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Una noche como todas Ivonne llegó al cabaret. Ahí, en la barra, estaban acodados los galanes de siempre. Iba a iniciar su ronda nocturna desde el Royal al Alvear y del Alvear al Royal hasta despachar al último cliente, cuando desde la nada apareció André Seguin, la tomó del brazo y sin que pudiera siquiera quitarse el abrigo, poco menos que la arrastró hasta la oficina. El gerente estaba exultante, aunque se lo notaba inquieto. Sacó un habano del cajón, cortó la punta con la guillotina, lo encendió y, oculto tras la nube de humo que se había estancado frente a su cara, le dijo:
– Quiero que conozcas a alguien.
Ivonne, aventando la humareda con la mano, como si corriera una cortina, se lo quedó mirando sin mover un músculo de la cara.
– Lo único que te voy a pedir es que te portes bien -le dijo como si le hablara a una niña y no a la competente profesional que era.
– Y una cosa más -dijo André poniendo un gesto ceremonioso mientras apretaba el habano entre los dientes-, discreción. Te voy a pedir absoluta discreción.
Ivonne asiente resignada. No es la primera vez ni habrá de ser la última que André le presente a un político o a un militar o, llegado el caso, a los dos juntos. Odia estos grandes acontecimientos que tanta felicidad le causan al gerente. Pero hay mucho dinero en juego y tiene que obedecer a las excentricidades de Sus Excelencias.
No bien Ivonne escucha ahora por segunda vez la consabida frase "quiero que conozcas a alguien" recuerda, como una repetida pesadilla, a cada uno de los encumbrados personajes que le tocó padecer. Resopla de fastidio y ese mismo resuello se convierte en una canción resignada que dice:
De modo que Ivonne ya sabe qué significa "quiero que conozcas a alguien" en boca de André Seguin. Lo mira como diciendo "hagamos esto lo más rápido posible" y se pone de pie para apurar el trámite. Sin dejar de sonreír, el gerente la conduce hasta una mesa del salón reservado, y cuando están frente al numeroso grupo de hombres que trasiegan champán como si fuese la última vez, Ivonne piensa lo peor. André le hace un gesto con la cabeza al que ocupa la cabecera y entonces el tipo se pone de pie.
Ivonne no lo había reconocido hasta que de pronto escucha su voz, la misma voz que, desde la bocina de la vitrola, le había salvado la vida durante sus días de cautiverio. Tiene el impulso de abrazarlo como se abraza a un padre. Pero no atina a hablar ni a moverse. Aquellos ojos azules y tristes se humedecen con una emoción tan vasta como el océano que la separa de su patria.
– Es el humo -musita Ivonne tímidamente.
Y mientras trata de evitar que el rimel se le corra, se aleja unos pasos y en la oscuridad, con la voz quebrada, empieza a cantar:
Y mientras Gardel, ocultándose bajo el ala del chambergo, la toma del brazo y la conduce hacia la puerta trasera, al ver sus ojos humedecidos le pregunta si le pasa algo. La mujer, dejándose llevar, repite como para sí:
– Es el humo…