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Una estampa rural autóctona: en la casa grande del coto de Juan Lloris, la esposa del tío Granero, Maria, enseña a Claudia la cubana cuáles son los secretos de un buen allipebre. Claudia escucha con atención las explicaciones comedidas y sabias de Maria, que lleva unos cincuenta años cocinando casi exclusivamente platos locales cuyo protagonista estelar es el allipebre. Al hombre te lo ganarás por el estómago, le aconseja Maria mientras con un golpe seco de cuchillo decapita de cuajo una anguila. Claudia, cubanísima, piensa en el estómago de Lloris (ahora sentado ante la puerta de casa con Granero y los dos perros, Gram y Junça), porque, es de esperar que circunstancialmente, un poco más abajo del estómago no hay forma de ganárselo. Hay también un interés laboral en la atención de Claudia: contratada para el servicio doméstico (pacto que incluye todas las variantes de dicho servicio), sabe que su futuro depende de la habilidad que desarrolle en ese terreno; más aún si, de las dos zonas, una está en temporada yerma.
Otra estampa de calendario autóctono: una mesa rectangular de madera con un plato de cacahuetes sin pelar y otro de altramuces junto a una jarra de cerveza. En el suelo, un cubo lleno de agua y cubitos para mantener frescas las botellas. Es la hora del aperitivo. Desde que Lloris pasa tanto tiempo en el coto, a mediodía Granero y él alivian el hambre y charlan un rato. No siempre, porque ciertas obligaciones que el tío no entiende pero que desearía más frecuentes retienen al empresario en la capital.
La puerta está abierta de par en par, con un montón de moscas entrando y saliendo alegres y confiadas pese a las bolsas de plástico llenas de agua que Granero ha dejado colgando en la fachada. Es un remedio que hace muchos años que se mantiene pero cuya efectividad parece escasa. Lloris alegra la vista siguiendo la aventura de los collverds que persiguen a sus hembras por los arrozales. Ya está un poco alto, el arroz. En setiembre u octubre se procederá a su recogida y, como siempre, la cosecha será pobre o el precio será bajo (en el puerto de Valencia los chinos descargan arroz que se vende a treinta pesetas el kilo). Pero a Lloris le da igual el arroz. Sus inquietudes están en otra parte. Y además necesita verbalizarlas.
– Granero, tengo que confesarte un secreto.
Lo primero que piensa el tío: la cubana está embarazada.
– ¿Es un secreto grande o pequeño?
– Grande, muy grande.
El tío, tapándole la oreja al perro como si tal cosa, dice en voz baja:
– Sinyoret, no saldrá del coto.
– Voy a ser alcalde de Valencia y…
– Perdone que lo interrumpa, ¿por qué quiere ser alcalde de Valencia?
– Soy hombre de inquietudes sociales.
– ¿Quién se lo ha dicho?
– ¿Qué quieres decir con «quién me lo ha dicho»?
– Quiero decir quién ha decidido hacerlo alcalde.
– Caguendéu, Granero, no estás al día. Eso se hace por elecciones.
– Hombre, pero alguien habrá decidido que sea el primero de la lista.
– Ah, no te había entendido. El Front, me propone el Front.
– ¿El Frente Popular?
– Granero, ¿tú cuántos años llevas sin votar?
– Mire, sinyoret, a mí me gusta mucho votar, pero como el día de las elecciones mi hija no viene a recogernos ni a mi mujer ni a mí, desde aquel referéndum de Franco ya no lo he hecho más. Y no crea que soy tonto, que algo de política sé. Si quiere ser político le daré unos consejos.
– Te escucho.
– Hay que repartir estopa y que la gente vuelva al campo.
– Hoy las cosas se hacen con mano izquierda.
– ¿Con mano izquierda? ¿Usted sabe lo que es el capitalismo?
– Hombre… he sido constructor.
– El capitalismo es la explotación del hombre por el hombre. Y el comunismo todo lo contrario.
– No vas desencaminado.
– ¿Cómo ha dicho que se llamaban los que le presentarán?
– El Front Nacionalista Valencia. Valencianistas, igual que tú y que yo.
– Eso siempre. ¿Son aquellos que quieren salvar el samaruc de la Albufera?
– Se pasan el día salvándolo todo. Son unos fenómenos.
– Lo leí en una hoja de periódico que corría por un margen del canal.
– Ésos son como tú, Granero. Quieren conservar el patrimonio cultural de nuestro pueblo. En ese partido serías todo un emblema. Para que me entiendas, a sus ojos eres alguien emblemático. Y cuando yo mande aún lo serás más.
– ¿Usted, sinyoret, está seguro de que yo soy un buen emblema?
– Sólo hay que echarte un vistazo para darse cuenta. Con esa pinta tan tradicional que tienes… Eres una especie única. A ti, como a las garzas imperiales, deberían declararte especie protegida. Y yo lo haré. Quiero que me acompañes a todos los mítines.
Granero lo miró con la ternura del antiguo vasallaje.
– Sinyoret, a mí en público me cuesta hasta dar los buenos días.
– No hace falta que digas nada. Con tu presencia es más que suficiente. La oratoria es asunto mío.
El tío Granero observaba una elegancia nueva en el vocabulario de Juan Lloris: emblema, emblemático, oratoria… Éste está entrenándose para las elecciones.
– Tendré que ir a comprarme traje y corbata.
– ¡Ni pensarlo! Te prostituirías.
Ya me extrañaba que no salieran las putas, pensó el tío, pero lo hizo en sentido reverencial.
– Tal como estás -enfatizó Lloris-. Con la faja y las alpargatas. Estarás entre el público, como si no nos conociéramos. En un momento dado te señalaré como ejemplo de todo lo que estamos perdiendo los valencianos. Las tradiciones, nuestros valores más preciados, los principios éticos… ¿Me entiendes?
– Más o menos.
– Entonces te haré subir al escenario. La gente te aplaudirá, ya me habré encargado yo de avivarles el ánimo. Allí, contigo de pie a mi lado, explicaré al personal cómo Valencia se está cargando la huerta sin tener en cuenta el «desarrollo sostenible», cómo gente como tú, guardianes de nuestras esencias, está desapareciendo… ¿Sabes qué es lo del desarrollo sostenible?
– Lo del desarrollo sí, lo del sostenible no.
– Es normal que no lo sepas. Por desgracia no has tenido formación. Veamos, ¿cómo podría explicártelo para que lo entendieras?
Tú sabrás.
– Mira -dijo Lloris señalando los arrozales-, es como si tuviéramos que edificar en el coto. -Granero se volvió hacia los campos. Al fondo, en la playa, se divisaban las construcciones (algunas de la firma Lloris) alineadas, monstruosas, amenazadoras, del pueblo marítimo del Perelló-. Si tuviéramos que construir aquí lo haríamos de modo que los edificios no invadieran el terreno propio del coto.
– O sea, sinyoret: edificio-arrozal, edificio-arrozal.
– Ya vas captándolo. Equilibrar el medio ambiente y las necesidades populares.
– Muy bien, sinyoret, pero sigo pensando que los edificios tienen que estar en un sitio y los arrozales en otro.
– En eso seguro que estamos de acuerdo, Granero. Sólo quería ponerte un ejemplo del que tú serás el emblema emblemático.
– Así que estaré de pie y calladito.
– Si cuando yo acabe quieres decir algo al público…
– Podría recitarles unos versos.
– Pero nada de conejitos y nabos.
– Unos versos para la ocasión.
– Con mi nombre en medio.
Durante unos segundos Granero frunció el ceño, pensativo, en busca de la veta creativa. La encontró:
– «El que no Lloris no mama.» ¿Le gusta?
– Es que lo de mamar… ¿Sabes qué? Estoy pensando que tendrías que intentar, tú que tienes grandes dotes para las letras, dar con un buen eslogan para la campaña electoral.
– ¿El eslogan? ¿Lo que ponen en los carteles además de la foto?
– En efecto. Tendría que ser muy valenciano, muy nuestro.
– Claro, de lo nuestro.
– ¡Eso!
– ¿El qué?
– Lo que has dicho me gusta mucho: «Joan Lloris, dos puntos, Lo nuestro.»
– Sinyoret, me ha salido de chamba.
– Da igual. A los del Front les va a encantar.
– ¿Son de derechas o de izquierdas?
– Son valencianos. Como tú, como yo, como Maria…
– Como Claudia. Ésa ya chapurrea el valenciano. Buena moza, sinyoret. Ha tenido mucha suerte conociéndola.
– En cuanto se le acabe el contrato la mando a freír espárragos. Entre nosotros, Granero, sólo piensa en hacerlo. Siempre está a punto para amorrarse.
– Ay, sinyoret, las mulatas siempre llevan el gusanillo dentro. ¿Sabía usted que mi abuelo se fue a Cuba a hacer fortuna? Dejó a mi padre con la abuela y se marchó.
– ¿Y no volvió?
– Sí, con una cagada de caballo turco. Trajo de todo menos fortuna.
– La que tengo yo es muy limpia.
– Le diré una cosa y usted haga lo que quiera. Para un alcalde es bueno que la gente lo vea con una mujer.
– ¿Quieres decir que debería casarme con Claudia? Coño, Granero, deja de soltar gilipolleces. Si el eslogan de la campaña es «Lo nuestro» y me presento con una extranjera…
– Sinyoret, hoy en día todo está mezclado. Si quiere mi opinión, a mí esta chica me gusta mucho. La pobre no molesta ni nada. Cuando usted no está se pasa el día caminando por los márgenes. No sabe usted bien cómo le gustan los nabos.
– Estoy pensando en que no es mala idea que crean que es mi mujer. ¿Sabes por qué? Por la inmigración. Valencia está repleta de inmigrantes. El otro día, paseando por el antiguo cauce del Turia, entre el puente de Aragón y el de Fusta, ni te imaginas la cantidad que había de ecuatorianos, colombianos, bolivianos… Miles. Los fines de semana se reúnen todos allí. Por nacionalidades, cada una en un trozo del antiguo cauce. Como moscas. Si hasta juegan ligas de fútbol entre ellos. Y como no dejen de parir dentro de poco serán más que nosotros.
– Es que lo de los inmigrantes ha cambiado mucho. Antes uno salía a la plaza y con sólo alquilar a tres hombres y dos forasteros ya se las arreglaba para recoger la naranja. Ahora no hay más que moros. Está claro, sinyoret. En los mítines, aparte de ir yo, también tendría que llevar a Claudia. Así abarcaría lo nuestro y lo de ellos.
– Buena idea: conservar e integrar. Pero hay que tener en cuenta que, como la mayoría están sin papeles, de todos éstos votarán muy pocos.
– Los suficientes para solucionarle la papeleta.
Claudia se acercó a la puerta de casa. Llevaba un delantal con la imagen de un miembro de la familia Simpson y un plato de allipebre en las manos.
– Goan, lalipebre 'tá en la mesa.
Dio media vuelta y se fue hacia la mesa. La mirada del tío se clavó en los oscilantes muslos de la cubana.
– ¿Lo ve, sinyoret, como ya chapurrea el valenciano? Es una joya.
¿Habrá estampa más autóctona, más nuestra, que una mesa con una ensalada de tomate y ajo, una ración completa de allipebre (con anguilas de marjal), vino tinto, un carajillo de ron, un buen puro y luego una buena follada mirando a la Albufera, la Meca de los valencianos? Juan Lloris estaba a punto de comprobarlo: con Maria aún ultimando los detalles de la cocina, y Granero y el empresario apurando los últimos restos de cerveza, Claudia aprovechó el intervalo de tiempo para triturar una Viagra dentro de una anguila marina del plato de Lloris. Se aseguró de que fuera el plato adecuado. Por un error de situación en la mesa, dos semanas antes la anguila «enviagrada» se la había acabado comiendo el tío. El pobre Granero se había pasado toda la tarde dando vueltas por los márgenes hasta que la erección remitió, circunstancia que tuvo lugar a las diez de la noche, exactamente siete horas después de haber comido; siete horas que debía a una salud de hierro, al aire todavía vivo de la Albufera, a todo lo que había de limpio en su psicología, desprovista de quebraderos de cabeza inútiles. A una vida, en definitiva, lenta y reposada pero jamás tediosa.
Mientras el futuro candidato a la alcaldía de Valencia obtenía un inesperado y extraordinario rendimiento de Claudia la cubana, en la sede del Front el comité ejecutivo, ahora ampliado a veintiún miembros (el éxito electoral incentivaba las ganas de trabajar por el país de los militantes), se disponía a iniciar su preceptiva reunión quincenal. Como de costumbre desde que formaban parte del Govern, la reunión se preveía movidita. Si bien el contenido de la confrontación entre opositores (también llamados «talibanes») y oficialistas no había cambiado, por lo menos las formas y el decorado sí lo habían hecho. Para empezar, la mesa de la sala era de mejor calidad y mayor superficie, y, por orden del secretario general, un funcionario del partido amenizaba los preliminares con un refrigerio de zumos de naranja y coca de pasas que iba dejando preparado en una mesita al fondo de la sala y a mano derecha (curiosamente, los nuevos lavabos también estaban situados al fondo a la derecha; los talibanes se dedicaban a bromear una y otra vez a propósito de aquello).
Los miembros del comité ejecutivo tomaban zumo en pequeños grupos definidos por afinidades ideológicas. Horaci Guardiola y sus adictos (seis) estaban cerca de la mesita; los llamados dudosos (eran sólo cuatro, pero sacaban un magnífico provecho de la duda metódica) permanecían en medio de la sala, y los oficialistas, excepto Francesc Petit y Vicent Marimon (nueve sin contar a los dos mencionados), comentaban las incidencias cotidianas formando un vistoso círculo en un extremo de la mesa. Cabe añadir que fuera de las reuniones los pequeños grupos se diluían, ya que la amistad forjada en años de militancia normalizaba los contactos entre ellos.
Petit y Marimon tomaban café en el despacho ligeramente reformado del primero.
– Debes asegurarte de que no tenga lugar una división en nuestras filas. Tenemos una suma precaria -explicaba Petit-. Entre los de Horaci y los dudosos casi equilibran la situación. Basta con que alguno de los nuestros se vaya y ya perderíamos el control.
– Siempre tendremos la posibilidad de convertir a alguno de los dudosos a nuestra causa.
– ¿Cómo? Están todos más que alterados.
– A ver qué te parece esto: forzamos la dimisión de Toni Soler de la dirección del Institut Valencià de la Joventut y se la ofrecemos a Empar Sevila.
– Si lo hacemos, Horaci se va a cabrear, y tal como está el patio…
– Soler no está haciendo nada de provecho en el Institut.
– Es que ese Institut no sirve para nada, igual que el Consell Valencià de Cultura, por eso se lo dimos a los de Horaci.
– Pero, en cambio, te equivocaste al darles la Direcció de Normalització Lingüística.
– ¿Que me equivoqué? Esa dirección es un polvorín.
– Nuestra gente la valora mucho.
– Vicent, olvídate de nuestra gente. Sólo representan el tres por ciento de nuestros electores. Si somos lo que somos y hemos llegado a donde estamos es gracias a un cuatro por ciento de electores que no sabe exactamente lo que quiere de nosotros, pero que nos ha votado seguramente porque está cansado de conservadores y socialistas. Es ese cuatro por ciento lo que hay que cuidar.
– ¿Cómo quieres que lo cuidemos si según tú no sabemos qué quiere de nosotros?
– Sabemos lo que no quiere: que seamos un partido preocupado sólo por la lengua y la cultura. Son gente pragmática, posiblemente ni siquiera sean nacionalistas, pero entienden que el país necesita poder político propio frente al gobierno central. Coño, socialmente este país está cambiando. ¡A veces tengo la sensación de que no os movéis de los años ochenta!
– Vale, de acuerdo, pero no nos pasemos con el pragmatismo.
– Equilibrio, Vicent. Necesitamos mantener el equilibrio entre unos y otros. Es la clave del éxito.
– Y de los problemas.
Petit se encendió medio puro que guardaba de la noche anterior. En efecto, el «equilibrio» implicaba meterse en líos porque obligaba a una política que contentara a todo el mundo; política de columpio, ahora aquí y luego allá. De hecho, los partidos que tenían un pasado radical y aspiraban a la moderación utilizaban el equilibrio casi como si de un dogma se tratase, aunque los fieles, a veces, recelaran de ello.
– ¿Qué hay de tu cuñado?
– Espera noticias nuestras. Cuidado con él, Francesc, es bastante impaciente.
– Yo también espero noticias de Oriol Martí.
– No te fíes de él.
– Ni de él, ni de tu cuñado, ni de Lloris, ni de Horaci, ni de Júlia… No me fío de nadie. Estoy convirtiéndome en un paranoico.
– Si no salimos del Govern con un buen pretexto tendremos problemas para explicárselo a los electores.
– Y si salimos justificadamente los tendremos con nuestra gente, que ahora disfruta de lo lindo con sus cargos institucionales. Tendríamos problemas hasta para mantener el equilibrio en el comité ejecutivo. Lo cierto es que nos interesa más quedarnos. Ahora tenemos en contra a los talibanes y a los intelectuales ortodoxos, pero en cambio dominamos la ejecutiva y a buena parte de nuestros electores.
– Pero tenemos en contra a los que pueden publicar su opinión. Y nos van desacreditando poco a poco. Y ese desgaste beneficia a los socialistas.
– A propósito, Josep Maria Madrid me ha pedido que nos reunamos.
– ¿Qué quiere?
– Supongo que presionarme.
– No vayas.
– Si no lo hago dirán que les negamos hasta la posibilidad del diálogo.
– Avisará a la prensa para crearnos problemas con los conservadores.
– Me reuniré con él en un lugar discreto.
Marimon miró su reloj.
– Bueno, secretario general, a los perros.
– ¿Ya es hora?
– En punto.
Francesc Petit se levantó con el puro en la boca.
– Apágalo, Francesc.
Lo dejó encendido en el cenicero.
– A veces pienso que sin ecologistas, gente sanísima y prohibicionistas en general seríamos más felices en este partido. ¿Sabes cuántos electores nos aportan Los Verdes?
– El uno por ciento.
– Pues con ese porcentaje quieren salvar la capa de ozono.
– Con el siete por ciento nosotros queremos salvar la huerta, las alquerías, las zonas húmedas, la lengua…
– Mientras haya mujeres tendremos lengua.
– Algún día se te escapará una de esas bromas en la ejecutiva.
– ¿Por qué nuestra gente tiene tan poco sentido del humor?
– El panorama no es muy gracioso que digamos.
Empezó la reunión con la lectura y aprobación del acta anterior. Lectura que fue seguida con el aburrimiento de costumbre por los miembros de la ejecutiva hasta que Lorena Pal, lingüista adscrita al sector de los talibanes, objetó una incorrección gramatical. Corregida. Luego Vicent Marimon informó de la búsqueda de la nueva sede, que estaba llevando a cabo personalmente. Se había puesto en contacto con tres inmobiliarias (obvió que dos constructores muy amables le habían ofrecido una sede céntrica a un precio razonable: la simple mención de algo así habría levantado sospechas) y estaba esperando noticias de ellas. Según él aún tardarían en trasladarse, porque antes de comprar debían vender y para vender debían tener paciencia para afrontar la compra en condiciones asequibles. Cuando el secretario de finanzas terminó, las distintas secretarías notificaron las gestiones llevadas a cabo en el ámbito institucional. Otro trámite de la ejecutiva por lo general aburrido, con la excepción del fragmento correspondiente al secretario de organización, que puso en conocimiento de todos los problemas urbanísticos de ciertos municipios en los que el Front gobernaba o disponía de colectivos organizados.
En alguno de aquellos pueblos, con alcaldes nacionalistas del sector de Horaci Guardiola, se estaban proyectando reparcelaciones cuando menos polémicas. Por estrategia Petit prefirió no pedir explicaciones a Horaci, esperando un intercambio de favores o, como se solía decir en el gremio, un «cambio de cromos». No obstante, el grupo de dudosos exigió una explicación (Horaci clavó una mirada severa en Petit, o sea, «Has utilizado este sector para acosarme: muy bien, ya me tocará a mí»). Guardiola se excusó diciendo que estaban tratando de aclarar cuáles eran los motivos de algo tan polémico, pero advirtió que los municipios eran entes autónomos. Dicho lo cual la ejecutiva volvió a la aparente placidez que la presidía. Pero entonces los responsables de la secretaría de acción social leyeron unos apuntes que llamaron la atención de todo el mundo. La zona de la ciudad conocida como «el híper de la droga», situada en el barrio periférico de Campanar, último vestigio agrícola de la Valencia urbana, causaba todos los días incidentes entre drogadictos y vecinos. El setenta por ciento de los comercios había sufrido algún robo a mano armada, aunque sólo unos pocos comerciantes lo hubieran denunciado. Los demás estaban hartos de no conseguir nada haciéndolo. El fenómeno de la droga se había acentuado a causa del consumo de crack, cocaína base que se fumaba, una droga superadictiva cuyo mono producía una ansiedad muy elevada. El treinta y uno por ciento de los clientes del popular híper la consumía. La situación llegaba a ser desesperada para vecinos y comerciantes, hasta el punto de que los pocos agricultores que quedaban habían decidido dejar de trabajar la tierra por el constante peligro que sufrían. Las autoridades no hacían nada y la secretaría de acción social pedía que el Front, como parte integrante del Govern, se implicara en el asunto.
Petit tomó la palabra. Implicarse directamente suponía adentrarse en arenas movedizas, ya que ni los socialistas cuando gobernaban ni los conservadores al hacerlo a solas habían sido capaces de resolverlo. Sin decirlo claramente, manifestó que quizá fuera mejor no entregarse en cuerpo y alma a un tema que parecía irresoluble. En cualquier caso exigiremos a los conservadores, titulares de la Conselleria de Benestar Social, que incrementen los servicios de atención a los drogadictos y las medidas policiales, pero que sean ellos, y sólo ellos, quienes carguen con el problema. El sector de Horaci era partidario de que el Front se mojara más. Petit replicó de nuevo: ya estamos implicados en problemas de envergadura; si lo hacemos en el de la droga saldremos malparados. ¿Tenéis algún interés en que nos quememos sólo porque sí? No, por supuesto. Pues pasemos a otra cosa.
Agenda de actividades sociales para el secretario general: deberías asistir a la inauguración de una exposición de porcelana de la firma Lladró. Respuesta: a Lladró le pasamos la gorra y se hizo el loco. Que vayan los conservadores. Aprobado. Esta semana hay dos presentaciones de libros de dos autores simpatizantes del partido. Una de Francesc Torrent y la otra de Ferran Mira. Como sabéis, hace unos años estos autores aceptaron encabezar nuestras listas al Senado y al Congreso respectivamente. Con pobres resultados, pero evitaron que nosotros, los políticos, hiciéramos el ridículo. La cortesía nos obliga a asistir. De acuerdo. Horaci que vaya a la de Ferran Mira y Petit a la de Francesc Torrent. Y de paso: que a nadie se le vuelva a ocurrir la brillante idea de ofrecer puestos de candidatura a artistas, intelectuales o escritores. No tienen ni idea. Como mucho que pongan su firma y se esfumen. Entendido, Petit.
El tema estrella de la ejecutiva fue, como cada quince días desde que los conservadores habían filtrado el proyecto a la prensa, la Ley de Ordenación del Territorio. Horaci preguntó a Petit qué pensaba hacer respecto a ella. Como en todas las demás ocasiones, el secretario general pidió algo más de tiempo, siempre con la mosca detrás de la oreja. El partido estaba frontalmente en contra del proyecto. Horaci miró al grupo de los dudosos, que a su vez miraron a Petit con ojos que no escondían su firme oposición al proyecto. Pero ¿qué deberían valorar más, la voluntad popular o los cánones ideológicos? Las encuestas decían que a los valencianos les parecía bien el proyecto. Son encuestas del Govern, matizó Horaci. Muy bien, encargaremos una sobre el tema. Pero también queremos que hagas otra entre nuestros votantes. Escuchad, se trata de una encuesta muy cara. Tened en cuenta que por cada uno de nuestros votantes, para encontrarlo, hay que encuestar a veinte o treinta personas, o quizá más. Da igual, creemos que es importante y cualquier esfuerzo es poco.
Si Petit hubiera exigido una votación a la ejecutiva, la habría ganado por un voto gracias a sus fieles. Pero eso habría supuesto incomodarse con el pequeño grupo de los dudosos, que generalmente le apoyaba. Por lo tanto, el secretario general aceptó realizar la encuesta. Así terminó la ejecutiva. Petit y Marimon no se quedaron en la sala a compartir un zumo de naranja con los demás. Salieron como un rayo, y lo apresurado de su paso traslucía un enfado que provocó más de un comentario en la sala.
Encendió de nuevo el puro y, cuando Marimon cerró la puerta del despacho y sus fluidas caladas esparcieron el humo, bajó la persiana que daba al pequeño corral para que sus palabras no llegaran a la sala de reuniones.
– Escúchame bien, Vicent.
– Tranquilízate.
– Quiero que pongas a tres de los nuestros a investigar qué pasa con los planes de urbanización que se llevan a cabo en los pueblos gobernados por gente de Horaci. Quiero un informe completo de las posibles anomalías que se puedan cometer o que ya se hayan cometido. No me extrañaría que estuvieran haciendo favores a algún constructor a cambio de financiación. ¿Entendido?
– Entendido, Francesc.
– Hazlo ya. En la próxima ejecutiva, como mucho dentro de treinta días, quiero tener un informe en mis manos. Este malnacido lo lleva claro. O sea, ve que he sido flexible con sus temas polémicos pero él no me deja ni respirar.
– Quizá haya interpretado que hemos dejado el trabajo sucio para los dudosos.
– Los dudosos hacen lo que les da la gana. Y él lo sabe demasiado bien.
– Tendrías que haberle dicho algo.
– ¿Cómo pretendes que me oponga públicamente a que se investiguen anomalías urbanísticas? ¿Es que no ha sabido entender mi silencio?
Pues sí, lo había entendido. Pero no le bastaba. Apenas cinco minutos después de que Petit y Marimon hubieron salido de la sala lo hicieron Horaci y el director general del IVAJ, su hombre de confianza.
– No ha sido una buena idea presionar a Petit -dijo el director a Horaci ya en el parking.
– ¿Porque a lo mejor le dará por controlar los pueblos que gobernamos? Estamos limpios, no tenemos nada que ocultar.
– Aún no lo sabemos. Siempre cabe la posibilidad de que alguno de nuestros concejales, por su cuenta y riesgo, decida armar la gorda.
– Quienquiera que lo haga será expulsado de inmediato.
– Pero no evitarás que Petit te lo reproche. Al fin y al cabo eres el responsable.
– Petit tiene mucho que callar. Todavía no le he preguntado por las cuentas de la campaña electoral.
– ¿Sabes algo?
– No, pero he oído rumores. Si tuviera algún problema con mi gente él tendría que dar unas cuantas explicaciones. Le interesará un cambio de cromos.
– ¿Y si no tenemos nada que ocultar?
– Entonces el cromo de la financiación explotará en su cara.
– Guárdate esa carta hasta que nos hayamos asegurado de que estamos limpios.
– Dile a Lorena que compruebe que la gente de Petit no nos controla.