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El proyecto de la Ruta Azul, promovido por la Generalitat Valenciana, pretendía urbanizar veinte kilómetros de litoral entre Valencia y Sagunt… y dañaría zonas húmedas muy importantes, según un detallado informe de Greenpeace (aún no se había hecho público) filtrado al Front por un afiliado que trabajaba en la organización ecologista. En el silencio y la soledad de su piso, Francesc Petit lo leía tumbado en el sofá. En el País Valenciano, a causa de la arbitraria construcción de hoteles, puertos deportivos y otros edificios, sólo quedaban once kilómetros de playa virgen. Con los nuevos proyectos había diecinueve puntos amenazados desde Peñíscola hasta la desembocadura del Segura, en Guardamar, prácticamente de un extremo del país a otro. «Especialmente amenazados», añadía el informe. Como enclaves irreversiblemente destruidos citaba los arenales de la costa de Dénia, en los que la regeneración artificial se había llevado a cabo con arena extraída del fondo marino. Según el criterio de Greenpeace, la Generalitat sólo protegía el quince por ciento del litoral, formado por cuatrocientos treinta y siete kilómetros de costas. El informe acababa advirtiendo que la destrucción era cada vez más acelerada y que nadie parecía preocupado por ello.

Nadie. Petit cerró la carpeta. Aquel «nadie» los acusaba indirectamente. Es cierto que los ecologistas sufren de una innata tendencia a exagerar; obviamente no podían hacerles responsables de todos los disparates que citaba el informe de la organización ecologista. Pero en el proyecto de la Ley de Ordenación del Territorio, al menos, el Front ejercía el papel de comparsa. El problema de los ecologistas es que no les interesan las encuestas. Están al margen de todo y de todos. La mayoría de los votantes estaba entusiasmada con el proyecto diseñado entre Valencia y Sagunt, ya que suponía unas cuantas playas más (ahora de piedra rocosa y sólo ocupadas por pescadores o por coches de parejas ansiosas) y un espectacular paseo marítimo. ¿De cuántos electores gozaba el Front entre los ciudadanos encantados con el proyecto? Petit temía hacer una encuesta. Probablemente había unos cuantos. No sabía con exactitud si muchos o pocos, pero seguro que una cantidad imprescindible para el partido. La política de normalización implicaba adentrarse en sectores desideologizados, aunque era consciente de que la base pertenecía justo a la facción contraria. Los necesitaba a todos: los primeros habían posibilitado el porcentaje del siete por ciento, los segundos habían sido fieles durante los veinte años de la travesía del desierto extraparlamentario. Pero los segundos eran también los más críticos, líderes de opinión, aquellos que podían decidir, también, el liderazgo del partido, la llave que abría la puerta del poder interno y, por extensión, la del externo. Su poder estaba en manos de ellos; en cambio el proyecto de política parlamentaria, el hecho real de erigirse en partido bisagra, con los otros. El equilibrio se convertía en algo necesario. Hasta el momento los malabarismos ideológicos y la equidistancia política (y la ayuda altruista de Juan Lloris) los habían conducido al éxito anhelado. Pero todo aquello se había hecho bajo la promesa de entrar en las instituciones y llevar a cabo una política pragmática pero rigurosa. El equilibrio que le hacía falta a Petit implicaba salir del Govern con un mínimo desgaste, es decir, sin verse perjudicados por la bolsa de votantes que los consolidaba entre el electorado. En pleno silencio, el timbre de la puerta sonó con estridencia. Fue a abrir sin saber que una de las posibles soluciones se encontraba, inquieta, en el rellano de su apartamento. Abrió y ante él apareció la robusta figura de Juan Lloris, lengua larga y paciencia corta, Cohibas en mano. Dio una calada y sonrió. Petit presagió una conversación inquietante.

– ¿Me esperabas?

Francesc Petit asintió con la cabeza. No lo esperaba a él, pero sí algo que acabara de redondear el guirigay en que andaba metido. Cuando las cosas van mal siempre temes que empeoren.

– Soy Juan Lloris. Joan.

«Joan Lloris, el constructor de los cuatrocientos millones de pesetas», quiso recordarle valencianizando su nombre.

En un arrebato de satisfacción irreparable, sintiéndose señor indiscutible del país, Lloris se dirigió al comedor. Petit cerró la puerta y miró el reloj, las once y cuarto de la noche, como si en el futuro tuviera que recordar aquel instante como un hito indeleble. Una hora antes Vicent Marimon lo había llamado para decirle que, al término de una cena de militantes en Sueca, se dejaría caer por allí para hablar con él. Cuando llegó al comedor, el empresario estaba sentado cómodamente en un extremo del sofá.

– ¿Te apetece una copa?

– Ron.

La actitud y las exigencias de Lloris lo irritaban muchísimo. Y probablemente aquello sólo era el preámbulo del encuentro. Resolvió la situación con paciencia y le sirvió una copa de ron Pampero, el mejor que tenía, el centenario. El empresario decidió aliviar tensiones. Le ofreció un Cohibas, que Petit aceptó de buen grado.

– ¿Tenemos algo de que hablar?

– Ya lo creo -dijo Lloris, volviendo a sonreír.

– Tú dirás.

Por instinto político o quizá por predisposición, Petit pensó en lo peor: que Lloris venía a cobrarse, en metálico, los cuatrocientos millones de pesetas que de forma tan altruista les había dado para que afrontaran con garantías el reto de las últimas elecciones. Por lo tanto esperó a que pasara el tiempo que se tomó el empresario mientras daba grandes caladas al puro. La respuesta, mezclada con el humo:

– Quiero ser alcalde de Valencia.

Petit tardó unos segundos en asimilar que aquella petición era mucho peor que la exigencia de que le devolvieran el dinero. Pero siempre queda la esperanza de no haber escuchado algo bien.

– Supongo que lo has entendido: alcalde de Valencia.

Ahora sí, pero a regañadientes.

– Hay miles de personas que quieren serlo -respondió Petit como si le costara mucho comprenderle.

– Yo me lo he ganado. Cuatrocientos millones dan derecho a exigirlo.

– Ése no era el trato.

– No me acuerdo.

– Yo sí, pero me imagino que te da igual.

– Tienes mucha imaginación.

– Tanta que no recuerdo que nos dieras dinero.

– ¿Lo dices porque no hay constancia escrita?

– En efecto.

– Permíteme que me descojone.

– Como si estuvieras en tu casa.

No se descojonó, hizo todo lo contrario: adoptó un rictus serio, muy serio, de hombre implacable. Se levantó del sofá con un suspiro de fatiga y se fue al balcón dejando un rastro de humo por la sala. Desde allí se veían el mar y el paseo marítimo de la Malvarrosa. Limpio, bien iluminado, precioso. Valía la pena ser alcalde de una ciudad sólo para ser recordado como el impulsor de obras que la gente disfrutaba y admiraba. Se dio la vuelta y con la mano que sostenía el puro señaló a Petit.

– Tienes las horas contadas si salgo de aquí sin llegar a un acuerdo. ¿Me he explicado con claridad?

– No mucho.

– ¿Qué quieres decir?

– Que ignoro si las horas contadas son como político o como persona.

– Como político.

– Eso me tranquiliza.

– Mañana convocaré una rueda de prensa y contaré con pelos y señales la entrega de esta maleta. A lo mejor no podré demostrar cuánto dinero os di, pero tú tendrás que justificar una campaña electoral que no se ajustaba en absoluto a vuestras posibilidades económicas. El escándalo estará servido.

Tenía parte de razón. Un enredo más, pensó Petit, en una madeja que ya alcanzaba dimensiones enormes. Y no era un enredo cualquiera. La tercera vía, la vía valenciana, la alternativa al bipartidismo, patrocinada por un constructor que un año antes había estado implicado en asuntos turbios. En asuntos de prostitutas. Colateralmente, pero implicado.

– Lo que me pides no está a nuestro alcance.

– Si has decidido la Generalitat, puedes decidir el Ayuntamiento.

– No tenemos el siete por ciento en la ciudad.

– Yo haré que lo consigamos. -Lloris ya se había afiliado.

– ¿Con dinero?

– Con mi dinero habéis decidido vosotros.

– Hace falta algo más para ser alcalde.

– ¿Por ejemplo?

– Carisma.

Tocado. Que Petit desconfiara de su carisma apuntaba directamente a su amor propio. Lloris estaba convencido de que muchos rasgos de su carácter, entre ellos su encanto, le habían hecho ascender desde la miseria hasta la inmensa riqueza. Estaba convencido, y nadie podía sacarlo de sus trece, de que él, su trayectoria como empresario, sus dotes halagüeñas, subyugarían a los votantes. Un ejemplo de tenacidad que los ciudadanos reverenciarían.

– Tendré un buen equipo de asesores de imagen.

– Hay imágenes difíciles de salvar.

– Lo mío ya está olvidado. Dels pecats del piu, Nostre Senyor se'n riu <strong>[1]</strong>. Además, si alguien me lo recuerda, la lista que sacaré a la luz será interminable.

Era tan interminable que unas faldas tapaban a otras. Especialmente en el gremio de la política.

– Lo tuyo ha sido público.

– ¿Y lo del alcalde no es público?

– No pasa de un rumor.

– ¿«Un rumor»? Todos los chaperos de Valencia le conocen.

– Juan… ¿o prefieres que te llame Joan?

– Déjalo en Juan. Por ahora.

– ¿No puedes imaginarte la sorpresa que supondría presentarte como candidato a alcalde? Tu perfil social y personal no encaja en la imagen que debe tener un candidato del Front. Es algo tan obvio que no haría falta ni mencionarlo. De acuerdo, nos diste cuatrocientos millones, nos hiciste un gran favor. Si el problema es devolvértelos, podemos hablar de ello… siempre que el precio no sea tan alto como para acabar perjudicándonos.

– Ya no soy empresario.

– Presenta una candidatura independiente.

– Según tú no tengo carisma.

– Pero tienes dinero.

– Necesitaría también una plataforma que no tengo. -Lloris dio una calada. Petit también-. Sois los únicos a los que puedo acudir.

– Tu perfil electoral y nuestro electorado no coinciden -insistió Petit-. En lo que tú quieres somos precisamente los únicos que no te pueden ayudar. Pero podemos hacerlo indirectamente.

– ¿Cómo?

– Diciendo que tu candidatura es fruto de un electorado de derechas insatisfecho.

– No basta. No tengo organización para hacerles frente. Vosotros sí.

– Mira, yo no mando en el partido. Soy una voz importante, pero no la única. Las candidaturas se deciden por consenso. Hay cientos de militantes ansiosos por formar parte de la candidatura. La tuya no se entendería, por no decir que dejaría al descubierto ciertas cosas que, aunque conservadores y socialistas las sospechan, no pueden demostrar.

– No quiero saber nada. Te he pedido algo y espero una respuesta afirmativa.

Cualquier razonamiento lógico chocaba con la tozudez de Lloris. Un favor como el que había hecho el empresario tenía que devolverse. Estaba escrito. Pero Petit no esperaba que fuera así. Ni todos los millones del mundo harían entender a los militantes la candidatura de Lloris. ¿Por qué él era incapaz de entenderlo? ¿Por qué era incapaz de ser comedido en sus peticiones? Todo aquello reforzaba su idea del personaje como un sujeto adiposo. Igual que todo aquel lío. Los problemas políticos del Front eran una minucia comparados con la exigencia de Lloris, que se negaba a aceptar la realidad de los hechos. No veía la manera de solucionarlo, quizá un pegote provisional: pedirle un poco de tiempo. Pero antes decidió cambiar la actitud hostil que había mantenido al principio. Con una rueda de prensa no podría demostrar nada, pero el mero hecho de convocarla los obligaría a dar explicaciones en público y no todas serían convincentes. Sin embargo, de repente, lo asaltó una sospecha: ¿lo habían convencido los socialistas para que les hiciera esa petición? Josep Maria Madrid no le había perdonado que diera el Govern a los conservadores. Satisfechos con el bipartidismo, ambos partidos se veían molestados por el Front y quizá ahora pretendían ponerlo entre la espada y la pared. Pero lo más urgente era detener a Lloris.

– ¿Por qué quieres ser alcalde de Valencia?

– Si crees que es por intereses particulares te equivocas. He vendido todas mis sociedades. Es otra cosa: durante un tiempo todo el mundo, empresarios y políticos, me ha despreciado. Han hundido mi prestigio, se han reído de mí. Ahora quiero demostrarles quién soy. Siendo alcalde acabaré con todos los chollos que tienen los conservadores con sus amiguitos. Los conozco bien y sé cómo hacerlo.

– ¿Es una venganza?

– Sí. Llevo muchos años aguantando. Si creían haber acabado conmigo lo llevan claro.

– No podemos garantizarte que seas alcalde.

– Habéis crecido mucho en la ciudad. Y de todos modos desde la oposición también les haría daño. Tendré todo el tiempo del mundo para resarcirme.

– Hay que hablarlo con muchísima tranquilidad.

– No tuvisteis tanta para aceptar mi dinero.

– Teníamos dudas.

– Pero lo aceptasteis.

No era fácil pararle los pies.

– Escucha, Lloris, te prometo que haré todo lo que esté a mi alcance para complacerte. Pero debes entender que necesito tiempo. Un partido no es una empresa. Tengo que explicar y convencer.

– ¿Y cómo sé que lo harás?

– Me has amenazado con una rueda de prensa.

– La convocaré, ni lo dudes.

– Te creo capaz. Dame tiempo.

– ¿Cuánto?

– Tu petición será mi prioridad, pero no puedo decirte cuánto tardaré en darte una respuesta. No depende exclusivamente de mí.

– Soy impaciente y desconfiado. -Se bebió todo el ron de un trago, chasqueó la lengua contra el paladar y dio otra calada-. Tuve un asesor que también me pedía tiempo. Acabó jugándomela. No trates de hacer lo mismo porque me las vas a pagar. No tengo nada que perder.

– Lo tendré en cuenta.

– Es lo que te conviene.

Era lo que le convenía. Percibió el olor a ron en el aliento de Juan Lloris cuando lo acompañó hasta la puerta sin saber qué añadir. Quizá lo mejor fuera no decir nada. En el rellano, Lloris lo miró de arriba abajo con el puro en la boca, un gesto en las antípodas de las más elementales exigencias de la cortesía que Petit interpretó como una amenaza. Cuando el empresario cerró la puerta del ascensor tras de sí, el secretario general del Front volvió al comedor y se dejó caer en el sofá, agotado y sin poder dejar de dar vueltas a todo lo que se le venía encima. Decidió no pensar en nada, tan sólo intentar relajarse. Casi se durmió, pero sólo fue una siesta de quince minutos. Se levantó y se fue al balcón, donde respiró profundamente varias veces. Una quietud maravillosa dominaba la ciudad. Luego se lavó los dientes y se puso el pijama. Entonces sonó el timbre y se acordó de que Vicent Marimon tenía que ir a verle. Rogó a la Divina Providencia que el secretario de finanzas no le llevara malas noticias. Sueca era una de las poblaciones importantes dominadas por el sector crítico con la dirección. Abrió.

– ¿Estabas durmiendo?

– No, pero casi. He tenido un día brutal.

Ahora sabrás lo que es tener un día brutal, pensó Marimon.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó.

– Ahora te lo cuento -dijo Petit.

Se dirigieron al comedor. Marimon se sirvió un coñac de un carrito de bebidas lleno hasta los topes de botellas, casi todas medio vacías, testigos de las muchísimas conversaciones político-etílicas de los últimos meses. El secretario general se arrellanó en el sofá. Su voz parecía marcada por siglos de fatiga:

– Ni te imaginas quién ha estado aquí.

– ¿En el piso?

– Sí.

– Júlia Aleixandre.

– Juan Lloris.

– ¿Lloris?

– En persona. No te pediré que adivines lo que me ha pedido.

– Mientras no pretenda que le devolvamos el dinero…

– Peor aún. Quiere que le hagamos alcalde de Valencia.

– No lo puedo creer.

– Créelo.

– Se ha vuelto loco.

– Es un megalómano peligroso. Nos ha amenazado con una rueda de prensa si no le doy una respuesta pronto. Afirmativa, por supuesto.

– Como secretario de finanzas te comunico que me resultará sumamente difícil explicar cómo realizamos una campaña electoral que oficialmente nos costó doscientos millones de pesetas.

– Soy consciente de ello, pero no tengo ganas de pensar. Sólo quiero dormir, aunque sea unas horas, y mañana ya veremos lo que hacemos. Si tienes malas noticias ni se te ocurra dármelas.

Tenía una, y tan mala o más que el regreso de Lloris a la vida del Front. Prefirió no preocuparlo con la otra reaparición estelar del día: la de su cuñado.

– En Sueca la cena ha ido muy bien. Por ahora están tranquilos. Les he prometido que seremos inflexibles con el tema de la Ruta Azul.

– ¿Por qué has prometido algo que aún no hemos decidido?

– Para ganar tiempo, para frenarlos. Los he visto muy acelerados.

– Los de Sueca siempre dando por saco.

– Cuanto más retrasemos la rebelión, más tiempo tendremos para urdir una estrategia.

– ¿Qué estrategia? No veo muchas. La Ruta, Lloris, los disidentes… Ah, y olvídate de comprar la planta baja de la avenida de Aragón, aunque nos la den gratis. Después de la experiencia de Lloris… un problema más y me suicido.

Suicídate.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Es imposible traducir este refrán con la rima del original y no tenemos constancia de que exista ninguno equivalente en castellano. La frase viene a decir literalmente que «Dios se ríe de los pecados del pito», es decir, que tolera cualquier tipo de conducta sexual. (N. del t.)