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En su despacho privado, antes de iniciarse una reunión que él mismo había convocado con el socialista Josep Maria Madrid y con Francesc Petit, Sebastià Jofre mantuvo un encuentro con el secretario general de los conservadores, Andrés Tormo, joven promesa que había accedido al cargo en el último congreso, celebrado el pasado mes de febrero. El anuncio oficial de Lloris como candidato a la alcaldía por el partido «Fem Valencianisme» (la peña «Foro "Fem Valenciania"», apéndice de la anterior directiva, protestó por el plagio; al día siguiente, en la fachada de su local aparecieron pintadas de «traidores» y «vendidos») cambiaba no sólo los planes de los conservadores (a priori los más perjudicados), sino también los de socialistas y nacionalistas. Por eso estos dos últimos habían accedido a reunirse pese a las diferencias que los separaban.
Jofre informó al secretario general del problema de los dobles contratos del club, asunto que Tormo ignoraba. Cuando se lo explicó, el nuevo secretario general -según los rumores, del Opus; por otra parte, un sector ideológicamente enfrentado a los denominados «facción del negocio»- quiso presentar su dimisión irrevocable. Jofre entendía su actitud, ya que él no estaba implicado. No obstante, lo tranquilizó convenciéndolo de que el problema estaba controlado. Ellos, los conservadores, en caso de que Lloris decidiera hacer públicos los contratos, se desentenderían de cualquier responsabilidad. El partido podía demostrar que no había recibido ni una sola peseta. El anterior consejo de administración del club tendría que cargar con las responsabilidades solo. A Tormo le pareció un acto reprobable, pero Jofre le explicó que durante unos años, desde el poder, el partido había salvado al club de una quiebra segura. Por lo tanto era justo que ahora fueran ellos quienes les sacaran las castañas del fuego.
– Irán a la cárcel -objetó Tormo.
– Contrataremos al mejor bufete de abogados para que no sea así. Pero, de todas formas, ellos habrían asumido igualmente una responsabilidad penal si el club hubiera quebrado.
– ¿Saben que nos desentenderemos del asunto?
– No. Mientras el problema no sea público seguiremos sin decirles nada. Tienes que comprenderlo, Tormo. Están en juego las elecciones. Un asunto así, tal como están las cosas, nos traería la ruina política durante muchos años, por no mencionar la responsabilidad que deberíamos asumir ante la dirección de Madrid, que también se vería perjudicada. Además, tampoco saben nada.
– No quiero dar la impresión de que abandono el barco en un momento difícil, pero ni puedo ni debo hacerme responsable de algo en lo que no sólo no estoy implicado sino que ni siquiera habría aprobado.
– El asunto es del partido, de todos. Cuando decidimos hacerlo teníamos graves problemas de financiación. No hubiéramos podido ganar las elecciones. Gracias a eso hemos podido llevar a cabo nuestra política, que ha beneficiado a miles de ciudadanos. Además, si hubieras sido el secretario general tampoco te habrías enterado. La operación se hizo entre dos personas.
– ¿Quién es la otra?
– No puedo decírtelo.
– ¿De arriba?
– Sí. De lo más alto. Necesitamos estar unidos. Nos perjudicaría a todos.
– Lo siento, Sebastià, pero sólo aceptaré continuar como secretario general si me libras de toda clase de responsabilidades en caso de que todo esto se haga público.
– Si se hacen públicos, aunque dimitas no evitarás aparecer como responsable de ellos.
– Seré responsable político, pero no personal. Declararé que no sabía nada. No puedo implicar…
«… al Opus», pensó Jofre ante la frase incompleta de Tormo. ¡Beatos de mierda! Ambos sectores estaban enfrentados y sólo un consenso que ocultaba las divisiones internas había llevado a Tormo a la secretaría general.
– De acuerdo -aceptó Jofre-. Ahora te pido discreción.
– Sebastià…
– ¿Qué?
– La mayoría de las personas que integraban el consejo de administración del club es del partido. Probablemente aceptaron lo de los dobles contratos por fidelidad.
– Aceptaron a cambio de que les salváramos de la quiebra, lo cual les hubiera metido en grandes problemas. Por fidelidad, por correspondencia de favores, si acaso, tendrán que aceptar las responsabilidades.
– Es una traición.
– Considéralo un asunto de Estado. A veces hacen falta ciertos sacrificios para salvar el interés general.
La secretaria de Jofre informó de la llegada de los señores Madrid y Petit.
– Diles que pasen. -La secretaria se fue-. Tormo, acepto tus condiciones. Pero quédate aquí, porque el momento es muy delicado.
– Lo haré.
– Y quédate también a la reunión.
– Ya tenía decidido hacerlo. A partir de ahora quiero saberlo todo. Es otra de mis condiciones.
Jofre asintió. Se levantaron para recibir a Petit y Madrid. Todos tomaron asiento. La secretaria volvió a entrar para preguntarles si querían un café. Ya habían tomado en la cafetería de al lado del edificio.
– ¿Por qué no habéis avisado a Esquerra Unida? -preguntó Petit.
– Lo hemos hecho, pero han declinado la invitación.
– Muy listos.
– Ya se arrepentirán más tarde, cuando se den cuenta del problema que representa la candidatura de Lloris. Y, si no lo hacen, los acusaremos de connivencia con él. Les crearemos un problema con sus propios votantes.
Problema que entusiasmaba a Josep Maria Madrid. Él mismo tomó la palabra:
– ¿Qué planes tenéis, Sebastià?
– Supongo que sois conscientes de lo peligroso que sería tener a Lloris por alcalde.
– Claro que sí, pero también lo somos de la dificultad inherente al hecho de explicar a nuestro electorado un pacto con vosotros.
– Para mí -dijo Jofre-, Lloris es como un problema de Estado. La ciudad sería un caos. Daríamos una imagen lamentable. Creo que nuestros votantes lo comprenderán si llegamos a un acuerdo.
– ¿Un acuerdo para presentarnos juntos a las elecciones? -preguntó Petit-. No lo aceptaremos.
– Tú ya gobiernas con los conservadores -le reprochó Madrid.
– Eso es muy distinto.
– Un momento, estoy hablando de acuerdos postelectorales. Además, si hacemos públicas las diferencias aún facilitaríamos más el triunfo de Lloris.
– Tendremos que discutirlo, ¿no? -Petit.
– Sí, pero nada de hacerlo público. Nadie debe saber que estamos en conversaciones. Ni siquiera nuestros comités ejecutivos. No hay que transmitir a la opinión pública la sensación de que estamos preocupados.
– La opinión pública no es idiota, y la prensa todavía lo es menos -dijo Madrid.
– Veo un problema en tu estrategia -intervino Petit-. Supongamos que Lloris no obtiene la mayoría absoluta (en las encuestas está rozándola). ¿Quién me garantiza que ninguno de vosotros dos lo ayudará a cambio de cesiones de poder en áreas que os interesen?
– ¿Y quién nos garantiza a nosotros que no lo harás tú? -objetó Madrid-. Ya hiciste algo impensable: dar el Govern a los conservadores precisamente por lo que acabas de decir, para asumir áreas de poder.
– Por favor, Josep y Francesc, no llegaremos a ninguna parte si nos peleamos entre nosotros.
– No firmaré ningún pacto -Madrid.
– Yo tampoco. Lo único que sé es que hay y seguirá habiendo intereses muy fuertes en el Ayuntamiento que tanto socialistas como conservadores queréis controlar: el Parc Central, el Parc de Capçalera, la concesión de Aguas de Valencia… No seamos hipócritas, quien gobierne recibirá grandes favores de los beneficiarios.
– Tú ya te beneficiaste de Lloris.
– Escuchad, por favor… -intentaba pacificar Jofre.
– Es obvio que Lloris hizo un favor al Front y que tendréis que devolvérselo.
– No devolveremos nada. Y en todo caso más vale que no hablemos de favores.
– Nosotros -replicó Madrid- hemos recibido favores, como todos. Pero la diferencia es que los recibimos de gente que no nos condicionaba. En cambio vosotros tenéis que devolverlos. ¿Cómo me garantizas que no seréis la fuerza decisiva? Lo habéis hecho con los conservadores.
– No tienen que devolver ningún favor -dijo Jofre. Miró a Petit buscando su aprobación para revelar el secreto. El secretario general del Front se la otorgó callando-. Dejemos las cosas claras: Lloris es presidente del Valencia porque el Front le ha devuelto el favor.
– ¿Cómo? -se extrañó Madrid.
– Chantajeándonos.
Petit quiso protestar.
– De acuerdo, de acuerdo. Te pido disculpas, Francesc. A lo mejor no he utilizado las palabras más adecuadas. No obstante, de alguna forma tenemos que explicárselo a Josep.
– Explicaos. Sois una caja de sorpresas.
– Lloris, él sí, chantajeó al Front amenazándolos con que, si no lo ayudaban a convertirse en presidente, convocaría una rueda de prensa denunciando que les había entregado cuatrocientos millones de pesetas para la última campaña electoral. Por eso alcanzaron el siete por ciento.
– Por eso y por nuestras propuestas. Si nos referimos exclusivamente a las ayudas económicas, el porcentaje de éxito de vuestras propuestas sería más bien nulo.
– Muy bien, no voy a discutir ahora -contestó Jofre-. Continúo: el Front nos amenazó con echarnos fuera del Govern si no concedíamos a Lloris un crédito para comprar a Bouba y el paquete de acciones de Lluís Sintes. ¿Correcto, Francesc?
– Correcto, pero os amenazamos porque no tuvimos más remedio.
– Por desgracia, Júlia Aleixandre actuó personalmente en el asunto. Si nosotros…
– «Si vosotros…» ¿qué? -se irritó Petit.
– Quiero decir que hubiéramos buscado otra solución. Acceder a que Lloris se convirtiera en presidente del Valencia era una locura. Es un trampolín perfecto para saltar a la política. No hace falta que os explique a estas alturas la repercusión social del fútbol. Sobre todo la de un equipo de éxito. Eso es lo que ha pasado, Josep.
– Pues ya os las arreglaréis como podáis. -Josep Maria Madrid se levantó.
– No te vayas tan deprisa. -El tono de Jofre era sutil pero amenazador-. Tenéis tantos cadáveres en el armario como nosotros. Si te vas, si empiezas una guerra, contestaremos. Todos saldremos perdiendo. Llenaremos de más mierda aún la política y nos desacreditaremos ante los ciudadanos. Se lo pondremos muy fácil a Lloris. No es hora de pensar en intereses partidistas.
Madrid volvió a sentarse.
– Habéis sido unos inconscientes -les reprochó.
– Tienes razón, pero ahora debemos tratar de resolver un problema que nos perjudica a todos. Tenemos un enemigo común y la única forma de combatirlo es uniéndonos.
– Insisto en lo que he dicho antes: ¿qué pasará si Lloris necesita el voto de alguno de nosotros para ser alcalde?
– Tendremos que confiar unos en otros.
– Mucha confianza me pides, demasiada -dijo un Madrid escéptico.
– Si el Valencia no gana ningún título, Lloris lo tendrá más difícil -apuntó Petit.
– No podemos confiar sólo en eso. Además, por desgracia, la trayectoria del equipo es magnífica. Si sigue así, ésta será la mejor temporada en la historia del club.
– Tengo entendido que quiere fichar a otra estrella cuando se abra el mercado de invierno -advirtió Petit.
– En el mercado de invierno quedan pocas estrellas -aclaró Madrid, culer y muy aficionado al fútbol.
– La información que tengo es que se trata de un gran jugador que ha pasado mucho tiempo lesionado y que pronto volverá a jugar.
– ¿Y no lo retendrá su club?
– Su contrato expira esta temporada. Si no lo venden ahora lo perderán sin ganar un euro.
– ¿Quién es? -se interesó Madrid.
– Un italiano, pero no me han dicho quién.
– Escuchad, dejémonos de fútbol.
– ¿Cómo quieres que nos dejemos de fútbol si dependemos de los goles? -replicó Petit.
– Os propongo una estrategia: ir desacreditando progresivamente a Lloris de manera subliminal, sutil, pero insistente. Sin tocar su labor presidencial. Al contrario, dando a entender que para el ambiente del fútbol, tan enloquecido, es ideal, pero que el mismo personaje con responsabilidades políticas sería un desastre para los ciudadanos.
– Los ciudadanos también están enloquecidos. El fútbol hace enloquecer a todo el mundo -dijo Madrid.
– Debemos hacer pedagogía respecto a su personalidad. Explicar la nefasta experiencia de Gil y Gil en Marbella. Advertir a los ciudadanos lo que supondría que un hombre como Lloris fuese alcalde de una ciudad tan importante.
– Y que se quede en eso -aportó Petit-. Si obtiene un éxito electoral notable dará el salto a la Generalitat.
– Castellón y Alicante no votarán a un presidente del Valencia (ha anunciado que no abandonará el cargo: ¡lo que nos faltaba, un Berlusconi a la valenciana!). En eso la falta de vertebración del país nos hará un gran favor -dijo Madrid.
– Si lo explicamos bien, si no nos peleamos, los electores lo entenderán -añadió Sebastià.
– Los electores ya le están dando prácticamente la mayoría absoluta -dijo un Andrés Tormo que por fin se decidió a intervenir-. Quizá sería contraproducente desacreditarlo, ya que podríamos ofender a miles de ciudadanos que creen en él.
– Tendremos que hacerlo con tacto.
– No será fácil -replicó Tormo.
– Primero hay que acabar con nuestras diferencias públicas.
– ¿Aprobando la Ruta Azul? -ironizó Madrid.
– Estamos dispuestos a aplazar los grandes temas hasta después de las elecciones municipales. Ahora más que nunca tenemos que demostrar ante la opinión pública que los partidos políticos tradicionales somos la única garantía de una buena administración.
– La opinión pública se preguntará por qué hemos estado peleándonos durante tanto tiempo y en cambio ahora, cuando vemos que peligran nuestras posiciones, nos unimos. Lloris aprovechará para denunciarlo como un complot contra él, contra el club, incluso contra la ciudad. Tengo la sensación de que hemos reaccionado demasiado tarde -concluyó un Petit desanimado.
– La sensación que tengo yo es que os ha faltado inteligencia y lo pagaremos muy caro.
– Por favor, Josep, basta de reproches. O nos organizamos o nos vamos todos a la mierda. No pretendamos encontrar la respuesta en la primera reunión. Tenemos que seguir viéndonos hasta que lleguen las elecciones. Con eficacia y voluntad siempre encontraremos alguna solución.
– «Con eficacia y voluntad…» Todo eso es retórica. Lloris nos ha obligado a entrar en una dinámica en la que sólo se puede competir ofreciendo más -dijo Petit-. ¿La gente quiere un nuevo estadio para su equipo? Pues hagámoslo.
– Los del Levante querrán otro.
– ¡Pues hagámoslo también! -replicó Petit-. Que la Televisió Valenciana aporte al Valencia cuatro o cinco mil millones de pesetas anuales en concepto de derechos de imagen.
– ¡Pero si están prácticamente en quiebra! -exclamó Madrid.
– ¿Y el Institut Valencià de l'Exportació? Podría pagar al club por promocionar el país en la Copa de Europa. También podría hacerlo la Agència Valenciana de Turisme.
– Escuchad, todo eso es una locura -intervino Andrés Tormo.
– ¿Una locura? -repitió indignado Madrid-. El IVEX se ha gastado casi dos mil millones anuales en producciones de escasa rentabilidad social. Le disteis a Julio Iglesias un montón de millones al año para que promocionara la comunidad. ¡Aquello sí que era una locura!
– ¡Un momento! -gritó Jofre-. Ni la televisión puede sufragar al Valencia, ni el IVEX puede destinar el dinero que proponéis, ni la Agència de Turisme tiene que hacerlo. No podemos caer en la trampa de Lloris. Además, ¿qué dirían el Elx, el Levante, el Vilareal, el Hércules, el Alicante y el Castellón?
– ¿Y cómo crees que podemos detener a Lloris si no es con sus propias armas?
– No lo sé, pero no podemos convertir la política en una estupidez.
– ¿«Una estupidez»? -se preguntó Madrid-. ¿Y qué ha sido vuestra política de parques temáticos y todo tipo de proyectos de ocio?
– Mirad, si no somos capaces de olvidar nuestras disputas y exigirnos un mínimo de unidad de acción, estamos perdidos. Si cada cual hace la guerra por su cuenta no conseguiremos nada. Aún estamos a tiempo de urdir una estrategia que por lo menos no nos lleve al desastre. Hasta el mes de mayo pueden pasar muchas cosas.
– La mayoría podrían hacer a Lloris aún más líder -contestó Petit a Jofre.
– Tal como está la situación, tenemos que comprometernos muy en serio entre nosotros.
– Sebastià, ¿pretendes que firmemos un documento?
– Me sumo a la implícita negativa que hay en la pregunta de Petit.
– Muy bien. A lo mejor todavía es pronto para firmar cualquier cosa. Pero no deberíamos descartar un documento interno que nos comprometiese a la unidad de acción si las circunstancias lo exigen.
– Ya hablaremos cuando llegue el momento -dijo Madrid.
Petit, Jofre y Tormo asintieron.
En el Palmar siempre había tenido por costumbre cenar en casa. No era un cocinero experto, pero se defendía con una gastronomía básica; tortillas, carne o cualquier otro alimento de elaboración rápida. Sin embargo, ahora que se había ido a vivir al Saler, Santiago Guillem había adquirido el hábito de cenar casi todos los días en el restaurante de Carmina, situado cuatro casas más allá de la suya. Preparaba una cena ligera: una ensalada de zanahoria y lechuga como entrante y un plato principal de pescado -preferentemente lubina- o carne. Al final un té. Después de cenar se iba a estirar las piernas dando un paseo de una hora, más o menos, por la dehesa del Saler. Nunca le había gustado el ejercicio físico; nada le repugnaba más que la práctica de un deporte, quizá porque se dedicaba profesionalmente a escribir sobre ellos. Caminar, en cambio, lo predisponía al descanso nocturno a la par que le servía para descargar las tensiones de un oficio que lo tenía mentalmente hastiado.
Pidió la cuenta al tomar el té. Cuando ya había salido del restaurante, al final de la calle, un hombre de edad muy alarmado le informó de que el campo de Mestalla estaba ardiendo. El hombre se fue corriendo al bar, repleto de gente que quería vivir en grupo el acontecimiento. Guillem dudó entre marcharse a casa y encender la radio o adentrarse en la dehesa y, como cada noche, caminar realizando aspiraciones profundas de vez en cuando. Optó por pasear. No obstante, llegó hasta la misma orilla de la playa. Desde allí podía ver parte de la ciudad. En la oscuridad de la noche intentó distinguir algún resplandor. Pero no vio nada, probablemente porque desde la playa no se divisaba la zona del campo.
Fue curioso que la noticia del incendio de Mestalla no le afectara en especial, precisamente a él, cuya vida estaba ligada emocional y profesionalmente al estadio. Ni siquiera había tenido una reacción de sorpresa al escuchárselo decir al vecino. En el Saler no sabían que era periodista, pero el hecho dejaba estupefacto a todo el mundo; incluso algunos decidieron ir en coche a presenciar el incendio en directo. Quizá para Guillem hacía años que un incendio de estupidez lo había arrasado todo, como si le hubieran avisado de la muerte de un conocido que arrastrara una enfermedad terminal. Quizá era el final más digno, el incidente más adecuado. ¿No era el fuego un elemento purificador? Posiblemente tan sólo fuera una frase hecha, ya que no esperaba que de las cenizas de aquel espectáculo renaciera nada purificado.
La casualidad hizo coincidir la destrucción de Mestalla con su inminente jubilación anticipada. Mira por dónde el final del campo se había unido al suyo, al de un periodista quemado. Sin duda era el mejor epílogo para un estadio destinado a albergar una práctica que, antes de convertirse en un circo, antes de erigirse en el negocio más codiciado, había sido un campo de batalla en el que la victoria se dirimía en el terreno estricto y exclusivo del deporte. Como todas las batallas, había tenido soldados combativos y cobardes, algunos desertores y generales brillantes y eficaces, pero los mercenarios no tenían cabida en ella.
Para Santiago Guillem, para muchísimas personas de su generación, el fútbol había sido una forma de reivindicar y de reivindicarse, desde la monotonía de sus vidas anónimas, desde la infamia que todo lo impregnaba y todo lo reclamaba como defensa, en un tiempo en el que las personas decentes no tenían ningún dios al que acogerse. Los Wilkes, Epi, Mundo, Gorostiza, Pasieguito y tantos otros los situaban en un mundo ficticio pero alentador; la sensación del privilegio de pertenecer, por fin, a una empresa exitosa. Eran ídolos de carne y hueso que podían tocar, saludar, o con los que podían tomarse un café. En cualquier caso los tenían cerca, los sentían suyos porque suyos eran también los triunfos y las derrotas, la gloria de ser grande cuando no se es nada, cuando se espera poco de la vida y poco se le pide. Reyes, al fin y al cabo, de un mundo efímero: aquéllas habían sido estrellas fugaces que habían dado paso a estrellas rutilantes. Ahora nada de todo aquello le decía nada y todo le era ajeno.
Al volver de la dehesa se detuvo en uno de los bares de la carretera. El local estaba hasta los topes, repleto de gente convocada por el desastre de Mestalla, que la Televisió Valenciana retransmitía en directo. Los bomberos se concentraban en la zona de tribuna, en las plantas baja y primera. Se intuía la presencia de muchísimos aficionados, se oía el rumor de la protesta, el ruido de la indignación solapado por las sirenas de los vehículos de bomberos y por la voz trémula del locutor, como si estuviera relatando los últimos días del Imperio romano. Solo en la barra, con los camareros mezclados entre los clientes que en silencio seguían el espectáculo visual del incendio, Guillem pasó unos minutos mirándolo.
Luego se fue a casa dispuesto a mantener inalterable su costumbre de leer durante una hora antes de irse a la cama. Apenas pudo terminar tres páginas. Se levantó del sofá y encendió la radio buscando una emisora -todas hablaban del acontecimiento- que aportara algo más. Oyó la voz de Juan Lloris y paró el dial. A pie de campo, el presidente manifestaba su indignación, como todos los aficionados, como cualquier valencianista bien nacido. Por suerte, el incendio sólo afectaba a parte de la tribuna, los vestuarios, la sala de material y los palcos de vips y presidencial. Cuando los bomberos acabaran empezarían de inmediato las reparaciones para que el público pudiera asistir con normalidad al próximo partido. Había ordenado que lo último en repararse fuera el palco presidencial, porque a Juan Lloris no le importaba en absoluto ver el fútbol junto a los aficionados, en cualquier grada del estadio, entre los socios de condición social más humilde. Aún no tenía pruebas sobre la identidad de quien había intentado destruir Mestalla, pero advertía en tono amenazador a sus enemigos, a cualquiera que pretendiera hacerle daño -y al club con él-, a quienes deseaban frustrar el rumbo del éxito, que no lo conseguirían. Valencia, el Valencia, son indestructibles, añadió eufórico. El pueblo, los valencianistas, están conmigo, con el club, gritó como si pronunciara las últimas frases de un mitin de fin de campaña. Ahora más que nunca estoy decidido a demostrar que nada ni nadie, por muy poderoso que sea, nos detendrá en esta gran aventura maravillosa de convertirnos en el mejor club del mundo, en el más respetado, en el más admirado. No pudo seguir hablando. La voz se le quebró, se le cayeron las lágrimas. Entonces los miles de aficionados que había a su alrededor lo llevaron a hombros entre aclamaciones de «Lloris, Lloris». El locutor temía que en cualquier momento la gente, cabreadísima, iniciara acciones violentas. En tono sereno, tranquilizó a la audiencia haciendo saber que Lloris pedía calma. Entonces el periodista comunicó que el presidente se volvía a acercar al micrófono. No se vayan, rogó el locutor, Lloris quiere hablar. Lo hizo con voz incontestable y estentórea:
¿Dónde están las autoridades? ¿Por qué no han venido a solidarizarse con el club y con los aficionados? Entonces brotó de la multitud un torrente de improperios que nacía, incontenible, de lo más profundo del aficionado insurrecto. Lloris lo aplacó pidiendo respeto a las instituciones, consciente de que podía desatar auténticas olas de odio que no convenía desaprovechar. El pueblo sabrá ponerlos en su sitio cuando llegue el momento, dijo, y se fue dejando tras de sí a miles de personas eufóricas que no dejaban de aplaudirlo, de exaltarlo, de glorificarlo. Santiago Guillem apagó la radio. Al sentarse en el sofá se sintió sumergido en una especie de laberinto de la imbecilidad. Los tiempos habían cambiado, los dioses se habían transformado en magos de lo fútil y de lo zafio. Abrió de nuevo el libro. Ellos se lo han buscado, pensó con una tristeza crepuscular hecha de renuncias. Pero no pudo evitar atribuirse la responsabilidad que le correspondía. Todos nos lo hemos buscado.
Sedaví, mayo de 2003.