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Celdoni Curull, catalán ejemplar, llegó a Dakar, capital de Senegal, tras hacer escala en Madrid. Los vuelos al país africano que partían desde Barcelona sólo lo hacían con cierta regularidad en septiembre. Los catalanes, ciudadanos orgullosamente europeos y reivindicativos por naturaleza, apenas disponían de enlaces con el continente africano. También carecían de vuelos diarios a Nueva York, trasladados a la capital española. Pero a Celdoni Curull le daba igual tanto Europa como Nueva York. Sus negocios estaban en Gambia, Mali, Mauritania y Senegal, países a los que llegaba desde Madrid, porque España siempre había estado muy bien conectada con África.
Antes de ser agente de futbolistas, Celdoni Curull se había dedicado durante mucho tiempo a la importación de madera desde Guinea, un país que hizo añicos su integridad moral, la insignia de la familia Curull: también su padre había trabajado en ello en su día. Compromiso y confianza, ése era el lema de la firma. Sin embargo, Celdoni tuvo que pelearse con el régimen de Teodoro Obiang (ya se lo dijo un guineano resignado y sarcástico que había sido recolector de naranja en Valencia: «En Guinea, las cosas son Obiangas o negras»), un régimen cuya corrupción llegó a manchar a personas de la rectitud moral que él mismo tenía. De entrada, para poder seguir con el negocio tuvo que sobornar a unos cuantos funcionarios; los jefes de departamento, por insignificantes que fueran, también quisieron participar. Los imitaron celosos subsecretarios ministeriales hasta que Celdoni, al comprobar que los sobornos prácticamente superaban los beneficios, decidió cortar por lo sano y entrevistarse con el ministro de Asuntos Exteriores, que, escandalizado, suprimió con una llamada telefónica todas las canonjías, por así decirlo. Celdoni quedó satisfecho; aunque el ministro se adjudicó para sí los incentivos monetarios que habían pertenecido a los demás, también le dio una área de explotación mayor -hasta ochenta mil hanegadas-, circunstancia que le permitió volver a sus anteriores beneficios.
Catalán juicioso, Celdoni era consciente de que, en un país donde todo el mundo se convertía en pedigüeño con una facilidad pasmosa, las cosas no tardarían mucho en irse a pique. De estado civil desencantado con alguna esperanza, y con escasa inclinación por las faldas, dedicaba su tiempo libre a presenciar partidos de fútbol que los jóvenes guineanos a menudo practicaban con balones desvencijados. Así empezó Celdoni a interesarse por los aspectos técnicos del fútbol. En realidad, como todo catalán de pura cepa, albergaba la esperanza de presidir el Barça. Más aún tratándose de un culer como él, al que su padre había hecho socio del club incluso antes de incluir su nombre en el registro eclesiástico, pese a ser católico practicante.
Como técnico observador, en tres meses Celdoni proporcionó dos jugadores al Igualada y otro al Gavá. Los tres guineanos acabaron trabajando en las plantaciones agrícolas del Maresme. No obstante, dos años después, Celdoni había enviado guineanos a casi todos los equipos de la preferente catalana, e incluso uno llegó a jugar en la segunda división B. Fue el único al que no mandaron de vuelta, pero ya le habían perdido la pista. Por lo menos Celdoni empezó a conseguir un dinero extra a cuenta de un hobby que, todo hay que decirlo, se convirtió en profesión cuando Teodoro Obiang, presidente del país por aclamación forzosa, le montó una escuela de fútbol muy bien equipada para que exportara figuras guineanas por toda Europa. El gobierno -Obiang- se quedaría con el setenta y cinco por ciento de los traspasos (por alojamiento y gastos de los jugadores) y él con el resto. El problema no fue lo escaso de la comisión que recibía, sino más bien que en todo el país no había ni un solo guineano capaz de hacer un pase correcto con un balón normal. Para pulir la técnica ficharon a dos entrenadores rusos, a un polaco e incluso a un brasileño. Probaron con distintas escuelas y estrategias, pero la máxima de que los jugadores crean el sistema no se adecuaba en absoluto al fútbol guineano. No les salía una figura ni esculpiéndola. En un acto de desesperación y ante la impaciencia del jefe de Estado, Celdoni Curull se armó de valor y se hizo cargo de la parte técnica para poner en práctica, con el mítico Barça de Johan Cruyff en mente, la línea de tres defensas, tres centrales con vocación ofensiva y cuatro delanteros de instinto asesino. La estrategia funcionaba en los entrenamientos. El equipo teóricamente titular encajaba muchos goles pero siempre marcaba uno más, siguiendo la filosofía del gran holandés. Para llevar a cabo una prueba seria, con el objetivo de calibrar el potencial futbolístico guineano, se pactó un partido amistoso contra Senegal, encuentro que perdieron por cero a seis (Senegal jugó con sus reservas) en un estadio lleno a rebosar de aficionados expectantes y bajo un arbitraje imparcial. Celdoni Curull, catalán responsable, abandonó el país tras una rueda de prensa elíptica («Por decirlo con pulcritud, el fútbol es así») en una avioneta de rumbo vacilante, sin presentar la dimisión por escrito, renunciando a la indemnización legal que le correspondía, justo antes de que Obiang, que había ordenado su busca y captura por agravios a la nación, consiguiera atraparlo.
En Senegal, Celdoni había hecho contactos y había trabajado para un rumano, intermediario agente FIFA, que lo introdujo como ayudante en un grado profesional superior. Ejerció de observador técnico en Namibia y el Zaire, naciones escasamente prolíficas en cracks, que además padecían otras deficiencias de rango moral y político. Por lo menos aquello le servía como aprendizaje. Tenía una residencia en Senegal y, cuando iba, confeccionaba por su cuenta un fichero de nativos con aptitudes. El fichero acabó en manos del rumano, que lo descubrió un día mientras ambos cenaban en casa de Celdoni un chebou-diene, plato de origen uolof, una mezcla de arroz y pescado. Catalán de rancio abolengo, totalmente acostumbrado a que lo timaran, Celdoni Curull, pese a todo, perseveró en la elaboración de un fichero personal, pero esta vez mental. En su cabeza estaban todos los jugadores con proyección de futuro. Para conservar la memoria -otro rasgo muy catalán-, todos los días repasaba la lista completa, eliminando a los que el tiempo evidenciaba como inútiles y añadiendo caras nuevas a la vez.
Un día de agosto lluvioso, muy lluvioso, en un barrio periférico de Dakar observó atentamente a un adolescente de unos quince años que tocaba el balón de un modo extraordinario pese a lo improvisado del campo de fútbol, un auténtico barrizal. ¿A quién le recordaba aquella figura grácil y espigada? Celdoni pensó en Kubala, en la enorme habilidad del húngaro al hacer el dribbling en seco, en la maestría de sus pies al conducir el balón sin necesidad de mirarlo. Una maravilla, el senegalés, un prodigio de técnica, un jugador de dibujos animados, según el lenguaje que utilizaría un experto pedante. Y sólo era un adolescente. Celdoni intuyó el hallazgo, pero, como catalán reflexivo que era, pensó en los miles de jóvenes africanos que se echaban a perder por falta de buenos consejos y de alimentación adecuada. Enseguida Celdoni se puso en contacto con la secretaría técnica del Barça, compuesta por ocho miembros y por la duda, nada metafísica, de comprobar cuál de todos era el más inútil. Su ofrecimiento no tuvo éxito porque, todo hay que decirlo, las anteriores recomendaciones de Celdoni no habían sido muy acertadas. Insistió advirtiendo que, esta vez sí, se trataba de una auténtica figura, de uno de esos jugadores que hacen época. Que lo tuvieran a prueba durante un par de meses, tres, no sé, que lo observaran y enseguida se darían cuenta de que se equivocaban al respecto. Dado su reducidísimo crédito hicieron caso omiso de él. Pero, siendo un culer absolutamente convencido de que su club era algo más que una empresa deportiva, seguro de que el éxito del Barça representaba el triunfo de Cataluña, Celdoni antepuso el interés ideológico al profesional y decidió adquirirlo él, para que no cayera en manos de ningún otro equipo, por ejemplo el Madrid. Fichó al adolescente Ndiane Bouba por una cantidad mensual, que la familia -sus padres y sus ocho hermanos- agradeció con sinceridad africana y necesidad ancestral. Entonces tuvo que comprar el equipo del Stade de Mbour, para que jugara.
Agente de futbolistas con licencia FIFA, Celdoni, como hacía muy a menudo, aterrizaba en el aeropuerto de Dakar después de su escala en Madrid. Unos días antes había estado en Marsella, negociando con aquel club la incorporación de un defensa de Mali. De Marsella se fue a Barcelona a ver a la familia y, de paso, a recordarles a los de la secretaría técnica del Barça la metedura de pata histórica que cometerían si seguían sin hacerle caso. Le dijeron que el puesto de delantero centro lo tenían muy bien cubierto con Kluivert. Ni siquiera le dieron tiempo para enseñarles una cinta de vídeo con los mejores goles de Bouba. Mientras introducía la cinta en una bolsa de viaje hizo un último esfuerzo para intimidarlos diciéndoles que el Bayern, el Milan, el ínter (hizo una pausa para subrayar el colofón en tono amenazador) y también el Madrid habían preguntado cuánto les costaría Bouba. ¿Y por qué no lo han fichado aún?, replicaron. Aquello fue definitivo, una humillación profesional y humana imperdonable. ¿Es que no podían imaginarse que su único objetivo era que el gran senegalés fichara por el Barça? ¿Acaso pensaban que los presionaba con ofertas fantasmas? En el taxi que lo llevaba al aeropuerto para tomar el vuelo Barcelona-Madrid, en la Diagonal, a la altura de la plaza Francesc Macià, Celdoni rompió su carnet del Barça. Al hacerlo experimentó un instante de tristeza, una punzada de melancolía. Se consideraba un culer de corazón, un barcelonista implacable que se había quedado sin carnet tras cuarenta y ocho años de socio, pero que sentía los colores como si los sudara cada domingo. También estaba desencantado. Pese a todo, tenía algo muy claro: Ndiane Bouba jamás ficharía por el Madrid. Ni por todo el oro del mundo. Celdoni aún no lo sabía, porque a veces los designios del fútbol son inescrutables, pero el astro senegalés no tardaría en convertirse en la gran esperanza negra del Valencia C. F.
A miles de kilómetros de Dakar, en la zona del lago de la Albufera llamada el coto de Lloris, Juan Lloris estaba pensativo sentado en el extremo de una barca. Entre sus piernas, una cubana como jaca percherona le hacía una felación.
– Pita, pita, pita…
De vez en cuando, Claudia reclamaba la atención de Lloris con la banda sonora que, sexualmente, más excitaba al empresario, para evitar que el placer convertido en hábito lo llevara al automatismo.
No era un reclamo cualquiera. Tras medio año como amante fija, Claudia sabía cómo motivarlo. La intimidad propicia las confidencias y el empresario, en un momento de debilidad nostálgica, quizá en una muestra de cariño, había relatado a la cubana sus inicios sexuales, algo tan importante en la formación de un hombre. Siendo muy jovencito, Lloris había tenido experiencias zoofílicas. Nada del otro mundo, ya que había practicado con animales de corral, que en aquella época de estrecheces económicas solucionaban un largo día sin comer nada caliente y también, como en su caso, un subidón propio del esplendor juvenil. En su descargo cabe decir que la moral franquista no dejaba muchas opciones al desahogo sexual: o putas o gallinas. Como era pobre de solemnidad, una cerda y tres gallinas le permitieron descubrir el placer prohibido aprovechando la ausencia de su madre, que buscaba en el mercado, a última hora de la mañana, las sobras más baratas. También probó con un pollo, pero siempre tuvo muy clara su heterosexualidad (respecto a las cabras, con las que mantenía un innegable feeling, no se atrevió a tocarlas por respeto a la Legión Española). Con los años, puntualmente, siempre encontraba algo que lo remitía a su aprendizaje. Lo que no era sexualmente correcto le estimulaba, de modo que, para envalentonar su libido cuando estaba apático, inconscientemente pensaba en las gallinas (pudo olvidarse de la cerda: pesaba unos doscientos kilos y le trituró tres dedos de un pie a causa de un arrebato excesivo). Pita, pita, pita… recitaba sensualmente Claudia la cubana.
Lloris no estaba para pitas. No podía dejar de pensar en lo que lo preocupaba, y por su exaltada mente discurrían sin cesar multitud de proyectos. La idea de volver a ser un importante ciudadano no lo dejaba en paz. Ni la felación, a veces más frenética y otras más tranquila, lo apartaba de la obsesión de volver por la puerta grande; un regreso que no consideraba sino una venganza. Pero ¿cómo lo haría? Si un tiempo atrás tenía casi todas las puertas cerradas, ahora, tras el asunto de las prostitutas (judicialmente ileso, pero moralmente manchado), lo tenía aún más difícil. Tranquilo, Juan, piensa con calma, se dijo. Y con la mano detuvo los movimientos de la cubana. Dame la lechita, patito. La única respuesta al ruego de ella fue un silencio amenazador, una mirada de reproche. Y enseguida volvió a las cavilaciones: ¿cuántos personajes había en Valencia señalados por líos de faldas? El recuento, larguísimo; los rumores, incesantes. Empezando por los más poderosos en el mundo empresarial y político, la lista era infinita. Pero ninguno de sus asuntos pasaba de los cotilleos de restaurante. Todo el mundo conocía el quién-es-quién de la guía sexual valenciana, e incluso se había insinuado algo en la prensa fiel a la oposición. Pero todo permanecía en el más estricto runrún. En cambio él había aparecido en los diarios como implicado en un asunto de tráfico de blancas que, aunque no tenía nada que ver con él, lo salpicaba colateralmente por culpa de su alocada debilidad por las prostitutas (para ahorrarse problemas ahora tenía una amante, una buena chica cubana a la que había puesto los papeles en regla contratándola para el servicio doméstico). No obstante aún le quedaba un as en la manga: aquella mañana había ingresado ciento veinte millones de euros. ¿Era sensato volver a empezar en la construcción? No tenía ningún sentido porque había vendido a una promotora alemana su parte de las sociedades (el resto pertenecía a su ex mujer). Además, a su edad le iban más los negocios rápidos, especulativos, sin empleados ni quebraderos de cabeza. De hecho, seguía con la actividad de compra-venta de naves industriales y solares, que nunca había abandonado. Le gustaba ganar dinero, todo el que pudiera, pero cuando se tiene tanto falta motivación. Había que añadir, además, que pretendía convertirse en un gran personaje. ¿De qué le servía el dinero si no gozaba del reconocimiento social? Lo había intentado con resultados desastrosos. No hay que pensar demasiado en los errores que se han cometido, en las traiciones de las que se ha sido víctima. Pese a todo, aquello sólo era una batalla, y se empeñaba en ganar una guerra que no lo dejaría vivir hasta declararse vencedor. El rencor era superior al gozo de una vida sin problemas económicos. Ni siquiera el sexo le producía tanto placer como la posibilidad de la venganza. Le hizo una señal a Claudia, que se volvió a arrodillar. La barca osciló y Lloris se aferró a la cabeza de la cubana. Sólo era por vicio, por costumbre, ya que sus pensamientos se lo llevaban lejos de allí.
¿Qué podía comprar con ciento veinte millones de euros? Muchas cosas, sin duda, pero ninguna lo encumbraría como alguien importante además de rico. Un personaje nacido en la miseria que llegaba a ser célebre. Una vida de libro, eso es lo que le haría feliz. Más aún después de sentirse rechazado. ¿Y si se dedicara a la política? Con su dinero podía costearse una campaña en un pueblo importante. Xátiva, por ejemplo, una ciudad emblemática. Desde allí se haría popular y daría el salto a la ciudad, y de Valencia a la Generalitat, y… En Xátiva había un cuadro de Felipe V boca abajo como consecuencia de la guerra de Sucesión, cuando el Borbón ordenó quemar la ciudad. Pues bien, él lo pondría boca arriba; habría un gran escándalo por haber roto con la tradición. Entonces pediría disculpas en público y lo volvería a dejar como estaba. De algo así se enterarían hasta en la Zarzuela o en la Moncloa, donde fuera que viviese el rey. Disponían de una extensa nómina de lectores de prensa controlando todo lo que afectase al monarca. Una bomba. Y otra: los del Front Nacionalista Valencià le debían un gran favor; cuatrocientos millones de pesetas suyos les habían permitido no sólo entrar en el Parlament sino decidir el Govern. Por supuesto, de aquella donación no había constancia alguna, ni un papel, nada firmado. No obstante, confiaba en la integridad moral de los nacionalistas (por confiar que no quede). Pero ¿qué les pediría? Las elecciones autonómicas ya se habían celebrado. Una lástima, porque le hubiera gustado ser diputado valencianista, político de retórica engalanada, como los que salían en los medios de comunicación, de los que la gente, agradecida, saludaba con respeto por la calle. Pero tendría que esperar más de tres años, hasta las próximas elecciones. No era un hombre paciente. A lo mejor los del Front querrían devolverle el favor adjudicándole obras. Nada de embrollos empresariales, ya no se dedicaba a eso. Hecho: les pediría ser alcalde de Valencia, ahora que la reforma del Estatut permitía separar las elecciones municipales de las autonómicas. Cuatrocientos millones de pesetas bien lo valían. El sueño de convertir su ciudad en la envidia de España lo impulsaba. Como constructor experimentado sabría cómo hacerlo. Si los del Front habían decidido el Govern de la Generalitat (recordó que lo habían dado a los conservadores), perfectamente podrían ser partido bisagra en el Ayuntamiento. Se imaginó su foto por todas partes. ¿Qué venganza mejor que volver convertido en alcalde de Valencia? ¿Qué mejor venganza que joder a todas las empresas comisionistas que impunemente chupaban del erario público? Lloris se encargaría de poner orden. Pero los del Front ¿qué dirían? Según el pacto que habían sellado no le debían nada. Les daba el dinero por ser valencianista. ¡Y vaya si lo era! Por eso aspiraba a la mayor tarea que un valenciano, por su ciudad, se sacrificaría para llevar adelante. ¿Y si se hacían los locos, como si no le conocieran? Su pensamiento se inquietó tanto que su pene, por empatía, se arrugó en la mano de la mulata. Con un gesto de fatiga, algo enfurruñada, Claudia apoyó la cabeza sobre las piernas de Lloris.
Mañana hablaría con los del Front. Si se negaban a recibirlo, si se desentendían de la ayuda desinteresada que les había dado, convocaría una rueda de prensa para denunciarlos. Lo cierto es que no podría demostrar mucho, pero era obvio que la campaña electoral que habían llevado a cabo superaba con creces la economía de los nacionalistas. Montaría una buena. A él le daba igual. No tenía nada que perder, socialmente hablando. Cerró las piernas con nerviosismo. Claudia se levantó. Entonces se oyó el eco de un «pita, pita, pita»…
La cubana se sorprendió, pues no había dicho nada. Lloris se subió los pantalones con rapidez y miró a todas partes para saber de dónde había salido un reclamo que suponía íntimo y que sin embargo acababa de oír pronunciado por una voz tan masculina y poco delicada. El tío Granero se agachó bajo una mata de junça y permaneció inmóvil durante unos minutos, hasta que el empresario dirigió la barca hacia un callejón de agua. Entonces el tío, pese a sus setenta y cinco años, a pesar de la artritis que padecía, se marchó enseguida a casa con pasos ágiles por los márgenes de otros callejones. Entró muy agitado y buscó a su mujer, que estaba haciendo la cena para el señorito y su acompañante.
– ¿De dónde sales casi sin aliento?
No se lo hubiera dicho por nada del mundo; además, a causa del cansancio no podía decir ni mu. Sentado junto a la mesa de madera de la cocina, peló con lentitud, entre suspiros, algunas patatas para el allipebre. Cuando llegaron Claudia y Lloris aún le duraba la erección. Entonces miró al señorito, aún nervioso por el incidente, pensó en su austera eficacia viril, observó a Claudia, un pedazo de mujer siempre muy despreocupada al sentarse. Mal pájaro el que descuida el nido, murmuró interiormente mientras volvía a pelar patatas.