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Aquella noche, a las diez en punto, Molina, bañado, afeitado, engominado y ataviado con su único traje, esperaba ansioso en el salón de la pensión fumando un cigarrillo tras otro. Estaba por encender el enésimo con la colilla del anterior, cuando desde el vestíbulo escuchó la voz inconfundible de Zaldívar. Venía acompañado por un hombre que vestía un traje gris cruzado de solapas generosas. Tenía un bigotito recto que parecía dibujado a pluma y sostenía entre los dientes la boquilla. Se pararon frente a él y, antes de las presentaciones, el compañero de cuarto le dijo al otro:
– Y, que le dije, ¿tiene pintusa o no tiene pintusa el pollo?
El tipo jugueteaba con la boquilla entre los labios mientras contemplaba a la joven promesa de arriba abajo.
– La verdad es que pinta no le falta, pero con eso solo… -sentenció e inmediatamente, sonriendo de oreja a oreja, le estiró la diestra y se presentó:
– Balbuena, representante artístico. Me han hablado maravillas.
Sentados en la sala, hablaban trivialidades. Molina se limitaba a asentir, negar y sonreír. El hombre de bigotes decididamente lo intimidaba. Entonces llegó el momento:
– Bueno, Juan -dijo en un exceso de confianza el representante-, a ver con qué nos va a deleitar.
Molina miró a uno y otro lado como señalando la presencia de los demás inquilinos, y preguntó:
– ¿Acá? ¿Ahora?
Balbuena se quitó la boquilla de la boca, puso un gesto de circunspección y contestó:
– Le teníamos preparado el escenario del Colón pero a último momento tuvieron que cancelar -dijo, mostrando el estrecho límite de su paciencia, y finalmente lo conminó:- ¿Va a cantar o no?
Juan Molina carraspeó y temiendo que su potencial protector se levantara y se fuera, señalando disimuladamente a la gallega que estaba acodada en la recepción, le dijo:
– Vá a tener que ser a capella, porque la guitarra la dejé en garantía.
Tal como temía, el tipo se levantó del sillón. Pero contrariamente a lo que esperaba, en lugar de caminar hasta la puerta, fue hasta el mostrador. Su compañero de cuarto lo miró como diciendo "tranquilo, no hay problema". Vio cómo conversaba con la gallega, sonriente y cordial, y al rato volvió con la guitarra. Al tiempo que se la entregaba, le dijo:
– Todo tiene arreglo.
Entonces Molina se dispone a cantar. Templa la bordona, arranca con un arpegio sencillo y desgrana la primera estrofa de "Mi noche triste":
Si un entendido se viera obligado a definir la voz de Juan Molina, sin duda diría que era un tenor. Pero esa no sería más que una descripción que no alcanzaría a transmitir nada.
En términos estrictamente técnicos, quizá agregaría que canta dos tonos más bajo que Gardel; pero tampoco serviría para que alguien supiera de la emoción que sabe despertar. En un afán menos analítico, diría tal vez que el color de su voz es semejante al del roble.
Si intentara tomar el camino de las metáforas, el entendido podría aventurar que su timbre vocal es semejante al de un leño ardiendo en el invierno o una garúa mansa sobre el asfalto caliente. Pero nada que pueda decirse le haría justicia. Molina es dueño de un decir criollo, despojado sin embargo de toda gauchesca, canta sin artificios y evita escrupulosamente los floreos vacuos o los falsetes forzados.
Los sonidos brotan de su garganta con la misma natural simpleza del viento sonando entre el follaje de un árbol. Pero si algún rasgo caracteriza su modo de cantar, es el masculino vigor con el que sentencia cada estrofa.
Cuando hace el último acorde y la guitarra pone fin con un vibrante sol-do, su cautivado y reducido público no emite sonido, no atina siquiera moverse. El representante se pone de pie, se lleva una mano al mentón, da un cuarto de giro sobre su eje y, por fin, con una voz lastimosa en comparación con la de Molina, canta su veredicto:
Su compañero de cuarto, Epifanio Zaldívar, anima a Molina para que cierre trato con el representante, cantándole al oído:
El hombre de bigotes posa un brazo sobre los hombros de Molina y con tono protector, como quien le hablara a un hijo, apretando la boquilla entre los dientes, le canta:
Zaldívar, revoloteando como una mosca en torno de Juan Molina, reafirma las palabras de Balbuena y lo insta a que imagine su futuro:
Acosado por izquierda y por derecha, Molina no tiene tiempo siquiera de dudar. Sin soltarle el hombro, Balbuena le hace ver las ventajas de tener a alguien como él para ocuparse de los negocios:
Y entonces Zaldívar arremete con sus venturosos vaticinios:
Por fin, Balbuena va directo al grano. Extrae un papel plegado del bolsillo interior del saco y, estirándoselo a Molina, canta:
Con la mano temblorosa, sin poder escapar del asedio, arrinconado y aturdido, sin siquiera leerlo, Juan Molina firma el contrato.
– Mañana a las tres de la tarde le arreglo una audición en Royal Pigalle. Nos vemos en la puerta a las tres menos cuarto -dice Balbuena a la vez que guarda en el bolsillo el papel que acaba de rubricar su flamante representado.
– A esa hora estoy en el astillero -musita Molina, cabizbajo.
– Presente la renuncia. Olvídese. Usted está para otra cosa -dice, y se retira, raudo, sin saludar. Antes de Poderse más allá de la puerta, agrega:
– Quiero que lo escuche Mario, yo me ocupo.
Molina se queda de una pieza. El tal Mario no puede ser otro que el legendario Mario Lombard, el dueño del mismísimo Royal Pigalle, bajo cuyo patrocinio brillaron las orquestas de El Kaiser, Francisco Canaro y sus hermanos, el octeto de Manuel Pizarro y la orquesta de Angel D'Agostino. Mario Lombard, el mismo que había fundado en París el Florida Dancing sobre la rue Clichy 25, en cuya sala debutara Carlos Gardel. Y ahora su flamante apoderado le promete una audición para el día siguiente.
Tal es el entusiasmo de Molina que se ha olvidado de la invitación a cenar.