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Alcanzada con normalidad la representación parlamentaria -el significativo e importantísimo porcentaje del siete por ciento, que no sólo superaba en dos puntos el necesario sino que también cedía al Front la posibilidad de convertirse en partido bisagra de la política autóctona-, afiliados y simpatizantes de todas las comarcas se echaron a la calle para celebrar un éxito histórico del nacionalismo valenciano. Los oficialistas de la política del «tercer espacio», asumido y proyectado por el líder del Front -Francesc Petit-, fueron los que más celebraron la hazaña. El riesgo de la apuesta interclasista salió bien, mucho mejor de lo que creían, incentivado, pese a que ellos lo ignoraran, por la imprescindible inyección económica administrada por Juan Lloris, que aquella noche se encontraba en su coto, totalmente ajeno al acontecimiento (entonces tenía tantos problemas que no le interesaba nada que no fuera reciclar su vida), amargado y llevando a cabo la terapia de contar sus penas al tío Granero, el único hombre del mundo que le entendía, que lo seguía con los ojos cerrados.
Petit y Horaci Guardiola, líder de la oposición interna, se dieron la mano con sinceridad, como un gesto más del obligado protocolo que implica la política. Fue un día de gozo, una noche que borraba veinte años de extraparlamentarismo. Todos los medios de comunicación, todos, acudieron a la sede del Front. Eran la noticia, pero el local, demasiado pequeño, no podía acogerlos. Así pues, gran parte de los militantes, a petición de la ejecutiva, salió a la calle a celebrarlo. Mientras tanto, Petit, tranquilo y ecuánime, rodeado de ufanos miembros de su candidatura, explicaba a los periodistas que, en primer lugar, daba las gracias a los electores, pero especialmente a los que habían confiado en ellos. Luego dijo que esperaba las propuestas de los conservadores (ganaron las elecciones pero perdieron la mayoría absoluta) y de los socialistas, que pese a haber crecido en número de votos permanecerían en la oposición mientras no se demostrara lo contrario.
Petit explicó a la prensa que el porcentaje alcanzado no provenía, como algunos podían creer, de la bolsa de votos de los socialistas. Aunque aún no habían analizado seriamente el tres por ciento de más respecto a las anteriores elecciones, suponía, intuía, que el descenso de Esquerra Unida (que se había presentado dentro de la coalición Entesa de l'Esquerra junto a grupúsculos extraparlamentarios) y el flujo de nuevos votantes jóvenes los habían llevado al éxito que da la coherencia. Consciente de la política de moderación que había llevado al Front a donde estaba, Francesc Petit, con traje y corbata, envió mensajes tranquilizadores: «Nos preocuparemos exclusivamente por los intereses de todos los ciudadanos.»
– ¿Eso significa que respetaréis la voluntad popular?
El líder del Front estiró un poco el cuello para ver quién le acababa de hacer aquella pregunta. El periodista levantó la mano: era de un medio de derechas.
– Aún no conocemos las propuestas que conservadores y socialistas tienen para resolver los problemas de nuestro país.
Pero Petit ya lo tenía decidido. Lo había decidido mucho antes de que empezara la campaña electoral, en la soledad de su apartamento, en las noches en que, paseando por la playa de la Malvarrosa, soñaba con un día como aquél. Al acabar la rueda de prensa, corta porque el líder del Front, con buen criterio, no habló más de lo estrictamente necesario (recitó un monólogo lleno de tópicos propios de las noches electorales), se encerró en un despacho con Vicent Marimon, amigo y secretario de finanzas. Allí saltaron, se abrazaron e incluso a Marimon se le escapó alguna que otra lagrimita, y por fin se calmaron. Entonces Vicent sacó dos puros del humedecedor (obsequio indirecto de la celebrada maleta de Lloris).
– ¿Qué piensas hacer, Francesc?
– Lo que más nos interese políticamente.
– ¿Y Lloris? Ahora querrá reclamarnos…
– ¿Eres incapaz de olvidarte de los problemas hasta en un día como hoy?
– Lloris nos tendrá en su punto de mira.
– Lloris ha muerto, está desprestigiado. No puede ni seguir con su actividad empresarial. Me han dicho que se ha refugiado en su coto. Seguramente estará viviendo de las rentas. -Petit apagó su móvil, sonaba sin tregua-. Nada le firmamos, nada le debemos.
– Moralmente…
– La moralidad y Lloris son incompatibles. ¿No nos dio el dinero porque era un gran valencianista? Pues con eso ya tendría que darse por satisfecho. Por primera vez en la historia de este país, el valencianismo ha ganado.
– No serás tan ingenuo para creer que lo hizo por ideales.
– Lo que no soy es tan ingenuo para devolverle un favor a un hombre socialmente tan desprestigiado. ¿Quieres que nos suicidemos, ahora que somos una fuerza importante en el país? ¿Ahora que lo decidiremos todo?
– Francesc, es increíble. No lo puedo creer.
– Pues créelo. Vamos a decidir. -Chupó el puro a placer-. En condiciones normales no me importaría hacerle un favor a Lloris; sé que es moneda corriente en política. Pero está salpicado por asuntos muy graves, y de eso no tenemos la culpa.
– En otras circunstancias, ¿le habrías hecho el favor?
– Depende de lo que nos hubiera pedido. Dejemos el tema, no me preocupa y hoy tampoco es el día apropiado.
– De acuerdo. Oye, a lo mejor digo una estupidez, pero ¿y si negocias la presidencia de la Generalitat?
– ¿Para mí?
– Pues claro.
– Ni loco. De momento, los problemas para ellos, y para nosotros el éxito de seguir creciendo. El partido es lo primero.
– ¿Quieres entrar en el Govern?
– No. Quiero controlarlos con mi siete por ciento.
– Creo que eso representa el sentir general de los militantes.
– Es lo que nos conviene.
Francesc Petit volvió a encender el móvil. Entre un caos de mensajes de militantes y líderes de la patronal, estaba el de Júlia Aleixandre, mano derecha del president de la Generalitat, felicitándolo fervorosamente, y el de Josep Maria Madrid, el hombre fuerte de los socialistas, que también lo felicitaba a pesar de que su tono no era de alegría desbordante. Ambos le pidieron hora para el día siguiente.
Al día siguiente, Petit convocó a Júlia Aleixandre en la sede del Front a las diez de la mañana. Él mismo se aseguró de lo temprano de la cita y de reunir a toda la prensa. A Júlia no le hizo ninguna gracia tener que desfilar entre decenas de periodistas gráficos. Se le notaba en el rostro, con una sonrisa de circunstancias, y en las pocas ganas de hablar que tenía hasta que no concluyera su encuentro con el secretario general del Front, que no acudió a la puerta de la sede para recibirla. Lo hizo el presidente honorífico del partido, un veterano militante del valencianismo que jamás hubiera imaginado, desde su amargo escepticismo, desde su eterna devoción por un ideal que parecía inalcanzable, que se vería obligado a hacer el numerito que exigía la política parlamentaria. Pero lo hizo encantado.
Petit la recibió en la puerta de su despacho, con un Hoyo de Monterrey, tamaño Churchill, en la mano. Sabía que a Júlia le molestaba muchísimo el humo del tabaco. Pero ahora mandaba él y, aunque tuviera que poner su condición de político profesional por encima de su resentimiento personal, no podía evitar el recuerdo de haber sido un extraparlamentario que algunos confundieron con una marioneta que manejar a su antojo y al que habían despreciado muy seria y reiteradamente.
Además de Petit, en la sede había muchos militantes que querían experimentar in situ la satisfacción que proporcionaba ver a los conservadores rogando ante su líder. Venganza de pobres.
Júlia Aleixandre asistió vestida de forma elegante y algo provocativa, lo justo para poder seducir sin que se notara demasiado, con una minifalda ligeramente elástica que revelaba sutilmente el contorno de su cuerpo; la blusa de seda, desabrochada hasta el segundo botón, insinuaba unos pechos bien moldeados, pequeños pero redondos, como los de una adolescente balthusiana. Petit llevaba vaqueros y camisa blanca. Estaba radiante aunque apenas hubiera dormido (una noche espléndida sólo alterada por un incidente, afortunadamente aislado: un gamberro que había prendido fuego al coche de un vecino de la calle de la sede del Front para luego huir en una moto con la matrícula tapada). Al recibirla, la besó y dejó las manos descansando en los hombros de ella. También mantuvo su sonrisa, durante un minuto largo en el que se dijeron unas cuantas banalidades al uso con tal de que la prensa gráfica documentara el momento histórico. Entonces el líder de los nacionalistas se despidió de los periodistas con un gesto amable y cerró la puerta. Sin testigos, allí dentro todo era muy distinto. Petit le ofreció un extremo del sofá mientras él, frente a Júlia, se sentó en una cómoda butaca giratoria, generosidad involuntaria de Juan Lloris que se sumaba al patrimonio del partido. Por ahí, por el empresario, empezó Júlia antes de volver a felicitarlo.
– Le has sacado mucho jugo a la maleta de Lloris.
– Algún mérito habré tenido.
– Sé muy bien de dónde salen ciertos méritos en política.
– Me parece que no has empezado con buen pie.
– Tranquilo, sólo pretendía desahogarme. Vuelvo a la realidad -a la puta realidad, tenía ganas de añadir-: ¿qué quieres?
Petit sonrió. Le encantaba aquella mujer. Era peligrosa como una víbora, pero le encantaba. Siempre nos fascinan los atractivos más indeseables. A lo mejor es uno de los rasgos que definen la estupidez humana. Por unos instantes imaginó que Júlia, el sexo que le podía ofrecer, sería capaz de desvirtuar la negociación. La historia estaba llena de casos parecidos. Dejó a un lado la ocurrencia y con gesto hierático volvió a la Tierra. En aquel momento, en aquella hora, asumía la representación de su país, albacea de una historia casi milenaria. Aún creía en ciertas utopías, y, además, sabía a quién tenía delante, sabía qué quería.
– ¿Cuál es la oferta?
– Estamos abiertos a cualquier negociación.
No era exactamente así. Ella se jugaba muchas cosas, muchísimas. Un buen acuerdo le serviría para revalorizarse ante su líder. Ambos tenían mucho que ganar o que perder personalmente.
– Con todo -siguió Júlia-, esperamos de tus principios democráticos que entiendas que nosotros hemos sido los vencedores de estas elecciones.
– Yo también espero mucha comprensión.
– Adelante.
– La Conselleria d'Obres Públiques…
– Creía que me ibas a pedir la de Medi Ambient.
– También pensaba pedírtela.
– ¿Y no crees que es pedir demasiado?
– Aún no he acabado.
– A lo mejor deberíamos replantear la negociación.
– Replanteémosla.
– ¿Quieres entrar en el Govern o pretendes controlarlo? Te lo digo porque nos entenderemos mejor y más deprisa si abrimos una negociación seria.
– A mí me da igual tardar una hora más o menos: hace veinte años que estoy esperando.
– Bien… lástima que no fume, te pediría un puro y pactaríamos con más calma.
– ¿Te molesta el humo?
– Sí, pero supongo que hoy no es mi papel exigir.
– Supones bien, pero abriré la ventana.
La abrió. Frotó el puro contra el cenicero y volvió a encenderlo. Tras unas caladas ansiosas expelió el humo hacia el techo.
– Júlia, no queremos formar parte del Govern.
– ¿Por qué?
– Estamos mejor fuera. Aún no lo tenemos decidido, pero a lo mejor nos votamos a nosotros mismos y facilitamos que asumáis el Govern.
– ¿Nos lo facilitarás?
– En principio, sí.
– No he venido en busca de un acuerdo a corto plazo.
– Entonces tendrás que darme todo lo que te pida.
– Te haré una oferta: la Conselleria de Cultura i Educació, la de Medi Ambient y un senador en Madrid.
– Es poco.
– Sólo tienes el siete por ciento.
– Grave error: lo tengo todo gracias a una Ley Electoral que os ha permitido durante años, a vosotros y a los socialistas, repartiros el poder.
– Ten cuidado, si abusas, los electores no te lo perdonarán. No te perdonarán que, por tu culpa, haya caos y desgobierno. La gente espera que seáis responsables. De hecho, habéis obtenido un buen resultado porque os habéis moderado.
– ¿Entonces no ha sido por la maleta de Lloris?
– Ya me entiendes: todo ayuda.
– Debes de saberlo muy bien.
Júlia obvió la respuesta. Le interesaba ir al grano:
– Si lo piensas bien, la oferta es espectacular teniendo en cuenta las expectativas políticas que teníais.
– Situémonos en el presente.
– ¿Querrías hacerme el favor de apagar el puro? Me cuesta hablar en un ambiente tan cargado.
Francesc Petit apagó el puro. Le apetecía después de una noche larguísima, en la que había fumado demasiados. De un cajón de madera sacó un ambientador.
– Soy alérgica a los sprays.
Dejó el ambientador en el cajón y volvió a la butaca. Le miró las piernas de refilón. Se la imaginaba puro fuego en la cama. También se la imaginaba en un restaurante: incapaz de pedir una ensalada con naturalidad.
– Te seré muy sincera: no podemos darte la Conselleria d'Obres Públiques por una razón que, como político profesional, entenderás perfectamente. Tenemos muchos proyectos iniciados y somos responsables de ellos ante la sociedad.
– Y ante los empresarios que os han ayudado.
Volvió a obviar la respuesta. Lo hizo con tablas.
– No tenéis experiencia en obras públicas. Es distinto en el ámbito educativo y el medio ambiente. Dispones de muchos pedagogos y ecologistas. Nosotros cederíamos a vuestras pretensiones en esos campos.
– ¿Dejándonos la política lingüística?
– Sí.
– Pues claro, como os importa una mierda. Tira más el cemento que el acento.
– Sólo pretendo llegar a acuerdos satisfactorios para ambas partes.
– ¿Y si no acepto?
– Romperé la negociación y tendrás que explicar tu postura a los ciudadanos.
– ¿No harás nada más?
– Sí: resucitaremos el partido Unión Valencianista, cueste lo que cueste, y con ellos volverá el anticatalanismo, un elemento de la política valenciana que os ha hecho mucho daño.
– Sin escrúpulos, como siempre.
– He venido a negociar, pero no me dejas otra alternativa.
– Negociar no significa aceptar todo lo que digas por obligación.
– Pues pide razonablemente.
– Escúchame bien. -Petit puso cara de pocos amigos-. Voy a hacerte una lista de nuestras peticiones y no pienso ceder ni un milímetro. ¿Lo has entendido?
Júlia no dijo nada.
– ¿Lo has entendido o no?
Asintió con la cabeza. Era lo bastante inteligente para saber que estaba tocándole las narices.
– Queremos dos conselleries, la de Medi Ambient y la de Cultura i Educació, porque exigiremos el requisito lingüístico. Queremos pactar el director general de Ràdio Televisió Valenciana. Queremos que destinéis una buena partida del presupuesto general a los ayuntamientos que gobernamos. Queremos una Ley de Comarcalización, que está en el Estatut. Queremos la recuperación del derecho civil valenciano. Somos los únicos de la Corona de Aragón sin derecho propio. Queremos, en efecto, un senador en Madrid, pero también un diputado en el Parlamento central.
– ¿Has terminado ya?
– Creo que sí.
– Entonces, ¿puedes explicarme cómo podemos hacer que tengáis un diputado en Madrid?
– De dos formas: movilizáis a vuestros empresarios, les decís que si les pasamos la gorra nos atiendan con amabilidad. También nosotros queremos una nómina de ayuda permanente, como los socialistas y vosotros. Y también tenéis que movilizar a toda vuestra prensa adicta. Con eso y con nuestra habilidad política tenemos muchas posibilidades.
Júlia Aleixandre simuló estar pensativa, como si las peticiones de Petit hubieran sido excesivas. Lo eran, pero no tocaban nada primordial para los conservadores, con la única excepción del nombramiento pactado de Ràdio Televisió Valenciana. En algo tendrían que ceder mientras no fuera en la Conselleria d'Economia i Hisenda o, peor aún, en la d'Obres Públiques. En ella se jugaban buena parte de su futuro político como partido hegemónico, ya que habían proyectado la «Ruta Azul», que, junto al eje Elx-Novelda y el proyecto para la comarca de la Plana -con el aeropuerto de Castellón incluido-, representaba el nuevo modelo territorial para el País Valenciano, al margen del parque temático Mundo Mágico y un circuito de motociclismo en el término municipal de Gabanes, ambas obras previstas al inicio de la legislatura. Tenían muchos intereses creados con la gran patronal. La Ruta Azul planeaba unir el puerto de Valencia con el de Sagunt, a fin de competir con el de Barcelona, pero, sobre todo, pretendía proyectar zonas residenciales, circunstancia que había despertado el entusiasmo especulador de las empresas urbanizadoras más potentes.
– Tus peticiones superan con creces lo que habíamos previsto.
– Todas son imprescindibles para nosotros. Si tocáis una sola no habrá pacto. Y no me importará explicarlo todo ante la opinión pública.
– Tengo que consultarlo.
– Lo entiendo. -Petit miró su reloj-. Dentro de una hora Josep María Madrid vendrá a la sede. Mañana quiero una respuesta.
– ¿Mañana? ¿Es que no has negociado nunca?
– Mañana por la noche, para que tengáis más tiempo de reflexionar.
– A eso lo llamo yo asfixiar.
– Ahora soy yo quien puede hacerlo.
– Espero que no se te vaya la mano.
– De ti depende. Seguro que con tus encantos convences al president.
– Contigo no me han servido de nada.
Mejor que no lo intentes, pensó Francesc Petit.
Ambos sonrieron. Ella no evitó lanzarle una sugerente mirada. Ante la puerta del despacho, Petit volvió a darle un beso y la dejó con la prensa, ávida de noticias. Una empleada de la sede acompañó a Júlia hasta la sala de reuniones para que los periodistas pudieran interrogarla. El líder del Front encendió el puro apagado y, repasando los periódicos (todos hablaban de él de forma destacada), esperó la segunda visita histórica del día. Josep María Madrid se adelantó media hora (según dijo a la prensa posteriormente hubo un malentendido en el horario) y se cruzó, ya en la calle, con Júlia. Hablaron un instante. Los periodistas no pudieron oír lo que decían. A lo mejor recordaron la época en que, por suerte, aún pensaban en los problemas que tendrían si el Front alcanzaba el cinco por ciento.
Josep Maria Madrid fue recibido con mucha cortesía pero a la vez con soterrada desidia. En el pasado (más bien remoto), habían coincidido puntualmente en sus posturas contra los intereses de la derecha autóctona. Pero el tiempo no pasa en balde y ahora Petit (lo había urdido todo cuando por fin se encontró solo, de madrugada, en su piso) consideraba que gobernar con los conservadores les haría salir más reforzados políticamente, ya que, a ojos de miles de valencianos que desconfiaban de ellos (de los antecedentes radicales que arrastraban), pasarían a ser un partido «normal», un partido con responsabilidades y capaz de gobernar bien el área que le correspondía. Lo había decidido en su afán de convertir al Front en la Convergencia i Unió valenciana, la única opción pragmática que les facilitaría crecer. Además, gobernando con los conservadores (le resultaba molesto llamarlos la derecha), obligarían a éstos a aceptar postulados nacionalistas, circunstancia que probablemente les crearía conflictos internos con sus sectores más retrógrados, además de que ellos satisfarían el posibilismo de sus militantes y simpatizantes más exigentes, los que, en definitiva, no querían el poder a cualquier precio. De ahí que Francesc Petit no pusiera como condición ineludible la Conselleria d'Obres Públiques. La lista de peticiones era suficiente, buena para el Front y un cierto «trágala» para los conservadores sin necesidad de forzar una ruptura que, por su pasado político más extremado, no les interesaba.
Con todo eso previamente establecido, a Josep Maria Madrid apenas le quedaban cartas por jugar, pese a las concesiones importantísimas que se mostró dispuesto a hacer. Apeló a la conciencia de izquierdas, a la necesidad de salvar el país de la apoteosis constructora de la derecha (Petit le discutió ese punto con algunos ejemplos de poblaciones gobernadas por los socialistas que no eran precisamente modelos de desarrollo sostenible). El socialista ignoró su réplica e insistió en que los electores que habían votado a ambos partidos no lo entenderían. La voluntad popular está por encima de todo y es innegable que los conservadores han vencido, contestó el líder del Front. Después de más de una hora de conversación, Josep Maria Madrid, entreviendo lo imposible de cualquier acuerdo y bastante molesto, le advirtió que se arrepentiría. Petit quiso arreglarlo y se despidió dándole alguna esperanza, por ejemplo que el comité ejecutivo tendría en cuenta ambas ofertas (más generosa la de los socialistas). En realidad pretendía ganar algo de tiempo, hacer como si el acuerdo con los conservadores fuera, para la opinión pública, algo más lento y elaborado (escenificaría las dudas durante unas cuantas semanas). Lo contrario evidenciaría los puntos débiles del Front, la decisión tomada de antemano. La política institucional conminaba a la aparente normalidad y Petit aprendía a moverse en ella.
A los pocos meses de gobernar con los conservadores, los problemas imprevistos del Front no hacían más que acumularse. Por supuesto, sospechaban que sufrirían algunos. No obstante, la inexperiencia les pasó factura: les hizo creer que la opinión pública valoraría exclusivamente las áreas que gestionaban, pero la derecha, que de eso sabía mucho más, presentaba los proyectos, sobre todo los que necesitaban de la coartada de los nacionalistas, como hitos conjuntos de ambos partidos, y se desentendía de los que no le interesaban o ponía un mínimo énfasis en ellos.
La prensa adicta se encargaba de publicitarlo todo. Por ejemplo, la exigencia del requisito lingüístico (la obligación de todos los funcionarios de saber valenciano o entenderlo) se revelaba como una imposición del Front, algo que los conservadores no tenían más remedio que aceptar con tal de mantener la estabilidad política.
Por otra parte, los nacionalistas habían conseguido pactar que una persona independiente fuera director general de Ràdio Televisió Valenciana. El nuevo responsable del ente público, un hombre de prestigio y de carácter moderado, resultó obedecer sutilmente las directrices impuestas por los capitostes de la derecha, que al fin y al cabo eran, a diferencia de los del Front, los que tras las siguientes elecciones podían volver a gobernar a solas. Casi toda la estrategia planificada por los conservadores trataba de «quemar» a los nacionalistas a lo largo de la legislatura.
Para entonces, sin embargo, Francesc Petit ya era consciente de la trampa. Y lo fue aún más cuando el Govern filtró a la prensa el proyecto de la Ruta Azul sin advertírselo antes, lo cual hizo montar en cólera al sector ecologista del Front y a unos cuantos especialistas en urbanismo (no demasiados) que veían, en el nuevo modelo territorial, una obra faraónica que afectaba al escaso patrimonio natural que quedaba en el lugar y ponía en peligro dos zonas húmedas entre Sagunt y Valencia.
Los conservadores filtraron la Ley de Ordenación, y más concretamente la Ruta Azul, como empresa pública para el disfrute de todos los ciudadanos, con un paseo marítimo de veinticinco kilómetros que regeneraría las playas entre la capital y Sagunt. El problema, según los especialistas, era que detrás del paseo, al apartar la autopista hacia el interior, no sólo se cargaban la huerta de las comarcas del Camp de Morvedre y l'Horta Nord, sino que dejaban las puertas abiertas a los movimientos especuladores de las grandes constructoras, que gozarían de un inmenso espacio para urbanizar.
Petit recibió muchísimas presiones. El proyecto, además, reactivó la oposición interna -aletargada a causa de los resultados electorales-, que esta vez disponía de una arma ideológica y política de considerable valor. Para más inri, la opinión pública -el ochenta y siete por ciento, según una encuesta de la Generalitat; un cinco por ciento en contra, y el resto no sabe/no contesta- se mostraba a favor del proyecto. Hacer de Sagunt un gran centro logístico de transporte intermodal capaz de competir con Barcelona avivaba el orgullo de los ciudadanos, muy acostumbrados a la sensación de que Valencia no tenía ningún peso en el conjunto del Estado. La construcción del paseo marítimo donde hasta el momento sólo había playas sin arena entusiasmaba aún más a un pueblo ansioso por sentirse importante aunque fuera en bañador.
El posibilismo ideológico de Petit le ponía en un gran compromiso. Por una parte valoraba los grandes avances en materia lingüística y educativa que supondrían cuatro años de responsabilidades en dichas áreas; por otra era consciente del desgaste que implicaban, entre los electores del Front más fieles desde hacía años -cerca del setenta y cinco por ciento-, los proyectos urbanísticos de los conservadores, a los que éstos no estaban ni por asomo dispuestos a renunciar, dejando para el Front la patata caliente de dimitir por un desacuerdo con algo que la gran mayoría de los ciudadanos aprobaba. La derecha le tenía acorralado y no sabía cómo escapar.
En el balcón de su apartamento, hundido en una silla reclinable de plástico duro, el líder del Front contemplaba, meditabundo, la línea del horizonte. La luna iluminaba el mar, pero esa imagen de lirismo típico y tópico no le impedía reflexionar sobre el callejón sin salida al que había llegado el partido. Apenas tenía gente en la que confiar a excepción del secretario de finanzas, Vicent Marimon, su amigo y la única persona que, desde sus inicios en la política activa, le había demostrado una fidelidad absoluta. Sin embargo, Marimon concentraba todos sus esfuerzos en una operación inmobiliaria: vender la sede y comprar otra más grande y más céntrica. Generosos constructores le ofrecían grandes facilidades no sólo en los precios sino también en las condiciones de pago. Algunas de las propuestas eran tentadoras; pese a todo debían alejarse de compromisos aparentemente altruistas. En sólo unos meses habían tenido ocasión de comprobar en qué consistía la amabilidad de ciertos gremios.
Los ingresos institucionales del Front se habían multiplicado y permitían la solicitud de un crédito hipotecario que Bancam, antes remisa, ahora estaba más que dispuesta a conceder. No obstante, el pragmatismo económico del secretario de finanzas le evitaba grandes aventuras. Tantos años de marginalidad política provocan falta de autoconfianza. Al fin y al cabo, quizá el tres por ciento de votos más que habían conseguido sólo era un préstamo a cuatro años.
Petit calculaba las posibilidades políticas a su alcance para salir del Govern sin que la opinión pública los castigara. Tenía que huir de la trampa en que la derecha le había metido. El problema era cómo hacerlo. Cómo mantener la tendencia de seguir creciendo a partir del siete por ciento, ésa era la cuestión. Y no era fácil. En el mismo instante en que se encendió un puro le llamó la atención una llamarada seguida de un estallido seco. En plena calle, a mano izquierda, se estaba empezando a quemar un coche. Acto seguido un individuo con casco y pasamontañas subía a una moto y, por debajo de él, se iba como un rayo. Intentó fijarse en la matrícula del vehículo, pero estaba tapada con una hoja de diario presidida por las grandes letras de un titular que Petit, en la distancia, fue incapaz de leer: «El Front decidirá el Govern.»
A la una y cuarto de la madrugada llegaron los bomberos y la policía. Con un extintor casero, un vecino intentaba apagar el fuego rodeado de curiosos que no dejaban de observarlo, entre ellos Petit. Los bomberos pudieron salvar la parte delantera del coche. Entonces la policía preguntó a los vecinos por el dueño del vehículo. No sabían de quién era. A lo mejor era uno de los cientos de coches abandonados que hay por todas partes. ¿Han visto algo? Nada, una moto -nadie supo decir de qué marca- con la matrícula tapada y un individuo con pasamontañas. Parecía un poco rellenito, dijo Petit, pero no estaba seguro. Luego el líder del Front preguntó a un bombero si aquello era muy frecuente, ya que recordó que también había ocurrido algo parecido durante la noche electoral. En lo que llevamos de año, ciento cuarenta coches quemados. ¿Y por qué no hacen ni dicen nada? El bombero se encogió de hombros.
Dos días después, el diario El Liberal publicó un reportaje sobre el regreso de la quema de vehículos. Denunciaba la existencia de una red de pirómanos organizados. Al día siguiente, el delegado del gobierno desmentía la información, como años atrás, desglosando todos y cada uno de los motivos por los que un coche es susceptible de sufrir un incendio. La lista no contemplaba la hipótesis de que en Valencia hubiera pirómanos. En una ciudad que hace del fuego su insignia, el delegado del gobierno negaba la existencia de pirómanos. Precisamente en Valencia, donde un individuo, desde que tiene uso de razón, ve más fuego que cualquier otra persona en cualquier otra parte del mundo, no hay pirómanos; precisamente cuando lo más extraño sería que esa clase de enfermos no convocara un congreso clandestino aprovechando las múltiples festividades del fuego que se celebran.
En su adolescencia, Rafael Puren -treinta y ocho años, casado, dos hijos, contable de una empresa de muebles y miembro más influyente en la coordinadora de las peñas del Valencia C. F.- prendió fuego a la falla Najordana. No la eligió por nada en especial. Además, fue un acto instintivo que luego lamentó. Algo incontrolable le empujó a hacerlo. Pero desde entonces el fuego era para él una pasión íntima. Después de acabar el servicio militar -en el campamento de Marines resurgió con más fuerza su ardor pirómano-, reflexionó sobre la conveniencia de ir a la consulta de un siquiatra, pero los precios le hicieron desistir y eso que lo tenía bien decidido, porque por encima de la conciencia del pirómano valoraba la del ciudadano casi modélico. Era un trabajador apreciado que quería formar una familia y un noble aficionado del Valencia C. F. El fuego había sido una locura de adolescente travieso. Pero una noche primaveral, cuando se dirigía a casa después del trabajo, un atasco en la entrada de Valencia le obligó a cambiar de itinerario y descubrió el almacén del depósito municipal de coches. Hasta entonces, su experiencia con vehículos se reducía a algunos de la marca Peugeot con matrícula francesa (tampoco por nada en especial). El almacén municipal lo atrajo con tal vigor, de forma tan inequívoca, que la tentación fue irresistible. Con responsable tesón reprimió su primer impulso. Sin embargo, hasta llegar a la puerta de casa no hizo más que pensar en el depósito. Entonces se dirigió preocupado a una gasolinera y compró una lata de diez litros de gasoil para tractores. También preocupado se fue hacia el almacén. No recuerda cómo llegó hasta allí, qué especie de deseo febril lo transportó, pero en vez de plantarle cara se dejó llevar. Prendió fuego al primer vehículo de la entrada y los demás -noventa y ocho- se contagiaron con una facilidad pasmosa. Estuvo cinco minutos extasiado contemplándolo, incapaz de desprenderse de la euforia que comportaba. Excepto él, nadie podía entender la magnitud de aquella sensación de grandeza que lo hacía estremecerse. Volvió media hora más tarde para ayudar a los bomberos y sacar fotos de lo que, libre de cualquier mala conciencia, consideraba una hazaña. Aquella noche, lejos de desvelarse, durmió como un tronco. Definitivamente era un pirómano y se aceptó como tal, así como un enfermo terminal asume su estado irreversible.
En acciones posteriores, para despistar a las autoridades, Rafael Puren, ciudadano aparentemente normal, organizaba sus planes por distritos. Se centró en los de Algirós y el Cabanyal (dieciséis vehículos en catorce días). Los vecinos se quejaron a la policía, que reforzó las zonas cuando Puren, tras dos semanas de descanso (debía atender los muchos problemas de la coordinadora de peñas), se dedicaba a incendiar vehículos en otras (jamás en el centro, estaba demasiado concurrido a todas horas). Las asociaciones de vecinos protestaron no sólo por la ineficacia policial, sino también porque los propietarios de garajes particulares, aprovechando los actos vandálicos, subían los precios de las plazas de aparcamiento. Algunas asociaciones llegaron a formar una plataforma de damnificados para reclamar una indemnización como víctimas del terrorismo. Argüían que el Real Decreto 1211/1997, que aprobaba el Reglamento de Ayudas a las Víctimas de Delitos de Terrorismo, se extendía a quienes sufrieran actos cuya finalidad fuese alterar la paz y la seguridad ciudadana. Entonces la policía se lo tomó más en serio y en pocos días detuvo a unos cuantos miembros de un comando de adolescentes que, atraídos por la repercusión de los hechos en la prensa, sintieron la necesidad de erigirse en protagonistas de los incendios. En cambio, Puren decidió tomarse unas largas vacaciones dado el nuevo cariz que había tomado el asunto. Pero antes fue preso de otro impulso irrefrenable, la guinda del pastel: una madrugada, a las tres y cuarenta (era muy riguroso con sus horarios), incendió una locomotora que la Renfe tenía en una vía muerta de la estación de la Fonteta de Sant Lluís. Había dos más, pero no le dio tiempo. La empresa valoró los daños en unos cincuenta millones de pesetas. El delegado del gobierno manifestó que la policía actuaría con contundencia contra aquel hatajo de vándalos.
Puren se pasó tres años sin encender ni su estufa. Con todos los adolescentes descubiertos y enviados a un reformatorio -eran del barrio de la Coma, uno de los más conflictivos y pobres de Valencia-, los ciudadanos descansaron y el delegado del gobierno confirmó lo que siempre había dicho: no hay pirómanos, hay gamberros. Ojo al dato.