¿Qué es?

– Coñac.

– Huy, no. No me gusta.

– Venga, no seas cursi. Te tomas el primer sorbo con la nariz tapada. Verás qué bien sienta.

– Basta, basta, no me eches más.

Pasó Isabel bailando con uno de pelo cepillo.

– Hola, Isa.

– Hola, qué milagro, vosotras aquí.

– Ya ves.

– ¿También está Julia?

– También, por ahí anda.

– ¿Le estás pisando la conquista?-sonrió Isabel.

– ¿Yo? Qué tontería.

– Sí, sí, fíate de las hermanitas. Bueno, hasta luego.

– Hasta luego.

Hubo un silencio. Luego Mercedes bebió el primer sorbo de coñac.

Se habían aburrido de los discos franceses. Estaban poniendo ahora un mambo muy estrepitoso. Lo coreaban con pataditas y palmadas las amigas y amigos de Teresa, sentados en corro alrededor de la chimenea. Colette y Yoni se aburrieron de bailar y se sentaron en aquel grupo. Ángel le pidió a Yoni que le presentara a su amiga.

– No vale, tú ya tienes novia -dijo Yoni.

– Sí, pero se ha ido a un recado. Me tengo que dar prisa para conocer a esta preciosidad. La francesa le miró sonriente, los ojos interrogativos. Se dieron la mano.

– Oye, aunque esté en plan contigo, ¿me dejas decirle que está de miedo?

– Díselo, no te va a entender.

– Entonces, mejor. Estás para comerte, preciosa. Para co-mer-te.

Dijo Manolo Torre que aquello era un tostón, que aquello no se animaba hasta que un tal Ramón cantase bulerías. (Convéncele tú, Estrella, de algo servirá que sea tu marido.) Estrella, de traje verde como una funda, gateó por la alfombra hasta el marido, rubio, alto, con pinta de inglés, que estaba sentado inmóvil mirando al fuego. Se le encendían reflejos en el pelo con las llamas, se le volvían a borrar.

– Tú, Ramón, te has quedado de un aire.

La mujer se puso en cuclillas a su lado, le abrazó por la cintura.

– Anda, mi vida, no defraudes a la afición.

– Es una pena que no quiera-repitió Manolo-. Lo hace de maravilla, de maravilla.

Estrella se volvió a su postura de antes y pidió un pitillo.

– Todavía no está bastante borracho -dijo-. Le ha dado tímida.

Le tendieron una cajetilla de chéster y ella hizo un gesto de asco.

– Por Dios, estás loco, de eso no. A mí lo que me priva son los peninsulares.

Cuando volvió Teresa, aquel grupo de la chimenea se había hecho el más numeroso. Se acercó con Gertru.

– Qué horror, en un rato que no estoy cómo ha subido esto de tono. Déjame un sitio, Talo. Me he quedado para atrás. Que te corras un poco, hombre; no me hacéis ni caso. Ah, mira, Ángel, aquí te entrego a tu novia sana v salva; yo no quiero responsabilidades. Dadme algo de beber.

Julia, al volver a la habitación, se quedó apoyada en la pared, sin saber con quién irse. Se le acercó Luis Colina, que andaba de un lado para otro.

– Hola, no te había visto. ¿Has venido con Goyita?

– No. ¿Por qué?

– Creía que ibais mucho juntas, creía que erais muy amigas.

– Sí, somos bastante amigas, pero no la he visto. Yo he venido con mi hermana.

– ¿Quieres bailar?

Julia vio a Federico bailando con su hermana. Tuvo miedo de que vinieran.

– Bueno.

Los miraba de reojo, esquivándolos entre las parejas. A Luis Colina le sudaban un poco las manos.

– Así que sales bastante con Goyita, ¿no?

– Un poco, más bien poco.

– Yo la lIamo algunas veces por teléfono -dijo Luis-. Me parece que no le agrada mucho, no sé. ¿A ti te ha dicho algo?

– A mí no.

– Es que tengo mucho despiste con ella. Me gusta, pero no sé qué hacer. Las chicas sois unas criaturas tan raras, no se sabe nunca. Vamos, habrá excepciones, no quiero que te ofendas.

– Si no me ofendo.

– Pones cara de rabiosilla.

– Qué bobada.

Julia miraba por encima de su hombro, tratando de ocultar su aburrimiento. La habitación le parecía completamente irreal, desligada de todo lo que podía interesarle. Deseaba irse.

– Pues sí, es un lío. Perdona, te he pisado.

– No. Ha sido culpa mía.

– Así que no te ha dicho nada de mí. No sé, tienes ojos de mentirosilla.

– No, hombre, que no me ha dicho nada. Que te conocía y eso. De pasada. Oye, hace un calor horrible. ¿Te importa que vayamos a beber una coca-cola?

Federico bailaba muy apretado, apretadísimo. Mercedes, entre el coñac que había bebido y aquella especie de pacto de confidencias que le ataba a él, no era capaz de protestar. Echó la cabeza hacia atrás para seguir bailando, y así, mientras hablaba, le era más fácil hacer fuerza disimuladamente para sepa-rarse un poco.

– Ahí la tienes -dijo, señalando a Julia con la barbilla-, ella tan tranquila, como si no le pasara nada, y yo todo el día preocupada, que ni como ni vivo, pensando en su dichoso asunto.

– Sí, claro, entre hermanas es natural.

– Si no es porque sea mi hermana. Me pasa igual con las cosas de todo el mundo. Tú no sabes cómo soy yo. Cuando uno es así, no lo puede remediar.

Mercedes hablaba a chillidos, unos más altos que otros. Llevaba un flequillo rizado, y al moverse le hacía cosquillas a Federico en el mentón.

– Pero déjate llevar.

– ¿Bailo mal?

– No. No es que bailes mal. Pero haces fuerza. Tú deja que yo te lleve.

Mercedes dejó de hablar y él volvió a apretarla fuerte. Sentía ella contra su mejilla el roce de la solapa de príncipe de Gales, un botón de la chaqueta contra su estómago.

Manolo Torre le dio a Yoni con el codo:

– Oye, ¿esa chica está en plan con Federico?

– No, su hermana. No es que esté en plan, es que a él le divierte deshacer noviazgos.

– Oye, pues la que se le da como el agua es ésta. Mira mira ahora. Si va bailando con los ojos cerrados, se le desmaya viva encima. Mira, hombre, no te lo pierdas.

Le cogió por el cogote para que inclinara la cabeza. Yoni se desprendió.

– No los veo. Allá ellos. A mí qué más me da. La hermana es esa otra. Esa de gris. Son de las que no vienen por aquí ni a tiros, no sé cómo han pisado hoy.

– Está mejor la de gris.

– De cuerpo sí. Si vistiera de otra manera. De cara allá se van. Para mí, ni en un saldo.

– Sí, son bastante amorfas.

– Gente estrecha, yo no sé, Federico. A una de estas hermanitas le das un beso y te has hundido. Te tienes que casar con ella.

– Bueno, con muchas chicas pasa eso -dijo Manolo-. Pero con no casarte…

Había venido mucha gente nueva y otros se empezaban a ir. Allí, alrededor de la chimenea, escu-chando a aquel Ramón que había roto a cantar bulerías, había una fila de gente sentada y otra detrás de pie. A Gertru no la habían dejado ponerse al lado de Ángel porque dijeron que novios con novios era un atraso. De vez en cuando se miraban, cuando no les pillaban cabezas por medio. A ella le presentaron a un chico delgado y de algunas canas, Pablo Klein, alemán. Se sentó allí al lado, sin hablar en bastante rato, como ella, rozándola con la manga de su chaqueta de pana.

Todo estaba por el suelo. Pitillos, vasos, cáscaras. A la francesa sólo se veía un brazo. El otro lo tenía camuflado para atrás y Ángel, que le había pisado la mano con la suya sobre la alfombra, como por descuido, le acariciaba ahora el antebrazo, mirándola a los ojos cuando Gertru no le veía.

Quitaron la gramola porque ya no se oía en todo el recinto más que la canción y las palmas que la coreaban. Ramón se puso a zapatear, agitándose y chillando como epiléptico, y casi todos se vinieron para allí. Entre el barullo, Julia estaba buscando a Mercedes para que se fueran. Descubrió a Gertru y se agachó para preguntarle. Gertru no la había visto, no se daba cuenta, tardó en contestar. Levantó unos ojos de azaro e incomprensión y Julia vio que le había interrumpido una conversación con el chico alemán.

– Si no encuentras a tu hermana, no te apures, yo te acompaño-le decía todo el tiempo Luis Colina a Julia.

– No, hombre, si la tengo que encontrar. Tampoco es esto tan grande.

– Pero no tengas prisa, mujer. Vamos a oír otro poco a este chico. Es pronto. Estará por ahí. En la terraza.

– Bueno, en la terraza. ¿Qué va a hacer en la terraza a estas horas? ¿No ves que está cerrado por dentro?

Desde la terraza se veían los tejados de la Plaza Mayor. El cielo estaba muy estrellado y hacía frío. Dijo Mercedes que mejor meterse para dentro, que se iban a coger lo que no tenían, pero Federico no se movió ni contestó siquiera. Tenía la mirada cargada de coñac. Ella le puso una mano en el codo.

– Anda, no estés así.

– Así, ¿cómo?

– Así, triste. No te quiero ver triste.

– ¿Triste yo? Tú estás mal, chica.

– No seas tonto. Tú haz lo que te digo. Hazte desear. Yo me la conozco, verás cómo te da resul-tado esa táctica. Y sobre todo no le digas que has hablado conmigo de ella. Si se lo dices, lo echas a perder todo. Pero no pongas esa cara, hombre, ¡ánimo!

Federico la miró. La veía borrosa. Ella le vio el brillo de los ojos al reflejo de las letras del Gran Hotel encendidas debajo de ellos, entre los tiestos de la azotea. Sintió azaro y apartó la mano de la manga de su chaqueta.

– Qué alto -dijo asomándose a la balaustrada, con un escalofrío-. Me da vértigo. Se ve la gente chiquitita chiquitita. ¿A ti no te da vértigo asomarte?

Ponía una voz infantil.

– A mí no -dijo él.

– ¿Te das cuenta? Estamos encima de las letras.

– ¿De qué letras?

– De esas que se ven desde abajo que dicen (Gran Hotel:). Hace ilusión. Pero, oye, debíamos meternos. Dirán que dónde estamos.

– Yo estoy bien aquí. Sólo que se ha acabado la botella.

– Yo no quiero beber más. Me mareo. Tú no bebas tampoco.

– Eres una chica muy maternal. Otro vaso sólo.

Se acercaron a la puerta de cristal para entrar. Alguien les había cerrado desde dentro.

– Oye, no se abre, nos han dejado aquí -dijo Mercedes apurada-. ¿Por dónde entramos, tú? No se abre.

– Bueno, pues aquí quietecitos. No pasa nada. ¿Tan mal estás conmigo?

– No, oye, que debe ser muy tarde. No te vuelvas a sentar, hombre. Mira a ver si puedes abrir. Ven.

– Ya saldrá alguien -dijo Federico-, y entonces entramos nosotros. Anda, siéntate aquí, mira, en el tiesto. Y yo en el suelo.

– Por Dios, no, haz algo, hombre, qué horror. Si ya te decía yo que no salir, si no sé para que hemos salido. Voy a ver la otra puerta.

Estaba cerrada también. La empujó con la mano, con las rodillas casi dando patadas a lo último.

– Nada, no se abre.

– Llama y desde dentro te oyen -dijo Federico, sentándose en el suelo y cerrando los ojos.

Mercedes acercó la cara al cristal. Veía lo de dentro sin distinguirlo bien, confuso por el vaho de los cristales. Había dos figuras que no reconocía, muy juntas, sentadas de espaldas en el mismo sillón. Dio unos golpecitos tímidos y luego más fuerte, (No oían. -) llama tú, por favor, Federico, qué horror; Dios mío.

Le salió una voz casi de llanto. É1 se puso más cómodo y al moverse le dio náusea.

– Pero parece que te he raptado, yo no te he raptado -dijo lento y estropajoso, cuando pudo hablar.

En aquel momento empezaron a oírse campanadas en el reloj de la plaza.

– Gertru, son las diez. Cuando quieras nos vamos. Eh, tú, Gertru, cariño.

Ramón se había cansado y estaba tirado en la alfombra con la cabeza en el regazo de su mujer. Quedaba menos gente. Gertru levantó los ojos bruscamente a la señal del brazo de Ángel.

– Sí, vámonos; cuando tú quieras.

Se levantaron.

– Les hemos tenido demasiado castigados -dijo Manolo Torre riéndose-; ahora los dejaremos irse juntos, pobrecillos, que hagan un poco el novio.

Ángel dio palmadas en algunos hombros.

– Hasta ahora-le dijo a Manolo por ahora vuelvo. No os vayáis.

Salieron a la calle. Gertru no decía ni una palabra. Le preguntó él que si le duraba el enfado de lo primero de la tarde y ella dijo que no. Que si se había molestado porque habían bailado poco.

– Que no. Pero por qué. Qué tontería.

– Esta gente es así. Son modernos. Hay que alternarlo bajo-. Yo con todos. Estando juntos lo mismo da, ¿no te parece? Estando yo con mi novia bonita.

– Claro; quién dice nada.

– No sé, me parecía que no te habías divertido. Oye, ¿quién era ese chico de las canas que se sentó un momento con Ernesto donde tú?

– Un profesor de alemán.

– ¿Qué te decía? No lo conozco.

– Nada. Da clase en el Instituto. Le he estado preguntando que si conoce a Tali.

Ángel estaba muy cariñoso y eufórico. En un escaparate que tenía espejo se paró y puso su cara muy cerca de la de ella.

– Mira qué dos, lucero. ¿Que te parece a ti de esos dos?

– Quita, hombre, no seas…

– Arisca, algunas veces no hay que ser tan arisca.

– Oye, dice ese chico que por qué no termino el bachillerato -dijo ella de pronto, mirándole en el espejo.

– ¿Qué chico?

– Ese profesor.

– ¿Y a él qué le importa?

– No, hombre, yo digo también lo mismo. Es una pena, total un curso que me falta. Estoy a tiempo de matricularme todavía.

Habían echado a andar otra vez. Ángel se puso serio.

– Mira, Gertru, eso ya lo hemos discutido muchas veces. No tenemos que volverlo a discutir.

– No sé por qué.

– Pues porque no. Está dicho. Para casarte conmigo, no necesitas saber latín ni geometría; conque sepas ser una mujer de tu casa, basta y sobra. Además, nos vamos a casar en seguida.

Anduvieron un poco en silencio.

– Cuántas veces tenemos que volver a lo mismo. Ya estabas convencida tú también.

– Convencida no estaba -dijo Gertru con los ojos hacia el suelo.

– Bueno, pues lo mismo da. Te he dicho que lo que más me molesta de una mujer es que sea testaruda, te lo he dicho. No lo resisto.

Llegaron al portal de casa de ella. En el portal él le besó los ojos y le dijo que estaba muy guapa, que quitara el ceño, todo casi al oído. Ella se desprendió.

– Bueno, me subo.

– No, no te subas. Todavía no me has contado cómo era esa cocina que has ido a ver.

– Muy bonita.

– Dilo con una sonrisa, sin esa cara.

– Muy bonita, preciosa. Mañana te la dibujo.

– Si te gusta igual, la ponemos igual.

– Es imposible igual -dijo Gertru con los ojos animados repentinamente-. Debe ser carísima. Parece de revista, de esas que vienen con los postres pintados en colores. Es de bonita… no te lo puedes figurar.

– Y qué que sea cara. Mi madre nos la regala, no se va a arruinar por eso, que tiene mucho. Pero tú, a ver si aprendes a hacer cosas ricas, que yo soy muy goloso. Si no, no hay cocina.

Se volvió al Hotel silbando. Por los soportales de la Plaza se cruzó con Mercedes y Julia que venían discutiendo y andando de prisa. Le dijeron adiós. La Plaza estaba ya casi desierta.

– Al sereno le llamas tú. Y las explicaciones que te dé la gana las das tú-decía Julia-. Yo no he tenido que ver nada con todo esto.

– La culpa ha sido tuya-se defendió Mercedes-, que te comportas como una imbécil con ese pobre chico y me haces quedar en ridículo.

– ¿Pero quién te pide nada? Tú te metes en lo que no te llaman. Qué asco, ni que fueras mi apoderado. Tengo veintisiete años, me basto sola.

– Es un chico estupendo, estupendo-le cortó Mercedes con vehemencia-. Tener un chico así y despreciarlo, no sé cómo no te enamoras de él.

Julia se paró.

– Asco le estoy tomando, ¿lo oyes?, asco. Era un amigo como otro, pero ya no le puedo ni ver, de tanto como me lo metéis por las narices.

– Porque no sabes lo que quieres. Porque eres una histérica.

– Tú sí que eres una histérica. Ponerte así por un borracho, que estaba como una uva. A ver quién ha hecho el ridículo esta noche. Tú o yo.

Cuando subieron la escalera de casa eran las once menos veinte. No habían vuelto a hablar.

– De lo de la terraza, no digas nada a la tía-pidió Mercedes con voz humilde, y sintiendo que la cabeza le daba vueltas.

– Yo qué voy a decir. No pienso decir nada de nada. Te regalo a Federico envuelto en papel de celofán. Cásate con él, si tanto te gusta, que estás por él que te matas, hija, que eso es lo que te pasa. Cásate con él, si puedes.

Mercedes se echó a llorar.

– Después de lo que hago por ti. Encima. Encima de que me tomo todas tus cosas como si fueran mías. Si soy imbécil, si la culpa la tengo yo. Eres mala, eres mala.

Subían con unos escalones de diferencia. Mercedes delante, y sus sollozos se fueron haciendo ahogados y secos, sólo cuatro o cinco hasta desaparecer. A Julia le entró remordimiento de lo que le había dicho precisamente entonces, cuando la otra dejó de llorar, cuando la vio rígida y altiva, con la boca plegada, los ojos en el vacío, mientras se apoyaba en la pared, esperando a que abrieran la puerta. Tardaron. Esperaban como dos desconocidos. Mercedes se metió en cuanto abrieron, dándole un empujón a Julia con grosería, y ella supo el daño que la había hecho con sus palabras. Julia tenía carta. Se la dio Candela, sacándola del bolsillo del delantal con una sonrisa. No la pudo leer hasta después de la cena.

Ya habían cenado todos, y el padre les dijo unas palabras solemnes acerca de lo que nunca, bajo ningún concepto, debe hacer una chica decente. Ella apretaba el sobre en el bolsillo con la mano izquierda. Dijera lo que dijera, qué más daba, era la letra de Miguel. Si le pedía lo más disparatado, lo haría; haría lo que le pidiera. Por dos veces se encontró con la mirada de Mercedes a través de la mesa, unos ojos reconcen-trados de soledad y rencor y le pareció más vieja que otras veces. Pero ella estaba alegre. La carta de Miguel la inmunizaba contra todo.

(Soy egoísta, qué egoísta soy-pensó después en el cuarto de baño, cuando ya la había leído por tres veces y había llorado de tanto gozo-. Me vuelvo dura con Mercedes, que no tiene nada, la pobre, que no sabe lo que es leer una carta así.) Se puso los bigudís lentamente. Le daba pereza entrar en la habita-ción a dormir. La ventana del cuarto de baño daba a un patio trasero y estaban las estrellas y un pedazo de luna encima del tejadillo de otra casa. Miguel la había besado muchísimo la última noche en el río, se besaron hasta que ya no podían más. Se alegraba de ese día y de ese recuerdo con toda su alma. Se acor-daría siempre. Le daba pena de su padre y de Mercedes y de todos los de casa.

Entró de puntillas y se acostó sin atreverse a dar la luz. Era incómodo no tener una habitación para ella sola. Su hermana no se movía ni hacía ruido, pero esta noche conocía Julia que estaba despierta en que no la dejaba dormir a ella y le impedía sentirse libre con sus recuerdos. Se la imaginó contra el rin-cón, con la cabeza metida entre los brazos. (Si espero a mañana para hablarla es peor; se habrá enfriado la cosa y será peor. Ahora, ahora que estoy alegre. Es injusto que yo tenga tanta felicidad y ella sufra.) Buscó las palabras, trató de decirlas, pero no era capaz de abrir los labios. (¿Y si a lo mejor se ha dormido? ¿Y si no me contesta?:) Oyó un suspiro, un sorber de lágrimas debajo del embozo.

– Mercedes, ¿estás dormida? Mercedes…

No tuvo contestación. Ser tierna no le salía. Recordó el Kempis: debía ir allí y abrazarla. Se levantó descalza.

– Perdóname, Mercedes.

– Anda, déjame, vete…-le contestó una voz terca.

– Perdóname, mujer-insistió con esfuerzo-. Ha sido la tensión de estos días. No he querido decir lo que te he dicho. ¿Por qué no te vas a poder casar con Federico? Con Federico y con cualquiera. Son cosas que se dicen por maldad. Sólo que me debías haber dicho que te gustaba.

Dio la luz pequeñita. Mercedes todavía no había sacado la cabeza del rincón, pero lloraba con hipos que le sacudían y se dejaba acariciar la cabeza por su hermana, sin oponer resistencia.

– Anda, llora, llora lo que quieras. No sé por qué soy tan mala contigo. Estabas muy guapa esta tarde con el traje azul.

Desde su cama, a oscuras, Tali oía el cuchicheo de las hermanas, a través del tabique.

TRECE

– Bombero, pequeño bombero!-me saludaron las niñas al verme.

Algunas no me conocían a lo primero por lo que he crecido y el peinado distinto. Estaban jugando a campos en el patio; debía ser hora libre. Paquita, la Viaña, la Roja, todas con sus bocadillos a medio comer y despeinadas. Me emocionó ver las pilas de abrigos y de cuadernos contra la pared y me puse triste acordándome de Gertru.

– Anda, pero si es Tali. ¿Cómo vienes tan tarde?

– Este curso creíamos que te habías muerto.

– Ven acá, has crecido.

– Gabardina nueva, oye, qué elegancia. Menos mal que te la han comprado más corta.

– Pero no vale, así ya no pareces un bombero.

Se rieron. Alicia Sampelayo, la rubia larguirucha, se puso colorada y vino también al grupo. Alborotaban mucho y hasta las de otros cursos me miraban y habían dejado de jugar. Les tuve que explicar que me he pasado casi todo octubre en la cama y que es por la fiebre por lo que he crecido. Ni siquiera hoy me querían dejar venir Mercedes y tía Concha, a pesar de que el médico ya me mandó levantar hace tres días: se empeñaron en que si quería venir, había que mandar a buscar un taxi porque esta tarde hacía mucho frío, y que hasta las cinco tenía que reposar. Menos mal que el taxista era En-

rique Blasco, y le pedí que me dejara en la Plaza del Mercado y que luego no me viniera a buscar, y me prometió que no diría nada en casa. Así que la cuesta me la subí a pie, y no tuvo que verme ninguna en el coche.

He comprado un membrillo grande y lo hemos repartido entre unas cuantas. Me han preguntado por Gertru, que les ha extrañado que no esté en las listas. Yo les he dicho que se va a casar pronto. Que con quién. Regina dio un silbido y puso los ojos en blanco cuando les dije que con un aviador; abría los brazos como si volara y todas se rieron mucho con los gestos y las bobadas que hacía. Que qué suerte, que si el chico era guapo. No me dejaban en paz con las preguntas. Después se aburrieron; unas se pusieron a hacer el problema de matemáticas y otras siguieron jugando. Yo me fui para arriba con dos o tres porque hacía un poco de frío. La última hora, de seis a siete, era de matemáticas, pero no vino el pro-

fesor. Casi todas se fueron a las seis y media, y yo esperé un poco más todavía para no llegar tan pronto a casa. Copié los horarios y Alicia me ha dejado algunos apuntes para que los vaya pasando. Ella se ha puesto medias. Yo todavía vengo con los calcetines altos y los zapatos de lluvia de hace dos temporadas, que ahora es cuando se empiezan a poner gustosos, y falta poco para que saque el dedo; los ando es-

condiendo como un tesoro, porque Mercedes me los quiere tirar.

Alicia se vino conmigo para abajo y por el camino no hablamos casi nada. Se había puesto a llover; al llegar a Sancti Spiritus me dijo que iba a entrar a rezar cuatro padrenuestros, que si quería entrar con ella; dije que bueno. La iglesia estaba casi sola, con dos velas de las más altas encendidas en el altar mayor, y unas mujeres esperando para confesarse. Estuve buscando el santo de la nariz descascarillada que se ríe muy simpático y nadie sabe qué santo es, pero no me acordaba si estaba el segundo o el tercero de la izquierda y apenas distinguía los bultos de las hornacinas.

A Alicia le salía una voz muy triste diciendo los padrenuestros, y cuando los terminamos se tapó la cara con las manos y noté que se le movían un poco los hombros porque estaba llorando. Algo oí contar el año pasado que esta chica tiene disgustos muy grandes con su madrastra, pero como casi no tengo confianza con ella, me parecía inoportuno quererla consolar. Esperé un rato, mirando los guiños de las velas sobre el retablo que brillaba poco, como si estuviera cubierto de ceniza; por fin, como no se destapaba ni se movía le toqué en el hombro y le dije que yo me iba porque tenía algo de prisa.

Al volver a casa me metí en seguida en mi cuarto y me quité la gabardina y los zapatos para que no notasen que venía mojada. Me dolían un poco las piernas, pero no me quise acostar. Ahora ya cena-mos otra vez a las nueve y media, como siempre en el invierno.

Esta mañana, que era el día de Todos los Santos, hemos ido al cementerio. Hacía un sol muy bueno y a mí me hubiera gustado más ir dando un paseo, pero llamaron al taxi de Enrique. Yo me puse delante de él. Cuando estamos solos siempre me dice de tú, pero hoy me llamó de usted y señorita. Le deben haber advertido algo las hermanas, lo mismo que a Candela, que también me llama de usted desde el verano.

Por el camino del cementerio iba mucha gente con ramos de flores; con el sol y las flores parecían grupos de romería. Las mujeres daban tirones de la mano a los niños pequeños al oír tan encima la bocina del coche. Pasado el campo de fútbol hay muchos baches y sonaban piedras que saltaban contra las aletas; tía Concha no paraba de decir: (Ay, Jesús), y Enrique de vez en cuando levantaba los ojos y se sonreía un poco en el espejito mirando a Candela, que venía en el silletín.

Desde la puerta del cementerio, qué bien se veía el campo y la fila de chopos del río. Candela sacó las flores y los paquetes de la limpieza y entramos. Hay muchas mujeres que se traen cubos y azadas y hacen labores de jardinería alrededor de sus tumbas; las tienen aisladas con verjas y se meten allí como en una casita a rastrillar y quitar hierbas. Luego se quitan el abrigo, se sientan en una esquina de la losa mirando para la tierra y comienzan su visita interminable. Si traen niños con ellas, les dan un bocadillo a media mañana.

Nosotros hicimos el recorrido como siempre: tío Gonzalo, doña Antonia Tejedor, el abuelo y por último el nicho de mamá. Ésta es la parada más solemne. Para mamá se reservan los seis crisantemos mejores, porque entran sólo tres en cada uno de los floreros finitos. Mercedes alzó la tapa de cristal y Candela la sostuvo y se puso a limpiarla con un líquido blanco. Ellas sacaron todas las cosas de dentro y le quitaron el polvo con gamuzas. A mí siempre me parece que sobran manos y que no necesitan que ayude, así que me quedé en una esquina mirando.

Hablaba de qué tal hace el pañito nuevo de damasco y del farol de la izquierda que se tuerce un poco. Yo miraba el retrato de mamá, desdibujado en su óvalo de relieve. Tiene el peinado alto y un traje oscuro de cuello muy cerrado, pero la expresión está borrosa y no se sabe si es de risa o de pena. Yo, como no la he conocido, me la he inventado a mi manera, y desde luego no se parece a la que está en ese retrato. Antes de bajar la tapa, la tía besó las letras donde pone (R. I. P. Julia Guilarte), y luego nos pusi-mos a rezar la estación, y a ellas se les caían las lágrimas. Yo a mamá la echo de menos muchas veces, pero nunca cuando vengo al cementerio, por eso no lloré. Estaba, al contrario, muy alegre con el sol a la espalda y unos pájaros que cantaban en los cipreses.

Cuando salíamos había un chico y una chica de luto, de pie, santiguándose delante de un nicho como si ya se fueran, y las hermanas se pararon con ellos. Yo me quedé atrás porque no los conocía, mirando los letreros de aquella parte, los angelitos tan feos de merengue duro, y de pronto vi el nombre de don Rafael Dominguez, el catedrático de Historia Natural que murió hace poco tiempo. Me empiné para ponerle unas flores que habían sobrado y me dio por preguntarme adónde habrá ido a parar la colec-ción de piedras tan bonita que le entregué el año pasado cuando los exámenes.

– ¿Qué haces, Natalia?-se extrañó Julia, separándose de los otros.

Y al volver la cabeza, vi que la chica de luto me estaba mirando con mucha atención.

– De manera que tú eres la pequeña, la que va al Instituto-me dijo, cuando echamos a andar todos hacia la salida.

– Sí.

Se había puesto a mi lado y me pasó la mano por la espalda.

– Yo también he estudiado allí. Si vienes un día por casa, te puedo dar libros y apuntes que a lo mejor te sirven.

– Muchas gracias.

– No me des las gracias, pero ven. Tus hermanas saben donde vivo.

A la puerta nos separamos y me volvió a decir:

– ¿Vendrás a verme?

Y me extrañaba la insistencia, porque no comprendo que pueda tener nada de interés mi amistad para una chica mayor. Me besó. El chico dio la mano muy serio. Luego, en el coche, me he enterado de que son los hijos de don Rafael y de que ella se llama Elvira. Tiene los ojos más bonitos que he visto.

Hoy ha sido la tercera clase de alemán. A la salida me vine con Alicia por la cuesta de la cárcel. Ella vive bastante cerca de casa, en una callecita detrás de la Catedral, pero hasta este curso no lo había sabido. Desde la ventana de mi cuarto se ve el tejado de su casa. Alicia habla poco y me gusta estar con ella más que con las otras chicas, que se ríen siempre de todo y por las bobadas más grandes.

Hacía una tarde estupenda y andábamos sin prisa porque eran sólo las seis. Nos paramos en la Plaza del Mercado a oír al charlatán de la culebra, y daba pereza arrancar de allí. Por fin nos fuimos y yo saqué mi bocadillo. Le he dicho a Alicia que si ella no encuentra que el profesor de alemán está un poco triste, pero ella dice que no, que le parece muy simpático. Qué tiene que ver la simpatía; si además no es que esté triste tampoco exactamente, es que tiene un aire de estar en otro sitio, algo especial, que dan ganas de saber lo que está pensando. Se lo venía explicando bastante alto y con entusiasmo para ver si se lo hacía entender, y de pronto él en persona se nos puso al lado. Yo no sé ni cuándo apareció, porque me había parado un momento hablando, y al mirar a Alicia me chocó la cara que estaba poniendo; entonces es cuando le vi a él en la parte de allá. Dijo que buenas tardes y que si íbamos dando un paseo, pero no era un saludo de pasada sino que echó a andar con nosotras, a nuestro paso. Menos mal que se había puesto al lado de Alicia, y como ella me cogió del brazo para seguir andando, me lo tapaba casi comple-tamente; así oía lo que hablaba sin tenerle que mirar. Nos tenía que haber oído, seguro, lo que dijimos, si venía detrás. Ni a levantar la cara me atrevía.

Dijo que le gustan las clases como la que hemos dado hoy, con pocas alumnas, pero que le extraña el poco interés que tienen las chicas de todos los cursos, y más todavía que las que faltan le pongan pretextos de enfermas, habiendo advertido él desde el primer día que piensa dar aprobado general y no poner faltas de asistencias. Por lo visto siempre lo ha hecho así, también en otros sitios donde haya dado clase, en el extranjero o donde sea, esto de no obligar a nadie a aprender; dice que nada más aprende el que tiene ganas y que por eso no da sobresaliente ni nada, para que el que estudie no lo haga por la nota, sino por el interés de aprender.

Yo iba muy tímida. Me admiraba la serenidad con que Alicia atendía y decía alguna cosa para contestarle, levantando la cara hacia él. Por ejemplo, le dijo que el certificado médico que yo le había presentado el otro día no era falso, que yo sí había estado mala todo el mes de octubre. Y entonces él se rió y dijo que qué buena amiga, y cruzó la cabeza por delante de ella para mirarme. Para mí lo peor era no saber qué hacer con el bocadillo a medio comer. Si seguía comiéndolo, se me quitaban del todo las esperanzas de llegar a decir una palabra con la boca llena, y llevarlo en la mano era tanto estorbo que sólo podía pensar en deshacerme de él; así que no dejaba de mirar por si veía algún pobre para dárselo, y por fin abrí la cartera y lo metí allí, sin envolver ni nada, como que se me ha llenado de grasa todo el cuaderno de limpio de literatura

A todo esto llegamos a la bocacalle de Alicia y pasó algo horrible, que el profesor llevaba mi mismo camino. Cuando quise recordar ya estábamos andando juntos los dos solos. Se salió y me dejó por dentro de la acera. Yo me puse a contar los portales que faltaban para llegar a casa, y me sentía ridícula sin decir nada. Me paré un momento en el escaparate de la librería: estábamos los dos en el espejo del fondo, él más atrás de mí, mucho más alto, y en ese momento se puso a hablar de unas revistas alemanas que había allí. Dijo el título con familiaridad como si yo tuviera también que conocerlo, y decidió com-prar algunos números para que leyéramos en clase Hablaba todavía en plural como si Alicia no se hubiera ido Entró en la librería y yo con él; ni siquiera pude hacer otra cosa porque se apartó para dejarme pasar delante.

Ya allí dentro, mientras esperábamos que nos atendiera, me parecía natural estar juntos y me daba menos apuro, sobre todo porque él había vuelto a hablar. Decía que el alemán es una lengua muy exacta y científica, indispensable para algunos estudios. Al salir de la tienda me hizo la primera pregunta directa, que qué carrera pensaba hacer cuando acabase el bachillerato. Le dije que no sabía, que ni siquiera sabía si iba a hacer carrera.

– ¿Cómo? ¿Estamos en séptimo y todavía no lo sabe?

Le expliqué‚ que dependía de mi padre, que le gustaba poco.

– ¿Qué es lo que le gusta poco?

– Los estudios en general, no sé; que esté todo el día fuera de casa. Como soy la más pequeña.

– ¿Y qué tiene que ver que sea usted la más pequeña? ¿Qué relación hay?

– Como las otras hermanas no han estudiado carrera.

– Porque no habrán querido. ¿O les gustaba?

– No sé.

Me siguió preguntando cosas, y lo de papá no lo entendía, aunque la verdad es que tampoco lo entiendo yo. Pero él menos todavía, claro, porque no conoce a papá y no ha oído las conversaciones que se tienen en boca y las críticas que se hacen, y eso. Le dije que de estudiar me gustaría ciencias naturales, todo lo que trata de bichos y flores y cosas de la Naturaleza. Creo que hay una carrera de esto, aunque no estoy muy cierta, porque sólo con Gertru lo he hablado alguna vez. Se quedó muy pasmado de que, queriendo yo, admitiera la duda de estudiar carrera o dejarla de estudiar. Dijo que era absurdo.

– ¿Pero usted ha tratado de convencer a su padre, ha insistido?

– No, no mucho todavía. Lo malo de esa carrera es que me parece que tendría que irme a Madrid.

– ¿Y qué? ¿No le gustaría?

– Sí, claro que me gustaría.

– ¿Pero qué es lo que pasa con su padre, qué objeción pone, vamos a ver, que no lo entiendo?

Me perseguía con una pregunta detrás de otra, y a mí me daba rabia no saberle contestar bien, casi sólo con balbuceos y frases sin terminar, con lo claros que eran en cambio sus argumentos y la razón que tenía. Traté de decirle que yo no puedo discutir mucho en casa porque soy la pequeña y se ríen de mí, y también que mi padre ha cambiado mucho y no suele escuchar ni hacerse cargo de las necesidades de nadie, que antes, de más niña, podía pedir cualquier cosa y siempre me lo daba. Pero me chocaba que estas cosas estuviera tratando de explicárselas a un desconocido. Claro que no me parecía un desco-nocido. Me miraba atentamente y completaba alguna de mis frases, animándome a seguir. Nos habíamos parado delante de casa y yo miré de reojo, por si había alguien en el mirador. No había nadie.

– Yo vivo aquí-le dije.

Se sonrió.

– Muy bien. Pero eso de su padre no está muy claro todavía. ¿No le apetece venir a tomarse un café conmigo?

– No-le dije-, muchas gracias. Es tarde.

Que era tarde, eso le dije, qué idiota soy. Allí, desde el portal, se veían unas nubes rosa al final de la calle, y era la hora más alegre y de mejor luz, el sol sin ponerse todavía igual que primavera. Dije que era tarde, la primera cosa que se me pasó por la cabeza, de puro azaro de que me invitara, de pura prisa que me entró por meterme y dejarle de ver. Pero en cuanto me vi dentro de la escalera, en el primer rellano, subido aquel tramo de escalones de dos en dos, me quedé quieta como si se me hubiera acabado la cuerda y sentí que me ahogaba en lo oscuro, que no era capaz de subir a casa a encerrarme; ni un escalón más podía subir. Entonces me di cuenta de lo maravilloso que era que me hubiera invitado y me entraron las ganas de marcharme con él. Me puse a pensar en todo lo que había dicho, en la conversación dejada a medias. Si volvía a bajar de prisa, todavía me lo encontraba. Le encontraba, seguro. Estaba parada, casi sin respirar y no se oía nada por toda la escalera. No me decidía. Luego oí una puerta y voces que bajaban, y me salí a saltos del portal, sin pensarlo más. Eché una ojeada parada en la acera. Volvía tía Concha del rosario, con otra señora.

– Niña, ¿adónde vas tan sofocada? Métete bien ese abrigo antes de salir.

– Si no hace frío.

– ¿Adónde vas?

– A casa de una chica, a pedirle sus apuntes.

– Una chica, ¿qué chica?

– No la conoces tú, una que vive aquí cerca.

– ¿Y por qué no se los has pedido en clase?

– No ha ido.

– Llámala por teléfono.

– No tiene teléfono.

– ¿Tanta prisa te corren?

– Sí.

Estaba dispuesta a contestar a todas las preguntas en el mismo tono de voz, una respuesta detrás de otra, sin ceder en mi propósito de salir a la calle. Al profesor ya no se le veía por todo lo que yo abarcaba.

– ¿Qué miras?

– Nada, adiós, tía.

Por fin me fui. Para disimular me metí por la callejuela de Palomares; hice un poco de tiempo y volví a asomar. La tía ya no estaba. Pero él tampoco. Nada. Miré alrededor con más libertad. Ojalá le encontrara. Que había salido a comprar un cuaderno, le decía. Se me había pasado del todo la vergüenza. ¿Dónde podría haber ido? ¿A algún café de la plaza? Fui a la Plaza. Estuve dando vueltas; había muchos soldados. Delante de todos los cafés me paraba un poquito miraba por los cristales; ni siquiera tenía miedo de que me pudiera ver papá o algún amigo suyo. No podía de las ganas de verle; a lo mejor lo tenía cerquísima. Lo iba buscando por el tamaño, ni alto ni bajo, pero más bien alto. No lleva gafas en la calle; en clase las lleva y parece mayor. Andaría paseando. Seguramente no tiene amigos porque es nuevo, ¿qué iba a hacer él solo, con una tarde tan buena? Además, se le habían notado las ganas de pasear. Iba tan atenta, que me tropecé muy fuerte con unos soldados, y ellos, por broma, me hicieron un corro alrededor y no me sabía salir. Se rieron mucho. (Vaya un despiste que llevas, moza.)

Después de dar varias vueltas a la Plaza, ya empecé a pensar que el profesor me había invitado por cumplido y que seguramente se había alegrado de que rechazara, y me deshinché un poco, aunque no podía dejar la idea de encontrarle. Imposible que se hubiera ido a su casa.

Me bajé hacia el río. Me puse imaginar cómo sería nuestra conversación si me lo encontrara. Desde luego no estaría tan sosa, ni tendría nervios ni recelo. Hablaría con él seria y tranquila, como había hablado Alicia, y le miraría a la cara de vez en cuando.

Desde el Puente viejo vi anochecer. Estaban amarillos los llamos de la islita y se fueron poniendo grises hasta que parecían el fondo medio borracho de un dibujo. A cada paso de personas que oía detrás de mí, estaba esperando que fuera él y que viniera a ponerse de codos allí a mi lado, pero casi siempre era gente con burros, o mujeres que volvían al arrabal andando de prisa. Me quedé allí hasta que tuve un poco de frío. Me pesaban los pies, subiendo la cuesta, de las pocas ganas que tenía de volver a casa. Ya me daba igual tardar un poco más o un poco menos, iba a tener que dar explicaciones de todas maneras. Me metí por callejas y pasé por delante del portal de Alicia, una casa humilde. Nunca he entrado. Otro día no hubiera entrado por miedo de ser inoportuna, pero hoy tuve ganas; no podía por menos de verla. Me acordaba de ella con admiración por lo bien que había hablado con el profesor, tan segura y tan discreta. Otras chicas se habrían explicado mejor, luciéndose más en un caso así, pero unas con ese desparpajo que tienen para reírse luego entre ellas como Regina y Victoria, y otras por hacerse las amables, por pura pelotilla.

Del portal se entraba a un pasillo de ladrillos levantados. Casi no se veía. Iba pisando con cuidado para buscar la escalera, orientándome por el llanto de un niño. Al avanzar le distinguí al fondo, sentado en el suelo, las piernas abiertas sobre los ladrillos. De pronto se abrió una puerta que le iluminó mucho y una mujer salió, dándole voces. El niño lloró más fuerte y ella se agachó hasta donde estaba. Lo quería arrastrar a tirones por un brazo.

Me acerqué. No sabía si me había visto.

– ¿Alicia Sampelayo vive aquí?

– Alicia Sampelayo, parecéis duendes, ¿qué la quieres tú?

– Quería verla un momento. Soy una compañera del Instituto.

La mujer era alta y llevaba una bata blanca de enfermera. Se puso a amenazar al niño, sin hacerme mucho caso. Hasta que no consiguió cogerle del suelo no me volvió a mirar; estábamos en el trozo de luz que salía de la puerta.

– Entra conmigo -dijo-. Es aquí.

Entramos a una habitación que tenía espejos y sillones de peluquería. Una cabeza salió de debajo de un secador que estaba funcionando: una cara muy roja.

– Luisa, ¿adónde se mete? Me lo ponga más bajo, me abraso -dijo chillando.

La mujer se disculpó por señas, señalando al niño, que tenía agarrado por una manga. Yo me había quedado en la puerta. Estaba todo bastante revuelto y olía a leche agria. Vi una máquina de coser, estam-pas de artistas de cine recortadas y pegadas en un espejo.

– Alicia!-llamó la mujer de la bata blanca-. Que aquí hay una chica que pregunta por ti. Entra ahí a su cuarto.

Se volvió a mí y me señaló una cortina de flores que había al fondo. Alicia apartó aquella cortina y sacó la cara, cuando ya casi había llegado yo.

– Ah, hola, eres tú. Pasa.

Desde su cuarto, que era una alcoba pequeña, se oía todo el ruido del secador. Le pregunté que si no le molestaba para estudiar. Tenía encima de la cama la tabla de logaritmos y cuartillas.

– ¿El ruido ese? Qué va; yo ya ni lo oigo. Siéntate.

Ella se sentó en la cama y yo en la única silla que había Me pareció que no se había extrañado de verme porque no me preguntó nada.

– Estaba haciendo el problema. No me sale. Tú ya lo habrás hecho.

Le dije que no porque no había vuelto a casa todavía; que había estado dando un paseo.

– A lo mejor te molesta que haya venido, pero como pasé por aquí delante…

– No, mujer, me gusta.

– En seguida me voy. No he venido a nada, te advierto Sólo por verte.

– Pues claro, si te lo agradezco mucho, eres tonta. ¿Por que no me ayudas un poco al problema?

Un problema bastante fácil. Alicia siempre ha sacado notas bajas, notable lo que más, aunque debe estudiar mucho Me daba miedo que se avergonzara por lo pronto que resolví el problema, pero me dio las gracias sin nada de apuro. Me dijo que a ella las matemáticas se le dan fatal.

– Oye-le pregunté-. ¿Tú qué carrera vas a estudiar? ¿Ya lo has pensado?

Se puso un poco colorada.

– No voy a hacer carrera -dijo, andándose en las uñas, como otras veces que se azara-. Bastante si termino el bachillerato. Es muy caro hacer carrera y se tarda mucho. Tú sí harás, con lo lista que eres.

Le dije que no sabía. Me daba vergüenza hablar de mí Ella me parecía mucho más importante que yo y más seria muchísimo mayor.

Me ha contado que en cuanto apruebe la reválida se quiere poner a trabajar para ganar algo de dinero. Hacer alguna oposición a Correos o a la Renfe, que piden bachillerato.

Dos veces entró la mujer de blanco a buscar alguna cosa y nos miro muy fijamente, igual que si hubiera entrado sólo a mirarnos. Era un poco violento porque Alicia se callaba y yo también hasta que se volvía a ir del cuarto, pero por otra parte me gustaba porque parecía que teníamos un secreto las dos. Después de un poco de tiempo, se paró el secador y se apagó la luz de fuera.

– Alicia, cuando se vaya esa chica, ven a la cocina -dijo la mujer.

Yo me despedí. Le he dicho que siempre que tenga dudas en los problemas, que venga a casa a hacerlos conmigo. Del profesor no hemos hablado nada.

CATORCE

(Si lloras porque has perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas), había leído Teo en un libro de pensamientos sobre la resignación y el dolor que tenía su hermana en la mesilla de noche. Dijo a su madre que comprara café bueno y se metió en su cuarto a preparar las oposiciones a Notarías.

– ¿Ya no va a Madrid?-le preguntaban a Elvira sus amigas.

– No. Ha dicho que no necesita academia, que las piensa sacar lo mismo ahora.

Será que no quiere dejaros solas a tu madre y a ti,

– No sé.

– Chica, qué fiera, yo le encuentro un mérito enorme. Vaya fuerza de voluntad, con el ánimo que tendrá después de lo que os ha pasado.

– Dice que eso del ánimo es pretexto de vagos, que querer es poder.

– Ya ves, igual las saca. ¿Y Emilio?

– ¿Emilio, qué?

– Que si las sacará Emilio.

– Ay, vaya preguntas, yo qué sé.

– Mujer, algo te habrá dicho, ¿no viene a estudiar con tu hermano?

– Eso parece, alguna vez lo veo que viene. En plan de consulta.

Las chicas sin novio andaban revueltas a cada principio de temporada, pendientes de los chicos conocidos que preparaban oposición de Notarías. Casi todas estaban de acuerdo en que era la mejor salida de la carrera de Derecho, la cosa más segura. Otras, las menos, ponían algunos reparos.

– Hija, pero también, te casas con un notario y tienes que pasar lo mejor de tu vida rodando por dos o tres pueblos. Cuando quieres llegar a una capital, ya estás cargada de hijos, y vieja y no tienes humor de divertirte. Una paleta para toda tu vida.

– Sí, déjate de cuentos. Pero ganan muchísimo. Y si hacen buena oposición y tienen número alto, pueden empezar por capital, y entonces ya no te digo nada. A lo mejor a los treinta años, estás casada con un notario de Madrid, ¿tú sabes lo que es eso?

– Sí, sí, a los treinta años…

Se veían del brazo de un chico maduro, pero juvenil, respetable, pero deportista, yendo a los estrenos de teatros y a los conciertos del Palacio de la Música, con abrigo de astracán legítimo; som-brerito pequeño. Teniendo un circulo, seguras y rodeadas de consideración. Masaje en los pechos después de cada nuevo hijo. Dietas para adelgazar sin dejar de comer. Y el marido con Citroen.

Este notario joven tenía, en los sueños de muchas chicas el rostro impenetrable de Teo.

Teo era serio y poco sociable. Nunca había ido al Casino ni se le había conocido novia. A las meriendas que alguna vez había dado su hermana no salía, ni llamaba a las chicas por su nombre, aunque las conociera bastante. Distante. Una especie de imposible. A Elvira era inútil sonsacarle algo de él de sus gustos, de la vida que hacia.

– Qué reservado debe ser Teo contigo ¿Verdad?

– ¿En las cosas de los estudios?

– En todo.

– Pues sí -y Elvira hacia un gesto vago-. Le gusta hablar poco. En estas cosas de los estudios, yo lo encuentro natural. No vas a andar hablando de lo mismo todo el día.

– Ya ves, qué raro. Y, sin embargo, a ti bien te quiere. Dos hermanos más unidos…

Al irse, miraban de rabillo a la puerta cerrada del cuarto de Teo, que estaba en el ángulo, y taconeaban más despacio.

– A lo mejor le hemos distraído hablando tan fuerte.

– No, mujer, no creo.

– Le das recuerdos.

– De tu parte.

A Elvira cada vez le fastidiaba más que vinieran amigas. Le gustaba estar sola, tumbarse en la cama turca de su cuarto, sin hacer nada, con los ojos fijos en el techo, y cuando podía fumar algún pitillo sentía una enorme voluptuosidad. Se oía por el tabique el murmullo monótono del hermano que estudiaba en voz alta. Como diciendo oraciones. Conocía ella sus paseos hasta la puerta, luego hasta la ventana, y el ruido de la silla apartada para sentarse, apartada para volverse a levantar. Y las tardes que había venido Emilio, Elvira diferenciaba de la otra su voz más aguda y nerviosa y se imaginaba las figuras de los dos, sus actitudes; Teo con las gafas en la mano, el otro contra el cristal de la ventana-ahora tal vez se había movido o fumaban-, como estampados en un tapiz desvaído cuya fija contemplación la adormecía.

Una tarde oyó la puerta del cuarto de Teo y luego, de pronto, se abrió la del suyo, y Emilio entró sigilosamente y cerró detrás de sí.

– ¿Qué haces, loco? ¿A qué vienes?-se sobresaltó Elvira, incorporándose sobre los codos, y echando las piernas abajo de la cama.

Emilio estaba muy agitado. Habló en voz baja sin avanzar.

– Elvira, porque no puedo más, porque necesito verte.

– Me ves todos los días.

– Pero así no me basta. ¿No lo comprendes? Siempre con los demás delante, sin poderte casi ni mirar para que no sospeche nadie. ¿Para quién fingimos, por favor, y para qué? Cada vez lo entiendo menos.

– Habías dicho que te bastaba eso.

– Había dicho. Pero esto no es un contrato. Resulta difícil, imposible, como lo habíamos dicho. Si por lo menos lo supiera Teo.

Había avanzado hacia la cama. Ella se levantó.

– Te he dicho mil veces que no soporto estas historias de los noviazgos familiares. ¿No me escribes y te contesto casi siempre? ¿Para qué más, ahora? Lo vas a echar todo a perder, lo van a notar todos. No haces más que inventar pretextos para hablarme a solas; me tienes todo el día nerviosa, intran-

quila. Habíamos dicho: esperar a que saques la oposición como si no pasara nada, ¿no habíamos dicho eso?

– Yo la oposición no la sacaré -dijo Emilio-. No la puedo sacar así. Necesito saber que me quieres, estar seguro; si no, ¿de dónde voy a sacar las fuerzas para estudiar? Estudio sólo por ti, ¿tú quieres que estudie, verdad?

– Claro que quiero.

– Mírame, lo dices como sin gana. No me quieres. Estás en la habitación de al lado, me oyes los pasos, como yo a ti, me ves un minuto a la hora de merendar, o a la de irme, un poco algún domingo y casi siempre ni siquiera eso, y estás tranquila, te basta. ¿O no estás tranquila?

– Claro que estoy tranquila. No volvamos con la historia de siempre. ¿Por qué no iba a estar tranquila? Sé que me quieres. Me basta. ¿Tú sabes lo que es pasarse a lo mejor tres años de novios formales, con la gente pendiente de si nos cogemos las manitas o nos las dejamos de coger? Anda, no; vete ahora, no me hagas pasar estos ratos tan malos.

– Elvira, eso de los tres años es porque tú quieres. Podemos arreglarlo de la otra manera que te dije. Casarnos en seguida, si lo prefieres, irnos a la finca de mis padres y preparar yo allí la oposición. Vivir solos en el campo todo ese tiempo, ¿no te gustaría?

Elvira se quedó con los ojos en un punto. Emilio había llegado a su lado y le tenía cogida la cara con las dos palmas, le retiraba el pelo hacia atrás.

– Sí -dijo-, sí; tal vez me gustaría. Ya veremos, vete ahora. El domingo hablaremos, anda…

Últimamente Elvira había exagerado la actitud distanciante, de rehuirle.

– No sé qué le pasa, está distraída, impaciente cuando la hablo. A veces me parece que no me quiere nada-le contó Emilio a Pablo, que era su único confidente.

Había ido una noche a verle a su pensión y dos tardes a esperarle al Instituto, siempre en momen-tos de total desaliento.

– No puedo dormir ni estudiar, ni nada. Si yo supiera seguro que no me quiere, la dejaría, pero es que con ella nunca se sabe. Dice que sí. Estoy lleno de dudas, quizá ella cree que me quiere pero nece-sitaría un hombre más seguro de sí mismo, más enérgico. Desde luego tiene mucho más temperamento que yo, nunca la entenderé del todo. ¿A ti qué te parece?

– Qué sé yo, no te puedo decir… ¿No os iba tan bien al principio?

– No, si no nos va mal. Pero la cosa nunca ha sido normal del todo. Ya el año pasado intentamos y lo tuvimos que dejar; cambia tanto de un día a otro.

– Pero lo de ahora es más serio. ¿No?

– Yo creo que si. Me gustaría saber lo que ella piensa cuando está sola.

– ¿Pero no te escribe?

– Sí, me escribe. Pero digo saber lo que le contaría de todo esto a un amigo, a ti por ejemplo, si la conocieras más, y le sonsacaras. Para mí sería maravilloso que tú pudieras hablar con ella, ¿por qué no lo procuras?

– Apenas la conozco, no tengo confianza…

– Con que volvieras un poco por la casa. Un día puedes volver conmigo si te da apuro solo.

– Si no es que me dé apuro…

– Es que tú podrías ayudarme mucho. Yo contigo hablo mejor que con nadie. Precisamente porque eres neutral, porque se sabe seguro que no vas a comentarlo con otras personas. Yo lo sabía, desde que te conocí, que te iba a buscar cuando te necesitara, tienes una inteligencia distinta a la de los demás.

Pablo hacía largos silencios. La noche que estuvieron en su pensión, Emilio, en un cierto momento, se tapó la cara entre las manos y se estuvo así hasta que el otro le preguntó que le pasaba.

– Es que me parece que te aburro con estas historias. Pero estoy tan indeciso.

– Que no, hombre, por Dios, si no me aburres, es que no sé qué decirte. Quizá sería mejor que no insistieras demasiado, que hicieras lo que ella te pide. Déjala, si se quiere sentir libre. Fíate de lo que te dice. No veo que haya tanto problema, el tiempo lo dirá todo. Tú déjala a su aire, que decida. Ya te vendrá a buscar.

Empezó Emilio a distanciar las cartas, que antes escribía a Elvira a diario. Los domingos, en vez de andar mendigando unos minutos de charla a solas con ella, no aparecía por la casa, y se iba con Pablo al cine. A Pablo le gustaba el cine Moderno, que se conservaba exactamente igual que él lo recordaba, con butacas de madera, y novios baratos comiendo cacahuetes. Le dijo a Emilio que allí había visto él con su padre películas de Heintz Ruthman y de Janet Gaynor.

– Y yo también, ya lo creo, tenemos los mismos recuerdos.

Descubrieron que eran exactamente de la misma edad, que habían nacido con unos pocos días de diferencia, y esto a Emilio le pareció un acontecimiento trascendental. Admiraba y quería a Pablo como a ningún amigo. Con él no se aburría en ningún sitio. Salían del cine de la sesión de las cuatro y se ponían a dar vueltas por los soportales de la Plaza Mayor, que a aquella hora estaba llena de soldados.

– A mí solo-decía Emilio-nunca se me hubiera ocurrido pasear en un domingo a estas horas por aquí.

– Yo vengo mucho. Está resguardado del frío y me gusta andar así, con la misma pereza que lleva esta gente, oír lo que van hablando, sin prisa.

– ¿Por qué no escribes? Tú eres un gran poeta.

– No me mates, yo qué voy a ser un poeta.

– Sí-decía Emilio con entusiasmo-. Tú no encuentras vulgar ninguna cosa. Todo lo conviertes en algo que tiene vida.

– Si no te gusta nos vamos, nos sentamos en un café.

– Como quieras.

Los soldados se apelotonaban a cortarle el paso a los grupos de niñas que salían de casa cogidas del brazo y volvían igual, sin separarse, por muy grandes que fueran las apreturas. Otros se quedaban en silencio delante de los escaparates con maniquís que parecían puestos a secar detrás del cartelito CERRADO, pegados al cristal, como si fueran a sorberse toda la tienda vacía.

En el café, Emilio le hacía a Pablo el resumen de la semana.

– Tenías razón. Hasta estudio más.

– ¿Estás animado? Me alegro. ¿Ves cómo no hay nada tan grave?

– Sí, hombre, es mucho mejor así, como tú dices. Además ahora, cuando la veo, está más cariñosa, se sienta a mi lado y me habla. No le importa que nos vean.

– ¿Cuántas cartas le has escrito?

– Dos.

– Pues para esta semana sólo una.

– Bueno. No sé si va a notar que es táctica.

– Que no, hombre. Tú no le habrás dicho que yo te doy estos consejos, ni nada…

– Nada. No le he hablado de ti. Pero tienes que venir un día.

Acordándose de Pablo, como de un maestro, las cartas que le salían demasiado largas y apasi-onadas las guardaba y las sustituía por una cuartilla breve, casi frívola. Luego, de noche, en casa, antes de romperlas, las releía con desesperación. A veces, cambiándolas un poco, las convertía, a máquina, en pócimas alambicados y retóricos que se complacía en perfilar. Así se acostaba más satisfecho de sí mismo, con la sensación de no haber desaprovechado sus sufrimientos. Esas veces se veía como un ser privilegiado, capaz de complicaciones y desdoblamientos que otros no podrían comprender. Las cartas se las dejaba a Elvira en el tiesto del recibimiento, y ya nunca se las daba, como al principio, por debajo de la mesa del comedor a la hora de la merienda, acariciándole, de paso, la mano, fugazmente.

– Ahora estudio mucho mejor contigo, no sé por qué -había notado Teo-. Adelantamos mucho más, ¿no lo notas?

– Sí, puede que sí.

La criada les avisaba cuando era la hora de merendar, dando unos golpecitos en la puerta: (Señoriíto Teo, que esta punto el café con leche).

– ¿Qué te parece si nos lo trajeran aquí?-llegó a decir Emilio algunas tardes-. Nos entretenemos menos.

– Sí, es verdad. Oye, como sigamos así, ven todos los días.

A la hora de la merienda, también solía haber otras personas en el comedor, gente que venia a acompañar a la madre, todavía con suspiros de pésame. Cuando salían ellos, Emilio se esforzaba por superar su propia circunstancia y, sobre todo si estaba Elvira, se mostraba ingenioso y divertido, siempre con el donaire en los labios.

– Es encantador este chico, Emilio, ¿verdad, Lucía?-le decían a la madre las señoras.

– Sí, muy simpático. Y, además, inteligente.

– ¿Y con Elvira, qué hay?

– Por Dios, nada, se conocen desde pequeños.

Ya no venían tantas visitas y se iban pronto. La madre tenía poca conversación, Teo estaba siempre estudiando y Elvira no salía casi nunca.

– Total para qué va una a venir-comentaba alguna señora que coincidía con otra y salían juntas-. Parece que les molesta. Lo hace una por bien y yo creo que ni lo agradecen. La chica, nada, ni aparecer. Que era lo natural, al fin y al cabo, acabando de terminarse el rosario por el padre, como aquel que dice. Aunque nada más fuera por el qué dirán.

Elvira, cuando salía a la visita, estaba silenciosa; recorría con insistencia los retratos pegados debajo de la repisa.

– ¿Y qué, Elvira, has vuelto a pintar?

– No.

– ¿Cómo que no?-intervenía la madre-. Está terminando el retrato del padre Rafael. Lo pinta de memoria.

– Vaya, de memoria, qué mérito.

– Bueno, mamá, pero de aquí a que lo acabe. No trabajo nada.

– Yo no he visto nada suyo desde hace mucho tiempo. ¿Tienes algo de lo último por ahí?

– No, es todo malo.

– Para ti es todo malo. Nunca está contenta de lo que hace. Enséñales el bodegón.

– Que no, mamá, está sin rematar.

– Pues lo de la Catedral.

La Catedral estaba amoratada contra unas nubes color guinda. El bodegón era un poco más realista.

– A mí el melón, lo que más me gusta es la sombra del melón.

– Ponlo allí, un poco más lejos.

– Claro, se ve que está sin terminar.

– De esta pintura de estilo moderno hay que haber Visto mucha para que guste-comentaba la madre, cuando la chica retiraba los cuadros-. Lo que tiene ella es que es completamente original. Se sale de lo de siempre.

– Si, desde luego, eso sí. -Lo lleva dentro lo de la pintura.

Una tarde llamaron a la puerta cuando estaban merendando. Elvira había querido llevar a Emilio a su cuarto para enseñarle un cuadro que había empezado, pero él dijo que se lo trajera allí, y lo tenían apoyado en el hueco del balcón.

– Le echas un color a los cielos, hija -dijo Emilio-, que parece el minio de la primera mano de las verjas.

Ella lo volvió contra la pared.

– Si es doña Felisa, la pasas aquí-le dijo la madre a la criada, que salía para abrir la puerta.

– Sea quien sea, nosotros saludar y marcharnos!¿eh? -le advirtió Teo a Emilio, sorbiéndose lo último de la taza.

No era doña Felisa. Se oyó un cuchicheo en la entrada y vino la chica con una tarjeta. Elvira la cogió y se quedó quieta, mirándola. Se sentó y la dejó en la mesa. Emilio se acercó por encima de su hombro y la leyó en alta voz.

– Pablo -dijo levantándose muy eufórico-. Hombre Pablo. Me lo había dicho que vendría un día. Pasa, Pablo.

Le abrazó en la puerta. Elvira estaba de espaldas y no se movió. Le vio avanzar para saludar a su madre, inclinarse hacia el sofá donde estaba sentada.

– Les he dicho a los chicos tantas veces que le trajeran a usted. Basta que el pobre Rafael le conociera. Pero por lo visto no está usted mucho en casa. Teo le ha telefoneado alguna vez.

– Sí, señora; salgo bastante. Me gusta pasear.

– A su padre también le gustaba, era muy andarín su padre. Pero siéntese. A Elvira ya la conoce, ¿no?

Pablo dio unos pasos hacia Elvira y le tendió la mano.

– Sí, tengo ese gusto.

Luego se volvió y se sentó en una butaca, al lado de la madre.

– Pues nosotros ahora no le podemos atender como quisiéramos en estas circunstancias tan dolorosas que atravesamos. Ya se hará cargo y nos disculpará…

– Naturalmente, señora, si era yo el que estaba en falta con ustedes.

– Si el pobre Rafael viviera…

Empezaron las viejas historias. Vino Teo a sentarse allí cerca. Emilio se había quedado de pie detrás de la butaca de Pablo. Solamente Elvira, sentada en la mesa desordenada de la merienda, no formaba parte del grupo.

– Ofrécele a Pablo una taza de café-le dijo Teo.

Pablo estaba hablando de sus clases en el Instituto, decía que estaba contento, pero que encontraba muy inhóspito el edificio.

– ¿Solo o con leche? (preguntó Elvira.)

Y en los ojos que levantó él para mirarla, se vio ridícula como en un espejo, con la cafetera en la mano. Muy pequeña burguesa haciendo los honores.

– Pues a nosotros nos pillas con la cabeza como un bombo, chico -dijo Emilio-. Ya te dije el otro día lo que es una oposición. Aquí me vengo muchas tardes a estudiar con Teo, que es del gremio también, y Dios nos perdone a todos, ¿verdad, Teo?

Elvira puso la taza de café en una mesita cercana a la butaca. Con su cucharilla y su servilleta. (Gracias:), le oyó decir, sin levantar los ojos. Lo que más irritación le producía era que fuera amigo de Emilio, sin que ella hubiese intervenido en este conocimiento. Se quedó de pie al lado de Emilio y se apoyó en su brazo para no sentirse desplazada. Él la miraba y ella le buscó la mano, trenzó los dedos con los suyos.

– Pues su papá creo que era un pintor excelente. Mi esposo lo consideraba mucho. ¿Murió hace mucho tiempo?

– En la guerra, en Barcelona, de un bombazo.

– Ay, qué espanto!¿Usted lo vio?

– No. Yo estaba en Alemania.

Hubo un silencio, nadie lo rompía.

– Elvira también pinta -dijo Teo-. ¿Por qué no le enseñas a Pablo algo de lo tuyo? Seguramente él entiende de pintura.

– Sí, me gusta bastante. Una vez hice crítica de arte.

– Pero qué manía tenéis con que enseñe mis simples tentativas. Cómo le va a interesar a nadie una cosa así.

– Puede interesarle a usted lo que le digan los demás -dijo Pablo, volviéndose a mirarla-. ¿O es que le molesta que le ponga defectos otro que no sea usted misma?

Ella trató de sonreír pero le salió un tono agresivo.

– Es que no me hace falta, conozco bastante mis limitaciones.

– No, y que éste te lo decía como no le gustara -dijo Emilio-. No le conoces a éste. Le dice la verdad al lucero del alba.

Elvira se fue a la mesa y se puso a recoger las tazas de la merienda. Nadie le volvió a insistir para que enseñara sus pinturas y se pusieron a hablar de otra cosa. De viajes. De los viajes que Pablo había hecho. Ella salió con la bandeja de las tazas y no volvió en toda la visita.

Se echó en la cama turca de su cuarto, con la puerta cerrada y estuvo llorando de rabia mucho rato. Le estallaba la rabia contra todos y sobre todo contra sí misma. Luego se tranquilizó un poco y se puso a fumar un pitillo. Entreabrió la puerta. Del comedor venía el murmullo de una conversación animada y risas. Teo y Emilio no venían a estudiar. Apagó el pitillo, se miró en el espejo. Podía volver otra vez al comedor, pero le daba vergüenza. ¿Cómo iba a aparecer otra vez? Qué ridícula había estado, qué estú-pida; delante de él se volvía una retrasada mental. Le estaría extrañando que no volviera. (Pensará de mí que me analizo, que tengo orgullo.) Decidió que le odiaba, que no le quería volver a ver. (Si por lo menos viniera Emilio a saber lo que me ha pasado. Me echaría a llorar en sus brazos, le diría que le quiero, que nos casemos pronto.) Pero Emilio no vino.

Después de mucho rato, más de una hora, Teo la llamó desde el pasillo. Se había quedado medio dormida de aburrimiento encima de la cama.

– Elvira, sal a despedir a Pablo, que se va.

Salió sobresaltada.

– Me había quedado dormida-se disculpó-. Tengo tanto insomnio ahora por las noches…

Y vio que era inútil decirlo, porque nadie le pedía explicaciones de su desaparición. Emilio y Teo tenían puestos los abrigos porque se iban a acompañar un rato a Pablo.

– He pasado un rato muy agradable con usted -dijo la madre-. Espero que vuelva.

– Gracias, señora. Volveré. Adiós, señorita.

Cuando se fueron, Elvira se quedó con su madre en el comedor.

– Pero si ya son casi las diez. ¿De qué habéis estado hablando tanto tiempo?

– De viajes, de política. Es amenísimo ese chico. A Teo se le veía encantado con él. ¿Tú por qué te fuiste?

– Me aburría. Yo lo encuentro pedante. Oye, mamá, ¿sabes una cosa?

– ¿Qué?

– Que me voy a casar con Emilio.

– ¿De verdad? ¿Sois novios?

– No somos novios, pero me voy a casar con él. ¿Qué te parece?

– Muy bien, siempre había notado que te quería. Pero tendréis que esperar a que sea la oposición.

– No. No vamos a esperar a nada. Nos casamos en seguida, en la primavera, o antes.

– Pero, ¿por qué tan pronto? ¿Cuándo lo habéis decidido?

– Yo lo he decidido ahora, hace un rato. No digas nada todavía.

Emilio volvió con Teo y se quedó a cenar para que recuperaran el trabajo por la noche. Venían animados, hablando mucho. La cena fue distinta de las de otros días, la primera un poco distinta desde que se había muerto el padre. La madre miraba a Elvira, y ella a Emilio. Hablaron de Pablo todo el rato. Discutieron de cosas que habían hablado con él.

– Es estupendo -dijo Teo-. No me vuelvo a dejar engañar nunca por la primera impresión. Me he llevado una sorpresa tan grande con él. Sabe de todo, lo cuenta todo tan bien, qué agradable es. Y sobre todo tan sencillo.

– Ya te lo decía yo siempre -dijo Emilio-. Que era de lo más sencillo. Sabía yo que te sería simpático.

La madre dijo a Elvira le parecía fatuo.

– ¿Fatuo? -dijo Emilio-. No, por Dios, cómo puedes decir eso.

– ¿De qué le conoces tú tanto a ése?-le preguntó Elvira, después de cenar, en un momento que se quedaron solos-. No sabía que le conocieras tanto. -¿Por que‚ lo ibas a saber? Conozco a tanta gente. Nunca te lo digo con quién voy.

Hablaba con un tono indiferente, mirando el periódico.

– Pero yo lo quiero saber -dijo Elvira, violenta-. Mírame, habla conmigo. Saber los sitios donde vas y la gente que tratas. Me voy a casar contigo. ¿O ya no me voy a casar contigo? Hazme caso. Ven. Te digo que vengas.

Se lo llevó al sofá.

– ¿No tienes miedo de que vengan y sospechen algo? ¿De qué podemos estar hablando ahora tú y yo? Fiera; pones cara de fiera, para pedirme cuentas.

Cuando vino Teo, Elvira tenía la cabeza reclinada en el hombro de Emilio. Teo los miró sin decir nada. Dijo que si se ponían a estudiar.

– Sí, chico, venga. Yo hoy tengo un ánimo -dijo Emilio levantándose.

Se fueron al despacho de Teo. A la media hora llamó Elvira a la puerta, y les pidió que la dejaran echarse en el diván de allí. Estaban diciendo un tema de Procesal.

– Mamá ya se ha ido a la cama, pero yo estoy desvelada. En mi cuarto me pongo triste. No os molesto nada, os lo aseguro. No os hablo.

Ponía un tono humilde.

– Pero te vas a aburrir -dijo Emilio.

– No, hombre, déjala.

– Me tumbo en el diván y no dijo una palabra. Hasta que…

– Te entrará sueño en seguida.

Teo se levantó y le puso una bata por los pies. El diván estaba en la parte oscura. Elvira miró la cabeza de Emilio inclinada sobre los libros iluminados, sobre el cenicero con colillas. Cerró los ojos.

– Gracias, Teo -dijo-. Hace frío. Esta noche va a caer escarcha.

QUINCE

Vino el frío. Ni en París, ni en Berlín, ni en Italia había yo pasado un noviembre tan duro. Era un frío excitante, que gustaba, y el cielo estaba casi siempre azul. Lo peor era dar las clases en el Instituto en un aula grande de baldosín, con orientación Norte, donde las alumnas apenas llenaban los dos primeros bancos. La calefacción no la encendían por falta de presupuesto, y siempre estaban esperando que vinieran unos papeles aprobados de no sé qué Ministerio para saber si podían comprar el carbón. En las otras alas del edificio, que pertenecían a los jesuitas, tenían una calefacción estupenda, y solamente con salir a la escalera, que era común con algunos de sus servicios, se notaba una oleada de calor. Muchas alumnas, en las horas libres, cuando no lucía el sol, salían a estudiar sus lecciones sentadas en los escalones de mármol ennegrecidos. Un día, cuando yo iba a salir para marcharme, me tropecé con un grupo de ellas que se metían a toda prisa en el pasillo, dándose empujones, y riéndose por lo bajo. No entendí su agitación. Luego, en el primer rellano, me tuve que apartar a un lado. Bajaba un oleaje de sotanas negras y apresuradas de los pisos superiores: novicios o seminaristas en filas de a tres, mirando para el suelo. Me iban rozando sin levantar los ojos. Allí mismo, antes de salir a la calle, había una puerta pequeña que el primero abrió con una llave que traía, y entraron todos por el hueco ordenadamente, agachando un poco la cabeza al pisar el umbral. Se veían árboles al otro lado.

Don Salvador Mata me explicó, al otro día, que la parte que ocupaba ahora el Instituto no era más que un ala muy reducida de los grandes pabellones que estaban a continuación, propiedad todo de los jesuitas.

– Todo eso de ahí, ¿no lo ve usted?

Estábamos de pie junto a la ventana de la sala de visitas, y se veía un jardín muy hermoso, con campo de fútbol. Al fondo y a la izquierda corrían unas altas edificaciones de piedra con ventanales. Don Salvador extendió la mano, abarcándolas, y me señaló la parte que ocupaba el Instituto al principio, recién instalado, mucho más amplia y con acceso por la entrada principal, pero luego la Orden había necesitado más espacio y se iban adueñando cada año de lo que habían cedido al Instituto, como si lo reconquistaran.

– Nos terminaron aislando en este rincón de acá, ¿verdad usted?; bueno, llevábamos dos cursos así. Pues ya el año pasado por el verano desalojaron el tercero de tableros y pupitres, y cuando empezó el curso nos encontramos con ese piso de menos, que lo han habilitado para ellos, con derecho de escalera.

Yo le dije que aquello del derecho preferente de escalera no lo entendía, y es que por lo visto, los que habían venido a alojarse en esta parte, cuando iban a utilizar la escalera para bajar al recreo, si era la hora de las clases femeninas, tocaban antes una especie de gong muy sonoro para poner en aviso a las alumnas y evitar así probables encuentros turbadores para los seminaristas. Las chicas, cuando lo oían, se abstenían de salir a la escalera. Me dijo también que ya estaban construyendo desde hacía dos años un nuevo Instituto, pero que las obras marchaban con mucha lentitud.

Todo en aquel edificio me recordaba un refugio de guerra, un cuartel improvisado. Hasta las alumnas me parecían soldados, casi siempre de dos en dos por los pasillos, mirando, a través del ventanal, cómo jugaban al fútbol los curitas, riéndose con una risa cazurra, comiendo perpetuos bocadillos grasientos. Tardé en diferenciar a algunas que me fueron un poco más cercanas, entre aquella masa de rostros atónitos, labrantíos, las manos en los bolsillos del abrigo, calcetines de sport. En los días de sol, por huir de las aulas tan inhóspitas, las llevé alguna vez a pasear por la trasera del edificio. Nos sentá-bamos en el terraplén de las vías, y les iba explicando los nombres de las cosas, les hablaba de geografía y viajes. Cuando pasaba el tren nos callábamos porque con el ruido no se entendía nada, y luego me costaba trabajo reanudar la charla, porque siempre se reían y les bailaba la risa un rato, recién desaparecido el tren, mirando el sitio por donde se había borrado hacia aquel paisaje seco y pardo del fondo, pegado al horizonte. Se reían siempre, y a las preguntas más sencillas le buscaban doble intención. Era difícil la cordialidad con ellas. No se acababan de acostumbrar a la confianza que yo les brindaba. Dijeron que mi método de ir de paseo para dar la clase no le había seguido nunca nadie en el Instituto.

– ¿Creen ustedes que no es buen método?

Se encogieron de hombros, y otra vez la media risa. No me miraba ninguna.

– ¿Saben más alemán o menos que antes de empezar conmigo?

Cogí por el brazo a la que estaba más cerca.

– ¿Eh? ¿Les gusta o no les gusta esto del paseo? Lo podemos dejar.

– No. Lo que usted diga -dijo con los ojos para abajo.

Y las otras no podían aguantar la risa.

Un día fuimos más lejos, hasta el río. Eran las de séptimo, que después de mi clase no tenían ninguna y así no existía la urgencia de volver. De las quince alumnas matriculadas solamente venían tres, las tres únicas que sabían un poco. Una de ellas, que se llamaba Alicia, me estuvo contando que las otras las llamaban pelotilleras por no faltar nunca a mis paseos.

– Dicen que queremos aprobar.

– ¿Aprobar? Pero si ya he dicho el primer día que voy a aprobar a todas.

– No se lo creen.

– ¿Ustedes tampoco?

– Nosotras, sí.

Otra de las que venía, Natalia Ruiz Guilarte, era, según me contó don Salvador Mata, una de las pocas chicas de buena familia que estudiaban en el Instituto, hija de un negociante adinerado: una lum-brera para los estudios, la matrícula de honor oficial. Esto de que estudiaba mucho ya me lo había contado también una amiga suya que conocí en una reunión de las de Yoni. Por lo visto, las chicas de familias conocidas lo corriente, cuando hacían el bachillerato, era que lo hicieran en colegios de monjas, donde enseñaban más religión y buenas maneras, y no había tanta mezcla.

– ¿Pero mezcla de qué?-le pregunté a don Salvador.

– Mezcla de chicas humildes. La matrícula del Instituto es más barata que en un colegio y vienen muchas chicas de pueblos, ya lo habrá notado usted. No es de buen tono estudiar aquí.

Me dijo que Elvira Domínguez también había sido alumna del Instituto, y que las otras compa-ñeras la tenían manía porque decían que estaba enchufada.

Con aquella Natalia Ruiz Guilarte había hablado un día, al principio de curso, una vez que la acompañé hasta su casa, y algo me había contado de que quería estudiar carrera v no la dejaba su padre. Esta tarde que llegamos de paseo hasta el río volví a hablar con ella.

Era una tarde muy fría y en todo el tiempo no dejamos de andar; las hice reír porque las obligaba a llevar un paso gimnástico, para que entraran en calor, y noté que no tenían la cortedad de otras veces, cuando eran más alumnas, que se agrupaban unas contra otras como gallinas y no sabían si ir delante, o detrás, o conmigo. Hoy formábamos un pequeño pelotón amistoso. El río se había helado por algunos sitios; había unos muchachines que trataban de atravesarlo patinando, y se reían de nervios y de gozo, porque casi ya a la mitad de camino les daba miedo y se querían volver. Frío, invierno, hielo, catedral. Íbamos haciendo frases en alemán con estas palabras. Niños, río, carretera, puente. Marcábamos el paso con las frases. Pasamos por el sitio donde había estado sentado con Elvira; y también vi el canalillo que había atravesado con Rosa, una tarde que fuimos en barca. Me hacía gracia tener ya recuerdos de escenas de la ciudad, y que me tapasen la otra imagen que traía a la llegada, hecha en mis años de infancia. Las barcas esta tarde, estaban presas en la orilla entre terrones de hielo.

Al regreso, aunque yo había dado por terminada la clase, no nos separamos, como otras veces. Se había hecho algo tarde. En un cierto momento, Alicia y la otra chica se adelantaron un poco cogidas del brazo y Natalia se quedó a mi lado.

– ¿Qué hay de lo de su padre?-le pregunté-. ¿Ya le deja que estudie carrera?

– No hemos hablado -dijo-. Hay tiempo.

– No tanto tiempo.

– Si además a lo mejor me deja, nunca ha dicho que no me vaya a dejar; es que me parece a mí. No lo sé.

– Tiene que saberlo, mujer.

Se callaba.

– Usted siempre saca buenas notas, me lo han dicho los otros profesores, y le gusta mucho estudiar, ¿no?

– Sí, me gusta bastante.

– Pero no lo diga como con pena, mujer.

– Si no lo digo con pena.

– Si quiere hacer carrera, la tiene que hacer, convénzase de eso.

Las otras chicas habían apretado un poco el paso. Ella levantó la cara que llevaba inclinada y las llamó.

– Esperaros, oye, no vayáis tan de prisa.

Dijo Alicia que se iban por la primera bocacalle, que se había hecho tarde.

– Si te vienes tú, avisa.

Ya estaban encendidas las luces de las ventanas, y el cielo oscuro. Pasaba la gente muy de prisa; mujeres con mantones, abrigándose.

– Venga, no nos hagas estar paradas aquí.

– Adiós, iros si queréis. Yo no voy tan corriendo.

Se fueron por la bocacalle. Ella y yo empezamos a subir juntos la cuesta que llevaba a la Catedral. Venía un aire fino y agudo que quemaba las orejas. Íbamos callados, las manos en los bolsillos, ella encima de la acera; yo, abajo, remoloneando.

Estaba oscuro aquel barrio y mal empedrado. Antes de llegar a la Catedral se pasaba por tres placitas desiguales que parecían huecos dejados por casualidad. Una tenía una fuente, otra un gran farol. En la tercera, la más pequeña de todas, apenas un espacio triangular delante del esquinazo de dos casas, había una frutería iluminada en el bajo de una de las fachadas. Del techo colgaban regaderas, fardeles, hueveras y cosas confusas, y estaba la dueña asomada a la calle, en alto, sobre unos escalones, con un gato, debajo de una bombilla. No hacía nada, sólo mirar afuera, ni se movía. Al fondo había una cortinilla para separar la tienda de la casa. Todo tenía un aire muy guiñolesco. Natalia y yo lo miramos sin decir nada. Pasamos también al lado de la fachada de la Catedral, por una callecita que es como un pasillo, y ella miró para arriba pegada a la pared y respiró muy fuerte. Dijo que le daba vértigo verse las piedras tan cerca y miedo de que se le cayeran encima, y la aplastaran.

– ¿Entonces por qué mira?

– Porque me gusta. Sobre todo así casi de noche, tan misterioso.

Se rió. Era chiquita, con el pelo negro muy liso y un cuerpo infantil. Me dieron ganas de cogerla del brazo, para sentir el calor de su compañía, pero no me atreví.

– Hoy parece que tiene menos prisa que el otro día-le dije-. ¿Me acompaña a tomar un café?

– Bueno-decidió, después de quedarse pensando un poco.

– Estupendo, vamos por aquí.

Habíamos llegado a la calle Antigua. Yo daba los pasos más largos y de vez en cuando notaba que la hacía dar a ella un trotecillo ligero para no quedarse atrás. La llevé al café donde yo solía estudiar por las tardes, vacío a aquella hora. Hacía calor dentro, y al entrar se quitó la bufanda.

– Qué gusto -dijo al sentarse, frotándose las manos.

Y lo miraba todo con ojos brillantes.

No sabía si quería café o no. No sabía lo que quería, debía tener muy poca costumbre de ir a un café. Miraba al camarero, que acudió en seguida, arrastrando los pies, y me miraba a mí, vacilante.

– Tome una copa de algo-le sugerí yo-. ¿O qué quiere?

– Bueno, una copa.

– ¿De vino?

– Bueno, de vino.

Con la copa de vino en la mano se sonrió, mirando el cristal empañado que daba a la calle.

– ¿De qué se ríe?

– De que estoy pensando si viniera mi padre.

– ¿Viene aquí?

– A todos los cafés va.

– Ojalá viniera ahora, para que me lo presentara usted.

– ¿Para qué?

– Para que yo le hablara de eso de sus estudios. A ver si me explicaba él los inconvenientes que tiene para dejarla hacer carrera. Porque con usted no me entero.

Pareció asustarse.

– Huy, no, por Dios, si viene no le diga nada.

– Pero, qué es lo que pasa con su padre, ¿le tiene usted miedo? Las cosas hay que hablarlas.

– Sí, lo que es como viniera y nos viera aquí, y encima le sacara usted esa conversación…

– ¿Encima de qué?

– Encima de verme en el café con una persona que él no conoce. Menuda se forma en casa con mis hermanas las mayores, por si van con gente conocida o no conocida. A mí ya me aburren.

– Pero siendo así tan bruto, y perdone, ¿cómo es que la deja a usted ir al Instituto? Me han dicho que los padres como el suyo suelen mandar a las hijas a colegios donde hay más selección, aunque se aprenda menos.

– Es que papá antes no era así, cuando yo empecé a estudiar. Antes, eso de la gente fina no le importaba nada, se reía.

Empezaba a tener menos timidez para hablar, y me atreví a seguir haciéndole preguntas. Me gustaba oírla explicarse, las mejillas coloradas, los ojos en el techo, notar el gozo que iba experimentando en hacerme ver claras las cosas de su casa. Como si dijera bien una lección. Se puso a contarme viejas historias. Su padre se había hecho rico en pocos años con las minas de wolfran. Antes tenía trabajo en una finca y las hermanas mayores se educaban con una tía; ella vivía con el padre en la finca y estudiaba por libre en el Instituto. Cazaba y montaba en bicicleta. Su padre y ella se entendían bien entonces, cuando estaban en el campo, hasta que empezaron a tener dinero y se vinieron todos juntos a vivir. Desde entonces, la tía era la que mandaba en todos y se había empeñado en civilizarla a ella y en refinar a su padre, que ahora era un señor muy engreído por ser rico. Me habló de sus hermanas mayores, de una de ellas, que tenía novio en Madrid, y en la casa no les gustaba. Me los figuraba a todos a las horas de la cena, las pequeñas discusiones, alguna lámpara roja y las contraventanas bien cerradas, el silencio, los pasos en la calle. Y a ella entre aquellas paredes.

– Ahora -dijo-, antes de lo de mi carrera, lo primero que le tengo que pedir a mi padre es que deje ir a mi hermana a Madrid a estar un poco de tiempo. Eso importa más que lo mío.

– Pero ella es mayor, ¿no? ¿Por qué no se lo pide ella misma?

– Con ellas no se entiende. Mi padre es a mí a la que quiere más todavía. A mí me quiere mucho.

Lo dijo con orgullo, como agarrándose, a pesar de todo, a aquel afecto, o queriendo disculpar a su padre ante mi. No lo entendía bien, pero ya no quise seguir haciéndole más preguntas. Sin embargo le advertí que ella se preocupara de sí misma, que era la más joven de la casa y seguramente la que impor-taba más que no se dejara aniquilar por el ambiente de la familia, por sentirse demasiado atada y obligada por el afecto a unos y a otros. Que la sumisión a la familia perjudica muchas veces. Limita. Me escuchaba con los ojos muy abiertos.

– Cuánto hemos hablado -dijo luego, levantándose-. Y todo el rato de mí. Me voy, es muy tarde. Me van a reñir.

– No deje que la riñan-le dije, ya en la calle, con mucha convicción-. No deje que la riñan de ninguna manera. No es tarde; hemos estado hablando de cosas que le interesan, ¿no le parece?

– Sí, pero eso no se lo puedo explicar en casa. Además me da igual que me riñan.

– Si me dice que van a reñirla, subo con usted.

Lo dije muy serio y se asustó.

– No, no. Les parecería muy raro. Adiós.

La vi desaparecer en el portal de su casa, pero antes se volvió a mirarme.

– Gracias, ¿eh? -dijo-. Gracias por todo.

Me fui a buen paso hacia la pensión por las calles vacías, y mirando las ventanas de los edificios me imaginaba la vida estancada y caliente que se cocía en los interiores.

DIECISÉIS

Que estudie en el salón. Que por qué esa manía de estudiar en mi cuarto con lo frío que está, que ellas no me molestan para nada. Por no discutir con la tía no le he dicho que no claramente, y he pensado que ya iré escampando como pueda. En el salón no es que se esté mal. Por las mañanas, vaya. Me han puesto una camilla pequeña al otro lado del biombo, y como el biombo es grande, me puedo aislar bastante bien. Lo malo es por la tarde, cuando vienen visitas, esas horas desde que salgo del Instituto hasta que cenamos, que son tan gustosas para escribir el diario y copiar apuntes. A lo primero creía que ni me verían las personas que entrasen por lo larga que es la habitación, pero en seguida lo noto, que están mirando para la luz de mi lámpara, como si quisieran curiosear lo que hay al otro lado de la ventana desconocida. Les oigo el mosconeo de lo que hablan, y no me importaría nada, si estuviese segura de que no estaban hablando de mí, pero me entra la impaciencia de estar siendo vigilada y entonces me distraigo y me pongo a atender a lo que dicen; y resulta que sí, que casi siempre están hablando de mí, más tarde o más temprano. Cuando no acaban por llamarme, salgo yo porque no aguanto más y prefiero que me vean y se quedan tranquilas de una vez. Dice tía Concha que no ponga esa cara de mártir cuando me están hablando y preguntando cosas, que no ve ella que me vaya a pasar nada por alternar un poco con la gente.

– Tú serás un pozo de ciencia, no lo dudo-me ha dicho-, pero a los dieciséis años y un buen pico, resulta que no sabes ni saludar, y, vamos, digo yo que tampoco es camino.

Ahora están empeñadas en que van a traer a una tal Petrita López para que seamos amigas. Se le ocurrió la idea a una señora que vino el otro día y me quiso conocer, de esas señoras que al besar dejan un roce de bigote y salivilla, y luego de los besos se apartan y dicen: (Va a ser muy guapa, muy guapa). Dijo que ella tenía una sobrina en mis mismas condiciones, pero como me llamaron cuando ya se estaban despidiendo y continuaban seguramente una conversación de antes, no pude enterarme de las circuns-tancias que quería decir. Estaba de pie, pero tardó todavía un rato en irse.

– Estoy segura de que podréis ser muy buenas amigas. A ella le hace tanta falta como pueda hacerte a ti. ¿Te gustaría que fuerais amigas?

Me daba risa la pregunta, porque sin haber visto ni siquiera una foto de la chica, era rarísimo que pudiera tener curiosidad por conocerla. Dije que con los estudios estaba todo el día ocupada y tenia poco tiempo, pero creo que ni se enteraron de lo que yo decía. Discutían por su cuenta y una vez la señora con un gesto compasivo me pasó una mano por el pelo, distraída, para acompañar a las razones que daba. Mercedes puso el pero de que ella conocía a Petrita y que Petrita era mucho más mujer. Parecía que arreglaban un negocio.

– Apariencia, pura apariencia -dijo la señora-. Pero en la manera de ser y reaccionar, el vivo retrato de ésta, os lo digo. ¡Y de retraída y tímida, igual!, todo igual.

Estos adjetivos, aunque yo los oí perfectamente, los decía volviendo la cabeza hacia la tía y Mercedes, en voz más baja, medio oculta por una risa de disimulo. Yo aproveché para despedirme y decir que tenía mucho que estudiar.

Esa tarde había venido Alicia a preparar conmigo la traducción de griego, y cuando volví a la mesa le estuve contando lo idiotas que son las señoras que vienen a casa, me desahogué con ella de la rabia que tenía. Ella no dijo nada, pero luego, cuando habíamos vuelto a la traducción, levantó de repente la cabeza.

– Yo a tu tía no le gusto nada, ¿verdad?

Me pilló tan de sorpresa que me puse colorada. La tía siempre dice de ella (esa chica), y nunca la saluda más que cuando no tiene más remedio.

– Y a mí qué me importa si le gustas o no, eres mi amiga -dije-. No me ha dicho nada.

– Pero yo lo noto.

– Pues me da igual. A ver si vas a dejar de venir por eso.

– No.

Desde que viene Alicia, han vuelto a hablar varias veces en las comidas de lo conveniente que habría sido que yo este año no me hubiera matriculado en el Instituto. Dicen que mientras estaba Gertru, menos mal, pero que ahora he perdido todo contacto con la gente educada. Yo no quiero saltar y prefiero irlo llevando por las buenas porque bastantes disgustos recientes ha habido por lo de Julia, que se quiere ir este invierno a Madrid y el novio le ha escrito una carta a papá y han armado la de San Quintín. Estoy esperando a que todo esté más sereno para hablar yo con papá, conque no conviene que se enfaden también conmigo ahora. Al fin ya estoy matriculada y con Alicia directamente no se han metido todavía, así que les oigo como quien oye llover. Procuro pasar lo más inadvertida posible. Me he dado cuenta de una cosa: de que en casa para pasar inadvertida es mejor hacer ruido y hablar y meterse en lo que hablan todos que estar callada sin molestar a nadie. Siempre que me acuerdo canto por los pasillos y tengo cara de buen humor, y he empezado a mirar figurines y a dar opiniones sobre los trajes de las hermanas, y a decir que qué buen sol si veo que está despejado. También he dicho que quiero unos zapatos nuevos.

Alicia, la pobre chica, viene muy mal vestida, y debe pasar un poco de frío, con esa chaqueta de traje sastre que trae encima del vestido azulina. Dice que a ella no le pasan balas porque ha vivido mucho en un pueblo de Burgos de donde es su abuela, que es uno de los más fríos de España, y que se levantaba tempranísimo y nunca gastaba abrigo. Lo dice con mucho orgullo, y me toca por la calle para que vea que siempre tiene las manos calientes. Del pueblo de su abuela me ha hablado mucho, del jefe de estación que es su tío, de una alberca muy grande, cerca de un melonar, de las fiestas de verano con baile; y de la trilla. Ella vivió una temporada en casa de su tío, en la estación, y veía pasar los trenes. Estar aquí no le gusta, le gustaría hacer la carrera de maestra y que la destinaran al pueblo, vivir con su abuela hasta que se muriera, enseñarles a leer y a escribir a los niños de allí, que los conoce a todos. Yo le digo: (Bueno, y casarte), pero se ríe y dice que no, que eso ella no lo piensa, que si yo lo pienso.

– Pues, no, tampoco. Pero aunque no lo piense, me casaré, me figuro. Tienes razón, son cosas que están lejos.

A Alicia le he hablado algo del profesor de alemán, de las dos veces que me ha acompañado a casa y de las cosas que me ha dicho, y un día me vio el diario. Como somos tan amigas, me pareció mal no enseñárselo, pero luego me he arrepentido un poco, no porque lo vaya a hablar con nadie, pero porque ella tiene una manera de ser que algunas cosas no las entiende. Dice que ella a mí me debe parecer muy vulgar.

– Que no, qué tontería. ¿Por qué lo dices?

Se rió porque siempre se ríe cuando está muy convencida de una cosa pero no es capaz de explicarla bien.

– Pues porque sí, porque nuestra vida va a ser muy distinta. Basta ver las cosas que escribes tú, y lo que piensas y eso. Verás cómo luego, dentro de un par de años, no seremos amigas ya, no lo podremos ser.

– ¿Pero por qué?

– Porque sí. Lo verás.

– Pues ahora somos amigas, Alicia. Lo más amigas.

– Ahora sí, bueno.

Nunca dice las cosas con tristeza, pero siempre con una seguridad que te convence. Yo he pensado que a lo mejor tiene razón, que sólo me agarro a ella ahora porque estoy un poco sola. Gertru. Desde luego es completamente distinta a Gertru, mucho más prosaica y con menos preocupación de analizarse, pudorosa. Algunas veces me hace avergonzarme de mis fantasías. Le pregunté que por qué no hacía ella diario y dijo que no me enfadara, pero que le parecía cosa de gente desocupada, que ella cuando no estudia le tiene que ayudar a la madrastra a hacer la cena y a ponerle bigudís a las señoras. Otro día le hablé del color que se le pone al río por las tardes, que si no le parecía algo maravilloso, a la puesta del sol, y me contestó que nunca se había fijado.

– ¿Pero cómo puede ser? ¿No se ve el río desde tu ventana?

– Pues, sí. Pero nunca me he fijado. A mí me parece tan natural que ni me fijo. Un río como otro cualquiera. Agua que corre.

Dice que me he enamorado del profesor de alemán, que lo saco a relucir para cualquier cosa, aunque no tenga nada que ver. Ese día que lo dijo me enfadé un poco con ella y desde entonces hablamos menos y siempre que nos juntamos es para estudiar. Todo el tiempo estudiando. Me cunde el tiempo con ella más que con nadie. Cada vez estoy más decidida a hacer carrera.

Hoy me encontré a Julia que salía del portal de casa, cuando yo volvía de clase. Le pregunté adónde iba.

– No sé. A lo mejor al cine, o a dar una vuelta por ahí.

– ¿Tú sola?

– Sí. Es que he reñido con Mercedes, no la aguanto. ¿Por qué no te vienes conmigo? ¿O tienes que estudiar?

– No, voy contigo.

Me ha estado contando Julia que Mercedes está de muy mal humor estos días por culpa de un chico que ha salido un poco con ella y que ya no la hace ni caso, un tal Federico. Yo no sabía que Mercedes saliera con ningún chico, siempre ha dicho que a los hombres los odia por principio. Le he estado preguntando a Julia que cómo es el chico.

– Nada, un borracho, un idiota. Ha ido con ella por tomarla el pelo. Antes era amigo mío, pero ya no le hablo nunca. Mercedes ha hecho el ridículo con él, le ha estado buscando todo el tiempo, se ha hecho unas ilusiones horribles. Decía que no, pero se lo notaban todas las amigas. Mira que se lo advertí yo, pero nada. Como ha ido tan poco con chicos. Ahora en cambio lo pone verde, dice que de ella no se ha reído ni él ni nadie. Está incapaz, no se le puede hablar. Conmigo sobre todo, es que me tiene verda-deramente manía. No sé cómo no lo notas tú también, ¿no lo ves el mal humor que tiene? Acuérdate ayer qué discusión tan tonta contigo, por lo de la sobrina del comandante, a ella que‚ más le dará.

La sobrina del comandante es esa Petrita López, que van a traer para que sea amiga mía. Ayer le dije a Mercedes que qué pesadas se están poniendo, y que no me hace ninguna falta tener esa amiga, y se enfadó mucho. Pero como ella y tía Concha se enfadan por tantas cosas al cabo del día, yo no hice ni caso. Me da pena de Mercedes, aunque no la quiero mucho, cada vez más separada de todos y más orgullosa, intransigente como la tía. Hasta la misma cara se le va poniendo. Me ha dicho Julia que son treinta años los que cumple en febrero, yo creía que veintinueve.

– Y es lo malo que ya no se casa, qué se va a casar. Con el carácter que tiene. ¿Tú crees que va a encontrar quien la aguante?

No hemos ido al cine. Nos hemos puesto a hablar y a andar, y a lo último ya estaba Julia de buen humor. Está decidida a irse a Madrid para Año Nuevo como sea. Dice que con permiso o sin permiso. Que primero se va a casa de los tíos y luego se busca un trabajo allí hasta que se case, porque Miguel por lo menos en un año no puede casarse todavía, le han fallado unos trabajos con los que contaba para ahorrar un poco.

– Pero preferiría irme por las buenas, dentro de lo posible. A ver si hablas tú con papá, Tali, guapa, que me lo prometiste.

– Sí, si no me olvido, es que estoy buscando el momento oportuno. Me ha parecido que estos días no estaba el horno para bollos, con eso de la carta que le ha escrito Miguel.

– Pues fíjate, yo creo que en el fondo le ha gustado a él que le escriba. La carta está bien, no se mete con nadie, yo la he leído. Un poco dura, bueno, pero es para entenderse. Si la tía no hubiera metido cizaña, estaría encantado papá. Pero estoy harta, te lo digo. No sabes lo que es tener que estar templando gaitas todo el día. Desde luego me voy a Madrid, me voy sin falta, ¿no te parece?

– Claro que sí. ¿Pero qué trabajo quieres encontrar?

– Ya lo veremos, dice Miguel que es fácil. El caso es ir.

Estaba tan animada contándome todas estas cosas que ni siquiera me preguntó ni una vez adónde íbamos, anduvimos por calles y por calles. De pronto se echó a reír.

– ¿Sabes dónde nos hemos metido, Tali?

– No.

– En el barrio chino.

– Bueno, ¿y qué?

– Nada, que no había entrado nunca.

Eran unas calles muy solitarias con faroles altos, las casas de cemento de un piso o dos, sin tiendas. Muchas ventanas estaban cerradas. Nos paró un hombre con un perro, para preguntarnos que si sabíamos el bar de la Teresa, y le dijimos que no. Julia tiraba de mi agarrada fuerte a mi brazo. Oscurecía.

– ¿No te da un poco de miedo? -dijo, y echó a andar con mas vigor.

– A mí no. No vayas tan de prisa.

– Si es que tengo frío. A mí tampoco me da miedo, no sé.

– Pero, ¿por qué te iba a dar miedo?

Salimos a lo conocido. En la iglesia de Santo Tomás estaban tocando para el rosario, y se veían bultos de señoras en la puerta. Nos fuimos a la otra acera. Ya había estrellas. Al pasar por la calle del Correo, Julia se paró en un portal.

– ¿Quieres que subamos un rato a ver a Elvira?

– ¿Qué Elvira?

– Elvira Domínguez. El otro día me estuvo preguntando por ti.

– Bueno.

Subimos. Elvira se había acostado porque le dolía un poco la cabeza, pero la criada no lo sabía y nos hizo pasar a su cuarto. Tiene un cuarto muy bonito. Me parece que se sobrecogió al oír que pedía Julia permiso para entrar, y se puso a recoger unos papeles que tenía en la mesilla de noche, como yo cuando hago el diario. A lo mejor hace diario ella también. Se echó fuera de la cama y se quedó sentada.

– Me iba a levantar, os advierto, no sé si estar en la cama o levantarme.

– Pero, ¿qué tienes?-le preguntó Julia-. ¿Fiebre?

– No, fiebre, no. No sé, desánimo. Bueno, sí, me levanto, porque Si no…

– Haz lo que quieras, por nosotras no lo hagas, vamos a estar muy poco.

Dijo que no la molestábamos, pero estaba distraída. Se puso una bata y anduvo de pie por la habitación, poniendo cosas en estantes y cambiando de postura continuamente, mientras nos hablaba.

– ¿Cuándo te casas por fin?-le dijo Julia.

– No sé, pero pronto.

Yo no sabía que Elvira se fuera a casar. Me puse a mirar lomos de libros. Ella vino por detrás y me empezó a preguntar cosas del Instituto, y de profesores que conoce ella. Me reí mucho cuando se puso a imitar al de Religión; es igual que estarle oyendo. Hizo lo de la parábola del hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y le asaltaron unos ladrones. Precisamente nos lo ha explicado don Abi antes de ayer y dice las mismas palabras, pone la misma cara. Luego me preguntó qué tal las clases de idiomas, y me parecía que se le había cambiado el humor raro que tenía cuando llegamos. Yo me puse a hablarle del profesor de alemán, de las clases que damos paseando; con mucho entusiasmo porque ella me escuchaba y me seguía la conversación; dice que le conoce un poco. Hablando del profesor de alemán me parecía que éramos muy amigas, porque a nadie le hablo de él, y me hubiera estado allí toda la tarde. Por eso me ha molestado lo que ha dicho Julia, al salir de allí:

– Esta Elvira es una hipócrita.

– ¿Por qué?

– Porque dice que a ese profesor le conoce un poco, y creo que se pasa todo el día ahí metido con ellos.

– ¿Con quiénes? ¿Dónde?

– Con ella y su hermano y su madre, y su novio. Ahí, en la casa. ¿No es uno delgado, de canas así en los lados? ¿De gafas sin montura?

– Sí.

– Claro, el mismo. Dicen que está medio enamorada de él.

Yo no entendía nada.

– ¿Pero cómo va a estar enamorada de él? ¿No dices que se va a casar? No se irá a casar con él!

– No, mujer, no entiendes nada. Con Emilio del Yerro se va a casar.

Es todo un lío. No he querido hacer más preguntas, las cosas que hablan las hermanas son siempre un lío. Pero me he quedado un poco triste de que al profesor de alemán le conozcan tantas personas.

Hoy ha venido por segunda vez Petrita López. El primer día que vino estuve tan antipática que no sé cómo ha tenido ganas de venir más. Se ha quedado a comer. Entró Mercedes en el cuarto mío, que es donde estábamos, y dijo: (Que se quede a comer Petrita, si quiere), con la voz de naturalidad que pone para invitar a sus amigas. Y Petrita dijo que bueno, que se quedaba. Es una pánfila que da pena. No es que sea mala chica, pero a lo primero se la toma manía por la cara que tiene de belleza de calendario, los labios pintados mucho y el pelo con moño, tirante para atrás. Parece que se va a poner uno a hablar con una chica mayor, muy de rompe y rasga y luego es tan tímida y tan ignorante que no le pega nada ir arreglada así y tener ese cuerpo de mayor. Hoy me daba pena de ella y la he hablado un poco más que el otro día, aunque he tenido que hacer esfuerzos para sacar conversaciones. Por lo visto es medio prima de Gertru, y me ha dicho una cosa que no sé si será verdad, pero me ha dejado muy pasmada. Que el novio de Gertru es un pinta y que en su casa ha oído ella decir que cuando va a Madrid vive con una señora extranjera.

– Pero tú eso, ¿por qué no se lo cuentas a Gertru?-le he dicho yo.

– No, si yo creo que ella ya se debe figurar algo. Desde luego que le gustan otras chicas además de ella, lo tiene que saber de sobra, y creo que ya se ha disgustado con él por eso alguna vez.

– ¿Pero cómo sigue con él?

– Porque le querrá. Tú de esto no digas nada.

Yo estaba indignada, cómo le va a querer a un tío así, no puede ser que le quiera.

En la comida también han hablado de ella, de que está aquí su suegra y la piden la semana que viene. Las hermanas opinaban que una boda de tanta prisa le va a dar que hablar a la gente.

En seguida de comer me he ido al Instituto. Tía Concha quería que hoy perdiera las clases y me fuera con Petrita al cine, pero yo dije que no podía. Hemos salido juntas.

– Que vuelvas-le ha dicho tía Concha en la puerta-. A ver si arregláis eso de la lección de dibujo.

Quieren que cojamos un profesor de dibujo para las dos, porque a ella le gusta dibujar, pero sola no le hace ilusión tomar clase. Como si fuera cosa de hacer ilusión o dejarla de hacer. Además, yo qué tendré que ver con lo que le haga ilusión a ella. Me ha acompañado un buen rato, casi hasta el Instituto.

Me aburre esta chica de muerte, estoy con la obsesión de que va a volver otro día.

He llegado a clase de muy mal humor. Hoy había alemán. Hemos estado en el aula porque llovía un poco y además ahora el profesor siempre pone pretextos para lo de los paseos, se ha debido hartar. En la clase le he estado mirando todo el tiempo, y me parecía la persona que tengo más cerca de todo el mundo, el mayor amigo. A la salida me he hecho la encontradiza en la puerta, lo había estado decidiendo durante toda la hora que a la salida le iba a hablar. Le he preguntado una duda del libro, para tener pretexto y que se parara conmigo. Ya lo sé que todas las chicas se han quedado mirando, pero me importa un comino.

– Es verdad que en mi casa no se puede vivir-le he dicho de pronto, sin quitar los ojos del libro, que lo tenía abierto contra la pared.

Me ha parecido que se reía un poco.

– ¿Por qué dice eso? ¿Qué le ha pasado?

No puedo sufrir que se ría. Había hecho un experimento de valor con esto de hablarle y ahora el valor se me venía al suelo, no sabía por dónde seguir.

– Por nada, lo que hablamos de mi familia-dije con vacilaciones-. Que tenía usted razón. La familia le come a uno, yo no sé. Hoy sin falta voy a hablar con mi padre.

– Estupendo, me parece bien, mujer. A ver si le sirve de algo.

Se despidió. Me parece que tenía prisa. Me metí en el water y estuve llorando. Cuando salí, ya se habían ido las amigas. Me bajé la cuesta sola, despacio, mojándome toda la cara. Bajaba una riada enorme con el chaparrón y me gustaba.

Papá no había venido todavía cuando llegué a casa. Vino justo a la hora de sentarse a cenar. Yo ni cenar podía, ni había podido leer ni hacer nada en todo el rato, esperándole. Tenía un nudo en la garganta mirando a papá que se comía en silencio las patatas. Luego se puso a hablar de un señor que va al Casino y decía que no sabe jugar al mus, que le toman el pelo todos en la partida. Tenía un humor neutro, no nos miraba a ninguna para hablar. Me lo sentía más lejos que nunca y me parecía imposible poder hablarle, pero estaba segura de que me iba a atrever. En la sobremesa hizo un solitario y yo estaba enfrente, callada. Luego cogió el periódico y dio las buenas noches. Esperé un poco, hasta calcular que se hubiera desnudado y metido en la cama: dos discos de flamenco y media guía comercial. Entonces me despedí como todos los días. Salía al pasillo, del cuarto de papá, la raya de luz de su lámpara verde. Llamé con los nudillos.

– ¿Quién es? Pasa.

Cuánto tiempo hace que no entraba en el cuarto de papá a estas horas. Se ha creído que iba a rascarle la espalda, como cuando vivíamos en Valdespino, y sin dejar el periódico se ha vuelto de medio lado y se ha levantado un poco el pijama por detrás.

– Vaya, chiquita; vuelven los tiempos felices.

Qué difícil era: era dificilísimo. Me arrodillé en la alfombra y allí, sin verle la cara, rascando arriba y abajo, arriba y abajo, he arrancado a hablar no sé cómo y le he dicho todo de un tirón. Que nos volvemos mayores y él no lo quiere ver, que la tía Concha nos quiere convertir en unas estúpidas, que sólo nos educa para tener un novio rico, y que seamos lo más retrasadas posible en todo, que no sepamos nada ni nos alegremos con nada, encerradas como el buen paño que se vende en el arca y esas cosas que dice ella a cada momento. Saqué lo del novio de Julia, me puse a defenderle y a decir que era un chico extraordinario. Yo no le conozco, pero eso papá no lo sabe, me estaba figurando que era yo la que quería casarme, y de pronto me di cuenta de que no pensaba en Miguel, que veía la cara del profesor de alemán.

– Papá-le he dicho-, tú antes no eras así, te vuelves como la tía, te tenemos miedo y nos estás lejos, como la tía.

Papá estaba muy perplejo. Se ha vuelto a mí, que me había quedado callada sentada en la alfombra, y me ha mirado, sin saber qué decir.

– ¿A qué viene esto? ¿Por qué me dices todo esto de golpe, precisamente tú?

Estaba muy dolido, pero no comprende que yo lo que quiero es ayudarle a ser más sincero, a darse cuenta de lo que tiene alrededor. No he conseguido que nos entendamos, he visto que es imposible y también toda su cobardía.

– Pídeme lo que quieras-me ha dicho-. Pero no me vuelvas a hablar así. Te lo doy todo, os lo doy siempre todo, los jóvenes son crueles. Dime lo que queréis de mí, y si puedo te lo daré.

Yo me he echado a llorar, no sabía en ese momento lo que tenía que pedirle. Sólo quería que al-guien me consolara y me entendiera. Le he hablado de Gertru, de Mercedes, de Petrita, de cosas que me aprietan el corazón, pero he sido incoherente. Le he dicho que si tengo que ser una mujer resignada y razonable, prefiero no vivir.

– Antes, de pequeña, papá, cuando cazábamos en Valdespino, ¿te acuerdas?, a ti te gustaba que fuera salvaje, que no respetara ninguna cosa. Te gustaba que protestara, decías que te recordaba a mamá.

Me ha mirado por encima de las gafas.

– Las cosas cambian, hija. Ahora vivimos de otra manera. Mejor, en cierto modo. No puedes ser siempre como eras a los diez años.

Me ha hablado de dinero, de seguridad y de derechos. A mí las lágrimas se me han ido secando, pero cada vez estaba más triste. Él, como no he vuelto a hablar, se ha creído que me estaba convenciendo de algo, pero yo ni le oía. Hablaba cada vez en un tono más seguro y satisfecho, más hueco, y hacía frases, seguramente escuchándose, como quien gana un pleito.

– Adiós, papá, tengo sueño-le he dicho en una pausa que ha habido.

Le he remetido el pijama, le he dado un beso en la frente.

– Perdona que te haya molestado.

É1 me ha abrazado fuerte.

– Estás nerviosa, hijita, de tanto estudiar, yo lo comprendo. Otro día seguiremos hablando, si quieres. Y pídeme lo que necesites. Aquí está papá para todo. Pero también tía Concha es buena. Has sido injusta con ella. Hay que quererla también a la tía.

De lo de mi carrera no le he dicho nada.

Me he dormido muy tarde, haciendo diario.

DIECISIETE

Desde que había venido la madre de Ángel, Gertru a él casi no le veía. Siempre estaba de compras y al cine y comiendo con la suegra. Era una señora opulenta, con el pelo teñido de rojizo y muchas joyas. Algunas veces iban los tres, y entre los tres habían decidido que la boda se hiciera pronto, porque si no la madre de Ángel, que se iba a Argentina, por medio año a estar con unos parientes, no podría asistir.

– Y dejarlo para más allá, no quiere él-explicaban los padres de Gertru a sus amistades-. Dice que para qué van a esperar. Realmente un chico como Ángel, con la posición asegurada, y que ya no es un niño.

– Pero Gertru podía esperar, tan jovencita…

– Sí, ya ve usted, pues él no quiere ni oír hablar de eso.

Gertru tenia varios hermanos solteros y una casada, Josefina, que había estado bastante sin venir a verles porque se casó a disgusto de la familia, y todavía no venía mucho. Un día de aquéllos, Gertru la fue a ver. Vivía cerca del río en una casita modesta. Estaba haciendo un jersey para el niño, y llevaba el pelo liso, recogido de cualquier manera, y las uñas sin arreglar. Acababa de volver de un pueblo de la sierra donde vivían los padres de su marido; tenía mucho desorden en la casa, y el niño estaba con la tosferina. Todas estas cosas se las contó a Gertru con un tono de voz opaco y uniforme, sin dejar de mirar la manga del jersey, que crecía imperceptiblemente en las agujas. Gertru se había sentado enfrente de ella y la miraba. También le dijo que no se encontraba bien porque esperaba el segundo niño para abril.

– De este embarazo no le digas nada a mamá todavía, ¿sabes?, para qué se va a andar preocupando.

La noticia de que Gertru se casaba la recibió sin mostrar alegría ni extrañeza. Solamente levantó la cara y dijo:

– Mujer, tiempo tenias. Claro que ya pareces mayor, has cambiado mucho.

Gertru llevaba tacones y tenía las piernas cruzadas. Josefina le miró las caderas, el vientre liso bajo el suéter ceñido. Cuando ella era soltera, las señoras de Fuenterrabía le decían a mamá, los veranos: (Tu chica, qué estilo. No es que sea guapa, pero tiene un estilo). Nadaba, dormía siesta, comía de todo. No costaba trabajo, entonces, estar en forma. Ella este verano había seguido el consejo de otras amigas casadas y se había cuidado un poco más, había ido alguna vez a la peluquería, se había quitado los pelos de las piernas, pero eran cosas que llevaban tiempo y se hacían a desgana, sin ilusión, el niño mamando todavía cada tres horas. Suspiró.

– Pues me alegro de que te cases, Gertru, mujer. ¿Y cuándo dices que es la pedida?

– El lunes, en casa, para celebrar también mi cumpleaños. No dejes de venir. Y que venga también Oscar. Lidia quiere que haya mucha gente, hasta cien, lo paga todo ella. Va a servir la merienda el Castilla con camareros de allí y todo.

– ¿Lydia se llama tu suegra?

– Sí.

– Qué nombre tan bonito. Creo que es muy joven.

– Mucho. Se casó a la edad que tengo yo ahora, y tuvo sólo este hijo. Además se cuida mucho.

– Debe tener dinero, ¿verdad?

– Huy, mucho. Dinerales. Yo no sé la de regalos que me ha hecho ya, me quiere muchísimo, dice que como si fuera su hija. Todo el día estoy con ella. Después de la pedida me lleva con ella a Madrid para recoger lo grueso del equipo. Todo en Zaid.

– Qué suerte. Pues se lo diré a Oscar. Me tendría que hacer un vestido pero no me va a dar tiempo.

– Yo te puedo dejar uno.

– No, mujer, tú estás mucho más delgada, ya me arreglaré.

Se quedó pensativa, mientras contaba los puntos que le faltaban para empezar a menguar. Se había equivocado. Lo deshizo y siguió más despacio. A cada vuelta y antes de empezar la siguiente, levantaba los ojos con un gesto de descanso y miraba a la ventana. Gertru se despidió. Después de irse ella, se des-pertó el niño, llorando. Josefina dejó la labor, pero no era capaz de levantarse para ir a ver qué le pasaba.

Llevaría el traje marrón, pero arreglándolo un poco le haría un escote redondo, no iba a ir hecha una birria a una merienda de tanta gente. A ver si quería venir Oscar, a lo mejor no quería, estos últimos tiempos estaba tan agrio. Decía siempre: (Me aburres), y daba portazos. Ya nunca traía amigos a tomar café como a lo primero.

Gertru lo comentó con su suegra:

– Me he retrasado por estar un poco más en casa de mi hermana. Me he puesto triste de verla. Me parece que no es muy feliz.

– Nadie es feliz del todo en este mundo, hija. Cada uno lleva su cruz.

Lydia se esponjaba enormemente cuando podía colocar una frase así, nacida de años de experiencia.

– La he visto desmejorada -dijo Gertru-. Debe haber sufrido mucho con lo que le hicieron en casa. A lo mejor ahora tiene envidia de mí. Ha estado rara conmigo.

Se sintió la mano de Lydia sobre el hombro.

– No pienses eso, mujer.

– Si va a la pedida, procure estar simpática con ella, hablarla bastante, ¿quiere? Yo se la presento.

Gertru lazó los ojos casi con lágrimas a la cara adobada de masajes y esperó la respuesta. Vio un guiño de ternura en los ojos de muñeca pompadur.

– Claro que sí, hija. Le haremos un regalo, si quieres; un buen regalo. Eres tan buena. Pero no me sigas llamando de usted.

Estaban en el hall del Gran Hotel, en la rinconada del bar, esperando a Ángel, que había subido al estudio de Yoni con los amigos. Se habían sentado en los taburetes de plástico rojo. A Gertru le hacía ilusión estar en aquellos taburetes empinados, sorbiendo un jugo de tomate. Lydia era muy moderna y tenía muy buen gusto para vestirse. También a ella la guiaba y le decía siempre lo que tenía que poner a cada hora. Por ejemplo, ya nunca había vuelto a llevar colores mal combinados, ni rebecas debajo del abrigo.

– Por Dios, las rebecas-había dicho Lydia-, qué amor le tenéis las chicas de provincia a las rebecas. Estropeáis los conjuntos más bonitos por plantarles una rebeca encima. Encima de la blusa de seda natural, nada, mujer. ¿Tanto frío tienes?

Y duchas frías, gimnasia, una crema ligera al acostarse. Gertru seguía todos sus consejos de belleza porque la oía decir que las mujeres, desde muy jóvenes, tienen que prepararse para no envejecer. A Lydia le gustaba sentir a Gertru pendiente de sus palabras, como de los mandamientos de la Ley de Dios, y algunas veces que se sentía generosa ponderaba sin docilidad, como hace un maestro para estimular al discípulo.

– Ya eres otra distinta que cuando yo vine. ¿No te lo dicen las amigas?

– No.

– Pues a Ángel se lo han dicho todos.

– ¿Qué le han dicho? ¿Quiénes? No me cuenta nada.

– No querrá que te pongas tonta, y por eso no te lo dice. Le dicen que estás guapísima ahora, me lo han contado a mí.

– ¿SUS amigos?

– Sí, Yoni y su hermana, sobre todo. Todo ese grupo.

Gertru miró el reloj. Era tarde y Ángel no bajaba. Le preguntó a Lydia que si le gustaba a ella Teresa, la hermana de Yoni y sus amigas. Lydia era muy moderna pero católica cien por cien. Lo que más admiraba en Gertru era su inocencia.

– No son chicas para ti, desde luego-decidió.

– Pues Ángel les tiene mucha simpatía, le gusta que yo vaya con ellas. A mí tampoco me gustan.

– Es que Ángel tiene una cabeza de chorlito. Pero ya ves que sabe distinguir. Para casarse, bien te ha escogido a ti. A ver si ahora, cuando os casáis, le hacemos sentar la cabeza.

Hablaba muchas veces en plural, como si fueran las dos las que iban a casarse.

Ángel vino un poco bebido, las abrazó por el cogote, abarcándolas a las dos en el mismo brazo; dijo que era feliz con su madre y con su novia y pidió un san Patricio. Se puso a canturrear una copla flamenca que decía algo de la madre y de la novia y de la Virgen de San Gil. Gertru se puso triste, no se atrevía a decirle que no bebiera más. Se volvió a acordar de su hermana. Siempre que se ponía triste por una cosa, se le empezaban a venir a la cabeza todas las demás que podían aumentarle la tristeza. Ángel estaba besuqueando a su madre y, mientras tanto, iba bajando la mano izquierda con la que la tenía a ella cogida por la cintura, hasta acariciarle las caderas. Lydia se reía de los abrazos, le llamaba ganso.

Luego, ya bastante tarde, ángel acompañó a Gertru a su casa, y Lydia se quedó. En el portal de casa la estuvo besando y besando y metiéndole achuchones a lo bruto pero no hablaron nada, aunque ella se desprendía a cada momento.

– Ángel, vamos a hablar. No hablo nunca contigo.

– Pero de qué vamos a hablar, tonta.

– Quita, anda, has bebido.

– Claro, por alegría, por celebrar todo lo contento que estoy de casarme pronto contigo. Si no bebo estos días, para cuándo lo voy a dejar.

– Quita, que quites.

Llegó el día de la pedida y casi no había hablado ni media hora con él. Todos los diseños de muebles y las compras que había que hacer habían sido decretados por Lydia. Iban a tener dos aparta-mentos, uno aquí y otro en Madrid. Luego Lydia les arreglaría a su gusto una casita en la finca de An-

dalucía. Gertru estaba aturdida aquellos días con el ajetreo de modistas, clases de gimnasia, comidas fuera con la suegra, electricistas y carpinteros en su nuevo piso, invitaciones para el cóctel de petición. Ponía así, COCTEL DE PETICION, en unos tarjetones color garbanzo alargados, con las iniciales de los apellidos enlazados. Ella puso las señas en los sobres de acuerdo con lo que fueron diciendo sus padres y Ángel, de un modo maquinal. Solamente de uno de ellos, antes de cerrarlo, sacó la tarjeta y escribió en una esquina. (Tali, no quiero que faltes tú. No faltes, por favor. G.:).

Natalia y sus hermanas recibieron la invitación al día siguiente. Natalia dijo que no quería ir.

– Le ponéis un pretexto vosotras, le decís que me he puesto mala.

– Pero Tali, por Dios, ¿cómo se lo va a creer? Ya ves lo que te insiste, no le puedes hacer ese feo.

– Me aburriré, no sabré dónde ponerme; no conozco a nadie.

– La conoces a ella, tan amigas como habéis sido.

– Pues por eso, porque ya no lo somos. Seguro que no me hará ni caso. Me insiste por cumplido.

– Que no, mujer, si nos está preguntando por ti todo el día.

Por fin la convencieron. Tali se puso un vestido de lunares que se había hecho para las fiestas y lo tenía sin estrenar.

– Mejor ocasión-decía la tía Concha mirándola antes de que salieran-. ¿Ves, mujer, ves cómo cuando te arreglas un poco pareces otra? Anda, dame un beso, que os divertáis. Era la primera vez que las tres hermanas iban juntas a una fiesta.

En la calle, antes de llegar, se encontraron a Isabel, Goyita y otras chicas que también estaban invitadas, y siguieron camino con ellas. Miraron a Tali; unas la conocían y otras no. Dijeron que era muy mona. Alborotaban al andar como si con las risas se amparasen del azaro de ser tantas y de ir todas vestidas de fiesta debajo de los abrigos. Les sonaban los tacones y les salía vaho de la boca al hablar.

– Chicas, vaya frío. Vamos de prisita.

– Cógete. Espera que cambie el bolso.

Ya antes de que las abrieran la puerta de la casa, se oía el jaleo de dentro. Les abrió un camarero de guante blanco y les quitó los abrigos. Lo habían puesto un poco distinto lo de la entrada. De todas las habitaciones salía mucha luz. Tali miró de reojo, según avanzaban por el pasillo, a la puerta del cuarto donde ella y Gertru solían estudiar y donde alguna noche de mayo, cuando el lío de los exámenes, se habían quedado a dormir. Salió Josefina a saludarlas y las pasó al cuarto de estar del fondo. Olía mucho a nardos. A Gertru no se la veía por ningún sitio.

– Está en el comedor, con las personas mayores-explicó Josefina-. Luego vendrá cuando acaben la ceremonia de la petición. Tú, Tali, qué mona estás, más mayor. Hacía lo menos dos años que no te veía.

– Sí -dijo Tali-. Antes de que tú te casaras.

– Es verdad, pero entra, mujer.

Desde el umbral, medio oculta por los vestidos de las otras, Natalia se sintió encogida y con muchos deseos de marcharse. Habían puesto una mesa larga en medio, llena de emparedados, de cosas fritas y de bebidas y estaba bordeada de caras desconocidas que se miraban y gesticulaban ante sí. Toda gente de pie. Pensó que le gustaría estar en la parte de allá. Encajonada entre la pared y la mesa y siguió a Mercedes y a Josefina que iban hacia aquel sitio. Era difícil pasar. Un camarero, por el camino, les ofreció una bandeja con copas de distintas formas.

– Jerez, limonada, champán, ginebra…-decía, inclinándose.

Tali cogió una copa cualquiera y en cuanto llegó a la pared y pudo apoyarse, se la bebió de un sorbo. Allí al lado Mercedes se puso a hablar con Josefina y con otras chicas casadas que estaban en un grupo. Eran chicas de la edad de Mercedes, que habían salido con ella cuando solteras y que ahora ya tenían su casa y sus hijos. Algunas la habían visto con Federico Hortal y le preguntaron que si eran novios.

– ¿Novios? -dijo Mercedes plegando la boca-. Eso quisiera, le he dado una lección. Él se creía que yo soy como todas, eso es lo que ha pasado. Nunca se había encontrado con una como yo, que le dijera las cosas claras.

– Pues no sé quién me dijo a mí que a ti te gustaba.

– ¿Gustarme? Pero si le he hecho unos feos!Fíjate, el otro día estábamos Isabel y yo en Bur-gueño, y entró él, claro, en cuanto me vio por el escaparate, muy sonriente, como si nada, y me quería invitar a un cóctel, empeñado. Pues le dije, Isabel estaba y os lo puede decir, digo: (Me estás molestando, no me vuelvas a molestar más:). Se quedó frío. Ahora está que no sabe lo que le pasa, no entiende que no quiera nada con él. A los chicos hay que tratarlos así, a zapatazos.

– Hija, pues lo que es así, no te vas a casar nunca.

– Ni falta que me hace.

Tali bebió la segunda copa, de una cosa distinta, más dulce. Otras chicas habían empezado a hablar de sus maridos. En algunas cosas de las que decían, de más confidencia, bajaban un poquito la voz porque los maridos estaban más allá, en otra esquina de la mesa. El marido de una bastante gorda, un tal Tomás, era una especie de santo modelo de atenciones, él mismo le curaba todas las mañanas las grietas de los pechos con una pomada marrón asquerosa. Ahora, por el tercer niño le había regalado un picup. Una cosa estupenda, de esos que ponen diez discos de cada vez.

– No puedo decir que me gusta una cosa, ni abrir la boca, ya es por lo demás. De bolsos… bueno, ya pierdo la cuenta de los bolsos que me ha regalado en dos años. Los he tenido que ordenar por la piel para encontrarlos en el armario, los de boxcalf, los de cerdo, porque si no es un lío…

Otra rubia, muy charlatana, acababa de venir de Madrid de pasar ocho días. Había ido con otros matrimonios a un cabaret que se llamaba Molino Rojo, en plan pandilla, como solteros, hasta las cuatro de la madrugada. Hablaba de la libertad que había, de que estaba lleno de prostitutas, y que una o dos al final se habían venido a la mesa con ellos, como la cosa más corriente.

– A mí, yendo con ellos, comprenderás que me daba igual, hasta me divertía, pero si me pasa aquí en el Casino, me muero. Y no tenían mala pinta. Si no lo dice Pepe luego que eran fulanas, yo ni lo noto.

– Pues lo que es Tomás, a mí a un sitio así nunca me habría llevado.

– Hija, por una vez; si hubieras visto el ambiente, te habría parecido natural. Yo lo pasé bárbaro, desde luego. ¿Sabéis quién estaba?

– ¿Quién?

– Jorge Mistral, el de (La Gata). Es de fenómeno.

– ¿Alto?

– Regular, parece más en el cine.

Sin cesar se alargaban los brazos blancos de uñas cuidadísimas, y colgantes de pulseras planeaban sobre los platitos rozando gambas rebozadas y galletas de queso. A Tali le dolía la cabeza. Se pusieron a hablar de una tal Estrellita, que no estaba allí. Unas la defendían, otras se metían con ella.

– Decís que es salada. Yo ni salada la encuentro. Todo el día bebiendo, con el marido, todo el día los dos medio trompas. Vamos, que no me digan.

– Pues fíjate, una mujer así era lo que le hacia falta a Ramón. Le rinde. Ahora por lo visto es siempre él el que quiere ir a acostarse temprano. A mí me lo ha contado Oscar; que ya no bebe ni la mitad. Le ha entendido. A los hombres así, sólo una mujer más juerguista que ellos.

– Sí, hija, pero tendré que tener dos criadas para que le hagan todo porque lo que es ella no para en casa.

– Tiene una casa que es una cucada. ¿No has ido?

– ¿Dos criadas tiene?

Empezaron con el tema de las criadas y poco a poco se fueron acercando las de todos los grupos, como si trajeran leña a una hoguera común, como si todo lo anterior hubiera sido preámbulo. Cada cual decía, lo primero, el nombre de su propia criada, metiéndolo en una frase banal todavía, pero ya se rego-deaban de antemano, igual que si empezaran a repartir las cartas para jugar a un juego excitante en el que siempre se va a ganar. La voz se les volvía altiva y sentenciosa. Las criadas se lavaban con sus jabones, se ponían sus combinaciones de seda natural. Las criadas…

Natalia cerró los ojos. Las veía rodeadas de trocitos de serpentina amarilla, desenfocadas. Se estaba mareando con la bebida. Josefina le preguntó que si quería que fuera a llamar a Gertru para decirle que estaba allí ella.

– No, déjalo. Ya vendrá, si puede.

Josefina estaba pálida y tenía los ojos con cerco. Más allá, entre los hombres, buscó Tali al marido y también lo reconoció. Estaba serio, hablando, y a la mujer no la miraba. Era Oscar, el novio. El novio con mayúsculas. El novio de la hermana mayor de Gertru. El primer novio que ella había conocido. Siempre entraba Josefina en el cuarto, cuando ellas estaban estudiando, y les daba alguna orden secreta. Se escapaba en ratos sueltos para verle, venía hablando muy bajo y se miraba en el espejito siempre aprisa. (Oye, Gertru, guapa, si pregunta mamá, le dices…) Ellas dejaban un momento los libros y la veían salir levantando el visillo; se quedaban respirando juntas contra el cristal hasta que desaparecía. Miraban la calleja por donde se iba a juntar con el novio prohibido. Esto era hace tres cursos, el primero de vivir Natalia en la ciudad, cuando ella y Gertru empezaron a escribir el diario.

De pronto vino Gertru y aplaudieron. Iba por todas las habitaciones con Ángel para hacerse felicitar. La gente fue a la puerta a besarla y a verle la pulsera. Acababan de pedirla.

– A ver. Oye, es fantástica.

– Déjame ver, déjame ver. De ensueño.

Ángel se puso a saludar a los hombres, y al cabo de un poco, cuando se quitó la gente de la puerta, Gertru vio a Natalia en el rincón de allá. Le hizo una seña y llegó.

– Te estaba buscando, Tali, creí que no habías venido. ¿Con quién estás?

La besó. Llevaba un traje color manteca con frunces en las caderas y el pelo trenzado en la nuca. Tali nunca la había visto tan guapa.

– Aquí estoy, yo sola. Bueno, he venido con mis hermanas.

– ¿Quieres venir a que te enseñe los regalos?

– Bueno.

Fueron a su cuarto. Estaban los regalos encima de la cama turca y de la mesa y de unos bancos que habían puesto. Dijo Gertru que todavía no tenía ni la mitad. Eran estuches de cosas de plata, man-teles, cajitas de piel, zapatos, vestidos, cinturones.

– Fíjate, este bolso es de Italia. Mira cómo está rematado por dentro.

Tali no decía nada, le iba pasando los ojos por encima a todas las cosas y algunas las tocaba un instante.

– La pulsera es preciosa, ¿verdad?

– Sí. Ya te la he visto antes. Has puesto luz de neón aquí.

– Sí, ya hace mucho. ¿Qué miras?

– Que has quitado la repisa con los libros. ¿Dónde tienes los libros?

– En el cuarto trasero; tengo que hacer una selección de los libros antes de casarme. Si te sirve alguno.

– No. Sólo si tuvieras los apuntes de Religión del año pasado, para Alicia, que repite. Yo los míos los he perdido.

– ¿Qué Alicia?

– Alicia Sampelayo, ¿no te acuerdas de ella?

– Ah, sí, un poco, una rubia. Ya te los buscaré. Mira esta radio, Tali, ¿has visto una cosa más chiquita? Funciona con pilas, ¿verdad que es un sol? Verás, vamos a buscar algo de música, verás qué bien se oye.

Se sentaron en el sofá amarillo, corriendo un poco las cosas que había encima. Allí, juntas, oyeron la música de una emisora francesa-tan lejos, sabe Dios de dónde venía. Natalia se tapó la cara contra el hombro de Gertru y se echó a llorar desconsoladamente.

DIECIOCHO

Las clases de alemán, a pesar de ser mi única ocupación concreta durante el tiempo de mi estancia, las recuerdo como una música de fondo, como algo separado de la ciudad misma. Hacía todos los días el camino de ida y vuelta del Instituto, cruzaba el patio, avanzaba hacia la fachada gris de ventanas altas y asimétricas, subía las escaleras, pero nada de aquello me era familiar; coincidía siempre con la primera imagen que tuve de ello la tarde de mi llegada, cuando hablé con la mujer que fregaba los escalones.

Me aburrí de los paseos con las niñas y empecé a pasar lista y a poner faltas de asistencia, porque don Salvador me dijo que no estaban preparadas para tener disciplina de otra manera, que me rogaba que lo hiciera así. Por lo visto mis métodos extrañaban demasiado a todos. También me señaló un libro de texto que debía seguir en adelante.

Creo que más o menos por entonces fue cuando Emilio empezó a venir a esperarme a la salida de las clases y a hacerme confidencias de su noviazgo con Elvira. Vino dos o tres tardes, pero la primera no la diferencio de las otras. Empezó a hablar de repente, porque dijo que no podía más, que necesitaba apoyarse en alguien. Elvira le desconcertaba con sus arbitrariedades, no la podía comprender, y él se sentía inferior se atormentaba pensando si sería o no el hombre que ella necesitaba. Yo le dije que eso no se llegaba a saber nunca, y que si se querían no tenía sentido plantearse esos problemas. No sabía bien qué decirle; unas veces se creía seguro de que Elvira le amaba, y a lo mejor casi en seguida lo ponía en duda desesperadamente. Fuimos a pasear por calles cercanas al Instituto, por donde él me iba guiando con su brazo aferrado a la manga de mi abrigo, y repetía idénticas cosas.

– En el fondo soy débil, soy débil-decía-. No sé bien cómo soy. Si supiera lo que ella espera de mí, me volvería absolutamente de esa manera aunque tuviera que vivir siempre una vida fingida, diciendo palabras postizas. Me adaptaría a lo que fuera, te lo juro.

– Pero no pienses eso. Tú por qué tienes que cambiar de como eres. Elvira, si te conoce desde hace tanto tiempo, te tiene que querer como seas. Te lo tomas demasiado en serio. Ella es que tiene fantasías, que le gusta inventar complicaciones. No la admires tanto, sé duro con ella. Tú eres más verdadero que ella.

– ¿Te parece?

– Por lo que dices…

Hasta que empecé a volver a casa de Elvira, toda mi breve historia con ella casi la había olvidado, era para mí un episodio concluido, imaginario. Se me hacía muy extraño pensar en todo el tiempo anterior a mi amistad con Emilio.

A casa de Elvira volví porque él me lo pidió. Le había tomado un gran afecto y me había dado cuenta de lo fácil que era animarle, subirle la moral. No sé cómo, tan rápidamente, se había convertido en mi mejor amigo. No le juzgaba, no me importaba que fuera mediocre o inteligente. Sólo veía su since-ridad y su vacilación, lo ansioso que estaba de compañía. Y contrastando con su afectación de algunas veces, me conmovía su humildad, como nunca la he visto mayor.

Me acuerdo de un domingo de sol que me estuvo leyendo versos suyos en el Parque municipal. Eran muy malos. Hablaban de sangre rusiente, latidos, floración y cosas así muy vagas. Mis críticas, completamente intuitivas, porque de poesía nunca he sabido casi nada, no sólo las escuchó ávidamente, sino que allí mismo en el banco del parque, apoyando los folios en las rodillas, se quería poner a corregir algunas cosas con arreglo a lo que yo le había dicho. Casi me hacía avergonzarme.

Otro día, en su casa, me estuvo enseñando algo de una novela que tenía empezada para un con-curso literario y artículos recortados de periódicos. Los artículos eran bastante graciosos. En su cuarto tenía un dibujo de Elvira al pastel, el escorzo de un mendigo, con influencia picassiana.

Por entonces, un poco antes de las vacaciones de Navidad, le veía casi todos los días, o por lo menos me telefoneaba a la pensión. Por lo visto las cosas con Elvira le empezaban a ir cada vez mejor, gracias, según decía él, a la seguridad en si mismo que yo le había inyectado con mi amistad y mis con-

sejos. Realmente no eran consejos, sino opiniones y puntos de vista que él me arrancaba.

– Ahora siempre estoy tranquilo y tengo esperanzas. Sé que vivo, que tengo algo dentro que es mío, algo que me impulsa. A veces hasta me parece que yo solo sería capaz de dirigir el mundo con mi amor por Elvira. Y eso me basta.

Decía frases así, que se veía que había estado pensando antes; me figuraba yo lo que se habría complacido imaginándose de pie en el centro del mundo con una batuta en la mano, sublimando sus gestos de amor.

Volví por fin a casa de Elvira. Este primer día conocí a la madre, y a ella apenas la vi unos instantes porque en seguida se fue de la habitación, pero fue lo suficiente para comprender que algo estaba aún pendiente entre nosotros y que yo la volvería a desear, como la tarde del río y la vez que la besé en su cuarto. Tal vez no hubiera vuelto por la casa, si al día siguiente Emilio no me hubiera venido a buscar a la puerta del Instituto loco de entusiasmo.

– Tú me das la suerte, ¿no te lo digo siempre?, me la das, es así, no tiene dudas. Ahora ya está bien claro.

Apenas me había dado tiempo a separarme de unas alumnas que salían conmigo, y al principio no entendía nada, ni él me daba lugar a preguntarle. Luego, ya más calmado, me explicó que Elvira le había dicho que quería casarse con él en seguida, y que ya les había hablado a su madre y a Teo.

– Ella es así, no sé cómo no la conozco todavía. No se sabe por qué decide las cosas. Sabía yo que si alguna vez me empezaba a querer de verdad, estallaría así, de repente. Cambiaría todo de la noche a la mañana. ¿Sabes tú lo que es esto, Pablo? Ya se lo puedo decir a todos. Nos casamos en primavera o antes, no espero a sacar las oposiciones, ni nada. ¿Tú te das cuenta de lo que es?

Todavía no me daba mucha cuenta. Y tampoco me la di en mis siguientes visitas a la casa. Emilio, que con el primer entusiasmo se disculpaba aquellos días del estudio, me llevaba allí con él continua-mente, me hacía quedarme a comer y cenar, cuando él se quedaba. Yo no sabía qué pretexto poner para rehusar, porque en el fondo me gustaba quedarme. Todos me insistían con mucho afecto; también Elvira, aunque algunas veces se enfadaba por algo que decía yo, y se iba del cuarto. Pero me pareció que estaba contenta, muy cariñosa con Emilio. Le besaba siempre delante de mí. A veces tenía una euforia agresiva y daba bromas a todos. Esas veces se metía también conmigo y me trataba con excesiva familiaridad. Parecíamos una familia. Yo no me explicaba cómo había llegado a pasar aquello de estar allí, sentado en el sofá de aquel comedor de la calle del Correo charlando, o mirando algún libro, con la confianza con que podría haber estado en mi casa. Me parecía que volvía a tener una casa, después de mucho tiempo.

– Para la primavera-decía Emilio, que siempre estaba haciendo planes-tenemos que llevar a Pablo a un tentadero de toros en la finca. Ya verás tú qué cosa tan interesante y tan bonita.

Los padres de Emilio tienen una finca, y ellos, cuando se casaran, pensaban ir a vivir allí.

– A Elvira le gusta-me explicó Emilio-. Podrá por fin poner un buen estudio y trabajar. Yo, al principio, me ocuparé del campo, claro, pero seguiré estudiando. Ella pintará mucho allí; a mí me interesa también el trabajo de ella tanto como el mío. Creo que tiene una vocación y que puede hacer cosas. También viajaremos.

Me hablaba mucho aquellos días de la libertad de la mujer, de su proyección social. Tenía muchos proyectos también acerca de reformas en la finca de sus padres, y todos muy ambiciosos. Quería poner regadío en algunos sitios y además hacer una piscina cerca de la casa y un campo de tenis. Parecía que estas cosas quedaban hechas apenas las decía, tanto entusiasmo ponía imaginándolas. La oposición no la pensaba abandonar, desde luego, porque Elvira quería que la hiciese. Teo podía venir a pasar largas temporadas con ellos.

– Y tú también, Pablo, por supuesto. Como si te quieres venir todo el verano, en cuanto acabe el curso. Serás nuestro mejor amigo siempre.

Yo, cuando Emilio me incluía en alguno de estos proyectos para la primavera o el verano, miraba los cristales empañados por el frío de la calle. Me parecía que para el tiempo bueno yo ya estaría en la ciudad y no podría ir con ellos a ningún sitio. Todavía no había podido librarme de la sensación de pro-

visionalidad que me producía todo lo que iba viendo y haciendo en este viaje.

Llegaron los exámenes de diciembre y las vacaciones de Navidad. Estaba alborotado el Instituto porque las alumnas pedían las vacaciones desde el día primero y no era costumbre darlas hasta el ocho. Por lo visto todos los años había esta lucha sorda y no cedían ni los profesores ni las alumnas, que se dividían en dos bandos, el de las que acataban la ley y el de las rebeldes. Había entre ellas desorden y discordia, y se insultaban unas a otras con letreros en las paredes y en la pizarra. Yo, antes de que la situación fuese más tirante, hice el examen trimestral y me despedí. Me parecía que no dejaba nada en aquellas aulas.

Una tarde volví con mis libros al café de la calle Antigua, pero no tenía paz para estudiar y desistí. Me puse a andar por las calles. A casa de Elvira no quería ir. Llevaba varios días sin verles con el pretexto de un catarro que tuve, y quería que estos días de ausencia me sirvieran para desacostumbrarme de la inercia de caer siempre por allí al atardecer. Me di cuenta de que estaba andando por calles cercanas a la casa, y di la vuelta bruscamente. Me metí por los soportales de la Plaza Mayor, mirando escaparates. Salí a la calle del Casino. La ciudad se me hacía, de pronto, terriblemente aburrida; me ahogaba. En la puerta del Casino había un cartel que decía: (Exposición de esculturas de Juan Campo). Juan Campo era Yoni; hacía mucho que no sabía nada de este grupo de gente. Como no tenía nada que hacer, entré.

Para la exposición habían habilitado el salón de té. Yoni estaba hablando con Elvira junto a una de las esculturas, v no había nadie más. Me miraron los dos en cuanto aparecí en la puerta. Yoni se había dejado barba. Me acerqué a saludarles; él no sabía que Elvira me conociera a mí.

– ¿Éste? -dijo Elvira de buen humor, sin soltarme la mano que yo le había tendido-. Pero si es una peste!Está todo el día metido en casa con Emilio y Teo. Le han tomado un amor!Por cierto, hace días que no vas; has estado enfermo, ¿no?

– Si, un poco.

Me miraba a la cara, como respaldándose en la presencia de Yoni. En su casa no nos mirábamos casi nunca. Me separé de ellos y me puse a dar una vuelta por allí. Les oía hablar y reírse. Cuando lo terminé de ver, me fui a despedir, pero ellos también se iban, y salimos los tres juntos. Elvira le dijo a Yoni que le había gustado mucho la exposición en conjunto, que había mejorado bastante desde las últimas cosas que le enseñó a ella. Le hablaba muy familiarmente, como si quisiera hacer alarde de su amistad con él.

Yoni nos invitó a subir un rato con él al Gran Hotel y tomarnos una copa en su estudio, si no teníamos que hacer otra cosa.

– Gracias-dije yo-, pero no me encuentro bien y me quiero ir a casa a acostarme. Otro día.

Elvira me insistió. Que si iba yo, iba también ella, que era sólo un ratito, que no estaría tan malo. Me volvía a mirar como antes.

– Al catarro con el jarro -dijo Yoni-. Tengo coñac francés.

– Bueno-acepté sonriendo-, para celebrar lo de tu exposición. Un brindis y me voy.

– Claro, hombre. Como si te quieres acostar allí, en una de mis literas.

Cruzamos la Plaza. Le dijo Yoni a Elvira que si la veían acompañada de dos hombres que no eran Emilio, y en pleno luto, que la iban a criticar.

– Que digan misa-exclamó ella con voz alegre, moviendo el pelo hacia atrás-. ¿Tú quieres que les dé más que hablar todavía? ¿Que me coja de vuestro brazo?

– Hombre, claro que quiero -dijo Yoni-. ¿Tú, Pablo?

Traté de sacar el tono frívolo que ellos empleaban.

– A nadie le amarga un dulce-dije.

Pasábamos por los jardincillos del medio de la Plaza. Elvira nos cogió del brazo y los dos nos juntamos contra ella. Era casi tan alta como yo. Hacia frío. Yoni le cogió la mano de su lado y se la metió con la suya en el bolsillo del abrigo.

– Oye, eso ya es mucho-se rió ella-. Nos van a querer casar, como hace dos inviernos. ¿Sabes, Pablo, que hace dos inviernos nos quería casar la gente a éste y a mí?

Me oprimía el brazo para hablarme. Tenía los ojos brillantes de alegría.

– ¿Casaros? ¿Por qué?

– Ah, pues porque algunas tardes iba por su estudio a pintar allí. Fíjate qué delito. Que estábamos en plan, decían, ¿verdad, tú?

Yoni se rió.

– Bueno, un poco en plan si que estábamos.

– Calla, tonto, qué íbamos a estar.

En el estudio de Yoni yo no hablé nada. Me sentía incómodo, desplazado. Tomé dos copas y estuve poniendo unos discos, mientras ellos bromeaban y pajareaban por allí. Luego fueron langui-deciendo también, como si mi silencio les secara. Me despedí. Elvira dijo que ella también se iba.

– Pero, mujer, espérate un poco. Seguramente vendrá Emilo por aquí-la animó Yoni-. Y si no, le llamamos.

– Hombre, vaya unos planes que me preparas. A Emilio me lo tengo ya demasiado visto. No, de verdad, me voy. Si viene, le dices que me he ido a casa -dijo luego, corrigiendo el tono-. Adiós, Yoni, majo. Y enhorabuena.

De pronto, ya estábamos los dos solos en la calle. Empezamos a andar en una dirección cualquiera. No hablábamos.

– ¿Adónde vamos por aquí?-preguntó ella por fin.

– Yo a mi pensión.

– ¿No te vienes un rato a casa?

– No.

Seguimos. No torció por el camino que la debía llevar a su casa. Íbamos hacia mi barrio. Se me cogió del brazo, como un rato antes. Se apretó contra mí.

– No te molestará, verdad, que te acompañe un poco…

– ¿Por qué iba a molestarme?

– No sé, porque eres raro, nunca se sabe lo que te gusta y lo que no.

Pasamos la Plaza del Mercado, subimos la cuesta de la cárcel.

– Pablo -dijo de pronto.

– Qué.

– Nada, que qué callados vamos. ¿Tú vas a gusto sin hablar?

– Yo no, porque voy violenta sin saber lo que piensas. ¿Qué piensas? No estarás enfadado conmigo.

– No, mujer…

– Pues, ¿qué piensas?

– Pero de qué.

– De mi, de que te acompañe y eso.

– Nada, lo encuentro normal. Eres una chica libre, ¿no quedamos en eso cuando hablamos la última vez?

Se soltó con rabia.

– Te ríes de mí, siempre te ríes de todos. De Yoni, y de Emilio, y de mi hermano. Vienes a casa a mala idea, para estarnos mirando a todos y luego burlarte. Por eso no me gusta que vengas. Te crees un ser superior.

No contesté. Me aburría. Empecé a andar más de prisa,

– No vayas tan de prisa. Di algo.

– Qué voy a decir, que estás loca, que no dices más que tonterías.

Se echó a llorar.

– Es que me pones nerviosa, no sé lo que me pasa contigo. Perdóname.

– Pues no vengas conmigo, yo no te he pedido que vengas.

Me paré. Habíamos llegado a mi pensión. Se me volvió a coger del brazo.

– ¿Me dejas que suba a ver tu cuarto? Anda, así hacemos las paces.

– No tenemos que hacer ningunas paces. Están hechas. Adiós.

– Anda, déjame subir. Me fumo un pitillo contigo. Tengo ganas de subir.

– No. Elvira, mejor no.

Se le encendieron los ojos con coquetería.

– Parece que tienes miedo de mí.

La cogí por los hombros, la sacudí hasta que la hice daño.

– Eres una insensata, tú eres la que debía tener miedo. No sé a qué juego quieres jugar conmigo. Vete a casa.

Todavía se reía.

– ¿Te crees que no soy capaz de subir a tu cuarto?

La cogí por un brazo.

– Elvira, si subes esta noche a mi cuarto, no vuelves a salir hasta mañana de madrugada, ¿entiendes? Anda, sube. Ahora verás.

Los labios le temblaban. La empecé‚ a empujar hacia la escalera.

– Bruto, qué bruto eres, déjame. No quiero.

– Ah, ahora no quieres… Venga, sube!

Vino la mujer de la pensión con unos paquetes, y abrió con la llave.

Se quedó esperando a ver si parábamos o no. Nos miraba con ojos fijos.

– Deje abierto; ahora iremos-dije yo.

Elvira lloraba como una niña.

– Qué vergüenza, qué vergüenza -dijo cuando se metió la mujer-. Si lo supiera Emilio esto que me has hecho, tratarme como a una fulana, hacerme pasar esta vergüenza. Tú te crees que yo soy como la animadora; ya me lo dijeron las chicas, que vivías aquí con la animadora, cuando estuvo, pero yo no me lo quise creer. Se ve que es lo único que ves en las mujeres. Te has creido que soy como ella.

– No-dije-. No eres como ella. Ella estuvo en mi cuarto muchas veces y yo en el suyo, pero no era como tú. Era directa y sincera. Si hubiera querido acostarse conmigo, me lo habría dicho.

Elvira lloraba ahora a lágrima viva, con sollozos de total desamparo. Le di mi pañuelo.

– Anda, vete a casa, que es tarde. No te preocupes por lo de Emilio, porque a nadie le pienso decir nada. Pero vete.

Aquella noche no dormí nada y a la mañana siguiente muy temprano hice mi maleta, pagué la pensión y eché a andar hacia la estación por las calles desiertas, lechosas de una niebla muy fría que desvaia la luz todavía encendida de los faroles. El primer tren para Madrid salía a las ocho de la ma-

ñana. Pasé por delante de la casa de Emilio y levanté los ojos a su ventana cerrada. Todavía no sabia bien adónde iría, pero sabia que no iba a volver. En Madrid me quedaría algo de tiempo y desde allí escribiría a don Salvador y tal vez a Teo y a Emilio, inventaría alguna historia.

Después de sacar el billete entré en el bar de la estación y dejé mi maleta en el suelo. Tenía las manos entumecidas. Pedí un café solo. A mi lado me sonrió un rostro conocido.

– Don Pablo, qué alegría. He venido a despedir a mi hermana, que por fin, ¿sabe?, se va a Madrid. El novio le ha encontrado allí un trabajo, pero mi padre no sabe nada todavía, se cree que vuelve después de las Navidades. Se lo tendré que decir yo cuando sea.

Era Natalia, mi alumna de séptimo. La invité a café con leche.

– Julia ahora viene. Está comprando unas revistas. ¿Usted también va a Madrid?

– También.

– Fíjese, qué bien lo de mi hermana; está más contenta…

Vino la hermana y me la presentó. Estuvimos los tres desayunando. Empezaba a entrar en reacción, pero me dolía mucho la cabeza. Julia dijo que me conocía de vista del Casino. Luego no sabíamos de qué hablar.

– Usted ahora-le dije a Natalia-, a ver si arregla con su padre lo de la carrera. Que se entere su hermana en Madrid de los programas de esa carrera que quiere hacer y lo va usted sabiendo para el año que viene. No se desanime, mujer, por favor.

– No, no, si cada vez estoy más decidida.

Subimos juntos al tren, pero Natalia se bajó en seguida. Era casi la hora de la salida. Julia y yo nos asomamos para verla desde el pasillo, en dos ventanillas contiguas. Estaba de pie muy quieta en el andén y nos miraba alternativamente, sonriendo. Luego bajó los ojos. El andén estaba casi desierto. Empezaba a levantar un poco el día.

Sonó una campana y el tren arrancó.

– Adiós -dijo Natalia, cogiendo la mano que su hermana le tendía.

Yo también saqué la mano y se la di. Empezó a andar un poco con nosotros al paso del tren, siempre mirándonos y sonriendo. Me miraba a mí, sobre todo, los ojos llenos de luz en la pequeña cara, subido el cuello del abrigo.

– Que tenga suerte-le dije, agitando el brazo.

Ella echó casi a correr, porque el tren iba más de prisa.

– Pero usted vuelve, ¿no?

– Oye, a Mercedes le he dejado una carta encima de la cama -dijo la hermana, de pronto, con urgencia-. Creo que la verá, pero si no la ve, dásela tú.

– Bueno…

El tren ya iba a rebasar la pared de la estación. Natalia corría con cara asustada.

– Vuelve usted después de las vacaciones, ¿verdad…? A ver si no vuelve -dijo casi gritando.

No le contesté ni que sí ni que no. Seguí diciéndole adiós con la mano, hasta que la vi pararse en el límite del andén, sin dejar de mirarme. Se le caían las lágrimas.

– Adiós, adiós…

Habíamos salido afuera. Sonaban los hierros del tren sobre las vías cruzadas. Con la niebla, no se distinguía la Catedral.

Madrid, enero de 1955-septiembre de 1957.