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La soga de la situación política se estrechaba alrededor del cuello de Júlia Aleixandre un poquito más cada día. Había comprobado con qué severidad los empresarios exigían la realización de los proyectos urbanísticos. Desde finales de la década de los ochenta, la patronal valenciana había mostrado una avidez incontenible por el cemento y el hormigón, y había rechazado, en aquella época, el objetivo de proyecto institucional València Parc Tecnològic, una creación del Govern socialista que pretendía incentivar la investigación y la promoción industrial innovadora. València Parc Tecnològic apenas duró un año y medio. La sensación de fracaso que dejó el proyecto fue fruto del ataque sistemático de los poderes empresariales y de la campaña de los medios de comunicación afines, orientada a acabar con todo lo que implicara cualquier indicio de modernidad. Ahora la patronal, siempre coercitiva, reclamaba en la presente legislatura la Ley de Ordenación del Territorio. Había apostado fuerte para que los conservadores mantuvieran su mayoría absoluta, pero la sorprendente y decisiva irrupción del Front en la política parlamentaria había echado a perder todos sus planes.
En el Partido Conservador, a Júlia se la hacía responsable de todo lo relacionado con la estabilidad del Govern. Se le confiaba la actitud negociadora, la capacidad disuasoria. Le habían imputado como fracaso personal el hecho de que el Front alcanzara el siete por ciento en las pasadas elecciones. No le permitirían ninguno más. Así se lo habían insinuado desde las más altas instancias institucionales. En su ámbito político Júlia estaba creando desconfianza, situación que, de ratificarse, la llevaría sin remedio al ostracismo. Por lo tanto debía actuar con rapidez y contundencia. Se encontraba prácticamente sola. Casi podía sentir el vacío a su alrededor. En sus círculos más inmediatos -que, como todos los que se mueven alrededor del éxito, eran intuitivos- se evitaba ser arrastrado por alguien proclive a padecer una caída vertical. La única persona en la que confiaba era su amigo Oriol Martí. Creía en él no sólo por amistad sino por la decisiva ayuda que le había proporcionado en sus inicios como empresario de la construcción.
Júlia le pidió reunirse y Oriol la citó en su loft de la avenida del Puerto. Le pareció excitada, dispuesta a cualquier cosa; a amenazar al Front en vez de negociar. Oriol la escuchó; en realidad dejó que aliviara tensiones. Entonces le dijo que en su estado era difícil reflexionar, que la presión que estaba sufriendo la imposibilitaba para negociar, ya que era evidente que necesitaba resultados inmediatos. Oriol dejó que su desesperación acabara madurando hasta obtener la pregunta que esperaba: ¿qué puedo hacer? No se lo pidió directamente, pero era obvio que le estaba rogando que intercediera si veía algún modo de hacerlo.
Oriol se ofreció, si ella estaba de acuerdo, a hablar personalmente con Francesc Petit. Casualmente, añadió, el Front se había dirigido a él para que le buscara una nueva sede. De modo que, con aquel pretexto, convocaría hoy mismo una reunión con el secretario general y por la noche se volverían a ver en su casa.
Por la noche, después de cenar, Júlia volvió a casa de Oriol. Oriol no había hablado con Petit. Conocía a la perfección todos los pasos que estaba dando el secretario general y no le hacía falta entrevistarse con él. Ya lo había hecho.
– Tengo buenas noticias que darte.
Con aquellas palabras la recibió Oriol de nuevo en su casa. Ella le dio un fuerte abrazo. Era de esa clase de personas que pueden ser muy agradecidas mientras todo funcione a su gusto, pero de muy mal trato si la realidad se muestra contraria a sus intereses.
– Como mínimo -añadió Oriol- tienes una puerta abierta para intentar resolverlo.
Pasaron a una especie de salón muy amplio. Júlia no quiso tomar nada. Se sentó en el sofá. Oriol se sirvió un poco de whisky.
– ¿Has tenido que ceder personalmente en algo?
Oriol recibió aquella pregunta, pese a esperarla al final de su diálogo, con satisfacción disimulada pero humildad manifiesta.
– No te preocupes. También yo te debo mucho. -Se sentó. Bebió algo de whisky-. La clave está en Lloris. -Antes de que Júlia respondiera, ya que el empresario siempre había sido una figura de mal agüero para ella, Oriol se lo impidió con un gesto-. Ya te he dicho que tienes una puerta abierta. No es más que eso, pero es una salida. Pero antes de decir nada necesito que me garantices que Petit nunca sabrá que te lo he contado.
– Tienes mi palabra.
No era mucho, pero tampoco esperaba más.
– Cualquier indiscreción lo estropearía todo. En el fondo, la perjudicada serías tú. -Quizá se acababa de asegurar la discreción que necesitaba-. También Petit sufre mucha presión.
– Lo sé, por la contestación interna.
– Tiene otra contestación peor: Lloris quiere que le devuelva el favor de los cuatrocientos millones de pesetas.
– ¿Lo ves? Te lo dije. Sabía que más tarde o más temprano Lloris les reclamaría el favor.
– El problema es que no quiere cualquier cosa. Pretende que lo conviertan en alcalde de Valencia.
– Eso es imposible.
– Más que imposible, pero él está decidido. Cree que si el Front ha sido indispensable para formar el Govern de la Generalitat también lo será en el Ayuntamiento.
– Las bases del Front jamás tolerarían a un candidato como Lloris.
– Ése es el gran problema de Petit. Y ahí es donde puedes ayudarle.
– No veo cómo.
– Petit quiere convencerlo para que sea candidato a presidente del Valencia. -De nuevo Júlia intentó interrumpirle-. Espera un momento. Ya sé que, al igual que a Petit, te asusta que Lloris ocupe cualquier cargo de prestigio, pero de entrada es un mal menor tanto para ti como para él. Para él, porque se evita un grave problema en el partido; para ti porque puedes forzarlo a un acuerdo.
– Un acuerdo así nunca está asegurado.
– No tienes otra posibilidad.
– ¿Cómo puedo ayudar a Petit?
– Persuadiendo a Lluís Sintes para que venda sus acciones a Lloris.
– Con las acciones de Sintes no le bastará.
– Pero tú habrás cumplido con tu parte. A cambio exiges a Petit que haga una declaración pública a favor del proyecto de Ley de Ordenación del Territorio.
– ¿Sólo una declaración?
– Es todo cuanto puede hacer.
– Sintes querrá una contrapartida. Siempre ha aspirado a presidir el Valencia.
– Sintes tiene una sociedad constructora. No te resultará muy difícil.
– La patronal se opondrá.
– Deben entender que no hay nada mejor que ceder una parte. La patronal te exige una solución, en tu partido te la están pidiendo. Pues ya la tienen. Lo que no pueden pretender es salir sin pagar ningún precio de una negociación casi sin salida. Aceptarán.
– El otro día me reuní con Parma, Ferrer y Pérez. Ferrer me amenazó con apoyar a los socialistas si no lo arreglo.
– Es un farol. Con ellos aún lo tendrían más difícil.
– No lo tengo claro. Una ley hecha por los socialistas contaría con un mayor apoyo del Front. Petit no sufriría tanto desgaste. Y eso sin contar con que no sería la misma.
– Dudo que se atrevieran a hacer grandes cambios. Se verían obligados a entenderse con la patronal igualmente. En su momento ya comprobaron que no es muy rentable tenerla en su contra.
– ¿Y tú crees que la negociación con Lloris es la única salida?
– La única. Estás en manos de Petit, y Petit en las de Lloris.
– Mañana hablaré con él.
– No. Deja pasar unos días. Si yo lo he hecho hoy, no es conveniente que tú lo hagas mañana.
– No me sobra el tiempo. Como máximo dentro de dos o tres días lo llamaré por teléfono.
Júlia se levantó. Se fue al lavabo. Cuando salió se acercó a los estantes de la videoteca de Oriol. La repasó durante unos minutos. Estaba ordenada alfabéticamente por los apellidos de los directores. Sacó un DVD.
– A veces me recuerdas al Gabriel Byrne de Muerte entre las flores. Finge estar de un lado cuando en realidad está del otro. ¿Te sientes identificado con él?
– No. Los dos bandos lo tratan a patadas y pierde a la chica.
– La pierde porque es fiel a su amigo.
– Yo no tengo amigos.
– ¿Qué somos nosotros, entonces?
– Si no tuviéramos intereses, quizá lo sabríamos.
Francesc Petit se sorprendió en grado sumo al comprobar lo fácilmente que Lloris aceptaba la posibilidad de presidir el Valencia. Y eso que insistió en que se trataba, únicamente y por el momento, de una simple hipótesis. Se había estado preparando para aquel encuentro durante una hora en su apartamento, donde tenía que recibirle; había procurado dar con la forma idónea de comunicarle la conveniencia de aceptarlo. Había elegido las palabras con precaución, como si Lloris les diera algún valor. Parecía que le estuviera lanzando mensajes subliminales entre una palabra y otra. Pero Lloris lo vio enseguida todo tan claro que Petit ni siquiera tuvo que endulzárselo con las más que probables ventajas que implicaría presidir el Valencia: el empresario lo captó de inmediato con su instinto para detectar negocios rápidos y productivos. La conversación sobre el tema apenas llegó a durar más de un cuarto de hora, y eso que Petit había empleado diez minutos en un prólogo de cortesía (primero un puro y el posterior comentario, luego una copa de coñac comprada expresamente para la visita). Cuando ya habían planificado por completo el esquema de la estrategia, que el mismo Lloris bautizó con el nombre de «Lloris president», Petit, aquella noche especialmente eficaz, llamó a Celdoni Curull para que se presentara enseguida en su apartamento. A petición del secretario general, el catalán acudió sin Toni Hoyos.
Petit recibió a Curull con aires de liberación, como si la presencia del intermediario fuera también un traspaso de responsabilidades. Le hizo pasar a la sala, donde un Lloris rebosante de felicidad se fumaba un Montecristo del tres y, sentado con las piernas cruzadas, bebía una copa de armañac. Lloris se levantó para saludar a Curull y en aquel apretón de manos había todo tipo de premoniciones.
– Siéntese, siéntese, por favor.
De las tres cosas Lloris sólo entendió la tercera y por referencias. [2]
Estuvo a punto de pedirle que se pasara al castellano, idioma que aunque no dominaba sintácticamente al menos entendía a la perfección. No obstante, y ante la presencia del secretario general del Front, partido que Lloris había consolidado con su dinero, prefirió seguir escuchando a Curull hablar en su idioma con la esperanza de que los verbos y la fonética no echaran a perder la reunión.
– El señor Petit… -empezó Curull después de sentarse al lado de Lloris-. Por cierto -dijo de repente mirando al secretario general-, su apellido es catalán de pura cepa.
– De Odena.
– ¡No me fastidies! ¡Yo soy de al lado, de Igualada!
– Mi abuelo nació en Odena -explicó Petit sin entusiasmo, ya que imaginaba que Curull aprovecharía la coincidencia para intentar familiarizar la reunión, hacerla más amable y cordial, costumbres que gozan de poco éxito entre los valencianos, poco o nada impresionables cuando de negociar se trata.
– ¿Su abuelo era Cisco el de la cantera? -preguntó Curull alargando el preludio de la operación.
– No, se llamaba Agustí y a los cinco años se vino a Valencia, a Castelló de la Ribera.
Curull se pasó unos minutos recitando los nombres y apodos de todos los Petit de Igualada y sus alrededores, en busca del árbol familiar del secretario general. Tiempo suficiente para darse cuenta de la escasa inclinación de los valencianos por la familia, ese gran invento de los notarios.
– El señor Petit -volvió a empezar Curull- me ha hablado muy bien de usted. Me ha dicho que es un hombre serio y cumplidor.
– He sido empresario durante treinta años.
– ¿Ya ha dejado de serlo?
– He vendido mis sociedades. -Venta de la que Curull estaba al corriente, si bien no pretendía aturdirlo con tanta información sobre él, algo que revelaría un interés más que sospechoso-. Pero a ratos aún me dedico al tema.
– ¿A qué se dedica?
– Compra y venta, más que nada.
– Pues mire, señor Lloris, en cierto modo el negocio que le propongo está relacionado con su actividad actual. Porque usted quiere ser presidente del Valencia, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Cuántas acciones tiene?
– Ninguna.
– Perfecto. Ya lo sabía. Supongo que el señor Petit ya le habrá informado de cómo hacerse con el control del paquete principal.
– Sí.
– Pero con esas acciones no bastará. Aun así, sabemos cómo hacerle ganar la próxima asamblea.
– ¿Cómo?
– Con un golpe de efecto.
– ¿Qué golpe de efecto?
– Ndiane Bouba -dijo Curull, satisfecho como un mago al sacar el conejo de su chistera.
– ¿Y ése quién es?
– ¡Hombre…, señor Lloris! Estamos hablando del jugador con mayor proyección internacional del momento. Se lo digo yo, que de eso entiendo. Tenga en cuenta que he sido seleccionador de Guinea.
– ¿Durante cuántos años?
– Un partido. Ya sabe usted cómo es el fútbol.
Curull percibió el escepticismo de Lloris y se desanimó bastante. Era consciente del déficit informativo de Lloris en materia deportiva, pero que no supiera quién era Bouba evidenciaba una ignorancia escandalosa. Daba igual, estaba dispuesto a endosárselo de todos modos.
– Te diré algo, Curull -se sinceró Lloris-: en el último partido del Valencia que vi en directo aún jugaba Kempes.
– Gran jugador -afirmó el catalán-. Pero debería ponerse un poco al día. Los periodistas le harán un montón de preguntas. Tenemos que proporcionarle un carnet de socio. Pero no se preocupe. Mi ayudante, valenciano como ustedes, ya tiene la fórmula para arreglarlo.
– ¿Cuánto me costará?
– ¿La fórmula?
– El ayudante.
– Nada. Piense que tanto el señor Petit como yo mismo seremos una especie de asesores para usted. Pondremos toda nuestra infraestructura a su servicio.
¿En mi cerebro? ¿Es que no tengo bastante?, pensó Lloris. [3]
– Bueno… -intervino Petit-, yo prefiero permanecer al margen de todo esto. Es lo más aconsejable dada mi situación política.
– Tiene razón. -Quitarse a un político de encima también resultaba de lo más aconsejable, sobre todo para Curull-. ¿No está de acuerdo; señor Lloris?
– Me parece bien.
– Le facilitaremos un carnet de socio con quince o veinte años de antigüedad. Se excusará diciendo que no iba a Mestalla porque estaba insatisfecho con la forma de hacer las cosas de los dirigentes y con el equipo.
– Un momento, no exageremos -interrumpió Petit-. Que yo sepa, en los últimos años el Valencia ha ganado una Copa del Rey, una Liga y dos subcampeonatos de Europa.
– Los subcampeonatos no se ganan, se pierden.
– Ése es el problema -exclamó con autoridad Lloris-, que en Europa fracasan.
– Muy bien, señor Lloris. En casi noventa años de historia el Valencia no ha ganado ni una Copa de Europa.
– El Barça es más antiguo y sólo tiene una -replicó Petit.
– Estamos hablando del Valencia -dijo Curull-. El señor Lloris debe basar su campaña en hacer del Valencia un referente en Europa. Al subcampeón no lo conoce nadie.
– ¿Tengo que hacer campaña?
– Y tanto. Mi ayudante está preparándolo todo. Peña a peña, empezando por la coordinadora. Allí tenemos a un personaje clave, un tal Rafael Puren, que será su hombre de confianza.
(A propósito de Puren, en aquel mismo instante, cuando eran casi las doce de la noche, sentado en su cama -mientras esperaba que su mujer volviera del bingo Jaime Primero, en la Gran Vía Fernando el Católico-, descansaba plácidamente tras haber prendido fuego a cinco contenedores del distrito de Abastos: uno en la calle Calixto III, dos en la de Juan Llorens y dos más en la de San José de la Montaña. En apenas veinte minutos. No resulta nada fácil hacer algo así con tanta rapidez y eficacia. Intentadlo vosotros. Los bomberos tardaron media hora en apagarlos. Al día siguiente, la Delegación del Gobierno no emitiría ningún comunicado de prensa en absoluto. No había que alarmar a los ciudadanos por cinco contenedores.)
– ¿Quién es? -quiso saber Lloris.
– Un aficionado entregado sin horas al Valencia. Ya quedan muy pocos como él.
– ¿Cuánto me costará?
– El tipo es gratis -lo tranquilizó Curull.
– A mí los asesores siempre me han costado un ojo de la cara.
– De éste nos encargamos nosotros. Pero tendrá que llevárselo con usted al consejo de administración. Necesita a un hombre de confianza. Que el club lo libere.
A Lloris, poco acostumbrado a comprar barato, tanta oferta le estaba empezando a mosquear.
– Usted necesita asesores. Rafael Puren es el hombre más importante de la coordinadora de peñas. Por otra parte, mi ayudante Toni Hoyos…
– Un momento -interrumpió Petit.
– ¿Qué pasa?
– Toni Hoyos no puede asesorarlo.
– ¿Por qué?
– Pues… lleva muchos años viviendo en Senegal. Está desconectado de la realidad del Valencia.
– Haremos que lo asesore en otros aspectos.
– En la sombra -dijo Petit-, que se mantenga en la sombra. El señor Lloris debe disponer de asesores que conozcan el club.
– Mirad, cuantos menos asesores mejor. No hacen más que marear la perdiz.
– Estoy de acuerdo -aprobó Petit-. Además, el tal Puren, por el cargo que ocupa, será una auténtica enciclopedia. Ya no le hacen falta más.
– Hoy ya no me hace falta nada más -dijo Lloris levantándose, mirando su reloj con cara de sueño-. Mañana seguiremos hablando.
– Señor Lloris, aún falta lo de Bouba.
– Necesito estar despierto para ese negocio. He tenido un día muy duro. Lo aplazamos para mañana por la mañana. Por cierto, ¿ha venido en taxi?
– Sí.
– Me gustaría mucho llevarle al hotel. ¿Dónde está?
– En la plaza del Ayuntamiento.
– Me viene bien.
Lloris se despidió de un estupefacto Petit, que no pudo ni reaccionar ante la terminante decisión del empresario de marcharse, y se dirigió a la puerta. Antes de que Curull fuera tras él, el secretario general le dedicó unos gestos visibles con dos dedos: recordó la comisión. Curull asintió en silencio. En el rellano del apartamento, Lloris se dirigió a Petit.
– Para esta operación necesitaré un crédito de Bancam. O mejor dos: uno para mí, para comprar el paquete de acciones, y otro para el club. -Miró a Curull-. El fichaje de Bouba tendrá que hacerse ya, ¿no?
– Por supuesto, ya tenemos la asamblea encima. Bouba será su golpe de efecto.
– No puedo conseguir un crédito hasta que no seas presidente -le advirtió Petit.
– Yo pagaré el jugador, pero luego tendrá que quedárselo el club.
– Son dos créditos considerables.
– Tú sabrás cómo hacerlo.
Lloris abrió la puerta del ascensor. Curull también entró. Ambos bajaron. Con ellos, pensó Petit, quizá también se iba la futura sede.
Sentado cómodamente en el Jaguar de Lloris, Curull se dio cuenta de repente de que al empresario se le había pasado el sueño. Lloris lo llevó al pub Boss. En la barra y en animada conversación (el catalán le contó su estancia en Guinea), se bebieron dos cubalibres de ron. Lloris le escuchaba encantado: me identifico con los hombres que, al igual que yo, han tenido una vida muy dura. Entonces Curull siguió explicándosela con entusiasmo. Como la música del pub estaba un poco alta y la gente, bailando, los empujaba, decidieron marcharse a Ánimas, donde sólo consumieron un gin-tonic, ya que la clientela también empezaba a fastidiarlos y el humo espeso del local molestaba a Curull. De allí, a propuesta de Lloris (Curull, tambaleándose, prefería irse al hotel, pero Lloris le confesó que se encontraba muy a gusto con él), se fueron hacia la discoteca Indiana, a aquellas horas todavía con una afluencia aceptable. En la barra de la sala de salsa se tomaron un par de whiskies, al lado de dos rusas de sugerente mirada.
– Putas -le aclaró Lloris-. ¿Te gustan?
– No, no… oiga… yo es que no uso.
– Bien hecho.
– Suelen traer problemas.
– Todas suelen traer problemas. Pero si te apetece te envío una al hotel. Discreción absoluta.
– No, no. Muy agradecido. Déjelo estar.
– ¿Otro whiskyto? -Antes de que Curull respondiera arrastrando las palabras, ya lo tenía delante.
– Amigo… voy un poco ciego.
– De modo que Bouba será mi golpe de efecto.
– Un crack, señor Lloris. ¿Se acuerda de Cruyff?
– De vista.
– Pues, en el terreno de juego, el holandés iría a traerle los carajillos.
– Pero será muy caro.
– Hombre… caro, caro… depende. Tiene diecinueve años, es el máximo goleador de la selección senegalesa. Una estrella. Si usted se presenta a la asamblea con un contrato firmado por Bouba, tenga por seguro que ganará.
El codo de Curull resbaló barra abajo. Lloris le ayudó a incorporarse.
– Sí que debe de ser caro, Bouba.
– ¿Qué considera usted caro?
– Aún no me lo has dicho.
– Mire, vayamos al grano. -Curull apuró el whisky. Lloris le volvió a pedir otro-. En pesetas, ocho mil millones.
Lloris no dijo nada. Miró a las dos rusas.
– Están buenas, ¿eh?
– Es que yo…
– Te lo compraría, pero no a ese precio.
Tendría que haberle pedido mil millones más, se dijo Curull. El puto regateo…
– Tal como está el mercado, le aseguro que es un precio ajustadísimo.
Curull se quedó mirándolo. La camarera le llevó el whisky. Bebió un poco. Llevaba un pedo considerable, pero aún era capaz de hacer malabarismos para ver las cosas en perspectiva.
– Brindemos.
– Así me gusta, señor Lloris.
– Tienes que vendérmelo por once mil millones de pesetas.
Curull suspiró. Acto seguido cogió el brazo de Lloris, o más bien se aferró a él.
– A ver si le entiendo: ¿once mil oficiales?
– Me has entendido.
– ¿Y extraoficiales?
– Ocho mil. No quiero robarte.
– ¿Y qué pasa con los tres mil que sobran?
– Podemos discutirlo.
– Los del Front…
– No me digas que te han pedido dinero.
– Los muchachos han cumplido con su parte. Además, tratándose de un partido nacionalista… francamente, como catalán no lamento darles un empujoncito.
– ¿«Un empujoncito»? Les di cuatrocientos kilos en las últimas elecciones.
– ¿Y no las ganaron?
– Son unos inútiles. Mi valencianismo me ha costado un gran sacrificio económico.
De nuevo el codo de Curull resbaló barra abajo.
– Sostente -le aconsejó Lloris casi riñéndolo-. Alguien tiene que compensarme por todo lo que he hecho.
– Pero hincharlo con tres mil más… El club tiene problemas económicos.
– No hay ningún club importante que desaparezca. Yo ya me la jugué con el Front, ahora quiero tener las espaldas bien cubiertas. Ten en cuenta que aún debo comprar un gran paquete de acciones, pedir un crédito que he de devolver…
– Dejémoslo en dos mil.
– Dos mil quinientos.
– Es la primera vez que hincho un contrato.
Era la primera vez que traspasaba a una estrella.
– Oye, déjate de angustias y de mariconadas. Tú te llevas ocho mil y yo sólo dos mil quinientos.
– ¡Pero Bouba es mío! He estado años manteniéndolo.
– Si no te lo compro te lo tragas.
– Oiga, usted no necesita asesor.
Lloris lo cogió por los hombros de forma amistosa.
– Ya verás la que voy a armar. Ahora sí que sabrán quién soy yo. -Y susurrándole al oído-: ¿Celebramos el acuerdo echándonos una fiestecita con las rusas?
– Es que estoy como una cuba. No sé si…
– Ésas hacen milagros -aseguró Lloris. Acto seguido pidió a los de la barra una libreta y un bolígrafo. Con cuatro trazos garabateó un compromiso provisional por el que Celdoni Curull le traspasaba a Bouba por diez mil quinientos millones de pesetas. Se lo entregó para que lo firmara.
– Hombre, ¿por qué no lo ha escrito en valenciano?
– Esto es un contrato serio. Firma.
Lo hizo con una firma enrevesada y prácticamente ilegible. Curull no recordaba cuántos años hacía que no iba bebido. Por primera vez, había firmado un compromiso de contrato hinchado; también por primera vez se fue a la cama con una prostituta (en realidad con dos, Lloris había tenido un día muy duro y su estado tampoco es que fuera esplendoroso). Lo dejó ante la puerta del hotel. Sólo pudo subir a la habitación gracias a las rusas. Pasaron la noche con él, esperando a que despertara. Tenían que cobrar.
Guillem recibió la noticia de la muerte de Pasieguito a través de Cèlia, que se había enterado en las instalaciones del club, durante la rueda de prensa diaria. Precisamente cuando estaba hablando Albelda, un empleado le pasó una nota para que anunciara el fallecimiento del ex jugador y ex técnico. Estando enfermo de Alzheimer, que Pasieguito muriera no fue ninguna sorpresa para Guillem. Había dejado de verlo un año antes. Sus últimas conversaciones fueron muy tristes para el periodista. Le tenía mucho aprecio a Pasieguito y le preocupaba su falta de recursos para la evocación. Apenas recordaba nada de lo que compartían, que era mucho; la enfermedad lo había convertido en un olvido casi absoluto.
Bernardino Pérez, Pasieguito, hombre noble y honesto, fue jugador y entrenador del Valencia. En ambos cargos ganó títulos. Como secretario técnico descubrió a Kempes y a Mijatovic, dos de las grandes figuras del club en las dos décadas anteriores. Pasieguito, no obstante, siempre se mantuvo en un segundo plano, anteponiendo los intereses del colectivo a los personales, como cuando, por poner sólo un ejemplo, tuvo que cargar con un año de sanción por haber jugado, con dieciocho años, en el primer equipo del Valencia, circunstancia punible porque en aquella época no se podía debutar en la división de honor siendo aún juvenil, y libró así al club de un más que severo castigo. Al funeral, en la iglesia de San Agustín, acudió muchísima gente. Guillem llegó tarde, pero salió el primero para evitar a ciertos dirigentes y asistentes que prefería no ver, o mejor dicho que no le vieran. A punto de entrar en una de las bocas del parking se dio cuenta de que allí mismo estaba Rafael Puren, ante la puerta de la iglesia, hablando con uno de los directivos del club. Entonces se situó en el pasaje de la Finca de Ferro y esperó.
Un cuarto de hora más tarde, Puren atravesó la plaza en dirección a la calle Xátiva. Levantó la mano para detener a un taxi, pero el periodista le llamó.
– Hola, señor Guillem. No lo he visto en el funeral.
– Estaba fuera. ¿Quieres que te lleve? Tengo el coche en el parking.
Puren aceptó de buen grado; era un honor que no creía merecer. Guillem había criticado el servilismo de la coordinadora de peñas respecto al club. Y por consiguiente Puren, que había tratado de hablar con él a propósito de las críticas sin lograrlo, se extrañó muchísimo ante el favor del periodista. Enseguida salió de su sorpresa, cuando el coche subía por Guillem de Castro hacia el antiguo cauce, justo después de confesarle que sentía muchísimo que estuviera a punto de retirarse de la profesión. Es usted un gran valencianista.
– Déjate de cumplidos y cuéntame esa bomba informativa que dices tener.
– ¿Qué bomba, señor Guillem?
– He oído que conoces una gran noticia.
– No he dicho nada.
Le hubiera gustado decirle que era el más bocazas de Valencia, que en la cara le veía la ansiedad por ganarse su amistad con una buena confidencia. Quizá pretendía retrasarlo un poco para simular cierta discreción. A la altura del antiguo edificio de la Beneficencia, Guillem giró a la derecha y aparcó el coche en doble fila. Paró el motor y bajó su ventanilla. Entonces miró fijamente a Puren con cara de pocos amigos.
– ¿Cómo lo ha sabido, señor Guillem?
Dios mío, cómo lo he sabido, me pregunta un tío que es capaz de hablar hasta con el culo.
– Aún no sé nada, pero sé que lo sabes. Y baja la ventanilla, que corra el aire.
Servicial, Puren la bajó enseguida. Luego suspiró y adoptó una postura que le permitiera hablar cara a cara con Guillem.
– El Valencia fichará a Bouba.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– Su intermediario.
– ¿Un tal Curull?
– No. Se llama Toni Hoyos.
– No sé quién es. Pero ¿cómo es que un intermediario te comenta un fichaje tan importante y que se supone tan confidencial?
– Me necesita.
– ¿Te necesita? -Guillem se quedó pensativo. Lo intentó con una conclusión de emergencia-. Supongo que necesita la coordinadora de peñas que tú manipulas.
– Eso quería decir.
– ¿Y qué es lo que tienes que hacer?
– Presionar para que fichen a Bouba. Señor Guillem, prométame que no publicará nada.
– Cuéntame.
– Es que…
– Prometido.
Puren se relajó. Estaba ansioso por contárselo todo, por conquistar, si no su amistad, al menos su condescendencia.
– El intermediario vino a buscarme al trabajo. Me dijo que le había gustado mucho mi intervención en la coordinadora durante la cena de homenaje a Albelda que organizamos. Nos tomamos un café. Me aseguró que una de las claves para que Bouba fichara por el Valencia era que las peñas reclamáramos presionando a la directiva.
– ¿Cuándo lo haréis?
– Estoy esperando a que me lo diga.
– ¿Qué te ha prometido a cambio?
Puren parecía sumido en las dudas. Ignoraba dónde encontrar el límite de la moderación.
– ¿Te ha ofrecido una comisión?
– No, nada de dinero. No lo aceptaría. Por Dios, señor Guillem, ¿con quién cree que está usted hablando?
Sin comentarios por parte del señor Guillem.
– Para mí, el que Bouba fichara por nuestro club ya sería un pago más que suficiente.
– Seguro que para Hoyos también. ¿Cómo organizarás la presión?
– En la asamblea.
– Con vuestras acciones no basta.
– No con las de las peñas y la agrupación de pequeños accionistas. Pero si la directiva no ficha a Bouba, además del escándalo mediático y de la presión popular, su intermediario se pondrá en contacto con el mayor accionista, Lluís Sintes, para ofrecerle al jugador.
– O sea que los pequeños accionistas y vosotros apoyaríais a Sintes.
– Sí, y muy probablemente todos los accionistas que carecen de acciones sindicadas y a lo mejor otros que, sin ser fuertes, por el fichaje de Bouba se las cederían al candidato.
– Claro, con Bouba el valor de las acciones sería mayor. Buena estrategia.
– Haremos lo que sea para que venga Bouba.
– Y tú harás cualquier cosa para que yo esté al corriente de todo lo que ocurra antes que nadie. Es el precio de mi silencio.
– Como usted es un hombre de palabra, acepto.
– Aceptas porque no tienes más remedio. Coge un taxi.
Antes de que Francesc Petit se reuniera con Júlia Aleixandre -entre otras cosas para pedirle que intercediera ante Lluís Sintes, principal accionista del Valencia, a fin de que éste vendiera su paquete de acciones-, Lloris y Sintes se vieron a propuesta del futuro candidato a la presidencia del club. Fue una primera y última cita, un primero y último encuentro entre dos personas, dos empresarios, que sólo se conocían por referencias. Pese a todo, Lloris prefirió negociar personalmente (cuantos menos favores se deban a los políticos, mejor). Entre los dos empresarios de la construcción existía una diferencia fundamental. Sintes pertenecía a la Cámara de Promotores, la asociación de la patronal que más favores recibía de la administración, y Lloris estaba en contra de ella, porque jamás le habían hecho ningún favor. Pero ambos querían presidir el Valencia. De modo que Lloris, con la resolución y la contundencia que singularizaban su trayectoria en los negocios, fue al grano: ahora no serás presidente, porque para serlo necesitarías la ayuda de la coordinadora de peñas, la de la agrupación de pequeños accionistas y un fichaje estrella, que a lo mejor podrías pagar, pero sólo con un crédito que te sería muy difícil obtener. Elevarías tu riesgo crediticio a niveles difíciles de tolerar. Entonces, y para evitar que el orgullo de Sintes le hiciera encerrarse en su tozudez, Lloris le hizo una propuesta: tú me vendes el paquete de acciones y yo, a cambio, te venderé unos terrenos de los que sacarás una buena plusvalía, tanto por venderlos como si pretendes edificar en ellos. Es más: en documento firmado me comprometo, cuando deje la presidencia, a revenderte las acciones al mismo precio al que te las compre. Pero, claro, añadió Lloris con seguridad insultante, con ese gesto que disipa cualquier vacilación, eso debería tener una contrapartida. Tendrías que devolverme el solar al mismo precio al que te lo vendí. ¿Y si he edificado en él? Entonces su valor en pisos y plantas bajas.
En cualquier caso, Sintes hacía un gran negocio. Las acciones le habían costado nueve mil pesetas cada una y se las vendería a Lloris a un precio entre las veinticinco y las treinta mil. Además tendría la oportunidad de recuperarlas al mismo precio si, pasado el tiempo, aún aspirara a la presidencia del club. Lloris tenía razón en que lo de fichar a una estrella le supondría un auténtico riesgo empresarial dado el volumen de construcción que promovía. Un riesgo al que cabía añadir una pequeña crisis de demanda en el gremio. Sintes pidió tiempo; Lloris no se lo concedió. Una oferta tan clara y beneficiosa no requería ni cinco minutos de reflexión. La operación debía hacerse ya, porque si alguien la necesitaba con urgencia era Lloris, con el objeto de prepararse para afrontar la asamblea con garantías.
En el despacho de Lluís Sintes, en Cronista Carreres, calle tradicionalmente dedicada a los negocios empresariales, el mayor accionista del Valencia se tomó un tiempo in situ. Para distender la reunión, Lloris le ofreció un puro H. Upmann de tamaño Churchill. Entendió que debía concederle un receso teniendo en cuenta la suma -tres o cuatro mil millones de pesetas, no lo había calculado aún- y las renuncias que había en juego. Entonces Sintes se ausentó durante unos minutos. Quería llamar por teléfono y prefirió hacerlo en otro despacho. Lloris esperó fumando, plácido, observando el hormigueo de coches y de gente que pululaba por la plaza de la Puerta del Mar. El candidato socialista al Ayuntamiento de Valencia había prometido acabar con el colapso de tráfico si llegaba a la alcaldía. El alcalde actual, con más de una década en el cargo, también lo había prometido. Lloris se preguntó cómo se las arreglaría él para solucionar el problema si fuera responsabilidad suya. En el otro despacho, Sintes consideraba la oferta. El dinero de la venta de sus acciones le vendría bien para liberar una parte de los créditos que, con el pequeño revés que sufría el gremio, estaban resultando perjudiciales para sus sociedades. La posibilidad de un buen solar y el hecho de que, pasados unos años, pudiera aspirar de nuevo a la presidencia del club acabaron decantando la balanza. Lloris le ayudaría a ser el mejor situado cuando dejara el club. Al día siguiente firmaron el acuerdo.
El mismo día, Toni Hoyos presentó a Rafael Puren ante Celdoni Curull. El hecho de que éste fuera catalán, y presumiblemente del Barça, pero que con entusiasmo propiciara el fichaje de Bouba por el Valencia, pese al interés -Curull y Hoyos se encargaron de insistir en ello- de clubes tan importantes y emblemáticos como el Bayern, el Inter y el Milan -también el Madrid, aunque en los camerinos de su estadio no cupiese ni una estrella más-, fue algo muy del agrado de Puren. Con gran pompa Curull anunció al influyente tesorero de la coordinadora de peñas que el fichaje de la perla senegalesa ya era una realidad. Puren sintió una enorme emoción, como si fuera testigo excepcional de un momento que iba a cambiar el curso de la historia. Hoyos abrió una botella de Juvé i Camps. Brindaron. Pero Curull tenía algo que decir.
Falta lo más importante, señor Puren. Tenga en cuenta que todo se puede ir al traste si nuestro hombre, el que ha traído a Bouba, no resulta elegido el día de la asamblea. ¿Quién es ese hombre?, preguntó Puren. Supongo que puedo confiar en usted. Por supuesto, Curull, casi se indignó Hoyos: doy la cara por él. Puren se sentía conmovido; Curull no tanto: el tercer valenciano que había conocido, el tercer hombre, lo había metido primero en un fraude de dos mil quinientos millones de pesetas y luego en una cama de hotel con dos putas que, por dormir con él, le habían cobrado ciento cincuenta mil. No llegó a decirlo, pero no pudo evitar pensarlo aunque era consciente de que no se podía generalizar ninguna conducta, cosa que demostraba Toni Hoyos, también valenciano, como ejemplo de rectitud. Nuestro hombre es un gran valencianista en todos los aspectos -social, político y deportivo-, un gran empresario llamado Joan Lloris. Juan, rectificó Hoyos. Mejor «Juan», ratificó Puren en previsión de que la candidatura se politizara por una cuestión de nombres. Pues Juan, admitió el catalanismo pragmático de Curull. Puren, le estamos pidiendo una labor de responsabilidad considerable y primordial para que todo funcione. Le escucho, señor Curull. Hace unos años -ahora no recuerdo exactamente cuántos-, Juan Lloris, frustrado por la mala administración del club y la falta de planificación deportiva, hizo trizas su carnet de socio. Oiga, tengo que confesarle que a mí me pasó lo mismo con el Barça. Es algo muy humano. ¿Entonces el señor Lloris no es socio?, preguntó Puren con extrañeza. De corazón sí, pero digamos que le falta el trámite burocrático, del que se ocupará usted. ¿Cómo? Muy sencillo: ¿cuántos peñistas han muerto en los últimos años? Una burrada, casi todos por infarto. Pues bien, usted cogerá uno de esos carnets -que sea de un socio de tribuna y con antigüedad- y lo pondrá a nombre del señor Lloris. Puren, intervino Hoyos, si en este país nuestro ha votado más de un muerto, que un muerto no sea obstáculo para cumplir nuestro sueño de valencianistas. Un muerto nunca ha sido un problema. Me alegra que se muestre tan decidido, señor Puren. Usted será un hombre importante en esta operación, le soltó Curull apelando a su dependencia patológica del Valencia (todo en él era casi patológico).
Un Puren realmente satisfecho esbozó una sonrisa.
Usted será el hombre de confianza de nuestro candidato. ¿Él lo sabe? Está encantado y muy agradecido. Yo también, salúdelo de mi parte. Ya lo saludará usted personalmente. En primer lugar, para que compruebe que esto va en serio, pasará a ser empleado del señor Lloris. ¿Cuánto cobra actualmente? Entre el sueldo base, las horas extras -apenas se hacen- y el plus de antigüedad -más de veinte años, señor Curull-, mil cuatrocientos cincuenta y dos euros. Doblamos su salario. Curull, la labor de Puren bien vale un redondeo, intervino solidario Hoyos. Tres mil y no se hable más. ¿Qué le parece? ¿Qué tenía que parecerle? Estaba como un idiota en una nube: ganaré más del doble por servir al Valencia. De momento servirás al señor Lloris, le advirtió Hoyos en un innegable intento de clarificar lealtades. Pero sólo durante unos días, añadió Curull. Luego te pagará el club. Y ahora manos a la obra.
Todo lo que hay planificado no tendrá sentido sin la presión institucional y popular de la coordinadora, con eso y con la presencia de Bouba podrás convencer al electorado. Organizarás para el señor Lloris actos en las peñas más importantes que haya en el país. Nuestro hombre es convincente (dos mil quinientos millones lo avalaban), tú eres convincente. Hay que conseguir que todo el mundo asista a la asamblea entusiasmado. Bouba os acompañará por todos los locales para que la gente compruebe que todo es de verdad, que no somos cuatro charlatanes vendedores de humo. Entre los peñistas, los socios, la prensa y la afición en general (y la compra del paquete de acciones al mayor accionista) haremos presidente al señor Lloris. Y usted, señor Puren, es el hombre clave. Yo soy el hombre clave; empezaba a entender la gramática de todo el asunto (aún estaba en su nube, idiotizado, pero Curull le puso los pies en el suelo). Vamos, empecemos a movilizarlo todo. ¿Ya? Ahora mismo. Pasado mañana llega Bouba.
Al anochecer, después de cenar, Francesc Petit citó a Júlia Aleixandre en su piso de la Malvarrosa. El secretario general del Front debía mostrarse muy contundente si quería alcanzar un acuerdo que le comprometiera justo hasta donde podía llegar. Júlia se presentó vestida de gala, muy atractiva (muy apetecible, pensó el Petit más masculino); venía de una entrega de premios para empresarios modélicos, cena que la patronal aprovechó para reivindicar el Plan Hidrológico Nacional. Según ellos, si no se llevaba a cabo se perderían treinta mil puestos de trabajo (días antes, el presidente de la Confederación Empresarial de la Provincia de Alicante, Joaquín Rocamora, había declarado, a propósito del trasvase del Ebro, que los campos de golf eran más productivos que la agricultura; quizá tuviera razón, Rocamora, ya que la administración renunciaba muy conscientemente a ayudar a los agricultores en beneficio de cualquier nuevo proyecto). Amablemente, Petit sirvió dos tazas de café, pero tuvo que volver a la cocina para hacerle un té (verde, por favor) a Júlia. Resuelto el servicio y cumplido el trámite de los prolegómenos, Petit anunció una posibilidad de compromiso con la Ley de Ordenación del Territorio. Una posibilidad, pensó Júlia, pero preguntó: ¿cuál? Que Bancam conceda un crédito a Juan Lloris. Un crédito elevado. ¿De cuánto? No lo sé exactamente, lo que necesite. ¿Para qué? Entonces le explicó que Lloris asumiría la presidencia del Valencia con un fichaje estelar. Y, ahora que me acuerdo, tendrán que ser dos créditos, ya que tiene que comprar el paquete de acciones de Lluís Sintes, a quien, por cierto, debes convencer para que se las venda. Pides demasiado. Pido de acuerdo con la importancia que la Ley tiene para vosotros. La Ley y el Govern, añadió. Te lo diré sin tapujos: si no aceptas entregaré la Generalitat a los socialistas. No voy a ocultarte nada, Júlia. Lloris me tiene entre la espada y la pared, por eso no me queda más remedio que hacer lo mismo contigo. Y otra cosa… ¿Aún más? Sí: saldrás de este piso con un acuerdo o con una negativa. ¿Ni un día para que lo piense? Ni uno. No hay otra opción.
Entonces Júlia quiso saber qué estaba dispuesto a firmar Petit. Nada. ¿Me firmarías tú lo que te estoy pidiendo? ¿Verdad que no? Pues yo tampoco. Tendría que irse con el frágil compromiso de la palabra dada; un compromiso que tendría que cumplir de inmediato, mientras que el de Petit sería a medio plazo. Júlia reflexionó sobre su labor de mujer con responsabilidades, que debía posibilitar como fuera un acuerdo que, de no producirse, la marcaría como única culpable. Recordó la reunión con los empresarios, la actitud exigente de Miguel Ferrer; recordó que en el partido no le perdonarían ni un solo error más. Y menos con el Front, cuyo siete por ciento de votos había destrozado todos los pronósticos. Quedaba un problema que en vano comunicó a Petit: la situación crediticia de Bancam no era la más idónea. Supongo que los créditos de Lloris serán considerables. No lo sé, no entiendo de estrellas de fútbol. Da la orden y punto. De todos modos coincidirás conmigo en que es mejor mantener a un tipo como Lloris ocupado con el fútbol que tenerlo importunando en otros ámbitos en los que su actuación sería mucho más peligrosa. ¿Te gustaría verlo como candidato a la alcaldía de Valencia? Ni en broma. Pues concédele los créditos y quitémonos de encima un problema. Muy bien, pero me gustaría que hicieras, como gesto de buena voluntad, una declaración pública diciendo que, al menos, estáis considerando el esbozo del proyecto de ley. Ahora no, la gente se me echaría encima. Vosotros hacedla. Cuando la presentéis al Parlament habrán pasado unos meses que necesito para prepararme una estrategia que no resulte políticamente tan cara. Estoy en tus manos, Petit. Júlia intentó pactar algo más tangible. Argumentó que su partido, para alcanzar un buen grado de concordia con el Front, pretendía anunciar en primer lugar, como parte integrante de la Ley de Ordenación del Territorio, la creación de una playa al norte de la ciudad, con el objetivo de descongestionar las de Pinedo y el Saler, situadas al sur. Es una buena noticia que la opinión pública recibirá con agrado. Mira, no. Prefiero que presentéis la Ley completa (por supuesto que lo prefería: para ganar tiempo y porque la patronal, a través de la Autoridad Portuaria de Valencia, tenía previsto construir un megapuerto de tres millones de metros cuadrados robados al mar que se cargaría el proyecto de la playa norte). Entendió, pues, que no tenía otra opción que la de aceptar un sí condicionado; un sí que no podía considerar ningún éxito. Tendría que transigir y esperar. Pero lo que le esperaba era un camino polvoriento.
La misma tarde que Sintes formalizaba la venta de sus acciones a Lloris, en el despacho de Carlos Pascual, el más prestigioso notario de la ciudad, el ya ex accionista principal del Valencia recibió la visita de Júlia Aleixandre. Al verla, Sintes intuyó que la venta le traería problemas con la cúpula de los conservadores dadas las malas relaciones entre Lloris y éstos, pero cuando Júlia le comunicó, como favor personal al president (reforzó la demanda como si proviniera de lo más alto), que tenía que vender sus acciones al ex empresario, entonces se mostró muy contrariado y le hizo saber que tanto el president como ella sabían perfectamente que sus aspiraciones a presidir el Valencia aún estaban intactas. Así pues, primero se negó. Pero Júlia trató de disuadirlo: Sintes, nos debes más de un favor. Me estás pidiendo que renuncie a lo que más quiero, replicó él. Lo sé, pero cuando saquemos la Ley adelante sabremos ser agradecidos. A regañadientes, Sintes aceptó. Hoy por ti y mañana por mí, dijo. Gracias, Lluís. Y agregó: cuanto antes lo hagas, mejor. Esta operación es vital para nosotros. Nos urge. Lo resolveré enseguida, suspiró con tristeza teatral Lluís Sintes.
En la barra del hostal Quiquet, en Beniparrell, Rafael Puren informó a Santiago Guillem de todo. De todo lo que le dijo, éste se quedó con un par de cosas: con la venta de las acciones de Sintes y con la llegada de Bouba, a quien, según el tesorero, ocultarían en el coto de Lloris hasta la rueda de prensa que les serviría para presentarlo. Llegará mañana mismo. Guillem dio las gracias a Puren, pagó las consumiciones y se fue a la redacción. Al día siguiente, Cèlia y un fotógrafo montarían guardia en el aeropuerto.
La Operación Lloris estaba a punto de despegar. Todo funcionaba, todo se iba a desarrollar según lo previsto. Pero a Rafael Puren aún le quedaba un asunto pendiente. Tras la marcha de Guillem se quedó en el hostal Quiquet hasta las nueve de la noche. Entonces se fue a la fábrica de Moble-3. Entró y dio una vuelta por la nave para comprobar que ni el señor Altet ni su hijo estaban dentro. Esta vez Puren no quería provocar un cortocircuito. Pretendía incendiar la fábrica con evidente intencionalidad. Dado que el dueño había previsto aligerar la nómina mediante el procedimiento de dar de baja a los operarios más prescindibles (él se sentía como uno de ellos), y dado que, por otra parte, ya no necesitaría nada de todo aquello, prendió fuego a Moble-3 de la forma más ingenuamente animosa: lanzó una cerilla sobre un montón de virutas. De inmediato el fuego se esparció por los restos de serrín que había por todas partes. Cuando las llamas llegaron a la sala de pulido se produjo una explosión seca seguida de una enorme llamarada. Puren corrió hacia la salida, pero esperó a que las llamas entraran en su despacho (el primero al subir la escalera). Quería verlo totalmente destruido, pero el calor creciente le obligó a salir. Desde fuera observó el humo espeso e intenso que desprendía el techo de la nave. Entonces se fue con la moto, pero en vez de hacerlo por la carretera Real de Madrid lo hizo por caminos de huerta buscando la población de Catarroja. Antes de incorporarse a la carretera volvió a observar el polígono. Las llamaradas eran tan grandes y visibles que probablemente se habían incendiado también las dos naves colindantes con la de Moble-3. Le hubiera gustado volver para presenciarlo todo muy de cerca, dejando que el calor del fuego le empapara, extasiándose con el caos y con los aullidos de los camiones de bomberos. Pero ahora que pronto iba a ser un personaje clave, alguien importante, no debía arriesgarse. De ahora en adelante, su incontestable pasión por el fuego debía interrumpirse o suspenderse definitivamente. Su vida entraba en otra dinámica, en una dimensión más digna y noble, lejos de los horarios y del mal humor de los jefes. Sentado en la moto se encendió un cigarrillo mientras contemplaba, con una mezcla de satisfacción y tristeza, el que quizá fuera su último resplandor.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> «Siéntese, siéntese, por favor»: «Seguí, seguí, si us plau» en el original, en catalán, que es como en realidad se producen prácticamente todos los diálogos de la novela. El malentendido se debe a la variedad de dialectos del catalán: Lloris diría Assente's, assente's, per favor, por eso no entiende lo que Curull le dice. (N. del t).
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> El malentendido entre «servicio» (servéis) y «cerebro» (cervell) se basa en un juego de palabras en catalán que resulta intraducible. (N. del t.)