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Créanme. Existe algo más humillante que morir. Y es morir a medias, reencontrarse en el Otro Mundo con dos amigos del alma, ser feliz por ello, y que tales seres, con su inteligencia superior y su mayor experiencia de la muerte, hagan juegos malabares para devolverla a una al puto mundo real. Para arrancarme de su compañía y entregarme a la soledad.
En cuanto se disipó el engañoso polvo de estrellas que nos nimbó a modo de interludio, supe que se habían confabulado contra mí y que, en su afán de que aceptara mi regreso a la vida, estaban dispuestos a valerse de los más rastreros trucos de su -nuestro- oficio, acorralando al personaje hasta obligarle a asumir la historia imaginada para él. No había huida posible. Pero yo no era una criatura de ficción. ¿Lo era? Y en caso afirmativo, ¿de qué ficción? ¿La de mis amigos?, ¿la mía?
«Ay, que les veo venir», me dije.
No me prepararon la navideña escena dicken-siana cuya moraleja -arrepentimiento del protagonista y firme propósito de enmienda, tras con-
templar desde la perspectiva del castigo sus malas acciones del ayer-, a fuer de repetirse hasta la saciedad, resulta ineficaz e incluso entrañable, que es lo peor que le puede suceder a una lección moral. No, no convocaron para mí un cuadro de ficción victoriana en el que yo, como una señorita Scrooge algo más animosa y lozana que la versión masculina original, me enfrentaría a mis errores y mezquindades, entre un arrastrar de herrumbrosas cadenas y un crujir de monederos falsos, y, como consecuencia, comprendería cuan injusta había sido mi conducta para con los demás, etcétera.
Tampoco me hicieron regresar, como había temido, a mi última Nochevieja, a la cena de mujeres -que ni siquiera eran amigas mías- que celebramos en un restaurante medio vacío, para fantasear con un futuro cautamente tutelado.
Escritores como eran, incluso muertos, mis amigos adaptaron para mí algo infinitamente más terrorífico, tanto en el aspecto humano como en el literario, dentro del repertorio más recurrente del género atormentado en primera persona del singular.
¡Un monólogo interior!
Ellos, en quienes deposité mi confianza hasta el punto de querer dar la vida -o los tubos que me ataban al mundo- para continuar a su lado, me reservaban un encontronazo con mi más temida criatura de las tinieblas. La introspección. Esa zorra.
Un enemigo a evitar, cuando se ha alcanzado mi edad. Lo sé muy bien. He pasado años cribán-
dome el cerebro a mechones -es el cerebro lo que duele, no el corazón; el cerebro es el único órgano capaz de segregar melancolía-, y después de no poco descalabro había alcanzado, allá en la tierra, la sensata conclusión de que es inútil darle tanto al tarro.
Cuando se aparenta lo que no se es, y eso es lo único que los otros creen que eres, y hasta te felicitan por serlo, y te vas quedando sin gente cercana con quien compartir los tablones del naufragio… ¿Quién necesita meditar? No mientras agonizo.
El gran error de la madrastra de Blancanieves fue situarse delante del espejo planteándole al muy canalla preguntas que podía haberse contestado por sí misma. ¡Todavía con esperanzas, a su edad, todavía compitiendo con la mema de su hijastra! A medida que transcurre el tiempo y el paisaje al que pertenecíamos se desmorona y los seres a quienes amamos mueren -pues envejecer sólo aporta dos malas noticias: o cascas tú o la palman los tuyos-, se aprende a desaprender. Lo primero que desaprendemos es ese cuento de la superioridad de la vejez sobre la juventud. Esa fanfarronada de dar las gracias cada mañana por estar viva, de conformarse con lo que trae de bueno el nuevo día: una mierda. La aprendí y la desaprendí y no sentí que perdía más de lo que ya había perdido. Por eso soy, en el fondo, una mujer muy triste. No porque añore mi juventud, sino porque he vivido los últimos años negándome a admitir cuánto echaba de menos lo mejor de la juventud, que es la esperanza.
Ese inmenso territorio todavía por arar. ¿Cuál es la esperanza de los viejos? ¿Arrancarle una propina al Tiempo?
Mas… mas… pero… sin embargo…
¡No! ¡Más! ¡Es un más con acento, un más como el universo entero, lo que sale de mí en este instante! Un momento. ¿De mí? ¿Sale de mí esta inesperada urgencia de algo que no sé nombrar? ¿Hablo con mi voz o lo hacen por mí ese par de druidas espaciales, empecinados en salvarme? ¿Salvarme del comatoso lecho o salvarme de mí? No puedo verles pero les siento próximos, atentos a mi deshilachado monólogo.
¿Más?
En el supuesto de que despiertes Allá Abajo, de que este paseo por la Eternidad sea una «estancia entre nosotros» -así la habían llamado cuando hablaban a dúo y telepáticamente-, en lo que se refiere a Tener no puedes pedir más. Seguridad económica, un piso, un perro, ingenios electrónicos y cibernáuticos, abalorios ornamentales… Un nombre reconocido, lectores, la suerte de expresarte, de escribir. Cuando lo haces sobre tus cobardías o ansiedades, duele (tocas nervio y eso rechina), pero luego publicas, sales de gira y te lo pasas bien, te tratan como a una rica heredera y el baño de ego te deja lo bastante atontada como para continuar escribiendo sin preguntarte qué o quién te queda. Eso, si la fortuna no se empeña en que detengas el paseo promocional para asistir a las honras fúnebres de algún ser querido.
Posees cuanto has enumerado, lo poseías. O te poseía. Tienes o te tiene. ¿Qué significa esta superlativa exigencia de Más y Más?
¿Más garantías de permanecer en la Eternidad junto a mis amigos? No es por ahí… ¿Más vida terrena como la que se ha interrumpido? No, eso sería desquiciado. ¿Más amor, más compromiso, más sufrimiento? Ah, no, olvidadme. No envejeceré escuchando rancheras.
Empiezas por enumerar tus posesiones y más pronto que tarde te asaltan tus carencias.
Más… Más… Más…
Entonces apareció el espejo. Pero yo, que no soy Faulkner usando los monólogos, tampoco me parezco a la madrastra de Blancanieves cuando me ponen un espejo por delante. Y sé que existen preguntas que no hemos de pronunciar e ilusiones que han de permanecer bajo tierra.
Me acerqué. Era un espejo grande como la boca de un túnel, rodeado por una moldura barroca cubierta de pan de oro y nimbada por querubes. Respondía a las exigencias de Terenci, atento a que la intimidad suprema de mi desgarro adoptara un marco sólo comparable a los almacenados en liceís-ticos arcanos.
Observé a la mujer que me observaba y supe que entre las dos íbamos a parir una palabra decisiva.
Las letras se deslizaron como riachuelos por el interior de mi cabeza, hasta cuajar en mi aparato reproductor de sonidos, gotas de mercurio que se
alargaban y encogían para tallar el verbo en modo subjuntivo. El verbo se apretaba contra la barrera de lengua, dientes y labios cerrados que le impedía respirar. Sentí que cada fonema, ahora firmemente agarrados el uno al otro, como si temieran la dispersión, pugnaba por salir y por existir más allá de mí, como parte de una palabra que, al ser pronunciada, se convertiría en locomotora de la amplia acción que anticipaba. Daban tantas patadas, las letras del verbo al que yo me debía, que no tuve otro remedio que abrir su prisión.
– ¡Aventurarme! -grité. Y repetí-: Aventurarme.
La palabra se dibujó en la superficie del espejo, como si alguien la hubiera trazado con el dedo sobre un velo de vapor. Cuando éste disminuyó, Manolo y Terenci me flanqueaban en el azogue. La palabra, escrita en diagonal, me cubría el rostro casi por completo.
– ¿Lo ves, burra? -dijo Terenci-. ¡Has de regresar! ¡Te queda mucho por hacer!
– No necesariamente -respondí, tozuda-. No es contradictorio. Preciso aventurarme, lo acepto. ¿En dónde mejor que aquí? Alfombras mágicas. Amigos de ayer, de hoy y de siempre. Volver a ser niños, adolescentes, jóvenes, pero sin verme sometida a terrenas pasiones. Tú mismo lo anunciaste, vestido de Sabú: «¡Diversión y aventuras, por fin!». Eso sí que sería un sueño.
– Hablando de sueños. Valorando las condiciones objetivas -intervino Manolo, con frialdad-
nos queda muy poco tiempo para que concluyas el tuyo y ocupes de nuevo tu cuerpo.
– No digas eso, por favor, y no lo digas así, como si no te importara. Me duele, no quiero dejaros. ¿Qué será de mí? Me quedo con vosotros, ésta es la mejor aventura que puedo desear.
– Cuca, no se lo tomes en consideración, ya sabes que éste, cuando se emociona, se pone adusto -le disculpó el otro-. Es su forma de defenderse. Pero su bondad es más profunda que la nuestra.
– Cierto -dije-. Posee un temperamento solidario y justiciero.
– Dejaos de gilipolleces -cortó el aludido-. He estado conversando con una señora que vivía en tu barrio más reciente, y que ha irrumpido en Este Mundo con una información de primera. Dice que, mientras la trajinaban en el furgón, vio salir de tu portal a una chica de unos veintitantos, alta y atractiva, que llevaba una bolsa cargada con tus diccionarios.
– ¿Desde el coche fúnebre vio eso? -me sorprendí.
– Algunas comadres -observó Terenci- mantienen al morir las mismas dotes de fisgonas que las adornaron anteriormente e hicieron de ellas temibles portadoras de rayos X en las pupilas.
– Dinos -me urgió Manolo-, dinos sin dilación si hay alguien en tu entorno más inmediato lo bastante leído como para buscar palabras en los diccionarios.
Retrocedí, ofendida.
– Muchos leen en mi familia. Entre el círculo de mis colaboradoras y amistades, la lectura es un elemento de primer orden, y un libro puede cambiar una vida, como bien sabéis, aparte de que leer es conocer y conocer es amar.
– Reina, deja el refranero editorial y canta -me instó Terenci-, que como no te podamos salvar nos vamos a quedar el colega y yo más amargados por la Eternidad que las hijas de Bernarda Alba.
– ¿Esa chica sólo se llevó diccionarios?
– Sí. Sí. Hizo una corta visita a tu piso, después de pasar unas horas contigo en el hospital Clínico y de hablar con los médicos. Mantuvo una conversación con la portera, que también escuchó la vecina, y le prometió que cuidaría de tus palabras hasta que te pusieras buena.
– ¿Mis palabras?
– Nuestras palabras -aclaró Manolo-. ¿No lo entiendes? Las palabras que usamos los escritores y que los diccionarios guardan para nosotros. Es un detalle emocionante.
– ¡Paula! ¡Es Paula! -Me eché a reír-. ¡Le encantan los diccionarios! Eso es quererme, llevarse mis palabras para protegerlas.
– Y te quiere tanto que hará que te desconecten en cuanto dé con tu testamento -acotó, pensativo, Terenci-. ¿Cómo es ella?
– Científica. Va a ser investigadora, aunque está en la fase de entregarse a la medicina pública en esa cámara de tortura para médicos internos re-
sidentes que puede resultar Urgencias. Talento, sensibilidad, alegría de vivir, compromiso… Se va por las selvas a montar dispensarios, lo cual no le impide salir de marcha cuando se lo pide el cuerpo, es culta… Cuando era niña solía llevarla a la librería Antonio Machado. Se metía en la sección infantil y salía con carretadas de libros. Hasta que un día se dirigió a una estantería y eligió las obras de Shakespeare. No había cumplido los trece años.
– Eso que nos cuentas es muy inquietante -comentó Terenci.
– Hummm. Hummm -Manolo, lacónico.
Tenían razón.
– Si descubre mi última voluntad se empeñará en ejecutarla -resumí-. Porque es científica y por respeto a mí. Convencerá a mi familia, hablará con los médicos, pondrá abogados de por medio… Intentará evitar que pierda la dignidad, qué delicia de niña.
– Calla, tonta. -Terenci me sacudió por los hombros-. Ignoras que nosotros hemos recibido un soplo, de muy buena fuente. Allá Abajo, los médicos conciben serias esperanzas sobre tu despertar. No sufrirás secuelas, ni psíquicas ni físicas.
– ¿Y quién os lo ha dicho?
Ahora respondió Manolo:
– Alguien de suma confianza. El doctor An-dreu, el de las pastillas y el jarabe.
Iba en serio, pues. No se duda de la información de un médico de los de antes, cuyo invento curaba la tos de los niños pobres-antesala de una posible
tisis- y de los pobres niños, aunque fueran ricos. Siempre sentí preferencia por la farmacia modernista del doctor Andreu, sita en la calle del Carmen, adonde iba con mi madre cuando me atacaban la bronquitis invernal o el asma primaveral.
– ¿Dónde vive Paula? -preguntó Terenci.
– En Madrid.
– Pues ya podemos cubrirnos con algo adecuado, porque allá nos vamos -dijo Manolo.
– ¿Podríamos llegar vestidos de pubillas catalanas? -propuse-. Sería un puntazo, de cara a las relaciones públicas para mejorar la convivencia entre autonomías.
– Sugiero que no es práctico -rechazó Terenci-. Aunque vamos a Madrid-Madrid, a la realidad-realidad, a día de hoy, sin fantasías ni ficciones, nadie nos verá. Nuestros cuerpos serán un enigma. Y el traje de pubilla, aunque regio (en especial si no cargas con el cojín de hacer encaje de bolillos), no es adecuado para las búsquedas. ¡Qué rabia, carecer de influencia material! Pues no podemos mover objetos, ni ocupar cuerpos, ni siquiera estimular el vuelo de una patata chip por entre las frondas del Retiro.
– Nos queda el cacumen -nos animó Manolo, dándose golpecitos con los dedos en la frente-. La Feria del Libro, en la que tú te derrumbaste, continúa en su arbóreo esplendor, con gran éxito de público y de ventas.
– ¿Somos los primeros en las listas? -inquirió Terenci.
– ¿Y eso qué importa? Somos eternos -respondió Manolo-. ¿Te parece poco?
– A mí me gustaría darme un paseíto, incluso visitar el lugar de autos, me refiero a la carpa en donde perdí el conocimiento y -sonreí- os recobré a vosotros. Lástima que no podamos manifestarnos físicamente. Me encantaría firmar mi obra y comprar unos cuantos libros.
– Pasearemos sin que nos vean, si eso te place -prometió Terenci-. Aunque ignoro qué tiene que ver la Feria con nuestro propósito, como no sea hacernos perder el tiempo.
Manolo se mostró animoso:
– Hay mucho escritor muerto que vaga por allí. Seguro que alguien nos echa una mano.
Terenci sacudió la melena roja -recordemos que todavía era Annie, la huerfanita- y comentó:
– Cosa del marxismo residual. Increíblemente, éste aún conserva restos de fe en la humanidad.