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Cuando Santiago Guillem firmó el documento de conformidad de venta de su casa experimentó sensaciones contradictorias. Por una parte se sentía feliz, pues la operación solucionaba el resto de su vida (siendo un hombre austero, había hecho cálculos exactos al respecto). Pero, por otra, no pudo evitar unos instantes de melancolía al perder una propiedad familiar. En aquella notaría dejaba muchos recuerdos, la historia básica de su existencia. También dejaba un pueblo, el Palmar, en el que había vivido durante cincuenta y nueve años, para trasladarse al Saler, a una casa de unos cien metros cuadrados cerca de Carmina, su restaurante preferido. Nunca le había gustado la ciudad. Prefería tenerla cerca, pero sin sufrir ninguna de sus incomodidades. Además, él era hombre de tertulia casera, de confianza basada en hábitos cotidianos. La pedanía del Saler estaba más cerca de Valencia y a cinco o seis kilómetros del Palmar, una situación excelente que le impedía perder el contacto con su pueblo de siempre a la vez que se instalaba en un lugar en el que mantenía alguna que otra amistad.

Santiago Guillem y el comprador se dieron la mano. El notario le entregó el cheque. Amablemente rechazó tomarse un café con ambos excusándose en el trabajo. Tenía prisa por salir de la notaría. El proceso de venta había sido largo, no tanto por querer conseguir un buen precio como por lo mucho que dudó en vender la única propiedad que le quedaba de la herencia familiar. Por fin, con la ayuda y los consejos de un amigo asesor fiscal, decidió venderla. Una inversión correcta y la prejubilación, con las cuentas claras, le evitaban cualquier dificultad económica en el futuro.

Estaba quemado con su oficio. Casi treinta y dos años ejerciendo como cronista de deportes, casi los mismos asistiendo a los entrenamientos del Valencia C. F. Era el más veterano del gremio. Sin embargo, hacía una década que no presenciaba un partido en directo (excepto tres partidos de pretemporada, de los que publicaba las correspondientes crónicas, muy esperadas por sus colegas y por los aficionados; un modelo de narración técnica y literaria que le servía para diagnosticar el futuro del equipo ante la nueva temporada), aunque, gracias a su experiencia, a sus contactos, estaba al corriente de todo. Los futbolistas, fueran o no los cracks, lo respetaban mucho. Los empleados del club, los ex jugadores convertidos ahora en técnicos, a los que lo unía una larga relación, aunque no siempre le proporcionaban exclusivas, sí que le ofrecían ciertas curiosidades que no estaban al alcance de los demás periodistas, mucho más jóvenes que él.

En la gasolinera de Nuevo Centro recogió a Cèlia Pérez, una joven entusiasta que lo sustituiría al cabo de unos meses en las instalaciones donde se entrenaba el Valencia. Desde niña, Cèlia había soñado con ser periodista deportiva. No concretamente de fútbol, pero a su edad, acabada de licenciar, no podía dejar pasar la ocasión de conseguir un trabajo que, por poco que se esforzara, le daría un contrato laboral fijo. Santiago Guillem era un aval seguro; era la persona ideal para introducirla en un mundo en el que las mujeres estaban ganando terreno. Durante muchos años Santiago Guillem no vio a una sola mujer en los entrenamientos, excepto a aquéllas atraídas por su amor platónico por el crack de turno, que asistían a ellos más bien en estado de éxtasis.

Como ella, Santiago también había sido un periodista entusiasta, un seguidor acérrimo. Pero más de treinta años observando la trayectoria de un club como el Valencia C. F. (sólo dos ligas y una Copa del Rey como periodista, la última en pleno escepticismo) desanimaban al más pintado. Sin embargo, era la trastienda del mundo del fútbol, más que el propio deporte, lo que le había impregnado de desconfianza. Había visto de todo; lo suficiente para tomar la decisión de vender la casa de toda una vida. A lo mejor al jubilarse asistiría a los partidos. El fútbol se había convertido en un espectáculo que, aún a veces, escapaba a su comprensión. Cuando estuviera jubilado de algún modo tendría que ocupar el vacío de los sábados o de los domingos un soltero como él, que, excepto durante los breves períodos de algunas relaciones sentimentales que no cuajaron, siempre había vivido solo. Al periodista Guillem no le gustaban los días de fiesta. Ése era uno de los problemas que debería solucionar cuando, pasados unos meses, viviera sin tener que trabajar de forma permanente. Pero aún tenía tiempo por delante para ver qué haría con los días. Por lo menos para planificarse las ocho o diez horas que normalmente le mantenían entretenido entre los entrenamientos y la redacción.

La preparación física del Valencia empezaba a las nueve y media de la mañana. En invierno, un poco más tarde. La televisión, la radio y las agencias Efe y Europa Press llegaban con puntualidad. Los medios escritos lo hacían a la hora del «partidillo». La ciudad deportiva no tenía ningún edificio cerca que la protegiera del frío o del calor, de modo que las temperaturas, en invierno o en verano, se hacían notar bastante. Estaba situada en la carretera de Ademuz, en el término municipal de Paterna, y era el activo patrimonial más importante del club. Albergaba ocho campos de entrenamiento, una residencia para los jóvenes jugadores que venían de fuera, un bar y una sala de prensa. Para quitarse de encima la deuda, el consejo de administración tenía previsto venderla y comprar unos terrenos abandonados por el ejército. La compra y la venta aliviarían las finanzas del club. Pese a todo era sólo un proyecto.

El vigilante jurado levantó la barrera. Conocía el coche del periodista Guillem, y siempre, un poco antes de que llegara, la apartaba con un habitual saludo de confianza. Era el único vehículo, la única cara invariable en las instalaciones (también en el periódico era el más veterano, después de haberse acogido Jesús Miralles, de su misma edad, a la prejubilación por enfermedad). Cèlia y Santiago se dirigieron al bar. Después del par de cortados de costumbre se fueron caminando hasta la zona del campo de entrenamiento del primer equipo reservada a los periodistas, una fauna que se agrupaba según sus intereses y en la que destacaba el pequeño grupo llamado «las estrellitas», redactores del Marca y del As, a menudo bastante patéticos por la supremacía que creían tener sobre los colegas de medios autóctonos. Guillem saludó rutinariamente a todo el mundo y ambos tomaron asiento.

– Fíjate en Kily -le dijo a Cèlia.

– Me gusta mucho.

– Fíjate técnicamente -la riñó con cordialidad-. Este año se hundirá. Esperaba que lo traspasaran al Barça o al Inter y está cabreado. El día de la presentación del equipo observé que fue el único jugador que no aplaudió la intervención del presidente. Me parece que esta temporada tendremos caso Kily.

– O a lo mejor le interesa hacer una buena temporada y ganarse el traspaso.

– Es posible. Pero un jugador desmotivado siempre acaba por no rendir. Además, es un problema en el vestuario. Es de los que más cobran y eso, sumado a todo lo demás, hace que sus compañeros se mosqueen.

– ¿Por qué no lo han traspasado?

– La oferta económica no se ajustaba a las exigencias del club y la afición estaba en contra de que lo hicieran. Sólo habrían podido justificarlo con una cantidad que hubiera permitido buscarle un sustituto de su misma talla.

– ¿Tú habrías hecho el traspaso?

– Sí. Y el entrenador también.

– Claro, la deuda del Valencia es importante.

– No te preocupes, los políticos no dejarán que un club con la fuerza social del Valencia se declare en quiebra. Lo necesitan. ¿Recuerdas cuando Zaplana presidía la Generalitat? Un madridista genético que no perdía ninguna ocasión de acudir al palco para celebrar los goles del equipo con la oportuna cámara de Canal 9 enfocándolo. El fútbol siempre ha sido una arma política, pero la cosa ya se ha salido de madre.

Tampoco Santiago perdía ninguna ocasión de influir ideológicamente en Cèlia. Intentaba matizar su entusiasmo, aunque entendía su legítima ingenuidad. Abstraída de la conversación, la joven seguía con su mirada las evoluciones y los gestos de Cañizares, Aimar, Baraja, Kily González… Llevaba poco tiempo siendo periodista. Aún se encontraba en aquella etapa en la que la admiración por las estrellas del fútbol supera al afán profesional. Pero allí estaba Santiago Guillem para enmendar cualquier error de principiante. Estaba convencido de que Cèlia tenía que conocer no sólo lo que dejaban ver las apariencias sino también todo el trasfondo y los antecedentes históricos de un club que al menos gozaba de vicisitudes históricas.

Dejó a Cèlia viendo el entrenamiento y se fue a la residencia buscando a un ex jugador al que la vida no había tratado demasiado bien y que actualmente el club utilizaba para cualquier cosa. Se lo encontró pintando una de las paredes del hall.

– ¿Qué tal, Paco?

– Hola, Guillem. -Se limpió las manos en los pantalones antes de darle un cordial apretón-. Ya ves, haciendo un poquito de todo.

– Pero ¿estás bien?

– Muy bien, gracias.

Inconscientemente, Guillem estuvo a punto de invitarlo al bar, pero se acordó de que el alcohol había sido uno de los problemas del ex jugador, que ahora, por prescripción personal, evitaba entrar en cualquier bar ni siquiera para tomarse un café.

– Hacía tiempo que no te veía -le dijo Paco.

– Voy directamente al campo y apenas hago vida social en las instalaciones.

– Ya te lo sabes todo de memoria. -Paco se encendió un cigarrillo y acto seguido se secó la frente con un pañuelo-. ¿Qué te pueden enseñar o decir que ya no sepas?

– Pues mira, no sé casi nada de la residencia.

– ¿Qué quieres saber? Ya sabes que yo aquí…

– Confías en mí, ¿verdad?

Confiaba en él, Paco era un hombre agradecido. Años atrás había tenido lugar un incidente que habría podido perjudicar mucho al club y cuyo origen, públicamente, aún no se conocía gracias a la discreción de Guillem. El Valencia se jugaba el descenso a segunda división en el último partido de la temporada, contra un equipo cuyo nombre, para guardar el secreto -y no perjudicar a Paco-, no revelaremos. En el último cuarto de hora, el árbitro señaló un penalti a favor del Valencia. El público local, indignado, invadió el campo y el partido se suspendió. Entonces el Comité de Competición decidió que el resto del partido tendría lugar el domingo siguiente en un campo neutral. Una filtración del equipo contrario advirtió al entrenador del Valencia que uno de sus jugadores, comprado, había confesado que el responsable de tirar el penalti lo haría por la derecha. Entonces el entrenador hizo que el futbolista responsable ensayara durante toda la semana el tiro por la izquierda, ajustado al palo. El domingo, minutos antes de lanzar el penalti, le ordenó que lo hiciera por la derecha y el Valencia salvó la categoría. El entrenador (para guardar el secreto tampoco diremos cómo se llamaba), pasado un tiempo, cuando ya no ejercía, se lo contó a Santiago Guillem, con quien mantenía una gran amistad. Guillem descubrió las deudas de juego, los problemas con el alcohol y la vida disipada que llevaba Paco a causa de una relación sentimental frustrada. El encuentro posterior que tuvo con él se lo aclaró todo. Se arrepentía de lo que había hecho y, entre lágrimas, le rogó que no publicara nada. Guillem no llegó a insinuar ni siquiera un detalle. Apreciaba a Paco y entendió sus atenuantes circunstanciales. Aquello lo habría marcado para el resto de su vida y prefirió olvidarlo pese a que hubiera sido una gran exclusiva.

– Me he dado cuenta de que hay muchos jóvenes negros en la residencia -le comentó Guillem.

– ¿Nos vamos?

Como cualquier empleado del club, Paco prefería hablar con Guillem en un sitio discreto, si la conversación iba más allá de un saludo, para evitarse problemas con los directivos.

Eligieron el rincón más apartado, un pequeño camino de tierra por el que solían transitar los aficionados que iban a presenciar los entrenamientos.

– Supongo que ya debes de estar al corriente de la moda de comprar o mantener equipos en el extranjero, sobre todo africanos.

– Algo he oído. ¿El club ha comprado algún equipo?

– No sé si el club o los intermediarios o empresas particulares. Traen chavales que destacan. Si no se acostumbran a estar aquí los envían de vuelta a su tierra o los ceden a otros clubes.

– ¿Cuántos hay?

– Veintidós.

– ¿De dónde son?

– De África, fundamentalmente.

– ¿Hay alguno que destaque en especial?

– Tienen técnica, pero echan de menos su hogar. Son demasiado jóvenes para estar lejos de casa. Se pasan casi todo el tiempo en la residencia y se aburren. Todo eso acaba afectándolos.

– Si detectas a algún Romario me lo dices. Será interesante averiguar cómo se reparten las comisiones. Hay directivos que siempre están a punto para arramblar con algo.

Paco no dijo nada, y Guillem se dio cuenta de que quizá su comentario no había sido oportuno.

– ¿Participan los intermediarios?

– En los casos de algunos jugadores, pero pocos.

– ¿Les conoces?

– Vienen sus ayudantes para elaborar dossiers de sus representados y comprobar personalmente cómo evolucionan.

– ¿Prescindiendo de la opinión de los técnicos de la casa?

– Generalmente, sí.

– Seguro que usan contratos anuales con el club, por si sale otro que pague más. Siempre tienen la sartén por el mango.

– Desconozco los contratos.

– Yo también, pero conozco a los intermediarios.

Se oyó un grito seguido de una ovación. Los aficionados celebraban el gol, quizá magnífico, de un jugador. A los entrenadores les molestaba muchísimo la presencia masiva de público en las sesiones preparatorias, pero la coordinadora de peñas había impuesto al club el libre acceso a las instalaciones tanto para los socios como para quienes no lo fueran, exceptuando los entrenamientos que los técnicos consideraran que debían hacerse «a puerta cerrada». En una época en la que los contratos televisivos (aunque ahora a la baja) y el merchandising, entre otros ingresos atípicos, redondeaban los presupuestos de los clubes, los llamados aficionados eran un elemento económico prácticamente inútil pero aún imprescindible para el espectáculo.

– ¿Cómo te trata el club?

– Bien, demasiado bien, Guillem. Me dejan a mi aire.

Lo tenían en un rincón haciendo de hombre orquesta; esas limosnas que los clubes conceden caritativamente a ex jugadores que fueron ídolos o al menos, por su trabajo, reconocidos por la afición. Pero Paco, inculpándose eternamente, se sentía recompensado en exceso. El Valencia jamás se ha distinguido por sus detalles de cortesía con los grandes jugadores de la casa. El caso de Pep Claramunt -junto a Puchades, la figura más emblemática del club- era clamoroso. Jugador que fue de técnica exquisita y de gran rendimiento, nunca se dignaron pedirle ni que dirigiera una de las escuelas juveniles o infantiles pese a la experiencia que hubiera podido aportar.

Camino de la sala de prensa, Paco y Guillem hablaron de la nueva temporada. El ex jugador se quedó en la residencia. Procuraba no dejarse ver demasiado. Guillem fue a buscar a Cèlia, que con cándido ardor tomaba nota de las palabras del defensa argentino Fabián Ayala. Por la sala aún tenían que pasar Albelda, Aimar y el entrenador. Desde hacía más de tres décadas, con distintos protagonistas y distintas épocas, el periodista había sido testigo hasta la extenuación del ritual de tópicos en las declaraciones. Le dejó una nota a Cèlia para que volviera a la redacción con alguno de sus colegas. No le faltarían voluntarios. Siempre todos tan amables y con tantas ganas de echarle una mano.