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Francesc Petit puso en marcha de inmediato la Operación Lloris. Vicent Marimon y él se reunieron con Toni Hoyos (antes Josep Valles, cuñado de Marimon; públicamente ahora ni Valles ni cuñado). El ayudante del intermediario de jugadores africanos Celdoni Curull explicó que el proceso requería un poco de tiempo. Petit y Marimon se asustaron tanto como la ocasión lo merecía, y la ocasión lo merecía bastante ante la posibilidad de que Lloris, hombre de infinita impaciencia, perdiera los nervios y convocara una rueda de prensa histórica, por lo escandaloso, para los intereses valencianistas. Sólo un poco, trató de calmarles Hoyos; por otra parte el menos indicado para llevar la calma a ninguna parte. Hoyos explicó que para hablar del fichaje de Bouba debía estar presente Celdoni Curull, el hombre que tenía la última palabra (en un oficio, todo hay que decirlo, en el que nunca se sabe cuál es la última palabra). Que venga, pero que venga mañana mismo, exigió el secretario general. Llámalo por teléfono. Hoyos lo hizo en aquel mismo instante, desde el hotel. Curull anunció que al día siguiente por la tarde estaría en Valencia.
Al día siguiente, en la habitación del hotel donde Hoyos se alojaba, a las siete de la tarde, el ayudante presentaba a Curull ante Petit y Marimon. Fue una cordial forma de iniciar un encuentro entre un catalán que quería vender y dos valencianos que no sabían muy bien qué debían hacer para comprar. En una reunión previa, Petit y Marimon habían considerado si resultaría o no conveniente explicar al intermediario su estrategia. Acordaron que sí, porque a lo mejor Curull les ayudaría a mejorar la planificación de ésta.
Dada la singularidad de los clientes, Curull contó lo de su padre haciendo de chófer de Lluís Companys. Él mismo se confesó nacionalista convencido; no practicante, eso sí, ya que desde Senegal no era mucho lo que se podía hacer por el país.
– Ahora tienes la oportunidad de prestar un buen servicio -aprovechó Petit-. Toni nos ha explicado que eres hombre de absoluta confianza.
Lo era. Por poner un ejemplo gráfico, Curull les explicó que incluso había llegado a tratar directamente con Joan Gaspart, presidente del Barcelona. Los del Front se quedaron tranquilos. Para ellos, el Barça era una entidad a la altura de los grandes proyectos nacionales.
– La operación que estamos a punto de poner en marcha exige discreción -dijo Marimon-. No sólo intervienen factores deportivos, sino también políticos.
Curull estaba en disposición de atender sus ruegos.
– Mira -continuó Petit-, nosotros queremos hacer presidente del Valencia a uno de nuestros simpatizantes. Un empresario muy conocido, Juan Lloris.
– No sé quién es.
Petit y Marimon suspiraron aliviados.
– Juan Lloris -le explicó Petit- no tiene ninguna acción del Valencia, pero encontraremos la forma de que el máximo accionista del club le venda unas cuantas. Nosotros habíamos desarrollado una estrategia para conseguirlo, pero aquí el amigo Hoyos ya sabe cómo hacerlo.
– Curull ya está al corriente de esas cosas -aclaró Hoyos.
– Perfecto -aprobó Petit-. Debe ser una operación entre Lloris y tú.
– ¿Qué tengo que hacer con el señor Lloris? -preguntó Curull.
– Lloris debe ser el responsable del fichaje de Bouba por el Valencia. Nosotros permaneceremos en la sombra.
– Si el tal Lloris no pertenece al consejo de administración del club, ¿cómo queréis que lo fiche?
– Cuando Lloris asuma la presidencia, la Generalitat le facilitará, a través de una entidad financiera que controla, un crédito blando.
– Muchachos, esto es muy complicado. Os he de confesar que nunca he llevado a cabo una operación de estas características. Si la oposición pide cuentas acabará sabiéndose todo.
– El crédito se concederá al Valencia por ser una entidad de gran relevancia social.
– Veamos, tengo entendido que el Valencia debe ciento cincuenta millones de euros. Si le conceden un crédito y se los gasta en un jugador… ¿Cómo lo justificará la Generalitat? Vosotros formáis parte del Govern. ¿Qué diríais?
– Cómo se lo gaste el Valencia es problema del club.
– ¿Y estáis seguros de que le concederán un crédito al club?
– Aún tenemos que hablarlo -admitió Petit-. Pero forzaremos un acuerdo con los conservadores.
– ¿Os firmarán un documento y se comprometerán a hacerlo?
No, no les firmarían ningún documento, porque Petit tampoco firmaría ninguno que le obligara a devolver el favor. Del silencio obtuvo su respuesta Celdoni Curull.
– Si anuncio que Bouba ficha por el Valencia y por los motivos que sean no lo hace se acabará cuestionando mi rigor profesional, por no mencionar que habrá muchas menos expectativas de que lo fiche cualquier otro club. No lo tengo muy claro.
– ¿Bouba es buen negocio? -preguntó Marimon.
– Tiene diecinueve años y la máxima proyección mundial.
– De modo que el Valencia, pasados unos años, ganaría dinero si quisiera venderle.
– Lo más lógico es que la cotización de Bouba, a no ser que sufra una lesión importante que lo obligue a abandonar la práctica del fútbol, suba como la espuma.
– Y si sufriera una lesión importante el seguro cubriría los gastos -añadió Hoyos.
– Exacto.
– Lo pregunto porque tengo una idea mejor.
Las miradas convergieron en Marimon.
– Que lo compre Lloris. Es posible, ¿no? Aunque no se trate de un club…
– Claro que puede ser, ya me encargaría yo de arreglarlo -afirmó Curull-. Pero ¿el señor Lloris conoce el precio de Bouba?
– Lloris no sabe nada.
– ¿Qué queréis decir?
– Pues que Lloris aún no sabe que será presidente del Valencia.
– Un momento, muchachos, se supone que somos gente seria. Aquí o hablamos claro o cojo la maleta y me largo. ¿Qué coño significa que no sabe nada?
– Curull, como eres de confianza, y como para exigirte claridad y discreción nosotros debemos jugar limpio, te lo explicaré todo ahora mismo.
Petit se lo explicó. Entonces Celdoni Curull se levantó y se fue a contemplar la plaza del Ayuntamiento por la ventana. Se pasó la yema del pulgar por la nariz, por el contorno del labio inferior. Recordó la opinión que a su padre le merecían los valencianos. Dudó sin dejar de mirar por la ventana bajo la atenta mirada y la expectación de los demás. Tuvo en cuenta, por otra parte, que no tenía ninguna queja de Toni Hoyos, también valenciano. Además, los muchachos habían sido sinceros contándoselo todo; además, tenía que vender a Bouba. Porque era el único crack que tenía y cuando tienes uno y es africano hay que venderlo, porque con los jugadores africanos nunca se sabe; porque el interés del Bayern, el Inter y el Milán era más bien exagerado (los tres habían hecho muchos fichajes y sus arcas se resentían por ello); además, quería irse de Senegal, demasiados años lejos de su hogar. Era el mejor momento para venderlo. ¿Qué importancia tenía si lo compraba un club o un particular? Lopera, Gil y Gil, Florentino Pérez… habían financiado a jugadores personalmente. Ellos o una sociedad que les pertenecía.
– ¿Ese individuo… quiero decir, el señor Lloris… es un empresario serio?
– Con nosotros cumplió -respondió Marimon-. Además, ha vendido todas sus sociedades.
– O sea que tiene dinero fresco.
– Muchísimo -afirmó Petit. Y, por curiosidad, añadió-: ¿Cuánto vale Bouba?
– Setenta millones de euros. Algo más de once mil millones de pesetas, para entendernos. Por menos no voy a venderlo. -Curull observó la escasa reacción de los representantes políticos. Probablemente se habían quedado clavados en sus sillas-. A Zidane lo traspasaron al Madrid por trece mil millones de pesetas y rondaba los treinta años.
– ¿Y por qué vendes al tuyo más barato?
– La crisis, muchachos. Los clubes están sin blanca.
Los clubes sí, pero a Lloris le salía el dinero por las orejas. De repente (o quizá no tan de repente, a fin de cuentas era el secretario de finanzas) Marimon tuvo una idea orgánicamente política. ¿Y si Bouba, sin que Lloris lo supiera, patrocinara al Front? Marimon no sabía mucho de fútbol, pero si Zidane había sido comprado por aquella barbaridad con treinta años, Bouba, por mucha crisis que sufriera el fútbol, valía por lo menos lo mismo, lo que significaba mil quinientos más para Curull y otros tantos para el Front. Con aquellos millones podrían adquirir una sede comparable a las de socialistas y conservadores. El problema era cómo sugerírselo a Curull.
– ¿Cómo se reparten las comisiones en el mundo del fútbol? -preguntó el secretario de finanzas-. Por pura curiosidad, vaya.
A Curull le resultaba demasiado familiar ese tipo de curiosidades.
– Hombre, en el caso de Bouba, como es propiedad mía, no hay comisiones. Lo compré por un precio, lo vendo por otro… Y punto.
– Punto y aparte, Curull -intervino Hoyos-. Yo he cumplido con mi trabajo.
– Ya contaba con ello, Toni. Tendrás tu comisión.
– Pero… nosotros también ayudaremos a venderlo -dijo tímidamente Marimon ante la atenta mirada de Petit.
– Muy bien, vamos allá: ¿cuánto queréis cobrar?
– Lo que sea legal, Curull. Y ten en cuenta que no es para nosotros, es para el partido. Ya que eres nacionalista…
– Escuchadme bien, nada de mezclar las causas ideológicas con el dinero. Vosotros me decís cuánto queréis y yo pago.
– Hay que comprar una nueva sede -se atrevió Petit.
– Mientras no esté en el paseo de Gracia…
– Dejémoslo en una comisión razonable.
A Curull, las comisiones razonables en el mundo del fútbol le parecían auténticos atracos, pero ya estaba más que acostumbrado.
– Mirad, primero hablamos con el señor Lloris y luego ya veremos qué podemos hacer por la nueva sede. ¿Os parece bien?
– Como quieras, Curull.
Se urdió una estrategia que constaba de los siguientes pasos: Petit hablaría con Juan Lloris; después Hoyos lo haría con Rafael Puren. El tercer paso reuniría a Celdoni Curull con Lloris. Si el empresario aceptaba comprar personalmente a Bouba (recuerda, Curull, el reparto de comisiones), entonces pondrían en marcha la operación política: que los conservadores convencieran al principal accionista del club, Lluís Sintes, para que vendiera todo el paquete a Juan Lloris. Se insistió en que de la coordinadora de peñas y de la agrupación de pequeños accionistas se encargaría el amigo de Hoyos, Puren (por cierto, advirtió Hoyos, con alguna bagatela tendremos que agradecérselo: lo dejamos en tus manos). Curull selló el pacto y el inicio de una provechosa amistad dando un leal apretón de manos a Petit y Marimon, pero ni Petit ni Marimon se lo dieron a Hoyos recordando a Josep Valles.
En la barra de la cafetería del hotel, el secretario general y el de finanzas se tomaron un chupito de ron antes de acudir, en representación de la Generalitat, a una exposición de abanicos valencianos del siglo XVIII.
– Vicent, tengo que confesarte que cuando has pedido la comisión me he quedado de piedra. Yo no me hubiera atrevido a hacerlo.
– Donde esté mi cuñado por fuerza tiene que haber comisiones.
– ¿A cuánto crees que ascenderá la nuestra?
– He calculado mil quinientos millones de pesetas.
El vasito de ron de Petit se quedó entre su boca y la barra. Lo volvió a dejar en el pequeño plato sin probarlo.
– De modo que mil quinientos millones de pesetas -repitió incrédulo o más bien idiotizado.
– Algo así. Y es lógico. Escúchame: en vez de vendérselo por diez u once mil millones, que lo haga por trece o catorce. Los tres mil que Lloris pague de más serán los que nos repartamos. Vaya, como si fuera una comisión de obra pública corriente y moliente.
– Lloris no se chupa el dedo.
– Lloris sabe tanto de fútbol como tú y yo. Además, está loco por presidir lo que sea, hasta una asociación de vecinos. Ya verás como le encantará ser presidente del Valencia, con miles de personas ovacionándolo.
– Ahora lo difícil será convencerlo.
– Eso es asunto tuyo. El mío será ocultar mil quinientos millones.
– ¿Es dinero negro?
– Como Bouba.
– Será un problema.
– Mientras los problemas sean como ése, dame todos los que quieras.
– ¿Sí? -Por segunda vez el vasito se quedó a medio camino-. A ver, dime qué harás con toda esa pasta. Yo no quiero saber nada.
– Pues no preguntes.
– Digo que no quiero saberlo oficialmente.
Marimon bebió. Petit apuró el ron de un trago y esperó su respuesta. Después de un sorbito, el secretario de finanzas hizo chasquear la lengua contra el paladar.
– Sinceramente, Francesc, no sabría dónde meterla.
– ¡Coño! ¿Y por qué la has pedido?
– A nadie le amarga un dulce.
– Pues con tantos nos podemos quedar diabéticos perdidos.
– En el mundo del fútbol todo el mundo saca provecho y no he podido evitar caer en la tentación de pedir una pequeña ayuda.
– ¿«Una pequeña ayuda»?
– Hombre, puestos a pedir entre cantidades tan astronómicas…
– ¡Caguendéu, Vicent, piensa bien las cosas antes de hacerlas!
– ¡Aún no tenemos el dinero!
– Y aún tenemos que maquillar parte de los seiscientos millones de las elecciones. A ver cómo cojones disimulamos mil quinientos.
– Vale, vale… Tienes razón: pediré menos.
– ¡¿Qué coño vas a pedir menos?! ¿No decías que querías problemas así?
– Estaba eufórico.
– Un momento, estamos alterados. Tranquilicémonos.
Marimon apuró el vasito de ron. Petit pidió un par más. Cuando la camarera los sirvió, se los bebieron de un trago.
– Pongamos que la sede cueste cuatrocientos millones -estimó Petit.
– Nos quedan mil cien.
– Mobiliario, ordenadores, cortinas y tres empleados, cuarenta o cincuenta más.
– Mil cincuenta.
– Y…
– Y… ¿qué?
– Me sobran más de mil.
– Sobran muchos más -dijo Marimon de repente algo afligido-. Ahora que me acuerdo, no hemos pactado el dinero con Curull. Le hemos dicho que queríamos una comisión cuando en realidad pensaba en una venta hinchada artificialmente.
– O sea, que ya no tenemos el problema.
– Pero a lo mejor tendremos la sede.
– Sospecho que no será ni demasiado grande ni muy céntrica.
La Gaseosa Júcar era la más veterana que se hacía en Valencia. De hecho, la Júcar pertenecía al imaginario colectivo de los valencianos. Salvador Ribas había heredado tan tradicional y entrañable empresa de su padre; también su fervorosísima afición por el Valencia C. F. Su padre había sido directivo del club en la época de Julio de Miguel. Por su padre, que había sido uno de los socios más antiguos, había aceptado formar parte del consejo de administración. Ribas permaneció dos años como miembro de éste. Oficialmente dimitió por motivos personales. De modo escueto adujo que la empresa familiar necesitaba de toda su dedicación.
La versión oficial fue aceptada por los medios de comunicación, en aquel entonces eufóricos ante los éxitos del equipo. Lo cierto es que algún periodista insistió en que Ribas hiciera más declaraciones, pero él lo declinó por completo. A lo largo de dos años, el ex directivo Ribas siguió asistiendo al fútbol, pero en vez de hacerlo en el palco de invitados, donde amablemente el club le tenía reservado un asiento, utilizaba el carnet de socio en su lugar de tribuna.
Santiago Guillem apenas tenía contactos con directivos, una norma que cumplía a rajatabla. Por experiencia propia en sus inicios como periodista y también por lo que sabía de otros colegas, proclives con excesiva facilidad a recibir las lisonjas de los directivos, se mantenía al margen de todos ellos. Para obtener informaciones interesantes o simplemente necesarias prefería a los empleados más discretos y con mayor antigüedad del club. Una estrategia que siempre le había dado buenos resultados. Pero repasando los archivos del periódico en busca de los principales conflictos del club de los últimos años tropezó, sin buscarlo especialmente, con el de la silenciosa dimisión del directivo Salvador Ribas.
Recordó que era una persona que se encontraba a gusto en un segundo plano, lejos del protagonismo, como si, muy adrede, quisiera evitar ser noticia. Ribas había sido tan discreto que incluso a Santiago Guillem, que estaba enterado hasta del más ínfimo detalle, aquello le había pasado desapercibido. Pensó Guillem que un hombre así debía de ser alguien muy serio. Pidió al servicio de información de Telefónica el número de su empresa y se puso en contacto con él. Le sorprendió que accediera a hablar de buen grado pese a advertirle que pretendía saber cuáles habían sido los auténticos motivos de su dimisión, aunque garantizándole el off-the-record de la conversación.
Salvador Ribas recibió a Santiago Guillem al día siguiente, a las diez de la mañana, en su empresa, una fábrica de aspecto familiar y de pocos operarios -casi todos mujeres- a causa de la automatización que había sufrido el proceso de fabricación del producto. De una minúscula cafetera Ribas sirvió dos cafés que tomaron en su despacho particular, un habitáculo acristalado que permitía ver todas las partes que conformaban la cadena de producción, que ocupaban la nave industrial por completo. Ribas explicó a Guillem los detalles de la elaboración, el proceso de modernización que había tenido que imponer en contra de la opinión de su padre, empresario de la vieja escuela que temía cualquier tipo de cambio. Ribas era relativamente joven, y Guillem veía en él a un hombre sensato. A lo mejor ya tenía una imagen preconcebida. En todo caso -una novedad agradable- le transmitía confianza.
Cuando acabaron los cafés, y Ribas terminó de explicarle lo que, en síntesis, era relativo a la empresa, Guillem insistió en asegurarle que todo cuanto le contara permanecería en la más estricta confidencialidad. Ambos se sentaron a la mesa del despacho, uno enfrente del otro. Entonces el empresario echó los vasitos de plástico a la papelera.
– Debo confesar que los medios de comunicación son algo que me aterroriza. Siempre he huido de cualquier tipo de protagonismo. Supongo que es cuestión de carácter, soy un poco tímido e introvertido. Pero tengo que reconocer que, cuando dimití, usted hubiera sido la única persona a la que le habría querido decir algo.
– Tutéame.
Ribas parecía un poco incómodo, como si buscara el registro idóneo para hablar con alguien que admiraba.
– Soy un lector habitual de tus columnas. Me gustan porque son incisivas pero elegantes.
– Gracias. -También Guillem se sintió incómodo. De ahí que dirigiera la conversación por otros derroteros-. Es extraño que, si no te gustan los medios de comunicación, aceptaras formar parte de la directiva. No es el sitio ideal para evitarlos.
– Cosas de familia. Mi padre era un hombre de fuertes convicciones que repartió su vida entre la empresa y el Valencia. Para él, que yo no entrara en el consejo de administración del club, pudiendo hacerlo, suponía una pequeña deslealtad. Pensaba que el apellido Ribas, que tanto protagonismo había tenido en la historia del Valencia (su hermano también fue directivo), debía continuar al servicio del club. El problema es que nunca entendió la transformación radical del mundo del fútbol, los intereses personales que todo lo invadían. Todos mis intentos por explicárselo fueron inútiles. Se empeñaba en que debía seguir la tradición y, por no discutir (ya lo hacíamos bastante por la forma de llevar la empresa), acepté entrar en la directiva,
– Entonces tendrías un motivo importante para presentar la dimisión.
– Lo tenía.
– Lo digo porque te fuiste cuando el club alcanzó los mayores éxitos de su historia; precisamente cuando todo el mundo quiere salir en la foto.
– Era el momento ideal. Si el equipo no hubiera ido bien a lo mejor no lo habría dejado. Sabía que la prensa no me haría demasiadas preguntas, aunque aun así alguien insistió en sonsacármelo.
– ¿Fue una dimisión pactada?
– Fue un pacto conmigo mismo. -Ribas atendió una llamada telefónica. Luego le dijo a la secretaria que no le pasara ninguna más-. No quise dimitir hasta que acabó la temporada. Lo hice a principios del verano, cuando la información deportiva es más escasa.
– ¿Por qué razón?
– ¿Puedo preguntarte por qué durante dos años no te ha interesado y ahora sí?
– Tienes todo el derecho a hacerlo.
– No es ninguna exigencia.
– No lo he entendido así. Mira, en realidad todo ha sido por desidia profesional. Debería haberme dado cuenta de que una persona que no busca protagonismos y que dimite en un momento de euforia en el club lo hace por algo importante. Pero me imagino que en su momento pensé que un accionista con más poder quería entrar y que tú, que si no recuerdo mal sólo tienes quinientas acciones, fuiste el sacrificado.
– Bueno, siempre hay cola para entrar en el consejo.
Ribas lanzó un suspiro y se acomodó en su sillón. Acto seguido apagó el ordenador, recogió unos cuantos papeles dispersos por la mesa. Aún prolongó la pausa antes de hablar.
– Mi padre militaba en el Partido Conservador. Era un hombre de derechas, del antiguo régimen, admirador incondicional de figuras políticas como Fraga Iribarne. En ese aspecto fue tolerante conmigo. Aceptó que no fuera militante. Siempre he evitado pertenecer a cualquier colectivo, pero para compensarle acepté el cargo de directivo en el consejo de administración del Valencia. Cuando entré ya se habían firmado contratos de cooperación con equipos africanos. Se les daban importantes cantidades de dinero a cambio de disponer de una opción preferente sobre las posibles estrellas o simples figuras interesantes que pudieran surgir de esos equipos. Me pareció una buena idea invertir en jugadores jóvenes, ya que los precios del mercado, tanto entonces como ahora, son algo totalmente desorbitado. Siendo directivo viajé a Nigeria con la Generalitat, que invitó a un grupo de empresarios. Son viajes que intentan poner en contacto a empresarios de ambos países o a empresarios del otro país con el Govern para comprobar las posibilidades de abrir nuevos mercados. Desde el punto de vista empresarial, a mí el viaje no me interesaba. Pero mi padre, que había solicitado que me incluyeran entre los participantes por pura vanidad profesional, no quiso que renunciara para no quedar mal con los dirigentes del partido que le concedieron el favor. Lo hizo sin decírmelo. En una de aquellas cenas entre empresarios de ambos países, durante las presentaciones previas, conocí al presidente de uno de los equipos que habían firmado un contrato de cooperación con el club. Como todos los miembros de la delegación excepto yo viajaban para hacer negocios, aquel señor acabó viéndose obligado a sentarse a mi lado. Así fue como supe que entre el dinero que recibía el equipo nigeriano y el que figuraba en el contrato del club había una diferencia muy considerable.
– ¿De cuánto?
– Ciento cincuenta millones.
– Había un doble contrato.
– Sí, pero no se lo dije al nigeriano. Cuando volví me puse en contacto con el gerente del club. Le dije lo que sabía y le pedí explicaciones. No quiso dármelas. Insistí, el tono de la discusión fue en aumento y entonces me dijo que pasados unos días me lo explicaría absolutamente todo. Tuve la sensación de que pretendía ganar tiempo, de modo que le exigí una explicación convincente aquel mismo día. Si no me la daba convocaría una rueda de prensa. Entonces me dijo que hablara con Sebastià Jofre, hijo de un íntimo amigo de mi padre que fue compañero mío en el colegio de La Salle. Jofre era ya un hombre muy ligado al Partido Conservador, pero en la sombra. En aquellos momentos yo sabía perfectamente cuál era el destino del dinero extra de los contratos, pero aun así fui a hablar con él. Ya conoces el resto de la historia: dimití.
– ¿Cuánto dinero del club ha servido para financiar a los conservadores?
– No lo sé exactamente. No quise comprobarlo porque no pensaba utilizarlo para nada. Tenían o tienen contratos de cooperación con cinco clubes africanos. Calculo entre seiscientos y mil millones de pesetas.
– ¿Han devuelto el favor al club?
– Supongo que sí. Hace dos años Bancam concedió un importante crédito al club. Y, según los últimos rumores, volverá a echarles una mano.
– Hace dos años -recordó Santiago- Bancam denegó un crédito de ocho millones de pesetas a un amigo mío para reformar su casa. Se ha tenido que comprar otra después de vender la suya a precio muy bajo.
– Te podría contar muchas anécdotas de pequeños empresarios necesitados de un crédito a los que también se les denegó. La excusa es que las líneas de crédito de Bancam se encuentran en estado de riesgo, según el Banco de España.
– ¿Es cierto?
– Sé que un grupo de empresarios próximos al poder se ha beneficiado de créditos altísimos. Parece ser que ahora algunos de ellos tienen dificultades para devolverlos. Como ya sabrás, Bancam está controlada por los conservadores.
– ¿Los dirigentes de los equipos africanos participan en el fraude?
– No puedo demostrarlo. Si lo hacen, el nigeriano que conocí lo disimuló muy bien. Pero hay algo seguro: este tipo de operación sería impensable con equipos europeos. -Ribas se levantó y se preparó otro café-. ¿Quieres uno?
– No, gracias. ¿Todavía hacen contratos de cooperación?
– Sí, pero supongo que serán correctos.
– Sólo lo supones.
– No me imagino que después de saberlo yo y dimitir sigan haciendo lo mismo.
– Es una buena fuente de ingresos para los conservadores, limpia y fácil.
– Sebastià Jofre me dio su palabra de que sólo había sido algo circunstancial, en un momento en que el partido lo necesitaba con urgencia.
– ¿Callaste porque te lo pidieron los conservadores?
– Me lo pidió mi padre.
– ¿Tu padre llegó a saberlo?
– Yo se lo conté.
– ¿Qué dijo?
– Nada. -Ribas se quedó de pie. Se tomó el café-. Pero lo aproveché para dimitir y para dirigir la empresa según mis criterios. Mi padre no se opuso.
– Estoy pensando en los jóvenes africanos de la residencia. No conozco a ninguno que haya debutado en el primer equipo.
– Son jugadores de un nivel técnico estándar. He leído informes que afirman que no se adaptan a nuestras costumbres. Los traspasan a otros equipos o los mandan de vuelta a su país.
– Quizá aún hagan dobles contratos.
– Hasta ahí no llego.
– Da igual, me has sido de gran ayuda.
– ¿Para qué?
Santiago Guillem se quedó mirando fijamente a Ribas. En efecto, la información no serviría de nada. Y no sólo porque había comprometido su palabra en el off-the-record de la conversación, sino porque si insinuaba tan sólo un indicio de todo aquello de inmediato silenciarían a los equipos africanos con dinero, ya que andaban muy necesitados, y porque, al fin y al cabo, ¿a qué equipo africano de los implicados le interesaría destapar la estafa? Ellos recibían lo que habían firmado y, además, sin ningún esfuerzo. Guillem se levantó para despedirse.
– He pedido la jubilación anticipada.
– Llevas muchos años siendo periodista, ¿no?
– Los suficientes para dimitir.