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La empresa en la que trabajaba Rafael Puren se llamaba Moble-3. Lo hacía en el departamento de contabilidad, ocupándose de la facturación y de la atención al cliente. Los orígenes de Moble-3, que se remontaban a veinte años atrás, habían sido Moble-1 y Moble-2, pero ambas empresas habían desaparecido en sendos incendios. Rafael Puren trabajaba para la compañía desde los dieciocho años, es decir, que llevaba exactamente veinte años seguidos prestándole sus servicios. Quemó Moble-1 apenas empezó a trabajar en ella. Como casi siempre, y sobre todo en aquella época, se le fue la mano sin reflexión alguna. Tras muchas discusiones y un juicio, el dueño consiguió recuperar el ochenta por ciento de las pérdidas. Moble-2 también fue víctima de un incendio (otro cortocircuito) provocado por Puren. Esta vez fue un acto de pirómano solidario, a pesar de que disfrutó como un niño. Había crisis en el sector de la construcción, que generalmente arrastra a la industria del mueble. Pedro Altet, el dueño, estaba cada vez más con el agua al cuello, a punto de declarar una suspensión de pagos que afectaría a la nómina de sus empleados. En aquel preciso momento intervino de nuevo la destreza incendiaria de Puren. Dado que el titular del negocio era reincidente, la empresa aseguradora (no era la misma) puso muchísimos obstáculos a la indemnización, aunque los técnicos no pudieron encontrar ningún indicio de intencionalidad en los incendios. Pese a todo, después de arduas negociaciones, pagaron el setenta por ciento de los daños, y el dueño, con una nómina de empleados mucho más reducida, inició la actividad de la actual Moble-3.

La crisis no tardó en golpear también a Moble-3, que se había especializado en muebles clásicos. Una empresa portuguesa no había pagado dos pedidos importantes (en el primero renovaron el pagaré y en el segundo los engatusaron definitivamente), circunstancia que se añadía a una nómina duplicada en tiempos de bonanza y a una baja demanda general. El señor Altet lo había intentado todo con tal de remontar el vuelo, pero no encontraba ninguna salida, según explicaba a su hijo y único heredero, en el despacho contiguo al de Rafael Puren, que escuchaba atentamente la conversación desde su sitio. Si por suerte se produjera otro cortocircuito, decía el señor Altet, podrían volver a empezar de nuevo con otra sociedad (que no sea Moble-4, papá, que nos trae mal fario). Pero él no sabía qué hacer y, por supuesto, ignoraba que el inútil de Rafael Puren (extravía más facturas de las que hace, sólo piensa en el fútbol) era un consumado experto en ese tipo de asuntos. Quizá la empresa aseguradora no se lo tragaría. Tres veces en veinte años era algo cuanto menos sospechoso, pero el importe que Moble-3 pagaba a causa de las reincidencias era elevado.

Entonces al señor Altet se le ocurrió una alternativa: seguir suministrando pedidos a un par de empresas que intuían remisas a pagar (les enviarían muebles aparentemente idénticos a los modelos pero de menor coste de fabricación), con el objeto de cobrar el seguro por riesgo de venta, del que también disponía. Su hijo no lo tenía muy claro. Las aseguradoras son muy suspicaces. La pregunta se haría inevitable: ¿por qué insistían en vender a empresas que no pagaban? Con un pedido impagado bastaba para interrumpir la relación. El padre asintió ante la argumentación del hijo. Ahora bien: si vendían sólo a cinco o seis empresas que no les pagaran, entonces el problema, por lo menos en parte, podría resolverse.

Primero, no obstante, debían aligerar la nómina. Resultaba una carga insoportable para los fondos de Moble-3. En aquel momento, Rafael Puren prestó más atención, pero padre e hijo no concretaron a qué empleados despedirían. Tampoco Puren deducía quiénes serían los afectados. Había dos métodos posibles: o deshacerse de los que tenían menor antigüedad o bien hacerlo de los que no eran imprescindibles. Sospechaba que pertenecía a esa última categoría (el jefe le soltaba broncas más que frecuentes), pero despedirlo, tras veinte años trabajando allí, les saldría muy caro. Permanecería atento al desarrollo de los acontecimientos. No era muy proclive a volver a sacarles las castañas del fuego. Además, aquella misma tarde tenía una importante reunión en la coordinadora y uno de los jugadores más queridos, David Albelda, visitaba la sede de las peñas y por nada del mundo quería llegar tarde al acto, porque aunque llevara veinte años en la empresa aún hacía más tiempo que era del Valencia.

A las siete en punto, ni un segundo más, Rafael Puren apagaba el ordenador y ordenaba su mesa. La reunión era a las ocho. Desde Beniparrell -localidad de Moble-3- hasta Valencia tardaba entre veinte y treinta minutos, según el tráfico, y también según si escogía la autopista de Alicante o prefería la alternativa de la Carretera Real de Madrid, que atravesaba todos los pueblos hasta la ciudad. Cuando tenía prisa iba por la autopista. Pese a que no era ideal para circular en moto, se libraba de un montón de semáforos y de atascos en pueblos grandes como Catarroja y Massanassa. Aquella tarde quería llegar un poco antes a la sede. A pesar de que los peñistas eran impuntuales -se desplazaban hasta allí desde varias comarcas-, Puren pretendía hablar con algunos miembros de la directiva de la coordinadora para intentar calmar los ánimos de gran parte de los asociados, indignados porque la directiva del club no hubiera fichado a ningún jugador para la nueva temporada. Puren era el miembro más influyente de la coordinadora, institución oficialista, con sede en el propio estadio de Mestalla, cedida gratis por el consejo de administración del club. Sin ésa y otras ayudas del consejo, como una subvención que cubría casi el sesenta por ciento del presupuesto de la coordinadora, les sería muy difícil subsistir. Club y coordinadora intercambiaban favores primordiales. Este año, además, el club, consciente de que los peñistas estaban algo mosqueados (pese a que el equipo había ganado la Liga), les había regalado veinte mil entradas para el Trofeo Naranja y dos pases vips (Puren se había quedado con uno).

Así pues, Puren llamó a casa para avisar que llegaría tarde. No sabía cuándo. Su mujer, cabreada, contestó que se iba al bingo. La ludopatía doméstica de su esposa lo tenía muy preocupado, pero los problemas del Valencia C. F. lo absorbían por completo. De modo que antes de empezar la reunión dio instrucciones a otros miembros de la directiva para frenar las críticas contra el consejo del club, y así poder frenar a la vez a algunos de los peñistas que en gran número asistirían a la posterior cena que tendría lugar con la presencia de David Albelda.

La reunión transcurrió con cierta calma gracias a las gestiones previas de Puren. Pero algunos miembros querían sacar provecho de la falta de crítica y exigieron contrapartidas al club. Rafael Puren, tesorero, dijo que él mismo se encargaría de que el consejo le facilitara más entradas para los desplazamientos del equipo en partidos de Liga. Añadió que trabajaría para que el club también les consiguiera entradas para los encuentros de la Champions en el extranjero. Y aún más: exigiría el autobús gratis. Los miembros de la coordinadora le dedicaron un aplauso. Puren logró su objetivo, y estaba seguro de que, cuando se lo comentara al presidente del club, éste se alegraría además de agradecérselo personalmente. En la directiva del Valencia C. F. se valoraba muchísimo la labor social de Puren en la coordinadora de peñas. Y más teniendo en cuenta que la asamblea del club se celebraría al cabo de unas semanas.

Esa asamblea se presentaba complicada. La aportación altruista de la coordinadora era fundamental para el consejo directivo del club. Como hormiguitas, las peñas habían acumulado suficientes acciones para ser, junto a la agrupación de pequeños accionistas (personas anónimas que se habían unido para formalizar un paquete de títulos respetable), un elemento que habría que tener en cuenta en la siguiente asamblea, ya que el resto estaba en manos de distintos accionistas que no se ponían de acuerdo entre ellos porque todos querían mandar sobre los demás. Con su influencia, Puren era el hombre del consejo.

El encuentro con David Albelda (jugador que había amargado el estreno de Zidane en la Liga) reunió a unos cuatrocientos peñistas. También a Toni Hoyos. Entró gracias a la rápida amistad que había hecho con un miembro de la peña «Xe quina gamba», en uno de los clubes de alterne de los alrededores de Mestalla. La camaradería le costó tres copas y una colombiana (a costa de las dietas de Celdoni Curull). Hacía tanto tiempo que no tenía contacto con los asuntos del Valencia C. F. que el peñista no puso inconveniente alguno en cederle su acreditación. ¿Sabes?, hace cuatro años que vivo en el extranjero. Razonable.

La cena fue de sobaquillo con vinos del Alto Turia, ensaladas de tomate cultivado en los campos cercanos a las playas de Pinedo y el Saler y un aperitivo de cacahuetes sin pelar para rematar las botellas de vino. A la hora del café, Rafael Puren, tesorero y alma de la coordinadora, se levantó y tomó la palabra, micrófono en mano, para exigir un poco de atención. Todo el mundo calló. Entonces, cuando el silencio era total, dijo con voz de barítono:

– Compañeros peñistas, hoy está entre nosotros el jugador más emblemático de nuestro amado club. Es uno de los nuestros, del terreno. -Ovación-. Hoy tengo el inmenso orgullo de deciros que nos acompaña un hombre que no necesita presentación. Un crack modesto pero honrado, un monstruo que cada domingo se entrega sin dudarlo a nuestros colores. -Gran ovación-. Todo un jugador de la categoría de los míticos Puchades y Claramunt. -Gran ovación-. Un jugador de los que marcarán época, porque cuando hace falta se pone al equipo por montera y logra lo que sea. Un jugador y una persona excelente, que siempre lo da todo. Os diré algo que no es ningún secreto: si hubiera once como él, el Valencia sería el mejor equipo de Europa. -Grandísima ovación-. Compañeros peñistas: ¡aquí tenéis a David Albelda! -Ensordecedora ovación y acto seguido unas cuantas olas.

Un poco tímido para tanto halago, Albelda -tras un largo minuto de aplausos y cánticos con su apellido- pidió silencio. Y se hizo. Entonces el jugador de la Pobla intentó iniciar su discurso, pero un aficionado, probablemente de una peña de la Ribera Baixa, gritó con una voz que recorrió el local como un trueno: «¡Olé tus huevos, David!» Los peñistas ovacionaron el piropo (en los mundiales de Corea y Japón, Albelda había recibido un balonazo en sus partes nobles y los coreanos le habían rebajado la inflamación de uno de los testículos, no se sabía aún si el derecho o el izquierdo). Albelda sonrió pidiendo silencio de nuevo.

– Que me perdonen las señoras -había unas pocas-, pero mis huevos son para el Valencia -dijo con simpatía espontánea: el local se vino abajo. Casi dos minutos de aplausos desenfrenados-. Para mí, el Valencia es un sentimiento. Soy de esta tierra, soy valencianista desde que me parieron. Las derrotas me afectan tanto como a vosotros, y las victorias las siento por encima del éxito profesional, porque para mí es más importante el triunfo del equipo que el personal. Soy hombre de pocas palabras, prefiero hablar en el campo defendiendo con toda el alma mi club de siempre. Gracias por vuestra cálida acogida y os pido que gritéis conmigo: Amunt València!

Lo hicieron y quintuplicaron la potencia del grito. De nuevo ovaciones y olas que se interrumpieron ante la erecta presencia, en la mesa presidencial, de Rafael Puren:

– Silencio, silencio, por favor. David es hombre de pocas palabras, en efecto. No le pedimos que sea un orador, ni tampoco hace falta que le exijamos que se entregue en cada partido porque él ya lo hace muy a gusto. En cambio, contestará a todas las preguntas que queráis hacerle.

Se levantó de inmediato un joven de la peña «Gol Gran»:

– David, si tuvieras que elegir entre la selección española y el Valencia, ¿con cuál jugarías?

Puren y la directiva de la coordinadora se agitaron inquietos en sus asientos. Se oyó un leve rumor de desaprobación. Los de «Gol Gran» solían ser tildados de nacionalistas, de excesivamente reivindicativos. Albelda se aclaró la garganta antes de responder:

– Ir a la selección es lo máximo a que puede aspirar cualquier profesional, pero yo tengo muy claro quién me paga y, sobre todo, ya puestos a aportar la representación, no me importaría aportarla vistiendo la camiseta de la selección valenciana. Ése es mi sueño.

(Ovación unánime.)

A lo mejor Albelda quería añadir que en la selección española también estaba a gusto, pero Puren se le adelantó:

– Compañeros, no politicemos el acto.

Entonces otra pregunta casi interrumpió a Puren:

– ¿Ficharías por el Madrid?

– En fútbol nunca se puede decir nada definitivo. Soy profesional y así es como me gano la vida, pero el Madrid no figura entre mis preferencias, ni creo que ellos me vean con buenos ojos.

Las ovaciones se prolongaron durante otro par de minutos, con todo el mundo de pie. Puren decidió reorientar el coloquio hacia lo estrictamente deportivo, para tratar aspectos como las posibilidades del equipo ante la nueva temporada, su papel en la Champions, la actitud de la afición cuando las cosas van mal, qué pensaba hacer después de retirarse… Más cómodo, Albelda, pese a ser hombre de pocas palabras, se demoró lo bastante para satisfacer al público e incluso llegó a hablar con detalle de cuestiones técnicas. El acto terminó un poco antes de las doce. Según Rafael Puren, el jugador tenía que entrenarse al día siguiente y sólo le habían dado permiso hasta aquella hora. Albelda firmó muchísimos autógrafos (un aficionado ebrio de la peña «Me'n fot» pretendió que le firmara en una nalga). Luego unos cincuenta peñistas lo acompañaron al coche y el central se fue con la sensación de haber salido bien parado.

Toni Hoyos tomó nota del personaje de Puren. Estuvo a punto de ir a felicitarlo, pero lo dejó para una ocasión más propicia. Averiguó dónde trabajaba. Intuyó que era un hombre clave y que había que tenerlo en cuenta.

Rafael Puren derrochaba satisfacción por los cuatro costados. El acto había sido un éxito. Y la reunión previa también. Ni una sola voz en contra del consejo de administración del club. Todo correcto. Todo en orden. Estaba casi en ese estado de ánimo que le impedía dormir. Dominaba la coordinadora con pulso hábil. Seguro que la directiva del club lo felicitaría. Pensaba, pues, que había llegado la hora de hacerles su gran petición: entrar en el consejo con la representación de las acciones de la coordinadora y la agrupación de pequeños accionistas, una plaza que hasta el momento ocupaba el presidente de la coordinadora (un mero títere). Ahora le tocaba a él. Al día siguiente hablaría con el presidente del club para contarle cómo había reconducido el descontento de la coordinadora, para pedirle que le integrara en el consejo de administración. La gran ilusión durante tantos años albergada: directivo del Valencia C. F. Se ocuparía de las peñas, de lo que hiciera falta. Disfrutaría presidiendo actos en nombre del club. Incluso podrían liberarlo. Las finanzas no eran excelentes, pero él sería un gasto mínimo en el presupuesto. De ese modo se despediría de Moble-3. Ya tenía ganas, tras veinte años aguantando el mal humor y las broncas del señor Altet; estaba harto de facturar y de atender a los clientes. Desde que nació soñaba con presidir el Valencia o con tener un cargo destacado en el club.

Mientras iba a casa en su moto, Rafael Puren imaginaba todo lo que le aguardaba en el futuro. Paró ante el semáforo del puente de Calatrava. Desde allí observó el antiguo cuartel del ejército en la Alameda. Enfrente, una hilera de coches aparcados en batería. De inmediato sintió un impulso irrefrenable, la sensación de estar ante una oportunidad única. Abrió la caja del lateral de la moto y sacó las pastillas para encender fuegos de chimenea. Se acercó a la hilera. Sin bajar de la moto, inclinándola hasta poder situar la pastilla bajo una de las ruedas de atrás, le prendió fuego por un extremo y se fue hasta el semáforo anterior a los Jardines de Viveros. Entonces se dio la vuelta y contempló el humo y las llamas, bastante altas. Quizá el depósito del coche estaba lleno. Si nadie lo evitaba, los demás vehículos también se consumirían en unos minutos. De repente se dio cuenta de que no llevaba el pasamontañas ni había tapado la matrícula. Entonces aceleró y se saltó el semáforo. Llegó a casa por callejones sin tráfico. Se duchó para calmar su excitación, se fumó un par de cigarrillos en el balcón y por fin entró en el dormitorio. Su mujer aún estaba en el bingo. Se preguntó si la ludopatía era causa de divorcio justificado. Una esposa así le impediría formar parte del consejo de administración del club (en el barrio era pública y notoria su adicción al juego), formado por miembros de rango señorial y de gran reputación empresarial o profesional. Además, durante los últimos años había aumentado más de treinta kilos. Algo normal con la vida tan sedentaria que llevaba.

En la cama, abierto de piernas, eufórico por el entorno que estaba ayudando a crear en un medio tan vital para él como el fútbol, evaluó por encima su pasado, recordando lo inútil que había sido todo cuanto había hecho, con especial hincapié en su trabajo, precario por la falta de perspectivas en lo referente a alcanzar una posición social digna. Por supuesto que no estaba orgulloso de ello, considerando el esfuerzo que había dedicado a convertirse en un trabajador cualificado, en alguien distinto de su padre, hombre de escasa iniciativa cuya ocupación siempre había sido la de estar en una cadena de montaje, un hombre que jamás se había entregado con fe a nada; un error que le servía para concluir que los trenes sólo pasan una vez en la vida. Y el suyo estaba justo delante de él, con un compartimento de primera esperándolo.