38126.fb2 Especies Protegidas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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9

Celdoni Curull tomó el vuelo Dakar-Madrid/Madrid-Valencia para reunirse con Toni Hoyos. Quería comprobar personalmente cómo iba lo de Bouba. Su ayudante no le daba noticia alguna. Desde Madrid lo llamó por teléfono para que se vieran en el aeropuerto de Manises. Poco después tomaría el vuelo que le llevaría a Barcelona, escala necesaria para aterrizar en Roma, con el objetivo de colocar a un defensa senegalés en un equipo de la serie B italiana.

La confianza de Curull en las compañías aéreas era más bien temeraria. Embarcó las maletas directamente de Dakar a Roma. Apareció en la terminal valenciana sin ninguna carga, excepto una cartera de cuero y el defensa senegalés, un joven robusto que miraba a todas partes con curiosidad. Toni abrazó a Celdoni desplegando sus dotes de hombre muy sociable. Le dio la mano al negro y éste, dos pasos por detrás de ellos, los siguió hasta una de las mesas del bar. Pidieron tres cervezas.

– No me has dado noticias. ¿Cómo lo tenemos?

– Inmejorable.

El defensa senegalés pidió educadamente permiso para ir al lavabo.

– Vete, pero no te pierdas. -El negro asintió, obediente, y se fue-. En el aeropuerto de Madrid me he pasado media hora buscándolo. -El camarero les llevó el pedido. Curull bebió a placer-. Vamos, Toni, las novedades. Ni siquiera me has llamado por teléfono y ya creía que estaba todo parado.

– Al contrario, pero quería tener los cabos bien atados para no crearte falsas expectativas.

– ¿Qué dice tu cuñado?

El ayudante contó su versión con todo lujo de detalles. Después la resumió:

– Ya ves, encantados él y su partido.

– Coño, me alegro de que las negociaciones vayan así de bien.

– En parte. Las negociaciones políticas se acercan al punto ideal. Las deportivas son otro camino, que precisamente ahora estoy iniciando. Primero los aficionados. La presión exterior.

– ¿Qué has hecho?

– Ganarme al hombre clave de la coordinadora de peñas valencianistas. Tienen una fuerza social impresionante, y también, aunque menos, accionarial.

– ¿Quién es el hombre clave?

– El tesorero, un tal Rafael Puren. Según me han contado y he comprobado personalmente, es el enlace entre el consejo de administración y las peñas. Unas quinientas, Celdoni.

– Excelente labor.

– Aun así tengo la sensación de que el tipo es un poco extraño. No sabría cómo definírtelo exactamente.

– Pero ¿es de confianza?

– Total.

Curull le ordenó con un gesto que callara. Miró en todas las direcciones y exclamó:

– ¡Cagondena!

– ¿Qué pasa?

– El negro. Hace cinco minutos que se ha ido y aún no ha vuelto. ¿Quieres ir a ver si se ha quedado encerrado en el lavabo? Cuando topan con un mecanismo algo distinto ya se arman un lío.

Toni Hoyos se levantó para ir a buscarlo, pero apenas estuvo de pie lo vio en la barra hablando con una mujer con pinta de extranjera.

– Tranquilo, allí está.

Curull se dio la vuelta. Hizo un gesto de resignación con la cabeza. La mujer tenía el pelo casi rojizo y la piel blanquísima. Seguramente era irlandesa.

– Pierden el culo por las blancas.

– Deja que se distraiga -dijo Hoyos-. Como te decía, el tal Puren tiene algo que no me deja acabar de calarlo. No sé, por una parte me parece extraño, pero por otra yo diría que es bastante normal.

– Pues tendrías que controlar más el tema, si realmente se trata de un hombre clave.

– Lo es, eso ni lo dudes. Los aficionados tienen mucho peso en el Valencia. De hecho, han impedido el traspaso de Kily González. Ahora, volviendo al tesorero, a veces me parece un poco idiota. Demasiado simple para ser un personaje.

– El fútbol está lleno de tipos como ése. Sería más preocupante si fuera un listillo. ¿Has entablado amistad con él?

– Sólo hemos hablado una vez, pero me ha acogido como si nos conociéramos de toda la vida.

– ¿Le has ofrecido algo a cambio?

– Pues claro. Tenía que ganármelo.

– ¿De qué se trata?

– Sin asegurárselo le he dicho que, como él será uno de los que hagan a Bouba fichar por el Valencia, tiene posibilidades de incorporarse a la directiva.

– No des nada que no dependa de nosotros. Coño, Toni, estoy más que harto de decírtelo.

– Me he enterado de que es una de sus grandes ilusiones. Lo he hecho para ganármelo con más rapidez.

– A un individuo así, que me imagino será aficionado recalcitrante, ya basta con decirle que lo haremos íntimo amigo de Bouba. Son muy fetichistas.

– ¿Sabes? Tiene ambiciones.

– ¿En qué quedamos, es tonto o no?

– Es raro.

– Cuidadito con las negociaciones con gente extraña. Que no hay poca en el gremio. -Curull dio un trago de cerveza directamente de la botella-. Tú que estás ahí, mirando a la barra, ¿me controlas al negro?

– Sí, aún está con la tipa esa. ¿De dónde lo has sacado?

– Del banquillo del Stade.

– ¿Es bueno?

– Qué va, una auténtica segadora. Es capaz de romperle las piernas a Ronaldo. Magnífico, para el calcio. Y tu cuñado, ¿qué tal es?

– Genial. Haría cualquier cosa por mí.

– ¿Te fías de él? A lo mejor es una gran persona, pero cuando hacen de políticos se transforman.

– Éstos son honrados.

– Esperemos que sí.

– Harán todo cuanto esté en sus manos.

– La verdad es que en un país normal esta operación sería impensable. Y eso es lo que más me preocupa, que estén tan entusiasmados con ella.

– Políticamente les conviene.

– Mira, Toni, que no salga de aquí, pero no es serio que un partido político, un gobierno, se implique en un fichaje.

– El Ayuntamiento de Madrid favoreció con un pelotazo de cien mil millones de pesetas al Real Madrid.

– Es el equipo del sistema, sea cual sea -Curull, con resignación inapelable.

– Y el Valencia el de nuestro país.

– ¿Y qué me dices… del Elx, el Vilareal, el Levante, el Castellón y el Hércules?

– Subalternos. El que importa es el nuestro.

– Por suerte no te están oyendo. Esto no es Cataluña, donde los de Tortosa, Vic o Lleida son del Barça además de apoyar a sus equipos locales. Estáis por vertebrar. -Apuró la cerveza-. Tengo treinta minutos para coger el avión.

Se levantó, mirando hacia la barra.

– ¿Dónde…?

El defensa senegalés había desaparecido. Miró en todas direcciones. Toni Hoyos hizo lo mismo. Fueron a los servicios. Salieron. Preguntaron a una de las mujeres de la limpieza. Respondió que no había visto entrar a ningún negro. Subieron a la otra planta, al autoservicio. Buscaron por todas partes. Nada. Ni rastro.

– ¡Cagondena, cagonlou, cago…! ¡Si es que les gusta más follar que a los tontos!

– No te preocupes, se habrá ido a Valencia.

– ¡¿Que no me preocupe?! Me espera un intermediario italiano en el aeropuerto de Roma para traspasarlo. ¿Y ahora qué le voy a decir?

– Que se ha lesionado. Además, no tardarán en mandártelo de vuelta a Senegal. Está sin papeles.

– ¡Cagondena! Con lo que me han costado los billetes. ¡En preferente, me exigió volar en clase preferente! ¿Qué hago ahora?

– Quédate en Valencia. Vayamos a una agencia y que te cambien los billetes. Mañana vuelves y ya está.

– En serio, Toni, estoy hasta los huevos de la informalidad de los africanos -protestó mientras iban rumbo a la salida del aeropuerto-. Son como niños, inconscientes e irresponsables. Cuando traspasemos a Bouba vendré a vivir aquí y trabajaremos sólo con europeos.

Salieron del aeropuerto. Se dirigieron al parking. Entonces Hoyos cayó en la cuenta de que a Curull no le parecería bien, por los gastos, el Mercedes que había alquilado. Pensó en llamar a un taxi y volver al día siguiente a recoger el coche, pero no le hizo falta. Antes de llegar vio al defensa dentro de un vehículo.

– Celdoni, ahí tienes a tu estrella.

Le señaló el coche, un Peugeot Break blanco cobijado por la sombra del porche metálico del parking. Se observaba movimiento de piernas y brazos en el interior del vehículo. Curull se acercó y dio unos golpecitos en el cristal de la ventanilla del conductor.

– ¡Tú, sal de ahí! ¡Pero ya! -Se apartó unos metros-. Está tirándosela -explicó a Toni.

– Déjale unos minutos.

– ¡Qué coño voy a dejarle! Tenemos que coger el vuelo a Roma. -Volvió a golpear el cristal, esta vez con más fuerza, pero el negro seguía en lo suyo-. ¡O sales o llamo a la grúa!

Por pudor, por no presenciarlo en directo, lo cual no molestaba en absoluto al defensa senegalés, Curull volvió a retroceder un poco.

– Déjale, Celdoni. Éstos acaban pronto.

– ¡Follando a pleno sol, a la vista de todo el mundo!

– Son de otro país, con costumbres distintas…

– ¡Y ella! ¡¿Qué me dices de ella?! ¡Se supone que es europea! Algo de sentido común debería tener.

– Celdoni, ¿es que no has visto qué cromo era? No ha tenido a un tío así en su vida.

Desesperado, Curull miró su reloj. Faltaban veinte minutos.

– ¡Sal de ahí! -gritaba ahora a distancia.

El negro salió al trote y abrochándose los pantalones. Enseguida, con sentimiento de culpa, se reunió con su agente.

– ¿Te parece correcto lo que has hecho? -lo riñó en francés.

No hubo respuesta. El defensa caminó hacia la entrada del aeropuerto. Curull lo siguió. Tenía tanto miedo de volver a perderlo, y tanta prisa para llegar a tiempo, que ni siquiera se molestó en despedirse de Toni Hoyos. Pero al salir del parking le dijo con un brazo en alto:

– Estaremos en contacto.

– Muy bien.

Hoyos miró el Peugeot. La mujer se arreglaba el pelo revuelto. Bajó del coche, se alisó la falda y luego ocupó el asiento del volante. Hoyos se acercó hasta allí con su mejor sonrisa.

– ¿Conoces Valencia? -le dijo en inglés.

– Un poco -respondió en valenciano-. Soy de Russafa.

Puso el coche en marcha y Hoyos se apartó con respeto para que pudiera efectuar la maniobra.

* * *

El estadio del Valencia había sido uno de los principales escenarios del mundial de fútbol celebrado en España. Los campos que habían acogido encuentros de clasificación se habían tenido que remodelar. En el caso de Mestalla la remodelación había sido profunda. Llevado por la melancolía y por una especie de homenaje personal al viejo estadio, Santiago Guillem había querido ser testigo de todo aquello. Unos pocos aficionados habían sentido la misma nostalgia. Entonces ya era un periodista reputado. Las crónicas que publicaba eran distintas e incluso, en cierto sentido, influyentes. Mestalla tenía entonces el nombre de Luis Casanova, pero él siempre respetó la denominación de origen. Entre las ruinas y el estruendo de las máquinas dio una vuelta por el interior y, a la vez que constataba el progreso de las obras, recordaba situaciones y momentos vividos. En aquel Mestalla que se hacía pedazos enterró parte de su memoria (a los siete años, con su padre, había presenciado allí su primer partido). Sorprendido, pudo comprobar que la remodelación era un derribo casi absoluto. Comentando las obras con quien supuso que era uno de los responsables, se enteró de una circunstancia inusual: la misma empresa que derribaba el estadio era también la encargada de remodelarlo, aunque con sociedades distintas. Su instinto de periodista, de hombre que ya conocía el trasfondo del fútbol, le hizo sospechar. Y también ir al registro mercantil. Anotó los cuatro nombres de los miembros que integraban la sociedad encargada de la remodelación y acto seguido comprobó que los de la otra eran los mismos. Luego, recurriendo a sus contactos, indagó y descubrió que uno de dichos miembros era íntimo amigo del directivo más poderoso del club, directivo que se había arruinado un par de veces en el negocio de la construcción. Recordó que ese miembro clave del organigrama del Valencia era el que, gracias a sus relaciones con presidentes de otros equipos, había hecho posible que la presidencia de la Federación Española de Fútbol recayera en una persona con la que había mantenido lazos económicos y amistosos.

Como en aquella época aún creía en el periodismo, Santiago Guillem escribió un reportaje narrando las vicisitudes que habían llevado a que una misma empresa, con dos sociedades distintas pero con los mismos accionistas, se hiciera cargo de todas las obras. El reportaje, sutil pero muy revelador, fue anulado por el responsable del consejo de administración del diario con una justificación que Guillem entendió: no era nada conveniente publicarlo. Los mundiales de fútbol habían generado grandes expectativas económicas. El sector de la hostelería, todos los que de un modo u otro se relacionaban con él, tenía muchas ilusiones puestas en los miles de visitantes que iba a recibir la ciudad. El periódico no podía hacerse responsable de un escándalo que, muy probablemente, tendría una gran repercusión internacional, y eso sin tener en cuenta que la Federación Española de Fútbol, la valenciana y el comité organizador se les echarían encima. Los acusarían de saboteadores. El asunto no llegó a revelarse. Guillem no quiso asumir jamás en el diario otra responsabilidad que no fuera la de permanecer como redactor pese a las ofertas que recibió posteriormente.

Guillem había tenido ocasión de tratar a unos cuantos redactores jefes de deportes. Todos lo respetaban hasta el punto de que, a veces, aun sin estar presente en el consejo de redacción, su opinión era determinante. No asistía a menudo, y menos en los últimos años. Cumplía más que de sobra con su trabajo, pero no se implicaba demasiado en el proyecto general de la sección. A menudo se daba cuenta de los errores que cometía el nuevo redactor jefe, un joven estirado, voluntarioso y de escasa inteligencia que no llevaba nada bien el ascendiente de Santiago Guillem sobre el resto de sus compañeros. De hecho, cuando debía tomar decisiones importantes, se las comunicaba a la sección y luego esperaba unos días por si Guillem decidía dar su opinión. Pero acababa haciéndose el sueco. A su vez, Santiago no le revelaba ninguno de sus asuntos hasta que no estaba completamente seguro de que ninguna indiscreción los echaría a perder. Decidió sugerirle a Cèlia que siguiera los movimientos que se produjeran en la residencia del club. Le indicaría cómo hacerlo, le facilitaría los contactos adecuados y, sin que lo cortés quitara lo valiente, le ordenaría que él, y sólo él, fuera la persona a quien le comunicara todo cuanto descubriera.

Aun así, el tema de la residencia le parecía menor, aunque a Cèlia le serviría para ir acostumbrándose a cosas que fueran más allá de la rutina diaria, por no mencionar que su idea era que el club no lo viera personalmente interesado en ello. Cuando observaban que metía las narices, aunque sólo fuera un pelo, todo el mundo se ponía en guardia. En el club lo mimaban muchísimo. El presidente, al saber que estaba a punto de jubilarse, le había enviado una carta muy amable agradeciendo sus preocupaciones y ofreciéndole, gratis, una butaca vip en el palco del estadio. Guillem no respondió. La cordialidad del mandatario le pareció un poco precipitada, como si ya se hubiera retirado.

En su lugar de la mesa, Guillem analizaba el futuro del equipo ante la nueva temporada. Después de cumplir con el trámite (casi una tradición) de publicar las crónicas de los tres partidos de pretemporada, y dado que el equipo últimamente casi siempre conservaba el mismo bloque que en la Liga anterior, exponía su opinión técnica en un largo artículo que solía provocar muchas réplicas indirectas en otros medios de comunicación y cartas de los lectores, a menudo en desacuerdo. Era crítico y, en ciertos aspectos, contundente.

Vio a Cèlia entrar en la redacción. La joven le hizo una señal para que se reuniera con ella fuera de allí. Guillem apagó el ordenador y después de despedirse del redactor jefe, el único que a las dos y media de la tarde aún estaba trabajando, se acercó hasta ella, que lo esperaba en el extremo de una reja tras cuyos barrotes un jardín sobrio acogía, en su justo centro, una escultura abstracta que simbolizaba la imprenta.

– Santiago, me gustaría que comiéramos juntos.

– Yo no salgo a comer nunca. Aprovecho estas horas para escribir. -Observó cierta ansiedad en ella-. ¿Por qué tantos nervios?

– He venido con Francesc Ortigosa, un redactor del Superdeporte con el que he hecho amistad.

– No sé quién es.

– Un chico rubio, alto y un pelín gordo.

Guillem intentaba acordarse de él, pero ni siquiera conseguía hacerse una idea aproximada.

– Da igual -resolvió Cèlia-. Veníamos de la ciudad deportiva y nos hemos parado a tomar unas cervezas en ese bar que hay al entrar al polígono. ¿Conoces a un tal Rafael Puren?

– Sí, un pobre iluso que ejerce como tesorero de la coordinadora de peñas.

– ¿Un pobre iluso? Entonces ya no sé si decírtelo.

– Dímelo.

– Puren le ha comunicado de forma confidencial al presidente de la coordinadora que tiene una bomba a punto de estallar.

– ¿Y cómo lo ha sabido el redactor del Superdeporte?

– Por el presidente. Es amigo de su padre.

– O sea, que es confidencial y ya lo sabemos el presidente de la coordinadora, el amigo del presidente, el hijo del amigo, tú y yo. Y de los cinco enterados, tres somos periodistas. -Levantó los brazos y los dejó caer pidiendo paciencia-. ¿Y la bomba?

– No le ha contado nada.

– Mira que me revientan los tipos que dicen tener una gran noticia y luego no sueltan ni prenda. No hagas caso. Puren es un fantasioso.

– Me ha parecido que debía contártelo.

– Has hecho bien. Poco a poco irás conociendo al personal del mundillo. En este gremio todo el mundo, cada día, cree tener noticias explosivas. Sobre todo antes de que empiece la temporada.

– Siento haberte molestado.

– No te preocupes. ¿Seguro que no tienes a nadie más con quien comer?

– Llamaré a mi novio.

– No sabía que tenías.

– Desde hace un mes.

– Estás en racha: estrenas novio, trabajo… que dure. Bueno, Cèlia, vuelvo a mi sitio. Cuando vengas seguramente ya no estaré. No comentes nada de lo de Puren en la redacción. Te tomarán por una ingenua que está pagando novatadas.

– Por supuesto, no diré nada.

– Cualquier cosa que tengas comunícamela siempre a mí. Yo te diré cuál es el mejor camino. Recuerdos a tu novio. ¿Cómo se llama?

– Jonathan.

Guillem evitó el comentario. Recordó que en su pueblo, con apenas cuatrocientos habitantes, había dos Jennifer y un Richard. Siempre le habían gustado los nombres cortos y autóctonos: Joan, Pere, Manuel, Ferran, Rafael… Puren le vino a la cabeza. El mundo del fútbol estaba lleno de locos convencidos de que la vida empieza y acaba en un estadio. Un fantasioso, Puren, pero también un bocazas.