38127.fb2
– Cuánta razón tenías, Manolo -comenté-, cuando escribiste, lo recuerdo con exactitud, que «el paseo por esta ciudad, esta concreta ciudad, significa recorrer la geografía del tránsito». Henos aquí a los tres, sorteando el tráfico del viejo Paralelo fantasmalmente, en pleno tránsito mortal. Yo, un poco menos que vosotros, según me habéis narrado, y lo lamento.
– ¡Mirad, tranvías! -se encandiló mi amigo-. No nos pueden atrepellar. ¡Atravesémoslos!
Terenci, travieso, se lanzó el primero. Y cruzamos con nuestros cuerpos astrales uno de aquellos armatostes eléctricos que algún día, más sofisticados, regresarían con su elegante simplicidad a las ciudades europeas mejor urbanizadas.
– ¿Lo veis? ¿Podría realizar semejante prodigio de no estar prácticamente muerta, lista para quedarme, valga la paradoja, viviendo con vosotros? -afirmé, más que pregunté, cuando alcanzamos, riéndonos, la acera de la antigua Cervecería Damm, la de los años cincuenta, con cine al aire libre en la terraza superior.
Se encendían las luces de las farolas pero el cielo aún aparecía malva y, pinzada entre esos dos resplandores, se extendía la serpentina de locales teatrales y carteles realzados con bombillas anteriores a los anuncios de neón.
Recuperamos la niñez. Nos hicimos con una mesa bien centrada, ya que era ficticia, muy cerca de la pantalla, en donde pronto las estrellas de Hollywood competirían con las que brillaban en el cielo, sobre nuestras cabezas.
– ¿Algún pervertido quiere gaseosa? -inquirió Manolo.
Era un niño regordete y serio, vestido en tonos agrisados, los de aquellos tiempos, y había dejado una cartera de plástico marrón sobre el velador cuya superficie de mármol, rajada y bordeada de chapa metálica, contribuía no poco, con su olor a cerveza añeja, a reproducir el ambiente de la época.
– ¿Qué escondes ahí, Manolo? ¿Deberes? -señalé la cartera.
Yo había elegido un vestidito de viscosilla a cuadros escoceses rojos y verdes, con falda tableada y peto blanco de puntillas. Me tiraban las trenzas, como siempre que me peinaba mi madre, pero aquel ligero dolor me parecía muy soportable, casi una alegría. Para compensar, los zapatos de charol que en vida tanto me atormentaron me sentaban como guantes de seda, y tampoco me comía los calcetines.
– No -respondió Manolo-. Son los recibos
de seguros de vida y alquiler del nicho que voy a cobrar los domingos, de puerta en puerta, para ayudar a mi padre.
– Fijo que pasabas por mi casa. Otra cosa no, pero los pobres pagan el entierro religiosamente desde que tienen uso de razón…
– ¡Ondia! ¡Te veo de niño, y creo que te recuerdo de venir a la mía, a cobrarle a mi padre! -exclamó Terenci, rascándose los muslos a través de los pantalones blancos. Se había empeñado en vestirse de Troy Donahue universitario, con un jersey de perlé trenzado que lucía una gran H azul marino en la pechera: por Harvard.
– Y henos aquí a los tres -intervine, pomposa-, unidos en el tránsito final del que escribiste con acierto.
Manolo se impacientó.
– No me refería a este transcurrir, sino a la geografía de los tránsitos políticos. Si me permitís que me autocite, me satisface el párrafo: «… y de vez en cuando una maleta, una muchacha que corre, un reguero excesivo de hojas muertas o de brotes de flores rojas, indican que la esperanza, es decir, el deseo, es decir, la historia, crece entre las destrucciones, como los jaramagos, plantas tenaces donde las haya».
Nos quedamos más transidos aún, ante tanta sabiduría.
– Regresa, amiga -dijo Manolo-. Aquello todavía vale la pena. En cuanto nos veamos las pe-lis y nos trinquemos las cervezas con unas almen-
dritas saladas, echaremos toda la carne en el asador y nos lanzaremos a tu rescate para la vida real.
Terenci se sacó del bolsillo un puñado de programas de cine de vivos colores, y los extendió sobre la mesa.
– Yo empezaría por un musical de Betty Gra-ble y remataría con aquella de Don Ameche, El Diablo dijo no, también dirigida por Lubitsch, santo patrón de nuestra reunión en el Paraíso. Fue la última película completa que rodó, el pobre, y ya tuvo un ataque al corazón mientras organizaba aquel infierno en colores pastel, tan exquisito como su conocimiento de los agridulces senderos del amor.
– Pues mira, sí, me apetece -asintió Manolo-. Una de buenas piernas y otra de talento. ¿Quién da más?
Sorbí la cerveza con fervor, e hice lo posible para que su sabor me sorprendiera, porque a los diez u once años ni siquiera una adelantada como yo había probado el preciado líquido inventado por los egipcios. Y no quería recordar mis cervezas posteriores. Quería experimentar el primer sorbo, el primer aroma, la primera espumilla pegándose a mi nariz.
– Mmmmm -me relamí-. No deseo irme de este lugar, sea lo que sea. La cerveza, el café, las castañas y la vida saben igual que huelen. No como ahí abajo, en donde la realidad todo lo estropea.
– Quien se autocita, con algunas modificaciones, eres tú -dijo Terenci-. Y sólo para hablar de
lo que no sabes. No sabes lo que es morir. De modo que chitón. ¡Tú no abras la boca hasta que meen las gallinas!
– Anda, eso lo solía decir mi madre -comenté.
– Y la mía -añadió Manolo-. Todas las madres del Barrio compartían un vocabulario similar.
– ¡Qué gran título se me ocurre para un libro que nunca escribiré! -se extasió Terenci-: ¡ «Todas las madres de Tebas»!
– ¡Chisssssst! ¡ A ver si dejáis de darle a la sinhueso, maleducados! ¡Callad o daré parte al camarero y os detendrán por delincuentes juveniles o rebeldes sin causa! ¡A vuestra edad, bebiendo cerveza, habráse visto!
La bronca procedía de una voluminosa señora, sentada a la mesa de atrás y acompañada por un marido resignadamente mineral.
Nos echamos a reír. Era fabuloso. Habíamos convocado a una auténtica matrona del Barrio.
Varias horas más tarde, todavía con las imágenes de la elegante antesala del infierno en la retina, renové la defensa de mi postura.
– Podéis pensar lo que queráis -expuse con firmeza- pero, si de mí depende, no vuelvo, no vuelvo, ¡y no vuelvo! ¿Estáis locos? ¿Otra vez a sufrir? ¿Otra vez a penar? ¿Para qué? ¿Para finalmente palmarla, y a saber si entonces os localizaré, dado que los pasadizos de Por Acá resultan tan evanescentes? ¡Hagamos que me desenchufen! ¡Y corrámonos después una buena juerga!
Terenci me pasó el brazo izquierdo por los hombros y me atrajo hacia él.
– ¿Cuánto tiempo hace que vives sin que nadie te haga daño? -preguntó.
Me pareció una extraordinaria indiscreción, viniendo de un muerto. Siguió:
– ¿Sin amar, sin dar, reservándote, momificándote, amojamándote por dentro?
Me volví hacia Manolo. Asintió con método, una cabezada tras otra, mientras sostenía con el índice las inexistentes gafas.
– ¿Crees que el destino del cirio que no arde es mejor que el del que se consume? -continuó Terenci-. Simplemente, no da luz. ¿Cuánto tiempo hace que no te arriesgas, que no te la juegas? ¿Eras o no una aventurera? De eso presumías, al menos, cuando te entrevistaban. ¿Crees que el hecho de envejecer te autoriza a traicionarte? ¿Crees que puedes permitir que la traición a ti misma te autorice a envejecer de la peor manera?
Me alcé cuan alta era, que era poco, pues seguíamos en la infancia -no obstante lo inapropiado de nuestra conversación-, aunque nuestros atuendos habían cambiado por completo, convirtiéndonos en tres niños Victorianos de entre once y doce años, vestidos de lo más andrajoso.
– Fui una cronista que creó estilo, fui una todo terreno del periodismo, una escritora potable, una mujer admirada y seguida… Fui, fui, fui, fui… ¡Tertuliana y conferenciante! Si levantaba el teléfono, tenía con quien salir de día y de noche…
Manolo se incorporó, deshaciéndose de la mesa con un ademán enérgico.
– ¡ Se acabó Peter Pan! Basta de fábulas. -Manchas de sopa ensuciaban la pechera de su bata de colegio-. Recurramos al viejo Charles y similares.
Terenci sonrió con la cara llena de pecas, enmarcada por una cascada de bucles rojos: era An-nie, la huerfanita. En el musical de Broadway, naturalmente.
– «¡Tomorrow, tomorrow!» -cantó.
– Se acabaron los mañanas. Vayamos al ayer -propuso Manolo-. Al fantasma de la Navidad, o mejor dicho, al de la Nochevieja del ayer.
Me contempló significativamente. Lo cual significa que me contempló-contempló. Con intención. Sabía a qué Nochevieja se refería.
Retrocedí, secándome el sudor de las manos con mi mugriento faldón de delantal de criatura explotada en los muelles del Támesis, a finales del siglo diecinueve.
– ¡Es una trampa asquerosa! -sollocé-. Si no te hubieras muerto, Manolo, mis Nocheviejas habrían seguido transcurriendo en tu compañía y la de nuestros amigos. ¡Tuviste que marcharte, dejándome plantada!
– Nena, no fugis d'estudi -intervino Annie-. O, como dirían en la lengua de Corín Tellado, no te vayas por los cerros de Ubeda, o no salgas por peteneras.
– ¡Vaya otro! ¡Tú te largaste el primero, de
jándome sin aquellas fiestas de cumpleaños que ofrecías la vigilia de Reyes!
– Callaos y echemos un vistazo.
El fulgor de las estrellas nos envolvió.